Dada la posición estratégica que tuvo en esa época
el semanario y su sección literaria, tal vez no sea inútil
evocar lo que allí se dijo en un artículo de 1952
titulado Un programa a posteriori. Se trazaban entonces varias
líneas de conducta, se postulaba una exigencia crítica
idéntica para el producto nacional como para el extranjero,
se subrayaba la importancia de la literatura considerada como literatura
y no como instrumento, se insistía en la necesidad de rescatar
el pasado nacional útil, de estar muy alerta a la literatura
que se producía en toda la América hispánica,
y de permanecer en contacto con las creaciones que el ancho mundo
continuaba ofreciendo. El artículo estaba en contra del nacionalismo
literario, en lo que éste tiene de limitación provinciana
y resentida, de desahogo de la mediocridad. Con una perspectiva
más amplia que en Julio 4 de 1952, es posible advertir ahora
que la sección literaria buscó desde sus comienzos
reflejar la realidad hispanoamericana. No sólo se escribió
sobre Borges, como fingen creer ciertos censores que saben bien
lo que callan, sino que se escribió sobre los autores de
la América hispánica y de España que estaban
entonces vigentes. También se dedicó mucho espacio
al estudio de la realidad cultural rioplatense y se publicó
el primer estudio largo de conjunto sobre la nueva generación
literaria argentina (1955/56). Esa perspectiva americana iba acompañada
de una curiosidad por reseñar y difundir la obra de los escritores
más creadores del período al mismo tiempo que no se
perdía de vista la realidad nacional, desde su pasado histórico
que examinaron con toda autoridad Pivel Devoto, Ardao y Real de
Azúa, para citar tres de los más constantes colaboradores,
hasta su tradición literaria. Extensos trabajos sobre algunos
clásicos (como Acevedo Díaz, Rodó, Julio Herrera
y Reissig) fueron publicados por diferentes colaboradores. En el
terreno de la literatura actual se empezó a trazar las coordenadas
de la nueva literatura al tiempo que se examinaba la política
literaria de la generación anterior, se denunciaba el oficialismo,
se buscó explicación a la ausencia de una actividad
editorial, se intentaba restaurar la crítica y fomentar la
obra de otros grupos cercanos, o no, a la página. Buena parte
de esta actividad estaba dirigida en contra de la generación
anterior y no es casual que hacia la página literaria de
Marcha dirigieran tanto tiempo sus fuegos los hombres de
la AUDE. Para fomentar la actividad de los nuevos se organizaron
concursos de cuentos (1946, que permitió la revelación
de Luis Castelli, Manuel Flores Mora, María Inés Silva
Vila), de poesía (1948, en que se revelaron José Enrique
Etcheverry y Mario Benedetti), de ensayo (1952, con la revelación
de Roberto Ares Pons, sobre todo). La fecha de este último
concurso, sobre los Problemas de la Juventud Uruguaya también
podría dar un mentís a quienes han creído que
ciertas preocupaciones de la generación más reciente
fueron descubiertas por ellos casi una década después.
Además se intentó, ya tempranamente, recopilar y ordenar
la nueva literatura. Hay un primer balance en diciembre de 1952;
una serie de cuatro largos artículos sobre la nueva poesía
uruguaya en 1955; una antología con panorama crítico
del cuento uruguayo en 1956. Ninguna otra publicación uruguaya
pudo realizar ni siquiera intentó realizar en ese mismo período
un examen tan sostenido y abarcador de la realidad cultural del
país, de la América hispánica y del vasto mundo.
Esa tarea estaba coordinada con la que realizaban desde secciones
como la cinematográfica, la teatral y musical, la Rosa de
los Vientos, otros integrantes del equipo del 45. Fue la obra de
unos cuantos y contó con muy buenos colaboradores. Sirvió
para fundar una estimativa e imponer a una generación.
La tarea también se prolongó en otras dimensiones.
A través de la clase llegó hasta los estudiantes;
por medio de conferencias se vertió en un público
más general; en las nuevas revistas que se fundan por entonces
también se amplía la prédica. Así Carlos
Martínez Moreno, Carlos Maggi, Manuel Flores Mora y Carlos
Real de Azúa participan con Julio Bayce y con Hugo Balzo
en la fundación de Escritura (1947), revista algo
ecléctica que preside invisiblemente la sombra tutelar de
Fernando Pereda; con Idea Vilariño y Manuel Arturo Claps,
fundé en 1949 la revista Número, a la que se
incorpora Sarandy Cabrera como director gráfico y más
tarde Mario Benedetti, llegando a cinco el número de sus
directores a partir de 1950. Otra publicación que prolonga
la acción del equipo básico de Marcha es la
revista cinematográfica Film que funda Homero Alsina
Thevenet en marzo de 1952 con el auspicio de Cine Universitario
del Uruguay. Dura hasta marzo de 1955.
Con respecto a Número conviene decir ahora algo,
sin perjuicio de lo que corresponda más adelante al reseñar
las revistas del período en forma más detallada. Entre
1950 y 1955 (en que se publica el último Número
de la primera época) el director de la página literaria
de Marcha y el director responsable de Número son
la misma persona. El equipo que colabora en ambas publicaciones
es sustancialmente el mismo; el punto de vista general y la estimativa
coinciden naturalmente, los temas se solapan más de una vez.
Esto no ha sido señalado antes y hasta un estudioso serio
como Carlos Real de Azúa (a pesar de haber colaborado entonces
en ambas publicaciones) lo ha olvidado. Es importante sin embargo
porque no se puede entender bien el alcance de Marcha o de Número
si se las aísla artificialmente y se las estudia por separado.
Es cierto que ambas publicaciones tienen características
muy definidas y un muy distinto radio de acción, como corresponde
a un semanario político y una revista trimestral de literatura.
En tanto que la página literaria de Marcha se ocupó
entonces en divulgar ampliamente ciertos puntos de vista y difundir
algunos valores entre un público más general y por
lo tanto menos preparado, Número se especializó
en estos mismos temas y los encaró con un mayor rigor científico.
Se orientaba, naturalmente, a un público más fogueado.
Cualquiera que se tome el trabajo de recorrer las dos publicaciones
en el período indicado reconocerá sin esfuerzo el
mismo sistema de valores y las mismas exigencias críticas
y creadores.
La labor de este equipo de Marcha que empieza a actuar hacia
1945 y que tiene tal vez su punto más intenso entre 1948
y 1958, permitió fundar una nueva estimativa y consolidó
polémicamente por lo mismo el triunfo de la generación
de 1945. Ese triunfo fue increíblemente rápido en
la captación del lector aunque resultó naturalmente
lento en la conquista de las posiciones de poder. Para poder entender
este doble aspecto del proceso generacional, hay que empezar por
ampliar un poco la perspectiva y examinar el mundo cultural que
había heredado la nueva generación.
4. El anquilosamiento de una cultura
Hacia 1900 ocurrió un hecho insólito en el Uruguay.
Junto a escritores fomentados por el oficialismo aparecieron en
esta latitud algunos escritores profesionales. La generación
del Ateneo había producido figuras importantes que eran abogados,
políticos y parlamentarios que, además, escribían,
Los hombres del 900, en cambio, tenían un sentido más
profesional de la actividad creadora y como tal la encararon centralmente.
Eran poetas que, como Herrera y Reissig, prefirieron vivir a costa
de su familia antes que ser poetas laureados de un régimen
que repudiaban; narradores que, como Horacio Quiroga, se hundieron
en la selva real de Misiones o en la metafórica del periodismo
antes que depender vitalmente de Ministros o diplomáticos;
críticos que, como Rodó, aceptaron la nada glorificada
labor periodística antes que tolerar la tutela intelectual
de algún omnipotente de la hora; dramaturgos que, como Florencio
Sánchez, se apoyaron siempre en su capacidad inventiva o
en su éxito público para imponer un nombre. Esos cuatro
escritores tal vez los más originales de la generación
que se revela a fines del siglo XIX cuentan entre las eminencias
de esta tierra de colinas. Pero lo que ahora importa subrayar no
es su mérito (harto reconocido hasta por el oficialismo)
sino por su actitud literaria: esa postura de peleado inconformismo
y de crítica, de independencia y libertad creadora. Si conoció
algún desfallecimiento en la historia menuda de estos hombres
no la conoció en la línea general de su conducta,
en lo que cabe llamar su política literaria.
Cada uno de ellos fue, en su peculiar estilo de vida, un rebelde.
Esto que parece obvio si se contempla a Herrera y Reissig, (sus
posturas anárquicas, sus decretos terroristas, son todavía
citados con regodeos por quienes no toleran hoy ni terrorismos ni
anarquías); eso que resulta tan obvio si se examina a Horacio
Quiroga el salvaje o Florencio Sánchez, el bohemio, es cierto
aunque menos evidente con respecto a Rodó. Con su aspecto
tan urbano y académico, Rodó se opuso tenazmente a
todo mecenazgo. Cultivó una elevada moral intelectual (aunque
no escribió ningún folleto sobre el tema) y vivió
su existencia de escritor al margen de los halagos que ya el oficialismo
ofrecía a otros más dóciles. Es bien conocida
la anécdota de su postergación frente al candidato
gubernamental en la delegación que concurrió a celebrar
el Centenario de las Cortes de Cádiz, en 1912; es conocida
la circunstancia de su viaje a Europa en 1916 como corresponsal
de la revista argentina Caras y Caretas. De esta manera (y
a pesar de cierta blandura de su crítica epistolar y prologuística)
Rodó preservó una independencia que lo enaltece porque
le habría sido fácil claudicar ante el jefe de su
partido y haberse convertido en cabeza literaria del batllismo.
Prefirió ser (hoy resulta evidente) sólo un escritor
y de esa manera alcanzó la jefatura espiritual de su generación.
El grupo del 900 llevó el inconformismo al seno mismo de
la generación. Su vida literaria fue agitada y polémica;
se traficó a menudo con el insulto más rebuscado y
con la injusticia; se cometieron toda clase de excesos. Pero esa
misma violencia era una señal extrema, absurda, de una actitud
exigente. Y esto es lo que importaba no perder entonces. El escándalo
sirvió muchas veces para sostener la tensión, para
subrayar la autocomplacencia, para afirmar la posición personal
contra algo. Fue estimulante aunque hoy, a más de medio siglo
de distancia, parezca en gran parte estéril.
Las dos generaciones siguientes aprovecharon largamente el prestigio
nacional e internacional de los rebeldes y los creadores del 900.
Como casi todos murieron jóvenes (Herrera y Sánchez
a los 35 años, en 1910; Delmira Agustini cuando tenía
28 en 1914; Rodó antes de cumplir los 47 en 1917; María
Eugenia Vaz Ferreira a los 50 años en 1924; Javier de Viana,
más viejo, a los 58 años, en 1926) sólo les
sobrevivió el impacto de su obra. La herencia quedó
casi entera en manos de los que vinieron después. La generación
inmediata que se manifiesta hacia 1910 y tiene como fecha
central del período de gestación el año de
1917, en que muere Rodó puede ser justamente llamada
de los epígonos. Sus mejores figuras fueron en general dóciles
seguidores y se limitaron a ampliar y perfeccionar la obra creadora
de la constelación del 900. No supieron, sin embargo, asimilar
la lección política que habían dejado los rebeldes.
No advirtieron que la esencia de la actitud de sus mayores no estaba
en el arrebatado gesto olímpico (tan fácil de imitar)
sino en el radical inconformismo. Se apresuraron a reemplazarlos
(Juana de Ibarbourou cubría la plaza de una Delmira Agustini
más libre y más clara, Emilio Oribe la de un Rodó
que también fuera poeta metafísico) pero sólo
supieron ampararse al calor del oficialismo. No entendieron que
había que seguir siendo guerrilleros. Se respaldaron anchamente
en una cultura oficial que en el mejor de los casos puede ser conservadora
o transmisora, y nunca creadora; creyeron tal vez sinceramente que
el aparente socialismo de estado que Batlle estaba implantando desde
lo alto era la respuesta adecuada a todos los problemas del país.
No advirtieron que era sólo la máscara del paternalismo.
Parecieron aceptar que ese socialismo liberal lograría automáticamente
el milagro de una cultura creadora por el simple expediente de declarar
la gratuidad total de la enseñanza. La Literatura empezó
a concebirse hacia 1925 con mentalidad y perspectiva jubilatorias;
los escritores empezaron a parecer, melancólica y vergonzantemente,
empleados públicos. Perdieron el impulso y la tensión
creadora, se adocenaron pronto. Aunque no todos cumplieron la ambicionada
transformación en burócratas, incluso aquellos que
supieron mantener un relativo decoro personal no impidieron (por
simple omisión, por el silencio) que la literatura uruguaya
se empobreciese, se convirtiera en rutina desmayada, perdiera toda
jerarquía crítica y todo contacto con el público.
Los mejores se encerraron en sus refugios de papel produciendo una
creación cuidada y repetida, siempre igual a sí misma,
sin contactos con la realidad de un país que se transformaba
no sólo económicamente sino culturalmente. Lavaron
y volvieron a lavar sus manos de toda impureza, de todo tráfico
fenicio, pero dejaron que se siguiesen cometiendo venalidades, que
se usase y abusase de sus nombres para disimular la mercadería
dudosa. En el mejor de los casos, construyeron morosos nirvanas
particulares, refugios inaccesibles, sin comunicación.
La generación siguiente cuya fecha central de gestación
es 1932 fue más polémica y hasta cierto punto
resultó sacrificada por las circunstancias políticas.
A ella correspondió absorber la crisis económica de
los años treinta que en el Uruguay se objetiva en el golpe
de estado del presidente Terra (marzo 31, 1933), la agitación
internacional de la lucha antifascista y la organización
de los Frentes Populares de orientación izquierdista, la
catástrofe emocional y política de la Guerra de España,
el estallido de la Segunda Guerra Mundial. Fue una generación
que llevó el compromiso político en algunos casos
hasta el riesgo personal y que aún cuando no saliera de su
esfera de actividad literaria o periodística quedó
marcada para siempre. A esa generación pertenece naturalmente
Carlos Quijano, así como el novelista Enrique Amorim (también
nacido en 1900), el primer escritor importante que abraza en el
Uruguay la causa comunista. A 1932 pertenece también Víctor
Dotti que es tal vez el ejemplo más notorio de un escritor
devorado por la faena política. Nacido en 1909, Dotti revela
pronto sus condiciones de narrador fuerte y duro con un libro de
cuentos, Los alambradores (1929), pero casi de inmediato
lo desvía y absorbe una actividad que habrá de confinarlo
a la agitación anticomunista de sus últimos años.
Aunque llega a publicar, en 1952, una edición ampliada del
mismo libro de cuentos, a su muerte (en 1955), resulta obvio que
Dotti había malgastado su tiempo creador.
Desde el punto de vista estrictamente literario, esta generación
(que cuenta con algunos escritores muy importantes, como Morosoli,
Hernández y Espínola, además de los ya nombrados)
deja poca obra creadora. Lo que es más grave, casi no modificó
los hábitos literarios sólidamente implantados por
la generación anterior, aceptando sin mayor discusión
una ética al fin y al cabo destructora. Cuando al fin el
país vuelve a la normalidad de sus instituciones democráticas
con el contragolpe de 1942, los agitadores políticos de la
década anterior entran suavemente en los cuadros creados
por el oficialismo, se burocratizan insensiblemente, o aceptan esa
situación sin buscar modificarla. Hasta los comunistas, tan
revolucionarios en materia verbal, viven del presupuesto, aceptan
cargos públicos, perpetúan el error. Tanto exilio
doloroso, tanto manifiesto encendido, tanta asamblea y tanto discurso,
tanta AIAPE (Asociación de Intelectuales, Artistas, Periodistas
y Escritores), sirvió literariamente de muy poco. La rebeldía
no había alcanzado el fundamento mismo. Hubo excepciones
aisladas pero ellas no bastaron para alterar la situación
general. Así por ejemplo, Fernando Pereda se negó
siempre, y continúa negándose, a una confusión
entre la creación literaria y la acción política,
a un abandono del rigor, a una complicidad de los mediocres. Pero
por su mismo soberano aislamiento, Pereda no habrá de influír
en su generación sino en la inmediata. Un hecho que ocurre
hacia 1930, que debió haber parecido alarmante y fue, sin
embargo, aceptado por la mayoría con alivio, facilita una
clave importante de ese período gris de nuestras letras.
El único crítico responsable que produjo la generación
de 1917, el único que asumió la reseña periódica
de libros nacionales con la conciencia de los riesgos que implica
y la responsabilidad social que arrastra, fue acallado en circunstancias
que hoy no parecen claras. Una acusación de plagio (la traducción
de un autor francés apareció como texto original suyo)
sirvió para que perdiera la confianza del periódico
en que colaboraba y para que, colmado tal vez el vaso, Alberto Zum
Felde se retirara de su combate cotidiano. No es ésta la
ocasión de examinar documentalmente el hecho. Lo que ahora
cuenta no es el detalle anecdótico, con sus ribetes de pequeño
escándalo pueblerino, sino otra cosa. Esa supresión
de una actividad crítica exigente y comprometida consigo
misma, fue aceptada por todos (incluso el crítico) sin mayores
protestas. Hasta con alivio. Desde entonces se toleró en
este país licencia que corrompe más las costumbres
literarias que cualquier otro tipo de libertinaje tener abiertamente
dos opiniones opuestas sobre la misma materia. Una, oral, que se
practica en la mesa de café, al margen de los textos, y que
puede permitirse destruir reputaciones y hasta incursionar victoriosamente
en la vida privada; otra, escrita, en que el mismo maldicente envía
a su víctima de hace apenas minutos una cartita en que la
compara con Homero, enredándose con ella en un tráfico
recíproco de elogios que encuentra publicidad en las columnas
de la prensa y que se prolonga hasta la náusea. Esta duplicidad,
tan típica de los hábitos de la política criolla,
tan reveladora de la ética de un país que vive sólo
para la fachada, había alcanzado a la literatura.
La ausencia total de una crítica literaria responsable y
orientadora, el ejercicio incesante de aquella maledicencia oral
y esta cobardía escrita, corrompieron totalmente desde 1930
un ambiente ya deteriorado por el oficialismo o la vana torre de
marfil. En una página de La crítica en la edad
ateniense (México, 1941), Alfonso Reyes denunció
oportunamente esa abismal diferencia de valores entre la crítica
oral y la escrita. Lo que el polígrafo mexicano dice del
ambiente intelectual de Atenas en el siglo V a.C., o del Madrid
de este siglo, puede aplicarse casi sin modificaciones a ese desdichado
período de nuestras letras. Si se atiende únicamente
a la crítica epistolar de entonces, podría creerse
que los uruguayos de 1930 y tantos viven al pie del monte Parnaso;
pero apenas asoma uno al café (cualquier café) descubre
que esta tierra de llanuras es un páramo cultural habitado
sólo por el chisme.
Se llegó tan bajo que pudo confundirse la opinión
con el juicio, las palabras que emite cualquier hablante con el
resultado meditado de una lectura, de una asimilación, de
una reflexión, de un análisis, expuesto coherentemente
por escrito. La opinión del Sr. A. valía la del Sr.
B., porque ninguna opinión valía. Corrompida así
totalmente la función crítica, adulterado el sentido
de la función social del juicio literario, el vate criollo
obtuvo patente de corso. Y la usó sin vergüenza, la
usó hasta destruír por completo lo que quedaba de
la obra crítica de la generación del 900.
Por un lado, rompió así la continuidad de la cultura
nacional ya que no puede haber trasmisión responsable de
cultura sin crítica; por otro lado, perdió todo contacto
con un público que carecía de orientadores. Al abandonar
la crítica y entregarse al Estado, el escritor había
cambiado la relación natural entre el creador y el consumidor
de cultura, convirtiendo al Gobierno en su patrón. Los escritores
triunfantes en 1930 confundieron al Olimpo particular de cada uno
con la Literatura, continuaron exigiendo sacrificios a un público
que les daba la espalda, dejaron acumular el polvo sobre sus ediciones
príncipes, casi siempre únicas, casi siempre adquiridas
por organismos oficiales. Fueron dioses sin culto, enormes figurones
obsoletos. El anquilosamiento de la cultura uruguaya había
llegado a ser total.
5. Las influencias más fecundas
El día en que apareció el primer número de
Marcha, pocos podían imaginar que con ese año
de 1939 se iba a cerrar una etapa más que secular de la cultura
uruguaya. España ya había caído en manos de
Franco y sus cómplices, desapareciendo (¿hasta cuándo?)
como centro de cultura y de editoriales para toda América
hispánica. Francia se encontraba al borde de un colapso político
y económico que, aparentemente, duraría sólo
algunos años pero cuyas largas proyecciones (la liquidación
del imperio colonial, los esfuerzos desesperados y algo patéticos
por restaurar la famosa Grandeur, el encono antiyanqui) sólo
ahora se reconocen completamente. Hasta ese año de 1939,
España y Francia habían sido en lo que va del siglo
el cordón umbilical que unía esta cultura de invernadero
que llamamos cultura uruguaya a las fuente nutricias de la tradición
mediterránea. Franco en Madrid e Hitler en París (como
ocurrió ya en 1940) significaban para nosotros además
de muchas confusiones emocionales que no es del caso registrar aquí,
la suspensión de la Revista de Occidente y del magisterio
vivo de Ortega y Gasset, el europeo; el asesinato de García
Lorca y la muerte por la desesperanza de Unamuno y Antonio Machado:
la diáspora de la intelectualidad española que fecundaría
la América hispánica pero no sin dejar sus traumas.
Significaba también la transformación de la Nouvelle
Revue Française (por obra del desdichado Drieu La Rochelle)
en órgano colaboracionista; significaba Gide en el exilio
forzoso del Norte de Africa, Saint-Exupéry desaparecido en
los aires, Malraux en el maquis, Sartre en un campo de prisioneros.
A partir de 1940, nosotros los hispanófilos, nosotros los
afrancesados, tuvimos que sobrevivir de recuerdos (aunque opulentos),
de migajas, de rencores heredados.
La guerra civil española trajo editores y escritores al
nuevo mudo, sobre todo a México y a Buenos Aires, pero muy
pocos vinieron al Uruguay. El centro de mayor difusión bibliográfica
cambió de la península a aquellos países de
la América hispánica. La caída de Francia puso
a medio pulmón a una zona de la intelectualidad criolla que
necesitaba del oxígeno de las ediciones blancas o crema (guardas
rojas) de la NRF para sobrevivir en este clima inhóspito.
Algunos intentos americanos, como la colección de libros
franceses que editaba Brentano's en New York, o Americ-Edit
en Río de Janeiro, algunas revistas literarias como La
France Libre de Londres o Lettres françaises que
patrocinaba Victoria Ocampo en Buenos Aires, y dirigía Roger
Caillois, eran mero paliativo aunque mantenían la llamita.
Pero esta doble desaparición de dos centros editoriales europeos
tan importantes precipitó una crisis que se venía
acentuando desde hace algunos años. Para llenar este vacío
cultural no sólo se crearon editoriales de lengua española
en este continente, o se reforzaron las existentes; no sólo
se difundió el libro francés hecho en América;
también se introdujo vigorosamente una nueva corriente lingüística,
la anglosajona que corresponde al núcleo cultural más
poderoso del siglo.
España, Argentina y Chile habían dado ya los primeros
pasos, como los había dado aún antes Francia al descubrir,
traducir y exportar la nueva novela norteamericana en los años
veinte y treinta. (Está documentado que fueron los franceses
los primeros en tratar a William Faulkner como clásico vivo
a partir de 1933). En lengua española y en Madrid, Cenit,
había hecho circular antes de la guerra civil a John Dos
Passos (su Manhattan Transfer); esa y otras editoriales habían
divulgado a Hemingway o a Sinclair Lewis (hay un Babbitt
adaptado horrendamente al caló madrileño), a Theodore
Dreiser o Upton Sinclaire. Ya en 1934 (un año después
que la NRF) la conservadora Espasa Calpe incorporó
a una colección de libros sociales de nuestro tiempo la versión
de Santuario, de Faulkner, que hizo el cubano Lino Novás
Calvo. (Un ejemplar de esta edición que poseía en
Montevideo la Biblioteca del Centro de Protección de Choferes,
circuló hacia 1940 entre los jóvenes más curiosos
de la nueva generación). En Buenos Aires, la revista Sur
y la editorial del mismo nombre habían traducido tempranamente
a Virginia Woolf (el Orlando, por Borges), a D. H. Lawrence (Canguro,
La virgen y el gitano) y a Aldous Huxley (Contrapunto, Con
los esclavos en la noria). Poco después la Editorial
Sudamericana, que en un comienzo trabaja de acuerdo con Sur,
publica otros títulos de Virginia Woolf y de Huxley, e incorpora
a su colección Horizonte la importante traducción
de Las palmeras salvajes, que hace Borges en 1941. La Editorial
Rueda traduce U.S.A., de John Dos Passos, y el imposible Ulises,
de Joyce. ¿A qué seguir? Algunos clásicos serían
incorporados luego por Emecé Editores bajo la dirección
de Eduardo Mallea: Fielding y Butler, Hawthorne y Melville, Mark
Twain y Henry James, al tiempo que se continuaba traduciendo los
contemporáneos. En Chile, Ercilla y Zig-Zag
piratean durante algún tiempo las ediciones pioneras de Sur
(desatando la cólera de doña Victoria y hasta de Ortega
y Gasset) y también traducen textos omitidos o salteados
por los argentinos. Estas editoriales chilenas, al abaratar considerablemente
sus libros (no pagan derechos, es claro) apresuraron la difusión
de algunos nombres clave. Junto a estos escritores anglosajones,
algunos alemanes (como Thomas Mann, Kafka, Rilke) ingresan también
al panteón de las letras contemporáneas. Sobre Kafka
hay alguna nota precursora de Borges en su sección bibliográfica
de El Hogar y su traducción de unos cuentos, La
metamorfosis (Buenos Aires, Editorial Losada), ya en
1938.
Pero son sobre todo la guerra europea, con la adhesión muy
fuerte en el Río de la Plata a una Inglaterra que durante
un tiempo pareció luchar sola contra la bestia parda, y luego
el conflicto mundial que arrastra la bien subvencionada propaganda
de la defensa del continente americano y la exaltación del
arsenal de la democracia, los acontecimientos que aceleran un proceso
que venía preparándose firmemente desde fines del
siglo XIX, cuando Poe y Whitman (a través de Francia, es
cierto) fecundan el Modernismo hispanoamericano. Toda la literatura
inglesa y norteamericana, la mejor y la peor, empezó a verterse
como torrente incontenible sobre nosotros a partir de 1940.
Esa norteamericanización, más que anglificación,
de la cultura hispánica que tanto había aterrado a
Groussac y a Darío (¿tantos millones de hombres
hablaremos inglés?), que había desvelado a Rodó,
fue un hecho. Ya lo era en las películas que veíamos,
en los automóviles que usábamos, en el whisky que
empezaba a correr, y se convirtió en un hecho en los estantes
de las bibliotecas particulares. Visitando a Eduardo Mallea, el
agudo André Maurois descubrió en su estudio que a
partir de cierto punto las ediciones encuadernadas de Inglaterra
y los Estados Unidos empezaban a dominar sobre las rústicas
de España y Francia. La observación es iluminadora.
Hubo, naturalmente, resistencias. Las mismas personas que no vacilaban
en ambicionar un Cadillac y que practicaban sin pausa el rito del
scotch-on-the-rocks, o la más modesta Coca-Cola, no
toleraban que se creyese que James era tan estimable como Proust,
que Hawthorne merecía nuestra atención al igual que
Flaubert. Son las paradojas de la bêtise humaine que
tanto enfurecían Bouvard et Pécuchet y se anotan
aquí como contribución póstuma. La causa de
ese encono era por lo general muy simple: la cultura anglosajona
era resistida sobre todo porque nuestra enseñanza está
moldeada por la cultura francesa, muy enemiga de la otra, de modo
que nosotros (coloniales hasta en eso) heredábamos los coletazos
de una guerra de cien años que dura todavía. Por otra
parte, los mayores no sabían inglés y eso los colocaba
en una situación de inferioridad que les resultaba intolerable.
En vez de hacer como Rodó (que se puso a estudiar inglés
en discos y pudo consultar directamente algunas obras no traducidas
de Spencer), rechazaron lo que les era inaccesible. Es un acto de
erostratismo que no los honra.
Porque lo que ahora importa subrayar es que a partir de 1939 hubo
un cambio profundo en los supuestos culturales de nuestro país.
No desapareció (no podía desaparecer) el vínculo
profundo que nos une a España y a Francia, vínculo
que está hecho no sólo de influencias dirigidas imperialmente,
sino de sangre y tradiciones. Pero cada nuevo día, el papel
que asumía Inglaterra y los Estados Unidos en nuestra mitología
cultural era más decisivo. Parece inútil seguir alegando,
como creyó necesario hacer Darío, como reiteró
Rodó, que somos latinos e hispánicos. La verdad es
que lo somos. Pero la verdad (también) es que una cultura
se fecunda por encima y al margen de toda doctrina con el aporte
extranjero. Los latinos dieron precisamente el ejemplo, como lo
habían dado antes sus maestros, los griegos con el Oriente
cercano.
Shakespeare y los románticos ingleses hundieron sensualmente
sus manos en Italia (como lo hizo también Cervantes, y el
delicioso Garcilaso). El mestizo Rubén Darío estaba
orgulloso de sus manos de marqués versallesco y aunque reconocía
que su esposa era española, su querida venía de París.
Hasta el gran Neruda, que se ha buscado presentar despistadamente
como el prototipo del poeta arraigado en América, reconoce
en sus versos la influencia de los líricos ingleses (de Blake
a Eliot), de los franceses (Baudelaire y Maeterlinck), de los norteamericanos
(sobre todo de Whitman). El león está hecho de ciervo
digerido.
Por eso es vana tarea discutir con quienes, todavía hoy,
creen que es virtuoso, por ejemplo, imitar a Valéry o a Sartre
pero es deshonesto hacerlo con Eliot o Edmund Wilson. La historia
(más sabia que los prejuicios de los hombres) nos ha enseñado
en estos últimos veinticinco años que las letras anglosajonas
son una mina de la que es posible extraer incalculable riqueza.
La historia ha enseñado también que lo que algunos
hicieron en la década del 40 en esta ciudad de provincias
del mundo cultural (leer y traducir y comentar o imitar a Faulkner)
fue exactamente lo que hacían entonces, y sin saberlo aquéllos,
gente como Sartre en París, Pavese en Milán o Camilo
José Cela en Madrid. Porque la influencia de las letras anglosajonas
en la América hispánica no es mero producto de un
imperialismo que tiene sus ojos centrados aquí, sino la consecuencia
inevitable de una influencia cultural que abarca el mundo entero
y llega hasta sus peores enemigos, como lo demuestra cada día
más la Unión Soviética.
Francia volvió por sus fueros ya en 1944; España
ha hecho lo posible y lo imposible por recuperar el mercado hispanoamericano
y hasta cierto punto lo ha conseguido con una política que
(para el régimen) es increíblemente liberal, como
lo documentan editoriales como Seix-Barral de Barcelona.
Pero ya no es posible volver atrás el reloj de la historia.
Las nuevas generaciones aprenden aquí inglés como
segunda lengua, y casi no pueden leer el francés. Los valores
de un mundo cultural ajeno y poderoso están sólidamente
instalados. Más vale empezar a reconocer este hecho que tratar
de ignorarlo, sobre todo si se quiere (lo que es muy legítimo
y hasta recomendable) continuar desde una posición concreta
la lucha anti-imperialista. Aceptar esa influencia cultural como
un hecho no es aceptar todas sus manifestaciones y sobre todo no
es aceptar sus aspectos más negativos. En la propia cultura
anglosajona están los elementos más formidables para
combatir todo lo que pueda tener de peligrosa esa influencia. ¿Quién
mejor que George Orwell, por ejemplo, para mostrar lo que esconde
la realidad británica? ¿O ese grupo de iracundos y
escritores socialistas que también Inglaterra ha producido
en la última década? En Estados Unidos, la tradición
de la crítica y de la denuncia tiene valores notabilísimos,
desde el olvidado John Dos Passos de la década de los treinta
hasta el virulentísimo Edward Albee, de hoy, pasando por
Faulkner o el más popular Steinbeck. Entre los escritores
de doctrina, Edmund Wilson discutió seriamente en la década
del treinta los mismos problemas políticos y literarios que
la crítica francesa posterior al 45 ha malbaratado a veces
histriónicamente. Sin falsas fidelidades coloniales a los
viejos amos, sin estúpida adoración por los nuevos,
los escritores que emergen hacia 1945 encuentran toda una corriente
literaria nueva que puede fecundarlos y los fecunda. Esa cultura
que se producía en Inglaterra o Estados Unidos era al fin
y al cabo tan nuestra como la creada por el exquisito y anémico
Jean Cocteau, o el morosísimo Gabriel Miró. Había
muerto una era: la del largo tributo a las aduanas españolas
y francesas, como había dicho en otro contexto Sarmiento.
No éramos (no somos) todavía libres. Pero siempre
es estimulante cambiar de aires y echar una mirada más allá
del horizonte que nos determinan los guías de la cultura.
Del choque dialéctico de las culturas nace la libertad.
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