Pero si desde el punto de vista de la política tal como
se la entiende y practica en este país, Marcha no
ha alcanzado el éxito, obligando a sus colaboradores más
activos (como lo fue Flores Mora, como lo fue José Claudio
Williman, para poner ejemplos) a desertar de sus filas, es indiscutible
su éxito en la ardua tarea de despertar la conciencia nacional
y en la creación de un público de izquierda consciente
de la realidad del país, y más responsable. Es cierto
que el semanario ha pecado en su parte política por no querer
conceder importancia a ciertos movimientos nacionales que antes
de 1958 anunciaban a gritos la crisis actual. Durante demasiado
tiempo, Marcha se escudó en cifras sin ofrecer una
alternativa clara al desgobierno de Luis Batlle; durante demasiado
tiempo, Marcha permaneció sorda y ciega ante el Ruralismo
creciente, o permitió que algunos teóricos muy ingenuos
(accidentalmente vinculados a Nardone y luego dejados caer sin escrúpulos
por el líder) divagaran hermosamente en sus páginas
sobre las supuestas raíces ideológicas del movimiento.
Incluso cuando auspició la gestión de un pensador
político como Servando Cuadro (que publicó en Marcha
una sección, Los Trabajos y los Días, entre 1948 y
1952), el semanario lo hizo sin mayor fervor y con la mano izquierda,
por decirlo así. Esta característica de albergar distintas
y muy contradictorias voces ha significado en definitiva una mengua
de su acción. Un tábano está bien, pero ya
una nube es demasiado.
Tampoco realizó nunca Marcha un análisis a
fondo de ese Tercerismo que constituye hasta cierto punto su única
razón de ser en el concierto no sólo nacional sino
hispanoamericano. Aquí es donde se advierte mejor el pecado
de abstracción en que suelen incurrir algunos de sus colaboradores
y que fue denunciado (es natural) desde el mismo semanario en unos
brillantes artículos de Einar Barfod sobre o contra el profesor
argentino José Luis Romero. La única nota permanente
del Tercerismo de Marcha (que revela un espectro ideológico
vastísimo) es el antiyanquismo, una de las piedras de toque
de la prédica de Quijano. En el Uruguay, ya se sabe, el anti-yanquismo
tiene una tradición muy noble, desde Ariel por lo menos,
y ha servido para unir a gente de derecha (como los viejos líderes
del Partido Blanco) con gente de una izquierda nada tercerista y
comprometida explícitamente con uno de los bandos en lucha,
el grupo comunista. Sin embargo, por noble que sea el antiyanquismo
de Marcha (que no conviene confundir, insisto, con el de
las derechas o el de los comunistas) soporta la paradójica
situación de ser más un movimiento de adhesión
continental a la América hispánica, y sobre todo a
la zona del Caribe y de México que a los países de
la cuenca del Plata en que está inscripto realmente nuestro
país. Los grandes intereses económicos en esta cuenca
son los bri-tánicos, la gran colonización cultural
lleva aquí la marca anglo-francesa. Poco es sin embargo lo
que el semanario Marcha ha dedicado al anti-imperialismo
británico, a no ser las colaboraciones epidémicas
de críticos argentinos, y nada a la penetración cultural
francesa que (para Quijano, al menos) parece sumamente legítima.
Esta situación concreta del semanario y de sus colaboradores
y hasta lectores, ha creado un Tercerismo de gran ambigüedad.
Porque ataca a un enemigo real pero lejano, lo hace apoyado en otros
enemigos más concretos y peligrosos, y hasta ocasionalmente
se alía con grupos de izquierda que tienen sus buenos motivos
para querer destruir, desde dentro, al Tercerismo. El Tercerismo
criollo ha tenido pues bastante poco de Tercerismo. Se ha investido
de prestigios retóricos (quién no está a favor
de David y odia con todas las ganas a Goliat), ha librado arduas
luchas de papel y ha podido seguir cultivando su jardín sobre
la playa. No ha puesto en juego, como en México, como en
Cuba, la vida entera. Es un Tercerismo que lleva dentro de sí
la contradicción de un doble sistema de contabilidad: excesivo
con uno de los bandos más poderosos, curiosamente blando
y hasta bizco para juzgar al otro bando, del que también
se supone equidistante. En Marcha se ha practicado una política
tan consistentemente antiyanqui (lo que no estaría mal) pero
tan equívocamente blanda hacia los soviéticos, que
es inevitable el mote de comunistas que se ha aplicado, con error,
a su equipo. Inútil decir que Quijano tiene tanto de comunista
como Luis Batlle Berres o Washingtion Beltrán. Pero su sema-nario
no ha denunciado a Rusia con la misma vehemencia y constancia con
que a los Estados Unidos. El argu-mento (que se ha escuchado) es
que Rusia está lejos. Es cierto. Pero desde la crisis cubana
está menos lejos, como lo está también China.
La naturaleza equívoca y confusa del Tercerismo criollo
(como lo ha puesto en evidencia Aldo Solari en un estudio muy reciente)
se manifiesta cada vez que hace crisis la América Latina,
como ocurrió por ejemplo en el caso de Frondizi, al que Marcha
alentó por medio de artículos demagógicos de
Roberto, sin entrar jamás a un análisis serio del
problema, o como en el caso de Cuba en que se apoyó emocionalmente
una Revolución admirable en muchos aspectos pero que requiere
cada día un análisis más a fondo. La mayor
parte de los mejores materiales sobre Cuba (valga otra paradoja)
son de origen europeo. Lo poco que ha escrito Quijano, sin embargo,
es de gran lucidez. Pero ese poco aparece a partir de 1960 ahogado
por el estruendo de otras voces no sólo menos documentadas
sino francamente histéricas. El aspecto más lamentable
de este Tercerismo criollo, que encuentra en Marcha y más
recientemente en Epoca, una expresión periódica,
es que por su mismo carácter equívoco, por su alejamiento
de las presiones mayores y los compromisos más urgentes,
fomenta la abstracción, aplaca la buena conciencia, cae otra
vez en el inmovilismo, en la política de las manos puras.
Fórmulas todas que alejan al Tercerismo de la realidad nacional,
en vez de insertarlo dramáticamente en ella. El resultado
de las elecciones de 1962, en que el Tercerismo pierde votos frente
a la agrupación comunista del Fidel, que está al servicio
de los intereses de una de las potencias en lucha, es demasiado
elocuente para necesitar más análisis.
En Marcha es donde se ve mejor la ineficacia práctica
del Tercerismo. Allí se han dedicado miles de páginas
a disputas más o menos académicas sobre el marxismo
en sus avatares internacionales, o en las más modestas proporciones
criollas; sus colaboradores han analizado como bachilleres juiciosos
los mil vericuetos del comunismo, doctrina que está en crisis
casi desde el primer día que se intentó aplicarla
y que sobrevive como tal sólo por su impermeabilidad a todo
análisis de sus contradicciones históricas y documentables;
se han traducido kilómetros de opiniones extranjeras sobre
asuntos hispanoamericanos que habría sido necesario analizar
desde una perspectiva uruguaya. El resultado general ha sido el
de fomentar entre sus colaboradores y lectores una suerte de escapismo
paradójico, una alienación por el análisis
bachilleresco, que alimenta aún más el espíritu
leguleyo y de abstracción de la izquierda uruguaya. Así
se aniquilan las cosas por el análisis.
Todas estas limitaciones de Marcha son notorias y graves.
Han coexistido, es cierto, con estudios muy luminosos de la realidad
nacional, sobre todo en sus aspectos económicos y financieros,
con muy originales páginas sobre la realidad hispanoamericana
que ha escrito Quijano desde el mirador de Montevideo, con admirables
reportajes de gente como Carlos Martínez Moreno (la revolución
boliviana, los riesgos de Frondizi antes de que triunfara, la revolución
cubana) o como Carlos María Gutiérrez (la revolución
cubana). Una valoración total del aporte de Marcha
marcaría mucho material positivo. Pero también marcaría
una tendencia funesta a escapar de la realidad concreta y refugiarse
en la abstracción ideológica. Se ha continuado, con
otro estilo más actual, los métodos del liberalismo
que fundó parlamentos y universidades, escribió códigos
y promulgó decretos, levantó censos y cortejó
a las Musas, hizo las leyes y creó los mecanismos para aplicarlas,
pero en general se olvidó de estudiar el fundamento económico,
social y político de todas estas actividades. Quijano ha
sabido siempre partir del hecho económico pero no siempre
ha conseguido salir de él, y cuando lo ha hecho ha polarizado
innecesariamente su perspectiva. Una vez se le reprochó que
su afán de ir a la raíz de las cosas le hacía
retrotraer el análisis hasta los fundamentos, seguir los
vericuetos de un proceso complejo y llegar cerca de las conclusiones,
para abandonar el trabajo porque la realidad ya se había
encargado de buscar soluciones mientras él buscaba las causas.
También se le ha reprochado que como los présbitas
viera la mano negra de Estados Unidos en el Caribe y no viera otras
manos en el Río de la Plata.
Los análisis de Marcha siguieron alimentando la insatisfacción
de un lector perpetuamente adolescente, que quiere oír hablar
de problemática (qué palabreja) pero es incapaz de
interesarse por un análisis ceñido de la realidad
concreta. Por eso Marcha ha fracasado en la acción
que exige madurez de visión pero también coraje de
elegir, que reclama responsabilidades fatales. Por eso ha fracasado
más de una vez en prever el rumbo de la política nacional
y ha fracasado en su diagnóstico silencioso o explícito
del Ruralismo. Aunque como buena Casandra, Marcha suele olvidar
el por qué de sus errores de profecía para vanagloriarse
(con toda modestia, es cierto) de sus tiros en el centro del blanco.
Recorrer estas limitaciones no significa negar en bloque la obra
de Marcha sino caracterizarla. Muchos de los análisis
que en cierra la ya vasta y muy valiosa colección son sencillamente
magistrales y justifican una fama cada día creciente en América
Latina. Algunos editoriales de Quijano son obras maestras de literatura
política. Por otra parte Marcha se ha convertido en
lugar de encuentro, una verdadera palestra, donde asoman al público
muchas opiniones que no tenían ni tienen eco en otros medios
publicitarios. La prensa grande, las radios y ahora la TV, están
por lo general en manos de los partidos e intereses tradicionales,
y constituyen casi sin excepción verdaderos órganos
políticos. Hasta la información de hechos está
dirigida y es por eso habitual el vacío a ciertos nombres
que no saben el santo y seña del Partido que esos órganos
representan. Hay excepciones, sobre todo cuando los nombres o temas
escapan por su trascendencia inmediata a toda fiscalización
interesada. De ahí la importancia que tuvo en sus primeros
tiempos Marcha. Fue una tribuna para los que no conseguían
hacerse oír en otras partes; muchas veces fue una tribuna
caótica como una feria, y también aprendió
a practicar (sobre todo al hacerse vieja) la política del
silencio con gente que no le convenía mencionar. Pero esos
males, la inevitable arterioesclerosis de todo órgano publicitario,
interesan poco ahora. Lo que quiero subrayar en este momento es
la parte positiva de esta actitud por su mera existencia y por su
continuidad peleadora, Marcha ayudó a crear un público
minoritario y culto, una élite de izquierda, para la que
el país realmente importaba. Una élite que vivía
por otra parte en una nación muy distinta de la versión
oficial que traduce el lema: Como el Uruguay no Hay. Esa es su gran
obra a partir de 1939.
Desde 1958 el proceso se ha acelerado notablemente. El descontento
crece, la crisis económica e institucional se agudiza, el
robo descarado de los bienes nacionales se hace público,
los problemas mayores de la era atómica (Cuba, la Alianza
para el Progreso, la escisión chino-soviética, el
Mercado Común Europeo, la emergencia de los pueblos de Asia
y Africa) presionan cada vez más la conciencia de esa élite
y crean forzosas y terribles alternativas en que el Uruguay no tiene
poder de iniciativa alguno. El público busca ávidamente
guías. Sigue encontrando en Marcha buena parte de
su alimento. Ahora hay un equipo promedialmente más joven
en los puestos de mayor responsabilidad, lo que aumenta aún
más la distancia con el director: treinta años en
vez de los veinte del momento de mayor expansión nacional
de Marcha. Contra viento y mareos, Marcha continúa
su obra. Pero desde hace algunos años no es la única
voz ni la única guía.
Nunca lo fue, por otra parte, como se sabe aunque no siempre se
dice. A lo largo de estos veinticinco años, una nueva generación
ha ido manifestándose en el Uruguay, ha asumido posiciones
de mayor responsabilidad, ha orientado la opinión. Esa generación
no es sólo literaria ni siquiera política. Aunque
la parte más vocal de la misma es la literaria, admite todos
los matices posibles. Hasta cierto punto, y a partir de 1945 (año
que ha sido elegido para caracterizarla), esa generación
tuvo uno de sus puntos principales de apoyo en el semanario Marcha
pero en su acción general superó anchamente la esfera
de acción del semanario. En primer lugar, porque muchas de
sus más importantes personalidades nunca colaboraron en él
y hasta estuvieron radicalmente opuestos a su política, o
su falta de política. En segundo lugar, porque la naturaleza
misma de Marcha fundada por un hombre de la generación
de 1932, dirigida en muchos sectores por gente del 45 o aún
más joven, creaba hondas discrepancias de visión y
de conducta que la superficie uniformemente gris del periódico
disimulaba pero que en la realidad concreta de cada jueves en la
Imprenta 33 o de cada viernes en la redacción de la calle
Rincón se traducía en muy caldeadas situaciones. Por
eso mismo, muchos de sus más activos integrantes buscaron
fuera de Marcha otros medios de comunicación con el
público y hasta otros vehículos de acción política.
De ese modo, junto a Marcha o contra Marcha, surgieron
en el lapso de un cuarto de siglo varias revistas culturales, secciones
especializadas en los grandes diarios, algunos semanarios más
o menos efímeros, periódicos de izquierda de vida
más o menos precaria, y hasta audiciones televisadas. Esa
es también, paradójicamente, obra de Marcha
y por tanto de Carlos Quijano. Entre todos, dentro y fuera del semanario,
los integrantes del grupo del 45 ayudaron a crear esa conciencia
nacional que se manifestó tan alerta en 1958.
3. Una nueva generación
No es necesario ser fanático del método generacional
para aplicarlo en este caso. El examen de la realidad nacional revela
muy claramente la emergencia de un grupo hacia 1945. Ese grupo tiene
indudable gravitación, casi de inmediato, y continúa
teniéndola hasta hoy en que ya hace por lo menos cinco o
seis años que está presionando con toda su fuerza
un nuevo grupo. Si el hecho es evidente a la observación
más superficial, también lo es a una observación
predominante literaria como la que motiva este libro y que a partir
de este momento se centra naturalmente en la generación literaria.
Algunos estudiosos se han dedicado a determinar aspectos de esa
generación literaria. Hay coincidencia en casi todos con
respecto a lo que puede llamarse fecha de iniciación del
grupo. Esa fecha es 1940, es decir a sólo medio año
de la fundación de Marcha. Tal fecha básica
que marca el comienzo del período de gestación
del grupo, es decir: el momento en que irrumpe en la vida literaria
y comienza a polemizar con la generación anterior para hacerse
sitio fue indicada ya en una artículo de 1952 sobre
La nueva literatura nacional (Marcha, diciembre 26),
fue adoptada también por Carlos Real de Azúa, Un
siglo y medio de cultura uruguaya, relatorio para los cursos
internacionales de verano (Montevideo. 1958), por Angel Rama (Testimonio,
confesión y enjuiciamiento de 20 años de Historia
literaria y de nueva Literatura uruguaya, artículo que
publicó Marcha en julio 3 de 1959) y por Mario Benedetti
en un trabajo (finalmente titulado La literatura uruguaya cambia
de voz) que empezó a publicarse oralmente en enero 1962
y alcanzó su versión definitiva en el libro Literatura
Uruguaya siglo XX (Montevideo, 1963) de su autor.
El punto de partida coincide por otra parte con el apuntado por
historiadores de literaturas vecinas, como la chilena o la argentina,
o por recopiladores de la historia de la Literatura Hispanoamericana,
como Enrique Anderson Imbert en su célebre tratado (que empieza
a publicarse en 1954 y ya anda por la quinta edición de 1965).
Esa fecha inicial también coincide con los cálculos
de Ortega y Gasset, divulgados y ordenados por su discípulo
Julián Marías en un libro, El método histórico
de las generaciones (Madrid, 1949), que ha servido de base a
todos. En la serie de generaciones que traza el maestro español
hay una cuyo ciclo de gestación empieza precisamente en 1940.
Aunque no hay un paralelismo muy estrecho entre las generaciones
europeas del siglo pasado y las de América hispánica,
en este siglo la distancia ha empezado a acortarse, lo que justifica
la utilización (con ciertas cautelas, es claro) de los análisis
de Ortega y Marías.
Si hay un acuerdo casi total en cuanto a la fecha de iniciación,
ese año de 1940, en que Marcha tiene seis meses, no
hay acuerdo sin embargo en cuanto al nombre que corresponde a la
generación. En uno de los primeros estudios que hice la bauticé
de Generación del 45 y el nombre ha sido repetido. Ha quedado
ya incorporado al repertorio de lugares comunes de la terminología
literaria nacional aunque ha encontrado opositores enconados que
nunca pueden mencionar esa generación sin poner comillas.
Se ha propuesto llamarla Generación del 40 (por la fecha
de iniciación) o Generación del 50 (cuando ya estaban
muy activos todos sus integrantes). De hecho el asunto resulta trivial,
y de ponerse algunos muy cejijuntos o coléricos puede resultar
cómico. El nombre de una generación no depende nunca
de un cálculo matemático exacto. Así, por ejemplo,
la generación española del 1898, tiene como fecha
inicial 1895 y como fecha central del período de gestión,
1902. Lo mismo exactamente pasa con la generación uruguaya
del 900 que es estricta coetánea de la española. Pero
resultaría muy pedante cambiar nombres que se han impuesto.
Por otra parte, si lo que se busca es la precisión tampoco
habría que llamarla generación del 40 o del 50, sino
generación del 47, por ser ésta la fecha central del
período de gestación. Estos cálculos tan simples
muestran, creo, la inutilidad de discutir más el nombre.
La generación del 45 es la generación del 45 hace
ya mucho tiempo.
La fecha misma tiene una significación muy especial. Ese
año marca el final de la segunda guerra mundial, el comienzo
de la guerra fría y la entrada (primero subrepticia, luego
cada vez más visiblemente) del hombre en la era atómica.
En la cuenca del Plata algunos de estos hechos habrán de
tardar un poco en ser evidentes y se verán en cambio crecidos
y deformados otros tal vez menos importantes. Se inicia en 1945
una rivalidad muy explícita aunque encerrada en el terreno
económico más que en el político, entre el
viejo imperialismo británico y el más reciente norteamericano.
Muy cerca del Uruguay, Perón está ya en el poder e
inaugura una gritada política antiyanqui que tiene curiosos
avatares; esa política habrá de arrastrar a nuestro
país a posiciones antagónicas, muchas veces de escaso
sentido. En el terreno económico el Uruguay pasa por un falso
período de prosperidad por lo que se ha ganado y acumulado
sin mayores posibilidades de gasto durante la guerra. La subsiguiente
contienda de Corea habrá de extender una moratoria a esa
falaz prosperidad que la milagrosa recuperación europea y
la revolución industrial del automatismo contribuirá
en pocos lustros a convertir en ceniza. Pero en 1945, el Uruguay
parece haber salido ya del oscuro período de Terra, ha restablecido
el respeto exterior por las instituciones, el Gobierno colorado
se alinea en el bando de las democracias vencedoras, tiene créditos
en el extranjero y está a punto de ser dirigido por un elenco
político más joven que el de los hombres que empezaron
la guerra y restauraron la normalidad en 1942. Los nuevos líderes
son hombres de la generación del 32 (o generación
del Centenario de 1830, como se les ha llamado) para quienes este
año de 1945 marca el punto casi central de su período
de gestión, es decir de dominio.
Como los poderes públicos disponen de dinero, hasta sobra
para la cultura. La generación anterior aprovecha esa prosperidad
para fomentar una alegre connivencia con el oficialismo colorado:
se gestionan apoyos a instituciones como la AUDE (Asociación
Uruguaya de Escritores); se busca aumentar los premios estímulo
del Ministerio de Instrucción Pública; se prepara
la creación de la Facultad de Humanidades (1946) y la fundación
de la Comedia Nacional (1947). Desde la Biblioteca Nacional (dirigida
a partir de 1948 por un escritor vinculado a la nueva generación
aunque algo mayor) se fomenta discretamente el libro nacional por
medio de compras que constituyen homeopáticas contribuciones.
Casi todas estas iniciativas y realizaciones tienen su origen en
hombres de la generación anterior (como Justino Zavala Muniz,
creador de la Comedia Nacional) o aún más viejos (como
Vaz Ferreira, inspirador y orientador de la Facultad de Humanidades).
También este año de 1945 es central para los escritores
de la nueva generación. Onetti tiene ya, a los 36 años
tres libros en su haber: El pozo, novela corta de 1939; Tierra
de nadie, novela de 1941; Para esta noche, novela de
1943; además de algunos cuentos importantes y novelas inéditas
o fragmentarias. Ya se han revelado hace algún tiempo los
adelantados líricos: Liber Falco y Juan Cunha y hasta algunos
escritores muy precoces (como José Pedro Díaz y su
mujer Amanda Berenguer). De 1943 es el primer libro de Carlos Real
de Azúa: España de cerca y de lejos, tan importante
para fijar una posición personal y hasta confesional. En
1944, Carlos Martínez Moreno gana su primer concurso de cuentos,
organizado por Mundo Uruguayo con La otra mitad, título
que reaparece en su bibliografía pero para identificar una
novela que está muy lejos del relato original. El año
de 1945 tiene algunos libros fundamentales como Historia de la
República Oriental del Uruguay, que publica Juan E. Pivel
Devoto, con su esposa, la profesora Alcira Ranieri; Arturo Ardao
entrega entonces el primer volumen de un estudio de las ideas en
este país, que titula Filosofía pre-universitaria
en el Uruguay. En poesía, Clara Silva (una reservista
de la generación anterior o una adelantada de ésta,
según es posible definirla doblemente) se revela con un libro
de versos, La cabellera oscura, que prologa Guillermo de
Torre. Dos escritores importantes de la generación publican
sus primeros libros: La víspera indeleble, que muestra
un Mario Benedetti todavía despistado, y La suplicante,
que presenta una Idea Vilariño llena de pasión por
la vida.
En el semanario Marcha hace ya un tiempo que colabora como
crítico teatral Carlos Martínez Moreno; Homero Alsina
Thevenet y más tarde Hugo R. Alfaro se encargarán
entonces de la página cinematográfica; Mauricio R.
Muller hará la crítica de música y escribirá
sobre otros temas; yo me hago cargo de la página literaria
(en la que colaboraba desde 1943) también en ese año
de 1945. Se forma así un equipo que desde la importante tribuna
que ya entonces era Marcha, certifica una actitud generacional
y los fundamentos de una estimativa. De aquí nace un estilo
que generalmente ha sido caricaturizado por sus rasgos más
exteriores, como el uso de paréntesis o la predilección
por la lucidez expositiva pero que tiene elementos más importantes.
Toda una escuela de periodismo literario encuentra aquí sus
orígenes. Ese equipo, al que se incorporan en distintos momentos
Mario Benedetti, José Enrique Etcheverry, Carlos Ramela,
Sarandy Cabrera, Carlos María Gutiérrez y Mario Trajtenberg
(estos dos, notoriamente más jóvenes), o incluso gente
que a primera vista parece venir de otros campos como Carlos Maggi,
Manuel Flores Mora, Angel Rama y Arturo Sergio Visca, tiene a pesar
de mucha discrepancia de detalle y hasta de algún fervor
polémico que no cesa, importantes coordenadas comunes. Buena
parte de esto ocurre hacia 1945.
Una de las características más notorias del equipo
que irrumpe en Marcha hacia 1945 es la comunidad intelectual.
Aunque hay grandes diferencias de estilo vital, y hay notorias diferencias
de intereses y hasta especializaciones por ejemplo, Alsina
Thevenet parece sobre todo un fanático del cine como hecho
cultural válido por sí mismo, en tanto que Martínez
Moreno, más allá de la crónica teatral está
muy abierto al hecho político hay un sentido comunitario
en la tarea periodística de este primer grupo de la generación
del 45, un respeto por la obra crítica objetiva, una desconfianza
de los presupuestos emocionales de la creación, una reserva
frente a las palabras y los sentimientos mayúsculos, una
reticencia a creerse escritores. Se usa mucho entonces la palabra
cronista para definir los límites de una actividad voluntariamente
asumida en el nivel periodístico y sin falsos oropeles. Como
pasa con toda palabra, el abuso la convierte en manera y hoy hasta
los más orgullosos se autodefinen de cronistas. En uno de
los primeros ataques a este equipo, publicado naturalmente en Marcha,
Carlos Maggi que era amigo de algunos sentó una discrepancia
que tenía poca base crítica pero que revelaba sobre
todo una gran tensión afectiva. Su crónica, Bueno,
yo les dije, uniformaba actitudes que reconocían divergencias,
pasaba por alto el aspecto emocional de las posiciones que atacaba,
y convertía en caricatura para consumo público una
posición que tenía su sentido. Se pusieron entonces
en circulación, y como motivo de unas réplicas que
de inmediato escribieron los atacados (las peores réplicas
fueron orales), dos epítetos que intentaban definir opuestas
actitudes literarias, y tal vez vitales; lúcidos (el equipo
de Marcha) y entrañavivistas. Hubo otros nombres menos
hermosos que ha registrado el folklore local y que hasta han llegado
a la letra de molde. A la distancia (la nota de Maggi es de junio
25, 1948; las respuestas de Alsina y Rodríguez Monegal de
julio 2) esta polémica y otras de aún más rebajada
calidad, parecen meramente confusas. Ni los lúcidos eran
tan lúcidos como se ve ahora por las obras entrañables
que han escrito desde entonces; ni los entrañavivistas eran
tan poco intelectuales, como documentan sus producciones. Era una
disputa de familia que tenía sentido, si lo tenía,
en el plano de un distinto ejercicio del rigor literario, pero que
revela otra cosa: una lucha estratégica de posiciones por
el dominio de la única tribuna realmente importante en aquel
momento; o para decirlo con las palabras tradicionales del análisis
generacional, una lucha por la jefatura.
Porque una de las cosas que se vio bien claro desde los comienzos
de esta generación es que la comunidad de planteos no llevaba
para nada a la comunidad de soluciones. De ahí el tono tan
violento y alacranesco de la polémica intergeneracional:
polémica que empieza por discutir la existencia de la generación,
pasa a discutir algún grupo particular, polemiza sobre los
maestros vivos (Borges, Jiménez, Bergamín, Neruda)
o por los maestros muertos (Rodó, sobre todo), reparte diatribas
y elogios, y todavía hoy demuestra que hay fuego en las cenizas.
El punto culminante de la polémica no estaba, sin embargo,
en una oposición estética sino en la jefatura de la
página de Marcha. Un jefe casi indiscutido pudo haber
sido Onetti, que creó la sección y que contaba con
la adhesión temprana de gente tan distinta como Maggi y Alsina,
Martínez Moreno y Flores Mora. Pero Onetti se va a Buenos
Aires poco después de fundada Marcha y queda como
figura, que, hasta hoy, es respetada y aplaudida por hombres de
los más diversos bandos, colores políticos y tendencias
literarias. Desde el momento que la página literaria de Marcha
queda en manos de ese equipo que fue llamado de los lúcidos;
es decir: desde ese año crucial de 1945, las polémicas
se suceden por los motivos más triviales y abarcan no sólo
lo que la letra de imprenta soporta sino muchas furibundas llamadas
telefónicas, cartas reales o imaginarias, encuentros sumamente
tensos en el claustro de la Biblioteca Nacional, explicaciones airadas
en el Café Sportman, y hasta en algunos centros de reunión.
Todo esto es materia de la crónica menuda que escapa al tema
de este libro. Acá basta decir que la página literaria
de Marcha fue la arena donde se debatió la jefatura
de la generación. El que haya permanecido, con dos breves
interrupciones, en manos de la misma persona desde 1945 hasta fines
de 1957 indica algo que no se ha subrayado todavía: la vinculación
de esa página con un movimiento generacional y con un equipo
que simultáneamente trabajaba en esa y en otras páginas
de semanario: el equipo de las secciones de arte.
Otra consideración que debe volver a hacerse, aunque ya
ha sido indicada en otro contexto: había una diferencia generacional
entre ese equipo y la dirección de Marcha. En 1945,
Quijano tenía 45 años en tanto que todos los redactores
de la sección de arte tenían menos de 30 años
y el director de la página literaria tenía sólo
24. Esa diferencia de edad marcaba también una diferencia
de cultura. Quijano se había formado en un Uruguay con resabios
literarios de la Belle Epoque, un Uruguay arielista y afrancesado.
Es cierto que su viaje a Francia en los años veinte y su
especialización económica le permitieron dar el salto
que muchos en el país no lograron dar, pero literalmente
quedó enquistado en una visión hostil o indiferente
y hasta impaciente con respecto a la renovación experimental
de los ismos, a la novela y el teatro de vanguardia de los twenties.
Todavía resuenan en mi cabeza las palabras con que solía
saludarme en 1945: Nada de Proust, de Joyce ni de Huxley. Su actitud
no traducía un fervor hispanoamericanista porque yo escribía
ya sobre Onetti o sobre Borges o sobre Martínez Moreno o
sobre Pedro Henríquez Ureña, sino revelaba un desinterés
por la literatura más experimental de este siglo. La prosa
periodística de Quijano (que es excelente como vehículo
de sus ideas y de gran vigor estilístico) pertenece sin embargo
a una forma de transición entre la oratoria arielista y la
más nueva. También su actitud hacia la cultura anglosajona
marcaba la diferencia insalvable de edades: aunque Quijano puede
leer libros técnicos en inglés, las obras literarias
le están vedadas. El nuevo equipo de Marcha reflejaba
en 1945 las transformaciones estilísticas del período
entre ambas guerras y la influencia cada día creciente de
las letras anglosajonas; influencia que, por otra parte, se ejercía
también en Europa lo que demuestra que no tienen nada que
ver con el colonialismo. El equipo nuevo había leído
y hasta copiado a Borges y a Neruda, se había nutrido en
la prosa exquisita de Proust y de Gide, había estudiado los
experimentos de Joyce, de Kafka, de James y de Faulkner, había
frecuentado a Valéry, a Rilke, a Vallejo, a Machado, a Lorca
y a Eliot. En literatura uruguaya ya había instalado a Onetti
en su papel de gran adelantado. Esta diferencia de hora literaria
entre la dirección y el equipo de las páginas de arte
fomentó el establecimiento de una curiosa rivalidad y a veces
hasta de una lucha interna (a menudo sorda pero también pública)
que revelaba ya en la mejor época la existencia de dos grupos
generacionales y hasta de dos Marchas. Así, en la
experiencia diaria, o semanal, esa lucha se traducía en ataques
pintorescos que renovaban algunos lectores (no siempre analfabetos)
y que la dirección publicaba sin mostrar antes a sus redactores
y con algo que, subjetivamente, podría calificarse de fruición.
De esta manera se ejercía un castigo de la main gauche
que comprometía la seriedad del semanario a los ojos del
lector. Con el tiempo, esta práctica suicida fue abandonada.
No se ha estudiado bastante este aspecto de una discrepancia que
es, sin embargo, importantísima. Balances parciales y visiblemente
implicados que han aparecido por ahí omiten este hecho. Es
una lástima. La grandeza del semanario y la originalidad
de Quijano como periodista y como director no dependen felizmente
de piadosas tergiversaciones. Por el contrario, debe felicitarse
a un hombre nacido en 1900 por haber tenido la imaginación
y la audacia de rodearse siempre de gente más joven. Pero
esa misma discrepancia en un plano cultural muy profundo ha tenido
otras consecuencias: la más evidente es la separación
gradual del equipo de 1945 de una dirección que iba envejeciendo
sin cambiar sus postulados culturales. Los Idos de Marcha
empiezan a llamarse Alsina Thevenet en 1953, Rodríguez Monegal
en 1960; Carlos Martínez Moreno y Mario Benedetti son tal
vez los dos nombres más importantes de estos últimos
años. Conviene advertir, sin embargo, que esa discrepancia
cultural y hasta personal con la dirección de Marcha
casi nunca se extendió a la posición política
del semanario. En este sentido, sería fácil documentar
que muchos de los Idos seguían prestando sus firmas para
los numerosos manifiestos anti-imperialistas o terceristas que ha
continuado haciendo circular el semanario. En este sentido, dentro
o fuera de Marcha ha seguido existiendo una comunidad general
de posiciones.
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