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III. El ensayo
Una retórica que partiese, no del arreglamiento de los
sucesos literarios actuales a las formas ya prefijadas de la doctrina
clásica, sino de su directa contemplación y que
legislase la greguería, la novela confesional y la figuración
contemporánea de las formas de siempre, fue ambición
de mi pluma.
(Inquisiciones, 1925).
Perplejidades metafísicas
Aunque Borges siguió versificando, la poesía ya había
pasado a segundo término. El primer plano lo ocupa, casi
desde 1925, la obra crítica, el ensayo. Pero conviene advertir
desde ya que por obra crítica no se debe entender únicamente
el ensayo literario. La especulación metafísica, tan
evidente en su poesía, ocupa buena parte de sus libros de
ensayos. Se presenta por lo general bajo la forma de examen de alguna
doctrina particular o tema básico de la filosofía
o teología -examen al que siempre aporta Borges su dialéctica
y sus intuiciones personales.
Casi todos los temas centrales están ya en germen en el
primer volumen de Inquisiciones. Dos ensayos los declaran
desde sus títulos: La nadería de la personalidad,
La encrucijada de Berkeley. Allí apunta Borges ("a
la vera de claras discusiones con Macedonio Fernández")
su convicción de que "no hay tal yo de conjunto"
y formula así su intuición: "...entendí
ser nada esa personalidad que solemos tasar con tan incompatible
exorbitancia. Ocurrióseme que nunca justificaría mi
vida un instante pleno, absoluto, contenedor de los demás,
que todos ellos serían etapas provisorias, aniquiladoras
del porvenir, y que fuera de lo episódico, de lo presente,
de lo circunstancial, no éramos nadie".
Allí también niega el Tiempo con una vehemencia que
los años han apaciguado pero no obliterado. El presente es
la sustancia de nuestra vida, de esta vida: "Yo estoy limitado
a este vertiginoso presente (escribe) y es inadmisible que
puedan caber en su ínfima estrechez las pavorosas millaradas
de los demás instantes sueltos". Para este lúcido
poca cosa es la Realidad fuera de ese yo reducido al presente.
"La Realidad (dice) es como esa imagen nuestra que surge
en todos los espejos, simulacro que por nosotros existe, que con
nosotros viene, gesticula y se va, pero en cuya busca basta ir para
dar siempre con él".
Esa imagen del espejo, que acecha en el fondo de toda la creación
borgiana y que es como cifra de su mundo alucinado, volverá
en otros avatares a servir de imagen al mundo.
En textos posteriores -que pueden encontrarse no sólo en
las páginas de sus ensayos, sino también en sus poemas
y en sus ficciones narrativas- razonará y afinará
Borges estas intuiciones básicas que aquí apunta en
la prosa barroca de sus primeros libros. La naturaleza de la Realidad
habrá de asomar en un poema (El truco, por ejemplo)
o en la minuciosa alegoría que se llama Tlön, Uqbar,
Orbis Tertius, el primero de los relatos de El jardín
de senderos que se bifurcan (1941); estará también
en La lotería de Babilonia y en La biblioteca de
Babel, en Las ruinas circulares como en el poema que
se titula La noche cíclica. Pero en sus ensayos, retomados
y nunca concluidos, en suma, es donde se ve puede seguir más
claramente la evolución de los temas metafísicos que
Borges reduce a algunas formas constantes: el examen de la paradoja
de Zenón sobre la carrera entre Aquiles y la tortuga que
permite mostrar la naturaleza ilusoria del Espacio y del Tiempo
(está en Discusión, 1932, y reaparece en Otras
inquisiciones, 1952); la doctrina de los ciclos, tan vinculada
al tema básico: el Tiempo (empieza a publicarse en Historia
de la eternidad, 1936, pasa a un poema de 1940 y se reitera
en 1943 bajo la forma de ensayo de La Nación); la
misma negación del tiempo, rastreable, a partir de 1925 en
textos de El idioma de los argentinos, 1928 (Sentirse
en muerte se titula) y en sucesivas versiones de la citada Historia
de la eternidad y de Nueva refutación del Tiempo,
1947.
Bajo cualquiera de estas formas se manifiesta una convicción
última: la irrealidad del mundo aparencial. O si se quiere
una definición más técnica. Es el de Borges
un idealismo solipsista que va más allá de Berkeley
y de Hume y que se apoya en algunos textos escogidos de Schopenhauer
(siempre los mismos) para sostener que fuera del presente el Tiempo
no existe y que este mismo presente contemplado por nuestro yo es
de naturaleza ilusoria. En la base de sus especulaciones metafísicas
hay la intuición de la vanidad del conocimiento intelectual
y la convicción de que es imposible penetrar el diseño
último del mundo (si lo hay).
Porque su metafísica descansa además en la negación
de todo socorro sobrenatural y, en la empecinada denuncia de las
fábulas de la teología. En un artículo sobre
Edward Fitzgerald y Omar Khayam (recogido en Otras Inquisiciones)
excusa las incursiones teológicas del poeta persa con una
frase que se le puede aplicar a él también: "Todo
hombre culto es un teólogo, y para serlo no es indispensable
la fe". De aquí que la obra de Borges abunde en
el examen de heresiarcas históricos, como el falso Basílides
(al que dedica un ensayo en Discusión), o como John
Donne (sobre su Biathanatos escribe en Otras Inquisiciones),
o en el registro apócrifo de herejías por él
mismo inventadas, como en el cuento Los teólogos o
en Tres versiones de Judas, que debe seguramente su impulso
al texto citado de Donne. De aquí que dedique poemas y ensayos
al examen del Infierno y enuncie, a la vera de León Bloy
esta vez, una horrible intuición: "los goces de este
mundo serían los tormentos del infierno, visto al revés,
en un espejo". De aquí que su última convicción
teológica pueda encontrarse en aquella frase tan destructora
de uno de sus relatos fantásticos, Tlön, Uqbar, Orbis
Tertius: "¿Cómo no someterse a Tlön, a la
minuciosa y vasta evidencia de un planeta ordenado? Inútil
responder que la realidad también esta ordenada. Quizás
lo esté, pero de acuerdo a leyes divinas -traduzco: a leyes
inhumanas- que no acabamos nunca de percibir".
Tal vez estas especulaciones metafísicas o teológicas
de Borges carezcan de todo valor filosófico. Es probable
que Borges no haya agregado una sola idea nueva, una sola intuición
perdurable, al vasto corpus compilado por occidentales y orientales
desde las meditaciones de los presocráticos o de las pasivas
alucinaciones de Buda. Pero son fundamentales para comprender el
sentido último de su obra creadora. Aunque él mismo
tienda a juzgarlas (en paradójica humildad) como una rama
de la literatura fantástica o hable de ellas como del
"débil artificio de un argentino extraviado en la metafísica"
y hasta denuncie la subyacente actitud estética ("estimar
las ideas religiosas o filosóficas por su valor estético
y aun por lo que encierran de singular y maravilloso",
aclara o define), actitud que es indicio según él
de un escepticismo esencial; aunque sea el propio Borges el primero
en denunciar limitaciones y errores, es evidente que sin examinar
esta perplejidad es imposible situar precisamente la obra creadora
de este singular escritor.
Vanidad de la crítica literaria
Ya se ha visto al examinar la poesía de Borges el papel
fundamental que juega en ella su obra crítica. En realidad,
Borges puede ser considerado más que como un crítico
literario puro como un crítico practicante, de acuerdo
con la útil distinción propuesta por T. S. Eliot.
Es decir: como el crítico que estudia aquellos problemas
que debe resolver como creador y desdeña (o falsea) los que
estorban a su propia invención. Esto explicaría en
parte la naturaleza tan agresiva de la crítica de Borges,
así como sus cambios de frente. Lugones y Góngora
podrían ser buenos ejemplos de la parcialidad con que ataca
Borges y de la honradez (excepcional en el ambiente rioplatense)
con que reconoce errores antiguos y adora lo que había quemado.
Al hacer esta distinción no se quiere disminuir la penetración
y alcance excepcional de la facultad crítica de Borges; se
quiere indicar únicamente que esa facultad no se ejerce gratuitamente
sino que aparece al servicio de la propia creación. Esa es
su verdadera naturaleza.
En muchos textos ha glosado Borges la vanidad de toda crítica
literaria. En algún lugar ha mostrado que suele reducirse
a dos actividades ajenas por completo a la función crítica:
la alabanza, el vituperio. En sucesivos ensayos (desde El tamaño
de mi esperanza hasta Discusión, principalmente)
ha mostrado la relatividad del juicio, cómo siempre el lector
empieza por prejuzgar (id est: por situarse en una perspectiva condicionada).
El examen de una metáfora le sirve en La fruición
literaria (de El idioma de los argentinos) para denunciar
esa relatividad. Se trata de un texto que dice: "El incendio,
con feroces mandíbulas devora al campo". Borges
conjetura sucesivamente que fue escrita por un poeta argentino ultraísta,
por un poeta chino o siamés, por el testigo presencial de
un incendio, por Esquilo (de quien es realmente). Cada atribución
supone una distinta valoración, la aplicación de diferentes
patrones críticos. Con el mismo tema ha desarrollado Borges
una de sus más ingeniosas sátiras literarias. Se titula
Pierre Menard, autor del Quijote. Borges postula un literato
francés que se propone rescribir el Quijote con las
mismas palabras de Cervantes y sin copiarlo; después de arduos
esfuerzos llega a conseguir algunos párrafos, textualmente
idénticos pero casi opuestos en su significado, en las alusiones
de su contenido. No en balde Pierre Menard es un escritor contemporáneo
y Cervantes un hombre del Seiscientos. El propósito de Borges
se explicita mejor en los irónicos párrafos finales
del cuento (en que hay un eco del ejercicio cometido sobre el texto
de Prometeo encadenado): "Menard (acaso sin quererlo)
ha enriquecido mediante una técnica nueva el arte detenido
y rudimentario de la lectura: la técnica del anacronismo
deliberado y de las atribuciones erróneas. Esa técnica
de aplicación infinita nos insta a recorrer la Odisea como
si fuera posterior a la Eneida y el libro Le jardín du Centaure
de Madame Henri Bachelier como si fuera de Madame Henri Bachelier.
Esa técnica puebla de aventura los libros más calmosos.
¿Atribuir a Louis Ferdinand Céline o a James Joyce
la Imitación de Cristo no es una suficiente renovación
de esos tenues avisos espirituales?
Detrás de tanta cortesía lo que se encuentra es la
convicción de la vanidad y locura de la crítica literaria.
En un texto de 1933 (Elementos de preceptiva, no recogido
en volumen) ha sido Borges menos elaborado, más explícito.
Después de proceder al análisis de algunos ejemplos
llega a dos conclusiones: "Uno la invalidez de la disciplina
retórica, siempre que la practiquen sin vaguedad; otra la
imposibilidad final de una estética. Si no hay palabra en
vano, si una milonga de almacén es una orbe de atracciones
y repulsiones ¿cómo dilucidar ese tide of pomp,
that beats upon the high shore of the world: las 1056 páginas
en cuarto menor atribuidas a Shakespeare? ¿Cómo juzgar
en serio a quienes las juzgan en masa, sin otro método que
una maravillosa emisión de aterrorizados elogios, y sin examinar
una línea?"
La conclusión práctica a que llega Borges no es la
imposibilidad de toda crítica sino, por el contrario, la
necesidad de que toda crítica se atenga cuidadosamente a
los textos concretos. De aquí que sus ensayos abunden en
examen de versos sueltos, de frases, de párrafos, y casi
nunca emprendan el análisis de una obra entera, de todo un
autor, de una literatura. Hay excepciones, es claro. Borges ha escrito
un estudio sobre Evaristo Carriego y prepara hace algunos
años otro sobre Dante; Borges ha escrito largamente (y en
varias instancias) sobre La literatura gauchesca y sobre
El "Martín Fierro"; Borges ha escrito (con
la ayuda invisible de Delia Ingenieros) un tratado sobre Antiguas
literaturas germánicas. Pero esta clase de trabajos constituye
la excepción en su obra crítica, compuesta de breves
ensayos, dispersos en revistas y recogidos morosamente en las páginas
de un libro. Por otra parte, basta considerar cualquier página
de los volúmenes arriba invocados para advertir hasta qué
punto cada afirmación crítica está apoyada
siempre en la cita textual y cómo se busca precisar la imagen
y se elude toda caracterización sumaria o vaga.
La nueva retórica
Semejante concepción de los riesgos y ventura de la crítica
ha llevado a Borges al examen de la retórica tradicional
y a la fundamentación de una retórica nueva que intenta
legislar las nuevas formas del arte contemporáneo (según
él mismo apuntó en 1925). Capítulos de esa
retórica se fueron escribiendo entre 1925 y 1936, y aunque
Borges nunca los ordenó en tratado ni consintió siquiera
en recogerlos en un solo volumen, su examen pormenorizado arroja
ancha luz sobre su creación estética. Puede intentarse
ahora una ordenación centrada en tres temas básicos:
el lenguaje, la metáfora, los procedimientos de la narración.
Repetidas veces escribe Borges sobre el lenguaje. Le preocupa ante
todo la caracterización de una lenguaje rioplatense que sin
necesitar convertirse en idioma nacional y practicar una mutiladora
separación del tronco común del idioma, se despeje
de falsos casticismos, de devociones galicistas y de supersticiones
autóctonas. Esa lengua ideal aparece expresada en la conferencia
que titula El idioma de los argentinos y cabe en sus penúltimas
palabras: "Pero nosotros quisiéramos un español
dócil y venturoso, que se llevara bien con la apasionada
condición de nuestros ponientes y con la infinitud de dulzura
de nuestros barrios y con el poderío de nuestros veranos
y nuestras lluvias y con nuestra pública fe. Sustancia de
las cosas que se esperan, demostración de cosas no vistas,
definió San Pablo la fe. Recuerdo que nos viene del porvenir,
traduciría yo. La esperanza es amiga nuestra y esa plena
entonación argentina del castellano es una de las confirmaciones
de que nos habla. Escriba cada uno su intimidad y ya la tendremos.
Digan el pecho y la imaginación de lo que en ellos hay, que
no otra astucia filológica se precisa".
Palabras en que se encuentra el mismo acento de las que por esos
días escribió Pedro Henríquez Ureña
en sus Seis ensayos en busca de nuestra expresión
(1928) y que Borges habría de glosar en una reseña
bibliográfica olvidada. "No hay secreto de la expresión
sino uno (escribe el maestro dominicano): trabajarla hondamente,
esforzarse en hacerla pura, bajando hasta la raíz de las
cosas que queremos decir; afinar, definir, con ansia de perfección.
El ansia de perfección es la única forma. Contentándonos
con usar el ajeno hallazgo, del extranjero o del compatriota, nunca
comunicaremos la revelación íntima; contentándonos
con la tibia y confusa enunciación de nuestras intuiciones,
las desvirtuaremos ante el oyente y le parecerán cosa vulgar.
Pero cuando se ha alcanzado la expresión firme de una intuición
artística, va en ella no sólo el sentido universal,
sino la esencia del espíritu que la poseyó y el saber
de la tierra de que se ha nutrido".
En cuanto al lenguaje como creación propia, como expresión
personal, Borges ha sintetizado en El idioma infinito (de
El tamaño de mi esperanza) su propia conducta. Después
de afirmar que ha procurado atenerse siempre a la gramática
(arte ilusoria que no es sino la autorizada costumbre) indica
algunas trazas, por las que tiende a ensanchar infinitamente
el número de voces posibles. Esas trazas son: 1º La
derivación de adjetivos, verbos y adverbios, de todo nombre
sustantivo; 2º La separabilidad de las llamadas preposiciones
inseparables; 3º La traslación de verbos neutros en
transitivos y lo contrario; 4º El emplear en su rigor etimológico
las palabras.
Bastan tales procedimientos para formular (no para explicar) las
novedades de un lenguaje que ha sido asombro de lectores y tentación
irresistible para tanto joven escritor. Cabría agregar a
lo dicho allí por Borges que se advierte una notable evolución
a lo largo de su obra. Ese lenguaje que está más vinculado
a lo español castizo en sus orígenes y que abunda
con gozosa complacencia en el arcaísmo de origen quevedesco,
se va depurando a medida que el escritor se esencializa y alcanza
una concisión sintáctica y una lucidez semántica
que son sus caracteres más salientes hoy.
La metáfora es otro tema básico de sus inquisiciones
críticas. En sucesivos exámenes advierte Borges que
ella no existe en la lírica popular; que en la lírica
culta suele convertirse en todo, es decir en el elemento de mayor
potencialidad poética; que esta primacía es en cierto
sentido ilusoria ya que requiere para ello un estado de poesía
muy elaborado (La poesía de los vocablos entreverados
por ella la condiciona y la hace emocionar o fallar, escribe
hacia 1928); que su verdadera condición es más bien
la de objetos poéticos (Son, para de alguna manera decirlo,
objetos verbales, puros e independientes como un cristal o como
un anillo de plata, escribe en 1952). La conclusión a
que llega ahora un análisis que se dilata a lo largo de tres
décadas se apoya en esta experiencia: Hará treinta
años, mi generación se maravilló de que los
poetas desdeñaran las muchas combinaciones de que esa colección
es capaz y maniáticamente se limitaran a unos pocos grupos
famosos: las estrellas y los ojos, la mujer y la flor, el tiempo
y el agua, la vejez y el atardecer, el sueño y la muerte.
La conclusión es que los poetas (y no su generación)
tenían razón.
Todo su afán de retórico de la metáfora se
ha concentrado en estos últimos años en mostrar que
bastan esas aproximaciones para ordenar todas las metáforas
posibles. Es claro que esta unidad no aniquila la variedad. No cualquiera
advierte la unidad esencial que enlaza secretamente a ciertas metáforas
y el propio Borges se pregunta: ¿Quién, a priori,
sospecharía que sillón de hamaca (como dicen en los
blues a la muerte) y David durmió con sus padres (Reyes,
2:10) proceden de una misma raíz? Es decir: la identificación
del sueño con la muerte.
Una poética de la narración
Cuando los problemas de la narración empiezan a dominar
la obra creadora de Borges, aparecen sus ensayos sobre los procedimientos
narrativos y descriptivos, su reiterada consideración de
las Sagas, su análisis del valor de invención en el
argumento, su discrepancia de las teorías expuestas por Ortega
y Gasset en Ideas sobre la Novela, 1925, su ataque al psicologismo.
Con todo ello, Borges compone una poética de la narración
que podría articularse así.
El problema central de la novelística es la causalidad,
dice en un ensayo de 1932, El arte narrativo y la magia.
Borges reconoce dos formas de expresión de esa causalidad.
Una de ellas es la realista que encuentra su mejor expresión
en la morosa novela de caracteres [que] finge o dispone una concatenación
de motivos que se proponen no diferir de los del mundo real.
Mejor le parece a Borges el procedimiento de las narraciones fantásticas
que descansan en la magia que es la coronación o pesadilla
de lo causal no su contradicción. De aquí que
postule: ...una novela (...) debe ser un juego preciso de vigilancias,
ecos y afinidades. Todo episodio, en un cuidadoso relato, es de
proyección ulterior.
Algunos años más tarde, distinguirá mejor
entre novela y cuento y precisará: La palabra cuento
se justifica, pues cada pormenor existe en función del argumento
general; esa rigurosa evolución puede ser necesaria y admirable
en un texto breve, pero resulta fatigosa en una novela, género
que para no parecer demasiado artificial o mecánico requiere
una discreta adición de rasgos independientes.
Pero lo que ahora importa es la distinción entre relatos
que tratan de seguir el proceso de causalidad del mundo real y que
desembocan fatalmente en la incoherencia de la novela realista o
psicológica, y los relatos que se atienen al proceso mágico,
donde profetizan los pormenores, lúcido y limitado.
De aquí su conclusión: En la novela, pienso que
la única posible honradez está con el segundo. Quede
el primero para la simulación psicológica.
Con no menor nitidez distingue Borges en otro texto los dos tipos
básicos de narración. Figura como prólogo a
La invención de Morel de Adolfo Bioy Casares (1940) y
no ha sido recogido en los volúmenes críticos de su
autor. Contra la opinión de Ortega y Gasset que aboga por
la novela psicológica y opina que el placer de las aventuras
es inexistente o pueril, expone Borges los motivos de su disentimiento:
El primero (cuyo aire de paradoja no quiero destacar ni atenuar)
es el intrínseco rigor de la novela de peripecias. La novela
característica, psicológica, propende a ser
informe. Los rusos y los discípulos de los rusos han demostrado
hasta el hastío que nadie es imposible: suicidas por felicidad,
asesinos por benevolencia, personas que se adoran hasta el punto
de separarse para siempre, delatores por fervor o por humildad...
Esa libertad plena acaba por equivaler al pleno desorden. Por otra
parte, la novela psicológica quiere ser también
novela realista: prefiere que olvidemos su carácter
de artificio verbal y hace de toda vana precisión (o de toda
lánguida vaguedad) un nuevo toque verosímil. Hay páginas,
hay capítulos de Marcel Proust que son inaceptables como
invenciones: a los que, sin saberlo, nos resignamos como a lo insípido
y ocioso de cada día. La novela de aventuras, en cambio,
no se propone como una transcripción de la realidad: es un
objeto artificial que no sufre ninguna parte injustificada. El temor
de incurrir en la mera variedad sucesiva del Asno de Oro,
de los siete viajes de Simbad o del Quijote, le impone un
riguroso argumento.
He alegado un motivo de orden intelectual; hay otros de carácter
empírico. Todos tristemente murmuran que nuestro siglo no
es capaz de tejer tramas interesantes; nadie se atreve a comprobar
que si alguna primacía tiene este siglo sobre los anteriores,
esa primacía es la de las tramas. Stevenson es más
apasionado, más diverso, más lúcido, quizá
más digno de nuestra absoluta amistad que Chesterton; pero
los argumentos que gobierna son inferiores. De Quincey, en noches
de minucioso terror, se hundió en el corazón de laberintos
hechos de laberintos, pero no amonedó su impresión
de unutterable and self-repeating infinities en fábulas
comparables a las de Kafka. Anota con justicia Ortega y Gasset que
la psicología de Balzac no nos satisface; lo mismo cabe anotar
de sus argumentos. A Shakespeare, a Cervantes, les agradaba la antinómica
idea de una muchacha que, sin disminución de su hermosura,
logra pasar por hombre; ese móvil no funciona con nosotros...
Me creo libre de toda superstición de modernidad, de cualquier
ilusión de que ayer difiere íntimamente de hoy o diferirá
de mañana; pero considero que ninguna otra época posee
novelas de tan admirable argumento como The invisible man,
como The turn of the screw, como Der Prozess, como
Le Voyageur sur la terre, como ésta que ha logrado,
en Buenos Aires, Adolfo Bioy Casares.
Posteriormente a este análisis, Borges ha precisado en otros
textos (particularmente en su examen de las Sagas) las excelencias
de una narrativa que se aparta del realismo descriptivo, postula
argumentos originales, revela el carácter de los personajes
por el comportamiento o por la anécdota. Estos procedimientos
que el crítico descubre o señala hacia 1951 en los
narradores escandinavos habían sido puestos en práctica
ya por el narrador.
IV
La narración
Desvarío laborioso y empobrecedor el de componer vastos
libros; el de explayar en quinientas páginas una idea cuya
idea perfecta exposición oral cabe en pocos minutos.
(El jardín de los senderos que se bifurcan, 1941).
Timideces y audacias de un narrador
Al presentar en 1954 la segunda edición de Historia universal
de la infamia, escribe Borges que estas ficciones son el
irresponsable juego de un tímido que no se animó a
escribir cuentos y que se distrajo en falsear y tergiversar (sin
justificación estética, alguna vez) ajenas historias.
En efecto, las primeras narraciones de Borges no declararán
su condición de tales. Preferirán disimularse como
historias verdaderas, apenas literatizadas por el estilo, o (en
variante todavía más tímida) como páginas
de prosa perdidas en los libros de crítica. Así su
primer relato: Hombres pelearon, de ambiente orillero y que
prefigura El hombre de la esquina rosada, 1935, se publica
junto a Sentirse en muerte (que registra una intuición
metafísica perdurable) y bajo el rótulo común:
Dos esquinas. Su primera narración fantástica,
El acercamiento a Almotásim figura en Historia
de la eternidad, 1936, como nota bibliográfica del inexistente
libro del inexistente Mir Bahadur Ali.
Borges prefirió intercalar en las páginas de Sur
algunos cuentos (Examen de la obra de Herbert Quain, por
ejemplo) que asumían el carácter de nota necrológica
de algún desconocido escritor. El procedimiento es llevado
al absurdo en Pierre Menard, autor del Quijote que fue fichado
eruditamente por algún omnívoro cervantista.
Lo paradójico es que la timidez de Borges no se extendía
sino a la presentación ambigua o equívoca de los cuentos.
Los relatos mismos revelan una imaginación ilimitada que
se complace en inventar con abundancia y originalidad. Porque lo
primero que sorprende al lector de Borges es la cualidad de invención
inagotable de sus ficciones. Baste considerar el primer volumen:
El jardín de senderos que se bifurcan, 1941. Se reúnen
allí ocho narraciones en que se postula: un universo absolutamente
coherente inventado por sabios y descubierto accidentalmente por
el autor gracias a un amigo (Bioy Casares) y al tomo de una enciclopedia
apócrifa; la reseña bibliográfica de una obra
hindú (apócrifa, también) en que se cuenta
el peregrinaje de un individuo en busca de otro (Dios tal vez) cuyo
reflejo maravilloso reconoce en los seres más miserables
o indignos; el propósito de rescribir el Quijote intentado
por un poeta francés postsimbolista; un hombre que sueña
a otro y logra interpolarlo en la realidad para descubrir, tardíamente,
que él también es imagen de sueño; una lotería
que sustituye al Estado o se confunde con él y que es cifra
del caos y la arbitrariedad del mundo; una nota necrológica
sobre un escritor inglés (inexistente) en que se resumen
algunos argumentos de sus libros, de naturaleza fantástica
todos; una Biblioteca total que es también cifra del universo,
caótico y lúcido; una trama policial que exige para
su perfección no sólo un chino, un sinólogo
inglés y un tenaz policía, sino (además) un
laberinto que es un libro.
La timidez tampoco se manifiesta en los recursos narrativos.
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