La obra maestra
Mucho más plena y redonda es, sin duda, El astillero que
todas las novelas que Onetti había publicado hasta la fecha.
Con esta obra, el autor uruguayo avanza rápidamente hasta
ocupar uno de los centros narrativos más fecundos del ciclo
de Santa María: la historia de la decadencia y muerte de
Junta Larsen. Este fragmento de un mundo propio es de capital importancia
para entender la extensión y profundidad de su creación
narrativa entera.
Hay, en El astillero, un momento de intensa revelación para
el protagonista, revelación que Onetti presenta así:
"Sospechó, de golpe, lo que todos llegan a comprender,
más tarde o más temprano: que era el único
hombre vivo en un mundo ocupado por fantasmas, que la comunicación
era imposible y ni siquiera deseable, que tanto daba la lástima
como el odio, que un tolerante hastío, una participación
dividida entre el respeto y la sensualidad eran lo único
que podía ser exigido y convenía dar." Este momento
de revelación sintetiza de modo admirable la soledad, la
imposibilidad de comunicación y el horror de un mundo solipsista
que están en la entraña de la sórdida y desolada
novela.
Poco importa que Junta Larsen se agite de uno a otro extremo de
las doscientas páginas, que recorra varias veces la distancia
que va de la morosa ciudad de Santa María al astillero de
Jeremías Petrus, que incursione en un pasado hecho de humillaciones
y de la misma, repetida actividad con alguna mujer que acaba por
ser toda mujer. Poco importa que la sinuosa, elusiva y compleja
trama sea susceptible de un resumen anecdótico -Junta Larsen
regresa a la ciudad de Santa María, de donde fue expulsado
hace años por ejercer alguna actividad ilícita, y
quiere reconstruir su vida como gerente de un astillero en ruinas-,
o que la atención del lector sea o no capaz de encontrar,
en sucesivas capas superpuestas, los hilos de una intriga que también
atañe a Petrus y a su hija semiidiota o simplemente loca,
a dos empleados de Petrus, a la mujeres (grotescamente embarazada)
de uno de ellos.
La verdadera historia corre por dentro y está hecha de los
silencios y las pausas, los hiatos de aquella historia superficial.
Es la aventura de una conciencia solitaria que regresa al pasado,
a un mundo en que había sido sórdidamente feliz y
en que también fue humillado, en busca de sus propias huellas
perdidas, de una salvación, también perdida, de un
sentido final para una vida sin sentido. Cuando Larsen regresa a
Santa María, deja a sus espaldas un pasado de macró,
una condena y una expulsión del equívoco paraíso
fluvial. Vuelve, más viejo y gastado, a enredarse en la historia
confusa de la liquidación del astillero de Petrus, en una
no menos confusa y morosísima seducción de la hija
de Petrus (acabará conformándose con la sabia criada),
en los mediocres negociados de los empleados de Petrus.
Pero debajo de esa espesa y oscura capa anecdótica, el lector
va descubriendo de a poco y casi retrospectivamente la otra aventura
de Larsen: la historia de una necesidad de amor y verdadera comunicación
que le están negados. Porque toda su vida lo que Larsen ha
conocido es la mentira, el beso parricida con que corona la testa
de Petrus, la mujer (mujeres) a la que usa con antigua, gastada,
sabiduría. Lo que siempre ha soñado Larsen es creer
en algo; mentirse que algo vale realmente la pena, encontrar a alguien
que le pruebe que no es el único ser vivo en un mundo de
cadáveres. Salir de la alienación, como se dice.
Por eso, al margen de sus actividades mediocres de seducción
de la hija de Petrus y de reorganización del erosionado astillero,
Larsen va tanteado, como ciego en un mundo sin relieve, en busca
de una mano de verdad. Esa mano existe en el libro y Larsen lo sabe:
es la mano de la mujer de Gálvez, la embarazada. Pero esa
mujer pertenece a otro, esa mujer de vientre horriblemente hinchado,
no es sin embargo para él. La corteja con el viejo disimulado
cinismo, no para obtenerla sino dejar testimonio viril de que la
reconoce como mujer, a pesar de todo. Y cuando la crisis culmina,
cuando ya está acosado por los invisibles sabuesos de la
destrucción, tiene un último alucinante encuentro
con la mujer, ya herida de parto. Entonces, Larsen huye. Lo que
él no soporta se hace claro al fin. Puede soportar la mentira
del sexo, la mentira de las adolescentes en flor, la mentira de
los viejos visionarios con negocios en ruina, la mentira de la policía
venal, de los prohombres honestos y hasta la mentira de los otros
suicidas. Pero cuando se enfrenta con la mujer sangrando y rugiendo,
cuando se enfrenta con la vida misma, huye. Porque este cínico,
este sórdido, este vulgar macró, es un romántico
de corazón, una almita sensible que se cubre de podredumbre
y cieno y llanto fingido, para no aceptar que el mundo viola la
inocencia, que las muchachas que queremos dejan un día de
serlo, que la vida irrumpe en el mundo destrozándolo (recreándolo)
todo.
La última delirante fuga de Larsen por el círculo
final de su infierno es una fuga de la vida misma. Como Eladio Linacero,
que huía de su ámbito en El pozo por la ruta de los
sueños que se contaba; como Juan María Brausen, que
sólo escapa de una mediocre realidad suburbana en La vida
breve inventándose otra personalidad y hasta creando un mundo
entero de ficción; este otro protagonista de Onetti, enfrentado
con las raíces mismas de la vida ante esa mujer que pare,
huye a refugiarse en la muerte. Toda la novela tiene así
la marca simbólica del regreso al país de los muertos.
Así como Ulises desciende en busca de las sombras, en aquel
famoso canto de la Odisea, y Eneas baja al Averno con la rama dorada
en la mano, y Dante se hunde, terceto tras terceto, en la Ciudad
de Ditte, Junta Larsen regresa a Santa María en El astillero
y allí encuentra no solo su infierno sino la muerte propia.
La saga de Santa María
Por más de un hilo está vinculada esta admirable
novela de Onetti con su ya vasto cuerpo narrativo. La ciudad de
Santa María aparece, ya se sabe, por primera vez en La vida
breve. Fue creada allí por la fantasía de Juan María
Brausen y acabó por interpolarse en su realidad narrativa
al encontrar en ella refugio el mismo Brausen. Entre los seres que
crea Brausen en La vida breve está precisamente el doctor
Díaz Grey, que hace una aparición secundaria en El
astillero, como viejo conocedor de la historia local.
Santa María está también al fondo de otra
aventura de Díaz Grey, de la que queda como documento un
relato titulado La casa en la arena, que originariamente formaba
parte de La vida breve pero luego fue suprimido en la versión
final. (Está en Un sueño realizado y otros cuentos,
1951). Otra novela corta de Onetti, Para una tumba sin nombre (1959),
también ocurre en Santa María, tiene al doctor Díaz
Grey como personaje secundario y hasta menciona al pasar la Villa
Petrus. El cuento con que Onetti participó en el concurso
de Life en Español, Jacob y el otro, está asimismo
ambientado en Santa María. Todos estos textos certifican
la creación de un mundo imaginario, una ciudad de provincias
recostada a un gran río y que equivale en la ficción
de Onetti a lo que es Jefferson, en el condado de Yoknapatawpha,
en la ficción de William Faulkner.
A partir de La vida breve, Onetti ha hecho explícita su
intención de componer una secuencia novelesca que tendría
como centro geográfico a esa ciudad imaginaria y en la que
se entrecruzarían las vidas y destinos de muchos personajes.
Esa secuencia es una verdadera Saga de Santa María, para
emplear una expresión tradicional. Pero si La vida breve
echa la piedra fundamental de este mundo, algunos de sus personajes
centrales llegan de otra novela anterior, que puede ser considerada
como prólogo a la Saga. Me refiero a Tierra de nadie (1941),
donde ya aparece Junta Larsen, aunque en papel muy menor. Este personaje
irá luego desplazando en la lenta fabulación posterior
de Onetti a Brausen o incluso a Díaz Grey, que parecían
el centro novelesco de La vida breve. Poco a poco, Junta Larsen
se impone en este orbe como Flem Snopes se impone en la serie que
Faulkner dedica a su ascenso en The Hamlet (1940), The Town (1957)
y The Mansion (1960). Por eso no debe extrañar a nadie que
no solo en El astillero, sino en la novela que Onetti publica después,
Juntacadáveres, el protagonista indiscutido sea Larsen.
También aparece Larsen en otras obras menores. Pero no es
éste el momento de detallar todos sus avatares. Interesa
considerar, en cambio, un curioso problema literario que ha planteado
Onetti a sus lectores. La secuencia de publicación de su
novela oculta y hasta confunde la importancia de Larsen. Al publicar
El astillero, antes Juntacadáveres (que cuenta un episodio
anterior), se hace casi imposible aprovechar las luces que el segundo
libro arroja sobre el primero. En Juntacadáveres se ve no
sólo un Larsen más joven, y lo más alejado
posible de toda destrucción final, sino que se le ve en momentos
de su mayor ambición, cuando el sueño de su vida entera
está a punto de realizarse del todo. Porque lo que siempre
ha querido Larsen, y hasta cierto punto ha conseguido en esa novela,
es tener un burdel propio, un burdel regentado por él y con
las tres o cuatro mujeres necesarias, los cadáveres que él
importará de la capital y que le darán el apodo que
sirve de título al libro. Novela irónica y hasta cómica,
luminosa a ratos, brillante o descansada, Juntacadáveres
corresponde a una estación de la aventura de Larsen que es
necesariamente anterior a la de El astillero. Por eso, si el lector
ha ido leyendo las novelas en el orden de publicación, encontrará
que el Larsen de Tierra de nadie es apenas la caricatura de un macró
porteño, en tanto que el de El astillero es un personaje
ennoblecido por su larga agonía, un personaje sobre cuyo
pasado no hay sino oscuras vislumbres. Solo al llegar a Juntacadáveres
puede recuperar el lector esa imagen intermedia de Larsen, el Larsen
del burdel fundado y abortado, que no sólo completa la imagen
entera del personaje sino que lo ilumina todo.
Una complicación adicional a este desajuste entre la secuencia
de publicación y la secuencia de la acción, proviene
de otro origen. Porque Juntacadáveres no es solo la historia
de Larsen y su burdel: en también la historia del joven Jorge
Malabia, de sus culpables relaciones con su joven cuñada
viuda, de sus esfuerzos por hacerse cliente del burdel, de su participación
final en la destrucción del mismo. Este Jorge Malabia es
también protagonista de una novela anterior, Para una tumba
sin nombre, en la que se cuenta el resto de su aventura, verdadera
o imaginaria, con una mujer y un chivo. Para restablecer la cronología
de la historia, pues, habría que leer primero Juntacadáveres,
después Para una tumba sin nombre y finalmente El astillero.
Esa lectura tiene, además, la ventaja que permite al lector
irse adentrando, paulatinamente y por la vía más accesible,
en el denso mundo de Onetti.
El procedimiento que sigue Onetti para la comunicación de
su obra narrativa es bastante complicado, como se ve. Esta complicación
no afecta, es claro, al lector que se interese por cada novela como
obra aislada. Para ese lector, el orden de composición, el
orden de publicación y el orden de la acción general
no tienen ninguna importancia. Porque cada novela es, desde su punto
de vista, un orbe completo. No es necesario saber qué pasó
realmente con el burdel de Juntacadáveres para leer, y apreciar
hondamente, tanto Para una tumba sin nombre como El astillero. Pero
si se quiere conocer la aventura particular de un personaje, sea
éste Brausen o Díaz Grey, Larsen o Jorge Malabia,
entonces sí importa seguir, cronológicamente, la secuencia
de la acción y leer los libros en un orden muy distintos
del de publicación original. Lo que nos trae de vuelta a
Larsen, cifra y clave del mundo narrativo de Onetti.
Una doble alegoría
Si Junta Larsen asoma su perfil de macró en alguna página
de Tierra de nadie (apenas caricatura del personaje que llegará
a ser), su retrato externo aparece entero aunque en escorzo, en
un capítulo de La vida breve. Allí es un hombre "pequeño
y grueso, con la boca entreabierta, estremeciendo el labio inferior
al respirar; la luz caía amarilla sobre su cráneo
redondo, casi calvo, hacía brillar la pelusa oscura, el mechón
solitario aplastado contra la ceja". La misma novela completa
este retrato con otros rasgos similarmente observados: la nariz
curva y delgada, el pulgar de una mano enganchado en el chaleco,
las preguntas deliberadamente leguleyas de su confusa conversación.
Pero en esta obra resulta imposible prever a qué grado de
soledad y miseria iba a llegar ese hombre gordo, de juventud ya
perdida pero todavía no ennoblecido por la tragedia.
En Juntacadáveres el retrato externo se enriquece de aventura,
de anécdota, de vislumbres interiores. Ver a Larsen en esta
novela es verlo en el colmo de su madurez, triunfante y derrotado
a la vez, pero aún entero, aún confiando en una suerte
de crapuloso destino, aceptando la cuchilla final pero no entregado.
Su entrada a la ciudad, pastoreando las decrépitas prostitutas,
sus cabildeos para conseguir que el burdel no sea cerrado, la aceptación
de humillaciones e insultos, pero también de un cierto reconocimiento
de su virilidad corrompida, todos esos rasgos de su historia en
esta novela, muestran a Larsen en la luz y sombra de su personalidad.
El pequeño macró se ha convertido en un personaje
de tres dimensiones. La caricatura en retrato.
Pero solo en El astillero, en el delirio y la derrota y la muerte
del personaje, se alcanzan todas sus dimensiones. Porque al llegar
a esta novela, después de haber recorrido el mundo complejo
de las otras, se descubre que Larsen no es solo un personaje, sino
un símbolo, y que ese astillero de Petrus que él trata
de salvar de la ruina es algo más que un astillero. La novela
cede el paso a la alegoría.
Quiero advertir lealmente al lector que es posible (muy posible)
que Onetti no comparta esta visión de El astillero y de Larsen.
Pero en un libro es lícito leer no sólo lo que el
autor puso sino lo que el libro tal vez pone. Hay en El astillero
una dimensión simbólica que convierte la novela en
alegoría de una decadencia no solo ficticia sino real. El
crítico inglés David Gallagher, al comentar en el
suplemento bibliográfico del New York Times, la traducción
al inglés de la novela, señaló que era posible
leer en ella una alegoría de la decadencia del Uruguay. De
ser cierta esta interpretación, Onetti ya habría visto
con toda claridad en 1957 (fecha de redacción de la novela)
lo que no era todavía muy claro para todos los uruguayos.
Ese astillero y ese desesperado que trata de salvarlo simbolizarían
hondamente una realidad que es costumbre ver solo en términos
políticos y económicos. La circunstancia de que la
novela estuviese dedicada originariamente al político uruguayo
Luis Batlle (amigo personal del autor) parece acentuar esa interpretación.
E incluso hasta autorizaría a ver ciertas relaciones simbólicas
entre el protagonista de la novela y el político mencionado,
aunque en este terreno es prudente no proseguir el paralelo.
Sea como sea, es evidente que en El astillero, Onetti trabaja en
una dimensión que no es puramente la ficticia. Algo semejante
pasaba con otra novela suya, Para esta noche, publicada en Buenos
Aires en las mismas vísperas de la toma del poder por Perón,
y que anticipaba (de manera casi visionaria) una Argentina dominada
por el terror, por la delación, por la violencia institucionalizada.
En esa novela, Buenos Aires era una ciudad sitiada. El clima que
Onetti creaba habría de justificarse en la realidad algunos
pocos años más tarde. No quiero decir con esto que
Onetti sea una Casandra narrativa. No lo es, si su ambición
literaria corre por ese lado. Pero al ser un novelista, al hundir
su mirada en la realidad, al recrearla en términos de ficción
total, no puede evitar que el trazo más profundo de esa realidad,
su secreta marca de agua, no quede revelado en la entraña
ardiente de sus novelas.
Otra interpretación alegórica soporta tal vez El
astillero. Ha sido sugerida por algunos críticos y conviene
examinarla aunque no más sea para enriquecer con una nueva
perspectiva la lectura de este libro fascinante. La circunstancia
de que la ciudad se llame Santa María, que Larsen cumpla
en ella un periplo existencial que lo lleva del intento de salvación
al suicidio y la aniquilación final; el hecho de que esta
experiencia sea realizada por un hombre que de alguna manera se
redime de un pasado de crapulonería y asume al fin su condición
humana entera; la densidad alegórica misma del relato (que
ya se ha apuntado en otro contexto), fomentan de alguna manera la
búsqueda de símbolos cristianos detrás de la
trama de El astillero. No creo que se pueda llevar la investigación
demasiado lejos por este camino que, me parece, tiene una ventaja:
apuntar de manera enfática a una transformación del
personaje, una espiritualización total de Larsen, uno de
los milagros estéticos más notables de la Saga de
Santa María. Haber levantado al macró de Tierra de
nadie hasta la altura trágica (expiación, sacrificio,
don ciego de sí) no es hazaña menor. Como Vautrin,
en la Comédie Humaine, Junta Larsen va creciendo a través
de sus distintos avatares hasta alcanzar al fin una estatura singular.
Es una de las creaciones mayores de las letras latinoamericanas
de este siglo.
El lenguaje de un novelista
Entre la instantánea de Tierra de nadie y el retrato en
varias dimensiones de El astillero, no solo Junta Larsen ha crecido
y madurado. También se ha desarrollado enormemente su autor.
En las primeras obras se advertía ya el don de narrar, el
talento para ahondar en personajes y situaciones, la capacidad cada
vez mayor de crear estructuras complejas. Si El pozo es aún
un relato lineal (a pesar de la perspectiva de racconti que aportan
los sueños), ya Tierra de nadie intenta una estructura paralelística,
a la manera de Dos Passos, para mostrar simultáneamente esa
enorme metrópoli incoherente que es Buenos Aires. En Para
esta noche, la estructura compleja pero externa de Dos Passos, cede
lugar a la estructura interna compleja a la manera de Faulkner.
A partir de La vida breve, Onetti inventará sus propias fórmulas,
sin que esto signifique negar la deuda que naturalmente tiene con
otros narradores anteriores.
El principal defecto de La vida breve, y lo que ha impedido tal
vez que esta obra, verdaderamente pionera, haya tenido la repercusión
que merece, es precisamente de tipo estructural. En dicha novela,
el andamiaje narrativo ha quedado demasiado a la vista. Era como
si Onetti hubiera tirado la piedra sin haber sabido esconder a tiempo
la mano. EL prestidigitador hacía admirables trucos pero
también los explicaba. El largo aprendizaje con Céline
y Faulkner era todavía demasiado evidente. Las novelas que
escribe y publica más tarde ya empiezan a borrar todas las
huellas. Si en Los adioses es aún demasiado visible la técnica
del punto de vista, en Para una tumba sin nombre, El astillero y
Juntacadáveres, la composición general es de absoluta
maestría.
Onetti compone cada una de estas novelas siguiendo dos y hasta
tres hilos narrativos que corresponden (a veces)a dos o tres tiempos
distintos, o a dos o tres perspectivas diferentes. Impecable, seguro,
guiado por un instinto que solo cabe calificar de poético,
entrecruza los testimonios, orquesta el contrapunto de tiempos,
y juega unos personajes contra otros. El resultado es tres novelas
de varias dimensiones que no solo funcionan admirablemente por separado
sino que, leídas sucesivamente y en el orden de sus historias,
abren ilimitadas perspectivas para el lector.
Una observación complementaria. Aunque Juntacadáveres
fue terminada después de El astillero, su redacción
inicial es anterior. Onetti estaba contando la historia del burdel
cuando se le cruzó por el camino la historia de la última
derrota de Larsen. Suspendió entonces Juntacadáveres,
para escribir con todo vigor El astillero, y volvió a aquella
novela después de haber terminado completamente ésta.
Tal proceso explica que en la segunda parte de Juntacadáveres
haya un tono más fúnebre que en la primera; que el
humor se haya hecho más agrio, más negro. Pero también
demuestra otra cosa: que estilísticamente, El astillero es
posterior a Juntacadáveres aunque haya sido escrita antes
que la segunda parte de esta novela. Porque al reasumir Juntacadáveres,
Onetti debió volver necesariamente a una perspectiva más
luminosa, más matizada, menos uniformemente gris, que la
de El astillero. De este modo, y por otro camino, se llega a la
misma cosa: la necesidad de restablecer un orden de lectura que
corresponda al orden de la historia.
Cuando escribe El astillero, ya Onetti está en el camino
de una madurez que significa sobre todo despojamiento exterior,
elipsis narrativa, concentración fanática en la peripecia
interior. Por eso se ven menos en esta novela los andamios (aunque
algo de ellos sobrevive en los títulos de los capítulos);
por eso, la intensidad de su visión alucinada envuelve más
poderosamente que nunca al lector. Lo que se descubre sobre todo
en esta novela es un progresivo ahondarse en la verdadera materia
narrativa, la creación de un lugar poético que Onetti
ha sabido ir creando por mera insinuación atmosférica,
por milagrosa simpatía con el paisaje y el ser, pero también
por el manejo de un lenguaje narrativo que está hecho no
solo de aciertos técnicos, de estructuras complejas y perspectivas
temporales variadas, sino principalmente de una escritura de enorme
tensión y hechizo. En este sentido, su obra maestra (y tantas
de las obras que la preceden o acompañan) es también
uno de los más deslumbrantes modelos de la nueva novela latinoamericana."
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