Es cierto que algunos autores, aún en aquella época
terrible, conseguían ser leídos y hasta vendían
completamente sus pequeñas ediciones nacionales. No me refiero
sólo a los que siempre van por el camino del fácil
folklore o de la guaranguería más o menos institucionalizada.
Hacia 1950 se agotaban quienes escriben con responsabilidad y exigencia.
Un nuevo libro de Francisco Espínola (como El rapto y
otros cuentos, publicado entonces por Número)
desaparecía en pocas semanas; también llegó
a agotarse rápidamente Polvo enamorado, estampas humorísticas
e irónicas de Carlos Maggi (publicadas en 1951 por Ediciones
Fábula). El problema era saber por qué ese público
se retraía casi siempre, aunque de vez en cuando asomaba
su faz sobre el mostrador de las librerías para documentar
su discutida existencia. Hacia 1948 se suscitó una polémica,
muy ociosa y prematura, sobre la generación nueva y algunos
escépticos profesionales apuntaron que era una generación
de fantasmas porque no había obra que la sustentase. (Onetti,
Cunha, Falco, Pivel, Ardao, Ayestarán, Idea, Benedetti ya
tenían obra, pero en fin). Con más acierto podría
haberse hablado de un público fantasma.
La razón primera del retraimiento es que el escritor nacional
había olvidado algo obvio: hay que salir a buscar al público.
Las generaciones anteriores se habían acostumbrado a escribir
para los cajones de su escritorio o para vender sus obras al Estado
por el expediente, algo homeopático, de colocar cien ejemplares
en un Ministerio, cincuenta en este Banco, veinticinco en aquella
Biblioteca municipal. Los nuevos escritores se resistieron a esa
política perversa y salieron a buscar lectores a las cuevas
mismas donde esa especie (aparentemente extinta) se había
refugiado. De ahí el ejercicio profesional de la crítica
y la discusión de los escritores extranjeros que el lector
sí leía; de ahí la dedicación al periodismo
literario; de ahí la lucha por la dirección de la
página literaria de Marcha; de ahí la proliferación
de revistas y pequeñas ediciones numeradas; de ahí
las polémicas. Todos estos medios tenían un solo fin:
atraer al lector. No fue fácil y hubo mucho equívoco,
mucha pista falsa. Un artículo sobre Joyce era leído
y discutido; uno sobre Idea Vilariño (como el que apareció
en Marcha, en 1948) pasaba inadvertido, o sólo lo
discutían, sotto voce, las otras poetisas. Pongo estos
ejemplos pero hay miles.
Vista desde otros países de la América hispánica
(desde Chile, por ejemplo) donde siempre han existido editoriales
que se atreven a publicar regularmente obras de autores nuevos,
la penuria de nuestra literatura parecía intolerable. De
todo el continente hispánico, el Uruguay es uno de los que
tiene potencialmente mayor número de lectores de libros.
La alta alfabetización, la enseñanza gratuita en todos
los niveles, la tradición cultural legada por la generación
del Ateneo y la del 900, parecerían asegurar al poeta un
público escaso en número pero devotísimo. La
realidad era, hacia 1945, muy distinta.
Una de las causas que no se puede pasar por alto es que nuestra
cultura tendía entonces a cubrir superficies sin ahondar
casi nada. Había un afán de extensión totalizadora
que correspondía a un concepto muy enciclopédico e
ingenuo de la cultura y tenía (además) un nítido
carácter demagógico. Muchas escuelas, muchos liceos,
significan muchos votos. Institutos de enseñanza especializada,
facultades de investigación, centros de estudios superiores,
no sólo son caros sino que electoralmente significan poco
o nada. El malentendido socialismo batllista orientó las
cosas hacia una apariencia de cultura. En la época de Catalina
II, el favorito Potemkin había inventado una ciudad portátil,
hecha sólo de fachadas, que precedía a la Emperatriz
en sus jiras de iluminada inspección del progreso de la gran
Rusia: con pequeños cambios de decorado, la Emperatriz enfrentaba
siempre en cada estación las mismas apariencias y se iba
de cada pueblo convencida de la extensión y hermosura de
su imperio. Hasta cierto puntos los prohombres del oficialismo habían
descubierto un recurso a la Potemkin. No quiero decir con esto que
la extensión y universalización de la escuela primaria
y la secundaria sean pura apariencia. Pero sí quiero decir
que son apariencia si no van unidas a la extensión y profundización
de la enseñanza superior. Y sobre todo quiero decir que sí
lo son (y hasta qué punto) cuando la enseñanza primaria
y la secundaria aumentan en el papel la difusión pero no
cautelan ni el problema de la deserción después del
primer año de primaria ni el de los repetidores que se instalan
(jubilados prematuros) en el mismo banco de la misma aula por tiempo
indeterminado.
Un hecho basta para simbolizar la naturaleza verdadera de nuestra
cultura oficial. Desde 1917, Carlos Vaz Ferreira (hombre al que
nunca faltó el calor del Estado) proyectó la creación
de una Facultad de Humanidades y Ciencias como centro de investigación
desinteresada. Aunque es discutible el espíritu con que se
preparó ese centro (el desinterés es mal consejero
en ciertas disciplinas) y mucho más discutible aún
es la aplicación de ese espíritu, no caben dos opiniones
sobre la necesidad de una Facultad como la que se proponía.
Sin embargo, Vaz Ferreira tardó casi treinta años
en convencer a sus correligionarios. Sólo en 1946 se crea
la Facultad. Durante el mismo período, la Enseñanza
Secundaria se convirtió en cambio en uno de los más
poderosos organismos del Estado; teóricamente, aunque no
en la práctica, aseguró la continuidad de los estudios
iniciados en Primaria. Como no era obligatoria, y como, además,
el Estado ya había demostrado en Primaria que no era capaz
de hacer cumplir ninguna obligatoriedad, la Enseñanza Secundaria
resultó una institución que prometía más
de lo que cumplía. Por otra parte, en la práctica
fue orientada hacia un crecimiento puramente externo: más
liceos, más profesores, más funcionarios, más
preparatorios, sin que las normales exigencias de un régimen
tan gratuito (no hay matrículas, hasta los libros de texto
son prestados a los alumnos) se hicieran sentir para nada. Se suprimió
el examen de ingreso a Secundaria, se estableció la exoneración
de exámenes para quienes alcanzaran un promedio general de
Bueno, luego se concedió hasta la exoneración parcial,
no se puso límite a los repetidores. En los cursos más
altos se multiplicaron los períodos de exámenes. La
consecuencia es una enseñanza de funcionamiento lentísimo,
muy cara y sobre todo de estudiantes valetudinarios. El aspecto
más triste de este proceso es que todas estas medidas no
tenían como móvil verdadero la extensión de
la enseñanza (aunque había gente de muy sanas intenciones
entre los propulsores de estas medidas) sino la conversión
del instituto en una fuente de colocaciones burocráticas.
Cuanto mayor el número de alumnos, mayor el número
de profesores y funcionarios: es decir, de electores. Con la creación
del Estatuto del profesor y de un centro especializado para la preparación
de los mismos (el Instituto Artigas) se creyó poner fin a
la inflación burocrática. Uno de los que más
había luchado por la difusión de la Enseñanza
Media, el Dr. Antonio M. Grompone, no sólo creó el
Instituto sino que lo dirigió hasta su reciente fallecimiento.
Pero ni su voluntad firme ni la justeza de sus iniciativas pudieron
contra una realidad nacional.
Todo este proceso parece tener poco que ver con la literatura.
Es sin embargo fundamental para comprender por qué la cultura
superior, mantenida por una élite que no tenía vergüenza
de ser tal y no pedía disculpas por lo que al fin y al cabo
es resultado de la mera especialización y no de ningún
privilegio injusto, había sido suplantada por una cultura
de mera información galopante, delgada y sin raíces,
farolera. En vez de promover armoniosamente todos los niveles de
la cultura, el oficialismo buscó promover demagógicamente
el que aseguraba más votos. Por eso, después de diez
o doce años de clase, los uruguayos (que teóricamente
han sido paseados por el mundo de Virgilio y de Einstein, de Leonardo
y Carlos Marx) se sientan a leer un rato algún libro y qué
leen. La minoría de exquisitos leía (por ejemplo)
a Alberto Moravia, mechado de algún entretenimiento del Séptimo
Círculo (colección que desde su título
muestra sus ambiciones dantescas). Los más vastos no leían
libros sino revistas ilustradas, como Life en español,
las crónicas de los diarios, los programas de carreras o
de cine, las tiras cómicas, los consultorios sentimentales,
las infinitas crónicas de fútbol, las páginas
sociales. Príamo besando la mano del matador de sus hijos,
Descartes haciendo tabla rasa para llegar al Cogito ergo sum.
Luis XVI escribiendo Rien en su diario el día de la Toma
de la Bastilla (no había hecho nada ese día, no había
pasado nada por lo tanto), Sarmiento traduciendo o adaptando a Fortoul
(On ne tue point les idées) al atravesar los Andes dejando
atrás la tiranía de Rosas: Esas eran otras tantas
figuritas inservibles que la memoria (y la inteligencia, y la sensibilidad)
expulsaban apenas abandonado el ciclo liceal como expulsaban la
fórmula de tetraedro y la teoría de los quanta. Lo
que sobrevivía era la certeza, indocumentable objetivamente,
de haber estudiado, de haberse paseado como turista por la cultura
occidental, de pertenecer al país más europeo de la
América hispánica, de ser uruguayos. La Atenas del
Plata, sí.
No se crea que ese olvido totalitario de la cultura universal aprendida
en las siestas liceales perdona lo nacional. Tampoco había
raíces en lo nuestro. Hasta el día de hoy la historia
o la literatura uruguaya se estudian en Secundaria y Preparatorios
como parte de una disciplina general o hispanoamericana que exige
de los profesores una especialización monstruosa y no permite
sino dedicar una parte del curso al Uruguay. Por eso casi no quedan
huellas de las mal enseñadas Instrucciones artiguistas del
año XIII o el olvidadísimo Reglamento Provisorio de
Campaña de 1815 que ya establecía un proyecto de repartición
de tierras. Muy pocos llegan a leer el sólido análisis
histórico de la dominación española que hizo
Bauzá o practican directamente la cruda epopeya de Acevedo
Díaz en su ciclo histórico. La lectura de Ariel
se confina, por lo general, a las parábolas y cuando es total
casi nunca va enlazada a textos posteriores del pensamiento americanista
del autor, mucho más incisivos y actuales. (En uno de ellos
hasta hay una advertencia contra la política intervencionista
de los Estados Unidos en términos de increíble resonancia
hoy día). Para el estudiante uruguayo nuestra tradición
era poco más que lemas municipales que también ostentan
los trolleybuses (Sean los orientales tan ilustrados como valientes,
que dicen dijo Artigas), poco más que borrosas lecturas obligatorias
(el indio Tabaré convocando los espíritus del bosque,
un niño que juega solo, a qué, con una copa, en medio
de palabras de diccionario), poco más que las estampitas
solemnes del manual histórico de H. D. o de los cuadros hieráticos,
reproducidos hasta en los chocolatines Aguila, de Juan Manuel de
Blanes. El olvido y la indiferencia se lo tragan todo.
Esta realidad de 1945 obligó a los nuevos de entonces a
una actitud de agresiva militancia. También fomentó
la formación de grupos. Ya se ha visto lo que hizo y lo que
pudo el equipo que por esa fecha ocupa Marcha. Pero otros
elencos hicieron otras cosas, a veces complementarias, a veces contradictorias.
La intemperie de la cultura uruguaya de entonces se soportó
mejor si se tenía aunque más no fuera el alero de
una revista propia. Como la generación del 45 no pudo resolver
de entrada el problema editorial, trató de paliarlo al menos
por medio de las revistas. En entregas periódicas, un mismo
equipo pudo ofrecer así sus puntos de vista y sus creaciones
al amparo de algunos nombres ilustres (nacionales o extranjeros)
y logró estimular así, y hasta concentrar, un pequeño
público. Sin ánimo exhaustivo se pueden señalar
algunas publicaciones importantes del período. Una empresa
estrictamente juvenil fue Apex, que dirigieron Carlos Maggi
y Manuel Flores Mora en 1942 (sólo dos números, casi
invisibles, impresos en papel estraza); allí se marcó
la huella de Onetti, maestro de ambos jóvenes entonces. Organizada
a la manera de las revistas argentinas, o europeas, salió
Escritura en 1947 y duró hasta 1950. El título
provenía de José Bergamín que era uno de sus
protectores espirituales; el otro era el poeta Fernando Pereda,
que si bien no aparecía en el consejo de dirección
tenía influencia rectora; a Julio Bayce le correspondió
la tarea de organizar económicamente la publicación
y lo hizo tan bien que hasta se dio el lujo de pagar a sus colaboradores.
Una compleja distribución de cargos y responsabilidades permitió
la integración de un equipo con Isabel Gilbert, Carlos Real
de Azúa, Carlos Martínez Moreno, Carlos Maggi (evidentemente
Carlos es nombre generacional) y Manuel Flores Mora. La revista
tuvo éxito, fue respetuosa de muchos hombres de la generación
anterior y dejó de publicarse por un concepto muy peregrino
de lo que es un equipo: con excesiva modestia se había establecido
que sus directores de sección no colaborasen sino ocasionalmente.
Una revista no puede ser, sin embargo, antología de la obra
ajena y depende precisamente de la capacidad de escribir de sus
directores. Por la misma época apareció Clinamen
(1947/1949) que alcanza sólo cinco números. Es revista
de estudiantes de la Facultad de Humanidades y tiene a Ida Vitale,
a Angel Rama (luego serían marido y mujer), a Manuel Arturo
Claps, a Idea Vilariño y a Víctor J. Bacchetta de
inspiradores. Fue una revista más polémica y se disolvió
por contradicciones de puntos de vista en el grupo básico.
Una empresa casi unipersonal fue Marginalia que hacia la
misma fecha (1948/1949) publica Mario Benedetti con la colaboración
de Mario Delgado Robaina y Salvador Miquel. El mayor mérito
de la publicación es demostrar tempranamente las virtudes
de organizador literario que Benedetti documentaría ampliamente
en empresas mayores un poco más tarde.
Párrafo aparte merece Las Entregas de la Licorne
(1953/1958) que a todo lujo publica entonces Susana Soca. La fortuna
personal de la directora, sus vínculos y dependencia con
Francia, el mismo estilo acrítico de la selección
de colaboradores, dieron a esta publicación un aspecto muy
singular. Fue un anacronismo en momentos en que se necesitaba una
inserción viva en lo nacional. Aunque la revista se rodeó
de algunos escritores de la nueva generación (Angel Rama
y Guido Castillo fueron sus secretarios entonces) el impacto de
la misma era errático y tenía poco que ver con lo
que estaba ocurriendo realmente en el país, y aún
en la cultura extranjera. Tanto Rama como Castillo estaban descubriendo
entonces la literatura española o la francesa y vivían
en olor de exquisitez. La directora era un ser extraordinario que
vivió a destiempo y cuya validez se da casi exclusivamente
en un plano metafísico. Estaba biológicamente incapacitada
para dirigir una revista. Su verdadera dimensión por la que
le corresponde un sitio importante en nuestra cultura, asoma en
lo que ella dejó escrito: sus notas sobre filósofos
y poetas, su poesía tan personal y suya, el aura de su personalidad.
Pero como editora, Susana Soca sólo contribuyó a imponer
una práctica saludable: la de remunerar a los colaboradores.
Porque La Licorne era con Escritura casi la única
excepción en un ambiente en que no se pagaban las colaboraciones
literarias. Ya en 1946, la página literaria de Marcha
había empezado a retribuír mínimamente a los
colaboradores permanentes; de a poco se logró una cotización
básica para todos.
Las publicaciones que no sólo tuvieron más larga
vida sino que por consenso unánime han sido consideradas
como las más representativas de ese momento (véase
lo que dice Carlos Real de Azúa en su Antología
del Ensayo Uruguayo Contemporáneo, 1964) fueron Asir
y Número. Ambas se publicaron casi simultáneamente:
Asir empezó en 1948, Número en 1949; ambas cesaron
la parte central de su gestión en 1955, aunque hay dos números
póstumos de Asir en 1958/59, y Número tuvo
una segunda época (1963/1964), con un equipo algo distinto.
En la revista Asir (fue fundada en Mercedes por Washington
Lockhart, Marta Larnaudie de Klinger y Humberto Peduzzi Escuder)
tuvieron participación importante escritores como Dionisio
Trillo Pays, de la generación anterior pero muy cerca del
45, y Arturo Sergio Visca. Su traslado a Montevideo la convirtió
técnicamente en revista capitalina pero siguió muy
vinculada al punto de vista del interior. Número fue
fundada por Idea Vilariño, Manuel Arturo Claps y Emir Rodríguez
Monegal. Tuvo desde el comienzo a Sarandy Cabrera, como director
gráfico. En 1950 se incorpora al equipo de dirección
Mario Benedetti. Conviene rectificar aquí un dato que se
encuentra en la citada Antología de Real de Azúa:
aunque Martínez Moreno fue colaborador de Número
en algunas ocasiones, nunca la dirigió en su primera época,
aunque sí ingresó a la dirección en la segunda
(cuando Idea Vilariño y Sarandy Cabrera se apartan de la
misma). De haber sido director, el premio Número que
gana con su nouvelle Cordelia en 1956 habría ocasionado
un escándalo. Más disparatado aún es el error
que fomenta Sarah Bollo en su Literatura Uruguaya (1965)
al atribuir a Fernando Pereda la dirección de Número;
lamentablemente, el distinguido poeta no fue siquiera colaborador
de la revista.
Se ha señalado muchas veces la distinta orientación
de estas dos publicaciones, tema que no puedo tratar a fondo aquí
por razones obvias. Tal vez sea útil señalar sin embargo
las características más exteriores. Mientras Asir
subrayó siempre su condición de haber sido fundada
en una ciudad del interior, aunque la mayoría de sus redactores
y colaboradores vivían en Montevideo, Número
dio por sentado que era montevideana. Repasando ambas colecciones
se advierte que Asir concedió preferente atención
al tema nacional en ensayos y relatos, a la narrativa, sobre todo
la de tema campesino, a la obra informe del escritor que se inicia.
También promovió un ensayismo de origen más
lírico que intelectual, de preocupación trascendente,
copiosa cita de autores franceses o españoles, que también
corría paralelo con otro ensayismo de observación
menuda de los hábitos nacionales (el mate, los cafés,
las calles solitarias). En Número se prefirió
la labor más sazonada aunque también se alentó
por medio de un concurso de cuentos, la obra de los más jóvenes.
Se concentró en la crítica literaria sin desdeñar
la creación poética o narrativa o ensayística.
No fomentó el nacionalismo y buscó y obtuvo colaboraciones
internacionales de algunos nombres decisivos de las letras hispánicas
del período: Jiménez, Salinas, Guillén, Barea,
Borges, Neruda, Manuel Rojas. Conjuntamente con la página
literaria de Marcha (como ya se ha visto) exploró
la realidad uruguaya y americana. Una de sus contribuciones objetivamente
más importantes fue el volumen dedicado en 1950 a la Literatura
Uruguaya del Novecientos en que colaboraron no sólo los
directores sino Real de Azúa, Arturo Ardao, Antonio Larreta,
José Enrique Etcheverry, y un crítico de la generación
anterior, el profesor José Pereira Rodríguez.
Otras notas más profundas y por lo tanto más personales
pueden relevarse en la citada Antología de Real de
Azúa, al estudiar a Lockhart y Martínez Moreno. Aquí
interesa señalar que si se atiende sobre todo al resultado
creador y literario, la obra de ambas revistas se complementa. E
incluso a ratos se solapa porque esas actitudes y valoraciones que
las separan no eran tan rígidas como para no permitir intercambios
ocasionales de colaboradores o el estudio de un escritor de un grupo
por un crítico del otro. De una u otra manera, Número
y Asir lograron expresar inquietudes y realizaciones de la
generación del 45, afirmaron con la práctica algunos
puntos de vista comunes y por su duración crearon y sostuvieron
un núcleo decisivo de lectores. Junto a Marcha o contra
ella, su influencia es inexcusable para la fijación del lector.
9. La toma de posesión
Hasta aquí he considerado sobre todo la importante obra
de fundación realizada por la generación del 45, su
entrada en la escena literaria, los problemas que debió enfrentar,
sus primeros planteos, aunque a veces la necesidad del análisis
ha acercado la perspectiva hasta los años más próximos
y últimos. Pero ahora conviene examinar, así sea brevemente,
una etapa distinta de la obra de esta generación: la progresiva
toma de posesión de los puestos clave de la cultura oficial
o independiente. Hay varias etapas. Primero, algunos de sus miembros
pasan a dirigir instituciones oficiales que tienen la llave, aunque
modesta, de la labor editorial: así, Juan E. Pivel Devoto
ocupa tempranamente el Museo Histórico Nacional e inspira
no sólo las investigaciones de su especialidad y la Revista
Histórica sino que auspicia iniciativas tan importantes
como la colección de clásicos uruguayos que se titula
Biblioteca Artigas; desde la Biblioteca Nacional, Trillo
Pays fomenta las pequeñas ediciones de los autores nuevos
y hasta asegura un número de suscripciones para sus revistas.
No hay aquí nada de favoritismos, porque lo mismo se hace
con todos los escritores y publicaciones, pero la presencia de Trillo
y de Pivel en la comisión de adquisiciones del Ministerio
asegura que el oficialismo no ignore la obra independiente de los
nuevos. Por esa fecha también algunos de los críticos
de la generación aparecen actuando en los concursos ministeriales
aunque en franca minoría, lo que no impide siempre que sus
opiniones se hagan oír y hasta puedan ser decisivas. Pero
si poco a poco hasta las trincheras oficiales ceden, el proceso
habría de acelerarse con el cambio de elenco gubernamental
que provocan las elecciones de 1958 (Pivel pasa al Ministerio de
Instrucción Pública y da un empuje formidable a la
Biblioteca Artigas, crea una colección de clásicos
universales y proyecta una tercera de autores uruguayos contemporáneos),
al mismo tiempo que los escritores del 45 buscan por otro camino
la conquista del poder.
Los más profesionales pasan a ocupar importantes páginas
de crítica en periódicos de gran circulación.
No sólo páginas bibliográficas, porque estos
escritores suelen ser simultáneamente críticos de
literatura, de teatro y hasta de cine (Benedetti que ha escrito
en todos los géneros ha practicado también la crítica
de espectáculos). De ese modo, el ámbito de actuación
se amplía. En los últimos cinco años (cuando
ya hay una nueva generación que empieza también a
actuar) la conquista del poder es casi total. El ritmo se ha acelerado
hasta el punto de que casi todos los centros están ahora
orientados o dirigidos por algún representante de la famosa
generación. El resultado inmediato ha sido una transformación
radical de la cultura uruguaya. La Universidad, orientada por gente
del 45 aunque nada oficialista, ha empezado a publicar antologías
que recogen panorámicamente la realidad literaria de los
últimos cincuenta años: ya ha salido una del cuento
a cargo de Arturo Sergio Visca (uno de los más fecundos prologuistas
de la Biblioteca Artigas), otra del ensayo hecha por Real
de Azúa y está preparándose una tercera de
la poesía que hizo Domingo Luis Bordoli. También ha
reeditado la Universidad la obra de autores importantes de las generaciones
anteriores, como Zum Felde, Emilio Oribe, Juan José Morosoli,
Francisco Espínola, y trabajos e investigaciones de gente
más joven como Ardao y Juan Antonio Oddone. Aunque la orientación
es un poco parcial, y parece querer subrayar sólo una línea
de las varias que fecundan la literatura nacional de este siglo,
la labor de la Universidad es importante porque complementa la de
otros organismos oficiales e independientes. La Comedia Nacional
(cuyo director estable fue Antonio Larreta y ahora es Rubén
Yáñez, ambos hombres del 45) se ha convertido también
en centro de difusión de los nuevos dramaturgos, incluso
de los más recientes. La Radio Oficial y el Canal Cinco de
TV del Sodre están orientados por gente de la misma promoción.
No todas estas iniciativas tienen la misma seriedad o responsabilidad,
inútil decirlo; pero lo que aquí se busca subrayar
es la transformación provocada por un equipo nuevo. Sólo
faltaría que la AUDE y la Academia Nacional se rindan, si
es que vale la pena la conquista.
La labor editorial independiente se ha visto estimulada por una
iniciativa del Banco República que concede créditos
más generosos que los que ya existían para la edición
de obras nacionales. Esta iniciativa, tomada por el Dr. Felipe Gil,
con el asesoramiento de Carlos Maggi (abogado del Banco y dramaturgo
de la generación), ha permitido la aparición de pequeñas
editoriales. La más amplia y sólida es Alfa,
fundada y dirigida en 1954 por Benito Milla (1918), español
radicado en Montevideo desde hace quince años. Una empresa
que se inició en la época en que no existía
la nueva disposición del Banco República y que por
algunos años capeó como pudo el temporal, se vió
favorecida por el nuevo clima creado por el Banco. Sin subvención
oficial alguna pero por medio de una actividad constante de selección
y orientación, la Editorial Alfa, ha centrado un público
y ha hecho posible no sólo la edición de autores ya
conocidos (como Amorim, Felisberto Hernández, Onetti, Benedetti)
sino también de otros menos difundidos o especializados,
y hasta de jóvenes completamente inéditos. Se ha fijado
así un público capaz de consumir regularmente mil
y hasta mil quinientos ejemplares de una novela corta de un escritor
del que nadie ha oído hablar, o de agotar en pocos días
los cinco mil ejemplares de Gracias por el fuego, la última
novela de Benedetti. (Ya hay una segunda, de diez mil ejemplares).
Esta realidad parecía impensable en 1945.
Auque sin practicar exclusivismos de generación o de grupos,
la Editorial Alfa ha canalizado buena parte de la producción
de la gente del 45. Pero no es la única que lo ha hecho.
En 1960 se intentó la organización de una cooperativa
de escritores que funcionó bajo en nombre de Editorial
Asir (a pesar de que reunía también a gente de
Número) y que llegó a publicar, a muy bajo
precio y por suscripción, diez volúmenes de escritores
del 45. Otras editoriales más recientes han venido a sumarse
a un movimiento general de suma importancia a pesar de sus reducidas
proporciones industriales. Sin ánimo de catálogo se
pueden mencionar las Ediciones del Siglo Ilustrado (que reviven
una vieja imprenta en que Quiroga publicó su primer libro,
Los arrecifes de coral, en 1901) las ediciones de Aquí,
Poesía (que también publican libros de prosa),
las de Siete Poetas Hispanoamericanos (poesía naturalmente),
los Cuadernos Uruguayos de las Ediciones Río de
la Plata, las Ediciones Carumbé, las Ediciones
de la Banda Oriental y las Ediciones Arca entre las más
recientes. Todo esto no es mucho, la proliferación de pequeñas
y aún pequeñísimas editoriales no es siempre
signo de salud, las ediciones suelen ser mínimas y la distribución
(aún en la capital) precaria. Pero significa bastante si
se compara esta realidad con lo que era, hasta hace poco, sólo
un páramo.
La empresa de captación del público lector no habría
sido posible sin una iniciativa de incalculables proyecciones: La
Feria del Libro y del Grabado. Creada por el esfuerzo y la imaginación
de Nancy Bacelo, poetisa y funcionaria del Concejo Departamental
de Montevideo, apoyada directamente en la experiencia y vitalidad
de Benito Milla, sostenida desde el comienzo por el fervor de muchos
escritores, la Feria del Libro ha llegado ya a su sexto año,
aumentando progresivamente el círculo de su difusión,
batiendo todos los récords de venta en el plazo relativamente
breve en que funciona (vende más libros nacionales en unos
pocos días de diciembre que todas las librerías juntas
el resto del año) estableciendo el necesario enlace entre
los escritores y los plásticos, entre el movimiento literario,
el teatral y cinematográfico. Aunque no le han faltado enemigos
(sobre todo entre los que no conciben que prospere una actividad
que no esté centrada en ellos mismos) la Feria del Libro
y del Grabado es el hecho cultural más importante de los
últimos seis años y ha servido para restaurar sólidamente
ese vínculo perdido y reencontrado entre el creador y su
público. No es una empresa exclusiva de la generación
del 45, ya que su principal inspiradora pertenece a la generación
siguiente, pero es una empresa en la que aparecen asociados en un
fin común todos los que están dispuestos a superar
banderías, capillas y rencores.
Esta transformación radical no se ha realizado sin algunas
pérdidas. La mayor y la más dolorosa es la de las
pequeñas revistas que mantuvieron durante tanto tiempo y
a la intemperie el prestigio de la literatura independiente. El
hecho tiene una explicación simple. Casi todos los que impulsaron
aquellas revistas trabajan hoy en el periodismo literario y crítico
de los grandes diarios o han pasado a una etapa de mayor entrega
a la obra personal. Aunque hubo algún intento de restauración
de alguna revista (Número, por ejemplo) faltó
el sentido urgente de obra de un equipo que justifica en este medio
tal tipo de publicaciones. Es curioso que aquí sea siempre
posible la revista de jóvenes (la nueva generación
se está manifestando ya a través de ellas) y casi
no se conciba la revista de madurez. Cuando se piensa que algunas
de las más importantes del mundo han sido fundadas por gente
madura Gide tenía más de cuarenta años
en 1923 cuando se funda la NRF en París, Ortega funda en
Madrid la Revista de Occidente en 1923 por la misma edad,
Sartre tiene cuarenta cuando funda en el París de 1945 Les
Temps Modernes se advierte lo que tiene aún de
adolescente nuestra cultura y se explica por qué el medio
tolera el ímpetu juvenil y desdeña o embota el esfuerzo
de la experiencia. Tal vez el intento más sostenido por crear
y mantener publicaciones que no sean sólo obra de jóvenes
ni reflejen exclusivamente un equipo, lo haya hecho precisamente
un europeo. Junto a su importante labor editorial, Milla ha fomentado
la publicación de Deslinde (1956/1961), de Letras
62 (1962/1963), de Número, en su segunda época
(1963/1964) y ahora, invencible e impenitente saca una revista nueva,
Temas (1965) que no es por cierto obra exclusiva de la generación
del 45 y está muy abierta a los más jóvenes.
Ha empezado ya una era de revisión de la obra del 45. La
nueva generación golpea a las puertas de la ciudad y esgrime
argumentos muy variados: desde la acusación de mandarinismo
(como si fuera posible asumir el poder y no dirigir) hasta la de
desarraigo (acusación tipo boomerang como lo descubrirán
a su tiempo) o quietismo. Hay una avidez por enterrar a muertos
que obviamente gozan de buena salud y que desmienten con sus nuevos
libros los ritos funerarios que les preparan. Todo esto es (era)
previsible y no cabe lamentarse que la realidad de 1965 confirme,
con otros nombres y otro elenco, la realidad de 1945. Lo importante
no es la polémica entre las generaciones sino la transformación
en la estimativa; lo importante no son las acusaciones sino la profundidad
con que se descubre (se inventa) la realidad; lo importante (oh,
manes de Perogrullo) es la obra. Tanto los jóvenes de 1945
(que ya no son nada jóvenes) como los jóvenes de 1962
(que tampoco son tan fieros como se pintan) están haciendo
obra, la están publicando, están siendo criticados
por ella. Eso es lo que realmente importa. Ahora hay escritores
que escriben y lectores que leen y críticos que critican.
Las cosas han cambiado realmente."
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