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Indice general ordenado alfabéticamente por título del libro o artículo

Prólogo de Lanza y sable      pág. 3/3 

 

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VI. El verdadero protagonista

Aunque la acción novelesca de LANZA y SABLE descanse inequívocamente sobre Paula y su pretendiente, Abel Montes, la verdadera acción interior de la novela depende de Fructuoso Rivera. Ya se ha visto que al anunciar el libro un par de veces, y hasta en 1910, Acevedo Díaz lo titulaba FRUTOS. Más tarde resolvió cambiarlo tal vez para acentuar más el aspecto épico y evitar una asociación de carácter polémico desde el título. Pero el cambio no alteró la economía profunda de la novela, su estructura interna. Así como el ciclo se abre con una novela cuyo protagonista es un gaucho de la independencia (uno de los tantos que hicieron anónimamente la patria), ahora se cierra con un caudillo, perfectamente identificado, de las guerras civiles. La oposición dialéctica entre el comienzo y el fin del tríptico no puede ser más completa e iluminadora.

La figura de Rivera ya había sido tratada por Acevedo Díaz en las anteriores novelas. En ISMAEL aparece como un gaucho conversador y simpático, de espíritu travieso, protegido bajo la sombra de su hermano, el jefe de la partida. Esta primera estampa de Rivera (en el capítulo XXXII) ya define ciertas cualidades básicas del personaje y revela su extraordinaria vitalidad. En NATIVA se subraya aún más la trascendencia histórica del personaje aunque no se le ve actuar directamente como en ISMAEL; así, en el capítulo IV de la segunda novela del ciclo, los matreros hacen una referencia a Rivera y a su milicia, se presenta en un relámpago anecdótico al caudillo jugando al truco "sin sacar los ojos de las onzas", y descuidando su oficio de guardián de la campaña al servicio del ocupante brasileño; en el capítulo XIV vuelve a mencionarse el colaboracionismo de Rivera con el ocupante.

Pero lo que son sólo referencias aisladas en esta novela, se convierte en presentación completa del general y en paralelo a la Plutarco con Manuel Oribe, en GRITO DE GLORIA. Aquí se pone muy en evidencia la parcialidad del autor en la época en que escribe este libro. Como su protagonista, Luis María Berón, que en más de un sentido funciona como su alter ego (según he demostrado en el prólogo de dicha obra), Acevedo Díaz elige a Oribe y rechaza a Rivera. Por eso, destaca idealmente la figura del que llegará a ser caudillo de los blancos y presenta a su rival con los tintes más cargados. No sólo se insiste en su colaboracionismo sino que se muestra el oportunismo de su adhesión a la Cruzada Libertadora, se revelan sus maniobras estratégicas para aparecer como uno de los jefes de la misma, su rivalidad con Lavalleja (y no sólo con Oribe), y su ambición de poder que lo llevará a desatar la lucha fratricida. En el paralelo, las cualidades de luz corresponden a Oribe; las de sombra a Rivera. Sin embargo, y a pesar de esa parcialidad, Acevedo Díaz es demasiado buen novelista como para no lograr un retrato completo de la vitalidad y simpatía de Rivera; retrato que contrasta, narrativamente, con la escasa vivacidad del de Oribe. Lo que entonces pierde Rivera en el juicio moral del historiador blanco lo gana en la creación del novelista.

En LANZA Y SABLE la visión del personaje se ha ahondado al mismo tiempo que la visión histórica ha superado los límites de la adhesión política. La presentación de Rivera es distinta. No porque ahora Acevedo Díaz adore lo que antes quemó, o porque reconstruya idealmente (como han hecho con insistencia los historiadores colorados) una personalidad que tenía sus sombras y sus luces, sino porque entre la fecha de publicación de GRITO DE GLORIA (1893) y la de LANZA Y SABLE (1914) ha corrido mucha agua bajo los puentes de la patria. Esa agua se ha llevado la adhesión incondicional de1 autor a la causa del Partido Nacional, se ha llevado su concepción de Oribe como una figura completamente ideal, se ha llevado una visión histórica amplia pero que sin embargo encerraba al novelista dentro de los límites de una divisa. Pero esos veinte años largos también han traído muchas cosas. La experiencia personal con Aparicio Saravia ha beneficiado al novelista aunque pueda haber perjudicado al político. Ahora e1 escritor está en condiciones de ver con más nitidez los fondos mismos del caudillaje y por eso mismo está en mejores condiciones para valorar ese prototipo máximo que fue Fructuoso Rivera.

Su análisis del personaje tiene por eso mismo una vitalidad incomparable. La presentación de Rivera en LANZA Y SABLE se hace por partida doble: por un lado se le discute analíticamente en el largo capítulo que se titula Proteo y forma el eje de1 libro. Tal vez no sea excesivo vincular este título al del libro coetáneo de Rodó, Motivos de Proteo (1909), en que se estudian las transformaciones de la personalidad. Seguramente Acevedo Díaz conocía ese libro. En su análisis, Rivera aparece en su configuración cambiante y hasta contradictoria, con sus contrastes tan marcados, con su infatigable humanidad. El anticipo brillante de ISMAEL se confirma y amplia aquí. Se ha dicho que a Acevedo Díaz le pasa con Rivera lo que a Milton con Satán: si este personaje domina el Paraíso Perdido, aquél es sin duda la figura más viva de todo el ciclo histórico. La comparación resulta exacta si no se la toma demasiado al pie de la letra. Porque Rivera (en la concepción madura de LANZA Y SABLE más que en las novelas anteriores) no es Satán. Es un ser cabal y entero, fascinante, que Acevedo Díaz hace vivir primero con la visión del historiador para trasladar luego a las páginas de la narración y presentarlo en su simpatía, en su seducción, en su apasionada personalidad y también en su inocultable, pronto erotismo, como ya se ha visto.

Un último capítulo que contrapone analíticamente la personalidad de Rivera con la de Oribe, y practica una disección lúcida, calma, profunda, de este último personaje, permite advertir cuánto ha madurado Acevedo Díaz desde la época de NATIVA y GRITO DE GLORIA. Sin disminuir en lo más mínimo a Oribe, el novelista señala ahora sus limitaciones políticas y marca con juicio certero el momento en que el héroe erra su destino. Por eso puede escribir: "Ese varón fuerte, que había sabido conquistar laureles en la guerra y en la paz como soldado y como administrador de intereses nacionales; con más suerte que desgracia, en múltiples hechos militares y políticos; con menos yerros que éxitos, en la difícil gestión de imponerse como primaz a sus coetáneos; de buen linaje y educación suficiente para su época, perdió la oportunidad de dejar la vida en las batallas del primer lustro, si la memoria de sus actos había de estimarse como programa de futuro, y un legado a engrandecer para los espíritus superiores en el transcurso de los tiempos. Por decisión deliberada había renunciado el poder que legalmente ejercía; y al retirarse al extranjero, abandonó para siempre toda pretensión sustentada en el litigio ya concluido". Desde este punto de vista, Acevedo Díaz remata el paralelo a la Plutarco, iniciado dramáticamente en NATIVA y continuado hasta el último volante del tríptico con esta frase lúcida, de alta visión histórica: "Como el archi-caudillo (Rivera) era el único que tenía en sus manos el secreto de embravecerlos y de explotarlos en guerras de `recursos', una vez dueño de las campañas y del patrimonio, en sus mismas fuentes, quedó anulado de hecho el principio de autoridad. El general Oribe no se resolvió, como pudo, a resignarse ante este hecho, protestando contra su imposición brutal: renunció también al derecho". Para alcanzar esta visión por encima de los partidos ("sin pasión y sin divisa"), Acevedo Díaz había necesitado las dos intensas décadas que median entre la publicación de GRITO DE GLORIA y la de LANZA Y SABLE.

Lo más notable de este análisis es que sobrevenga como culminación de una novela dedicada fundamentalmente a mostrar un temperamento político muy distinto al de Oribe; lo notable es que este juicio no disminuya en nada la admiración que siente Acevedo Díaz por la figura del héroe de su Partido. Pero en 1914 la visión histórica y la visión política del autor le permiten un distanciamiento que los años más peleados y mozos del 1890 y tantos no toleraban. Aquí Acevedo Díaz ha logrado esa misma objetividad épica que permite a Homero dibujar a Héctor en toda su nobleza y debilidad, a Aquiles en toda su intemperancia y fascinación. Por eso, en vez de ser un libro inferior a los otros del ciclo épico (como han afirmado críticos prejuiciados), LANZA Y SABLE revela sobre todo la madurez, la sabiduría, la difícil objetividad que ha conquistado Acevedo Díaz al término de sus trabajos y sus días.

No es éste el lugar para discutir si desde el punto de vista de la historia acertaba o erraba el novelista en sus juicios contrarios y en parte contradictorios sobre Oribe y Rivera tal como aparecen documentados en las distintas novelas del tríptico. Para los fines de este análisis basta relevar las notas principales de su enfoque, basta precisar el sutil cambio operado en las valoraciones, basta señalar sus posibles motivos. Corresponde al historiador la tarea de precisar aún más este proceso. En buena medida el trabajo ya ha sido hecho por Gustavo Magariños en un ensayo aún inédito que ha tenido la gentileza de facilitarme y que trata del sentimiento de la nacionalidad en Eduardo Acevedo Díaz. A él remito a todo lector interesado en este aspecto del tema. Para el crítico literario es suficiente indicar el significado y mérito de esta visión de dos personalidades históricas que tanto han influido en la creación de la nacionalidad uruguaya. Al modificar su enfoque, al reconocer mejor las limitaciones de Oribe y subrayar más cálidamente los méritos de Rivera, Acevedo Díaz estaba realizando un propósito mucho más importante que la mera evocación de los orígenes de nuestra nacionalidad. Estaba dando carne y sangre a una vivencia de la nacionalidad, vivencia que no podía provenir exclusivamente de la adhesión emocional a uno de los bandos en pugna. El novelista histórico de ISMAEL, de NATIVA, de GRITO DE GLORIA, llega por eso mismo en LANZA y SABLE a la culminación de una visión verdaderamente nacional y fecunda.

 

VII. El vínculo de sangre

Hay otra dimensión en que el personaje del General Fructuoso Rivera, y todo el ciclo histórico, adquieren una significación nacional aún más rica. Esa dimensión ya ha sido apuntada en el prólogo a GRITO DE GLORIA pero sólo ahora es posible explayarla completamente. A lo largo del ciclo, Acevedo Díaz ha ilustrado épicamente la unión y mezcla de las sangres. La revolución libertadora se hace con la sangre del gaucho (Ismael), con la sangre del señorito (Luis María Berón), con la sangre del indio (Cuaró) y con la sangre del negro (Esteban). Estas figuras de las tres primeras novelas del ciclo encontrarán en la acción épica de GRITO DE GLORIA la ocasión incomparable de manifestar directamente su papel en la creación de la patria. En la batalla de Sarandí con que culmina esta novela y se cierra e1 volante central del tríptico, Acevedo Díaz enlaza contrapuntísticamente todos estos hilos humanos logrando una trama ceñida en que los distintos colores de la piel (el blanco atezado del gaucho, el oscuro del negro, e1 cobrizo del indio) crean en definitiva el color de la patria. Allí se mezclan todas las sangres en un sacrificio ritual, una ceremonia monstruosa de iniciación viril, que tiene caracteres hondamente genésicos. Desde otro punto de vista también muestra Acevedo Díaz en la misma novela, al unir en un abrazo por una noche en las vísperas de la batalla, al señorito Luis María Berón y la soldadera Jacinta, otra dimensión simbólica de esa fusión de sangres. Pero es LANZA Y SABLE donde este tema adquiere su plenitud dramática.

El tema de la sangre atraviesa como una corriente, a ratos oculta, a ratos visible, todo el ciclo histórico. No es sólo la sangre derramada en los campos de batalla sino también la sangre de Felisa (en ISMAEL) que abona el campo antes del gran encuentro entre Ismael y Almagro; es también (al final de la misma novela) ese crepúsculo en que los franciscanos, expulsados de Montevideo por el Gobierno español, creen descifrar un presagio terrible; es la sangre de Jacinta sobre el campo de Sarandí, al culminar GRITO DE GLORIA, y también el duelo a lanza en que Cuaró mata a Ladislao (inaugurando así la contienda fratricida) y la muerte de Luis María Berón, en la estancia de Los Tres Ombúes, que ciñe con luto funerario la misma novela; es la muerte de Camilo Serrano, a manos de su padre Cuaró, en LANZA Y SABLE, sacrificio de Isaac realizado que cierra definitivamente el ciclo. Los franciscanos habían descifrado bien los presagios del horizonte ensangrentado por los fuegos del campamento revolucionario que asediaba Montevideo en 1811: "La fibra de los que se han rebelado (afirma Fray Benito en la última página de la novela) es demasiado fuerte para que el triunfo mismo suavice su fiereza. Es de un temple ya raro, y por eso temible. Conquistada la independencia, la sangre correrá en los años hasta que todo vuelva a su centro, y aún después. ¡Esa es la ley!.

Pero este vínculo de la sangre derramada no ofrece sino una de las dos caras simbólicas del ciclo épico. Más importante aunque menos advertido por la crítica es el vínculo de sangre que se explicita sobre todo en la última parte del tríptico. Desde este punto de vista es posible volver a considerar, en una dimensión totalmente distinta, eras paternidades dramáticamente reveladas en el curso de LANZA Y SABLE: Abel Montes, hijo de Sinforosa y un estanciero desconocido; Camilo Serrano, hijo de Cuaró y de Jacinta; Paula y Ubaldo Vera, hijos de Rivera con dos madres distintas. Sí, la marca de fábrica del folletín gótico (y de la tragedia griega). Pero tal vez lo que quiso decir y dijo Acevedo Díaz sea comprensible en una dimensión distinta. Esas paternidades reveladas no sólo documentan la presencia viva de una segunda generación en el vasto fresco histórico. También adelantan otra clave para toda la obra del novelista uruguayo.

Esa clave está encerrada, por otra parte, en la figura misma de Fructuoso Rivera. Este Don Juan infatigable, este amigo del juego y del baile, este visitador generoso de tanto rancho, donde siempre dejaba un amable recuerdo y un seguro padrinazgo, fue bautizado con toda sorna por Juan Manuel de Rosas con el título de padrejón. Con seriedad discute Acevedo Díaz en el capítulo XII el significado exacto de este mote, que la habitual invención criolla deformó por el uso en pardejón. Interesa en este momento muy poco saber si Rivera era realmente pardo, es decir: mulato. Tal vez lo fuera, tal vez su tipo haya sido indiado. Lo que sí importa es el acierto simbólico del mote de Rosas: allí se apunta inequívocamente a las actividades genésicas de Rivera. También la abreviatura con que se le conoce popularmente (Frutos) parece indicar simbólicamente la misma actividad. De ahí que resulte históricamente plausible la atribución a Rivera de la paternidad de dos de los personajes principales de LANZA y SABLE. Pero lo realmente significativo no está allí.

Si Rivera termina adquiriendo en el ciclo histórico una significación mayor de lo que tal vez se propuso Acevedo Díaz al planearlo; si en vez de resultar el traidor que acepta colaborar con el ocupante brasileño y, más tarde, sume al país entero en la guerra civil para satisfacer su apetito de poder, Rivera termina siendo el padrejón, el padre de todos los hijos naturales que en el Uruguay heroico han sido, es porque Acevedo Díaz reconoció en esa figura una fuerza biológica desatada. Su concepción naturalista le permitió intuir el significado alegórico de esta figura histórica, verdadera fuerza de la naturaleza, instinto superior que hereda y a la vez orienta y moldea el espíritu de una raza. La nacionalidad oriental se forja en la lucha por la independencia, como lo ilustran tan admirablemente las tres primeras novelas del ciclo, pero se forja también en la interminable guerra civil que la madura y completa, ya que los poderes extranjeros (no sólo Brasil y Argentina, sino también las potencias coloniales de Inglaterra y Francia) siguieron vigilando muy de cerca el crecimiento y desarrollo de la nueva y disputada nación. Sin embargo, como intuyó Acevedo Díaz, ésta es sola la apariencia histórica. Todo ocurre de otro modo en la entraña misma de esa raza que empieza siendo gaucha y termina incorporándose todas las otras sangres, todos los otros sueños, que también el país alimenta.

Por eso mismo, en el trazado genésico de LANZA Y SABLE, en ese entrecruzarse de paternidades, se descubre otra trama muy distinta de la que revela la acción superficial. Ni Paula, ni Margarita, ni los muchachos que se juegan las vidas en la contienda civil, vienen a ser los verdaderos protagonistas de esta acción profunda: lo son esos otros personajes, esos padres más o menos anónimos (como el de Camilo Serrano), esos otros padres identificados pero no menos naturales que sus hijos (como el indio Cuaró) y sobre todo, ese padre universal, ese padrejón, ese omnívoro fecundador que es Fructuoso Rivera. En su ímpetu genésico, en su generosidad y en su irresponsabilidad, en su ardentía inagotable, se encuentra al fin y al cabo el último símbolo de esa nacionalidad que se impone a pesar del sacrificio heroico, a pesar de la sangre de los inocentes, a pesar del fratricidio, y que convierte en padres y hermanos (en verdaderos, literales, sanguíneos padres y hermanos) a quienes están enfrentados en los distintos campos de lucha. Si en GRITO DE GLORIA predominaba la estampa de las hembras bravías, de las que Jacinta resultaba el máximo prototipo, aquí en LANZA Y SABLE es la imagen paterna la que define, en todo su vigor genésico (Rivera) o en su fatal condición sacrificial (Cuaró), un vínculo no menos poderoso que el de la madre.

Desde este punto de vista, LANZA Y SABLE y el ciclo histórico entero, adquieren una dimensión que Acevedo Díaz no explicitó pero que es la más luminosa de todas las que provienen de su notable esfuerzo de fundador."

 

 

Responsables

L. Block de Behar
lbehar@multi.com.uy

A. Rodríguez Peixoto
arturi@adinet.com.uy


S. Sánchez Castro
ssanchez@oce.edu.uy

 

 


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