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Indice general ordenado alfabéticamente por título del libro o artículo

Prólogo de Obras completas de Juan Carlos Onetti
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La obra maestra

Mucho más plena y redonda es, sin duda, El astillero que todas las novelas que Onetti había publicado hasta la fecha. Con esta obra, el autor uruguayo avanza rápidamente hasta ocupar uno de los centros narrativos más fecundos del ciclo de Santa María: la historia de la decadencia y muerte de Junta Larsen. Este fragmento de un mundo propio es de capital importancia para entender la extensión y profundidad de su creación narrativa entera.

Hay, en El astillero, un momento de intensa revelación para el protagonista, revelación que Onetti presenta así: "Sospechó, de golpe, lo que todos llegan a comprender, más tarde o más temprano: que era el único hombre vivo en un mundo ocupado por fantasmas, que la comunicación era imposible y ni siquiera deseable, que tanto daba la lástima como el odio, que un tolerante hastío, una participación dividida entre el respeto y la sensualidad eran lo único que podía ser exigido y convenía dar." Este momento de revelación sintetiza de modo admirable la soledad, la imposibilidad de comunicación y el horror de un mundo solipsista que están en la entraña de la sórdida y desolada novela.

Poco importa que Junta Larsen se agite de uno a otro extremo de las doscientas páginas, que recorra varias veces la distancia que va de la morosa ciudad de Santa María al astillero de Jeremías Petrus, que incursione en un pasado hecho de humillaciones y de la misma, repetida actividad con alguna mujer que acaba por ser toda mujer. Poco importa que la sinuosa, elusiva y compleja trama sea susceptible de un resumen anecdótico -Junta Larsen regresa a la ciudad de Santa María, de donde fue expulsado hace años por ejercer alguna actividad ilícita, y quiere reconstruir su vida como gerente de un astillero en ruinas-, o que la atención del lector sea o no capaz de encontrar, en sucesivas capas superpuestas, los hilos de una intriga que también atañe a Petrus y a su hija semiidiota o simplemente loca, a dos empleados de Petrus, a la mujeres (grotescamente embarazada) de uno de ellos.

La verdadera historia corre por dentro y está hecha de los silencios y las pausas, los hiatos de aquella historia superficial. Es la aventura de una conciencia solitaria que regresa al pasado, a un mundo en que había sido sórdidamente feliz y en que también fue humillado, en busca de sus propias huellas perdidas, de una salvación, también perdida, de un sentido final para una vida sin sentido. Cuando Larsen regresa a Santa María, deja a sus espaldas un pasado de macró, una condena y una expulsión del equívoco paraíso fluvial. Vuelve, más viejo y gastado, a enredarse en la historia confusa de la liquidación del astillero de Petrus, en una no menos confusa y morosísima seducción de la hija de Petrus (acabará conformándose con la sabia criada), en los mediocres negociados de los empleados de Petrus.

Pero debajo de esa espesa y oscura capa anecdótica, el lector va descubriendo de a poco y casi retrospectivamente la otra aventura de Larsen: la historia de una necesidad de amor y verdadera comunicación que le están negados. Porque toda su vida lo que Larsen ha conocido es la mentira, el beso parricida con que corona la testa de Petrus, la mujer (mujeres) a la que usa con antigua, gastada, sabiduría. Lo que siempre ha soñado Larsen es creer en algo; mentirse que algo vale realmente la pena, encontrar a alguien que le pruebe que no es el único ser vivo en un mundo de cadáveres. Salir de la alienación, como se dice.

Por eso, al margen de sus actividades mediocres de seducción de la hija de Petrus y de reorganización del erosionado astillero, Larsen va tanteado, como ciego en un mundo sin relieve, en busca de una mano de verdad. Esa mano existe en el libro y Larsen lo sabe: es la mano de la mujer de Gálvez, la embarazada. Pero esa mujer pertenece a otro, esa mujer de vientre horriblemente hinchado, no es sin embargo para él. La corteja con el viejo disimulado cinismo, no para obtenerla sino dejar testimonio viril de que la reconoce como mujer, a pesar de todo. Y cuando la crisis culmina, cuando ya está acosado por los invisibles sabuesos de la destrucción, tiene un último alucinante encuentro con la mujer, ya herida de parto. Entonces, Larsen huye. Lo que él no soporta se hace claro al fin. Puede soportar la mentira del sexo, la mentira de las adolescentes en flor, la mentira de los viejos visionarios con negocios en ruina, la mentira de la policía venal, de los prohombres honestos y hasta la mentira de los otros suicidas. Pero cuando se enfrenta con la mujer sangrando y rugiendo, cuando se enfrenta con la vida misma, huye. Porque este cínico, este sórdido, este vulgar macró, es un romántico de corazón, una almita sensible que se cubre de podredumbre y cieno y llanto fingido, para no aceptar que el mundo viola la inocencia, que las muchachas que queremos dejan un día de serlo, que la vida irrumpe en el mundo destrozándolo (recreándolo) todo.

La última delirante fuga de Larsen por el círculo final de su infierno es una fuga de la vida misma. Como Eladio Linacero, que huía de su ámbito en El pozo por la ruta de los sueños que se contaba; como Juan María Brausen, que sólo escapa de una mediocre realidad suburbana en La vida breve inventándose otra personalidad y hasta creando un mundo entero de ficción; este otro protagonista de Onetti, enfrentado con las raíces mismas de la vida ante esa mujer que pare, huye a refugiarse en la muerte. Toda la novela tiene así la marca simbólica del regreso al país de los muertos. Así como Ulises desciende en busca de las sombras, en aquel famoso canto de la Odisea, y Eneas baja al Averno con la rama dorada en la mano, y Dante se hunde, terceto tras terceto, en la Ciudad de Ditte, Junta Larsen regresa a Santa María en El astillero y allí encuentra no solo su infierno sino la muerte propia.

 

La saga de Santa María

Por más de un hilo está vinculada esta admirable novela de Onetti con su ya vasto cuerpo narrativo. La ciudad de Santa María aparece, ya se sabe, por primera vez en La vida breve. Fue creada allí por la fantasía de Juan María Brausen y acabó por interpolarse en su realidad narrativa al encontrar en ella refugio el mismo Brausen. Entre los seres que crea Brausen en La vida breve está precisamente el doctor Díaz Grey, que hace una aparición secundaria en El astillero, como viejo conocedor de la historia local.

Santa María está también al fondo de otra aventura de Díaz Grey, de la que queda como documento un relato titulado La casa en la arena, que originariamente formaba parte de La vida breve pero luego fue suprimido en la versión final. (Está en Un sueño realizado y otros cuentos, 1951). Otra novela corta de Onetti, Para una tumba sin nombre (1959), también ocurre en Santa María, tiene al doctor Díaz Grey como personaje secundario y hasta menciona al pasar la Villa Petrus. El cuento con que Onetti participó en el concurso de Life en Español, Jacob y el otro, está asimismo ambientado en Santa María. Todos estos textos certifican la creación de un mundo imaginario, una ciudad de provincias recostada a un gran río y que equivale en la ficción de Onetti a lo que es Jefferson, en el condado de Yoknapatawpha, en la ficción de William Faulkner.

A partir de La vida breve, Onetti ha hecho explícita su intención de componer una secuencia novelesca que tendría como centro geográfico a esa ciudad imaginaria y en la que se entrecruzarían las vidas y destinos de muchos personajes. Esa secuencia es una verdadera Saga de Santa María, para emplear una expresión tradicional. Pero si La vida breve echa la piedra fundamental de este mundo, algunos de sus personajes centrales llegan de otra novela anterior, que puede ser considerada como prólogo a la Saga. Me refiero a Tierra de nadie (1941), donde ya aparece Junta Larsen, aunque en papel muy menor. Este personaje irá luego desplazando en la lenta fabulación posterior de Onetti a Brausen o incluso a Díaz Grey, que parecían el centro novelesco de La vida breve. Poco a poco, Junta Larsen se impone en este orbe como Flem Snopes se impone en la serie que Faulkner dedica a su ascenso en The Hamlet (1940), The Town (1957) y The Mansion (1960). Por eso no debe extrañar a nadie que no solo en El astillero, sino en la novela que Onetti publica después, Juntacadáveres, el protagonista indiscutido sea Larsen.

También aparece Larsen en otras obras menores. Pero no es éste el momento de detallar todos sus avatares. Interesa considerar, en cambio, un curioso problema literario que ha planteado Onetti a sus lectores. La secuencia de publicación de su novela oculta y hasta confunde la importancia de Larsen. Al publicar El astillero, antes Juntacadáveres (que cuenta un episodio anterior), se hace casi imposible aprovechar las luces que el segundo libro arroja sobre el primero. En Juntacadáveres se ve no sólo un Larsen más joven, y lo más alejado posible de toda destrucción final, sino que se le ve en momentos de su mayor ambición, cuando el sueño de su vida entera está a punto de realizarse del todo. Porque lo que siempre ha querido Larsen, y hasta cierto punto ha conseguido en esa novela, es tener un burdel propio, un burdel regentado por él y con las tres o cuatro mujeres necesarias, los cadáveres que él importará de la capital y que le darán el apodo que sirve de título al libro. Novela irónica y hasta cómica, luminosa a ratos, brillante o descansada, Juntacadáveres corresponde a una estación de la aventura de Larsen que es necesariamente anterior a la de El astillero. Por eso, si el lector ha ido leyendo las novelas en el orden de publicación, encontrará que el Larsen de Tierra de nadie es apenas la caricatura de un macró porteño, en tanto que el de El astillero es un personaje ennoblecido por su larga agonía, un personaje sobre cuyo pasado no hay sino oscuras vislumbres. Solo al llegar a Juntacadáveres puede recuperar el lector esa imagen intermedia de Larsen, el Larsen del burdel fundado y abortado, que no sólo completa la imagen entera del personaje sino que lo ilumina todo.

Una complicación adicional a este desajuste entre la secuencia de publicación y la secuencia de la acción, proviene de otro origen. Porque Juntacadáveres no es solo la historia de Larsen y su burdel: en también la historia del joven Jorge Malabia, de sus culpables relaciones con su joven cuñada viuda, de sus esfuerzos por hacerse cliente del burdel, de su participación final en la destrucción del mismo. Este Jorge Malabia es también protagonista de una novela anterior, Para una tumba sin nombre, en la que se cuenta el resto de su aventura, verdadera o imaginaria, con una mujer y un chivo. Para restablecer la cronología de la historia, pues, habría que leer primero Juntacadáveres, después Para una tumba sin nombre y finalmente El astillero. Esa lectura tiene, además, la ventaja que permite al lector irse adentrando, paulatinamente y por la vía más accesible, en el denso mundo de Onetti.

El procedimiento que sigue Onetti para la comunicación de su obra narrativa es bastante complicado, como se ve. Esta complicación no afecta, es claro, al lector que se interese por cada novela como obra aislada. Para ese lector, el orden de composición, el orden de publicación y el orden de la acción general no tienen ninguna importancia. Porque cada novela es, desde su punto de vista, un orbe completo. No es necesario saber qué pasó realmente con el burdel de Juntacadáveres para leer, y apreciar hondamente, tanto Para una tumba sin nombre como El astillero. Pero si se quiere conocer la aventura particular de un personaje, sea éste Brausen o Díaz Grey, Larsen o Jorge Malabia, entonces sí importa seguir, cronológicamente, la secuencia de la acción y leer los libros en un orden muy distintos del de publicación original. Lo que nos trae de vuelta a Larsen, cifra y clave del mundo narrativo de Onetti.

 

Una doble alegoría

Si Junta Larsen asoma su perfil de macró en alguna página de Tierra de nadie (apenas caricatura del personaje que llegará a ser), su retrato externo aparece entero aunque en escorzo, en un capítulo de La vida breve. Allí es un hombre "pequeño y grueso, con la boca entreabierta, estremeciendo el labio inferior al respirar; la luz caía amarilla sobre su cráneo redondo, casi calvo, hacía brillar la pelusa oscura, el mechón solitario aplastado contra la ceja". La misma novela completa este retrato con otros rasgos similarmente observados: la nariz curva y delgada, el pulgar de una mano enganchado en el chaleco, las preguntas deliberadamente leguleyas de su confusa conversación. Pero en esta obra resulta imposible prever a qué grado de soledad y miseria iba a llegar ese hombre gordo, de juventud ya perdida pero todavía no ennoblecido por la tragedia.

En Juntacadáveres el retrato externo se enriquece de aventura, de anécdota, de vislumbres interiores. Ver a Larsen en esta novela es verlo en el colmo de su madurez, triunfante y derrotado a la vez, pero aún entero, aún confiando en una suerte de crapuloso destino, aceptando la cuchilla final pero no entregado. Su entrada a la ciudad, pastoreando las decrépitas prostitutas, sus cabildeos para conseguir que el burdel no sea cerrado, la aceptación de humillaciones e insultos, pero también de un cierto reconocimiento de su virilidad corrompida, todos esos rasgos de su historia en esta novela, muestran a Larsen en la luz y sombra de su personalidad. El pequeño macró se ha convertido en un personaje de tres dimensiones. La caricatura en retrato.

Pero solo en El astillero, en el delirio y la derrota y la muerte del personaje, se alcanzan todas sus dimensiones. Porque al llegar a esta novela, después de haber recorrido el mundo complejo de las otras, se descubre que Larsen no es solo un personaje, sino un símbolo, y que ese astillero de Petrus que él trata de salvar de la ruina es algo más que un astillero. La novela cede el paso a la alegoría.

Quiero advertir lealmente al lector que es posible (muy posible) que Onetti no comparta esta visión de El astillero y de Larsen. Pero en un libro es lícito leer no sólo lo que el autor puso sino lo que el libro tal vez pone. Hay en El astillero una dimensión simbólica que convierte la novela en alegoría de una decadencia no solo ficticia sino real. El crítico inglés David Gallagher, al comentar en el suplemento bibliográfico del New York Times, la traducción al inglés de la novela, señaló que era posible leer en ella una alegoría de la decadencia del Uruguay. De ser cierta esta interpretación, Onetti ya habría visto con toda claridad en 1957 (fecha de redacción de la novela) lo que no era todavía muy claro para todos los uruguayos. Ese astillero y ese desesperado que trata de salvarlo simbolizarían hondamente una realidad que es costumbre ver solo en términos políticos y económicos. La circunstancia de que la novela estuviese dedicada originariamente al político uruguayo Luis Batlle (amigo personal del autor) parece acentuar esa interpretación. E incluso hasta autorizaría a ver ciertas relaciones simbólicas entre el protagonista de la novela y el político mencionado, aunque en este terreno es prudente no proseguir el paralelo.

Sea como sea, es evidente que en El astillero, Onetti trabaja en una dimensión que no es puramente la ficticia. Algo semejante pasaba con otra novela suya, Para esta noche, publicada en Buenos Aires en las mismas vísperas de la toma del poder por Perón, y que anticipaba (de manera casi visionaria) una Argentina dominada por el terror, por la delación, por la violencia institucionalizada. En esa novela, Buenos Aires era una ciudad sitiada. El clima que Onetti creaba habría de justificarse en la realidad algunos pocos años más tarde. No quiero decir con esto que Onetti sea una Casandra narrativa. No lo es, si su ambición literaria corre por ese lado. Pero al ser un novelista, al hundir su mirada en la realidad, al recrearla en términos de ficción total, no puede evitar que el trazo más profundo de esa realidad, su secreta marca de agua, no quede revelado en la entraña ardiente de sus novelas.

Otra interpretación alegórica soporta tal vez El astillero. Ha sido sugerida por algunos críticos y conviene examinarla aunque no más sea para enriquecer con una nueva perspectiva la lectura de este libro fascinante. La circunstancia de que la ciudad se llame Santa María, que Larsen cumpla en ella un periplo existencial que lo lleva del intento de salvación al suicidio y la aniquilación final; el hecho de que esta experiencia sea realizada por un hombre que de alguna manera se redime de un pasado de crapulonería y asume al fin su condición humana entera; la densidad alegórica misma del relato (que ya se ha apuntado en otro contexto), fomentan de alguna manera la búsqueda de símbolos cristianos detrás de la trama de El astillero. No creo que se pueda llevar la investigación demasiado lejos por este camino que, me parece, tiene una ventaja: apuntar de manera enfática a una transformación del personaje, una espiritualización total de Larsen, uno de los milagros estéticos más notables de la Saga de Santa María. Haber levantado al macró de Tierra de nadie hasta la altura trágica (expiación, sacrificio, don ciego de sí) no es hazaña menor. Como Vautrin, en la Comédie Humaine, Junta Larsen va creciendo a través de sus distintos avatares hasta alcanzar al fin una estatura singular. Es una de las creaciones mayores de las letras latinoamericanas de este siglo.

 

El lenguaje de un novelista

Entre la instantánea de Tierra de nadie y el retrato en varias dimensiones de El astillero, no solo Junta Larsen ha crecido y madurado. También se ha desarrollado enormemente su autor. En las primeras obras se advertía ya el don de narrar, el talento para ahondar en personajes y situaciones, la capacidad cada vez mayor de crear estructuras complejas. Si El pozo es aún un relato lineal (a pesar de la perspectiva de racconti que aportan los sueños), ya Tierra de nadie intenta una estructura paralelística, a la manera de Dos Passos, para mostrar simultáneamente esa enorme metrópoli incoherente que es Buenos Aires. En Para esta noche, la estructura compleja pero externa de Dos Passos, cede lugar a la estructura interna compleja a la manera de Faulkner. A partir de La vida breve, Onetti inventará sus propias fórmulas, sin que esto signifique negar la deuda que naturalmente tiene con otros narradores anteriores.

El principal defecto de La vida breve, y lo que ha impedido tal vez que esta obra, verdaderamente pionera, haya tenido la repercusión que merece, es precisamente de tipo estructural. En dicha novela, el andamiaje narrativo ha quedado demasiado a la vista. Era como si Onetti hubiera tirado la piedra sin haber sabido esconder a tiempo la mano. EL prestidigitador hacía admirables trucos pero también los explicaba. El largo aprendizaje con Céline y Faulkner era todavía demasiado evidente. Las novelas que escribe y publica más tarde ya empiezan a borrar todas las huellas. Si en Los adioses es aún demasiado visible la técnica del punto de vista, en Para una tumba sin nombre, El astillero y Juntacadáveres, la composición general es de absoluta maestría.

Onetti compone cada una de estas novelas siguiendo dos y hasta tres hilos narrativos que corresponden (a veces)a dos o tres tiempos distintos, o a dos o tres perspectivas diferentes. Impecable, seguro, guiado por un instinto que solo cabe calificar de poético, entrecruza los testimonios, orquesta el contrapunto de tiempos, y juega unos personajes contra otros. El resultado es tres novelas de varias dimensiones que no solo funcionan admirablemente por separado sino que, leídas sucesivamente y en el orden de sus historias, abren ilimitadas perspectivas para el lector.

Una observación complementaria. Aunque Juntacadáveres fue terminada después de El astillero, su redacción inicial es anterior. Onetti estaba contando la historia del burdel cuando se le cruzó por el camino la historia de la última derrota de Larsen. Suspendió entonces Juntacadáveres, para escribir con todo vigor El astillero, y volvió a aquella novela después de haber terminado completamente ésta. Tal proceso explica que en la segunda parte de Juntacadáveres haya un tono más fúnebre que en la primera; que el humor se haya hecho más agrio, más negro. Pero también demuestra otra cosa: que estilísticamente, El astillero es posterior a Juntacadáveres aunque haya sido escrita antes que la segunda parte de esta novela. Porque al reasumir Juntacadáveres, Onetti debió volver necesariamente a una perspectiva más luminosa, más matizada, menos uniformemente gris, que la de El astillero. De este modo, y por otro camino, se llega a la misma cosa: la necesidad de restablecer un orden de lectura que corresponda al orden de la historia.

Cuando escribe El astillero, ya Onetti está en el camino de una madurez que significa sobre todo despojamiento exterior, elipsis narrativa, concentración fanática en la peripecia interior. Por eso se ven menos en esta novela los andamios (aunque algo de ellos sobrevive en los títulos de los capítulos); por eso, la intensidad de su visión alucinada envuelve más poderosamente que nunca al lector. Lo que se descubre sobre todo en esta novela es un progresivo ahondarse en la verdadera materia narrativa, la creación de un lugar poético que Onetti ha sabido ir creando por mera insinuación atmosférica, por milagrosa simpatía con el paisaje y el ser, pero también por el manejo de un lenguaje narrativo que está hecho no solo de aciertos técnicos, de estructuras complejas y perspectivas temporales variadas, sino principalmente de una escritura de enorme tensión y hechizo. En este sentido, su obra maestra (y tantas de las obras que la preceden o acompañan) es también uno de los más deslumbrantes modelos de la nueva novela latinoamericana."

 

Responsables

L. Block de Behar
lbehar@multi.com.uy

A. Rodríguez Peixoto
arturi@adinet.com.uy


S. Sánchez Castro
ssanchez@oce.edu.uy

 

 


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