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             Prólogo  
            "Está de moda denigrar a la literatura. También 
              está de moda defenderla. Así, un famoso escritor francés 
              hace tiempo que denuncia reiteradamente las imposturas de la literatura, 
              ay, sin dejar de hacer literatura. Algunos marxistas la han reducido 
              sin escuchar a Marx a mera propaganda y los defensores 
              oficiales de la cultura occidental la aprovechan como pretexto para 
              la caza de brujas, tema poco literario. En nuestro país hemos 
              padecido y padecemos versiones criollas de estas mismas actitudes. 
            Con tantos enemigos y tantos defensores es casi increíble 
              que la literatura siga gozando de buena salud. Porque la verdad 
              es que la literatura tiene una razón de ser y existir, y 
              no depende ni del capricho de los hombres providenciales ni de las 
              estrategias políticas disfrazadas de ideologías 
              que hoy se reparten el mundo con alegría y ferocidad. La 
              literatura nace, como el arte entero, de la necesidad más 
              íntima del hombre, cualquier hombre, todo hombre, de captar 
              su realidad y expresarla, o de verla expresada, en una dimensión 
              imaginaria. La literatura existe, como germen, ya en la menor expresión 
              oral del niño o del salvaje; existe, como producto final, 
              en los más elaborados ejercicios de un Góngora o un 
              Herrera y Reissig. Que la literatura además sirva para otras 
              cosas, que sea magnífico vehículo de ideas y doctrinas 
              y hasta disparates, que pueda ser eficaz como arma política 
              o demagógica, que se use como envoltorio de propagandas más 
              o menos sospechosas, que se convierta en uno de los opios del pueblo 
              y no el peor, todo eso es muy cierto. Pero no se refiere a la literatura 
              misma sino a la utilización de la literatura. También 
              el cuchillo que corta y reparte el pan sirve para matar. La literatura 
              es nada más, nada menos un instrumento para explorar 
              la realidad. Por eso, importa tanto; por eso, tiene tan poco éxito 
              creador cuando es aplicado a otros fines. Las imposturas de la literatura 
              son las imposturas de los que quieren hacerla cumplir funciones 
              falaces. 
            Afirmar esto que es obvio no es defender la anacrónica 
              doctrina del Arte por el Arte ni la también anacrónica 
              Torre de Marfil, que debió llamarse de Papel. Todo creador 
              es, en tanto individuo, un hombre de su tiempo. Le guste o no está 
              sometido a las presiones de su ambiente. Pero cuando crea, si es 
              capaz de hacerlo, si no es un impostor, su obra trasciende milagrosamente 
              esas circunstancias. Sin dejar de ser un testimonio del hombre y 
              de su época, la obra de arte es algo más; al revelar 
              la realidad con toda la profundidad de la imaginación y la 
              emoción, con toda la lucidez del arte, escapa a la servidumbre 
              de los fines inmediatos para los que pudo haber sido creada. Esa 
              servidumbre existe, y conviene saberlo. Pero conviene saber también 
              que en ella empieza y no termina la obra de arte. Incluso cuando 
              la literatura tiene un explícito propósito didáctico 
              o político, como puede ser el caso de Brecht y antes el de 
              Dante, la literatura escapa a ese destino inmediato. O no es literatura. 
            En los últimos veinticinco años, el Uruguay ha 
              producido alguna literatura de verdad. No mucha ni demasiado buena, 
              pero lo suficiente para que se justifique un análisis predominantemente 
              literario de este período; un análisis que no excluya 
              los supuestos o presupuestos sociales y económicos y hasta 
              políticos pero que no confunda el examen de esos supuestos 
              con el análisis literario. Es éste un período 
              que corresponde en las letras de América a una gran expansión 
              literaria y artística. En el Uruguay esta expansión 
              ha tenido también sus efectos y en la modesta escala que 
              corresponde a un país pequeño y marginal, nuestra 
              literatura ha aportado su cuota a la creación de todo un 
              continente. Son los años en que ha creado su mundo novelesco 
              Juan Carlos Onetti: mundo tan real, tan esencialmente imaginario; 
              que han quedado marcados por la poesía de Liber Falco, de 
              Juan Cunha; que enriquecen los estudios históricos de Juan 
              E. Pivel Devoto, de Arturo Ardao y Lauro Ayestarán; en que 
              se han revelado, Idea Vilariño, Amanda Berenguer y Humberto 
              Megget, Carlos Martínez Moreno, Mario Arregui, José 
              Pedro Díaz y Mario Benedetti, Antonio Larreta, Jacobo Langsner 
              y Carlos Maggi, Washington Lockhart, Aldo Solari, Roberto Ares Pons 
              y Carlos Real de Azúa, y en que una cantidad de escritores 
              de la misma generación o aún más jóvenes 
              han empezado a hacer oír su voz. Es una cosecha importante 
              aunque tenga sus claras limitaciones. La obra no es demasiado abundante 
              y buena parte de estos autores sólo ahora están alcanzando 
              su plena madurez. Pero la perspectiva de un cuarto de siglo permite, 
              creo, empezar un balance necesario. Y hasta cierto punto urgente 
              porque una de las características más lamentables 
              de nuestra situación de cultura marginal y a fare es el robinsonismo 
              de que ya hablaba Real de Azúa: ese eterno recomenzar que 
              lleva a cada generación a ignorar que la precedente se planteó 
              las mismas cuestiones y las resolvió en forma parecida. Actitud 
              no sólo ignorante sino, también suicida porque obliga 
              a cada escritor a hacer tabla rasa de lo que debió aprender 
              y lo fuerza a empezar él solito a crearlo todo 
              en la feria de vanidades. La literatura es obra de muchos, incluso 
              de los que ya hicieron, incluso de los que se equivocaron. Conviene 
              no olvidarlo. 
            También conviene recordar, eso sí, que la literatura 
              es enemiga del catálogo y del fárrago. Será 
              tarea de historiadores del futuro la determinación completa 
              y exhaustiva de todas las personalidades, de todos los movimientos, 
              de todos los matices, que dibujan estos veinticinco años. 
              En este libro no se pretende semejante totalidad. Ha sido escrito 
              por un crítico militante, actor en los acontecimientos que 
              se reseñan. No evita por lo tanto ni el compromiso máximo 
              de opiniones y juicios, ni la elección personal que escribir 
              sobre estrictos contemporáneos implica. Es claro que por 
              tratarse de una labor crítica y no meramente memorialista 
              he tenido en cuenta el principio básico de la objetividad. 
              Una vez más conviene aclarar que la objetividad no es otra 
              cosa que una disciplina de trabajo que permite tomar perspectiva 
              sobre lo inmediato. Todo observador participa en la situación 
              observada, la modifica por su presencia, es afectado por ella. Pero 
              si el observador lo sabe, si es escrupuloso en sus observaciones, 
              si fiscaliza con datos ajenos los propios, si también se 
              observa observar, puede sortear las trampas más obvias del 
              subjetivismo. La objetividad crítica es una aspiración 
              de este libro. Aunque ya se ha visto no es su única 
              aspiración. 
            Por haber intervenido directamente en el proceso de las dos 
              décadas y media que ahora se considera, he tenido que referirme 
              alguna vez a mí mismo. He preferido hacerlo sin excusas aunque 
              sin emplear un sólo adjetivo calificativo, ni propio ni ajeno, 
              limitándome a establecer escuetamente mi participación. 
              Acá figuro yo porque he figurado en la realidad que este 
              libro estudia. A otros corresponde calificar esa participación. 
              Omitirla totalmente como tal vez indica el buen gusto 
              me habría impedido precisar los contornos de algunos aspectos 
              de esa realidad. Como creo que en conjunto la literatura uruguaya 
              de estos últimos veinticinco años importa y como también 
              creo que por la cercanía del momento actual es la más 
              expuesta no sólo a errores bienintencionados y hasta olvidos 
              explicables, sino también a muy deliberadas mistificaciones 
              y engaños, he querido dejar este libro como punto de partida 
              de un estudio más amplio que la distancia en el tiempo permitirá 
              ir desarrollando. Para redactarlo he aprovechado trabajos particulares 
              y panoramas que vengo redactando desde 1943 y que el lector curioso 
              encontrará puntualmente indicados en la nota bibliográfica 
              final. Por eso, y hasta cierto punto, este libro que estudia los 
              últimos veinticinco años de literatura uruguaya desde 
              una perspectiva muy personal es también obra de estos veinticinco 
              años. El momento me parece oportuno para recoger y ordenar 
              esta labor crítica. 
            Montevideo, octubre 20, de 1965." 
              
            Introducción: una generación 
              polémica 
            1. La toma de conciencia 
            En noviembre de 1958 ocurrió un hecho inaudito en el Uruguay; 
              después de 94 años de gobierno colorado el Partido 
              blanco ganó limpiamente las elecciones. Para un vasto sector 
              del electorado este acontecimiento no sólo era catastrófico: 
              parecía literalmente imposible. Hasta los blancos se habían 
              acostumbrado a concurrir a las elecciones para aumentar sus votos, 
              para consolidar posiciones de segundo partido nacional, para mejorar 
              las trincheras y líneas de ataque, para asegurar su cuota 
              en el reparto de puestos públicos. Pero no para conquistar 
              realmente el poder. No es del caso analizar aquí en detalle 
              este milagro. Baste decir que al cerrar la hegemonía indiscutida 
              del Partido colorado, las elecciones de 1958 objetivaron una transformación 
              radical en la conciencia del votante uruguayo.  
            Es cierto que este proceso se veía venir. Durante casi un 
              siglo, el Partido colorado ocupó sólidamente el poder. 
              La obra de Batlle y Ordóñez le permitió crear 
              una enorme clientela política sobre la base de una clase 
              media baja y una clase trabajadora urbana, a las que estimuló 
              con una legislación social única entonces en la América 
              hispánica. Esta legislación se adelantaba incluso 
              a las necesidades de un país de industrialización 
              incipiente. En las tres primeras décadas del siglo, Batlle 
              dio al pequeño burgués y al obrero un respaldo legal 
              formidable: pensiones a la vejez, jubilaciones amplias y hasta generosas, 
              educación gratuita, salud protegida. El resultado en el papel 
              era formidable aunque no siempre lo fuese en el funcionamiento, 
              pero para asegurar la buena marcha del sistema estaban precisamente 
              los clubes políticos, naturales intermediarios entre el Estado 
              y el correligionario, como ha observado tan bien Aldo Solari. Se 
              consolidó así una política de paternalismo 
              que hacía derivar todos los problemas hacia soluciones oficiales 
              y que castraba la iniciativa privada; se creó una formidable 
              clientela electoral a la que mantenía inmóvil con 
              promesas (y algún anticipo) de futuros cada vez más 
              rosáceos; se auspició el quietismo y la autosatisfacción. 
              Sin poblaciones indígenas que asimilar, con un alto índice 
              de alfabetismo, en un territorio de clima templado y casi totalmente 
              aprovechable, el Uruguay era una excepción en un continente 
              atravesado por los problemas sociales y políticos, devastado 
              por el clima y por los extremos topográficos, de población 
              hostilmente dividida. La afluencia inmigratoria, tan decisiva para 
              la fisonomía actual del país, había inclinado 
              nítidamente la balanza hacia el Viejo Mundo. El Uruguay era 
              el país más adelantado de América: era europeo. 
            A la muerte de Batlle (1929) el impulso adquirido por las reformas 
              permitió a sus herederos inmediatos continuar gobernando 
              por medio de un régimen copiado de la ordenada Suiza. Es 
              cierto que el colegiado uruguayo difería en muchos aspectos 
              del modelo original pero aseguraba, por sutiles mecanismos, la perpetuación 
              del Partido colorado en el poder. Pronto se verían las escisiones 
              provocadas por una sorda y enconada lucha por el Gobierno. El 
              poder divide, recordaba una vez Pivel Devoto. Cada una de estas 
              escaramuzas de palacio significó, en definitiva, una posición 
              más que ganaba la oposición blanca, cuya esfera de 
              influencia política y económica estaba sobre todo 
              en el campo, con los latifundios y sus terratenientes más 
              o menos ausentistas, sus dóciles e ignorantes peonadas, sus 
              agregados y rancheríos periféricos. La voz del caudillo 
              blanco llegaba incluso a las capitales departamentales del Norte. 
              A pesar de que habían concluido las guerras civiles (la última 
              es de 1910), el país continuaba política y económicamente 
              escindido en capital e interior. Esas dos fuerzas opuestas existen 
              desde los orígenes de esta tierra. Quienes recuerdan que 
              la riqueza viene del campo, olvidan que el país empieza a 
              existir políticamente al fundarse Montevideo como plaza fuerte 
              para la defensa de todo un territorio abierto y sin límites 
              precisos. De la dialéctica entre la plaza fuerte y la campaña, 
              de las virtudes y limitaciones de ambas, nace el Uruguay. Aún 
              hoy, esa dialéctica sigue viva. 
            En la lucha por el poder dentro del equipo colorado ocurrió 
              el 31 de marzo de 1933 un hecho lamentable: el presidente Terra 
              dio ese día un golpe de estado apoyándose no solo 
              en un sector colorado que él representaba, sino también 
              en el sector blanco mayoritario. La superestructura de legalidad 
              que tanto enorgullecía al Uruguay (acá hay respeto 
              por la Ley, acá no hay indios, ésta es la Suiza de 
              América) demostró tener escaso fundamento, ser apenas 
              una cómoda abstracción pre-electoral, tema de académicos 
              debates en el Parlamento, que se prolongaban en los editoriales 
              más virulentos de la prensa grande, mientras el país 
              era realmente gobernado en pasillos, antecámaras, discretas 
              villas arboladas. La vuelta a la legalidad y a las fórmulas 
              sacrosantas ocurrió en febrero de 1942, con un contragolpe 
              (suave y elegantísimo) del cuñado de Terra, el general 
              Baldomir que era entonces Presidente de la República. Todo 
              el país respiró: se volvía a la normalidad, 
              al respeto, al orden. Una vez más creímos ser el único 
              país de América sin dictatorzuelos ni revoluciones. 
              Pero en lo íntimo, algo se había destruído 
              irreparablemente aquel último día de marzo de 1933. 
            Al fin emergió como líder colorado un sobrino de 
              Batlle, celosamente combatido por los hijos del gran hombre. Luis 
              Batlle Berres representaba un nuevo elenco, una generación 
              que ya estaba madura para el poder. Es una generación que 
              cabe calificar, con todo los debidos respetos, de Hijos de Papá. 
              Casi todos los políticos que a partir de esa fecha van tomando 
              las riendas son hijos de alguien, o sobrinos cercanos. Su condición 
              de herederos indiscutidos se traduce políticamente en actitudes 
              de una arrogancia que no justifican siempre los méritos personales. 
              A pesar de su indudable olfato electoral y de su creciente caudal 
              de votos, Luis Batlle consiguió el milagro de convertir su 
              gestión política (a través de dos presidencias 
              sucesivas) en una de las más impopulares de las últimas 
              décadas. Dentro del Partido colorado crecía la escisión 
              en tanto que los blancos aumentaban su clientela burguesa de disconformes 
              y postergados. Por otra parte, aunque en la prensa se escamoteaba 
              el tema, todos sabían que era falsa la noción de que 
              gobernaba un solo partido. Desde 1933, y gracias a la connivencia 
              entre Terra y Herrera, existió en los hechos, aunque no siempre 
              en la conciencia pública, una coparticipación de colorados 
              y blancos en el reparto de los puestos públicos y los privilegios 
              del poder. En el parlamento, en la prensa grande, en los discursos 
              de club o de esquina, parecían inconciliables enemigos. Entre 
              bastidores las cosas eran distintas. Había una suerte de 
              acuerdo de caballeros que permitía increparse en público 
              y repartir amistosamente la torta del presupuesto en privado. A 
              veces el insulto pasaba los límites y se agitaba la maquinaria 
              del duelo. Casi nunca había lugar. 
            Tampoco las elecciones de 1958 habrían de modificar sustancialmente 
              esta situación ya que las dos potencias electorales se equilibraban 
              bastante, como lo han demostrado más tarde las elecciones 
              de 1962 en que el Partido blanco volvió a capturar el Gobierno 
              nacional en tanto que la mayoría colorada conquistó 
              el de Montevideo, que equivale a más de la tercera parte 
              del país. Pero la verdadera importancia de la derrota del 
              Partido colorado en 1958 no se mide en votos sino en su valor de 
              símbolo: el mito de la invencibilidad del Partido colorado 
              se destruye en ese día. Desde entonces la iniciativa del 
              reparto presupuestal sale de sus manos. Luis Alberto de Herrera, 
              coetáneo estricto del viejo Batlle y eterno candidato infructuoso 
              del Partido blanco, es al fin jefe reconocido del país. Lo 
              será por poco tiempo, ya que muere casi de inmediato, pero 
              su triunfo aunque tardío también tiene un valor de 
              símbolo. Es un desquite. La destrucción del mito obliga 
              a una toma de conciencia. 
            Sin golpes de estado, por el desplazamiento de muchos votos nuevos, 
              los colorados perdían su hegemonía. El resultado sólo 
              podía significar una cosa: una parte considerable de la masa 
              electoral había empezado a decir Basta a una política 
              que sólo le ofrecía la alternativa de votar a uno 
              de los dos partidos tradicionales. Para muchos hombres de izquierda 
              la derrota del Partido colorado en 1958 fue la prueba irrefutable 
              de que todo el país empezaba a adquirir una conciencia militante 
              del juego político concreto que ocultaban las cómodas 
              abstracciones fomentadas por los poderosos. Una ráfaga de 
              esperanza atravesó a intelectuales y militantes. La verdad 
              no era tan simple. Como factor decisivo en el resultado de las elecciones 
              había que reconocer la existencia de un grupo político 
              nuevo, la Liga de Acción Ruralista, que no tenía nada 
              de izquierda. Bajo la dirección de Benito Nardone, un hijo 
              de inmigrantes del que empezaron riéndose muchos hijos de 
              Papá para terminar adulándolo, ese nuevo grupo tuvo 
              la clarividencia de apoyarse en un electorado prácticamente 
              virgen: el hombre que vive en el campo, no posee grandes extensiones 
              de tierra o es simplemente inquilino y hasta peón en tierra 
              ajena: esa pequeña clase media ciudadana que vive en pueblos, 
              o en la periferia de la capital, aburrida de promesas electorales 
              que no llegan a realizarse nunca, de las interminables amansadoras 
              en los ministerios, del trabajo estéril y monótono 
              en el club. Estos electores leen apenas los diarios (principales 
              órganos políticos, hasta hace muy poco, de los grandes 
              partidos) y son muy afectos en cambio a la radio. Como se trataba 
              de gente que votaba blanco o colorado por inercia y sin mayores 
              esperanzas, fue alcanzada y movilizada, fue capturada por medio 
              de una habilísima, machacona, simplificadora propaganda radial 
              de Nardone. El impulso motor era el resentimiento y el odio. Aunque 
              crecido dentro del Partido colorado (fue cronista policial de El 
              Día en la época de Terra), Nardone había chocado 
              con la ambición egocéntrica de Luis Batlle. Trasladó 
              su discutible adhesión al Partido blanco en vísperas 
              de las elecciones de 1958, decidiendo con sus votos una contienda 
              entre grupos que despreciaba igualmente. El hijo de inmigrantes 
              italianos, que había sido desdeñado y hasta vituperado 
              por los políticos profesionales de apellidos tan notorios, 
              tenía la llave electoral. Era una llave pequeña pero 
              reluciente; había sido astutamente fabricada. Desde entonces, 
              y a pesar del encono de unos y otros, y hasta de una escisión 
              notable dentro del Partido blanco con respecto a la conveniencia 
              de continuar la alianza con Nardone, este grupo más o menos 
              autónomo aumentó su caudal, como lo demuestra el resultado 
              de las elecciones de 1962. 
            El fenómeno del Ruralismo representa sin duda la aparición 
              de un grupo derechista, todavía dependiente de los partidos 
              tradicionales, e incrustado hábilmente en uno de ellos, pero 
              dispuesto a vender al mejor postor su adhesión si las necesidades 
              de la estrategia electoral así lo exigen. A pesar de que 
              en teoría defiende los intereses del pequeño propietario 
              contra los terratenientes y los políticos de la capital, 
              de hecho estuvo al servicio de los intereses de esos mismos terratenientes 
              y de los políticos de Montevideo. El ascenso al poder de 
              Nardone así lo demostró: en poco tiempo, y con una 
              avidez vertiginosa que ponía en evidencia su rápido 
              fin, el jefe del Ruralismo edificó una clientela electoral 
              que corresponde mejor a la realidad política del país 
              que la de partidos que invocan símbolos del siglo pasado. 
              Por otra parte, su participación en el poder a partir de 
              1958 le ha permitido empezar a satisfacer las necesidades de un 
              hambriento electorado con prebendas, puestos públicos y muchos 
              peculados. Todo esto sin abdicar su posición crítica 
              y hasta opositora al Gobierno, sin cesar la prédica del resentimiento 
              y el chantaje, sin perder nada de su iracundia reaccionaria. Es 
              cierto que es un grupo cuya vida política está demasiado 
              ligada a la existencia física de su líder, muerto 
              en 1964. Pero también es indudable que ha demostrado tener 
              un sentido de la realidad electoral que estaba faltando a los organizadores 
              de los partidos tradicionales y hasta de los de la misma izquierda. 
              La desaparición de Nardone dio un respiro al Uruguay. 
            Las elecciones de 1958 cambiaron el elenco gubernamental pero no 
              cambiaron sino muy levemente las estructuras del poder ni los organismos. 
              Desde este punto de vista, el hecho interesa sólo a un análisis 
              exclusivamente político. Es significativo que en esas elecciones, 
              como en las de 1962, los partidos de izquierda (socialista, comunista) 
              no hayan logrado aumentar suficientemente su caudal conjunto de 
              votos. A pesar del indiscutido fervor de sus manifestaciones públicas 
              contra el desgobierno de Batlle Berres, o de su entusiasmo por la 
              Revolución Cubana (el comunismo adoptó como sigla 
              electoral la palabra F.I.D.E.L., por Frente Izquierda de Liberación), 
              a partir de un aprovechamiento activo del prestigio de intelectuales 
              y artistas en un país de gran snobismo cultural, a pesar 
              de todo tipo de estrategia, y agitación popular, los partidos 
              de izquierda no lograron en las elecciones de 1958 sino el 7% de 
              los votos. El mayor caudal del Fidel, por ejemplo, se debió 
              sobre todo a canibalismo ya que devoró muchos votos que normalmente 
              iban al socialismo. Los partidos de izquierda siguen siendo en el 
              Uruguay partidos de élite. El proletariado, la clase media 
              baja, el pequeño funcionario, continúan votando a 
              los partidos tradicionales aunque prefieren oír hablar a 
              los hombres de izquierda cuando se trata de elegir alguna manifestación. 
              Algo anda mal en un país en que los barrios obreros votan 
              al partido de Gobierno y los barrios de clase media alta votan a 
              la izquierda, observaba lúgubremente Mario Benedetti hace 
              poco. La explicación es simple. 
            Ambos partidos tradicionales significan para sus electores una 
              seguridad. Los uruguayos de este siglo se han convertido en clientes 
              que esperan del caudillo un puesto público y más tarde 
              (aunque no mucho, por favor) una jubilación. Dan su voto 
              para obtener un lugar al sol. El día de las elecciones votan 
              no de acuerdo a las convicciones expresadas durante cuatro años: 
              votan para que ganen los que pueden ayudarlos. El Ruralismo significó 
              antes de 1958 la fuerza de los que no podían ofrecer puestos 
              de inmediato pero sí ofrecían un cambio total del 
              elenco para todo un electorado marginal. Pero el Ruralismo no habría 
              obtenido un solo voto válido si no se hubiera incrustado 
              en uno de los Partidos tradicionales. Lo mismo podría decirse 
              de un líder colorado nuevo, Zelmar Michelini, que también 
              aumentó su caudal electoral a expensas del líder descalificado. 
              Fuera del paraguas protector del Lema colorado, Michelini (a pesar 
              de sus indudables condiciones) no habría existido. Él 
              lo sabe y, por eso hace su política, real, concreta, táctica, 
              desde un partido tradicional del que lo separan tantos postulados 
              básicos. El resultado de estos movimientos dentro de la vieja 
              estructura fue (ya se ha visto) sólo un cambio en la distribución 
              de los puestos públicos, la absorción discutida del 
              Ruralismo dentro de uno de los partidos tradicionales, la formación 
              de otra clientela mantenida por los nuevos grupos. Plus ça 
              change. 
            Toda esta transformación tiene una base económica 
              que sólo en las últimas décadas se ha empezado 
              a estudiar seriamente. La situación del país se ha 
              ido agravando porque ninguno de los vistosos a indudables cambios 
              en la superestructura social efectuados por el viejo Batlle afectaron 
              realmente la base de la economía uruguaya. Desde el exilio 
              de Artigas (1820) la tierra sigue en manos de muy pocos, estos pocos 
              son los que deciden a su buen entender (a veces nulo) la forma de 
              explotación y se benefician mayoritariamente de ella. Batlle 
              que reformó tantas cosas en el presupuesto nacional, no tocó 
              la tierra. Por otra parte, para consolidar un electorado urbano, 
              prestó atención preferencial a los obreros de industrias 
              en su tiempo incipientes. Esa política de industrialización 
              más o menos dirigida, o fomentada por el Gobierno, fue continuada 
              alegremente por su sobrino y por los amigos de su sobrino, con el 
              resultado de que el proletariado uruguayo se acostumbró a 
              recibir de lo alto sus privilegios sociales y no a conquistarlos 
              arduamente (como pasó en Inglaterra, por ejemplo). Su fuerza 
              potencial resultó también castrada. Pasó a 
              convertirse en cliente de uno de los partidos tradicionales, a participar 
              en la ruleta de las elecciones. 
            La guerra mundial que termina abruptamente en 1945 con la explosión 
              atómica de Hiroshima, primer acto de la nueva revolución 
              industrial, y la subsiguiente de Corea (1950/1953) fueron para el 
              Uruguay nuevos pretextos para prolongar unos días más 
              la siesta del subdesarrollo. Aportaron inyecciones de sangre extranjera 
              a una economía que se basa fundamentalmente en la exportación 
              de lana y carne, y que pretende mantener un elevadísimo nivel 
              de vida, a la par de naciones que no sólo han cumplido la 
              primera revolución industrial hace más de un siglo, 
              sino que avanzan aceleradamente en el ciclo de la segunda. El uruguayo 
              sigue consumiendo whisky y soñando con la casa propia y el 
              ranchito en la playa en momentos en que el país se hunde 
              literalmente en el mar. A partir de la transformación de 
              la contienda mundial en guerra fría entre dos bloques, el 
              Uruguay ha visto crecer, la economía europea y la norteamericana 
              en una competencia terrible por los mercados del subdesarrollo; 
              ha visto la aparición en América de las naciones del 
              bloque soviético y chino que también exportan ideologías 
              como envoltorio luminoso de productos más concretos. En el 
              terreno que le es propio ha sido amenazado por la competencia formidable 
              de ciertos países de la Commonwealth, en tanto que la capacidad 
              de producción nacional disminuía y que sus líderes 
              políticos practicaban con el mayor entusiasmo la autofagia. 
            Este país, uno de los que tienen más alto nivel de 
              vida en el continente hispanoamericano, con una carga social que 
              no soportan ni los países más prósperos de 
              Occidente, no ha sabido ni querido ni buscado apretarse el cinturón 
              y se ha embarcado masivamente en una política inflacionaria, 
              fomentada por los poderosos y los gobernantes, sean blancos o colorados. 
              Todo esto estuvo en juego en las elecciones de 1958 y lo está 
              mucho más gravemente hoy que se han hecho públicas 
              las cifras de una especulación que no conoce distinciones 
              partidarias y aúna en el común esfuerzo de esquilmar 
              al país a hombres de casi todos los partidos. El resultado 
              que interesa inmediatamente a este análisis fue que muchas 
              miles de personas que vivían soñando y votando en 
              este país no tuvieron más remedio que mirar a su alrededor 
              para descubrir la realidad, el verdadero rostro de un Uruguay que 
              creían familiar y era una incógnita. La toma de conciencia 
              que todos los uruguayos empezaron a realizar a partir de 1958 encontró 
              a un equipo ya preparado para el análisis. 
              
            2. El punto de partida 
            En 1958 hacía casi veinte años que se había 
              fundado en Montevideo un semanario en que el examen más lúcido 
              del país fue encarado desde todos los ángulos posibles. 
              Con gran esfuerzo al principio, reuniendo poco a poco un pequeño 
              pero devoto público, convertido al fin en una voz escuchada 
              hasta por sus adversarios políticos más enconados, 
              el semanario Marcha ha realizado desde junio de 1939, en 
              vísperas de la segunda guerra mundial, la penosa y necesaria 
              labor de ser un tábano sobre el noble caballo nacional, como 
              decía aquel lema socrático de la Crítica 
              bonaerense. Desde todas sus secciones, y no sólo desde las 
              especializadas en política o economía, el semanario 
              que dirige Carlos Quijano intentó penetrar debajo de las 
              estructuras que esconden la realidad nacional para mostrar qué 
              ocurre realmente allí. Aunque de extracción blanca 
              y vinculado por lo tanto a uno de los partidos tradicionales, Quijano 
              se separó del Partido cuando la connivencia con el golpe 
              de Estado de Terra en 1933, militó por un breve espacio entre 
              los blancos llamados independientes (que ahora detentan precisamente 
              el poder) y luego también se separó de este grupo, 
              actuando con independencia. Abogado y profesor de economía 
              en la Facultad de Derecho por un período bastante largo, 
              se formó en París y allí adquirió paradójicamente 
              una conciencia muy viva de la posición del Uruguay en la 
              América hispánica, posición que ya había 
              descubierto en sus lecturas juveniles de Ariel. (A los veinte 
              años fue presidente del centro de estudiantes de este nombre). 
              Entre sus compañeros de aventura parisina figuran entonces 
              el narrador guatemalteco Miguel Angel Asturias y el líder 
              político peruano Víctor Raúl Haya de la Torre. 
              Con ellos funda una comunidad de estudiantes latinoamericanos que 
              marca rumbo. De regreso al Uruguay, Quijano acaba por encontrar 
              su propia ruta, después de un ensayo en el periódico 
              El Nacional (1930/1931) y en Acción (1932/1938), 
              con la fundación del semanario Marcha: es la ruta 
              del periodismo de análisis y esclarecimiento de la realidad 
              nacional e hispanoamericana. Desde la primera hora contó 
              Quijano con colaboradores como Julio Castro, maestro y especialista 
              en temas nacionales, gran caminador de América hispánica, 
              y el doctor Arturo Ardao, profesor de filosofía y estudioso 
              de la evolución histórica de las ideas en el Uruguay. 
              Otros nombres estuvieron asociados casi desde el comienzo a la obra 
              de Marcha o aparecieron poco después: el novelista 
              Juan Carlos Onetti fue secretario de redacción y encargado 
              de la sección literaria en los tiempos heroicos; el narrador 
              Francisco Espínola (uno de los grandes cuentistas uruguayos) 
              fue crítico teatral; Lauro Ayestarán hizo crítica 
              musical; Arturo Despouey fue hasta su partida a Inglaterra en 1943 
              el crítico de cine. Otras personalidades, como el narrador 
              Dionisio Trillo Pays (encargado de la sección literaria por 
              un período, después de la radicación de Onetti 
              en Buenos Aires, hacia 1942) o como el historiador Juan E. Pivel 
              Devoto, contribuyeron a dibujar la fisonomía de Marcha 
              en los primeros tiempos. Más tarde, a partir de 1945, todo 
              un elenco nuevo que no había cumplido los treinta, empieza 
              a dar una fisonomía más actual al semanario y a ponerlo 
              al día no sólo en política y economía 
              sino principalmente en las secciones de arte. Si el primer equipo 
              estaba unos diez o doce años lejos de Quijano (que nació 
              en 1900 y es por lo tanto hombre de la generación que emerge 
              hacia 1932), el nuevo equipo está a unos veinte años 
              de distancia. En la sección política como en la de 
              arte desfilaron muchos nombres que hoy, en buena medida, han dejado 
              Marcha. Este aspecto (los Idos de Marcha, se ha dicho) 
              no interesa a esta introducción que busca definir la perspectiva 
              hasta ese 1958 tan crucial. Los casi veinte años de esfuerzos 
              que abarca este período fueron de importancia capital. Van 
              desde aquellos viernes en que Marcha era voceada a la entrada 
              de la calle Sarandí por un canillita que invariablemente 
              repetía a gritos: Salió Marcha con un violento 
              artículo del doctor Carlos Quijano, hasta los años 
              más reposados en que viernes a viernes el administrador (devotísimo 
              Hugo R. Alfaro) podía hacer sus números sin padecer 
              infartos y en que el semanario, aunque continuase publicando artículos 
              violentos de Quijano, ya no necesitaba vocearlos como anzuelo. 
            Esos casi veinte años produjeron al fin un resultado estimable. 
              Conviene no confundirse, sin embargo, y caer en la beatería 
              de las celebraciones de onomástico. El resultado de la prédica 
              de Marcha no tuvo mayor alcance político. Como lo 
              demostraron las sucesivas intentonas de Marcha por crear 
              una agrupación política, o canalizar a sus lectores 
              hacia la acción, el semanario era leído y discutido 
              hasta la pasión pero en la hora de la verdad el uruguayo 
              seguía votando para ganar. Así, por ejemplo, en 1946 
              el semanario apoyó la candidatura de Quijano al Senado y 
              no consiguió que sus miles de lectores lo apoyaran. Eran 
              lectores, no votos. Igual fracaso se repitió en 1950, lo 
              que decidió a Quijano a separar el semanario de la Agrupación 
              Demócrata Social que él había creado. Las elecciones 
              de 1954 vieron a Marcha neutral, aunque siempre crítica. 
              En la hora crucial de 1958, Quijano se declaró inesperadamente 
              socialista, aunque no intentó convertir a Marcha al socialismo. 
              Paradójicamente, en esas elecciones el Partido blanco llegó 
              al poder. Podría hablarse de una vocación para el 
              fracaso. 
              
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