Uno de los problemas que aportaba la influencia anglo-sajona era
el de la corrupción de la lengua. En nombre de la pureza
del idioma castellano, muchos se alarmaron y se alarman aún
del peligro que representan los anglicismos o (aún peor)
las malas traducciones del inglés. El peligro es real pero
no es distinto del otro que ya fue denunciado por Andrés
Bello cuando la polémica del Romanticismo: el galicismo es
tan poco español como el anglicismo. Pero este aspecto que
debe preocupar y desvelar a gramáticos y filólogos
importa mucho menos a los escritores y a los críticos literarios.
Porque no hay literatura sin dominio expresivo del habla y el escritor
que tenga ese dominio será capaz de absorber influencias
en lenguas foráneas, o en malas traducciones, vertiéndolas
a su propio y creador idioma. El caso de Jorge Luis Borges, tan
anglicizado, tan notable inventor verbal y lingüístico,
parece suficiente para acallar todo escrúpulo.
Hay otra dimensión del problema de las influencias foráneas.
Porque no sólo Francia y España volvieron por sus
fueros a partir de 1944. La Rusia de Stalin, que había emergido
de la guerra con un poder imperial nunca soñado, tendió
también su mirada hacia América hispánica.
Con sus ediciones millonarias en lengua española difundió
a muy bajo precio los clásicos rusos (algunos clásicos)
y los autores del canon soviético; también fomentó,
aquí y en Buenos Aires, la fundación de editoriales
nacionales que tenían el respaldo económico más
o menos disimulado de la gran potencia comunista. Así entró
a competir inmediatamente con los grandes centros exportadores de
cultura: con Francia, con España, con Italia (que también
reanudó, después del fracaso del Fascio, sus lazos
culturales), con Inglaterra y los Estados Unidos. Apoyados en el
carácter internacional del comunismo, sostenidos por el entusiasmo
de una victoria que les había costado muy cara, alimentados
por la esperanza (tan auténtica) de una revolución
social exportable, los soviéticos libraron una lucha por
la conquista ideológica de América hispánica
que todavía dura, y en la que ha empezado a sentirse en los
últimos años la influencia de China. Esta ofensiva
cultural, que deriva de la guerra fría y asume muy curiosas
formas, ha convertido el continente en campo de batalla.
Es cierto que en un comienzo los soviéticos tuvieron serios
contratiempos. La doctrina oficial del realismo socialista (que
debiera llamarse con más exactitud cosmético stalinista)
impidió que los mejores entre los escritores nacionales pudieran
tomarse en serio los postulados estéticos reaccionarísimos
de una potencia que se proclamaba revolucionaria. El escándalo
de las persecuciones políticas y raciales, de los campos
de concentración, la locura de Stalin, el aplastamiento brutal
de la rebelión húngara, el caso Pasternak, la escisión
con China, fueron otros tantos acontecimientos que impidieron o
impiden la adhesión a los más lúcidos, a los
más auténticamente creadores. Con alguna excepción
(Amorim, Jesualdo) los escritores uruguayos no pudieron ser comunistas
porque serlo significaba abdicar del sentido más profundo
y verdadero de la creación para escribir de acuerdo al catecismo.
Con el deshielo de 1956 y las rectificaciones bastante ambiguas
de Jruschov, con las nuevas voces de la literatura soviética
(desde Yevtushenko a Soljenitsin), pareció más fácil
un acercamiento. Posteriores revisiones de la doctrina oficial soviética,
la restauración de algunos críticos independientes
como Gramsci o como Lukácz (a pesar de sus ambigüedades
y sus cobardías), toda la nueva línea de teóricos
marxistas que han proliferado de Francia a Cuba, permiten el acceso
de una zona valiosa de la intelectualidad uruguaya a los planteos
comunistas. Se ha redescubierto que es posible ser estéticamente
marxista sin necesidad de comulgar con ruedas de molino.
Pero esa influencia se traduce muy escasamente en el terreno de
la creación pura porque Rusia tiene hoy muy pocos autores
vivos que cuenten en un panorama mundial, y una influencia no puede
depender sólo de brillantes y renovables teorías o
de clásicos por grandes que sean. De ahí que se dé
la paradoja de que hasta los escritores más comprometidos
con la posición comunista, tanto aquí como en Europa,
estén influídos visiblemente por el mundo anglosajón.
En Italia es notabilísimo el caso de Cesare Pavese (el americanista,
lo llamaban en la época de Mussolini); la difusión
de su obra entre los más jóvenes escritores de América
hispánica permite que las esencias de una cuidadosa asimilación
de la literatura norteamericana, lleguen hasta aquí e influyan
hasta a los más antiyankis. En Francia es bien conocido el
caso de Sartre o de Camus, pero también habría que
apuntar toda la escuela objetiva que no hace sino explotar cartesianamente
los descubrimientos de Joyce, de Faulkner, de Beckett. Entre nosotros,
y en la generación del 45, tanto Mario Benedetti como Carlos
Martínez Moreno derivan obviamente de las letras norteamericanas
(aunque no deriven sólo de ellas); como ciudadanos están
notoriamente compremetidos en la militancia antiyanki.
La explicación de esta aparente paradoja (que podría
trasladarse sin esfuerzos a la otra orilla del Plata) está
en una circunstancia que se suele pasar por alto: en tanto que el
Uruguay, como el resto de América, vive hasta 1939 muy dependiente
culturalmente de lo que se produce en Europa (incluída Rusia)
y en los Estados Unidos, la guerra y la separación y la discontinuidad
que la guerra provoca, habrán de estimular una vuelta de
la mirada uruguaya hacia la realidad de la América hispánica
que la rodea. Los años posteriores a 1939 son también
años en que el Uruguay realiza una revisión, cada
vez más consciente, no sólo de su contorno inmediato
sino de su inserción en un continente al que parecía
hasta cierto punto ajeno. Ese mismo proceso se da, también,
en otros países de América.
Es cierto que la revisión de los vínculos con América
tiene aquí muy ilustres antecedentes, desde la actitud de
la generación romántica de la época de Rosas
(generación eminentemente rioplatense, si las hay) hasta
el trabajo de interpretación del americanismo literario que
realiza José Enrique Rodó a partir de 1895. Pero el
americanismo de esa época tenía sobre todo una aura
cultural y poética: era una conciencia lúcida y a
la vez retórica, como lo demuestra Ariel. El hispanoamericanismo
que empieza a vivirse concretamente hacia 1939 y que entra precisamente
en conflicto con el panamericanismo que se organiza desde el Norte
y con fines muy obvios, busca en primer lugar la destrucción
de todas las ilusiones de singularidad europea que habían
cultivado con evidente ahinco la generación del 900 en algunos
de sus ejemplos más ilustres, y trata de determinar por el
contrario las concretas raíces americanas de una nación
que algunos veían como pálido facsímil de Europa.
En esa tarea de recuperación nacional y americana la obra
histórica de Pivel Devoto, la investigación de las
fuentes que realizan Arturo Ardao en el terreno ideológico
y Lauro Ayestarán en el folklórico, se unen admirablemente
a la tarea iniciada en el campo político y desde Marcha
también por estos mismos estudiosos y por Carlos Quijano
y su equipo. En 1939 el Uruguay parecía estar (como lo estaban
las élites culturales de toda América) hipnotizada
por Europa y de espaldas a su América. Marcha inicia
aquí un jiro copernicano. Pero no lo realiza sólo
desde las secciones política, como se ha creído. Las
secciones de arte se ocupan sistemáticamente a partir de
1945, de situar al Uruguay en su contorno cultural más inmediato.
Basta recorrer pausadamente la colección en ese período
decisivo del semanario para descubrir (antes de Cuba, por cierto)
los nombres de Neruda y de Carpentier, de Lins do Rego y Rómulo
Gallegos, de Borges y de Henríquez Ureña, de Alfonso
Reyes y César Vallejo, de Manuel Rojas y Leopoldo Marechal,
de Nicolás Guillén y Rafael Alberti, de León
Felipe y Juan Ramón Jiménez, de Graciliano Ramos y
Miguel Angel Asturias, de Sanin Cano y Mariano Azuela, de Juan Rulfo
y Ezequiel Martínez Estrada, de Miguel Otero Silva y Gabriela
Mistral, de Nicanor Parra y Juan José Arreola, de David Viñas
y Ernesto Sábato, de Augusto Roa Bastos y René Zavaleta.
La literatura más creadora y más nueva de la América
hispánica y brasileña fue una presencia constante
en las páginas literarias de Marcha: una presencia
que se tradujo en estudios y reseñas, en panoramas y antologías,
en colaboraciones muchas veces inéditas.
La Revolución Cubana vino a poner dramáticamente
en evidencia a partir de 1958 un proceso que se estaba cumpliendo
ya en Marcha desde hace casi veinte años. Al margen
del histerismo con que algunos han creído servir a la Revolución
imitando desde las cómodas trincheras de un puesto público
uruguayo o desde las columnas de papel, el combate arduo y sacrificado
de los cubanos por su libertad, atenazada por dos poderosos imperialismos,
hay que decir que el saldo más favorable de este fervor cubano
es el interés (aunque sea tardío) que a despertado
en la gente más sana por la cultura de la América
hispánica. Ese interés coincide por otra parte con
el ascenso de una generación hispanoamericana hasta un plano
de gestión continental y hasta internacional. Así,
en estos momentos, las novelas que escriben Carlos Fuentes sobre
su México, o Julio Cortázar sobre su Buenos Aires
(desde el remoto París), o Mario Vargas Llosa sobre su Lima,
o José Donoso sobre su Santiago, vienen a unirse a la que
aquí escriben Juan Carlos Onetti y Carlos Martínez
Moreno sobre un Montevideo, real o imaginario, pero vivo, para marcar
un momento decisivo de la creación narrativa de este continente.
En este momento, la poesía que crean hombres como Neruda
o como Parra, como Octavio Paz, tiene dimensión universal.
La obra de Borges ya ha sido reconocida hasta por los ayer no más
parricidas profesionales y ha recibido la canonización inesperada
de un grupo de jóvenes comunistas franceses. Intereses políticos
muy concretos han tratado de interferir, desde ambos bandos de la
guerra fría, en el reconocimiento cabal de este proceso,
y han buscado darle un matiz monolítico, y único.
Felizmente, la literatura acaba por escapar a los esfuerzos de los
comisarios, de cualquier bando que sean.
Del choque y conflicto entre la influencia dominante de las literaturas
anglosajonas con ideologías de origen marxista, el escritor
hispanoamericano puede sacar un enorme beneficio creador. Porque
ese contraste dialéctico lo obliga a asumir simultáneamente
valores que proceden de realidades opuestas o de presupuestos culturales
muy distintos, lo obliga a elegir y transformar y reelaborar sin
caer en el simplismo de los que copian mecánicamente a Joyce
o siguen las estériles directivas de Jdanov. Porque de lo
que se trata siempre es de elegir y asimilar influencias, manteniendo
la originalidad creadora que sólo puede lograrse por una
situación muy honda y ahondadora en la realidad particular
de cada país de América. El ejempo de Darío
o el de Neruda son capitales para entender que una obra literaria
puede derivar de muchas ajenas y ser auténticamente personal
y americana. Por eso no puede resultar paradójico que muchos
de los mejores narradores de esa América hayan ido a la escuela
de Faulkner (como sus contemporáneos europeos) y sin embargo
revelen en su visión particular de las cosas de América
una oposición militante a los valores de la gran potencia
del Norte. Asimilar lo mejor de los Estados Unidos no implica asimilar
lo malo. No hay que confundir a Faulkner con Foster Dulles como
no se confunde a Pasternak con Stalin ni a Sartre con De Gaulle.
Hay otra dimensión en este trabajo de asimilación
de las influencias foráneas que merece una palabra aquí
porque ha sido copiosamente tergiversada por algunos. Es el que
se refiere a la aportación del cine y del teatro extranjeros
a la cultura uruguaya. No hay duda de que el esfuerzo de la Comedia
Nacional, a partir de 1947, y de los teatros independientes por
la misma fecha ha permitido restaurar el teatro y el público
teatral en nuestro medio, pervertido desde comienzos de siglo por
la influencia del profesionalismo más craso de la capital
porteña y por la competencia del cine. Se han podido crear
elencos y directores, escenógrafos y técnicos, traductores
y hasta algunos autores. Las crisis sucesivas del espectáculo
teatral no han afectado del todo esa restauración aunque
han limitado sus posibilidades: ahora el teatro es un hecho permanente
de nuestra cultura. Ese efecto ha sido menor en el terreno de los
nuevos autores nacionales. Aunque se ha dado oportunidad a todo
escribiente, no ha surgido un Florencio Sánchez como lo proclaman
con rara unanimidad todos los críticos. Hay autores estimables
(desde Antonio Larreta a Carlos Maggi, pasando por gente más
joven como Langsner, Rosencof y Jorge Blanco); hay tal vez toda
una generación que se prepara para irrumpir en la escena.
Pero el autor nacional no es una realidad completa. El triunfo y
la restauración del teatro en nuestro medio se ha hecho sobre
todo por la importación del extranjero, ya sea en la forma
de temporadas como las célebres de Margarita Xirgu y Louis
Jouvet, de Barrault o el Piccolo Teatro, de Vilar o I Giovani, de
Cacilda Becker o Inda Ledesma; ya sea por lo que aprendieron gente
como Estruch, como Larreta, como Schinca en la vieja Europa; ya
por el aporte sostenido de versiones locales de toda una literatura
que va de Shakespeare a Brecht, de Molière a García
Lorca, de Maquiavelo a Dürrenmatt, de Lope de Vega a Pirandello,
de Büchner a Albee. Ese aporte extranjero, y la constante función
crítica que lo acompaña y a veces hasta lo precede,
ha permitido a esos actores, a esos directores, a esos espectadores
restaurar el teatro entre nosotros. Quienes hablan del snobismo
del teatro que mira hacia fuera no revelan sino su miopía.
Algo similar podría decirse con respecto a la cultura cinematográfica.
Las dimensiones del país no permiten una industria local
y próspera; las dificultades de exportación al ámbito
de la lengua son insalvables para un país pequeño
que debe chocar con el feroz nacionalismo de los industriales del
resto de América; a pesar de ese mercado potencial de millones,
el cine uruguayo no ha pasado del corto metraje o de la locura de
algunas producciones largas de estricto consumo local sino familiar.
En abierto contraste y como forma de compensación, ha existido
una crítica cinematográfica de primer orden. Desde
la labor precursora de José María Podestá,
Fernando Pereda y Giselda Zani, que junto a Arturo Despouey dan
jerarquía a una función culturalmente especializada,
hasta los nombres de gente más joven e incluso casi adolescente,
la crítica cinematográfica uruguaya cuenta entre las
primeras de la lengua. Para unos es la prueba de la madurez cultural
del ambiente; otros la ven como señal de un colonialismo
de la peor especie. Candidatos a filósofo sin título
han perdido la cabeza y han escrito artículos de antología
sobre el snobismo de la cultura cinematográfica. Es cierto
que hay mucho snobismo entre ciertos fanáticos de la filatelia
del dato fílmico. Pero ese snobismo existe en todas las actividades
humanas, y va desde los que copian el peinado de los Beatles hasta
los que se balancean como compadres de tango, desde los jóvenes
de ambos sexos (simultáneamente) que paladean a Genet en
amable compañía hasta los uruguayos que se disfrazan
de indios del altiplano para sentirse telúricos. El snobismo
no tiene forma ni color determinado porque es una manifestación
de la inautenticidad. Hay snobs metafísicos (que ponen los
ojos en blanco y citan a Kierkegaard o Paul Tillich) y hay snobs
montevideanos (que sólo hablan de fóbal y cornudos);
hay snobs cubanos (que se dejan la barba) y hay snobs yankis (que
mascan chicle); hay snobs femeninos (Simone de Beauvoir es su ídolo)
y snobs masculinos (Sartre, es claro). Pero el snobismo no está
en la actividad que practican o los dioses a los que queman incienso.
Está en la mentira con que practican o adoran. Está
en ellos. El snob se delata desde dentro.
La explicación verdadera del por qué de una cultura
cinematográfica tan especializada en un país que tiene
tantos déficits culturales está, sin embargo, al alcance
de la mano. El cine es un vehículo poderoso e inmediato de
difusión de la cultura contemporánea. A través
del cine, el mejor teatro y la mejor literatura se ponen simultáneamente
al alcance de todos. La creación de los grandes actores y
de los músicos, de los plásticos y de los arquitectos,
de los investigadores y hasta de los filósofos, se difunde
por medio del cine. ¿Para cuántos, O'Neill no empieza
siendo una película, Picasso otra, Prokofiev una tercera?
Pero sobre todo el cine muestra la realidad contemporánea
y sus sueños, y permite entrar en contacto con un mundo en
proceso de incesante transformación. Por eso el cine tiene
aquí el predicamento que tiene y por eso existe una cultura
cinematográfica. Esa cultura es en parte, la cultura contemporánea.
Una vez más se equivocan los falsos profetas del anticolonialismo
al invocarla como señal de imitación. En las capitales
del mundo (se llamen Nueva York o Londres, París o Roma)
la gente joven también participa en la cultura cinematográfica.
Esa cultura es algo más que un opio para el subdesarrollo:
es un vínculo increíble entre gentes de muy distintas
latitudes. Una noche, de 1964 asistí en México a la
puja entre el novelista mexicano Carlos Fuentes y el novelista norteamericano
William Styron para recordar con la mayor precisión hasta
los actores más secundarios de las películas de la
Warner Bros de los años treinta. El mexicano las había
visto en América Latina, el norteamericano en la suya: pero
eran experiencias comunes, como también las habrían
sido para Antonio Larreta y Alsina Thevenet en Montevideo. La cultura
cinematográfica es la lengua franca del mundo de hoy.
6. Fisonomía de una generación
El grupo que empieza a actuar hacia 1940 tiene una fisonomía
propia que no se agota en el análisis de los malos hábitos
de las promociones anteriores ni en el cuadro de influencia al que
está sometido. Para examinar esa fisonomía, así
sea someramente, conviene empezar por una aclaración necesaria
sobre la zona de fechas que sirve para determinar la generación.
Las fechas no deben ser consideradas nunca rígidamente. Hay
escritores que nacen sobre el filo que separa dos generaciones y
que se inclinan hacia una (por su actitud pasatista, por su condición
melancólica de epígonos) o se proyectan hacia la otra
(por su calidad de alentados). El caso de Delmira Agustini en la
generación del 900 es muy claro: por su fecha de nacimiento
(1886) pertenece a una generación inmediata y siguiente,
pero como es poéticamente precoz, como muere asesinada en
1914, su obra se inscribe en la generación anterior. En el
grupo que es objeto de este libro, hay muchos casos límites.
Los cálculos indican una zona de fechas para el nacimiento
de sus integrantes que va de 1910 a 1925. Pero no es posible aplicar
mecánicamente esa zona, como si fuera un lecho de Procusto.
Así, Juan Carlos Onetti nace en 1909 pero es, obviamente,
el primer escritor importante de esa generación. Así
Clara Silva (que nace alrededor de 1906 y está casada con
un hombre de la generación del 17, Alberto Zum Felde) parecería
inscribirse cómodamente en la generación del 32; sin
embargo sobre ella actúa otro elemento importante y decisivo
en este caso: su obra literaria no empieza a publicarse hasta 1945,
y toda su producción está muy influída por
los mismos modelos de la generación joven; incluso en su
desarrollo tardío, Clara Silva ha seguido en la poesía
y en la prosa una línea de casi coetaneidad con la generación
del 45. Más extremo es el caso del escritor que firma con
el seudónimo de L. S. Garini y que nace en 1904; su ineditez,
hasta 1963 en que publica un libro de cuentos, Una forma de la
desventura, lo hace casi coetáneo de gente no ya del
45 sino de la generación siguiente. Por su estilo, por sus
preocupaciones, por su visión, Garini está más
cerca sin embargo de la generación del 45 que de la que pertenece
por la fecha de nacimiento.
También se dan casos curiosos en el otro cabo de la línea
de fechas. Algunos de los que nacen después de 1925 (como
es el caso de Humberto Megget, de Angel Rama, y de Carlos M. Gutiérrez,
de 1926, o el de Jacobo Langsner, de 1927) participan tan activa
y precozmente en las primeras horas decisivas de la generación
del 45 que su obra resulta incorporada a ésta y separada
por lo mismo de la de sus coetáneos. Aunque por coquetería
descolocada, alguno de ellos haya insistido hasta hace poco en su
juventud, la verdad es que la inserción temprana en una lucha
colectiva los ha vuelto viejos. Estos, y muchos otros ejemplos que
cabría analizar al detalle, demuestran que para la determinación
del grupo hay que tener en cuenta no sólo las fechas de nacimiento
sino la fecha de promoción: es decir, el momento en que empieza
a actuar un determinado escritor. La promoción puede ser
precoz o tardía, modificando el lugar que le corresponde
a un creador determinado en la serie generacional. Una observación
complementaria que ha hecho Ortega: las mujeres suelen ser más
jóvenes (o más precoces, si se quiere) que sus compañeros
de generación. Aunque en esta materia, el crítico
tropieza con una forma más disculpable de la coquetería.
No hay nada más antipático que averiguar la edad de
una dama, así sea poetisa y desmelenada. Por eso, las fechas
que aquí se dan tienen en muchos casos un ligero halo de
incertidumbre. Futuros investigadores esgrimirán partidas
de nacimiento y otros abominables documentos y pondrán a
las abuelas en sus sitios.
Otra observación necesaria, aunque obvia. Junto a los integrantes
de una generación nueva, aparecen hombres de otras dos generaciones
que pueden estar también muy activos aunque no lo esté
la generación a la que pertenecen. En los veinticinco años
que abarca el estudio de este libro hay tres promociones literarias
en distinto grado de realización. Como señaló
Ortega en uno de sus trabajos, el hoy no es el mismo para un hombre
de sesenta, que para uno de cuarenta, que para otro de veinte. Como
aquí no me he propuesto agotar la literatura uruguaya del
período, he prescindido por lo general de la obra de la generación
anterior al 45 y sólo he recogido en apéndice el juicio
sobre los más jóvenes. Esta regla general conoce sólo
la excepción de que la obra de los mayores o de los más
jóvenes haya incidido notablemente en la realizada por la
generación del 45. El caso de la influencia de Espínola
o de Morosoli, las polémicas sobre la narrativa de Felisberto
Hernández, las dos o tres novelas importantes que escribió
Enrique Amorim en sus últimos cinco años, la labor
tan discutida de Justino Zavala Muniz en la Comedia Nacional, los
avatares del Instituto Nacional de Investigaciones y Archivos Literarios
y de la Facultad de Humanidades, son temas de la vida cultural del
período que no están ascriptos a una generación
determinada y muestran la complejidad de una época que el
análisis generacional tiende naturalmente a simplificar.
En cada uno de los casos que sea necesario, el punto de vista que
se concentra generalmente en la obra de la generación más
importante del período, se ampliará para abarcar una
perspectiva mayor. Con estas precisiones liminares se puede empezar
a examinar la fisonomía de la generación del 45 que
centra el medio siglo.
Hay que señalar desde el principio algo que es muy obvio:
los principales integrantes derivan de la clase media. No se conoce
todavía aquí esa literatura de todas las clases que
es característica de una sociedad como la norteamericana.
La actividad literaria es entre nosotros privilegio de la burguesía.
Aunque algunos escritores entroncan con familias más antiguas
en el país (Real de Azúa, Carlos Martínez Moreno,
Flores Mora, por ejemplo), en su mayoría los integrantes
de la generación descienden de inmigrantes, gallegos o italianos,
y hasta algunos son centroeuropeos como se vé en el grupo
más joven. Si la generación del 900 era sobre todo
criolla y hasta patricia, con algún hijo de inmigrantes catalanes,
como Rodó (que por la madre, es cierto, descendía
de gente más antigua aquí), la generación siguiente
ya empieza a abundar en hijos de inmigrantes. El proceso se continúa
hasta la del 45 y se acentúa en el 62. No puede caber ninguna
sorpresa en la comprobación de un hecho que testimonia una
realidad nacional y la democratización de la cultura uruguaya.
El factor herencia, que tanto preocupa a Pinder, se advierte en
algunos casos singulares como el de la familia de Idea Vilariño,
cuyo padre era poeta y que tiene un hermano músico; como
el caso de los Rama (Carlos, Angel, Germán) que revelan una
irresistible vocación de publicistas. Hay otros ejemplos
menos conocidos, como el de Martínez Moreno, cuyo hermano
Enrique (ahora dedicado a la política, como Flores Mora o
Carlos Mario Fleitas) escribía cuentos en abierta competencia
familiar.
Al rasgo de un común origen de clase hay que señalar
que aún aquellos que nacen en el interior, vienen a la capital.
Así Mario Benedetti nace en Paso de los Toros lo que no le
impide ser el montevideano por antonomasia; Carlos Martínez
Moreno nace en Colonia, se cría en Melo, pero vive casi toda
su vida de muchacho y de hombre en la capital. Otros que nacen y
se crían en el interior (como Luis Castelli), se instalan
en la capital aunque sin dejar de mirar con nostalgia en sus obras
al campo que dejaron atrás y al que sólo regresan
en las vacaciones. Es raro el caso de un escritor (como Eliseo Salvador
Porta) que vuelve a sus orígenes y se aposenta en Artigas;
más raro aún es el caso de un montevideano (como Washington
Lockhart, como Mario Arregui) que se arraiga en el interior en un
acto de voluntaria elección. Pero Montevideo es el imán,
como corresponde a la ciudad que funda el país y que todavía
hoy retiene más de la tercera parte de la población.
Esa concentración en la capital y en los institutos de enseñanza
permite puntos de contacto muy claros y una común experiencia
educativa. Casi todos (Mario Benedetti es una excepción entre
los importantes) pasaron por el Instituto Alfredo Vásquez
Acevedo de enseñanza preparatoria. Muchos se quedaron allí
como profesores de Literatura: Real de Azúa, Domingo Bordoli
(es decir: Luis Castelli), José Pedro Díaz, Guido
Castillo (que también enseñan en el Instituto de Profesores
o en la Facultad de Humanidades) o Idea Vilariño y Angel
Rama. Entre los profesores de otras disciplinas (historia, filosofía,
sociología) están los nombres más conocidos
de la generación. Hay también abogados, como Ardao,
Solari, Real de Azúa, Martínez Moreno, Maggi, aunque
la ecuación doctor-literato no funciona tan inevitablemente
en esta generación como solía ocurrir en el siglo
pasado. Ciertos presupuestos esenciales, ciertas experiencias comunes,
un mismo ámbito físico vinculan a muchos de los integrantes
y los marcan por encima o más allá de las considerables
distancias de posición estética o calidad creadora.
En buena medida, todos son intelectuales (en el sentido más
preciso y menos coloquial de la palabra); aún los que cultivan
con delicado empeño ciertas formas notorias del irracionalismo
lo hacen apelando al discurso racional. Incluso tienen un aire general
bachilleresco y hasta muestran sus ribetes de leguleyos. El mal
más notorio del intelectual uruguayo (la tendencia a racionalizarlo
todo y argumentar abstractamente) se ha contagiado a casi todos
a través de ese doble origen burgués y bachilleresco.
Hay otra zona de experiencias comunes: el viaje a Europa que para
casi todos quiere decir París. Los escritores más
importantes lo han hecho en alguna etapa de su carrera: algunos
se han quedado un tiempo largo, estudiando o simplemente viviendo;
otros recorren un ávido itinerario cultural que alimenta
de regreso infinitas veladas casi póstumas. Una minoría
ha visitado los Estados Unidos, aunque es sorprendente comprobar
que no sólo los notorios simpatizantes de aquel régimen
han aceptado invitaciones del Departamento de Estado, sino que algunos
conspicuos terceristas (Mario Benedetti, Carlos María Gutiérrez)
lo han hecho en épocas de menor tensión política
es cierto. Relativamente muy pocos conocen realmente la América
hispánica, si se exceptúa Buenos Aires o el Brasil.
Una corriente hacia Chile ha mantenido el contacto entre dos países
que tienen notorias simpatías y visibles diferencias. Pero
pocos han ido más allá, aunque la Revolución
Cubana ha proyectado algunos hasta el Caribe. Uno de los países
más importantes de la América de hoy, México,
aquí es casi desconocido. Se advierte una contradicción
entre muchas declaraciones de volver la mirada a América
que se practican ritualmente y la menos publicitada práctica
del viajecito a Europa. Pero estas contradicciones son inevitables
porque corresponden en buena medida a las necesidades de una estrategia
literaria.
Algunos de los viajeros más ilustres están financiados
por organismos culturales extranjeros que reflejan la política
de absorción y proselitismo, cuando no las formas más
crudas de la guerra fría. Eso contribuye a aumentar más
la confusión y crea verdaderos dilemas de conciencia sobre
todo entre los que se proclaman terceristas y no quieren aceptar
una invitación de una universidad norteamericana (donde pueden
opinar libremente de todo) y aceptan sí una invitación
oficial de un país comunista (donde no pueden opinar sino
de acuerdo con el régimen). No todos han aceptado ese juego,
e incluso hay quienes se han negado a salir (o casi) del Uruguay,
practicando una forma literal del arraigo que podría calificarse
de inmovilidad. Es claro que el arraigo no depende de irse o quedarse
en la patria. Algunas obras maestras de la literatura se han escrito
en el exilio, desde La Divina Comedia hasta el Ulises.
En la literatura hispanoamericana, Blest Gana escribió sus
mejores novelas chilenas en París, como lo está haciendo
ahora con sus bonaerenses Julio Cortázar, en tanto que Neruda
ha dado el ejemplo máximo de un viajero mundial muy arraigado
en su largo pétalo chileno. Por otra parte, muchos de los
que se quedan no hacen ni sirven para nada. Quedarse no es en sí
mismo un mérito. Tampoco lo es irse.
La comunidad personal de esta generación no se reduce al
doble origen que marcan la clase social y la educación secundaria.
También se manifiesta en agrupaciones más o menos
voluntarias y permanentes. Hubo cenáculos, como el Café
Metro al que asistían en los primeros años Onetti
y Denis Molina, Falco, Maggi, Flores Mora, los Larriera. También
fue un cenáculo sui generis el Sorocabana de la Plaza
Libertad, con batallas orales memorables que ahora nadie recuerda.
El Tupí Viejo (cuando estaba frente al Solís) fue
otro centro comunitario, aunque no exclusivo de una generación,
y fue sobre todo punto inexcusable de recalada para gente de teatro.
No había estreno de la Comedia Nacional o de los Independientes
que no recibiese su primera alacraneada en aquel café, hermoso
a la manera de los españoles de antaño. No hay que
olvidar, es claro, la importante sala de profesores del Vásquez
Acevedo y su prolongación natural, el Café Sportman.
En ambos sitios se discutía literatura en las horas puente,
se gestaban amistades, se ventilaban enconos perdurables. El claustro
de la Biblioteca Nacional, cuando estaba en la Facultad de Derecho,
también fue centro de encuentros y desencuentros célebres
para la pequeña historia. Una generación de críticos
tuvo como habitat natural esta institución.
Las revistas sirvieron para agrupar a la generación en núcleos
de gestión más documentable. Salvo Marcha (que
refleja un panorama más amplio) fueron esfuerzos de grupos
y capillas, desde la casi desconocida Latitud 35, que editaban
alumnos del Lycée Français muy respetuosos de sus
mayores, y de Apex, que reunía tempranamente a discípulos
de Onetti, hasta revistas más serias y universales como Escritura,
que congregó a muchos nombres importantes, y tuvo una actitud
cautelosa hacia algunos valores de la generación anterior,
o como las Entregas de la Licorne, que prolongaba anacrónicamente
el sueño de un urgente intercambio cultural con Francia.
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