"Como Florencio Sánchez y Horacio Quiroga, Juan Carlos
Onetti es de aquellos escritores uruguayos cuya obra se proyecta
tempranamente sobre ambas márgenes del Río de la Plata.
Y no solo por haber vivido Onetti unos quince años en Buenos
Aires (los años de su madurez literaria) y haber publicado
allí cinco de sus mejores novelas, sino por la muy principal
razón de que el mundo que ha recreado en sus narraciones
es el de la ciudad rioplatense de este siglo. Llámese Montevideo
(como en El pozo) o Buenos Aires (como en Tierra de nadie) o Santa
María (como en casi todas las otras novelas), la ciudad que
describe Onetti, la ciudad en la que viven y mueren sus personajes,
la ciudad con la que él ha estado soñando hasta hacer
soñar también a sus lectores, es una ciudad situada
a orillas del vasto, barroso, equívoco Río de la Plata.
Y es, también, una ciudad de hoy.
No faltan en ambas márgenes del río quienes han intentado,
antes que Onetti, la descripción de esas ciudades de inmigrantes,
precipitadamente erguidas sobre "el río de sueñera
y de barro", como dijo Borges en un poema; esas ciudades de
indiferentes morales, de seres angustiados y tiernos, víctimas
y victimarios confundidos en un solo abrazo. Si José Pedro
Bellán, Roberto Arlt o Enrique Amorim, Eduardo Mallea o el
mismo Borges, se habían asomado también a esta ciudad
que se llama Buenos Aires cuando no se llama Montevideo, si ellos
consiguieron apresar muchas de sus esencias, ninguno como Onetti
logró convertir la ciudad rioplatense en personaje central
de toda su obra.
Más tarde, otros narradores habrían de aprovechar
su descubrimiento (o invención). Escritores brillantes como
Leopoldo Marechal o Ernesto Sábato, creadores sutiles como
Julio Cortázar, los más destacados novelistas de la
generación uruguaya del 45, así como los "parricidas"
porteños, habrían de desarrollar esa invención
de la ciudad rioplatense, o aportar a ella matices nuevos, muchas
veces inesperados, iluminaciones deslumbrantes. Algunos (como Cortázar)
reconocerían explícitamente la influencia. Otros la
aceptarían implícitamente. Los menos se declararían
sus discípulos.
Sea como fuere, Onetti ya está situado en las letras rioplatenses
de este siglo, a la entrada de una etapa decisiva: la del descubrimiento
del nuevo mundo de la gran ciudad, de sus hombres, sus proyectos
y sus muertes. Pero esa posición central es más importante
aún si se la proyecta sobre la ficción latinoamericana
de los últimos treinta años. Porque con sus primeras
agrias novelas, Onetti marca también el acceso de toda una
nueva promoción narrativa a las letras hispanoamericanas.
Es la promoción que en Río de la Plata como en México,
en el Perú como Chile, en Cuba como en Venezuela, irá
descubriendo el nuevo rostro de la América Latina. Si los
grandes novelistas de la tierra y la selva (José Eustasio
Rivera, Rómulo Gallegos, Ricardo Güiraldes, Ciro Alegría)
marcaron la línea central de un telurismo hondamente enraizado
en la nostalgia o en la protesta, es con Onetti y sus pares que
el nuevo hombre latinoamericano, el hombre que se ve obligado a
ingresar casi de golpe en una modernidad caótica, angustiosa,
pasa a asumir el primer plano en la ficción.
Pero el descubrimiento de Onetti no habría tenido la importancia
que tiene si se hubiera limitado a modificar el escenario, o solo
a tratar de llamar la atención sobre un tipo humano distinto.
Lo que le permitió realizar más hondamente aquello
que otros habían ya intentado, fue el rigor literario que
desde su primera obra manifiestan sus creaciones, su concepción
de la novela como un organismo autónomo cuyas leyes narrativas
son tan fatales para los seres de ficción como las de la
naturaleza para el ser humano real.
Educado en la escuela de Faulkner y de Céline, Onetti hace
ingresar la novela hispanoamericana en la modernidad con mano tan
segura como lo habían hecho para la poesía, Borges
y Vicente Huidobro, Pablo Neruda y Octavio Paz. A partir de su obra
(imperfecta y agria, a veces, de muy sutiles aciertos otras), son
posibles los nuevos novelistas. Es decir: son posibles Carlos Fuentes
y José Donoso, Carlos Martínez Moreno y Mario Vargas
Llosa, Guillermo Cabrera Infante y Manuel Puig. De alguna manera,
lo conozca directamente o no, todos ellos están en una tradición
que tiene a Onetti como figura central.
El culto secreto
Este lugar que hoy se le reconoce a Onetti en la novela latinoamericana,
no le ha sido reconocido siempre. Solo muy lentamente, como sin
prisa y con desgano, la fama ha empezado a rodear su nombre y a
proyectarlo más allá de las pequeñas fronteras
del Uruguay. Y, sin embargo, aparentemente se dieron desde 1940
todas las condiciones para que este gran novelista fuese mejor conocido
fuera de su país. Durante unos quince años (1941/1955),
Onetti vive en Buenos Aires, publica sus novelas en ediciones argentinas
de gran circulación hispánica, como Losada, Sur y
Sudamericana, gana algunos premios en concursos internacionales.
Pero su reputación sigue siendo, a pesar de todo, local y
se reduce a cierta zona de la literatura uruguaya hasta bien entrada
la década del sesenta. Son muchos los factores que explican
esta aparente paradoja y, sin ánimo de agotarlos, conviene
repasar ahora algunos, como prólogo a una consideración
general de su obra narrativa.
Hay que empezar por contar qué significaba Onetti para un
grupo de escritores uruguayos que tenían entre quince y veinticinco
años hacia 1939. El mismo Onetti tenía solo treinta
años entonces. (Nació en 1909). La fecha no es arbitraria.
En junio de ese año de 1939 se funda en Montevideo el semanario
Marcha, que era apenas el órgano periodístico de una
pequeña fracción disidente de una fracción
mayor de uno de los dos partidos tradicionales del Uruguay: el Partido
Blanco, el más conservador, el de los terratenientes y latifundistas.
Con el tiempo, ya se sabe, Marcha realizaría un tardío
viraje hacia el socialismo. Pero en 1939 es solo un tabloide que
se parece demasiado a los franceses de aquel entonces. El director
(abogado de renombre, educado en Francia y afrancesado) pagaba así
tributo a la cultura de aquel país. En esa fecha, Marcha
se ocupa principalmente de política, nacional e internacional,
de economía (sobre todo, nacional) y dedicaba muchas páginas
a asuntos de arte, de música y de literatura. El secretario
de redacción era un joven moreno, alto y sombrío,
con una cara alargada que él mismo describiría más
tarde como de caballo. A pesar del sesgo italiano de su apellido,
habrá de insistir más tarde que es una corrupción
de O'Netty, lo que lo haría de origen británico. Ese
joven escribe y publica en Marcha curiosos relatos y notas críticas.
Algunos textos que elige son seudónimos, otros vienen de
las letras europeas y, sobre todo, de las norteamericanas. Pero
tienen como autores a nombres que no se esperaban entonces en el
Río de la Plata.
Este joven ya ha descubierto a Louis Ferdinand Céline, cuyo
Voyage au bout de la nuit será su Biblia, y a William Faulkner,
a través de la versión española de Santuario,
publicada en 1934. Ese mismo año de 1939 habrá de
ver la luz su primera novela, El pozo, breve e intenso relato que
él mismo editará con ayuda de algunos amigos y con
falso dibujo de Picasso en la portada (se asegura que es también
obra de él, y la cara que muestra se le parece un poco).
La edición, pequeña, tardará sus buenas décadas
en agotarse a pesar de los esfuerzos denodados de ejércitos
de ratas que habitan en los depósitos de libros.
Sin embargo, ya circulaban por Montevideo algunos muchachos que
habían descubierto por sí solos a Onetti. Como esos
jóvenes secretos que estaban dispuestos a hacerse matar por
un verso de Mallarmé (según le decía al maestro
francés su discípulo Paul Valéry), estos primeros
descubridores de la enorme terra incógnita que era y sigue
siendo Onetti, ya andaban por la principal avenida de Montevideo,
entraban en los cafés de estudiantes e intelectuales, se
paseaban por los claustros de la sección Preparatorios o
por la Facultad de Derecho, con un ejemplar de El pozo bajo el brazo.
Llegarían con el tiempo a ser diputados y ministros, abogados
o historiadores, narradores y dramaturgos, hasta críticos.
Pero entonces solo eran adolescentes y hablaban sin cesar de Onetti,
o imitaban sus escritos, sus desplantes personales, su aura.
Una leyenda que se iba coagulando lenta pero insistentemente a
su alrededor: la leyenda del humor sombrío y del acento un
poco arrabalero; la leyenda de sus grandes ojos tristes de enormes
lentes tras los que asoma la mirada de animal acosado, con la boca
sensual y vulnerable; la leyenda de sus mujeres y sus múltiples
casamientos; la leyenda de sus infinitas copas y de sus lúcidos
discursos en las altas horas de la noche.
Un día se supo que estaba por irse a Buenos Aires (meta
de tanto uruguayo con ambiciones). Otro día, que una novela
suya, de la que se había anticipado algún fragmento
en revistas, había sido elegida por un jurado uruguayo para
competir en un concurso internacional organizado por la editorial
Farrar & Rinehart, de Nueva York, que al fin ganó El
mundo es ancho y ajeno, de Ciro Alegría. Como Onetti no publicó
nunca su novela (Tiempo de abrazar, se llamaba), es difícil
opinar sobre el acierto o error del jurado. Pero se puede decir
que aquí comienza la historia de sus malentendidos con jurados
más o menos internacionales. Un segundo concurso, organizado
esta vez en Buenos Aires por la Editorial Losada, concede el segundo
premio a una novela suya, Tierra de nadie (1941), prefiriendo para
el primer puesto una novela de Bernardo Verbitsky, Es difícil
empezar a vivir, que nadie recuerda hora. Para esa fecha, Onetti
ya estaba instalado en la capital porteña, trabajaba en una
agencia de publicidad, mantenía contacto con los fieles uruguayos
que iban a visitarlo. Pero seguía siendo el maestro de unos
pocos jóvenes secretos del otro lado del río ancho
como mar. La situación en Argentina casi no varió
en quince años. Onetti vivió en Buenos Aires como
había vivido William Blake en el Londres del crepúsculo
del siglo XVIII. Era el hombre invisible. Siguió publicando
allí sus novelas (Para esta noche, 1943, La vida breve, 1950,
Los adioses, 1954); llegó a conocer a algunos escritores
y críticos importantes (Mallea, Oliverio Girondo, Borges,
Julio E. Payró), pero no fue reconocido allí. Incluso
la aparición de La vida breve no mereció más
que algunas tibias reseñas críticas. La edición
estaba aún sin agotarse quince años después.
En cambio, en la orilla oriental, el culto de Onetti seguía
creciendo, lenta pero firmemente. Su leyenda se veía aumentada
por el aura de autor maldito, a quien editores y críticos
del oficialismo literario argentino, ignoraban sin pena. Pero en
Montevideo, los fieles también crecían y, desde 1950
en adelante, Onetti ya era un autor respetado por los escritores
más militantes de la generación del 45. En 1951, la
revista Número recoge algunos de sus cuentos con el título
de uno de ellos, Un sueño realizado, certificando así
la presencia de Onetti en un género del que es también
maestro.
Encuentro (y desencuentro) con Borges
Por los años 1948/49 se sitúa un encuentro en el
Buenos Aires peronista entre Borges y Onetti, al que me tocó
asistir como moderador. Aunque siempre ha denunciado ciertas exquisiteces
borgianas, Onetti es uno de los primeros conocedores uruguayos de
la obra del narrador argentino, y en La vida breve ha aprovechado
algunos de sus puntos de vista sobre la ficción dentro de
la ficción, la pluralidad de perspectivas del narrador, la
inserción de un mundo imaginario dentro de otro. En uno de
mis viajes a Buenos Aires me pidió que le presentase a Borges,
a quien yo conocía a través de una larga admiración
y trato personal. En una cervecería de la calle Corrientes,
que en sus altos albergaba entonces a una de las más siniestras
organizaciones peronistas (fue demolida a cañonazos por los
tanques de la Revolución de 1955), llevé a Borges
a conocer a Onetti. No sé si la natural timidez de Onetti
o la larga espera, provocaron ese aire fúnebre, claramente
teñido por la cerveza, con que nos recibió. Estaba
hosco, como retraído en sí mismo, y a la defensiva.
Sólo salía de su isla para atacar con una virulencia
que nunca le había visto. Era obvio que él había
leído a Borges y que Borges no lo había leído
ni tal vez lo leería nunca. La conversación saltaba
sin progresar, hasta que de golpe, Onetti embistió con una
frase que se dejaba silabear como un verso de tango:
- Y ahora que están juntos, díganme, explíquenme
¿qué le ven a Henry James, qué le ven al coso
ese?
Inútil aclarar que también Onetti había leído
a James y que era tan capaz como cualquiera de valorar sus méritos.
Pero la frase quería decirnos otra cosa. Infortunadamente,
tanto Borges como yo la tomamos literalmente y nos pusimos a explicar
con gran entusiasmo genuino la obra de James, lo que le veíamos.
Hasta desarrollamos pedagógicamente una comparación
entre el mundo aparentemente realista pero en realidad abstracto
de James y el fantástico pero muy concreto de Kafka. Citamos
libros y cuentos, críticas y opiniones. Yo estaba en la gloria.
Me sentía como el bueno de Boswell al asistir a un encuentro
entre el Dr. Johnson y Reynolds o Garrick. Pero todo era una ilusión
óptica: no había ni podía haber contacto entre
Onetti y Borges, o solo lo había en mi imaginación
crítica, parejamente estimulada por las ficciones de ambos.
Cuando ya nos íbamos, y mientras acompañaba a Borges
a su apartamento de la calle Maipú, le pregunté un
poco inquieto qué le había parecido Onetti. Me contestó
con gran cortesía que le había gustado, pero agregó:
- ¿Por qué habla como un compadrito italiano?
Toda la noche, y sin que mi oído lo hubiera registrado,
Onetti estuvo censurando a Borges al arrastrar las sílabas
más que de costumbre, deliberadamente, como un acto fonéticamente
agresivo y suicida. Comprendí solo entonces que Onetti había
sido esa noche una personificación de Roberto Arlt, aquel
genial y loco narrador porteño, contemporáneo estricto
de Borges (nacieron a solo un año de diferencia) y al que
Borges también había ignorado. Ese mismo Roberto Arlt
que, antes que Onetti, Marechal, Sábato y Cortázar,
había colonizado algunas zonas profundas de la triste Buenos
Aires. Ahora comprendo que debimos haber hablado de Roberto Arlt
y no de Henry James, aquella noche. Pero de todos modos, aunque
la conversación giró en torno del maestro anglosajón,
Onetti se las ingenió para que Arlt estuviera también
presente.
Una suma de malentendidos
En Buenos Aires, que Onetti abandona hacia 1955, siguen los malentendidos
sobre su obra. En un concurso de la Editorial Fabril, su obra maestra,
El astillero, solo obtiene una mención frente a novelas que
ahora ni es prudente recordar. Cuando por fin la novela se publica
en 1961, hay ya una generación de críticos y escritores
argentinos que han leído Marcha y Número, y saben
que Onetti es un maestro. Pero entonces Argentina ha producido a
Marechal, a Sábato y a Cortázar, y es por lo tanto
natural que Onetti quede ligeramente desenfocado, que haya que repasar
cuidadosamente la cronología para advertir que Adán
Buenosayres, de Marechal, se publica en 1948, varios años
después que las tres primeras novelas de Onetti; que El túnel,
de Sábato, también de 1948, es por lo menos cinco
años posterior a Para esta noche; que todo Cortázar
es asimismo más reciente. Pero estas precisiones las recuerdan
por lo general solo los eruditos o los fanáticos. Onetti
ya está situado anacrónicamente, como continuador
de muchas cosas que él había iniciado en el Río
de la Plata. Ese anacronismo se evidencia también en dos
concursos internacionales: el de Life en Español (Nueva York,
1960) y el Premio Rómulo Gallegos (Caracas, 1967). En el
primero fue consagrado un cuento largo de Marco Denevi, escritor
argentino que se había destacado ya con la novela Rosaura
a las diez. El cuento premiado, que se titula Ceremonia secreta
y ha dado lugar a un film aún más perverso de Joseph
Losey, tiene su interés pero es prescindible, para emplear
un adjetivo que Borges puso en circulación hace ya tantos
años. El cuento de Onetti, Jacob y el otro, es una pequeña
obra maestra. Pero como es también un cuento duro y amargo
(presenta la historia de un forzudo de circo que se enfrenta con
un forzudo de pueblo, historia vista desde distintos ángulos,
a cual más sórdido y/o patético), como es un
cuento verdaderamente intransigente, como es un cuento en que la
visión negra de Onetti cala hasta el hueso, el jurado lo
relegó.
Algo semejante debe haber pasado en Venezuela con Juntacadáveres
(1964). No hay por qué negar el mérito extraordinario
de La casa verde, de Mario Vargas Llosa. Al lado de esta gran obra
de la actual novela latinoamericana, enorme fresco que maneja con
increíble maestría varios mundos a lo largo de cuarenta
años de narración, impecable de técnica y humana,
la novela de Onetti debe haber parecido un libro menor. Y en muchos
sentidos lo es. Esa historia de malevos y prostitutas en un pueblito
perdido de la cuenca del Plata puede resultar apenas un melancólico
ejercicio en el humor más negro posible: la historia de una
ilusión crapulosa, de un paraíso corrompido, de la
debilidad de la carne y la leprosa inocencia de ciertos seres. El
protagonista, Junta Larsen o Juntacadáveres, es un héroe
muy poco épico. Aunque su profesión no dista mucho
de la del Fushía de La casa verde, y aunque su burdel pueda
tener puntos de contacto con el de Vargas Llosa, la visión
del joven peruano de treinta años y la del maduro uruguayo
que se acercaba entonces a los sesenta, no pueden ser más
distintas. Es comprensible que el jurado haya elegido a Vargas Llosa,
como antes otro jurado había elegido a Marco Denevi. Como
sería comprensible que se eligiese entre Céline y
Roger Martin du Gard, al segundo; o entre Durrell y Beckett, al
primero. Porque hay en el fondo una perfecta coherencia y una secreta
simetría en que, una vez más, Onetti haya perdido
un premio importante. Ya le pasó con Ciro Alegría
(que es su estricto coetáneo) y le volvió a pasar
con Bernardo Verbitsky (otro coetáneo), y con Marco Denevi
en Life y, luego, en el concurso de Fabril con Jorge Masciángioli
(un hombre mucho más joven) y ahora con Mario Vargas Llosa,
que es un delfín. Así como hay una vocación
para el éxito, hay una para el fracaso. EL fracaso de Onetti,
aquí está la última paradoja, no es el fracaso
de la calidad sino el fracaso de la oportunidad. En 1941, Onetti
llega demasiado pronto para arrebatar el premio a Ciro Alegría
y peca de anacronismo por ser un adelantado de la nueva novela.
En 1967 llega demasiado tarde para poder disputar seriamente el
premio a Vargas Llosa, y su anacronismo es el de todo precursor.
Descolocado, desplazadísimo, Onetti no está nunca
en el escalafón literario. Está, sí, en la
literatura, y su puesto (al margen de éxitos o fracasos,
de fluctuaciones inevitables de lectores y críticos) aparece
ya asegurado por sus grandes novelas y sus sombríos cuentos.
Ahora que la suma de malentendidos y postergaciones está
dando un total de fama (el peor de los malentendidos, según
Rilke); ahora que en todos los extremos del continente hispanoamericano
los jóvenes secretos se multiplican y salen a proclamarlo,
ahora que tantas editoriales de América y España lo
editan, o reeditan, la fama de Onetti ha llegado a su sazón,
y es un hecho (al fin) incontrovertible.
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