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"Primera
parte
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Michel Foucault hace arrancar Les mots et les choses de
una cita (tal vez apócrifa) de una enciclopedia china que
figura en uno de los ensayos de Borges. A través de un escritor
argentino, el filósofo francés descubre una cierta
versión del Oriente y encuentra un estímulo para su
pensamiento original. Si se aclara que Borges estudió esa
enciclopedia (u otra parecida) en Ginebra, en una biblioteca de
sinología que ahora está en Montevideo, se tiene el
cuadro más breve posible de lo que cabría llamar el
exotismo de Borges. Que un escritor, nacido en Buenos Aires y educado
en Suiza, ávido consumidor de libros ingleses desde su infancia,
bibliotecario de una pequeña biblioteca municipal antes de
serlo de la Nacional, haya servido para señalar a Foucault
un camino del pensamiento, puede considerarse una prueba más
de ese azar que rige el mundo de sus ficciones y poemas. Pero lo
que quiero subrayar aquí ahora es otra cosa: ese argentino
en cuyas ficciones hay héroes escandinavos y orientales,
en cuyos ensayos se vinculan en la misma frase Béranger con
Robert Louis Stevenson y con Bartolomé Hidalgo, desmiente
por su mera existencia física uno de los mitos más
arraigados, dentro y fuera de la América Latina: el del escritor
latinoamericano. El exotismo de Borges consiste en no conformarse
a ese mito.
Durante mucho tiempo se creyó que un escritor latinoamericano
debía ser un caballero más o menos mestizo y de ambiciones
hidalgas, un señor cuyo francés o inglés podía
no ser impecable pero cuya cultura libresca sí lo era; un
literato que escribía (tal vez en Madrid o París)
sobre la tierra nativa, los pobres indígenas explotados,
el abundante color local de la pampa o la selva o la montaña.
Borges pareció negarse desde el comienzo a reproducir dócilmente
esa imagen. Uno de sus primeros poemas exalta la Plaza Roja de Moscú,
uno de sus primeros ensayos está dedicado a promover el mejor
conocimiento del Ulysses, de Joyce, una de sus primeras ficciones
ocurre en la India. Es cierto que también entonces el joven
Borges escribía sobre Ascasubi o sobre el suburbio porteño,
pero si lo hacía era con la misma imparcialidad estética
que comentaba la Hydriotaphia de Sir Thomas Browne o evocaba el
(para él desconocido) delta del Mississippi. Borges, no hay
que olvidarlo, empezó a escribir hacia 1920 con una idea
muy clara de la literatura y del oficio de escritor. Para él,
oh maravílla, un escritor sólo crea un mundo imaginario
y ese mundo no tiene otras fronteras que el escritor mismo, que
su experiencia, real o fingida, que su felicidad o infelicidad para
soñar palabras.
El exotismo de Borges consiste, pues, en algo elemental. En la
conocida frase "escritor latinoamericano" Borges supo
poner el acento en la palabra "escritor". Los que en América
Latina habían traficado con el color local, con el telurismo
y el indigenismo, con la nacionalidad como salvoconducto para la
mala literatura, se vieron de golpe desmentidos por este joven que
no olvidaba que su abuela era inglesa ni que él había
aprendido el alemán en Suiza, que su patria (esa Argentina
en la que tiene enterrados tantos antepasados) era tierra de aluvión,
tierra en la que se entrecruzaron durante siglos gentes venidas
de muy lejanas lenguas. Su exotismo entonces consiste en ser un
escritor antes que un latinoamericano.
Por eso, Europa ha tardado tanto en descubrir a Borges. A pesar
de que ya en 1925 Valéry Larbaud leyó su primer libro
de ensayos (Inquisiciones) y quedó maravillado; que
ya en 1933 Drieu la Rochelle visitó Buenos Aires y aseguró
que "Borges vaut le voyage"; que ya en 1944 Roger Caillois
divulgó sus primeros cuentos en versión francesa en
una revista de la Francia Libre que se publicaba en Buenos Aires,
y que ya en 1951 Etiemble lo redescubría en un largo artículo
publicado (nada menos) que en Les Temps Modernes. Pero cada
vez que Borges asomaba en Francia, o en otros lugares de Europa
(hay descubrimientos ingleses que son paralelos a estos franceses),
los críticos decidían que este escritor latinoamericano
no era bastante "latinoamericano". Le faltaban el telurismo
y la pasión, los descuidos gramaticales y el arrebato cósmico.
Le sobraban la lucidez y las citas con precisión del número
de página. No era bastante exótico.
Esta línea, por increíble que parezca, fue también
la de muchos lectores latinoamericanos y culminó en 1955
en una orgía de censuras que promovieron ciertos jóvenes
escritores argentinos que bauticé de "parricidas"
en un estudio publicado por aquellos años. Para aquellos
jóvenes, Borges representaba una literatura desarraigada,
una literatura "no comprometida" y bizantina, una literatura
de espaldas al país y a la América Latina. Ellos (que
habían leído a Sartre en el exilio dorado de Saint-Germain-des-Prés)
acusaban a Borges de no ser bastante argentino. Es decir: latinoamericano.
Los argumentos de cierta crítica europea eran invertidos
y utilizados contra Borges. Su exotismo de "extranjero"
era proclamado. Se le pedía indiscretamente que se volviera
a Europa y dejara la Argentina a los argentinos.
Todas estas confusiones representan sólo un aspecto de la
irradiación de la obra de Borges en el mundo. El error de
los europeos (que no lo veían bastante exótico) y
el de los argentinos (que sólo lo veían exótico)
proviene, a qué negarlo, de un error más general y
básico: el de considerar la literatura como lo que no es
sino accesoriamente: como testimonio de un tiempo y de un lugar,
como documento humano, como "realidad". La literatura
puede ser todo eso para el historiador, para el sociólogo,
para el político. Pero para el creador literario la literatura
es ficción, es poesía, es pensamiento. Pero sobre
todo es lenguaje. Si los críticos de Europa o de América
se hubieran tomado el trabajo de leer a Borges habrían descubierto
que lo que Borges ha creado, ante todo, es eso: un lenguaje.
Muchos lo descubrieron desde el principio y gracias a estos tempranos
viajeros el mundo de Borges se hizo accesible y transformó
la lengua latinoamericana, enriqueció su sistema de referencias,
amplió su universo imaginario. Cuando Borges empezó
a escribir, la prosa castellana ya había sido sometida en
América Latina durante más de un siglo a un proceso
de transformación, muy riguroso y severo. Ese proceso lo
inicia el venezolano Andrés Bello en Londres, hacia 1820;
lo continúa el argentino Sarmiento en Chile, hacia 1840;
lo perfecciona el cubano Martí en Nueva York, hacia 1880,
y lo lleva a una primera culminación Rubén Darío
en toda América e incluso en España, a fines del siglo
XIX. La prosa española del siglo pasado es adiposa, sufre
de arteriosclerosis y a cada párrafo se le hinchan las articulaciones.
Es una prosa que está siempre pronunciando discursos, que
repite treinta veces lo obvio, que se complace en agotar el diccionario
de sinónimos, que cree que una lengua es tanto más
rica si tiene más palabras para designar una misma cosa.
Dentro o fuera de la Academia, a favor o en contra del Diccionario,
Bello y Sarmiento y Martí y Darío arremeten contra
esa prosa vieja y envejecida y la van transformando. En este siglo,
el mexicano Alfonso Reyes y la chilena Gabriela Mistral continúan
el proceso de apasionada conversión. Pero es Borges el que
toma en sus manos el idioma castellano y lo convierte en un instrumento
de aterradora eficacia.
Su formación británica le enseña el desprecio
de las convenciones gramaticales y el asalto a los diccionarios,
le hace abundar en neologismos y aligerar la sintaxis. Su formación
francesa le pone la lucidez del pensamiento como meta, la economía
verbal y la precisión como postulados. Pero es la libertad
del que escribe en un mundo realmente nuevo la que le impulsa a
inventar su propio camino lingüístico. No es casual
que en sus primeros ensayos Borges explore el lenguaje barroco de
los clásicos (Quevedo, Villarroel) al mismo tiempo que investigue
el lenguaje popular argentino (los gauchescos, Carriego, el tango).
No es casual que se apoye en los lógicos ingleses o los metafísicos
alemanes para buscar la raíz del pensamiento lingüístico.
No es casual que aproveche el psicoanálisis junguiano para
crear en su ficción todo un sistema metafórico de
símbolos que es la clave de su obra. No es casual que traduzca
a Virginia Woolf (el Orlando), a Franz Kafka (La metamorfosis),
a Henri Michaux (Un bárbaro en Asia), a William Faulkner
(Las palmeras salvajes) y que durante muchos años
sueñe con traducir Ulysses.
La invención de Borges, pues, es la invención de
un lenguaje y a través de ese lenguaje, la invención
de un mundo. A partir de 1925 nadie en América Latina puede
seguir escribiendo como antes. Y si muchos se empecinan en acumular
espesuras y exasperar la paciencia del lector, Borges libera a los
mejores de los prejuicios de una retórica muerta y enterrada.
Borges poeta descubre que hay una dicción argentina y que
esa dicción está mejor expresada en las letras de
tango que en la poesía culta, más o menos imitada
de la española. Borges narrador descubre que el realismo
es una convención literaria estratificada en el siglo XIX,
que la gran literatura occidental (para no hablar de otras) no es
realista. Borges ensayista revela la inutilidad de la crítica
literaria "comprometida", pone el acento en el análisis
del lenguaje, explora la irrealidad del mundo real.
A partir de Borges la literatura latinoamericana es otra. Él
crea un espacio literario en que es posible entenderse con nuevas
palabras. Su huella aparece en el Carpentier de El reino de este
mundo pero aparece también en el Sábato de Sobre
héroes y tumbas; está presente en el Cortázar
de Rayuela como en el García Márquez de Cien
años de soledad; asoma en La región más
transparente, de Carlos Fuentes, como en Tres tristes tigres,
de Guillermo Cabrera Infante; está en La vida breve,
de Juan Carlos Onetti, y en La ciudad y los perros, de Mario
Vargas Llosa; puede advertirse en Severo Sarduy (De dónde
son los cantantes) así como en Manuel Puig (La traición
de Rita Hayworth). Si hubiera que encontrar un común
denominador lingüístico a todas estas novelas de tan
distinto origen geográfico y estilístico, ese común
denominador sería Borges. Y lo mismo podría decirse
de la prosa ensayística o de la poesía. Borges está
en Octavio Paz como está en Nicanor Parra, en Homero Aridjis
como en Guillermo Sucre. Borges es como la filigrana que por transparencia
se puede encontrar en el papel en que escriben hoy los mejores latinoamericanos.
Esa influencia ha generado también su parte de sombra: los
borgistas o borgianos. Esos adoradores de su literatura que llegan
casi hasta el plagio, son meros fabricantes de mundos paralelos
y facsímiles más o menos borrosos de sus espléndidas
invenciones; son reproductores de sus tics, de sus arbitrariedades,
de sus manías, de sus maneras. Tales discípulos han
confundido las cosas y han creado una justificable reacción.
Pero ya no es posible seguir confundiéndolos con el maestro,
ni (menos aún) es posible demoler a Borges por lo que hacen
esos descarriados. Más saludable parece encararse, al revés,
con los que han creado una obra a contrapelo de su influencia. Muchos
de los mejores escritores arriba citados han escrito para negarlo
(como Sábato) o para superarlo (como Cortázar). Pero
lo que aquí importa subrayar es eso: existen a partir de
Borges. Con lo que se llega a la última paradoja: este escritor
argentino que no parece bastante exótico para cierto tipo
de crítico europeo, o que es totalmente exótico a
cierto tipo de crítico latinoamericano, es uno de los escritores
más "latinoamericano" que se pueda imaginar.
Ahora pongo el acento en el adjetivo. Porque, ¿dónde
sino en esa Babel cosmopolita que es Buenos Aires puede darse un
especialista en las primitivas literaturas germánicas que
sea, también, especialista en el tango y en la poesía
gauchesca, y que sea también especialista en Dante y en Cervantes,
y que sea también especialista en Hume y en Schopenhauer?
El cosmopolitismo de Borges no es sino la reflexión en el
campo de la literatura del cosmopolitismo de Buenos Aires: ciudad
fundada por españoles en tierra indígena, poblada
por franceses aventureros, por ingleses e irlandeses que trajeron
los ferrocarriles, por cientos de inmigrantes gallegos y napolitanos,
espacio generoso de una nueva humanidad. Basta poner a Borges al
lado de Nabokov, por ejemplo, o de Gombrowicz, para entender de
qué otra raza de cosmopolitas es este argentino. Por más
que Nabokov escriba en inglés y ahora viva en Suiza después
de haber vivido en Rusia, en Alemania, en Inglaterra, en Francia
y en los Estados Unidos, su visión sigue siendo la de un
desarraigado: es decir, un exiliado, un hombre que ha perdido su
tierra natal. Lo mismo cabe decir de Gombrowicz. En cambio Borges
está profundamente arraigado en su tierra argentina y es
desde esa orilla barrosa del Plata que contempla el universo entero.
Cada europeo lo ve como un europeo porque cada uno descubre lo que
él tiene de suyo. Un francés se maravilla de lo que
Borges sabe de Victor Hugo, un italiano de su conocimiento de la
Divina Commedia, un inglés de su familiaridad con
la metafísica del obispo Berkeley. Esa multiplicidad le está
negada a un europeo. Eso sólo lo puede lograr un argentino.
Pero para Borges ser argentino es sólo un punto de partida.
Desde Buenos Aires él sale hacia un mundo que no está
hecho de geografía ni de historia sino de palabras. Es el
suyo un mundo construido sobre libros y sobre lo que los libros
dicen y cómo lo dicen. Al descubrir (por enésima vez
después de Homero) que la literatura está hecha antes
de todo de lenguaje, Borges sirvió sobre todo a la causa
de las letras latinoamericanas. Pero su hazaña (ahora se
empieza a entender en todo el mundo) sirve a la causa de las letras
tout court. Es decir: sirve a la literatura. Por eso está
bien que Foucault arranque de Borges y que haya tenido la suprema
habilidad de no escribir: "Borges, I'ecrivain argentin..."
A Foucault le basta con decir Borges. Eso ya es suficiente."
(1967)
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