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Indice general ordenado alfabéticamente por título del libro o artículo

Prólogo de Literatura uruguaya del medio siglo    pág. 6/6

 

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Es cierto que algunos autores, aún en aquella época terrible, conseguían ser leídos y hasta vendían completamente sus pequeñas ediciones nacionales. No me refiero sólo a los que siempre van por el camino del fácil folklore o de la guaranguería más o menos institucionalizada. Hacia 1950 se agotaban quienes escriben con responsabilidad y exigencia. Un nuevo libro de Francisco Espínola (como El rapto y otros cuentos, publicado entonces por Número) desaparecía en pocas semanas; también llegó a agotarse rápidamente Polvo enamorado, estampas humorísticas e irónicas de Carlos Maggi (publicadas en 1951 por Ediciones Fábula). El problema era saber por qué ese público se retraía casi siempre, aunque de vez en cuando asomaba su faz sobre el mostrador de las librerías para documentar su discutida existencia. Hacia 1948 se suscitó una polémica, muy ociosa y prematura, sobre la generación nueva y algunos escépticos profesionales apuntaron que era una generación de fantasmas porque no había obra que la sustentase. (Onetti, Cunha, Falco, Pivel, Ardao, Ayestarán, Idea, Benedetti ya tenían obra, pero en fin). Con más acierto podría haberse hablado de un público fantasma.

La razón primera del retraimiento es que el escritor nacional había olvidado algo obvio: hay que salir a buscar al público. Las generaciones anteriores se habían acostumbrado a escribir para los cajones de su escritorio o para vender sus obras al Estado por el expediente, algo homeopático, de colocar cien ejemplares en un Ministerio, cincuenta en este Banco, veinticinco en aquella Biblioteca municipal. Los nuevos escritores se resistieron a esa política perversa y salieron a buscar lectores a las cuevas mismas donde esa especie (aparentemente extinta) se había refugiado. De ahí el ejercicio profesional de la crítica y la discusión de los escritores extranjeros que el lector sí leía; de ahí la dedicación al periodismo literario; de ahí la lucha por la dirección de la página literaria de Marcha; de ahí la proliferación de revistas y pequeñas ediciones numeradas; de ahí las polémicas. Todos estos medios tenían un solo fin: atraer al lector. No fue fácil y hubo mucho equívoco, mucha pista falsa. Un artículo sobre Joyce era leído y discutido; uno sobre Idea Vilariño (como el que apareció en Marcha, en 1948) pasaba inadvertido, o sólo lo discutían, sotto voce, las otras poetisas. Pongo estos ejemplos pero hay miles.

Vista desde otros países de la América hispánica (desde Chile, por ejemplo) donde siempre han existido editoriales que se atreven a publicar regularmente obras de autores nuevos, la penuria de nuestra literatura parecía intolerable. De todo el continente hispánico, el Uruguay es uno de los que tiene potencialmente mayor número de lectores de libros. La alta alfabetización, la enseñanza gratuita en todos los niveles, la tradición cultural legada por la generación del Ateneo y la del 900, parecerían asegurar al poeta un público escaso en número pero devotísimo. La realidad era, hacia 1945, muy distinta.

Una de las causas que no se puede pasar por alto es que nuestra cultura tendía entonces a cubrir superficies sin ahondar casi nada. Había un afán de extensión totalizadora que correspondía a un concepto muy enciclopédico e ingenuo de la cultura y tenía (además) un nítido carácter demagógico. Muchas escuelas, muchos liceos, significan muchos votos. Institutos de enseñanza especializada, facultades de investigación, centros de estudios superiores, no sólo son caros sino que electoralmente significan poco o nada. El malentendido socialismo batllista orientó las cosas hacia una apariencia de cultura. En la época de Catalina II, el favorito Potemkin había inventado una ciudad portátil, hecha sólo de fachadas, que precedía a la Emperatriz en sus jiras de iluminada inspección del progreso de la gran Rusia: con pequeños cambios de decorado, la Emperatriz enfrentaba siempre en cada estación las mismas apariencias y se iba de cada pueblo convencida de la extensión y hermosura de su imperio. Hasta cierto puntos los prohombres del oficialismo habían descubierto un recurso a la Potemkin. No quiero decir con esto que la extensión y universalización de la escuela primaria y la secundaria sean pura apariencia. Pero sí quiero decir que son apariencia si no van unidas a la extensión y profundización de la enseñanza superior. Y sobre todo quiero decir que sí lo son (y hasta qué punto) cuando la enseñanza primaria y la secundaria aumentan en el papel la difusión pero no cautelan ni el problema de la deserción después del primer año de primaria ni el de los repetidores que se instalan (jubilados prematuros) en el mismo banco de la misma aula por tiempo indeterminado.

Un hecho basta para simbolizar la naturaleza verdadera de nuestra cultura oficial. Desde 1917, Carlos Vaz Ferreira (hombre al que nunca faltó el calor del Estado) proyectó la creación de una Facultad de Humanidades y Ciencias como centro de investigación desinteresada. Aunque es discutible el espíritu con que se preparó ese centro (el desinterés es mal consejero en ciertas disciplinas) y mucho más discutible aún es la aplicación de ese espíritu, no caben dos opiniones sobre la necesidad de una Facultad como la que se proponía. Sin embargo, Vaz Ferreira tardó casi treinta años en convencer a sus correligionarios. Sólo en 1946 se crea la Facultad. Durante el mismo período, la Enseñanza Secundaria se convirtió en cambio en uno de los más poderosos organismos del Estado; teóricamente, aunque no en la práctica, aseguró la continuidad de los estudios iniciados en Primaria. Como no era obligatoria, y como, además, el Estado ya había demostrado en Primaria que no era capaz de hacer cumplir ninguna obligatoriedad, la Enseñanza Secundaria resultó una institución que prometía más de lo que cumplía. Por otra parte, en la práctica fue orientada hacia un crecimiento puramente externo: más liceos, más profesores, más funcionarios, más preparatorios, sin que las normales exigencias de un régimen tan gratuito (no hay matrículas, hasta los libros de texto son prestados a los alumnos) se hicieran sentir para nada. Se suprimió el examen de ingreso a Secundaria, se estableció la exoneración de exámenes para quienes alcanzaran un promedio general de Bueno, luego se concedió hasta la exoneración parcial, no se puso límite a los repetidores. En los cursos más altos se multiplicaron los períodos de exámenes. La consecuencia es una enseñanza de funcionamiento lentísimo, muy cara y sobre todo de estudiantes valetudinarios. El aspecto más triste de este proceso es que todas estas medidas no tenían como móvil verdadero la extensión de la enseñanza (aunque había gente de muy sanas intenciones entre los propulsores de estas medidas) sino la conversión del instituto en una fuente de colocaciones burocráticas. Cuanto mayor el número de alumnos, mayor el número de profesores y funcionarios: es decir, de electores. Con la creación del Estatuto del profesor y de un centro especializado para la preparación de los mismos (el Instituto Artigas) se creyó poner fin a la inflación burocrática. Uno de los que más había luchado por la difusión de la Enseñanza Media, el Dr. Antonio M. Grompone, no sólo creó el Instituto sino que lo dirigió hasta su reciente fallecimiento. Pero ni su voluntad firme ni la justeza de sus iniciativas pudieron contra una realidad nacional.

Todo este proceso parece tener poco que ver con la literatura. Es sin embargo fundamental para comprender por qué la cultura superior, mantenida por una élite que no tenía vergüenza de ser tal y no pedía disculpas por lo que al fin y al cabo es resultado de la mera especialización y no de ningún privilegio injusto, había sido suplantada por una cultura de mera información galopante, delgada y sin raíces, farolera. En vez de promover armoniosamente todos los niveles de la cultura, el oficialismo buscó promover demagógicamente el que aseguraba más votos. Por eso, después de diez o doce años de clase, los uruguayos (que teóricamente han sido paseados por el mundo de Virgilio y de Einstein, de Leonardo y Carlos Marx) se sientan a leer un rato algún libro y qué leen. La minoría de exquisitos leía (por ejemplo) a Alberto Moravia, mechado de algún entretenimiento del Séptimo Círculo (colección que desde su título muestra sus ambiciones dantescas). Los más vastos no leían libros sino revistas ilustradas, como Life en español, las crónicas de los diarios, los programas de carreras o de cine, las tiras cómicas, los consultorios sentimentales, las infinitas crónicas de fútbol, las páginas sociales. Príamo besando la mano del matador de sus hijos, Descartes haciendo tabla rasa para llegar al Cogito ergo sum. Luis XVI escribiendo Rien en su diario el día de la Toma de la Bastilla (no había hecho nada ese día, no había pasado nada por lo tanto), Sarmiento traduciendo o adaptando a Fortoul (On ne tue point les idées) al atravesar los Andes dejando atrás la tiranía de Rosas: Esas eran otras tantas figuritas inservibles que la memoria (y la inteligencia, y la sensibilidad) expulsaban apenas abandonado el ciclo liceal como expulsaban la fórmula de tetraedro y la teoría de los quanta. Lo que sobrevivía era la certeza, indocumentable objetivamente, de haber estudiado, de haberse paseado como turista por la cultura occidental, de pertenecer al país más europeo de la América hispánica, de ser uruguayos. La Atenas del Plata, sí.

No se crea que ese olvido totalitario de la cultura universal aprendida en las siestas liceales perdona lo nacional. Tampoco había raíces en lo nuestro. Hasta el día de hoy la historia o la literatura uruguaya se estudian en Secundaria y Preparatorios como parte de una disciplina general o hispanoamericana que exige de los profesores una especialización monstruosa y no permite sino dedicar una parte del curso al Uruguay. Por eso casi no quedan huellas de las mal enseñadas Instrucciones artiguistas del año XIII o el olvidadísimo Reglamento Provisorio de Campaña de 1815 que ya establecía un proyecto de repartición de tierras. Muy pocos llegan a leer el sólido análisis histórico de la dominación española que hizo Bauzá o practican directamente la cruda epopeya de Acevedo Díaz en su ciclo histórico. La lectura de Ariel se confina, por lo general, a las parábolas y cuando es total casi nunca va enlazada a textos posteriores del pensamiento americanista del autor, mucho más incisivos y actuales. (En uno de ellos hasta hay una advertencia contra la política intervencionista de los Estados Unidos en términos de increíble resonancia hoy día). Para el estudiante uruguayo nuestra tradición era poco más que lemas municipales que también ostentan los trolleybuses (Sean los orientales tan ilustrados como valientes, que dicen dijo Artigas), poco más que borrosas lecturas obligatorias (el indio Tabaré convocando los espíritus del bosque, un niño que juega solo, a qué, con una copa, en medio de palabras de diccionario), poco más que las estampitas solemnes del manual histórico de H. D. o de los cuadros hieráticos, reproducidos hasta en los chocolatines Aguila, de Juan Manuel de Blanes. El olvido y la indiferencia se lo tragan todo.

Esta realidad de 1945 obligó a los nuevos de entonces a una actitud de agresiva militancia. También fomentó la formación de grupos. Ya se ha visto lo que hizo y lo que pudo el equipo que por esa fecha ocupa Marcha. Pero otros elencos hicieron otras cosas, a veces complementarias, a veces contradictorias. La intemperie de la cultura uruguaya de entonces se soportó mejor si se tenía aunque más no fuera el alero de una revista propia. Como la generación del 45 no pudo resolver de entrada el problema editorial, trató de paliarlo al menos por medio de las revistas. En entregas periódicas, un mismo equipo pudo ofrecer así sus puntos de vista y sus creaciones al amparo de algunos nombres ilustres (nacionales o extranjeros) y logró estimular así, y hasta concentrar, un pequeño público. Sin ánimo exhaustivo se pueden señalar algunas publicaciones importantes del período. Una empresa estrictamente juvenil fue Apex, que dirigieron Carlos Maggi y Manuel Flores Mora en 1942 (sólo dos números, casi invisibles, impresos en papel estraza); allí se marcó la huella de Onetti, maestro de ambos jóvenes entonces. Organizada a la manera de las revistas argentinas, o europeas, salió Escritura en 1947 y duró hasta 1950. El título provenía de José Bergamín que era uno de sus protectores espirituales; el otro era el poeta Fernando Pereda, que si bien no aparecía en el consejo de dirección tenía influencia rectora; a Julio Bayce le correspondió la tarea de organizar económicamente la publicación y lo hizo tan bien que hasta se dio el lujo de pagar a sus colaboradores. Una compleja distribución de cargos y responsabilidades permitió la integración de un equipo con Isabel Gilbert, Carlos Real de Azúa, Carlos Martínez Moreno, Carlos Maggi (evidentemente Carlos es nombre generacional) y Manuel Flores Mora. La revista tuvo éxito, fue respetuosa de muchos hombres de la generación anterior y dejó de publicarse por un concepto muy peregrino de lo que es un equipo: con excesiva modestia se había establecido que sus directores de sección no colaborasen sino ocasionalmente. Una revista no puede ser, sin embargo, antología de la obra ajena y depende precisamente de la capacidad de escribir de sus directores. Por la misma época apareció Clinamen (1947/1949) que alcanza sólo cinco números. Es revista de estudiantes de la Facultad de Humanidades y tiene a Ida Vitale, a Angel Rama (luego serían marido y mujer), a Manuel Arturo Claps, a Idea Vilariño y a Víctor J. Bacchetta de inspiradores. Fue una revista más polémica y se disolvió por contradicciones de puntos de vista en el grupo básico. Una empresa casi unipersonal fue Marginalia que hacia la misma fecha (1948/1949) publica Mario Benedetti con la colaboración de Mario Delgado Robaina y Salvador Miquel. El mayor mérito de la publicación es demostrar tempranamente las virtudes de organizador literario que Benedetti documentaría ampliamente en empresas mayores un poco más tarde.

Párrafo aparte merece Las Entregas de la Licorne (1953/1958) que a todo lujo publica entonces Susana Soca. La fortuna personal de la directora, sus vínculos y dependencia con Francia, el mismo estilo acrítico de la selección de colaboradores, dieron a esta publicación un aspecto muy singular. Fue un anacronismo en momentos en que se necesitaba una inserción viva en lo nacional. Aunque la revista se rodeó de algunos escritores de la nueva generación (Angel Rama y Guido Castillo fueron sus secretarios entonces) el impacto de la misma era errático y tenía poco que ver con lo que estaba ocurriendo realmente en el país, y aún en la cultura extranjera. Tanto Rama como Castillo estaban descubriendo entonces la literatura española o la francesa y vivían en olor de exquisitez. La directora era un ser extraordinario que vivió a destiempo y cuya validez se da casi exclusivamente en un plano metafísico. Estaba biológicamente incapacitada para dirigir una revista. Su verdadera dimensión por la que le corresponde un sitio importante en nuestra cultura, asoma en lo que ella dejó escrito: sus notas sobre filósofos y poetas, su poesía tan personal y suya, el aura de su personalidad. Pero como editora, Susana Soca sólo contribuyó a imponer una práctica saludable: la de remunerar a los colaboradores. Porque La Licorne era con Escritura casi la única excepción en un ambiente en que no se pagaban las colaboraciones literarias. Ya en 1946, la página literaria de Marcha había empezado a retribuír mínimamente a los colaboradores permanentes; de a poco se logró una cotización básica para todos.

Las publicaciones que no sólo tuvieron más larga vida sino que por consenso unánime han sido consideradas como las más representativas de ese momento (véase lo que dice Carlos Real de Azúa en su Antología del Ensayo Uruguayo Contemporáneo, 1964) fueron Asir y Número. Ambas se publicaron casi simultáneamente: Asir empezó en 1948, Número en 1949; ambas cesaron la parte central de su gestión en 1955, aunque hay dos números póstumos de Asir en 1958/59, y Número tuvo una segunda época (1963/1964), con un equipo algo distinto. En la revista Asir (fue fundada en Mercedes por Washington Lockhart, Marta Larnaudie de Klinger y Humberto Peduzzi Escuder) tuvieron participación importante escritores como Dionisio Trillo Pays, de la generación anterior pero muy cerca del 45, y Arturo Sergio Visca. Su traslado a Montevideo la convirtió técnicamente en revista capitalina pero siguió muy vinculada al punto de vista del interior. Número fue fundada por Idea Vilariño, Manuel Arturo Claps y Emir Rodríguez Monegal. Tuvo desde el comienzo a Sarandy Cabrera, como director gráfico. En 1950 se incorpora al equipo de dirección Mario Benedetti. Conviene rectificar aquí un dato que se encuentra en la citada Antología de Real de Azúa: aunque Martínez Moreno fue colaborador de Número en algunas ocasiones, nunca la dirigió en su primera época, aunque sí ingresó a la dirección en la segunda (cuando Idea Vilariño y Sarandy Cabrera se apartan de la misma). De haber sido director, el premio Número que gana con su nouvelle Cordelia en 1956 habría ocasionado un escándalo. Más disparatado aún es el error que fomenta Sarah Bollo en su Literatura Uruguaya (1965) al atribuir a Fernando Pereda la dirección de Número; lamentablemente, el distinguido poeta no fue siquiera colaborador de la revista.

Se ha señalado muchas veces la distinta orientación de estas dos publicaciones, tema que no puedo tratar a fondo aquí por razones obvias. Tal vez sea útil señalar sin embargo las características más exteriores. Mientras Asir subrayó siempre su condición de haber sido fundada en una ciudad del interior, aunque la mayoría de sus redactores y colaboradores vivían en Montevideo, Número dio por sentado que era montevideana. Repasando ambas colecciones se advierte que Asir concedió preferente atención al tema nacional en ensayos y relatos, a la narrativa, sobre todo la de tema campesino, a la obra informe del escritor que se inicia. También promovió un ensayismo de origen más lírico que intelectual, de preocupación trascendente, copiosa cita de autores franceses o españoles, que también corría paralelo con otro ensayismo de observación menuda de los hábitos nacionales (el mate, los cafés, las calles solitarias). En Número se prefirió la labor más sazonada aunque también se alentó por medio de un concurso de cuentos, la obra de los más jóvenes. Se concentró en la crítica literaria sin desdeñar la creación poética o narrativa o ensayística. No fomentó el nacionalismo y buscó y obtuvo colaboraciones internacionales de algunos nombres decisivos de las letras hispánicas del período: Jiménez, Salinas, Guillén, Barea, Borges, Neruda, Manuel Rojas. Conjuntamente con la página literaria de Marcha (como ya se ha visto) exploró la realidad uruguaya y americana. Una de sus contribuciones objetivamente más importantes fue el volumen dedicado en 1950 a la Literatura Uruguaya del Novecientos en que colaboraron no sólo los directores sino Real de Azúa, Arturo Ardao, Antonio Larreta, José Enrique Etcheverry, y un crítico de la generación anterior, el profesor José Pereira Rodríguez.

Otras notas más profundas y por lo tanto más personales pueden relevarse en la citada Antología de Real de Azúa, al estudiar a Lockhart y Martínez Moreno. Aquí interesa señalar que si se atiende sobre todo al resultado creador y literario, la obra de ambas revistas se complementa. E incluso a ratos se solapa porque esas actitudes y valoraciones que las separan no eran tan rígidas como para no permitir intercambios ocasionales de colaboradores o el estudio de un escritor de un grupo por un crítico del otro. De una u otra manera, Número y Asir lograron expresar inquietudes y realizaciones de la generación del 45, afirmaron con la práctica algunos puntos de vista comunes y por su duración crearon y sostuvieron un núcleo decisivo de lectores. Junto a Marcha o contra ella, su influencia es inexcusable para la fijación del lector.

 

9. La toma de posesión

Hasta aquí he considerado sobre todo la importante obra de fundación realizada por la generación del 45, su entrada en la escena literaria, los problemas que debió enfrentar, sus primeros planteos, aunque a veces la necesidad del análisis ha acercado la perspectiva hasta los años más próximos y últimos. Pero ahora conviene examinar, así sea brevemente, una etapa distinta de la obra de esta generación: la progresiva toma de posesión de los puestos clave de la cultura oficial o independiente. Hay varias etapas. Primero, algunos de sus miembros pasan a dirigir instituciones oficiales que tienen la llave, aunque modesta, de la labor editorial: así, Juan E. Pivel Devoto ocupa tempranamente el Museo Histórico Nacional e inspira no sólo las investigaciones de su especialidad y la Revista Histórica sino que auspicia iniciativas tan importantes como la colección de clásicos uruguayos que se titula Biblioteca Artigas; desde la Biblioteca Nacional, Trillo Pays fomenta las pequeñas ediciones de los autores nuevos y hasta asegura un número de suscripciones para sus revistas. No hay aquí nada de favoritismos, porque lo mismo se hace con todos los escritores y publicaciones, pero la presencia de Trillo y de Pivel en la comisión de adquisiciones del Ministerio asegura que el oficialismo no ignore la obra independiente de los nuevos. Por esa fecha también algunos de los críticos de la generación aparecen actuando en los concursos ministeriales aunque en franca minoría, lo que no impide siempre que sus opiniones se hagan oír y hasta puedan ser decisivas. Pero si poco a poco hasta las trincheras oficiales ceden, el proceso habría de acelerarse con el cambio de elenco gubernamental que provocan las elecciones de 1958 (Pivel pasa al Ministerio de Instrucción Pública y da un empuje formidable a la Biblioteca Artigas, crea una colección de clásicos universales y proyecta una tercera de autores uruguayos contemporáneos), al mismo tiempo que los escritores del 45 buscan por otro camino la conquista del poder.

Los más profesionales pasan a ocupar importantes páginas de crítica en periódicos de gran circulación. No sólo páginas bibliográficas, porque estos escritores suelen ser simultáneamente críticos de literatura, de teatro y hasta de cine (Benedetti que ha escrito en todos los géneros ha practicado también la crítica de espectáculos). De ese modo, el ámbito de actuación se amplía. En los últimos cinco años (cuando ya hay una nueva generación que empieza también a actuar) la conquista del poder es casi total. El ritmo se ha acelerado hasta el punto de que casi todos los centros están ahora orientados o dirigidos por algún representante de la famosa generación. El resultado inmediato ha sido una transformación radical de la cultura uruguaya. La Universidad, orientada por gente del 45 aunque nada oficialista, ha empezado a publicar antologías que recogen panorámicamente la realidad literaria de los últimos cincuenta años: ya ha salido una del cuento a cargo de Arturo Sergio Visca (uno de los más fecundos prologuistas de la Biblioteca Artigas), otra del ensayo hecha por Real de Azúa y está preparándose una tercera de la poesía que hizo Domingo Luis Bordoli. También ha reeditado la Universidad la obra de autores importantes de las generaciones anteriores, como Zum Felde, Emilio Oribe, Juan José Morosoli, Francisco Espínola, y trabajos e investigaciones de gente más joven como Ardao y Juan Antonio Oddone. Aunque la orientación es un poco parcial, y parece querer subrayar sólo una línea de las varias que fecundan la literatura nacional de este siglo, la labor de la Universidad es importante porque complementa la de otros organismos oficiales e independientes. La Comedia Nacional (cuyo director estable fue Antonio Larreta y ahora es Rubén Yáñez, ambos hombres del 45) se ha convertido también en centro de difusión de los nuevos dramaturgos, incluso de los más recientes. La Radio Oficial y el Canal Cinco de TV del Sodre están orientados por gente de la misma promoción. No todas estas iniciativas tienen la misma seriedad o responsabilidad, inútil decirlo; pero lo que aquí se busca subrayar es la transformación provocada por un equipo nuevo. Sólo faltaría que la AUDE y la Academia Nacional se rindan, si es que vale la pena la conquista.

La labor editorial independiente se ha visto estimulada por una iniciativa del Banco República que concede créditos más generosos que los que ya existían para la edición de obras nacionales. Esta iniciativa, tomada por el Dr. Felipe Gil, con el asesoramiento de Carlos Maggi (abogado del Banco y dramaturgo de la generación), ha permitido la aparición de pequeñas editoriales. La más amplia y sólida es Alfa, fundada y dirigida en 1954 por Benito Milla (1918), español radicado en Montevideo desde hace quince años. Una empresa que se inició en la época en que no existía la nueva disposición del Banco República y que por algunos años capeó como pudo el temporal, se vió favorecida por el nuevo clima creado por el Banco. Sin subvención oficial alguna pero por medio de una actividad constante de selección y orientación, la Editorial Alfa, ha centrado un público y ha hecho posible no sólo la edición de autores ya conocidos (como Amorim, Felisberto Hernández, Onetti, Benedetti) sino también de otros menos difundidos o especializados, y hasta de jóvenes completamente inéditos. Se ha fijado así un público capaz de consumir regularmente mil y hasta mil quinientos ejemplares de una novela corta de un escritor del que nadie ha oído hablar, o de agotar en pocos días los cinco mil ejemplares de Gracias por el fuego, la última novela de Benedetti. (Ya hay una segunda, de diez mil ejemplares). Esta realidad parecía impensable en 1945.

Auque sin practicar exclusivismos de generación o de grupos, la Editorial Alfa ha canalizado buena parte de la producción de la gente del 45. Pero no es la única que lo ha hecho. En 1960 se intentó la organización de una cooperativa de escritores que funcionó bajo en nombre de Editorial Asir (a pesar de que reunía también a gente de Número) y que llegó a publicar, a muy bajo precio y por suscripción, diez volúmenes de escritores del 45. Otras editoriales más recientes han venido a sumarse a un movimiento general de suma importancia a pesar de sus reducidas proporciones industriales. Sin ánimo de catálogo se pueden mencionar las Ediciones del Siglo Ilustrado (que reviven una vieja imprenta en que Quiroga publicó su primer libro, Los arrecifes de coral, en 1901) las ediciones de Aquí, Poesía (que también publican libros de prosa), las de Siete Poetas Hispanoamericanos (poesía naturalmente), los Cuadernos Uruguayos de las Ediciones Río de la Plata, las Ediciones Carumbé, las Ediciones de la Banda Oriental y las Ediciones Arca entre las más recientes. Todo esto no es mucho, la proliferación de pequeñas y aún pequeñísimas editoriales no es siempre signo de salud, las ediciones suelen ser mínimas y la distribución (aún en la capital) precaria. Pero significa bastante si se compara esta realidad con lo que era, hasta hace poco, sólo un páramo.

La empresa de captación del público lector no habría sido posible sin una iniciativa de incalculables proyecciones: La Feria del Libro y del Grabado. Creada por el esfuerzo y la imaginación de Nancy Bacelo, poetisa y funcionaria del Concejo Departamental de Montevideo, apoyada directamente en la experiencia y vitalidad de Benito Milla, sostenida desde el comienzo por el fervor de muchos escritores, la Feria del Libro ha llegado ya a su sexto año, aumentando progresivamente el círculo de su difusión, batiendo todos los récords de venta en el plazo relativamente breve en que funciona (vende más libros nacionales en unos pocos días de diciembre que todas las librerías juntas el resto del año) estableciendo el necesario enlace entre los escritores y los plásticos, entre el movimiento literario, el teatral y cinematográfico. Aunque no le han faltado enemigos (sobre todo entre los que no conciben que prospere una actividad que no esté centrada en ellos mismos) la Feria del Libro y del Grabado es el hecho cultural más importante de los últimos seis años y ha servido para restaurar sólidamente ese vínculo perdido y reencontrado entre el creador y su público. No es una empresa exclusiva de la generación del 45, ya que su principal inspiradora pertenece a la generación siguiente, pero es una empresa en la que aparecen asociados en un fin común todos los que están dispuestos a superar banderías, capillas y rencores.

Esta transformación radical no se ha realizado sin algunas pérdidas. La mayor y la más dolorosa es la de las pequeñas revistas que mantuvieron durante tanto tiempo y a la intemperie el prestigio de la literatura independiente. El hecho tiene una explicación simple. Casi todos los que impulsaron aquellas revistas trabajan hoy en el periodismo literario y crítico de los grandes diarios o han pasado a una etapa de mayor entrega a la obra personal. Aunque hubo algún intento de restauración de alguna revista (Número, por ejemplo) faltó el sentido urgente de obra de un equipo que justifica en este medio tal tipo de publicaciones. Es curioso que aquí sea siempre posible la revista de jóvenes (la nueva generación se está manifestando ya a través de ellas) y casi no se conciba la revista de madurez. Cuando se piensa que algunas de las más importantes del mundo han sido fundadas por gente madura –Gide tenía más de cuarenta años en 1923 cuando se funda la NRF en París, Ortega funda en Madrid la Revista de Occidente en 1923 por la misma edad, Sartre tiene cuarenta cuando funda en el París de 1945 Les Temps Modernes– se advierte lo que tiene aún de adolescente nuestra cultura y se explica por qué el medio tolera el ímpetu juvenil y desdeña o embota el esfuerzo de la experiencia. Tal vez el intento más sostenido por crear y mantener publicaciones que no sean sólo obra de jóvenes ni reflejen exclusivamente un equipo, lo haya hecho precisamente un europeo. Junto a su importante labor editorial, Milla ha fomentado la publicación de Deslinde (1956/1961), de Letras 62 (1962/1963), de Número, en su segunda época (1963/1964) y ahora, invencible e impenitente saca una revista nueva, Temas (1965) que no es por cierto obra exclusiva de la generación del 45 y está muy abierta a los más jóvenes.

Ha empezado ya una era de revisión de la obra del 45. La nueva generación golpea a las puertas de la ciudad y esgrime argumentos muy variados: desde la acusación de mandarinismo (como si fuera posible asumir el poder y no dirigir) hasta la de desarraigo (acusación tipo boomerang como lo descubrirán a su tiempo) o quietismo. Hay una avidez por enterrar a muertos que obviamente gozan de buena salud y que desmienten con sus nuevos libros los ritos funerarios que les preparan. Todo esto es (era) previsible y no cabe lamentarse que la realidad de 1965 confirme, con otros nombres y otro elenco, la realidad de 1945. Lo importante no es la polémica entre las generaciones sino la transformación en la estimativa; lo importante no son las acusaciones sino la profundidad con que se descubre (se inventa) la realidad; lo importante (oh, manes de Perogrullo) es la obra. Tanto los jóvenes de 1945 (que ya no son nada jóvenes) como los jóvenes de 1962 (que tampoco son tan fieros como se pintan) están haciendo obra, la están publicando, están siendo criticados por ella. Eso es lo que realmente importa. Ahora hay escritores que escriben y lectores que leen y críticos que critican. Las cosas han cambiado realmente."

 

 

Responsables

L. Block de Behar
lbehar@multi.com.uy

A. Rodríguez Peixoto
arturi@adinet.com.uy


S. Sánchez Castro
ssanchez@oce.edu.uy

 

 


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