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Indice general ordenado alfabéticamente por título del libro o artículo
 

"Borges: Teoría y práctica"           
Texto extraído de Narradores de esta América
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Los procedimientos de la narración fantástica

Al examinar la literatura fantástica en una conferencia dictada en Montevideo en 1949, encuentra Borges cuatro grandes procedimientos que se presentan desde los primeros tiempos y que permiten al creador destruir no sólo el realismo de la ficción sino la misma realidad. Ellos son: la obra de arte dentro de la misma obra, la contaminación de la realidad por el sueño, el viaje en el tiempo, el doble.

El procedimiento de la obra dentro de la obra está ya en el Quijote (como apunta Borges): en la segunda parte los personajes han leído el Quijote de 1605; está también en Hamlet: los cómicos representan ante la corte una tragedia que tiene gran semejanza con la de Hamlet. Pero es posible rastrearlo antes del Barroco. En la Eneida (libro I) el héroe troyano contempla en Cartago unas pinturas en las que se muestra la destrucción de Troya, de la que acaba de escapar, y se reconoce mezclado entre los príncipes aqueos. Y antes, en la Ilíada, modelo de Virgilio, Helena borda en el canto II un doble manto de púrpura cuyo tema es el mismo del poema: el combate de troyanos y aqueos por la posesión de Helena. En estos ejemplos (y en otros que Borges propone o pueden proponerse complementariamente) se advierte que la misma obra literaria postula la realidad de su ficción al introducirse como realidad en el mundo que sus personajes habitan.

Borges no ha descuidado el empleo de este procedimiento. Pero no se ha limitado a trasladarlo tal como lo ofrecía la tradición literaria de occidente: lo ha invertido. En vez de testimoniar la realidad de su cuento por la presencia dentro de él de la misma obra de arte, ha introducido en sus relatos más inauditos la realidad contemporánea del lector. Así, por ejemplo, para evitar toda discusión sobre la existencia de una enciclopedia que permite acceder a Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, Borges compromete a su amigo Bioy Casares en el descubrimiento (empieza por atribuirle una frase suya) y luego transcribe las opiniones, también apócrifas, de Carlos Mastronardi, Ezequiel Martínez Estrada, Pierre Drieu la Rochelle, Alfonso Reyes, Xul Solar, Enrique Amorim, Néstor Ibarra. En otra variante de este recurso, utiliza a estos u otros amigos como personajes (incidentales, es claro) de sus ficciones: Pedro Leandro Ipuche y Bernardo Haedo en Funes el memorioso; Patricio Gannon y yo en La otra muerte. Una tercera variante le permite decretar que la ficción hay ha sido escrita por alguien (también Cervantes previó este recurso al inventar a Cide Hamete Benengeli). En vez de crear el cuento se limita a comentarlo bajo la humilde apariencia de reseña bibliográfica o la más grave de necrología. Ya se ha visto que así compone El acercamiento a Almotásim, Examen de la obra de Herbert Quain y Pierre Menard, autor del Quijote. En todos los casos un pedazo irrefutable de la realidad aparece injertado en la ficción, aparece lastrándola de realidad.

El procedimiento de introducir imágenes del sueño que alteran la realidad ha sido explotado por el folklore de todos los pueblos; también, magistralmente, por Coleridge en una nota que el propio Borges cita y traduce así: Si un hombre atravesara el Paraíso en un sueño, y le dieran una flor como prueba de que había estado ahí, y si al despertar encontrara esa flor en su mano... entonces ¿qué? En uno de sus cuentos de más minuciosa elaboración, Las ruinas circulares, Borges juega con el impreciso límite entre la realidad y el sueño: un asceta o místico de la India decide soñar un hombre e interpolarlo en la realidad. Después de muchas vigilias y de algunas horas dedicadas al sueño consigue crearlo. Un solo signo podrá delatar la condición irreal del fantasma: será inmune al fuego. Más tarde un incendio amenaza la vida del soñador. Quiere huir, atraviesa el fuego: con alivio, con humillación, con terror (escribe Borges), comprendió que él también era una apariencia, que otro estaba soñándolo.

La flor de Coleridge, combinada con otro recurso -el viaje en el Tiempo- ha engendrado otras ficciones famosas que el mismo Borges apunta. Así, por ejemplo, en The Time Machine de H. G. Wells, el protagonista viaja hacia el porvenir y trae una flor marchita. Borges comenta: Más increíble que una flor celestial o que la flor de un sueño es la flor futura, la contradictoria flor cuyos átomos ahora ocupan otros lugares y no se combinaron aún. Henry James, que conocía el texto de Wells, propone una versión más fantástica en The Sense of the Past, novela que no llegó a concluir pero cuyo argumento total es conocido: un retrato que data del siglo XVIII representa misteriosamente al protagonista, que fascinado por la tela logra trasladarse a la fecha en que fue pintada y consigue que el pintor, tomándolo como modelo, comience la obra. James crea así (dice Borges) un incomparable regressus ad infinitum, ya que su héroe, Ralph Pendrel, se traslada al siglo XVIII porque lo fascina un viejo retrato, pero ese retrato requiere, para existir, que Pendrel se haya trasladado al siglo XVIII. La causa es posterior al efecto, el motivo del viaje es una de las consecuencias del viaje.

Borges ha utilizado también la fantasía temporal. Por ejemplo, en El milagro secreto, el tiempo real queda suspendido mientras fluye un año mental para el protagonista (a quien apuntan los fusiles del pelotón de ejecución); en Funes, la memoria estratifica el tiempo: ni uno solo de sus segundos se pierde, todos quedan registrados en la inhumana vigilancia del memorioso; El inmortal (que el autor ha calificado de Bosquejo de ética para inmortales) está señalando desde el título una curiosa derrota del tiempo que es también derrota de la noción de personalidad. Dejé para el final el más audaz, aunque no (tal vez) el de más feliz ejecución: La otra muerte en que la voluntad de un hombre opera un milagro, le permite remontar la corriente del tiempo y alterar una cobardía pasada, que padeció durante toda la vida, con un acto de arrojo.

El último procedimiento codificado por Borges, el de los dobles, abunda en antecedentes ilustres. En su conferencia recuerda dos: uno de los cuentos de Edgar Allan Poe que se titula William Wilson; una narración de Henry James, The Jolly Corner, que presenta la sugestiva variante de referirse a un doble que habita no otro tiempo real sino un tiempo posible, que es un fantasma en fin.

Este procedimiento cuenta con la predilección de Borges. Hay tres cuentos que lo ensayan, siempre con significativas invenciones. En Tres versiones de Judas se sustituyen rápidamente las teorías sobre la traición hasta concluir con la más fascinante: Dios no se encarnó en Cristo, el perfecto, sino en Judas, el traidor. En realidad, más que una blasfemia o una herejía barroca (que tendría su antecedente, según he apuntado, en el Biathanatos de John Donne) lo que Borges propone es la identificación final de Judas y Cristo, de cada hombre con todo hombre. El procedimiento aparece explícito en El tema del traidor y del héroe, en que el jefe de una conspiración resuelve traicionar a sus cómplices; éstos se enteran y deciden eliminarlo, pero de manera que la causa no se debilite. Para ello, lo obligan a jugar el papel de víctima, de héroe, en un atentado simulado que servirá para encubrir el suicido verdadero. En Los teólogos, deliciosa recreación arqueológica, insiste en el procedimiento: después de largas y vanas refutaciones un teólogo logra la completa destrucción (por el fuego) de un rival famoso. Al morir descubre que para Dios, para la mirada ilimitada de Dios, ambos son la misma persona. En cualquiera de los tres ejemplos, Borges ha preferido imaginar no dos personas idénticas sino dos personas aparentemente opuestas aunque en realidad complementarias. En algún caso (el segundo) ni siquiera es necesario que haya dos personas; bastan distintos enfoques de la misma. Otro cuento, La forma de la espada, especula con el cambio de enfoque y muestra la despreciable delación de un hombre contada por él mismo como si él fuera la víctima y no el delator.

 

Metáforas de la realidad

Quizá el error más grueso que puede cometer un lector de Borges es el de suponer que sus ficciones se agotan después de examinados sus procedimientos. Es decir: que son únicamente construcciones artificiosas sin ningún contenido. El mismo Borges se ha encargado de tolerar y hasta fomentar esa injusticia. Algunas veces ha señalado que son juegos de la inteligencia y la escritura, artificios, como si sólo fueran eso. Sin embargo, su autor no puede ignorar (y hasta lo ha declarado públicamente) que la literatura fantástica se vale de ficciones no para evadirse de la realidad, como creen sus fáciles detractores, sino para expresar una visión más honda de la realidad. Toda esa literatura está destinada más a ofrecer metáforas de la realidad por las que el escritor quiere trascender la superficie indiferente o casual, que evadirse a un territorio impune. De aquí que no cualquier ficción responsable pueda valer; de aquí que la literatura fantástica requiera más lucidez y rigor, más auténtica exigencia creadora, que la mera copia de la realidad que (ésta sí) puede permitirse abundar en incoherencias, en arbitrariedades, en el tedio.

El mismo Borges acerca dos ejemplos: The Invisible Man de H. G. Wells y Der Prozess de Frank Kafka. Ambas obras (apunta en su conferencia de 1949) plantean el mismo tema: la soledad del hombre, su incomunicabilidad última, pero utilizan distintos procedimientos narrativos. Una es una fantasía científica, contada en términos de minucioso realismo; la otra es una pesadilla que conserva su irrealidad, su angustia, sus leyes arbitrarias, a pesar de estar expuesta con detalles de la más penosa o trivial materialidad.

Del mismo modo pueden reducirse las ficciones de Borges a constantes temas humanos. Así, por ejemplo, Pierre Menard, autor del Quijote y La busca de Averroes, La Biblioteca de Babel y El milagro secreto, La escritura del Dios, demuestran, de muy variada manera, la vanidad de todo esfuerzo creador, la locura de la erudición, de la crítica literaria, de la filosofía, del arte. El tema del traidor y del héroe, Tres versiones de Judas, Los teólogos, ejemplifican la imposibilidad de un deslinde total ente el Bien y el Mal. La biblioteca de Babel, La lotería de Babilonia, La escritura de Dios, El Aleph, presentan variantes del azar que rige este mundo caótico, en tanto que El muerto (en que a un hombre lo dejan triunfar y ser prepotente y creerse alguien porque ya lo tienen condenado de antemano) ofrece una reducción del tema a escala del destino individual. Examen de la obra de Herbet Quain, El jardín de los senderos que se bifurcan, La muerte y la brújula, La casa de Asterión, proponen una imagen del universo y del destino humano que se confunde, por su bifurcación, por su simetría, con las de un hombre encerrado en la pesadilla de un laberinto.

En el centro de estas ficciones hay un mensaje -nihilista- que no es difícil formular: el mundo coherente que creemos vivir, gobernado por la razón y fijado por el esfuerzo creador en perdurables categorías morales e intelectuales no es real. Es una invención de hombres (artistas y teólogos, filósofos y visionarios) que se superpone a la realidad absurda, caótica, del mismo modo que la caprichosa creación de Tlön (obra de sabios también) se superpone a esta realidad legislada que todos soñamos. El mundo, el real no el aparencial, ha sido creado por dioses subalternos y abunda en incongruencias, en imperfecciones, en sinsentido.

 

Las ficciones realistas

Es claro que toda una zona de las ficciones de Borges afecta la apariencia del realismo. Y el mismo autor ha permitido que uno de sus relatos, Emma Zunz, fuera anunciado en Sur como "cuento realista" ¿Acaso no rigen en estos relatos las mismas normas narrativas?, podría preguntarse el lector. ¿Es distinta la visión del mundo que ellos revelan? Consideremos el caso de Emma Zunz.

Borges cuenta allí la historia (sugerida por Cecilia Ingenieros) de una joven que para vengar la muerte de su padre resuelve hacerse violar por un marinero desconocido para poder echar la culpa de ese acto al hombre de quien desea vengarse y tener así una excusa por haberlo matado. El cuento es realista en más de un sentido, como se ve. Pero, ¿en qué consiste el realismo de Emma Zunz? No indudablemente en su desagradable peripecia ni en el estilo neutro en que la comunica Borges. Su realismo consiste en que ningún detalle (por rebuscado o casual que parezca) viola ninguna de las leyes aceptadas del mundo real. No hay nada que sea fantástico en su planteo o en sus términos; todo es de una burocrática realidad, aún en sus sordideces. Y sin embargo, la realidad profunda que postula el relato es de la misma esencia de los cuentos fantásticos: es una realidad pesadillesca, deformada por el estado anormal en que se encuentra la protagonista, y que se revela, súbitamente, en el último párrafo del cuento. La historia [que cuenta Emma Zunz a la policía] era increíble, en efecto, pero se impuso a todos, porque sustancialmente era cierta. Verdadero era el tono de Emma Zunz, verdadero el pudor, verdadero el odio. Verdadero también era el ultraje que había padecido; sólo eran falsas las circunstancias, la hora y uno o dos nombres propios.

Basta este último párrafo (en que el ultraje cometido por un hombre puede ser pagado, sin alteración de la verdad sustancial, por otro), basta este párrafo ambiguo y luminoso para destruir la aparente coherencia del mundo que postula Emma Zunz, para convertir el relato realista en fantástico. De la misma estirpe fantástica de los cuentos de El jardín de senderos que se bifurcan.

Más evidente es el caso de otro cuento que Borges ha vinculado por su estilo a Emma Zunz. Se titula La espera y es más reciente. Allí un hombre (contrabandista, se adivina) se esconde de sus compañeros a los que sin duda ha delatado; día tras día, noche tras noche, imagina el momento en que aquellos lo descubren, entran en su cuarto y lo balean sin previo aviso. Cuando llegan realmente, el hombre está acostado y los mira; no acaba de convencerse e intenta un gesto como para devolverlos al sueño al que sin duda pertenecen, como para despojarlos de realidad por medio de un conjuro; entonces muere. ¿Será necesario aclarar que para este hombre que estuvo viviendo durante meses la pesadilla de la muerte repentina y multiplicada en horas de esperas, la muerte misma no es sino una variante, la última tal vez, de la pesadilla circular?

Si se compara esta historieta de Borges con una anterior y levemente similar de Ernest Hemingway (The Killers es el título original) se puede apreciar mejor la naturaleza no realista del enfoque borgiano. Hemingway se mantiene deliberadamente en la superficie del relato y a través de ella permite a la intuición del lector el acceso a la angustia del hombre acorralado que espera, en lúcida impotencia, a los matones que han de ultimarlo. Borges se instala en cambio (sin monólogo interior, sin análisis proustiano) en la conciencia del hombre y verifica (ya en otro plano que ahora interesa más) que no hay casi manera de distinguir la muerte real de esas muertes previas, sus borradores confusos, que la cobardía proveyera. La realidad sólida, aparencial, aparece destruida por su mirada y muestra su incoherencia, su desgarrada faz de pesadilla.

 

V

La cosmovisión

...un misterio y una esperanza: la eternidad.
(El idioma de los argentinos, 1928)

 

El Tiempo y el Mundo

No es posible considerar el nihilismo como la última etapa de esta obra. El universo que muestran sus ficciones no es, en verdad, caótico; este escritor que las crea no es, en verdad, nihilista. La visión caótica y nihilista refiere únicamente al mundo de las apariencias. Pero si el lector es capaz de trascender la corteza de estas ficciones y alcanzar la grave realidad subyacente se puede descubrir otra perspectiva. Para ello es posible guiarse por las revelaciones contenidas en Nueva refutación del Tiempo, 1947, librito en que resume Borges su más perdurable inquisición metafísica. Allí escribe: Berkeley negó que hubiera un objeto detrás de las impresiones de los sentidos; Hume que hubiera un sujeto detrás de la percepción de los cambios. Aquél había negado la materia, éste negó el espíritu; aquél no había querido que agregáramos a la sucesión de impresiones la noción metafísica de materia, éste no quiso que agregáramos a la sucesión de estados mentales la noción metafísica de un yo.

Prolongando entonces a estos negadores del espacio y del yo, Borges niega el tiempo, y afirma: Fuera de cada percepción (actual o conjetural) no existe la materia; fuera de cada estado mental no existe el espíritu; tampoco el tiempo existiría fuera de cada instante presente. O como escribe Schopenhauer en palabras que el mismo Borges cita: Nadie ha vivido en el pasado, nadie vivirá en el futuro; el presente es la forma de toda vida, es una posesión que ningún mal puede arrebatarle.

Esta convicción metafísica, que Borges razona y comparte, no es sólo producto de una especulación. El mismo libro permite conocer una experiencia en que Borges vivió (creyó vivir) la eternidad. Aparece contada en el fragmento titulado Sentirse en muerte (hacia 1928). Borges recorre, solitario y feliz, la noche del suburbio porteño. Se detiene a contemplar una tapia rosada. Me quedé mirando esa sencillez (escribe). Pensé, con seguridad, en voz alta: Esto es lo mismo de hace treinta años... Conjeturé esa fecha: época reciente en otros países, pero ya remota en este cambiadizo lado del mundo. Tal vez cantaba un pájaro y sentí por él un cariño chico, de tamaño de pájaro; pero lo más seguro es que en ese ya vertiginoso silencio no hubo más ruido que el también intemporal de los grillos. El fácil pensamiento Estoy en mil ochocientos y tantos dejó de ser unas cuantas aproximativas palabras y se profundizó en realidad. Me sentí muerto, me sentí percibidor abstracto del mundo: indefinido temor imbuido de ciencia que es la mejor claridad de la metafísica. No creí, no, haber remontado las presuntivas aguas del Tiempo: más bien me sospeché poseedor del sentido reticente o ausente de la inconcebible palabra eternidad. Sólo después alcancé a definir esa imaginación. La escribo ahora así: Esa pura representación de hechos homogéneos -noche en serenidad, parecita límpida, olor provinciano de la madreselva, barro fundamental- no es meramente idéntica a la que hubo en esa esquina hace tantos años; es, sin parecido ni repeticiones, la misma. El tiempo, si podemos intuir esa identidad, es una delusión: la indiferencia e inseparabilidad de un momento de su aparente ayer y otro de su aparente hoy, basta para desintegrarlo.

Un idealismo que lleva sus conclusiones más lejos que Berkeley y Hume y (tal vez) Schopenhauer, tal es la cosmovisión que encierran las ficciones de Borges, la obra entera de este creador impar. A esta luz, todo cambia. El tema del doble adquiere nuevo significado. No se trata ya de un doble porque todos los hombres son el mismo hombre y hay un solo hombre. (En la fantasía arqueológica que se titula El inmortal se despliega con abundancia de detalles y felicidad de estilo el tema). Y los juegos con el tiempo presentan otro sentido. Incluso algunas de esas ficciones que muestran a Borges o a sus creaturas, habitados por revelaciones y éxtasis (por ejemplo, El testigo en el volumen Dos fantasías memorables, escrito en colaboración con Bioy Casares; o El Zahir y El Aleph, en el volumen homónimo) se revelan como metáforas, patéticas o burlescas, de aquella intuición fundamental de la eternidad del presente, de la abolición del Tiempo, que golpeó a Borges una noche de 1928 en una calle del suburbio porteño.

 

VI

El hombre

Negar la sucesión temporal, negar el yo, negar el universo astronómico, son desesperaciones aparentes y consuelos secretos. Nuestro destino (a diferencia del infierno de Swedenborg y del infierno de la mitología tibetana) no es espantoso por irreal; es espantoso porque es irreversible y de hierro. El tiempo es la sustancia de que estoy hecho. El tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy el río; es un tigre que me destroza, pero yo soy el tigre; es un fuego que me consume, pero yo soy el fuego. El mundo, desgraciadamente, es real; yo, desgraciadamente, soy Borges.
(Nueva refutación del Tiempo, 1947).

 

Borges el memorioso

¿A qué se debe esa duplicidad de las ficciones de Borges, ese oscilar entre la concepción francamente fantástica y la apariencia del realismo? El fundamento está, ya se ha visto, en la peculiar cosmovisión del escritor. Pero esa weltanschauung (para usar la palabra técnica) depende estrechamente de las circunstancias concretas de este ser Borges. Para los que se sientan repugnados por la explicación de raíz metafísica arriba expuesta, se puede intentar una segunda (psicológica) que no sólo no la desmiente sino que la confirma. El punto de partida lo ofrece uno de sus cuentos, que Borges ha calificado el mejor.

En Funes el memorioso ha trazado una suerte de autobiografía espiritual. El cuento presenta a un muchacho de Fray Bentos que a consecuencia de una caída de caballo queda tullido. El accidente tiene otra consecuencia. Al caer, escribe Borges, perdió el conocimiento; cuando lo recobró, el presente era casi intolerable de tan rico y tan nítido, y también las memorias más antiguas y más triviales. Más adelante detalla el relator (el mismo Borges): Nosotros de un vistazo, percibimos tres copas en una mesa; Funes, todos los vástagos y racimos y frutos que comprende una parra. Sabía las formas de las nubes australes del amanecer del treinta de abril de mil ochocientos ochenta y dos y podía compararlas en el recuerdo con las vetas de un libro en pasta española que sólo había mirado una vez y con las líneas de la espuma que un remo levantó en Río Negro la víspera de la acción del Quebracho.

El mundo que contempla Funes (y que estas citas tratan de evocar en el recuerdo del lector), ese mundo en que nada es olvidado, en que todo es presente, no es esencialmente distinto al que contempla cotidianamente su creador. Apenas si está amplificado por la literatura, por el estilo. Una memoria prodigiosa le permite también a Borges fijar para siempre las circunstancias de cada instante; una repetición o monotonía de su vida diaria le permite rectificar en el detalle la misma acción, cotidianamente ejecutada. El insomnio que acosaba también a Funes, le facilita la lenta elaboración de sus ficciones. Largas interminables noches preceden a cada una de sus obras y las dejan marcadas para siempre con sus intervalos de pesadilla o de éxtasis. En sus cuentos abundan esas señales inequívocas de la lucidez alucinatoria del insomnio, esa exasperación intuitiva, ese aumento cruel de las percepciones, unidas (es claro) a las ocasionales distracciones, a los lapsos de inconsciencia que el mismo insomnio alimenta, esos lapsos en que las cosas más nítidas suelen confundirse y los límites borrarse súbitamente.

Todos los cuentos abundan en estas señales. En La forma de la espada, al confesarse John Vincent Moon suele equivocar los términos (Antes o después, dice, orillamos el ciego paredón de una fábrica o un cuartel) y acaba por reconocer que los nueve días que pasó ocultándose de sus enemigos en la enorme quinta del general Berkeley (¿o del obispo?, hace conjeturar a su lector Borges), esos nueve días pesadillescos por el miedo forman uno solo en el recuerdo.

En La muerte y la brújula el detective Eric Lönnrot recorre una vieja quinta. Por antecomedores y galerías salió a patios iguales y repetidas veces al mismo patio. Subió por escaleras polvorientas y antecámaras circulares; infinitamente se multiplicó en espejos opuestos; se cansó de abrir o entreabrir ventanas que le revelaban, afuera, el mismo desolado jardín desde varias alturas y varios ángulos; adentro, muebles con fundas amarillas y arañas embaladas en tartalán. Es decir: Eric Lönnrot se sumerge en una quinta que es un mundo de pesadilla, gobernado por las trampas de una simetría onírica.

Y no son éstas las únicas señales que muestran la identidad de los sueños o vigilias del creador con los personajes o circunstancias de sus ficciones. A través de todos los cuentos (sean fantásticos o pretendidamente realistas) algunos elementos muestran esa identidad de visión. Se trata de imágenes que no sólo hechizan a los personajes; hechizan también al autor. Los losanges amarillos que evoca Emma Zunz (estaban en la quinta de Lanús que su padre poseía y que les remataron cuando la quiebra) reaparecen ante el hombre que espera como los desvaídos rombos de la pinturería y ferretería del barrio en que se ha refugiado. Esos losanges vuelven, coloridos, y se instalan en la pared de otra pinturería junto a la que se descubre el cadáver, apuñalado, de Daniel Simón Azevedo en La muerte y la brújula. A través de todo este cuento, en los arlequines enmascarados que se llevan (que fingen llevar) a Gryphius borracho o herido de muerte; en la ventana del mirador en que Lönnrot enfrenta la solución del misterio, el tema de los losanges es símbolo o metáfora de la secreta simetría de la historia personal de Borges, de sus veranos en la quinta de Adrogué, poblada de corredores pesadillescos que se reflejan en abominables espejos.

¿Habrá que agregar también otras coincidencias estilísticas entre los cuentos que sugieren (o documentan) una intuición compartida, honda, recurrentemente por el autor? El narrador de Hombre de la esquina rosada, al ver el coraje de Francisco Real, el guapo del otro barrio que viene a desafiar, se siente anonadado y expresa: Yo hubiera querido estar de una vez en el día siguiente, yo me quería salir de esa noche. Quince años después, al contar cómo Emma Zunz reacciona ante la noticia de la muerte de su padre, repite Borges: Su primera impresión fue de malestar en el vientre y en las rodillas; luego de ciega culpa, de irrealidad, de frío, de temor; luego, quiso ya estar en el día siguiente.

 

Unidad central de la obra

No es posible (no es tampoco necesario) explicar a Proust sólo por el asma, a Herrera y Reissig sólo por la taquicardia, a Borges sólo por el insomnio. Aquí no se esboza una explicación única. Sólo se pretende confirmar, con algún detalle estilístico, una intuición invasora: la de una visible identidad entre el mundo de las ficciones y el mundo que habita realmente su inventor; la intuición de que la realidad es para Borges pesadillesca, de que sus ficciones (fantásticas o realistas) son verdaderas en el sentido de que copian una realidad alucinada: la de su autor. Con lo que se vuelve a la weltanschauung ya esbozada.

Esta intuición también puede razonarse. Un cuidadoso examen de la obra de Borges permite demostrar fácilmente que, como Funes, él se sintió alguna vez, solitario y lúcido espectador de un mundo multiforme, instantáneo y casi intolerablemente preciso; que no sólo habla John Vincent Moon cuando asegura: Lo que hace un hombre es como si lo hicieran todos los hombres. Por eso, no es injusto que una desobediencia en un jardín contamine al género humano; por eso no es injusto que la crucifixión de un solo judío baste para salvarlo. Acaso Schopenhauer tiene razón: yo soy los otros, cualquier hombre es todos los hombres. Shakespeare es de algún modo el miserable John Vincent Moon; que las mismas palabras con que Yu Tsun expresa su perplejidad ante el laberinto inventado por su antepasado (Me sentí... percibidor abstracto del mundo) habían sido usadas antes por su inventor para comunicar su perplejidad metafísica, en una noche de suburbio de 1928, ante la súbita intuición de la eternidad; que uno de los argumentos utilizados por Jaromir Hladik en su Vindicación de la Eternidad (no es infinita la cifra de las posibles experiencias del hombre y... basta una sola repetición para demostrar que el tiempo es una falacia) ya había sido empleado, antes de El milagro secreto, por Borges en Nueva refutación del Tiempo.

¿Para qué continuar? La trama de las intuiciones de Borges y la trama de sus ficciones son una y la misma cosa. Debajo de las metáforas narrativas (que suelen llamarse cuentos) se esconde una concepción idealista de la Realidad, una metafísica hondamente enraizada en las experiencias del hombre. Por eso, este hombre Borges (este creador) es también John Vincent Moon el traidor, es también Eric Lönnrot el detective, es también Irineo Funes el memorioso.

 

VII

Una literatura

Quizá la manera más eficaz de acceder al mundo literario que cubre el nombre de Jorge Luis Borges sea aceptar, de una vez por todas, que no se le puede comprender cabalmente si no se le considera como una literatura dentro de otra. Borges lo ha dicho de algunos grandes creadores de occidente (de Joyce, de Goethe, de Quevedo, de Shakespeare, de Dante) y tal vez no sea excesivo aplicárselo a él mismo. En efecto, su literatura no es sólo un capítulo o una etapa o una tendencia dentro de la literatura argentina (e hispanoamericana) contemporánea. Es toda una literatura, con su pluralidad de géneros, desde la lírica hasta la fabulación metafísica; con sus evidentes períodos, desde la renovación ultraísta del 20 hasta la fantasía arqueológica de hoy; con sus corrientes opuestas y hasta excluyentes, desde el versolibrismo del comienzo hasta el neoclasicismo de los últimos poemas. Una literatura que tiene su propia retórica y estilística, una metafísica que le da unidad y convierte una obra en apariencia fragmentaria en un todo coherente, un estilo inconfundible y hasta sus apócrifos. Una literatura que a pesar de su variedad revela la unidad del ser Borges, su creador, su tema secreto."

(1955)


Nota de 1975

He desarrollado estos puntos de vista en el libro Borgès par lui-même (París, Seuil, 1970).

 

 

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