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Indice general ordenado alfabéticamente por título del libro o artículo
 

"Borges: Teoría y práctica"           
Texto extraído de Narradores de esta América
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III.  El ensayo

Una retórica que partiese, no del arreglamiento de los sucesos literarios actuales a las formas ya prefijadas de la doctrina clásica, sino de su directa contemplación y que legislase la greguería, la novela confesional y la figuración contemporánea de las formas de siempre, fue ambición de mi pluma.
(Inquisiciones, 1925).

 

Perplejidades metafísicas

Aunque Borges siguió versificando, la poesía ya había pasado a segundo término. El primer plano lo ocupa, casi desde 1925, la obra crítica, el ensayo. Pero conviene advertir desde ya que por obra crítica no se debe entender únicamente el ensayo literario. La especulación metafísica, tan evidente en su poesía, ocupa buena parte de sus libros de ensayos. Se presenta por lo general bajo la forma de examen de alguna doctrina particular o tema básico de la filosofía o teología -examen al que siempre aporta Borges su dialéctica y sus intuiciones personales.

Casi todos los temas centrales están ya en germen en el primer volumen de Inquisiciones. Dos ensayos los declaran desde sus títulos: La nadería de la personalidad, La encrucijada de Berkeley. Allí apunta Borges ("a la vera de claras discusiones con Macedonio Fernández") su convicción de que "no hay tal yo de conjunto" y formula así su intuición: "...entendí ser nada esa personalidad que solemos tasar con tan incompatible exorbitancia. Ocurrióseme que nunca justificaría mi vida un instante pleno, absoluto, contenedor de los demás, que todos ellos serían etapas provisorias, aniquiladoras del porvenir, y que fuera de lo episódico, de lo presente, de lo circunstancial, no éramos nadie".

Allí también niega el Tiempo con una vehemencia que los años han apaciguado pero no obliterado. El presente es la sustancia de nuestra vida, de esta vida: "Yo estoy limitado a este vertiginoso presente (escribe) y es inadmisible que puedan caber en su ínfima estrechez las pavorosas millaradas de los demás instantes sueltos". Para este lúcido poca cosa es la Realidad fuera de ese yo reducido al presente. "La Realidad (dice) es como esa imagen nuestra que surge en todos los espejos, simulacro que por nosotros existe, que con nosotros viene, gesticula y se va, pero en cuya busca basta ir para dar siempre con él".

Esa imagen del espejo, que acecha en el fondo de toda la creación borgiana y que es como cifra de su mundo alucinado, volverá en otros avatares a servir de imagen al mundo.

En textos posteriores -que pueden encontrarse no sólo en las páginas de sus ensayos, sino también en sus poemas y en sus ficciones narrativas- razonará y afinará Borges estas intuiciones básicas que aquí apunta en la prosa barroca de sus primeros libros. La naturaleza de la Realidad habrá de asomar en un poema (El truco, por ejemplo) o en la minuciosa alegoría que se llama Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, el primero de los relatos de El jardín de senderos que se bifurcan (1941); estará también en La lotería de Babilonia y en La biblioteca de Babel, en Las ruinas circulares como en el poema que se titula La noche cíclica. Pero en sus ensayos, retomados y nunca concluidos, en suma, es donde se ve puede seguir más claramente la evolución de los temas metafísicos que Borges reduce a algunas formas constantes: el examen de la paradoja de Zenón sobre la carrera entre Aquiles y la tortuga que permite mostrar la naturaleza ilusoria del Espacio y del Tiempo (está en Discusión, 1932, y reaparece en Otras inquisiciones, 1952); la doctrina de los ciclos, tan vinculada al tema básico: el Tiempo (empieza a publicarse en Historia de la eternidad, 1936, pasa a un poema de 1940 y se reitera en 1943 bajo la forma de ensayo de La Nación); la misma negación del tiempo, rastreable, a partir de 1925 en textos de El idioma de los argentinos, 1928 (Sentirse en muerte se titula) y en sucesivas versiones de la citada Historia de la eternidad y de Nueva refutación del Tiempo, 1947.

Bajo cualquiera de estas formas se manifiesta una convicción última: la irrealidad del mundo aparencial. O si se quiere una definición más técnica. Es el de Borges un idealismo solipsista que va más allá de Berkeley y de Hume y que se apoya en algunos textos escogidos de Schopenhauer (siempre los mismos) para sostener que fuera del presente el Tiempo no existe y que este mismo presente contemplado por nuestro yo es de naturaleza ilusoria. En la base de sus especulaciones metafísicas hay la intuición de la vanidad del conocimiento intelectual y la convicción de que es imposible penetrar el diseño último del mundo (si lo hay).

Porque su metafísica descansa además en la negación de todo socorro sobrenatural y, en la empecinada denuncia de las fábulas de la teología. En un artículo sobre Edward Fitzgerald y Omar Khayam (recogido en Otras Inquisiciones) excusa las incursiones teológicas del poeta persa con una frase que se le puede aplicar a él también: "Todo hombre culto es un teólogo, y para serlo no es indispensable la fe". De aquí que la obra de Borges abunde en el examen de heresiarcas históricos, como el falso Basílides (al que dedica un ensayo en Discusión), o como John Donne (sobre su Biathanatos escribe en Otras Inquisiciones), o en el registro apócrifo de herejías por él mismo inventadas, como en el cuento Los teólogos o en Tres versiones de Judas, que debe seguramente su impulso al texto citado de Donne. De aquí que dedique poemas y ensayos al examen del Infierno y enuncie, a la vera de León Bloy esta vez, una horrible intuición: "los goces de este mundo serían los tormentos del infierno, visto al revés, en un espejo". De aquí que su última convicción teológica pueda encontrarse en aquella frase tan destructora de uno de sus relatos fantásticos, Tlön, Uqbar, Orbis Tertius: "¿Cómo no someterse a Tlön, a la minuciosa y vasta evidencia de un planeta ordenado? Inútil responder que la realidad también esta ordenada. Quizás lo esté, pero de acuerdo a leyes divinas -traduzco: a leyes inhumanas- que no acabamos nunca de percibir".

Tal vez estas especulaciones metafísicas o teológicas de Borges carezcan de todo valor filosófico. Es probable que Borges no haya agregado una sola idea nueva, una sola intuición perdurable, al vasto corpus compilado por occidentales y orientales desde las meditaciones de los presocráticos o de las pasivas alucinaciones de Buda. Pero son fundamentales para comprender el sentido último de su obra creadora. Aunque él mismo tienda a juzgarlas (en paradójica humildad) como una rama de la literatura fantástica o hable de ellas como del "débil artificio de un argentino extraviado en la metafísica" y hasta denuncie la subyacente actitud estética ("estimar las ideas religiosas o filosóficas por su valor estético y aun por lo que encierran de singular y maravilloso", aclara o define), actitud que es indicio según él de un escepticismo esencial; aunque sea el propio Borges el primero en denunciar limitaciones y errores, es evidente que sin examinar esta perplejidad es imposible situar precisamente la obra creadora de este singular escritor.

 

Vanidad de la crítica literaria

Ya se ha visto al examinar la poesía de Borges el papel fundamental que juega en ella su obra crítica. En realidad, Borges puede ser considerado más que como un crítico literario puro como un crítico practicante, de acuerdo con la útil distinción propuesta por T. S. Eliot. Es decir: como el crítico que estudia aquellos problemas que debe resolver como creador y desdeña (o falsea) los que estorban a su propia invención. Esto explicaría en parte la naturaleza tan agresiva de la crítica de Borges, así como sus cambios de frente. Lugones y Góngora podrían ser buenos ejemplos de la parcialidad con que ataca Borges y de la honradez (excepcional en el ambiente rioplatense) con que reconoce errores antiguos y adora lo que había quemado.

Al hacer esta distinción no se quiere disminuir la penetración y alcance excepcional de la facultad crítica de Borges; se quiere indicar únicamente que esa facultad no se ejerce gratuitamente sino que aparece al servicio de la propia creación. Esa es su verdadera naturaleza.

En muchos textos ha glosado Borges la vanidad de toda crítica literaria. En algún lugar ha mostrado que suele reducirse a dos actividades ajenas por completo a la función crítica: la alabanza, el vituperio. En sucesivos ensayos (desde El tamaño de mi esperanza hasta Discusión, principalmente) ha mostrado la relatividad del juicio, cómo siempre el lector empieza por prejuzgar (id est: por situarse en una perspectiva condicionada). El examen de una metáfora le sirve en La fruición literaria (de El idioma de los argentinos) para denunciar esa relatividad. Se trata de un texto que dice: "El incendio, con feroces mandíbulas devora al campo". Borges conjetura sucesivamente que fue escrita por un poeta argentino ultraísta, por un poeta chino o siamés, por el testigo presencial de un incendio, por Esquilo (de quien es realmente). Cada atribución supone una distinta valoración, la aplicación de diferentes patrones críticos. Con el mismo tema ha desarrollado Borges una de sus más ingeniosas sátiras literarias. Se titula Pierre Menard, autor del Quijote. Borges postula un literato francés que se propone rescribir el Quijote con las mismas palabras de Cervantes y sin copiarlo; después de arduos esfuerzos llega a conseguir algunos párrafos, textualmente idénticos pero casi opuestos en su significado, en las alusiones de su contenido. No en balde Pierre Menard es un escritor contemporáneo y Cervantes un hombre del Seiscientos. El propósito de Borges se explicita mejor en los irónicos párrafos finales del cuento (en que hay un eco del ejercicio cometido sobre el texto de Prometeo encadenado): "Menard (acaso sin quererlo) ha enriquecido mediante una técnica nueva el arte detenido y rudimentario de la lectura: la técnica del anacronismo deliberado y de las atribuciones erróneas. Esa técnica de aplicación infinita nos insta a recorrer la Odisea como si fuera posterior a la Eneida y el libro Le jardín du Centaure de Madame Henri Bachelier como si fuera de Madame Henri Bachelier. Esa técnica puebla de aventura los libros más calmosos. ¿Atribuir a Louis Ferdinand Céline o a James Joyce la Imitación de Cristo no es una suficiente renovación de esos tenues avisos espirituales?

Detrás de tanta cortesía lo que se encuentra es la convicción de la vanidad y locura de la crítica literaria. En un texto de 1933 (Elementos de preceptiva, no recogido en volumen) ha sido Borges menos elaborado, más explícito. Después de proceder al análisis de algunos ejemplos llega a dos conclusiones: "Uno la invalidez de la disciplina retórica, siempre que la practiquen sin vaguedad; otra la imposibilidad final de una estética. Si no hay palabra en vano, si una milonga de almacén es una orbe de atracciones y repulsiones ¿cómo dilucidar ese tide of pomp, that beats upon the high shore of the world: las 1056 páginas en cuarto menor atribuidas a Shakespeare? ¿Cómo juzgar en serio a quienes las juzgan en masa, sin otro método que una maravillosa emisión de aterrorizados elogios, y sin examinar una línea?"

La conclusión práctica a que llega Borges no es la imposibilidad de toda crítica sino, por el contrario, la necesidad de que toda crítica se atenga cuidadosamente a los textos concretos. De aquí que sus ensayos abunden en examen de versos sueltos, de frases, de párrafos, y casi nunca emprendan el análisis de una obra entera, de todo un autor, de una literatura. Hay excepciones, es claro. Borges ha escrito un estudio sobre Evaristo Carriego y prepara hace algunos años otro sobre Dante; Borges ha escrito largamente (y en varias instancias) sobre La literatura gauchesca y sobre El "Martín Fierro"; Borges ha escrito (con la ayuda invisible de Delia Ingenieros) un tratado sobre Antiguas literaturas germánicas. Pero esta clase de trabajos constituye la excepción en su obra crítica, compuesta de breves ensayos, dispersos en revistas y recogidos morosamente en las páginas de un libro. Por otra parte, basta considerar cualquier página de los volúmenes arriba invocados para advertir hasta qué punto cada afirmación crítica está apoyada siempre en la cita textual y cómo se busca precisar la imagen y se elude toda caracterización sumaria o vaga.

 

La nueva retórica

Semejante concepción de los riesgos y ventura de la crítica ha llevado a Borges al examen de la retórica tradicional y a la fundamentación de una retórica nueva que intenta legislar las nuevas formas del arte contemporáneo (según él mismo apuntó en 1925). Capítulos de esa retórica se fueron escribiendo entre 1925 y 1936, y aunque Borges nunca los ordenó en tratado ni consintió siquiera en recogerlos en un solo volumen, su examen pormenorizado arroja ancha luz sobre su creación estética. Puede intentarse ahora una ordenación centrada en tres temas básicos: el lenguaje, la metáfora, los procedimientos de la narración.

Repetidas veces escribe Borges sobre el lenguaje. Le preocupa ante todo la caracterización de una lenguaje rioplatense que sin necesitar convertirse en idioma nacional y practicar una mutiladora separación del tronco común del idioma, se despeje de falsos casticismos, de devociones galicistas y de supersticiones autóctonas. Esa lengua ideal aparece expresada en la conferencia que titula El idioma de los argentinos y cabe en sus penúltimas palabras: "Pero nosotros quisiéramos un español dócil y venturoso, que se llevara bien con la apasionada condición de nuestros ponientes y con la infinitud de dulzura de nuestros barrios y con el poderío de nuestros veranos y nuestras lluvias y con nuestra pública fe. Sustancia de las cosas que se esperan, demostración de cosas no vistas, definió San Pablo la fe. Recuerdo que nos viene del porvenir, traduciría yo. La esperanza es amiga nuestra y esa plena entonación argentina del castellano es una de las confirmaciones de que nos habla. Escriba cada uno su intimidad y ya la tendremos. Digan el pecho y la imaginación de lo que en ellos hay, que no otra astucia filológica se precisa".

Palabras en que se encuentra el mismo acento de las que por esos días escribió Pedro Henríquez Ureña en sus Seis ensayos en busca de nuestra expresión (1928) y que Borges habría de glosar en una reseña bibliográfica olvidada. "No hay secreto de la expresión sino uno (escribe el maestro dominicano): trabajarla hondamente, esforzarse en hacerla pura, bajando hasta la raíz de las cosas que queremos decir; afinar, definir, con ansia de perfección. El ansia de perfección es la única forma. Contentándonos con usar el ajeno hallazgo, del extranjero o del compatriota, nunca comunicaremos la revelación íntima; contentándonos con la tibia y confusa enunciación de nuestras intuiciones, las desvirtuaremos ante el oyente y le parecerán cosa vulgar. Pero cuando se ha alcanzado la expresión firme de una intuición artística, va en ella no sólo el sentido universal, sino la esencia del espíritu que la poseyó y el saber de la tierra de que se ha nutrido".

En cuanto al lenguaje como creación propia, como expresión personal, Borges ha sintetizado en El idioma infinito (de El tamaño de mi esperanza) su propia conducta. Después de afirmar que ha procurado atenerse siempre a la gramática (arte ilusoria que no es sino la autorizada costumbre) indica algunas trazas, por las que tiende a ensanchar infinitamente el número de voces posibles. Esas trazas son: 1º La derivación de adjetivos, verbos y adverbios, de todo nombre sustantivo; 2º La separabilidad de las llamadas preposiciones inseparables; 3º La traslación de verbos neutros en transitivos y lo contrario; 4º El emplear en su rigor etimológico las palabras.

Bastan tales procedimientos para formular (no para explicar) las novedades de un lenguaje que ha sido asombro de lectores y tentación irresistible para tanto joven escritor. Cabría agregar a lo dicho allí por Borges que se advierte una notable evolución a lo largo de su obra. Ese lenguaje que está más vinculado a lo español castizo en sus orígenes y que abunda con gozosa complacencia en el arcaísmo de origen quevedesco, se va depurando a medida que el escritor se esencializa y alcanza una concisión sintáctica y una lucidez semántica que son sus caracteres más salientes hoy.

La metáfora es otro tema básico de sus inquisiciones críticas. En sucesivos exámenes advierte Borges que ella no existe en la lírica popular; que en la lírica culta suele convertirse en todo, es decir en el elemento de mayor potencialidad poética; que esta primacía es en cierto sentido ilusoria ya que requiere para ello un estado de poesía muy elaborado (La poesía de los vocablos entreverados por ella la condiciona y la hace emocionar o fallar, escribe hacia 1928); que su verdadera condición es más bien la de objetos poéticos (Son, para de alguna manera decirlo, objetos verbales, puros e independientes como un cristal o como un anillo de plata, escribe en 1952). La conclusión a que llega ahora un análisis que se dilata a lo largo de tres décadas se apoya en esta experiencia: Hará treinta años, mi generación se maravilló de que los poetas desdeñaran las muchas combinaciones de que esa colección es capaz y maniáticamente se limitaran a unos pocos grupos famosos: las estrellas y los ojos, la mujer y la flor, el tiempo y el agua, la vejez y el atardecer, el sueño y la muerte. La conclusión es que los poetas (y no su generación) tenían razón.

Todo su afán de retórico de la metáfora se ha concentrado en estos últimos años en mostrar que bastan esas aproximaciones para ordenar todas las metáforas posibles. Es claro que esta unidad no aniquila la variedad. No cualquiera advierte la unidad esencial que enlaza secretamente a ciertas metáforas y el propio Borges se pregunta: ¿Quién, a priori, sospecharía que sillón de hamaca (como dicen en los blues a la muerte) y David durmió con sus padres (Reyes, 2:10) proceden de una misma raíz? Es decir: la identificación del sueño con la muerte.

 

Una poética de la narración

Cuando los problemas de la narración empiezan a dominar la obra creadora de Borges, aparecen sus ensayos sobre los procedimientos narrativos y descriptivos, su reiterada consideración de las Sagas, su análisis del valor de invención en el argumento, su discrepancia de las teorías expuestas por Ortega y Gasset en Ideas sobre la Novela, 1925, su ataque al psicologismo. Con todo ello, Borges compone una poética de la narración que podría articularse así.

El problema central de la novelística es la causalidad, dice en un ensayo de 1932, El arte narrativo y la magia. Borges reconoce dos formas de expresión de esa causalidad. Una de ellas es la realista que encuentra su mejor expresión en la morosa novela de caracteres [que] finge o dispone una concatenación de motivos que se proponen no diferir de los del mundo real. Mejor le parece a Borges el procedimiento de las narraciones fantásticas que descansan en la magia que es la coronación o pesadilla de lo causal no su contradicción. De aquí que postule: ...una novela (...) debe ser un juego preciso de vigilancias, ecos y afinidades. Todo episodio, en un cuidadoso relato, es de proyección ulterior.

Algunos años más tarde, distinguirá mejor entre novela y cuento y precisará: La palabra cuento se justifica, pues cada pormenor existe en función del argumento general; esa rigurosa evolución puede ser necesaria y admirable en un texto breve, pero resulta fatigosa en una novela, género que para no parecer demasiado artificial o mecánico requiere una discreta adición de rasgos independientes.

Pero lo que ahora importa es la distinción entre relatos que tratan de seguir el proceso de causalidad del mundo real y que desembocan fatalmente en la incoherencia de la novela realista o psicológica, y los relatos que se atienen al proceso mágico, donde profetizan los pormenores, lúcido y limitado. De aquí su conclusión: En la novela, pienso que la única posible honradez está con el segundo. Quede el primero para la simulación psicológica.

Con no menor nitidez distingue Borges en otro texto los dos tipos básicos de narración. Figura como prólogo a La invención de Morel de Adolfo Bioy Casares (1940) y no ha sido recogido en los volúmenes críticos de su autor. Contra la opinión de Ortega y Gasset que aboga por la novela psicológica y opina que el placer de las aventuras es inexistente o pueril, expone Borges los motivos de su disentimiento: El primero (cuyo aire de paradoja no quiero destacar ni atenuar) es el intrínseco rigor de la novela de peripecias. La novela característica, psicológica, propende a ser informe. Los rusos y los discípulos de los rusos han demostrado hasta el hastío que nadie es imposible: suicidas por felicidad, asesinos por benevolencia, personas que se adoran hasta el punto de separarse para siempre, delatores por fervor o por humildad... Esa libertad plena acaba por equivaler al pleno desorden. Por otra parte, la novela psicológica quiere ser también novela realista: prefiere que olvidemos su carácter de artificio verbal y hace de toda vana precisión (o de toda lánguida vaguedad) un nuevo toque verosímil. Hay páginas, hay capítulos de Marcel Proust que son inaceptables como invenciones: a los que, sin saberlo, nos resignamos como a lo insípido y ocioso de cada día. La novela de aventuras, en cambio, no se propone como una transcripción de la realidad: es un objeto artificial que no sufre ninguna parte injustificada. El temor de incurrir en la mera variedad sucesiva del Asno de Oro, de los siete viajes de Simbad o del Quijote, le impone un riguroso argumento.

He alegado un motivo de orden intelectual; hay otros de carácter empírico. Todos tristemente murmuran que nuestro siglo no es capaz de tejer tramas interesantes; nadie se atreve a comprobar que si alguna primacía tiene este siglo sobre los anteriores, esa primacía es la de las tramas. Stevenson es más apasionado, más diverso, más lúcido, quizá más digno de nuestra absoluta amistad que Chesterton; pero los argumentos que gobierna son inferiores. De Quincey, en noches de minucioso terror, se hundió en el corazón de laberintos hechos de laberintos, pero no amonedó su impresión de unutterable and self-repeating infinities en fábulas comparables a las de Kafka. Anota con justicia Ortega y Gasset que la psicología de Balzac no nos satisface; lo mismo cabe anotar de sus argumentos. A Shakespeare, a Cervantes, les agradaba la antinómica idea de una muchacha que, sin disminución de su hermosura, logra pasar por hombre; ese móvil no funciona con nosotros... Me creo libre de toda superstición de modernidad, de cualquier ilusión de que ayer difiere íntimamente de hoy o diferirá de mañana; pero considero que ninguna otra época posee novelas de tan admirable argumento como The invisible man, como The turn of the screw, como Der Prozess, como Le Voyageur sur la terre, como ésta que ha logrado, en Buenos Aires, Adolfo Bioy Casares.

Posteriormente a este análisis, Borges ha precisado en otros textos (particularmente en su examen de las Sagas) las excelencias de una narrativa que se aparta del realismo descriptivo, postula argumentos originales, revela el carácter de los personajes por el comportamiento o por la anécdota. Estos procedimientos que el crítico descubre o señala hacia 1951 en los narradores escandinavos habían sido puestos en práctica ya por el narrador.

 

IV

La narración

Desvarío laborioso y empobrecedor el de componer vastos libros; el de explayar en quinientas páginas una idea cuya idea perfecta exposición oral cabe en pocos minutos.
(El jardín de los senderos que se bifurcan, 1941).

 

Timideces y audacias de un narrador

Al presentar en 1954 la segunda edición de Historia universal de la infamia, escribe Borges que estas ficciones son el irresponsable juego de un tímido que no se animó a escribir cuentos y que se distrajo en falsear y tergiversar (sin justificación estética, alguna vez) ajenas historias. En efecto, las primeras narraciones de Borges no declararán su condición de tales. Preferirán disimularse como historias verdaderas, apenas literatizadas por el estilo, o (en variante todavía más tímida) como páginas de prosa perdidas en los libros de crítica. Así su primer relato: Hombres pelearon, de ambiente orillero y que prefigura El hombre de la esquina rosada, 1935, se publica junto a Sentirse en muerte (que registra una intuición metafísica perdurable) y bajo el rótulo común: Dos esquinas. Su primera narración fantástica, El acercamiento a Almotásim figura en Historia de la eternidad, 1936, como nota bibliográfica del inexistente libro del inexistente Mir Bahadur Ali.

Borges prefirió intercalar en las páginas de Sur algunos cuentos (Examen de la obra de Herbert Quain, por ejemplo) que asumían el carácter de nota necrológica de algún desconocido escritor. El procedimiento es llevado al absurdo en Pierre Menard, autor del Quijote que fue fichado eruditamente por algún omnívoro cervantista.

Lo paradójico es que la timidez de Borges no se extendía sino a la presentación ambigua o equívoca de los cuentos. Los relatos mismos revelan una imaginación ilimitada que se complace en inventar con abundancia y originalidad. Porque lo primero que sorprende al lector de Borges es la cualidad de invención inagotable de sus ficciones. Baste considerar el primer volumen: El jardín de senderos que se bifurcan, 1941. Se reúnen allí ocho narraciones en que se postula: un universo absolutamente coherente inventado por sabios y descubierto accidentalmente por el autor gracias a un amigo (Bioy Casares) y al tomo de una enciclopedia apócrifa; la reseña bibliográfica de una obra hindú (apócrifa, también) en que se cuenta el peregrinaje de un individuo en busca de otro (Dios tal vez) cuyo reflejo maravilloso reconoce en los seres más miserables o indignos; el propósito de rescribir el Quijote intentado por un poeta francés postsimbolista; un hombre que sueña a otro y logra interpolarlo en la realidad para descubrir, tardíamente, que él también es imagen de sueño; una lotería que sustituye al Estado o se confunde con él y que es cifra del caos y la arbitrariedad del mundo; una nota necrológica sobre un escritor inglés (inexistente) en que se resumen algunos argumentos de sus libros, de naturaleza fantástica todos; una Biblioteca total que es también cifra del universo, caótico y lúcido; una trama policial que exige para su perfección no sólo un chino, un sinólogo inglés y un tenaz policía, sino (además) un laberinto que es un libro.

La timidez tampoco se manifiesta en los recursos narrativos.

 

 

Responsables

L. Block de Behar
lbehar@multi.com.uy

A. Rodríguez Peixoto
arturi@adinet.com.uy


S. Sánchez Castro
ssanchez@oce.edu.uy

 

 

 


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