Segunda parte
I
A lo largo de unos cuarenta años de vida literaria Borges
ha cultivado con preferencia tres géneros: la poesía,
el ensayo, la narrativa. Aunque los tres son formas de una sola
creación estética, notable por su concentración
y unidad, el análisis particular de cada uno puede ayudar
a ver mejor esa creación, a precisarla luego con una nitidez
que enriquece la posterior visión unitaria. A exponer los
resultados de ese análisis está dedicado este trabajo.
II. La poesía
Yo solicito de mi verso que no me contradiga,
y es mucho.
Que no sea persistencia de hermosura, pero sí
de certeza espiritual.
(Jactancia de quietud, 1925.)
La aventura ultraísta
Nunca ha coincidido totalmente Borges con el concepto general de
literatura aceptado en las letras hispanoamericanas. Cuando comienzan
a aparecer sus poemas suburbanos, de temas deliberadamente humildes,
ensalzadores de la felicidad simple del vivir y transparentes de
una inquietud metafísica, la poesía argentina no había
gastado aún la herencia millonaria de Darío y sus
epígonos, sus pompas verbales, su exotismo de bazar. Leopoldo
Lugones proyectaba su sombra sobre todos y los más jóvenes
sintieron (el mismo Borges lo ha dicho) que el gran poeta parecía
haber agotado la poesía -como sienten ahora los más
jóvenes frente a Neruda.
En Europa, la primera postguerra dejaba a las letras orientadas
hacia todos los vanguardismos posibles. Borges -que iba a regresar
del Viejo Mundo en 1921 con las últimas noticias poéticas
(como Echeverría lo había hecho en 1830)- pudo conocer
y practicar alguno de esos ismos; pudo despejarse de lo adjetivo
de casi todos, antes de que llegaran al Río de la Plata y
comenzaran a hacer estragos. De este período es una declaración
terminante en la que enjuicia a las letras de occidente: "La
literatura europea se desustancia en algaradas inútiles.
No cunde ni esa dicción de la verdad personal en formas prefijadas
que constituye el clasicismo ni esa vehemencia espiritual que informa
lo barroco. Cunden la dispersión y el ser un leve asustador
del leyente. En la lírica de Inglaterra medra la lastimera
imagen visiva; en Francia todos aseveran -¡cuitados!- que
hay mayor agudeza de sentir en cualquier Cocteau que en Mauriac;
en Alemania se ha estancado el dolor en palabras grandiosamente
vanas y en simulacros bíblicos. Pero también allí
gesticula el arte de sorpresa, el desmenuzado, y los escribidores
del grupo Sturm hacen de la poesía, empecinado juego de palabras
y de semejanza de sílabas. España, contradiciendo
su historia y codiciosa de afirmarse europea, arbitra que está
muy bien todo ello".
Al llegar a Buenos Aires, Borges se convierte pronto en cabecilla
de un grupo de jóvenes poetas exaltados. Uno de ellos, en
evocación muy posterior de aquellos años ha dicho:
"Todo el mundo sabía algo de Borges y hasta parecía
asignársele como una especie de tácita jefatura que
él no ejercía más que con la temibilidad de
su tan destructora ironía". Y desde una perspectiva
completamente distinta, Macedonio Fernández (escritor de
la generación anterior y a quien Borges descubrió
e impuso como adelantado del grupo) lo calificó en 1941 de
"verdadero maestro de aquella hora".
La poética de aquel grupo fue sintetizada un poco más
tarde por el mismo Borges en estos términos: "1º
Reducción de la lírica a su elemento primordial: la
metáfora; 2º Tachadura de las frases medianeras, los
nexos y los adjetivos inútiles; 3º Abolición
de los trebejos ornamentales, el confesionalismo, la circunstanciación,
las prédicas y la nebulosidad rebuscada; 4º Síntesis
de dos o más imágenes en una, que ensanche de ese
modo su facultad de sugerencia".
Cabe reducir a tres términos esenciales esa poética.
En primer lugar, Eliminación del Mensaje (confesionalismo,
prédicas); en segundo lugar, Eliminación de lo Ornamental
(trebejos, circunstanciación y nebulosidad rebuscada); en
último término, Concentración en la Metáfora,
en la que se haría descansar, casi exclusivamente y con un
fanatismo que sirve para caracterizar el movimiento, toda la carga
poética. La fundación de algunas revistas sirve para
secularizar a esta poética y estos poetas. En un texto autobiográfico
ha contado Borges: "Arriesgué, con González
Lanuza, con Francisco Piñero, con Norah Lange, con mi primo
Guillermo Juan, la publicación mural Prisma, cartelón
que ni las paredes leyeron, y que fue una disconformidad hermosa
y chambona. Después aventuramos Proa en que salió
a relucir Macedonio Fernández y que cumplió tres números.
El veinticuatro, a instigaciones de Brandam Caraffa, fundé
una segunda Proa, esta vez con Don Ricardo Güiraldes
y Pablo Rojas Paz".
La segunda Proa (que también publicó libros,
entre ellos tres Borges) murió en 1925. Pero ya se había
fundando, el año anterior, el periódico quincenal
Martín Fierro que, bajo la dirección de Evar
Méndez, se convertiría en el órgano de agitación
y combate de la nueva generación y duraría, polémicamente,
hasta 1927. Cuando Borges recoge en volumen sus ensayos críticos
primeros (Inquisiciones, 1925, El tamaño de mi
esperanza, 1926) facilita al movimiento un fundamento teórico,
aún hoy imprescindible. En las páginas de estos libros
y con mayor perspectiva que en 1921, puede el joven crítico
determinar la naturaleza del ultraísmo rioplatense al tiempo
que logra precisar lo que lo une y separa del movimiento español
del mismo nombre. Dice en uno de sus ensayos: "El ultraísmo
de Sevilla y Madrid fue una voluntad de renuevo, fue la voluntad
de ceñir el tiempo del arte con un ciclo novel, fue una lírica
escrita como con grandes letras coloradas en las hojas del calendario
cuyos más preclaros emblemas -el avión, las antenas
y la hélice- son decidores de una actualidad cronológica.
El ultraísmo de Buenos Aires fue el anhelo de recabar un
arte absoluto que no dependiese del prestigio infiel de las voces
y que durase en la perennidad del idioma como una certidumbre de
hermosura. Bajo la enérgica claridad de las lámparas
fueron frecuentes, en los cenáculos españoles, los
nombres de Huidobro y de Apollinaire. Nosotros, mientras tanto sopesábamos
líneas de Garcilaso, andariegos y graves a lo largo de las
estrellas del suburbio, solicitando un límpido arte que fuese
tan intemporal como las estrellas de siempre. Abominábamos
de los matices borrosos del rubenismo y nos enardeció la
metáfora por la precisión que hay en ella, por su
algébrica forma de correlacionar lejanías".
El texto arriba invocado define antes que el ultraísmo argentino
-en que no faltaron discípulos y hasta epígonos de
los españoles- el ultraísmo de un grupo que encontraba
en Borges su maestro. A diferencia del español que se quería
actualísimo y era de raíz romántica, el ultraísmo
de Borges era de estirpe clásica, como lo demuestra la voluntad
de limitaciones de su poética. Aunque desdeñoso entonces
de algunos principios fundamentales del verso tradicional -la rima,
el ritmo, la regularidad- el verso libre de Borges no podía
ocultar su filiación clásica. No en balde se sopesan
líneas de Garcilaso.
Un poeta ultraísta
En uno de sus poemas declara Borges que pide de su verso que no
lo contradiga y aclara:
Que no sea persistencia de hermosura, pero sí
de certeza espiritual.
Hay aquí algo más que un desentenderse de todo lo
ornamental y aparencial de la poesía, de los prestigios de
la palabra o de su música (que en muchos casos se confunde
con el placer, entre muscular y auditivo, de decir un verso sonoro).
Borges busca un ave más rara y tal vez menos exclusivamente
lírica: la esencia espiritual del verso, lo que yace bajo
la estructura sonora y hasta puede prescindir de ella: una intuición
de certeza espiritual. En su actitud radical y primera esta poesía
empieza por negar los prestigios elementales de la poesía.
Borges se desliga de todo retoricismo ajeno para inventar su retórica.
Se sabe poeta pero no quiere empobrecerse en la rutina de enhebrar
versos. Reduce su experiencia métrica al alejandrino o crea
su verso libre en que resuena el ritmo informe y largo del verso
de los salmos o del verso de Whitman. Por voluntario constreñimiento,
por ensimismamiento en un mundo reducido, consigue esa cálida
austeridad de sus mejores versos, esa delicada intimidad que caracteriza
una parte de su poesía: la que él ha rescatado en
la antología de sus poemas. La emoción siempre se
contiene para realizarse mejor. Como ejemplo de esta modalidad de
su poesía, valgan estos versos del poema dedicado a un amigo,
suicida a los veintitrés años:
Si te cubriste, por deliberada mano, de muerte
si tu voluntad fue rehusar todas las mañanas del mundo,
es en vano que palabras rechazadas te soliciten,
predestinadas a imposibilidad y derrota.
También es esencial la elección de los elementos
de su poesía.
Ya González Lanuza ha apuntado cuáles son éstos.
La palabra es el primero. Palabras las suyas tan sencillas,
comunes, como son cotidianos los objetos que señalan: baldíos,
calles de arrabal, yuyos, almacenes suburbanos, zaguanes, patios
y aljibes. En la metáfora va a descubrir Borges el contenido
poético de estos objetos de todos los días. Por la
metáfora, la palabra humilde se enriquece y colma de significado.
Suave como el sauzal está la noche,
dice. Y aunque la metáfora puede tener el indudable cuño
ultraísta -como al decir:
El poniente de pie como un Arcángel
tiranizó el sendero-
la intuición que ella expresa tiene esa cualidad de simple
esencialidad espiritual que Borges reclama para su verso.
Más allá de la metáfora, superándola
por su concisión y rapidez, encuentra Borges el adjetivo
metafórico. Puede llegar a decir, por ejemplo:
Soy esa torpe intensidad que es un alma
en que torpe condensa toda la carga de intuición
poética requerida y no abruma con su propio peso o brillo
la sobriedad de la línea.
Casi es uno solo el tema de la poesía ultraísta de
Borges. Lo indica el título de su primer volumen: Fervor
de Buenos Aires (1923). Pero su Buenos Aires no es el cosmos
deshumanizado, hostil, que trató de mostrar Eduardo Mallea
en La ciudad junto al río inmóvil (1937) o
que presentó en crudas, inconexas imágenes Juan Carlos
Onetti en Tierra de nadie (1941). Es la ciudad entrañable,
secreta, que se encuentra en la memoria de la infancia, que cada
día se recobra al recorrer sus calles en horas repetidas
y casi indiscernibles por la cotidianidad, es la ciudad íntima
y casi personal del poeta. La canta en el poema La fundación
mitológica de Buenos Aires; la canta en toda su obra
y se dibuja así. Comienza en el patio de la casona familiar
El patio es el declive
por el cual se derrama el cielo en la casa;
se comunica por amistad con la calle. Esa amistad es el zaguán.
En el largo y bajo frente de la casa están, hacia arriba,
las balaustradas repartiéndose el cielo
hacia afuera, está la calle.
Las calles de Buenos Aires
ya son la entrada de mi alma.
No las calles enérgicas
molestadas de prisas y ajetreos,
sino la dulce calle de arrabal
enternecida de árboles y ocaso
y aquéllas más afuera
ajenas de piadosos arbolados
donde austeras casitas apenas se aventuran
hostilizadas por inmortales distancias,
a entrometerse en la honda visión
hecha de gran llanura y mayor cielo.
Esas calles de su Buenos Aires las reencuentra en Montevideo y
las elogia así:
Calles con luz de patio.
Las calles de Buenos Aires (o Montevideo) se pierden luego en lo
lejos, en el campo:
bien recuerdan las calles
que fueron campo un día.
En un poema titulado Cercanías resume Borges esa
geografía limitada de su verso y concluye:
He nombrado los sitios
donde se desparrama la ternura
y el corazón está consigo mismo.
Ese es el espacio. El momento temporal de esta poesía es
casi siempre la tarde.
La soledad repleta como un sueño
se ha remansado alrededor del pueblo.
Las esquilas recogen la tristeza
dispersa de la tarde. La luna nueva
es una vocecita desde el cielo.
Según va anocheciendo
vuelve a ser campo el pueblo.
Pero hay también cantos para la noche y para el alba, para
esos momentos en que la luz transfigura el mundo cotidiano y ahonda
la intuición del Tiempo. Véase, en uno de sus más
evidentes poemas, Calle con almacén rosado, esa hora
del alba que se abre sobre el poeta y la calle.
Liquidación del ultraísmo
Este período de la estética y la poesía de
Borges no es prolongado. Ya en 1925 (y en tanto que su poesía
tardaría aún unos años en superar la etapa)
puede advertir Borges lo que hay de vivo o perecedero en su intento
ultraísta. Escribe entonces, con súbita lucidez: "He
comprobado que, sin quererlo, hemos incurrido en otra retórica,
tan vinculada como las antiguas al prestigio verbal. He visto que
nuestra poesía, cuyo vuelo juzgábamos suelto y desenfadado,
ha ido trazando una figura geométrica en el aire del tiempo.
Bella y triste sorpresa la de sentir que nuestro gesto de entonces,
tan espontáneo y fácil, no era sino el comienzo de
una liturgia".
Con el paso de los años esa divergencia con el ultraísmo
se iría acentuando hasta llegar un momento en que Borges
repudiaría casi completamente los principios mismos del movimiento
que él contribuyó a crear. Con alguna injusticia habría
de afirmar en 1937 que en su afán de liquidar a Lugones los
ultraístas sólo habían conseguido reproducirlo:
"La obra de los poetas de Martín Fierro y Proa
está prefigurada absolutamente en algunas páginas
del Lunario. Fuimos los herederos tardíos de un solo
perfil de Lugones".
Y en otro texto (colocado en 1941 como prólogo de una
Antología de la poesía argentina de este siglo)
reiteró el concepto al afirmar del múltiple
Lugones (el epíteto es suyo) que su "obra prefigura
casi todo el proceso ulterior, desde las inconexas metáforas
del ultraísmo (que durante quince años se consagró
a reconstruir los borradores de Lunario sentimental) hasta
las límpidas y complejas estrofas de nuestro mejor poeta
contemporáneo: Ezequiel Martínez Estrada".
Haya sido o no el ultraísmo un intento frustrado y anacrónico,
parece indiscutible que lo que constituye la esencia última
de la poesía de Borges poco tiene que ver con las novedades
de muchos de sus compañeros de aventuras. Borges coincidió
con ellos en algunas preferencias personales y en muchos recursos
poéticos (particularmente en el culto excesivo de la metáfora
y en el menosprecio, al fin y al cabo suicida, del ritmo) pero no
todos los integrantes del grupo podrían suscribir las palabras
con que Borges creyó definir toda poesía ultraísta
y definió solamente su propia actitud creadora: "El
ultraísmo tiende a la meta principal de toda poesía,
esto es, a la trasmutación de la realidad palpable del mundo
en realidad interior y emocional".
La poesía metafísica
La poesía de Borges -la mejor poesía de Borges- es
absolutamente personal e intimista. No intenta repetir un universo
visible y menos aún proponerlo a la imitación de sus
contemporáneos. Lo que muestra del universo común
a todos -el patio y el zaguán, la calle de arrabal enternecida
de ocasos, la esquina con almacén rosado; o si se quiere
otro orden de imágenes: los cementerios de la ciudad, el
truco, los compadritos orilleros, la larga teoría de militares
unitarios que fueron sus abuelos- no es sino los elementos materiales
mínimos que sirven de metáforas de un mundo invisible
(eso sí esencial) que está construido de tiempo detenido
en una esquina o de tiempo que fluye como un río o devora
como un tigre; de muerte inevitable y universal; de sangre que viene
del pasado, prefigurando gestos del presente, y que trae lecciones
de coraje o revela bruscamente destinos secretos.
En esas imágenes de su cotidianidad (todo lo que es auténticamente
poético en Borges arranca de su propia experiencia vital)
culmina una poesía de Buenos Aires o del mundo que carece
por completo de toda intención folklórica y hunde
sus raíces más allá de la superficie suburbana
y patricia para desnudar una vivencia metafísica de todos
o una emoción de felicidad que es impersonal por compartida
o una angustia que siente un hombre que es cualquier hombre.
Para comprenderlo basta considerar un poema cuyo aparente folklorismo
es mera delusión: El truco, se llama.
Cuarenta naipes han desplazado la vida,
amuletos de cartón pintado
conjuran con placentero exorcismo
la maciza realidad primordial
de goce y sufrimiento carnales
y una creación risueña
va poblando el tiempo usurpado
con los brillantes embelecos
de una mitología criolla y tiránica.
En los lindes de la mesa
el vivir común se detiene.
Adentro hay otro país:
las aventuras del envido y del quiero,
la fuerza del as de espadas
como don Juan Manuel omnipotente,
y el siete de oros tintineando esperanza.
Una lentitud cimarrona
va refrenando las palabras
que por declives patrios resbalan
y como los altibajos del juego
son sempiternamente iguales
los jugadores en fervor presente
copian remotas bazas:
hecho que inmortaliza un poco,
apenas,
a los compañeros muertos que callan.
¿Cómo no descubrir que el tema profundo, no la apariencia
descriptiva de las imágenes, es el Tiempo detenido por un
milagro de la voluntad de los que juegan? ¿Cómo no
comprender que entre el juego de naipes y el de la vida se establece
una relación refleja? ¿Qué las rígidas
convenciones del juego, cíclicas al cabo, también
rigen la vida, o viceversa? ¿Qué los mismos hombres
que detienen el Tiempo con su simulacro ya no son individualidades
concretas sino símbolos de la especie? ¿Qué
son (como lo explicita demasiado el poema) ellos mismos y los compañeros
que fueron, alguien y nadie?
Ni siquiera hay que leer el poema para entender su intención.
En una página en prosa la ha desarrollado Borges: "Los
siete versos del final prefiguran uno de mis antiguos propósitos:
aplicar el principio leibniziano de los indiscernibles a los problemas
de la individualidad y del tiempo. Ese propósito resurge
en otros ejercicios; también en mi Evaristo Carriego
(página 46); también, en la Historia de la Eternidad
(páginas 30-33); también, en una de las notas de El
jardín de senderos que se bifurcan (página 24).
Copio el último texto: "En el día de hoy, una
de las iglesias de Tlön sostiene platónicamente que
tal dolor, que tal matiz verdoso del amarillo, que tal temperatura,
que tal sonido, son la única realidad. Todos los hombres,
en el vertiginoso instante del coito, son el mismo hombre. Todos
los hombres que repiten una línea de Shakespeare, 'son' William
Shakespeare".
Por eso Borges debía desembocar fatalmente en una poesía
cada vez más despojada de elementos locales. Pasada la etapa
ultraísta, Borges abandonó poco a poco el mundo suburbano
bonaerense. No se apagó su fervor de Buenos Aires (que se
encauza en la ficción narrativa) pero renunció a cantarlo
en un verso que fuera todo para todos. También abjuró
de la metáfora y del verso libre. Volvió a la métrica
tradicional, al verso bien escandido, a las medidas clásicas,
a la rima incluso.
A esta etapa pertenecen sus últimos poemas, desde 1936;
esos poemas que cabría llamar metafísicos si la palabra
conservara su connotación original y no implicase quién
sabe qué pedantería académica. En algunos,
Borges ve a su propia vida (Mi vida entera) o se plantea
la muerte ejemplar de alguien (Poema conjetural, tan cargado
de alusiones contemporáneas a pesar de su lejanía
histórica); en otros sufre una experiencia de carácter
trascendental (Amanecer) o reproduce en verso los grandes
temas del pensamiento filosófico universal (Del infierno
y del cielo). En estas composiciones se encuentra más
puro el Borges esencial, frecuentador de Browne, de Berkeley, de
Schopenhauer, de Nietzsche y su doctrina de los ciclos.
Algunos de estos poemas tienen la distraída apariencia de
ejercicios retóricos. Son mucho más: en ellos un hombre
inquiere el sentido del mundo; repite, enjuiciándolas, las
soluciones veneradas por la filosofía; al confrontarlas,
al definirlas desde su propia perspectiva, actualiza siempre las
preguntas fundamentales y aporta su propia experiencia intuitiva.
Un hombre que conversa
A partir de 1925 la prosa se impone lentamente en la creación
borgiana. Primero como ensayo crítico, luego como narración.
Esto determina una transformación en su actitud literaria.
Empieza a inquirir problemas estéticos ajenos al verso, encuentra
su verdadero pulso en el ritmo de una prosa tensa y trabajada sin
descanso. Versificó entonces en contadas ocasiones y ya en
1929 (al presentar su Cuaderno San Martín) debió
echar mano a una frase de Edward Fitzgerald para justificar su escasez
o desvió de una forma que, diez años antes, era única.
Dijo en el siglo XIX el traductor de Omar Khayyam y repite Borges:
"As to an occasional copy of verses, there are few men who
have leisure to read, and are possessed of any music in their souls,
who are not capable of versifying on some ten or twelve occasions
during their natural lives: at a proper conjunction of the stars.
There is no harm in taking advantage of such occasions".
El paso de los años y una mayor concentración en
el arte de la prosa ha movido a Borges a anteponer a la última
edición de sus Poemas (1955) estas palabras -aún más
limitadoras y apologéticas- de Robert Louis Stevenson:
"I do not set up to be a poet. Only an all-round literary man:
a man who talks, not one who sings... Excuse this apology; but I
don't like to come before people who have a note of song, and let
it be supposed I do not know the difference".
De la ambición ultraísta de incorporar a Buenos Aires
al orbe poético del mundo, de su anhelo de escribir un verso
que fuera todo para todos, ha pasado Borges a la aceptación
(primero) de versificar en una conjunción propicia de las
estrellas y (luego) de definirse como un hombre que conversa, no
uno que canta. Absoluta reducción de un poeta.
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