Los treinta primeros años
La obra narrativa de Onetti comprende hasta la fecha siete novelas
publicadas, de desigual extensión, varias nouvelles y un
puñado de cuentos. Hay, además, algunas novelas sumergidas,
de las que solo asoman capítulos perdidos en revistas, y
algunos cuentos seudónimos que el autor no se ha ocupado
en legitimar. Tendida a lo largo de treinta años de continua
actividad literaria, esa producción no es excesivamente copiosa
pero tampoco es escasa. Es la obra de un creador que ha ido madurando
en forma muy sostenida y que ahora está en el colmo de su
creación.
Tres momentos se pueden distinguir en esta obra. En el primero,
Onetti explora su camino a través de una novela breve (El
pozo), que es cifra de toda su obra posterior; examina la realidad
profunda de Buenos Aires en dos novelas (Tierra de nadie, Para esta
noche) y deja la mejor prueba de su maestría temprana en
un par de cuentos. El mejor de éstos, Un sueño realizado,
inspirará a Cortázar uno de los capítulos más
logrados de Rayuela: el concierto de Berthe Trépat.
En la segunda época, Onetti produce su novela más
ambiciosa y compleja, La vida breve, que no solo marca la culminación
de un cierto realismo exasperado sino que abre toda una nueva perspectiva.
Sin abandonar el realismo, Onetti se compromete cada vez más
en la fabricación literaria de un universo totalmente onírico:
la Santa María que inventa uno de los personajes de La vida
breve y que terminará siendo interpolada en la "realidad"
de aquella novela, como suele suceder en algunas ficciones de Borges.
La vida breve es, además, uno de los modelos de la nueva
narrativa latinoamericana.
Por la transición de Los adioses (pequeña novela
que lleva a la perfección la técnica de la ambigüedad
del punto de vista narrativo), así como de relatos breves
como La cara de la desgracia, Tan triste como ella y, sobre todo,
algunos cuentos como Jacob y el otro, Onetti entra en su tercer
etapa: la de las obras de su total madurez: Para una tumba sin nombre,
El astillero y Juntacadáveres. El hecho de que estas tres
obras, cuyos temas y personajes están muy relacionados, hayan
sido publicadas por separado y sin respetar el orden cronológico
de la acción, ha impedido que se vean como lo que realmente
son: un tríptico barroco que desarrolla, desde ángulos
distintos y contradictorios, los temas paralelos de la inocencia
y la experiencia, el sueño y al realidad, el amor y la muerte,
a través de las figuras antagónicas y complementarias
de Junta Larsen y Jorge Malabia.
Un análisis un poco más detallado de sus principales
novelas, y de algunos cuentos, permitirá situar un poco mejor
la creación narrativa entera de Onetti.
Una novela clave
En 1939, escribió Eladio Linacero, protagonista de El pozo:
"Lo curioso es que si alguien dijera de mí que soy "un
soñador" me daría fastidio. Es absurdo. He vivido
como cualquiera o más. Si hoy quiero hablar de los sueños,
no es porque no tenga otra cosa que contar. Es porque se me da la
gana simplemente. Y si elijo el sueño de la cabaña
de troncos, no es porque tenga alguna razón especial. Hay
otras aventuras más completas, más interesantes, mejor
ordenadas. Pero me quedo con la cabaña porque me obligará
a contar un prólogo, algo que sucedió en el mundo
de los hechos reales hace unos cuantos años. También
podría ser un plan ir contando un "suceso" y un
sueño". El plan así enunciado por Linacero fructificó
no solo en las noventa y nueve páginas de El pozo (novela
que firmaba J. C. Onetti) sino, diez años más tarde,
en una obra de proporciones mayores, La vida breve (esta vez de
Juan Carlos Onetti). En esos diez años, el arte lineal del
primer memorialista maduró en la compleja estructura de vidas
y sueños que recoge en un largo relato Juan María
Brausen, legítimo descendiente de Linacero, y otra máscara
(persona) del autor.
Con elogiable economía, Onetti enfrenta desde las primeras
páginas de La vida breve, los dos mundos en que va a circular
el protagonista:
"-Mundo loco- dijo una vez más la mujer, como remedando,
como si lo tradujese.
"Yo la oía a través de la pared. Imaginé
su boca en movimiento frente al hálito de hielo y fermentación
de la heladera o la cortina de varillas tostadas que debía
estar rígida entre la tarde y el dormitorio, ensombreciendo
el desorden de los muebles recién llegados. Escuché,
distraído, las frases intermitentes de la mujer, sin creer
en lo que decía."
Los dos mundos que separa la débil, facilitadora pared del
departamento, nunca llegarán a confundirse del todo. Para
saltar de uno al otro, será necesario que Juan María
Brausen asuma un nuevo nombre: deje de ser Brausen y empiece a ser
Juan María Arce. En algún momento ambos mundos llegan
a ser tangenciales pero nunca se superponen; están en distintos
planos; distintas leyes lo rigen y el juego del vivir no puede ser
el mismo en ambos.
El mundo de Juan María Brausen es el mundo de la responsabilidad
y la rutina, del hastío y el sinsentido, del malentendido
que llaman amor. En un pasaje de la novela, el protagonista se define
así:
"Entre tanto, soy este hombre pequeño y tímido,
incambiable, casado con la única mujer que seduje o me sedujo
a mí, incapaz, no ya de ser otro, sino de la misma voluntad
de ser otro. El hombrecito que disgusta en la medida en que impone
la lástima, hombrecito confundido en la legión de
hombrecitos a los que fue prometido el reino de los cielos. Asceta,
como se burla Stein, por la imposibilidad de apasionarse y no por
el aceptado absurdo de una convicción eventualmente mutilada.
Esto, yo en el taxímetro, inexistente, mera encarnación
de la idea Juan María Brausen, símbolo bípedo
de un puritanismo barato hecho de negativas -no al alcohol, no al
tabaco, un no equivocado para las mujeres-, nadie, en realidad."
Mientras la existencia de Brausen se degrada hasta llegar a las
heces, la fascinación del mundo que está del otro
lado de la débil pared empieza a ejercer su energía
sobre él. En un primer momento parece obvio su significado:
es un escape, una huida de la mediocre realidad. Pero es también
realidad (como habrá de descubrir Brausen) y hasta impone
sus reglas. Un día, Brausen aprovecha una ausencia de su
vecina, la Queca, y visita el departamento vacío. Desde ese
momento, Brausen empieza a concebir el desquite. No en su propia
existencia ratonil, sino en el mundo de al lado. Al ingresar allí,
es como si todos sus valores morales (esos valores en los que ya
no puede creer) cambiaran de signo, aceleraran su inevitable metamorfosis:
él, hombre de una sola mujer, podrá convertirse en
amante de una prostituta, en macró, como se dice en el Río
de la Plata, deformando fonéticamente la palabra del hampa
francesa; él, temeroso siempre de hacer sentir a su mujer
legítima la imparidad de sus pechos, descubrirá el
placer de golpear a otra mujer, arderá en deseos de vengar
con el asesinato premeditado de la Queca, "todos los agravios
que me era posible recordar."
Una fuerte escena marca el acceso de Brausen al mundo de al lado.
En su primera tentativa de entrar en contacto con la Queca, Brausen
(vacilante, improvisando) es echado a patadas por uno de los amantes
de ella, Ernesto. Mientras se levanta y se limpia la ropa por fin
maculada, Brausen comprende que ha sido aceptado, que ahora empieza
a ser también Juan María Arce. La violencia parece
ser la regla de este otro juego. Pero no da su tónica. Poco
a poco, Arce descubre el verdadero sentido de este mundo, eufóricamente
anticipado en la visita al departamento vacío. Este es un
mundo, como el de Lewis Carroll en Through the Looking Glass, en
que las imágenes (los valores) están invertidos. En
una segunda visita, sin la presencia del torvo Ernesto, Brausen
consigue a la Queca.
Con ella, la rutina del sexo se convierte en otra cosa: "Si
la olvido [piensa, mientras la mira caminar por la pieza], podría
desearla, obligarla a quedarse y contagiarme su silenciosa alegría.
Aplastar mi cuerpo contra el suyo, saltar después de la cama
para sentirme y mirarme desnudo, armonioso y brillante como una
estatua, efebo por la juventud trasmitida a través de epidermis
y de mucosas, desbordante de mi vigor de tercera mano". De
estas experiencias de Brausen, emerge un nuevo hombre, no solo un
nuevo nombre. Cuando él acepta irse a Montevideo con la Queca,
en viaje financiado por un viejo amante de ella, la nueva etapa
de la degradación le permite mirarse desde la distancia ilusoria
de Brausen y sentirse "irresponsable de lo que él (Arce)
pensara e hiciera"; se ve "descender con lentitud hasta
un total cinismo, hasta un fondo invencible de vileza del que (Arce)
estaría obligado a levantarse para actuar por mí."
Para poder ingresar totalmente a este mundo de la otra verdad (el
mundo de Arce) el personaje necesita purificarse matando a la Queca;
bastarían entonces pocos minutos para aliviarse de todo lo
que puede ser dicho a una persona, "para quedarme vacío
de todo lo que había tenido que tragarme desde la adolescencia,
de todas las palabras ahogadas por pereza, por falta de fe, por
el sentimiento de la inutilidad de hablar." Cuando Brausen-Arce
llega al apartamento a matar a la Queca descubre que ésta
acaba de ser asesinada por Ernesto. La realidad de la violencia
del mundo de al lado lo abruma.
Porque Brausen nunca ha dejado de ser Brausen. Ni aun cuando se
libera de compromisos (el empleo, la mujer, la amistad); ni aun
cuando entierra, con Raquel, la nostalgia de la juventud en Montevideo;
ni aun cuando vive, tantos meses, como Arce. Rechaza, es cierto,
las reglas del juego en que vivía, cambia de mundo, pero
subsiste profundamente como Brausen. Su reacción frente al
asesinato de la Queca lo demuestra. Ante la realidad brutal, no
imaginada, del crimen, Arce se desvanece -el nuevo juego (su juego)
exigía que a su vez matara a Ernesto- y es un renovado Brausen
el que decide proteger al asesino, el que intenta salvarlo, creándole
una vida nueva. Quizá ya Brausen sienta que Ernesto ha matado
por él, aunque solo más tarde llegue a formularse
este pensamiento, llegue a sentirse solidario y a escribir: "No
es más que una parte mía; él y todos los demás
han perdido su individualidad, son partes mías." En
su desesperada intentona de evasión, Brausen y Ernesto llegan
a Santa María y acaban por ser detenidos allí. Esta
prisión devuelve, paradójicamente, la libertad a Brausen:
"Esto era lo que yo buscaba desde el principio, desde la muerte
del hombre que vivió cinco años con Gertrudis; ser
libre, ser irresponsable ante los demás, conquistarme sin
esfuerzo una verdadera soledad." Entre tanto, su huida también
lo ha llevado a interpolarse en un tercer mundo, aún más
distante que el del apartamento de al lado y que es tan antiguo
como la misma novela.
Antes de que Brausen supiese que le era posible incorporarse al
mundo de la Queca, que corría vertiginosamente paralelo al
suyo, la necesidad de evadirse del mundo cotidiano le había
forzado a la invención de un mundo imaginario. La primera
imagen que viene a su retina es la de un médico cuarentón
que ejerce en una ciudad provinciana, junto al río, y que
se llama Santa María. Poco a poco, y mientras Brausen se
esconde de sí mismo en Buenos Aires y emerge gradualmente
como Arce, la historia de Díaz Grey se va formando en su
imaginación como otra vía de escape. El mundo en que
Díaz Grey vive es una transparente estilización de
la realidad que oprime a Brausen, de la misma manera que Santa María
es una ciudad imaginaria, construida sobre pedazos de Buenos Aires
(el nombre completo de esta ciudad, al ser bautizada por Pedro de
Mendoza, fue Santa María del Buen Aire), de Montevideo, de
Rosario, de Colonia do Sacramento: todas ciudades situadas sobre
el Río de la Plata o su principal afluente, el Paraná.
Para la tercera existencia de Brausen, Onetti abandona (es claro)
toda pretensión de realismo. Si en la historia de la doble
vida de Brausen-Arce podía describirse un eco de aquel relato
de Hawthorne, Wakefield, en que un hombre se esconde de su mujer
y se va a vivir bajo otro nombre, cerca de ella pero invisible,
en este nuevo avatar de Brausen, es Borges el modelo más
visible. Aunque la superficie del relato de Onetti sigue siendo
de sórdido, exasperado, naturalismo, las coordenadas de tiempo
y espacio, las identidades de sus personajes, son susceptibles de
modificación, y un retoque de la voluntad, o un capricho
del creador, pueden alterar o petrificar la faz del mundo narrativo,
sus valores morales subyacentes.
Así como Arce, al final de su aventura con Ernesto, se disuelve
en Brausen -y el policía que lo detiene como encubridor de
Ernesto lo identifica, diciéndole: "Usted es el otro...
Entonces, usted es Brausen"-, Díaz Grey, habrá
de cerrar a su vez la novela, conquistada ya del todo su realidad
por haberse asimilado a Brausen. La creatura acaba por subsumir
al creador. El mundo de Díaz Grey, inventado por Brausen
ante los ojos del lector, acaba por ser el mundo narrativo "real",
y la palabra Fin en la página final demuestra que, en efecto,
la única "verdad" de esta novela (como de todas,
a pesar de las ilusiones del realismo) es la verdad de su fábula.
Se comprende entonces recién la lealtad de esta advertencia:
"Sentí que despertaba -dice el protagonista- no de este
sueño sino de otro incomparablemente más largo, otro
que incluía a éste y en el que yo había soñado
que soñaba este sueño." Una vez más, como
en el libro de Eladio Linacero, hay aquí una historia y un
sueño.
Otra lectura de La vida breve parece también posible. En
vez de considerar la novela (como hasta ahora se ha hecho) desde
el punto de vista documental, como testimonio sobre un mundo desvalorizado,
el lector puede seguir a Brausen únicamente en su aventura
anterior. Entonces no se trata solo de escapar de la realidad, vivir
la vida breve, o inventarse un cuento para llevar al cine o escribir
sobre él una novela. Se trata de crear otra realidad entera,
competir con la creación misma. Gradualmente, y casi como
sin quererlo, Brausen libera dentro de sí las fuerzas de
la imaginación. Mientras vive su vida de gris rutina, o la
más excitante pero también rutinaria de Arce, o la
siempre rectificable de Díaz Grey, Brausen explora las provincias
ilimitadas de la creación.
Toda la novela adquiere entonces profundidad en el tiempo y en
el espacio. En vez de contar tres historias más o menos novelescas
que se yuxtaponen pero ocurren en universos incomunicados y regidos
por sus propias leyes, el libro ordena en un mismo cuadro espacial
y temporal sus varias anécdotas; ese territorio común
de las tres historias es la creación narrativa: el tema esencial
que permite su existencia simultánea. Es obvio que en La
vida breve, Onetti ha querido explorar la creación literaria
desde dos planos simultáneos y hasta inseparables: el teórico
y el práctico. Su novela analiza la creación mientras
la crea. Aunque no lo hace (por cierto) en la forma puramente crítica
que será la elegida por Cortázar en Rayuela (1963)
y que refleja la influencia de narradores europeos como André
Gide (con sus Faux-monnayeurs y el Journal des Faux-monnayeurs),
como Aldous Huxley, con su Point Counterpoint. No. Lo que hace Onetti
es mostrar a su personaje inventando primero un doble y luego un
mundo paralelo, al que ingresarán él y su doble. De
aquí la distinción necesaria que esta novela impone
entre un autor (Onetti) y una narrador (Brausen) frente a los demás
personajes que son, ellos sí, criaturas puramente novelescas.
Con este recurso, complejo pero no ilícito, consigue Onetti
una mayor profundidad. También logra despojar un tema ilustre
de todo intelectualismo y vacía especulación al asediarlo
con rabia y con pasión, desde un ángulo puramente
existencial.
Además, y esto ya sería mucho, con tal procedimiento
consigue dar un contenido más profundo al evidente mensaje
de la obra. No solo es cierto que la liberación de la rutina
y de la desvalorización del alma, llega cuando nos encontramos
con la verdad de nosotros mismos, nos despojamos de inhibiciones
y compromisos, aventamos malentendidos (Brausen al despertar del
sueño después de haberse purificado por intermedio
de "Arce"); también la liberación puede
llegarnos por el camino de la creación, por las fuerzas que
desata el creador al rehacer el mundo, al descubrir con asombro
su poder y la riqueza de la vida. Por eso, el protagonista consigue
develar -en uno de sus numerosos ensoñares- la verdadera
ambición de este artista y de esta obra, el último
contenido. Dice así:
"A veces escribía y otras imaginaba las aventuras de
Díaz Grey, aproximado a Santa María por el follaje
de la plaza y los techos de las construcciones junto al río,
extrañado de la creciente tendencia del médico a revolcarse
una y otra vez en el mismo suceso, a la necesidad -que me contagiaba-
de suprimir palabras y situaciones, de obtener un solo momento que
lo expresara todo: a Díaz Grey y a mí, al mundo entero,
en consecuencia."
Brausen, de alguna manera simbólica, se ha metamorfoseado
también en su creador, en Juan Carlos Onetti. El personaje,
el narrador y el autor acaban por confundirse en la realidad existencial
de esta intensa, extraña, compleja novela.
Leída en 1950, La vida breve fue sobre todo un experimento
audaz, una obra como no había otras en las letras de la América
Latina, a pesar de Borges, de Arlt, de Marechal, de Agustín
Yáñez, de Carpentier, de Miguel Angel Asturias (hablo,
es claro, de los principales narradores). Pero leída hoy,
junto a libros como Rayuela, Cien años de soledad, Tres tristes
tigres, Cambio de piel, Los cantantes, o La traición de Rita
Hayworth, la novela de Onetti corre el riesgo de parecer poco experimental.
No lo es, sin embargo. Porque su rigor para establecer el deslinde
entre los varios mundos imaginarios, la sutileza de su exploración
del problema de la doble personalidad (tema que también retomará
Rayuela), su severa perspectiva de narraciones y su misma tensión
estilística, la convierten en el antecedente más luminoso
de la nueva novela latinoamericana, la obra de que arrancan (lo
sepan o no) casi todas las demás.
El punto de vista narrativo
Aunque La vida breve distingue muy precisamente entre el punto
de vista del autor (impersonal, omnisciente, atrincherado en la
tercera persona) y el punto de vista del protagonista, es indudable
que el autor comparte con el protagonista la misma actitud básica
frente a la creación. Y si Onetti crea a Brausen, por un
acto de imaginación, interpolándolo en el mundo real
a través del expediente de una novela, Brausen crea a Juan
María Arce y, luego, a Díaz Grey por un expediente
similar. La única diferencia (escasamente importante del
punto de vista narrativo) es que el único mundo real para
Brausen, como para Arce y Díaz Grey, es el mundo de la ficción;
es decir: el ámbito literario del libro. En tanto que Onetti
(no como autor sino como ser real) tiene otro ámbito también.
En la novela que publica Onetti cuatro años después
de La vida breve y que se llama Los adioses, no solo entrega otro
episodio de lo que poco a poco irá a ser la Saga de Santa
María, sino que intenta una nueva forma de la narración:
el relato en tercera persona que, sin embargo, asume un único
y exclusivo punto de vista. Aquí la perspectiva desde la
que se ve toda la novela, está fijada por un personaje secundario,
que equivale a un testigo y es, realmente, un "narrador".
La distinción entre autor y narrador es mucho más
clara en esta novela que en La vida breve. Por eso, Los adioses,
si bien inferior a otras novelas de Onetti, es un relato de gran
importancia para comprender su visión narrativa.
Al elegir un único punto de vista para contar esta intensa
historia -el punto de vista de un hombre frustrado, que ve con envidia
y obscena malevolencia cómo un hombre aún joven, pero
ya tocado por una enfermedad mortal, mantiene relaciones con dos
mujeres, una mayor y otra todavía adolescente-, al presentar
la historia y su verdadero significado en el orden en que las revelaciones
van ocurriendo para ese par de ojos resentidos, Onetti ha pagado
tributo a la técnica narrativa impuesta, desde el siglo pasado
por lo menos, desde las novelas de Henry James. Como en What Maisie
Knew o The Turn of the Screw, la historia de este hombre y sus dos
mujeres es una historia contada desde la perspectiva de un testigo
cuyas limitaciones (de comprensión, de conocimiento) alteran
y pervierten toda interpretación.
Onetti no ha tomado este recurso de Henry James, al que declara
(enfáticamente) no entender. Pero lo toma, sí, de
unos los narradores contemporáneos que, directa o indirectamente,
ha ido a la escuela de James. Me refiero a William Faulkner. En
muchas de las novelas del gran narrador sureño, uno o varios
testigos permiten al autor ir construyendo la historia gracias a
fragmentos seleccionados y parciales de la narración; el
significado total solo será comprensible (si lo llega a ser
alguna vez) cuando todas las piezas se junten. En Light in August
(1933), por ejemplo, hay toda una historia -contada desde distintos
puntos de vista, es cierto- pero que solo se revela gradualmente,
y cuando se revela (porque se revela), la naturaleza del protagonista,
el oscuro, el ambiguo Christmas, aparece completamente transformada
a los ojos del lector. También de Light in August, toma Onetti
uno de esos prototipos femeninos, la resistente, la inmortal Lena,
arquetipo de esas adolescentes del escritor uruguayo, que sobreviven
a la violación y al parto, e imponen su ciega fuerza biológica,
su confianza animal en un destino, hasta a los mismos hombres que
las corrompen y también las necesitan.
Pero no se crea que Onetti es solo un buen lector de Faulkner.
Es un creador que usa la ambigüedad técnica del punto
de vista no porque esté de moda o porque haya un maestro,
o varios, que indiquen el camino. La usa porque su visión
del mundo es también ambigua, porque toda su concepción
del universo descansa en la dualidad de criterios que hace que la
mayor sordidez (para el espectador, el testigo) contenga una carga
de irredenta poesía (para el paciente). La ambigüedad
es la clave sobre la que Onetti edifica su testimonio sobre un mundo
corrompido por la pérdida de valores morales, de seres que
se asfixian y manotean como ahogados para sobrevivir. Sobre ese
mundo, levanta el autor (sin ninguna declamación pero con
honda confianza) algunos valores aún rescatables: la ilusión
adolescente, el Amor (no el Sexo), la creación. Con esos
valores, este aparentemente crudo y hasta sádico novelista,
libera una ilusión romántica, una ficción cálida,
humana, íntimamente hermosa a pesar de la terrible superficie
que sus obras detallan. En las novelas que siguen a Los adioses,
y sobretodo en El astillero, Onetti llevará a su máxima
complejidad y belleza esta visión trágica.
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