Las revistas que importaron más para la fisonomía
de la generación no fueron, sin embargo, las arriba mencionadas
ni tampoco algunas efímeras hasta la invisibilidad, sino
las más polémicas como Clinamen, que fundó
un grupo de estudiantes de la Facultad de Humanidades y alcanzó
cinco números, o las dos que mejor representan a la generación:
Asir, iniciada en 1948 y en el interior, y Número,
de 1949 y montevideana. Más adelante se estudiarán
con algún detalle; acá interesa registrarlas por su
valor de centros comunitarios de una generación. En las revistas
se exageró más que en la vida real las oposiciones
dentro de la generación y de ahí que el estudio de
las mismas deba ser hecho con una perspectiva que no sólo
atienda a las subrayadas diferencias sino a ciertas connivencias
inevitables. Es paradójico, a primera vista, que el director
gráfico, de Número, Sarandy Cabrera, a cierta
altura de los acontecimientos diseñe una nueva carátula
para Asir, sin dejar de pertenecer al grupo aparentemente
rival.
La prensa llamada grande fue también el punto de partida
o de llegada de muchos escritores de la generación, por lo
que adquiere un interesante valor comunitario. Este proceso de vínculos
periodísticos, que requeriría un análisis pormenorizado
capaz de arrojar algunas sorpresas, tiene por lo menos tres instancias.
En un primer momento, Marcha absorbe algunos escritores que
ya se habían formado en periódicos. (El propio director
fue colaborador de El País, diario de los blancos
independientes, en sus primeros tiempos). Así, por ejemplo,
Carlos Martínez Moreno inicia la crítica teatral en
El País, antes de pasar a ejercerla con todo rigor
y exigencia desde Marcha. Pero hay una segunda instancia
en que es Marcha la que se convierte en semillero de periodistas
y exporta involuntariamente algunos de los astros de su equipo a
la prensa grande: así Alsina Thevenet sale en 1953 y va a
parar eventualmente a El País, donde organiza una
página de Espectáculos que marca rumbos; Carlos María
Gutiérrez pasa también a El País y más
tarde habrá de fundar con el apoyo económico de la
misma empresa, el semanario independiente Reporter; Angel
Rama, después de una corta experiencia en la co-dirección
de la página literaria de Marcha (con Flores Mora
en el período 1949/1950) pasa a colaborar regularmente en
una columnita cultural de la página editorial de El País,
al tiempo que ejerce la crítica teatral en el diario
del Gobierno colorado, Acción, y contribuye con artículos
más largos a números especiales del mismo País.
Mario Benedetti colabora un tiempo en Marcha y en El Diario,
de orientación colorada; después de abandonar Marcha,
es crítico teatral de La Mañana, también
colorado, y dirige allí, con José Carlos Alvarez,
una sección literaria, Al pie de las Letras, que es la mejor
de su género en los últimos años. Todavía
hay una tercera instancia, más reciente, que marca el retorno
de algunos a Marcha (como Angel Rama en 1958, como Gutiérrez
más tarde), así como el abandono de la actividad periodística
inmediata de otros.
La consecuencia más obvia de ese trasiego de escritores
y publicaciones es que la aparente oposición monolítica
entre la prensa grande y la prensa chica exige muchas matizaciones.
Por lo mismo, las posiciones políticas individuales de estos
escritores no coinciden siempre con el órgano u órganos
para los que escriben. Casi todos los ejemplos citados son de escritores
que militan en el Tercerismo; como profesionales del periodismo,
sin embargo, han colaborado y colaboran en periódicos que
no sólo son empresas capitalistas inequívocas sino
que están sin excepción embanderados en la causa anticomunista
y proyanki. Es cierto que hay matices notables, pero también
es cierto que esos matices no disimulan una contradicción
entre la política de los periódicos y la de estos
periodistas, que cabe calificar de paradójica. En cuanto
a la política nacional, los diarios grandes pertenecen sin
excepción a los partidos tradicionales, lo que acentúa
aun más el conflicto con los terceristas. Hay un caso muy
singular, el de Angel Rama, que durante años colabora simultáneamente
en periódicos de opuesta filiación política
nacional y distinto matiz de orientación internacional. También
es singular el caso de Carlos Martínez Moreno que durante
un largo lapso colabora simultáneamente en la página
editorial de Marcha y del periódico colorado El
Diario.
La única explicación racional de esta situación
aparentemente anómala es que la colaboración de ciertos
escritores de izquierda en periódicos de la derecha no compromete
sus convicciones personales. Colaboran como especialistas y como
técnicos sin necesidad de compartir el ideario de los periódicos
en que escriben. Es cierto que en alguna ocasión hubo conflictos
y presiones, y hasta que se desautorizó desde un periódico
a uno de sus redactores; pero también es cierto que se respetaron
por lo general los fueros de la opinión especializada. Por
otra parte, el hecho de que casi todos estos escritores firman con
su nombre o con sus iniciales, indica claramente para todos la naturaleza
y límites de su colaboración.
La generación del 45 organizó también editoriales,
frágiles por lo general, pero tenaces. Tanto Número
como Asir editaron libros, algunos de ellos muy valiosos
hoy por su rareza bibliográfica. Un grupo de escritores está
detrás de las finísimas ediciones de La Galatea
(hechas a mano en una imprenta de José Pedro Díaz
y Amanda Berenguer) y de las Ediciones Fábula. Hasta
una revista efímera como Clima publicó algún
libro, pero el problema editorial no pudo ser resuelto por la generación
del 45 en su etapa de gestación. Hubo asociaciones pasajeras,
como la SEI (Sociedad de Escritores Independientes) que movilizó
Mario Benedetti contra la AUDE y que tuvo muy corta vida, aunque
sirvió hasta cierto punto de modelo para la SEU (Sociedad
de Escritores del Uruguay) que se ha fundado más recientemente
y en la que también Benedetti ha tenido papel importante.
Hubo y hay manifiestos contra la política cultural del oficialismo
(por uno se renunciaba a presentarse a los premios del Ministerio
de Instrucción Pública mientras no se cumpliesen determinadas
garantías de seriedad crítica), contra la hecatombe
atómica que amenaza al mundo (eran los años de los
Congresos por la Paz organizados por el bloque soviético
mientras los rusos descubrían la bomba de hidrógeno),
contra la intervención de Estados Unidos en Guatemala, en
Cuba, en Santo Domingo. El Tercerismo es la nota política
comunitaria de la generación, aunque hay excepciones notables.
Así Maggi y Da Rosa parecen cómodamente inscriptos
en los grupos tradicionales; otros, como Carlos Real de Azúa
y José Claudio Williman creyeron por un instante en Nardone.
Políticamente, casi todos los integrantes de la generación
son gente de una izquierda que comprende desde los que aceptan mecánicamente
las cambiantes consignas de Moscú (el grupo de El Popular
y sucursales) hasta los que tiene realmente una posición
independiente y crítica, como Martínez Moreno que
además de gran narrador es comentarista político de
indiscutible solvencia. El grupo Asir fue tal vez el más
reacio a intervenir en actividades políticas de cualquier
naturaleza que sean y ha terminado por ser el más oficialista
a partir de 1958, con Arturo Sergio Visca y Domingo Luis Bordoli
en los diversos centros de poder de la cultural estatal: audiciones
literarias del SODRE, Biblioteca Artigas de Clásicos Uruguayos,
Ediciones de La Universidad. El grupo de Número, que
políticamente coincide en su primera época con el
de Marcha, reveló una conciencia más urgente
del compromiso social, aunque también allí se encuentran
matices. En tanto que Mario Benedetti deriva su Tercerismo hacia
el antiyanquismo algo obsesivo, Sarandy Cabrera se compromete cada
vez más con el comunismo y termina viviendo y trabajando
en China, de donde acaba de volver para radicarse nuevamente entre
nosotros.
Al margen de estos matices políticos, o de los antagonismos
más declarados, la experiencia que unifica a todos por encima
de la variedad de las soluciones es una toma de conciencia temprana
y radical de la realidad del país. Esa toma de conciencia
no es exclusivamente literaria o artística y tiene su fundamento
en la prédica de Marcha desde 1939. Esta es la primera
generación uruguaya que se propone negar masivamente el sistema
de delicados espejismos que constituyen las estructuras democráticas
del estado uruguayo, ese supuesto Estado del Bienestar (como lo
calificaron bien intencionadamente desde el extranjero). En el terreno
literario, ese análisis de la realidad lleva a la generación
a oponerse al oficialismo y sus magras prebendas, a restaurar los
valores por medio de una crítica implacable, a desmitificar
ciertos temas que se habían convertido en estériles
(sobre todo la literatura gauchesca o campesina), a rescatar el
pasado útil, a vincular la literatura uruguaya a la de América
sin perder contacto con Europa o el resto del mundo, a poner al
día los valores literarios, facilitando el acceso del Uruguay
a las corrientes más fecundas de la vanguardia mundial.
Esa renovación arranca de supuestos culturales nuevos, en
que se mezcla por un lado el aporte de la literatura experimental
europea y norteamericana (desde Valéry hasta Brecht) y por
el otro una asimilación de ideologías y técnicas
filosóficas más actuales, desde el marxismo hasta
la sociología, del psicoanálisis a la fenomenología,
del existencialismo a la nueva crítica. En un afán
enciclopédico que no perdonó ni la cibernética
ni la ciencia ficción, la generación del 45 buscó
nuevos cauces. Su actualización presupone sobre todo una
renovación del lenguaje y de los estilos poéticos.
Supone, principalmente, una renovación de la prosa. En esa
tarea es fundamental la influencia del argentino Jorge Luis Borges
que es el maestro indiscutido aún de los que lo denigran.
Gracias a él fue posible librarse de una vez del conceptismo
español, árido y hueco, que habían reintroducido
en la lengua muchos de los valores más falsos de la generación
española de 1927. El verso es dominado por Pablo Neruda y
su facundia increíble, pero también son importantes
Vallejo o Huidobro. La gran escuela estuvo sin embargo, en la labor
periódica. Esta generación se encontró sin
editoriales, con un público que no leía libros nacionales
ni quería oír hablar de ellos, con libreros que escondían
vergonzosamente la producción de los vates criollos. Desde
la página literaria de Marcha y desde las pequeñas
revistas, el grupo 45 se dedicó a restaurar el vínculo
natural del escritor con el público que había sido
sustituído por la relación perversa entre el creador
y el estado. Así también se va formando de a poco
una generación de lectores, se introducen temas ya utores
nuevos, se orienta la literatura hacia lo actual, hacia la revaluación
completa de los escritores nacionales. Este proceso tiene su fundamento
en una infatigable y múltiple labor de análisis.
7. La restauración de la crítica
Lo que caracterizó sobre todo a la generación en
su primer momento fue una reacción apasionada y militante
contra el quietismo, contra la hipocresía, contra la inautenticidad
de la vida literaria uruguaya. El inconformismo la caracterizó
y ese inconformismo se tradujo en una polémica intergeneracional
que tuvo caracteres algo canibalescos. La polémica, aunque
errada casi siempre, tuvo como mérito certificar la existencia
de un grupo que no tenía entonces obra creadora suficiente
como para justificarse. La obra en sí misma no es imprescindible
para demostrar objetivamente la existencia de una generación.
Esta puede y hasta debe revelarse por la introducción de
una nueva actitud literaria, por un nuevo sistema de valores, por
una distinta inserción en la realidad. La obra, esa creación
imperecedera, podrá venir luego (o no). Esa situación
nueva fue lo que sin duda aportó desde el comienzo la generación
del 45. Ya está muy a la vista en los primeros escritos de
Onetti, esos que Marcha publica en sus primeros números
y que están impregnados de un sólido rechazo a las
consignas fáciles de un arte meramente social o de un desvío
manifiesto por las glorias de oficialismo. Lo que Onetti expresa
en forma negativa, con ribetes negrísimos (está escribiendo
El pozo, no se olvide), será expresado en distintos
matices de la iracundia o el encono por los jóvenes que van
apareciendo casi de inmediato y que ya en 1945 son un pequeño
equipo en Marcha. Lo que unía a esos jóvenes,
y a otros de los que estaban separados por razones particulares,
era una sola cosa: la convicción de que había que
alterar profundamente la estimativa literaria vigente, que había
que empezar por restaurar los fueros de la crítica, pervertidos
o mutilados durante un par de décadas.
La labor preliminar estuvo orientada en ese sentido. Partiendo
de distintos y hasta antagónicos campos, la nueva generación
empezó a destruír. Se les llamó alacranes,
con palabra que no revela excesiva imaginación. En la tarea
de destruír también se echó la base de una
construcción muy necesaria. Había que devolver a la
circulación literaria unos principios olvidados pero imprescindibles:
(a) la utilización del mismo patrón crítico
para las letras nacionales y las extranjeras, aboliendo toda complicidad
nacionalista; (b) el examen de la tradición nacional, rioplatense
y americana, desde sus orígenes hasta el momento actual,
realizado con perspectiva histórica y rigor crítico;
(c) la incorporación activa de algunas zonas muy creadoras
del mundo actual, como letras anglosajonas, o las ideologías
marxistas, o la cultura cinematográfica y teatral, que anteriores
generaciones habían ignorado por completo, o recibido únicamente
a través de parciales digestos parisinos o madrileños;
(d) el restablecimiento de la relación natural entre el escritor
y el lector; (e) la reacción militante y hasta agresiva contra
el oficialismo; (f) la defensa de la autonomía de la creación
literaria aunque se aceptase el compromiso del escritor con su medio
y con su tiempo.
Esta actitud de los nuevos se tradujo en una gran combatividad
que tuvo sus puntos culminantes en la crítica acre con que
se juzgó durante mucho tiempo a la Comedia Nacional, fundada
por el oficialismo, o en la polémica que se desarrolló
esporádicamente en torno al Instituto Nacional de Investigaciones
y Archivos Literarios, que a pesar de su título era gobernado
como feudo personal por su director.
La Facultad de Humanidades o el Instituto de Profesores fueron
también a ratos centros de polémica y lo seguirán
siendo. La AUDE concitó las cóleras de casi todos
y fue perdiendo significación a medida que los años
raleaban sus filas y embotaban un cierto empuje vital de sus principales
fundadores: se declaró impotables mausoleos a la Academia
Nacional y a la Revista Nacional; se desertó de los
Concursos del Ministerio. Esta combatividad no excluyó la
polémica intergeneracional, como ya se ha visto.
En la revisión del pasado literario nacional se llegó
a alzar como ejemplares a dos generaciones anteriores (sólo
dos): la llamada del Ateneo, que florece entre 1880 y 1890 y cuenta
entre sus mejores figuras a muchos que no eran ateneístas
como Zorrilla de San Martín, el historiador Francisco Bauzá
y el novelista Acevedo Díaz, y la generación del 900,
la más unánimemente aplaudida. Ellas sirvieron de
tantalizadora piedra de toque a los nuevos críticos y permitieron
fijar un patrón nacional de excelencia, inalcanzable sin
esfuerzo. Algunas figuras actuantes y todavía creadoras sobrevivieron,
aunque no intactas, al escrutinio de la generación. Hombres
como Espínola o Morosoli o Amorim, fueron parcialmente rescatados
de una realidad amorfa que la nueva crítica de entonces examinó
con ojos nada complacientes. Entre las figuras más desmonetizadas
estuvo Juan de Ibarbourou (de 1895), cuyo prestigio paradójicamente
seguía firme fuera de fronteras. Pero ella no fue la única
en sufrir el encono o el silencio de los críticos, aunque
tal vez su caso sea el más notorio por lo que significó
hacia 1929 su consagración solemne como Juana de América
en el Salón de los Pasos Perdidos del Palacio Legislativo:
ceremonia inexplicable en la que se complicó don Alfonso
Reyes y en la que hizo sus primeras armas el entonces novel poeta
Roberto Ibáñez (de 1907). Semejante endiosamiento,
en ceremonia que hoy resulta difícil tomar en serio, sólo
sirvió para despistar a un poeta natural y limilitado aunque
de indiscutible autenticidad.
Cada integrante de la generación desde su individual punto
de vista, cada grupo desde su orientación crítica,
luchó por la restauración de una función que
ayudase a ver con ojos desprejuiciados el pasado rescatable y que
sentase las bases del futuro. Se promovieron por eso enconos en
que intervino hasta algún escritor exilado, como José
Bergamín, especialista en particiones. Hubo rivalidades y
excomuniones que duran hasta hoy. Pero de toda esa agitación
(estéril, a veces, como la del 900) surgió sin embargo
algo que era imprescindible: un nuevo sistema de valores, una nueva
política literaria, más cerca de la realidad concreta,
más auténtica. Se abolieron las patentes de corso,
se negó que todo vate (por el mero hecho de existir) fuera
un pequeño dios y mereciera con justicia incienso, se consiguió
despertar así también el interés y la conciencia
nacional de un público también asqueado.
Una generación de críticos, observó cierta
vez Guillermo de Torre hacia 1950. O de criticones, como muchos
habrían apuntado entonces. Pero la obra de esta generación
que irrumpía agresivamente en la escena literaria, necesitaba
esa función preliminar de limpieza. De ahí que hasta
los menos capacitados para la crítica la ejercieran, de ahí
los abundantes ejemplos de esa crítica que Eliot ha llamado
de practicantes: profesional o improvisada, profunda o superficial,
la crítica existía y había quedado restaurada.
Ahora hasta para alacranear había que tomarse el trabajo
de hacer crítica, y el tráfico mutuo de elogios (de
que es inefable ejemplo una publicación del grupo anterior,
Alfar, dirigida por Julio Casal) quedaba terminantemente
prohibido. Hasta para defender a los amigos había que hacer
crítica.
Una generación puede existir y hasta justificarse por el
impacto crítico que tenga pero también debe existir
en su afán creador. Con la perspectiva de los veinticinco
años es posible advertir ahora que ese afán creador
era muy fuerte ya en 1945, aunque estuviese soterrado por la faena
crítica más urgente, por la falta de editoriales y
de público suficiente. De ahí que los creadores del
45 parecieran sobre todo críticos o periodistas; de ahí
que (con la excepción confirmatoria de Mario Benedetti) hayan
publicado hasta hace poco muy escasa y hasta breve obra; de que
sólo en estos últimos cinco años empieza a
recogerse una cosecha que a veces tiene un cuarto de siglo. Pero
conviene hacer una observación complementaria: en esta generación
de criticones no sólo había muchos creadores disimulados;
hasta los mismos críticos encaraban la crítica como
actividad, intelectualmente, creadora. Al comprometerse hondamente
en la actividad literaria, al jugarse día a día por
sus convicciones, al sumar sus esfuerzos al proceso general de descubrimiento
y rescate de la verdadera realidad nacional, al contribuir a la
creación de una más exigente conciencia cultural,
los mejores críticos eran creadores. Quienes han visto sólo
el aspecto polémico y epidérmico de la función
crítica no advierten la importancia de una contribución
que descubre autores, los señala a la atención del
lector, marca rumbos y traza coordenadas. Como Goethe en la célebre
interpretación de Alfonso Reyes, el crítico es un
guía. En esta generación no faltaron los críticos
que asumieron cabalmente esa función, en íntima colaboración
con los creadores, y creadores de cultura ellos mismos. El nombre
de Carlos Real de Azúa puede ejemplificarlos.
8. Rehabilitación de un vínculo
Al rechazar la protección del Estado y no contar tampoco
con empresas particulares, los escritores del 45 debieron buscar
un contacto directo y sin intermediarios con el público lector.
Pronto descubrieron que ese público casi no existía,
que los hombres de la generación anterior se habían
resignado a una suerte de hermafroditismo (como ha dicho Angel Rama):
escribían poesía para consumo de otros poetas. Como
no existía público, el público era uno mismo.
Ya se ha visto que sin crítica no hay público. No
sabiendo en quien confiar, el lector se retraía. Se defendía
del caos y de la licencia al no ejercer su función natural
de consumidor, absteniéndose minuciosamente de todo contacto
con el producto nacional. La generación del 45 aprendió
a su costa que la literatura en el Uruguay es una actividad superflua,
una actividad que no permite vivir. Muchos años más
tarde, cuando ya Mario Benedetti era un best-seller proclamado
por todas las vidrieras de libros de la capital y por la evidente
envidia de sus colegas, un periodista argentino lo entrevistó
para conocer las razones de su éxito inaudito. La primera
pregunta fue naturalmente:
- A partir de usted que es el best-seller uruguayo queremos
estudiar el problema de escritor uruguayo que vive de sus libros.
Benedetti lo interrumpió para decirle:
- Elimine entonces el problema. No vivo de mis libros.
El mismo Benedetti tiene otra anécdota coetánea.
Después de publicar la tercera edición de El país
de la cola de paja (casi cinco mil ejemplares vendidos en nueve
meses), se encuentra con un ex compañero que le dice:
- Te estarás forrando
Benedetti preguntó a su amigo cuánto ganaba por mes:
- Cuatro mil pesos, haciendo contabilidades sueltas.
- Yo gano, en total, dos mil pesos, como periodista y contador,
fue la respuesta del best-seller. Podría incluso haber
agregado que los casi cinco mil ejemplares de su libro significan
por año menos de cuatro mil pesos. Esas cifras de 1961 son
elocuentes ya que esa situación parece rosácea comparada
con la que enfrentó la generación hacia 1945. Por
eso, el escritor uruguayo debe trabajar entonces de contador o de
maestro, ser profesor u oficinista, médico o abogado. Debe
resignarse a ejercer una profesión, cualquier profesión,
para seguir viviendo, para extraer de sus ingresos (si los hubiere)
el dinero necesario para difundir una literatura escrita en los
ratos de ocio (si los hay).
Tales precarias y hasta primitivas condiciones (que recuerdan las
de Europa antes del siglo XVIII y la aparición de editoriales
y periódicos) imposibilitaron naturalmente la composición
de obras largas y complejas. Algunos opinantes protestaron entonces
(todavía se oyen ecos) sobre la supuesta pereza de esos escritores
de poca obra escrita, por la facilidad (decían) que les hacía
preferir el tranco breve: cuento o poema o artículo, antes
que novela, ciclo poético, tratado. No reconocieron que había
causas materiales, que los jóvenes del 45 no tenían,
salvo muy contada excepción, tiempo libre. Escribir regular
y continuadamente, como lo hizo Mario Benedetti, supone tal ejercicio
de la voluntad que La pampa de granito parece a su lado un
lánguido juego de sociedad. No es casual que en toda la promoción
sólo se pueda invocar ese ejemplo casi teutónico de
regularidad bibliográfica (A pesar de su nombre, Benedetti
se educó en la Deutsche Schule).
Pero aún encontrado el tiempo, aún templada la voluntad
hasta el delirio, los escritores del 45 tampoco encontraban dónde
publicar sus libros y en caso de encontrarlo (por medio de combinaciones
a las que no siempre era ajena a Caja Nacional con sus créditos
usurarios), no encontraban el lector para adquirirlos. De ahí
que se haya insistido en los géneros breves, de inmediata
colocación periodística; de ahí que hayan proliferado
los concursos de cuentos, de ensayos, de poesía, y se hayan
multiplicado las plaquettes y los apartados. Un vistazo a
los estantes de literatura uruguaya permite comprobar sin esfuerzos
el unánime adelgazamiento de los volúmenes en que
por esa fecha se recogía la escasa obra perdurable. Durante
muchos años la obra de esta generación pareció
reticente, injustificada.
Aquí conviene evocar una anécdota de hace unos años.
La bibliotecaria de una institución inglesa, el Hudson Institute,
que entonces tenía una de las mejores colecciones de libros
uruguayos (había sido creada sobre la base de una donación
de Sir Eugene Millington Drake), me solicitó por amabilísima
carta le enviase algunos catálogos de editoriales nacionales.
Debí contestar que no había tales catálogos
porque de hecho no había editoriales. Es claro que ya había
en 1952 editoriales en el Uruguay: una, por ejemplo, publicaba libros
de texto para consumo de Enseñanza Primaria y Secundaria,
era próspera y nada tenía que ver con la literatura;
otra se especializaba sobre todo en apuntes mimeográficos
con los que, faute de mieux, se salvan exámenes hasta
en nuestras facultades; una tercera tenía algún contacto
con la literatura a través de pequeños volúmenes
de versos escritos y publicados por familiares y amigos. Esas eran
entonces nuestras editoriales, esa su fisonomía azarosa y
pueblerina, su estricta y limitada funcionalidad.
Sin embargo, hacia 1900 hubo editoriales en el Uruguay. Montevideo
era entonces un importante centro rioplatense y una de las capitales
del Modernismo. Entonces había editores y había revistas
literarias y había escritores que agotaban, si bien parsimoniosamente,
sus ediciones. No eran grandes y poderosas empresas pero servían
las necesidades de un público pequeño y adicto, estaban
diversificadas, circulaban por el extranjero. Rodó, por ejemplo,
publicó sus libros bajo distintos sellos nacionales: los
tres primeros opúsculos, incluído Ariel en
Dornaleche y Reyes (entre 1897 y 1900); la primera edición
de Motivos de Proteo (1909) la publicó José
María Serrano; la segunda, casi inmediata (1910), está
a cargo de Berro y Regules; con El Mirador de Próspero
(1913), vuelve a Serrano. Es cierto que Rodó era,
desde Ariel (1900), un auténtico best-seller
de la América hispánica. Pero no es menos cierto que
en las primeras décadas del siglo existían editoriales
literarias en el Uruguay. Además de las citadas, Barreiro
y Ramos estaba publicando desde fines de siglo a Juan Carlos
Gómez y Eduardo Acevedo Díaz, a Zorrilla de San Martín
y a María Eugenia Vaz Ferreira; el original Orsini Bertani
(que tenía sus puntas y ribetes de anarquista) se especializó
en los decadentes y editó a Roberto de las Carreras, a Julio
Herrera y Reissig, a Delmira Agustini, a Rafael Barrett, a Florencio
Sánchez, a Ernesto Herrera, a Alvaro Armando Vasseur. Dentro
de las condiciones de su tiempo y a pesar del reducido número
de lectores, esas editoriales uruguayas facilitaban al escritor
un vínculo directo con el público. La generación
del 45 no encontró nada semejante.
¿Cómo se había llegado a esa situación?
En buena medida la respuesta está en el costo creciente de
la publicación de libros, en la inundación de ediciones
extranjeras, en una enseñanza que se volvía más
basta cuanto más vasta, en el predominio cada día
mayor de los medios audiovisuales (cine, radio, luego TV) sobre
los literarios. Un intento importante, como la Sociedad de Amigos
del Libro Rioplatense, que entre 1933 y 1938 logró publicar
en ambas orillas un nutrido conjunto de autores locales, asumió
el doble carácter de cooperativa y de suscripción,
pero no pudo mantener la calidad de sus volúmenes y perdió
así la confianza del público que la sostenía.
No era por otra parte una solución ya que significaba el
retorno a prácticas anteriores al siglo XIX; es decir: a
métodos previos a la Revolución Industrial. Pero hasta
eso se había llegado a perder.
Cuando irrumpe la generación del 45, el Uruguay es uno de
los países americanos donde es más oneroso publicar
un libro. Es, además, uno de los más despoblados.
Aunque el índice de alfabetos es grande también es
grande la deserción escolar y secundaria, lo que explica
que haya realmente pocos lectores de libros. El costo de la materia
prima (papel, tintas y máquinas, que vienen del extranjero),
el costo de la mano de obra, el costo de distribución, se
suman a la lenta rotación del capital para hacer prácticamente
imposible toda publicación en gran escala. El estado uruguayo,
que ha fomentado de todo, jamás ha tenido una política
del libro. La cultura es pocos votos, ha podido decir Mario Benedetti
en fórmula feliz. Es cierto, pero ni siquiera esos pocos
votos han sido adecuadamente movilizados por un Estado tan sensible
al equilibrio electoral. Se ha seguido oficialmente una buena política
de introducción, libre de trabas, del libro extranjero (política
que inspiró como parlamentario Rodó) pero esa misma
libertad que tan importante para el estudioso debe ir
acompañada de una política que proteja o fomente la
producción uruguaya. Si no lo hace, la consecuencia es una
sola: el libro nacional no puede competir ni en cantidad ni en calidad
con el extranjero.
Editorialmente, el Uruguay perdió dos grandes oportunidades
en este siglo por carecer de la más mínima política.
Cuando la guerra civil española no pudo atraer a editores
que huían de la península. Países mayores y
mejor orientados, como México, Chile, Argentina, sí
lo hicieron y de esa fecha parte su importantísima labor.
Una segunda oportunidad se perdió algo más tarde.
Cuando el peronismo empezó una fiscalización directa
e indirecta de la política cultural, persiguiendo autores
y libros y hasta editoriales enteras con el menor pretexto, algunas
empresas radicadas en Buenos Aires consideraron la posibilidad de
trasladarse a esta orilla donde esperaban encontrar la libertad.
Pero las condiciones materiales aquí eran tan duras que prefirieron
seguir lidiando con el justicialismo por unos años más
y hasta con la claudicante economía argentina. Por segunda
vez perdió el Uruguay hacia 1950 la oportunidad de acrecer
la cultura nacional con el aporte de técnicos, editoriales
totalmente instaladas, de capitales poderosos. Nuestro país
continuó su siesta bibliográfica con una producción
casera, mala e insuficiente. Hasta hace muy poco tiempo. Si se tiene
presente que el lector de libro ha sido siempre rara avis
en el Uruguay (se ha calculado recientemente que no pasa de cinco
mil compradores aunque la cifra de lectores puede ser mayor ya que
un solo libro puede ser consumido por varios) y que además
ninguna industria editorial subsiste en la América hispánica
solamente con el apoyo local, se comprende que el problema que enfrentaron
los escritores del 45 era de ardua solución. Lo importante
ahora es destacar que empezaron por reconocerlo y estudiarlo a fondo.
Buena parte de la labor polémica de los años más
agitados de la generación estuvo dedicada precisamente a
debatir la situación editorial, a atacar al Estado por su
política suicida o de proteccionismo con claro color político,
a intentar la movilización de los escritores para obtener
una Ley de Fomento Editorial. Al luchar por restaurar la crítica
y por crear editoriales, la generación del 45 había
señalado cuál era el foco central del deterioro literario
y había concentrado allí sus baterías. Lo que
resultaba urgente era realizar una acción doble: por un lado,
crear un público nuevo suficientemente numeroso como para
servir de apoyo al escritor; por el otro, montar organismos que
pudieran distribuir el producto nacional fuera del país.
Al fin y al cabo, éramos una nación pequeña
que poseía sin embargo una lengua internacional.
Pero ¿dónde estaba el lector? No me refiero, es claro,
al que entonces como siempre lee únicamente las páginas
deportivas de los diarios o las revistas sentimentales, sino a ese
especialista que ya en 1945 agotaba ediciones argentinas o españolas
de Sartre y Antonio Machado, de Kafka y Borges, de Greene y Pablo
Neruda. ¿Por qué ese público, real y concreto,
no leía entonces a nuestros poetas y narradores, ensayistas
y dramaturgos? La respuesta no podría ser únicamente
porque no había editoriales, aunque es cierto que una poderosa
organización industrial como Losada o el Fondo
de Cultura Económica o Aguilar pueden darse el
lujo de intentar imponer a un escritor. Si la existencia de editoriales
asegura la comunicación con el público, no asegura
que el público haya de consumir todo lo que se le ofrezca
entre dos tapas. En aquella época, muchos de los más
conocidos autores uruguayos editaban sus libros en el extranjero,
incluso en sellos prestigiosos. Rara vez sus libros se agotaban.
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