Prólogo
"Está de moda denigrar a la literatura. También
está de moda defenderla. Así, un famoso escritor francés
hace tiempo que denuncia reiteradamente las imposturas de la literatura,
ay, sin dejar de hacer literatura. Algunos marxistas la han reducido
sin escuchar a Marx a mera propaganda y los defensores
oficiales de la cultura occidental la aprovechan como pretexto para
la caza de brujas, tema poco literario. En nuestro país hemos
padecido y padecemos versiones criollas de estas mismas actitudes.
Con tantos enemigos y tantos defensores es casi increíble
que la literatura siga gozando de buena salud. Porque la verdad
es que la literatura tiene una razón de ser y existir, y
no depende ni del capricho de los hombres providenciales ni de las
estrategias políticas disfrazadas de ideologías
que hoy se reparten el mundo con alegría y ferocidad. La
literatura nace, como el arte entero, de la necesidad más
íntima del hombre, cualquier hombre, todo hombre, de captar
su realidad y expresarla, o de verla expresada, en una dimensión
imaginaria. La literatura existe, como germen, ya en la menor expresión
oral del niño o del salvaje; existe, como producto final,
en los más elaborados ejercicios de un Góngora o un
Herrera y Reissig. Que la literatura además sirva para otras
cosas, que sea magnífico vehículo de ideas y doctrinas
y hasta disparates, que pueda ser eficaz como arma política
o demagógica, que se use como envoltorio de propagandas más
o menos sospechosas, que se convierta en uno de los opios del pueblo
y no el peor, todo eso es muy cierto. Pero no se refiere a la literatura
misma sino a la utilización de la literatura. También
el cuchillo que corta y reparte el pan sirve para matar. La literatura
es nada más, nada menos un instrumento para explorar
la realidad. Por eso, importa tanto; por eso, tiene tan poco éxito
creador cuando es aplicado a otros fines. Las imposturas de la literatura
son las imposturas de los que quieren hacerla cumplir funciones
falaces.
Afirmar esto que es obvio no es defender la anacrónica
doctrina del Arte por el Arte ni la también anacrónica
Torre de Marfil, que debió llamarse de Papel. Todo creador
es, en tanto individuo, un hombre de su tiempo. Le guste o no está
sometido a las presiones de su ambiente. Pero cuando crea, si es
capaz de hacerlo, si no es un impostor, su obra trasciende milagrosamente
esas circunstancias. Sin dejar de ser un testimonio del hombre y
de su época, la obra de arte es algo más; al revelar
la realidad con toda la profundidad de la imaginación y la
emoción, con toda la lucidez del arte, escapa a la servidumbre
de los fines inmediatos para los que pudo haber sido creada. Esa
servidumbre existe, y conviene saberlo. Pero conviene saber también
que en ella empieza y no termina la obra de arte. Incluso cuando
la literatura tiene un explícito propósito didáctico
o político, como puede ser el caso de Brecht y antes el de
Dante, la literatura escapa a ese destino inmediato. O no es literatura.
En los últimos veinticinco años, el Uruguay ha
producido alguna literatura de verdad. No mucha ni demasiado buena,
pero lo suficiente para que se justifique un análisis predominantemente
literario de este período; un análisis que no excluya
los supuestos o presupuestos sociales y económicos y hasta
políticos pero que no confunda el examen de esos supuestos
con el análisis literario. Es éste un período
que corresponde en las letras de América a una gran expansión
literaria y artística. En el Uruguay esta expansión
ha tenido también sus efectos y en la modesta escala que
corresponde a un país pequeño y marginal, nuestra
literatura ha aportado su cuota a la creación de todo un
continente. Son los años en que ha creado su mundo novelesco
Juan Carlos Onetti: mundo tan real, tan esencialmente imaginario;
que han quedado marcados por la poesía de Liber Falco, de
Juan Cunha; que enriquecen los estudios históricos de Juan
E. Pivel Devoto, de Arturo Ardao y Lauro Ayestarán; en que
se han revelado, Idea Vilariño, Amanda Berenguer y Humberto
Megget, Carlos Martínez Moreno, Mario Arregui, José
Pedro Díaz y Mario Benedetti, Antonio Larreta, Jacobo Langsner
y Carlos Maggi, Washington Lockhart, Aldo Solari, Roberto Ares Pons
y Carlos Real de Azúa, y en que una cantidad de escritores
de la misma generación o aún más jóvenes
han empezado a hacer oír su voz. Es una cosecha importante
aunque tenga sus claras limitaciones. La obra no es demasiado abundante
y buena parte de estos autores sólo ahora están alcanzando
su plena madurez. Pero la perspectiva de un cuarto de siglo permite,
creo, empezar un balance necesario. Y hasta cierto punto urgente
porque una de las características más lamentables
de nuestra situación de cultura marginal y a fare es el robinsonismo
de que ya hablaba Real de Azúa: ese eterno recomenzar que
lleva a cada generación a ignorar que la precedente se planteó
las mismas cuestiones y las resolvió en forma parecida. Actitud
no sólo ignorante sino, también suicida porque obliga
a cada escritor a hacer tabla rasa de lo que debió aprender
y lo fuerza a empezar él solito a crearlo todo
en la feria de vanidades. La literatura es obra de muchos, incluso
de los que ya hicieron, incluso de los que se equivocaron. Conviene
no olvidarlo.
También conviene recordar, eso sí, que la literatura
es enemiga del catálogo y del fárrago. Será
tarea de historiadores del futuro la determinación completa
y exhaustiva de todas las personalidades, de todos los movimientos,
de todos los matices, que dibujan estos veinticinco años.
En este libro no se pretende semejante totalidad. Ha sido escrito
por un crítico militante, actor en los acontecimientos que
se reseñan. No evita por lo tanto ni el compromiso máximo
de opiniones y juicios, ni la elección personal que escribir
sobre estrictos contemporáneos implica. Es claro que por
tratarse de una labor crítica y no meramente memorialista
he tenido en cuenta el principio básico de la objetividad.
Una vez más conviene aclarar que la objetividad no es otra
cosa que una disciplina de trabajo que permite tomar perspectiva
sobre lo inmediato. Todo observador participa en la situación
observada, la modifica por su presencia, es afectado por ella. Pero
si el observador lo sabe, si es escrupuloso en sus observaciones,
si fiscaliza con datos ajenos los propios, si también se
observa observar, puede sortear las trampas más obvias del
subjetivismo. La objetividad crítica es una aspiración
de este libro. Aunque ya se ha visto no es su única
aspiración.
Por haber intervenido directamente en el proceso de las dos
décadas y media que ahora se considera, he tenido que referirme
alguna vez a mí mismo. He preferido hacerlo sin excusas aunque
sin emplear un sólo adjetivo calificativo, ni propio ni ajeno,
limitándome a establecer escuetamente mi participación.
Acá figuro yo porque he figurado en la realidad que este
libro estudia. A otros corresponde calificar esa participación.
Omitirla totalmente como tal vez indica el buen gusto
me habría impedido precisar los contornos de algunos aspectos
de esa realidad. Como creo que en conjunto la literatura uruguaya
de estos últimos veinticinco años importa y como también
creo que por la cercanía del momento actual es la más
expuesta no sólo a errores bienintencionados y hasta olvidos
explicables, sino también a muy deliberadas mistificaciones
y engaños, he querido dejar este libro como punto de partida
de un estudio más amplio que la distancia en el tiempo permitirá
ir desarrollando. Para redactarlo he aprovechado trabajos particulares
y panoramas que vengo redactando desde 1943 y que el lector curioso
encontrará puntualmente indicados en la nota bibliográfica
final. Por eso, y hasta cierto punto, este libro que estudia los
últimos veinticinco años de literatura uruguaya desde
una perspectiva muy personal es también obra de estos veinticinco
años. El momento me parece oportuno para recoger y ordenar
esta labor crítica.
Montevideo, octubre 20, de 1965."
Introducción: una generación
polémica
1. La toma de conciencia
En noviembre de 1958 ocurrió un hecho inaudito en el Uruguay;
después de 94 años de gobierno colorado el Partido
blanco ganó limpiamente las elecciones. Para un vasto sector
del electorado este acontecimiento no sólo era catastrófico:
parecía literalmente imposible. Hasta los blancos se habían
acostumbrado a concurrir a las elecciones para aumentar sus votos,
para consolidar posiciones de segundo partido nacional, para mejorar
las trincheras y líneas de ataque, para asegurar su cuota
en el reparto de puestos públicos. Pero no para conquistar
realmente el poder. No es del caso analizar aquí en detalle
este milagro. Baste decir que al cerrar la hegemonía indiscutida
del Partido colorado, las elecciones de 1958 objetivaron una transformación
radical en la conciencia del votante uruguayo.
Es cierto que este proceso se veía venir. Durante casi un
siglo, el Partido colorado ocupó sólidamente el poder.
La obra de Batlle y Ordóñez le permitió crear
una enorme clientela política sobre la base de una clase
media baja y una clase trabajadora urbana, a las que estimuló
con una legislación social única entonces en la América
hispánica. Esta legislación se adelantaba incluso
a las necesidades de un país de industrialización
incipiente. En las tres primeras décadas del siglo, Batlle
dio al pequeño burgués y al obrero un respaldo legal
formidable: pensiones a la vejez, jubilaciones amplias y hasta generosas,
educación gratuita, salud protegida. El resultado en el papel
era formidable aunque no siempre lo fuese en el funcionamiento,
pero para asegurar la buena marcha del sistema estaban precisamente
los clubes políticos, naturales intermediarios entre el Estado
y el correligionario, como ha observado tan bien Aldo Solari. Se
consolidó así una política de paternalismo
que hacía derivar todos los problemas hacia soluciones oficiales
y que castraba la iniciativa privada; se creó una formidable
clientela electoral a la que mantenía inmóvil con
promesas (y algún anticipo) de futuros cada vez más
rosáceos; se auspició el quietismo y la autosatisfacción.
Sin poblaciones indígenas que asimilar, con un alto índice
de alfabetismo, en un territorio de clima templado y casi totalmente
aprovechable, el Uruguay era una excepción en un continente
atravesado por los problemas sociales y políticos, devastado
por el clima y por los extremos topográficos, de población
hostilmente dividida. La afluencia inmigratoria, tan decisiva para
la fisonomía actual del país, había inclinado
nítidamente la balanza hacia el Viejo Mundo. El Uruguay era
el país más adelantado de América: era europeo.
A la muerte de Batlle (1929) el impulso adquirido por las reformas
permitió a sus herederos inmediatos continuar gobernando
por medio de un régimen copiado de la ordenada Suiza. Es
cierto que el colegiado uruguayo difería en muchos aspectos
del modelo original pero aseguraba, por sutiles mecanismos, la perpetuación
del Partido colorado en el poder. Pronto se verían las escisiones
provocadas por una sorda y enconada lucha por el Gobierno. El
poder divide, recordaba una vez Pivel Devoto. Cada una de estas
escaramuzas de palacio significó, en definitiva, una posición
más que ganaba la oposición blanca, cuya esfera de
influencia política y económica estaba sobre todo
en el campo, con los latifundios y sus terratenientes más
o menos ausentistas, sus dóciles e ignorantes peonadas, sus
agregados y rancheríos periféricos. La voz del caudillo
blanco llegaba incluso a las capitales departamentales del Norte.
A pesar de que habían concluido las guerras civiles (la última
es de 1910), el país continuaba política y económicamente
escindido en capital e interior. Esas dos fuerzas opuestas existen
desde los orígenes de esta tierra. Quienes recuerdan que
la riqueza viene del campo, olvidan que el país empieza a
existir políticamente al fundarse Montevideo como plaza fuerte
para la defensa de todo un territorio abierto y sin límites
precisos. De la dialéctica entre la plaza fuerte y la campaña,
de las virtudes y limitaciones de ambas, nace el Uruguay. Aún
hoy, esa dialéctica sigue viva.
En la lucha por el poder dentro del equipo colorado ocurrió
el 31 de marzo de 1933 un hecho lamentable: el presidente Terra
dio ese día un golpe de estado apoyándose no solo
en un sector colorado que él representaba, sino también
en el sector blanco mayoritario. La superestructura de legalidad
que tanto enorgullecía al Uruguay (acá hay respeto
por la Ley, acá no hay indios, ésta es la Suiza de
América) demostró tener escaso fundamento, ser apenas
una cómoda abstracción pre-electoral, tema de académicos
debates en el Parlamento, que se prolongaban en los editoriales
más virulentos de la prensa grande, mientras el país
era realmente gobernado en pasillos, antecámaras, discretas
villas arboladas. La vuelta a la legalidad y a las fórmulas
sacrosantas ocurrió en febrero de 1942, con un contragolpe
(suave y elegantísimo) del cuñado de Terra, el general
Baldomir que era entonces Presidente de la República. Todo
el país respiró: se volvía a la normalidad,
al respeto, al orden. Una vez más creímos ser el único
país de América sin dictatorzuelos ni revoluciones.
Pero en lo íntimo, algo se había destruído
irreparablemente aquel último día de marzo de 1933.
Al fin emergió como líder colorado un sobrino de
Batlle, celosamente combatido por los hijos del gran hombre. Luis
Batlle Berres representaba un nuevo elenco, una generación
que ya estaba madura para el poder. Es una generación que
cabe calificar, con todo los debidos respetos, de Hijos de Papá.
Casi todos los políticos que a partir de esa fecha van tomando
las riendas son hijos de alguien, o sobrinos cercanos. Su condición
de herederos indiscutidos se traduce políticamente en actitudes
de una arrogancia que no justifican siempre los méritos personales.
A pesar de su indudable olfato electoral y de su creciente caudal
de votos, Luis Batlle consiguió el milagro de convertir su
gestión política (a través de dos presidencias
sucesivas) en una de las más impopulares de las últimas
décadas. Dentro del Partido colorado crecía la escisión
en tanto que los blancos aumentaban su clientela burguesa de disconformes
y postergados. Por otra parte, aunque en la prensa se escamoteaba
el tema, todos sabían que era falsa la noción de que
gobernaba un solo partido. Desde 1933, y gracias a la connivencia
entre Terra y Herrera, existió en los hechos, aunque no siempre
en la conciencia pública, una coparticipación de colorados
y blancos en el reparto de los puestos públicos y los privilegios
del poder. En el parlamento, en la prensa grande, en los discursos
de club o de esquina, parecían inconciliables enemigos. Entre
bastidores las cosas eran distintas. Había una suerte de
acuerdo de caballeros que permitía increparse en público
y repartir amistosamente la torta del presupuesto en privado. A
veces el insulto pasaba los límites y se agitaba la maquinaria
del duelo. Casi nunca había lugar.
Tampoco las elecciones de 1958 habrían de modificar sustancialmente
esta situación ya que las dos potencias electorales se equilibraban
bastante, como lo han demostrado más tarde las elecciones
de 1962 en que el Partido blanco volvió a capturar el Gobierno
nacional en tanto que la mayoría colorada conquistó
el de Montevideo, que equivale a más de la tercera parte
del país. Pero la verdadera importancia de la derrota del
Partido colorado en 1958 no se mide en votos sino en su valor de
símbolo: el mito de la invencibilidad del Partido colorado
se destruye en ese día. Desde entonces la iniciativa del
reparto presupuestal sale de sus manos. Luis Alberto de Herrera,
coetáneo estricto del viejo Batlle y eterno candidato infructuoso
del Partido blanco, es al fin jefe reconocido del país. Lo
será por poco tiempo, ya que muere casi de inmediato, pero
su triunfo aunque tardío también tiene un valor de
símbolo. Es un desquite. La destrucción del mito obliga
a una toma de conciencia.
Sin golpes de estado, por el desplazamiento de muchos votos nuevos,
los colorados perdían su hegemonía. El resultado sólo
podía significar una cosa: una parte considerable de la masa
electoral había empezado a decir Basta a una política
que sólo le ofrecía la alternativa de votar a uno
de los dos partidos tradicionales. Para muchos hombres de izquierda
la derrota del Partido colorado en 1958 fue la prueba irrefutable
de que todo el país empezaba a adquirir una conciencia militante
del juego político concreto que ocultaban las cómodas
abstracciones fomentadas por los poderosos. Una ráfaga de
esperanza atravesó a intelectuales y militantes. La verdad
no era tan simple. Como factor decisivo en el resultado de las elecciones
había que reconocer la existencia de un grupo político
nuevo, la Liga de Acción Ruralista, que no tenía nada
de izquierda. Bajo la dirección de Benito Nardone, un hijo
de inmigrantes del que empezaron riéndose muchos hijos de
Papá para terminar adulándolo, ese nuevo grupo tuvo
la clarividencia de apoyarse en un electorado prácticamente
virgen: el hombre que vive en el campo, no posee grandes extensiones
de tierra o es simplemente inquilino y hasta peón en tierra
ajena: esa pequeña clase media ciudadana que vive en pueblos,
o en la periferia de la capital, aburrida de promesas electorales
que no llegan a realizarse nunca, de las interminables amansadoras
en los ministerios, del trabajo estéril y monótono
en el club. Estos electores leen apenas los diarios (principales
órganos políticos, hasta hace muy poco, de los grandes
partidos) y son muy afectos en cambio a la radio. Como se trataba
de gente que votaba blanco o colorado por inercia y sin mayores
esperanzas, fue alcanzada y movilizada, fue capturada por medio
de una habilísima, machacona, simplificadora propaganda radial
de Nardone. El impulso motor era el resentimiento y el odio. Aunque
crecido dentro del Partido colorado (fue cronista policial de El
Día en la época de Terra), Nardone había chocado
con la ambición egocéntrica de Luis Batlle. Trasladó
su discutible adhesión al Partido blanco en vísperas
de las elecciones de 1958, decidiendo con sus votos una contienda
entre grupos que despreciaba igualmente. El hijo de inmigrantes
italianos, que había sido desdeñado y hasta vituperado
por los políticos profesionales de apellidos tan notorios,
tenía la llave electoral. Era una llave pequeña pero
reluciente; había sido astutamente fabricada. Desde entonces,
y a pesar del encono de unos y otros, y hasta de una escisión
notable dentro del Partido blanco con respecto a la conveniencia
de continuar la alianza con Nardone, este grupo más o menos
autónomo aumentó su caudal, como lo demuestra el resultado
de las elecciones de 1962.
El fenómeno del Ruralismo representa sin duda la aparición
de un grupo derechista, todavía dependiente de los partidos
tradicionales, e incrustado hábilmente en uno de ellos, pero
dispuesto a vender al mejor postor su adhesión si las necesidades
de la estrategia electoral así lo exigen. A pesar de que
en teoría defiende los intereses del pequeño propietario
contra los terratenientes y los políticos de la capital,
de hecho estuvo al servicio de los intereses de esos mismos terratenientes
y de los políticos de Montevideo. El ascenso al poder de
Nardone así lo demostró: en poco tiempo, y con una
avidez vertiginosa que ponía en evidencia su rápido
fin, el jefe del Ruralismo edificó una clientela electoral
que corresponde mejor a la realidad política del país
que la de partidos que invocan símbolos del siglo pasado.
Por otra parte, su participación en el poder a partir de
1958 le ha permitido empezar a satisfacer las necesidades de un
hambriento electorado con prebendas, puestos públicos y muchos
peculados. Todo esto sin abdicar su posición crítica
y hasta opositora al Gobierno, sin cesar la prédica del resentimiento
y el chantaje, sin perder nada de su iracundia reaccionaria. Es
cierto que es un grupo cuya vida política está demasiado
ligada a la existencia física de su líder, muerto
en 1964. Pero también es indudable que ha demostrado tener
un sentido de la realidad electoral que estaba faltando a los organizadores
de los partidos tradicionales y hasta de los de la misma izquierda.
La desaparición de Nardone dio un respiro al Uruguay.
Las elecciones de 1958 cambiaron el elenco gubernamental pero no
cambiaron sino muy levemente las estructuras del poder ni los organismos.
Desde este punto de vista, el hecho interesa sólo a un análisis
exclusivamente político. Es significativo que en esas elecciones,
como en las de 1962, los partidos de izquierda (socialista, comunista)
no hayan logrado aumentar suficientemente su caudal conjunto de
votos. A pesar del indiscutido fervor de sus manifestaciones públicas
contra el desgobierno de Batlle Berres, o de su entusiasmo por la
Revolución Cubana (el comunismo adoptó como sigla
electoral la palabra F.I.D.E.L., por Frente Izquierda de Liberación),
a partir de un aprovechamiento activo del prestigio de intelectuales
y artistas en un país de gran snobismo cultural, a pesar
de todo tipo de estrategia, y agitación popular, los partidos
de izquierda no lograron en las elecciones de 1958 sino el 7% de
los votos. El mayor caudal del Fidel, por ejemplo, se debió
sobre todo a canibalismo ya que devoró muchos votos que normalmente
iban al socialismo. Los partidos de izquierda siguen siendo en el
Uruguay partidos de élite. El proletariado, la clase media
baja, el pequeño funcionario, continúan votando a
los partidos tradicionales aunque prefieren oír hablar a
los hombres de izquierda cuando se trata de elegir alguna manifestación.
Algo anda mal en un país en que los barrios obreros votan
al partido de Gobierno y los barrios de clase media alta votan a
la izquierda, observaba lúgubremente Mario Benedetti hace
poco. La explicación es simple.
Ambos partidos tradicionales significan para sus electores una
seguridad. Los uruguayos de este siglo se han convertido en clientes
que esperan del caudillo un puesto público y más tarde
(aunque no mucho, por favor) una jubilación. Dan su voto
para obtener un lugar al sol. El día de las elecciones votan
no de acuerdo a las convicciones expresadas durante cuatro años:
votan para que ganen los que pueden ayudarlos. El Ruralismo significó
antes de 1958 la fuerza de los que no podían ofrecer puestos
de inmediato pero sí ofrecían un cambio total del
elenco para todo un electorado marginal. Pero el Ruralismo no habría
obtenido un solo voto válido si no se hubiera incrustado
en uno de los Partidos tradicionales. Lo mismo podría decirse
de un líder colorado nuevo, Zelmar Michelini, que también
aumentó su caudal electoral a expensas del líder descalificado.
Fuera del paraguas protector del Lema colorado, Michelini (a pesar
de sus indudables condiciones) no habría existido. Él
lo sabe y, por eso hace su política, real, concreta, táctica,
desde un partido tradicional del que lo separan tantos postulados
básicos. El resultado de estos movimientos dentro de la vieja
estructura fue (ya se ha visto) sólo un cambio en la distribución
de los puestos públicos, la absorción discutida del
Ruralismo dentro de uno de los partidos tradicionales, la formación
de otra clientela mantenida por los nuevos grupos. Plus ça
change.
Toda esta transformación tiene una base económica
que sólo en las últimas décadas se ha empezado
a estudiar seriamente. La situación del país se ha
ido agravando porque ninguno de los vistosos a indudables cambios
en la superestructura social efectuados por el viejo Batlle afectaron
realmente la base de la economía uruguaya. Desde el exilio
de Artigas (1820) la tierra sigue en manos de muy pocos, estos pocos
son los que deciden a su buen entender (a veces nulo) la forma de
explotación y se benefician mayoritariamente de ella. Batlle
que reformó tantas cosas en el presupuesto nacional, no tocó
la tierra. Por otra parte, para consolidar un electorado urbano,
prestó atención preferencial a los obreros de industrias
en su tiempo incipientes. Esa política de industrialización
más o menos dirigida, o fomentada por el Gobierno, fue continuada
alegremente por su sobrino y por los amigos de su sobrino, con el
resultado de que el proletariado uruguayo se acostumbró a
recibir de lo alto sus privilegios sociales y no a conquistarlos
arduamente (como pasó en Inglaterra, por ejemplo). Su fuerza
potencial resultó también castrada. Pasó a
convertirse en cliente de uno de los partidos tradicionales, a participar
en la ruleta de las elecciones.
La guerra mundial que termina abruptamente en 1945 con la explosión
atómica de Hiroshima, primer acto de la nueva revolución
industrial, y la subsiguiente de Corea (1950/1953) fueron para el
Uruguay nuevos pretextos para prolongar unos días más
la siesta del subdesarrollo. Aportaron inyecciones de sangre extranjera
a una economía que se basa fundamentalmente en la exportación
de lana y carne, y que pretende mantener un elevadísimo nivel
de vida, a la par de naciones que no sólo han cumplido la
primera revolución industrial hace más de un siglo,
sino que avanzan aceleradamente en el ciclo de la segunda. El uruguayo
sigue consumiendo whisky y soñando con la casa propia y el
ranchito en la playa en momentos en que el país se hunde
literalmente en el mar. A partir de la transformación de
la contienda mundial en guerra fría entre dos bloques, el
Uruguay ha visto crecer, la economía europea y la norteamericana
en una competencia terrible por los mercados del subdesarrollo;
ha visto la aparición en América de las naciones del
bloque soviético y chino que también exportan ideologías
como envoltorio luminoso de productos más concretos. En el
terreno que le es propio ha sido amenazado por la competencia formidable
de ciertos países de la Commonwealth, en tanto que la capacidad
de producción nacional disminuía y que sus líderes
políticos practicaban con el mayor entusiasmo la autofagia.
Este país, uno de los que tienen más alto nivel de
vida en el continente hispanoamericano, con una carga social que
no soportan ni los países más prósperos de
Occidente, no ha sabido ni querido ni buscado apretarse el cinturón
y se ha embarcado masivamente en una política inflacionaria,
fomentada por los poderosos y los gobernantes, sean blancos o colorados.
Todo esto estuvo en juego en las elecciones de 1958 y lo está
mucho más gravemente hoy que se han hecho públicas
las cifras de una especulación que no conoce distinciones
partidarias y aúna en el común esfuerzo de esquilmar
al país a hombres de casi todos los partidos. El resultado
que interesa inmediatamente a este análisis fue que muchas
miles de personas que vivían soñando y votando en
este país no tuvieron más remedio que mirar a su alrededor
para descubrir la realidad, el verdadero rostro de un Uruguay que
creían familiar y era una incógnita. La toma de conciencia
que todos los uruguayos empezaron a realizar a partir de 1958 encontró
a un equipo ya preparado para el análisis.
2. El punto de partida
En 1958 hacía casi veinte años que se había
fundado en Montevideo un semanario en que el examen más lúcido
del país fue encarado desde todos los ángulos posibles.
Con gran esfuerzo al principio, reuniendo poco a poco un pequeño
pero devoto público, convertido al fin en una voz escuchada
hasta por sus adversarios políticos más enconados,
el semanario Marcha ha realizado desde junio de 1939, en
vísperas de la segunda guerra mundial, la penosa y necesaria
labor de ser un tábano sobre el noble caballo nacional, como
decía aquel lema socrático de la Crítica
bonaerense. Desde todas sus secciones, y no sólo desde las
especializadas en política o economía, el semanario
que dirige Carlos Quijano intentó penetrar debajo de las
estructuras que esconden la realidad nacional para mostrar qué
ocurre realmente allí. Aunque de extracción blanca
y vinculado por lo tanto a uno de los partidos tradicionales, Quijano
se separó del Partido cuando la connivencia con el golpe
de Estado de Terra en 1933, militó por un breve espacio entre
los blancos llamados independientes (que ahora detentan precisamente
el poder) y luego también se separó de este grupo,
actuando con independencia. Abogado y profesor de economía
en la Facultad de Derecho por un período bastante largo,
se formó en París y allí adquirió paradójicamente
una conciencia muy viva de la posición del Uruguay en la
América hispánica, posición que ya había
descubierto en sus lecturas juveniles de Ariel. (A los veinte
años fue presidente del centro de estudiantes de este nombre).
Entre sus compañeros de aventura parisina figuran entonces
el narrador guatemalteco Miguel Angel Asturias y el líder
político peruano Víctor Raúl Haya de la Torre.
Con ellos funda una comunidad de estudiantes latinoamericanos que
marca rumbo. De regreso al Uruguay, Quijano acaba por encontrar
su propia ruta, después de un ensayo en el periódico
El Nacional (1930/1931) y en Acción (1932/1938),
con la fundación del semanario Marcha: es la ruta
del periodismo de análisis y esclarecimiento de la realidad
nacional e hispanoamericana. Desde la primera hora contó
Quijano con colaboradores como Julio Castro, maestro y especialista
en temas nacionales, gran caminador de América hispánica,
y el doctor Arturo Ardao, profesor de filosofía y estudioso
de la evolución histórica de las ideas en el Uruguay.
Otros nombres estuvieron asociados casi desde el comienzo a la obra
de Marcha o aparecieron poco después: el novelista
Juan Carlos Onetti fue secretario de redacción y encargado
de la sección literaria en los tiempos heroicos; el narrador
Francisco Espínola (uno de los grandes cuentistas uruguayos)
fue crítico teatral; Lauro Ayestarán hizo crítica
musical; Arturo Despouey fue hasta su partida a Inglaterra en 1943
el crítico de cine. Otras personalidades, como el narrador
Dionisio Trillo Pays (encargado de la sección literaria por
un período, después de la radicación de Onetti
en Buenos Aires, hacia 1942) o como el historiador Juan E. Pivel
Devoto, contribuyeron a dibujar la fisonomía de Marcha
en los primeros tiempos. Más tarde, a partir de 1945, todo
un elenco nuevo que no había cumplido los treinta, empieza
a dar una fisonomía más actual al semanario y a ponerlo
al día no sólo en política y economía
sino principalmente en las secciones de arte. Si el primer equipo
estaba unos diez o doce años lejos de Quijano (que nació
en 1900 y es por lo tanto hombre de la generación que emerge
hacia 1932), el nuevo equipo está a unos veinte años
de distancia. En la sección política como en la de
arte desfilaron muchos nombres que hoy, en buena medida, han dejado
Marcha. Este aspecto (los Idos de Marcha, se ha dicho)
no interesa a esta introducción que busca definir la perspectiva
hasta ese 1958 tan crucial. Los casi veinte años de esfuerzos
que abarca este período fueron de importancia capital. Van
desde aquellos viernes en que Marcha era voceada a la entrada
de la calle Sarandí por un canillita que invariablemente
repetía a gritos: Salió Marcha con un violento
artículo del doctor Carlos Quijano, hasta los años
más reposados en que viernes a viernes el administrador (devotísimo
Hugo R. Alfaro) podía hacer sus números sin padecer
infartos y en que el semanario, aunque continuase publicando artículos
violentos de Quijano, ya no necesitaba vocearlos como anzuelo.
Esos casi veinte años produjeron al fin un resultado estimable.
Conviene no confundirse, sin embargo, y caer en la beatería
de las celebraciones de onomástico. El resultado de la prédica
de Marcha no tuvo mayor alcance político. Como lo
demostraron las sucesivas intentonas de Marcha por crear
una agrupación política, o canalizar a sus lectores
hacia la acción, el semanario era leído y discutido
hasta la pasión pero en la hora de la verdad el uruguayo
seguía votando para ganar. Así, por ejemplo, en 1946
el semanario apoyó la candidatura de Quijano al Senado y
no consiguió que sus miles de lectores lo apoyaran. Eran
lectores, no votos. Igual fracaso se repitió en 1950, lo
que decidió a Quijano a separar el semanario de la Agrupación
Demócrata Social que él había creado. Las elecciones
de 1954 vieron a Marcha neutral, aunque siempre crítica.
En la hora crucial de 1958, Quijano se declaró inesperadamente
socialista, aunque no intentó convertir a Marcha al socialismo.
Paradójicamente, en esas elecciones el Partido blanco llegó
al poder. Podría hablarse de una vocación para el
fracaso.
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