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Indice general ordenado alfabéticamente por título del libro o artículo

Prólogo de Lanza y sable    pág. 2/3

 

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III. La segunda generación

Es posible un enfoque distinto de la acción novelesca de LANZA y SABLE. El análisis de la superficie narrativa sólo facilita una perspectiva, la más engañosa. Porque es evidente que Acevedo Díaz no ha echado mano de las coincidencias anecdóticas y de las genealogías folletinescas sólo por el gusto de satisfacer una costumbre muy arraigada en la mala novela de su época. Sus obras son algo más que novelas: pretenden ser (como se ha mostrado en los prólogos a NATIVA y GRITO DE GLORIA de esta misma colección) verdaderos intentos de interpretación de la nacionalidad uruguaya. A través de la acción novelesca, Acevedo Díaz busca captar la realidad existencial de nuestra historia y dar forma a una visión nacional de modo mucho más vivo y dialéctico que el que ofrece la mera historia. Esta ambición lo ha llevado a recrear no sólo el mundo oriental, desde los comienzos de la revolución de la Independencia hasta el estallido de la primera guerra civil, sino también a profundizar en la nacionalidad y en sus tipos. Asimismo, lo ha llevado a inventar una acción y unos personajes que ilustren simbólicamente ese complejo proceso.

Ya se ha indicado que Acevedo Díaz toma de Balzac la costumbre de utilizar un mismo elenco de personajes a lo largo de su serie histórica, variando apenas la importancia relativa de los mismos e introduciendo en cada obra algunos personajes nuevos. La observación no sólo es literariamente correcta sino que evidencia una forma muy directa de establecer los vínculos y la continuidad del proceso narrativo. Así, por ejemplo, Ismael (que protagoniza la primera novela del tríptico) reaparece en las dos centrales, aunque en un papel francamente secundario. A Cuaró le corresponde un papel importante en estas dos y uno menos sostenido, aunque relevante, en la última. Lo mismo podría decirse de algunos personajes históricos, como Lavalleja, Oribe y Rivera que aparecen a lo largo del ciclo aunque variando en importancia narrativa.

Pero lo que no se ha subrayado todavía, que yo sepa, es que ese aprovechamiento del mismo o similar elenco de personajes tiene una variante que Acevedo Díaz hace funcionar en forma muy eficaz. Me refiero a la presentación de personajes que son hijos de otros ya conocidos. Así, Abel Montes resulta ser hijo de aquella soldadera, Sinforosa o Sinfora, que pare un gauchito en uno de los últimos capítulos de ISMAEL. Como se aclara en el capítulo XIII de LANZA Y SABLE ese gauchito es Abel. En cuanto a Camilo Serrano ya se ha visto que es hijo de Cuaró y Jacinta. Pero hay otras paternidades no menos dramáticamente reveladas en la última novela del tríptico. Así se llega a saber (gracias a los oficios de Laureana) que la protagonista no es hija del Clinudo, como se dice al principio de la novela, sino de Rivera, y que su primer pretendiente, Ubaldo Vera, es también hijo de Rivera, aunque de otra madre. Todo lo cual configura (además del riesgo de incesto que se discutirá luego) una abundancia bastante notable de vínculos familiares ilegítimos. Como en las deliciosamente sardónicas novelas de Ivy Compton-Burnett, el escrutinio de las genealogías suele revelar espantables secretos.

El propósito de Acevedo Díaz al hacer culminar en LANZA Y SABLE estos deslices paternales o maternales es obvio: ya en 1834, época en que se inicia la acción de la última novela, está funcionando en la realidad oriental una segunda generación revolucionaria. ¿Qué mejor manera de enfatizar esa incorporación de un nuevo grupo a la realidad nacional que mostrar, en la biografía y en la anécdota misma de los personajes, este paso inexorable del tiempo? Por este medio, Acevedo Díaz consigue dar una íntima perspectiva histórica a su libro: una perspectiva que no proviene de la marcación exterior de fechas o del análisis histórico de los cambios sino de la mera presencia viva de estos seres, engendrados y paridos en plena lucha y que ahora asumen en plena juventud su destino nacional. Por otra parte, junto a estas figuras nuevas que ofrecen generosamente su sangre para el sacrificio, mantiene Acevedo Díaz muy sabiamente algunas de las figuras capitales de la primera generación: Cuaró que actúa como ángel tutelar de Abel Montes pero que terminará matando a su propio hijo; el General Rivera, que ha sembrado de bastardos la campaña y que casi seduce a Paula, su propia hija.

Acá se toca el punto más delicado del libro. A primera vista podría acusarse a Acevedo Díaz de irredimible mal gusto al haber convertido a Rivera en padre de Paula y de Ubaldo. Porque entonces todo el cortejo del muchacho en la primera parte de la novela resulta teñido de implicaciones incestuosas. El incesto en la sociedad cristiana no suele ser tolerado siquiera como tema artístico, a pesar de Thomas Mann y Musil. Bastaría comparar las diversas actitudes religiosas de Sófocles en Edipo Rey y de Shakespeare en Hamlet para comprender hasta qué punto la presencia de Cristo en la civilización occidental marca una línea divisoria. Sin embargo, Acevedo Díaz no sólo se complace en presentar en forma bastante ingenua y quitándole trascendencia a esa relación inicial entre Paula y Ubaldo, sino que en la segunda parte de la novela da un paso mucho más grave. Allí hace que Rivera se sienta atraído por Paula cuando ésta le viene a pedir (en el capítulo XX, Entrevista) la libertad de su prometido, Abel. Es cierto que el caudillo entonces ignora por completo quién es Paula (ella se presenta al principio bajo un nombre supuesto) pero la muchacha ya sabe que Frutos es su padre y aprovecha lúcidamente el interés que sus encantos despiertan en el infatigable Don Juan criollo.

La descripción que hace Acevedo Díaz es muy directa y no rehuye presentar desde el punto de vista de Rivera la apariencia tentadora de Paula: "En el busto, en los ojos, en la boca, en el cabello profuso, hasta en el pie chiquito, aquella mujer era un hechizo. Luego, unido todo ello a su habla armoniosa, cautivaba sin pretenderlo, incitaba sin esfuerzo y concluía por ejercer cierto dominio sobre el instinto impulsivo del varón". Incluso juega Acevedo Díaz con el equívoco de la situación y hace que Rivera caiga hechizado por una mirada que, hasta cierto punto, no hace sino reflejar la suya. Con una ironía casi imperceptible, y evitando toda grosería, el narrador uruguayo consigue que Rivera resulte fascinado narcisísticamente por su propia hija: "Cogióle una mano con aire protector. Después se la acarició con suave insistencia, elogiando el garbo y la gallardía de la joven, así como la hermosura de sus ojos tan inteligentes y expresivos. Es que aquellos ojos de globos nacarados, iris profundo y pupilas ardientes cual si de ellos emanase un fluido subyugante, eran de los muy raros que siempre están a la vista de los que una vez sufrieron la fuerza de su atracción y prestigio. En su deleitación sensual, casi arrobamiento, llegó el galante caudillo a preguntarle si algún buen ángel le había regalado las 'niñas de sus ojos'". Mientras Paula se desase sin brusquedad del asedio (reflexionando irónicamente que Rivera estaba ciego para su propio desgaste físico), Acevedo Díaz deja que el lector disfrute el engaño del viejo zorro. Un poco más adelante, cuando la muchacha revela su firmeza, el autor muestra la perplejidad del eterno seductor: "Había en ella mucho de varonil y aun de soberbia y como era de tan brioso continente, cuando sus rasgados ojos se encendían con extraño fulgor daban mayor realce a sus encantos naturales, y sus palabras no caían en el vacío". Mareado por esa mirada, fascinado por la muchacha que hasta cierto punto es su espejo, Rivera no reconoce el vínculo (aunque tal vez lo intuya íntimamente) y se promete una conquista mayor.

Cuando más tarde se entera por boca de Paula que es su padre, tampoco Acevedo Díaz rehuye la implicación de incesto aunque muestra al caudillo más que dispuesto ahora a echar al olvido todo el incidente y sus frustradas esperanzas. Así lo hace reflexionar: "Vio claro. Mejor sería callar. Acostumbrado a ese género de lances desde temprana juventud, sabía por experiencia que en la venganza y en el amor la mujer de grandes pasiones se hace fiera, y desgarra sin piedad, aún al mismo que adoró. Sin atreverse a nada, escurrióse como una sombra. Era aquella toda una historia: una de tantas de sus historias galantes culminadas a veces por dramas dolorosos". Como el zorro de la fábula, Rivera desaparece. También el novelista se escurre del tema después de haberse atrevido a señalarlo.

Una mirada superficial creería encontrar, seguramente, en este desarrollo tan singular e irónico de la novela alguna intención malsana. No era necesario que Rivera fuese también padre de Paula, o en caso de serlo, no era necesario que se sintiese atraído por ella en los términos que lo muestra el autor (aunque la verdad histórica del personaje hace difícil suponer lo contrario). A primera vista, Acevedo Díaz parece estar cediendo a una vocación folletinesca que, desde la venerable Mrs. Radcliffe, el histérico Matthew Lewis, el analítico Edgar Poe, el minucioso Wilkie Collins, impregna toda la novela gótica. No es necesario invocar los ilustres antecedentes del cura perverso de El italiano, del protagonista diabólico de El Monje, de los hermanos gemelos de La caída de la casa de Usher, del acosado y acosador villano de La dama de blanco, para poder filiar adecuadamente esta tendencia cuyos efectos siguen tan vivos en el folletín del siglo diecinueve que seguramente conocía muy bien Acevedo Díaz. Pero el motivo que tiene el novelista uruguayo para utilizar este tema tan erizado de dificultades es otro. Para descubrirlo hay que ahondar un poco más en el análisis de LANZA Y SABLE.

 

IV. La visión histórica

Ya en las palabras preliminares de LANZA y SABLE se ha ocupado Acevedo Díaz de establecer una diferencia capital entre la última novela del ciclo histórico y las anteriores. Allí advierte que si bien aquélla es continuación de GRITO DE GLORIA, tiene un tema que "diverge un tanto de los anteriores de la serie, relativos a las luchas de la independencia". Para el autor la diferencia radica pues en el tema. Ahora, en el último volante del tríptico, tratará de los prolegómenos y primera etapa de la lucha civil. De esta manera la novela histórica que es el prototipo sobre el que están configuradas las tres primeras obras del ciclo, cede el paso a la novela política. En el prólogo de NATIVA para esta misma colección, he glosado los textos donde explana Acevedo Díaz su concepto de la novela histórica. Conviene recapitularlos ahora. En una carta sobre La novela histórica (que publica en "El Nacional", Montevideo, setiembre 29, 1891) sostiene que "es y debe ser uno de los géneros llamados a primar en el campo de la literatura, ahora y en lo venidero". También afirma allí que "el novelista consigue, con mayor facilidad que el historiador, resucitar una época, dar seducción a un relato. La historia recoge prolijamente el dato, analiza fríamente los acontecimientos, hunde el escalpelo en un cadáver, y busca el secreto de la vida que fue. La novela asimila el trabajo paciente del historiador, y con un soplo de inspiración reanima el pasado, a la manera como un Dios, con un soplo de su aliento, hizo al hombre de un puñado de polvo del Paraíso y un poco de agua del arroyuelo".

En la misma carta continúa diciendo: "Sociedades nuevas como las nuestras necesitan empezar por conocerse a sí mismas en su carácter e idiosincrasia, en sus propensiones nacionales, en sus impulsos e instintos nativos, en sus ideas y pasiones". De ahí que la novela histórica, tal como él la concibe, deba cumplir una doble función complementaria: resucitar más cabalmente el pasado de lo que es capaz la historia; desentrañar el carácter de la nacionalidad oriental. La primera función aparece ilustrada también en unas palabras muy conocidas del prólogo a LANZA y SABLE, verdadero programa a posteriori. Allí afirma: "A nuestro juicio, se entiende mejor la `historia' en la novela, que no la `novela' de la historia. Por lo menos abre más campo a la observación atenta, a la investigación sicológica, al libre examen de los hombres descollantes y a la filosofía de los hechos". Porque Acevedo Díaz (que tenía en su familia notables ejemplos de historiadores y cronistas) sabía perfectamente que el dato histórico, por sí solo, poco dice, que es susceptible de ser tergiversado, que muchas veces refleja sólo una parte (no siempre la más valiosa) de la realidad histórica. Por eso se atreve a calificar a la historia de "novela": en un sentido muy claro de ficción, de invento. A pesar de que no ahorró esfuerzos en sus reconstrucciones históricas y que persiguió infatigable hasta el menor documento (su correspondencia privada, a la que me refiero en el prólogo a GRITO DE GLORIA, así lo documenta), Acevedo Díaz no tenía la superstición del dato. Por otra parte, no es un fervor pasatista, una nostalgia irredimible del pasado, una necesidad de evasión, lo que lo lleva a evocar la historia de nuestra nacionalidad en su ciclo épico. Está demasiado bien plantado en la realidad contemporánea, se ha comprometido siempre demasiado hondamente con la acción política, para practicar esos juegos románticos con el tiempo. Como Walter Scott (en la interpretación renovadora de Lukácz que demuestra lo poco romántico de la visión del novelista escocés), Acevedo Díaz busca desentrañar en el pasado los signos profundos del presente y aun del porvenir. Su visión histórica es pasión viva.

Esto que resulta sobre todo evidente en las tres primeras novelas del ciclo, se acentúa y ahonda en la última. Porque aquí Acevedo Díaz está sobrepasando el límite de la novela histórica y está empezando a penetrar a ratos en el territorio mucho más vasto y peligroso de la historia novelada. En las primeras novelas los personajes de ficción dominaban totalmente el cuadro, en tanto que los personajes históricos ocupaban un remoto plano o sólo ocasionalmente (como Lavalleja en un fragmento de ISMAEL, Olivera en NATIVA, Oribe en ciertos momentos de esta novela y de GRITO DE GLORIA) intervenían en forma decisiva en la acción. Pero en LANZA Y SABLE, Rivera tiene un papel principal. Sería tentador por eso mismo afirmar que esta última novela ya es del todo "historia novelada". No lo creo así, sin embargo.

La visión histórica más profunda de Acevedo Díaz no cambia de una a otra obra de la serie épica. En todas ellas, los personajes dominantes de la acción son seres ficticios, y los personajes históricos tienen papel secundario. Esto es válido aun para Rivera que, narrativamente, no resuelve nada en LANZA Y SABLE y hasta podría haber sido sustituido por uno de sus lugartenientes. La importancia de Rivera, en el significado profundo de la novela es otra, como se verá luego. Pero lo que me importa señalar ahora es que el personaje histórico, cuando es incorporado a la acción novelesca (como ocurre con Rivera aquí, y ya había ocurrido con Lavalleja en ISMAEL) funciona como personaje novelesco. Precisamente una de las grandes virtudes de esta novela es la vitalidad con que está comunicada la personalidad de Rivera. Es una de las creaciones más completas del novelista, superior incluso a la de muchos de los personajes de ficción. Por otra parte, la denominación de "historia novelada" caería mal a un libro que tiene, en grado muy superior a los otros de la serie, una carga de actualidad política, un vigor subterráneo, un empuje que lo acercan eso sí mucho más a otra categoría: la novela política. Por eso mismo, antes de considerar este último aspecto de LANZA Y SABLE, era necesario reflexionar sobre la visión histórica general.

 

V. La novela política

Al llegar al momento histórico que corresponde a LANZA Y SABLE, Acevedo Díaz se encuentra no sólo conque la perspectiva se tiñe ahora fuertemente de un contenido político inmediato (el país continúa hasta hoy dividido en blancos y colorados), sino que su propia circunstancia biográfica ha sido afectada considerablemente por la lucha partidista. De ahí una diferencia radical entre LANZA Y SABLE y las otras novelas del ciclo, diferencia que no es de calidad (como han señalado con error, críticos como Zum Felde y Lasplaces) sino que es de altura histórica del tema y perspectiva biográfica del autor. Cuando Acevedo Díaz escribe y publica las tres primeras novelas del ciclo (entre 1888 y 1893) su actuación política está completamente inscrita dentro del cuadro del Partido Nacional; la guerra civil no ha terminado, aunque se conozcan períodos de relativa paz armada; su propia visión histórica está teñida por la lucha en que el hombre se juega día a día, desde la prensa, la tribuna o el campo revolucionario, su destino personal. En cambio, cuando publica LANZA Y SABLE en 1914, hace ya cuatro años que ha cesado la intermitente guerra civil iniciada en 1838, y los dos partidos rivales han accedido a dirimir sus contiendas exclusivamente en las urnas. Pero hay algo más importante aún: ya hace más de diez años que Acevedo Díaz se ha separado de su Partido, aunque sin abandonar sus convicciones políticas, se ha ido de su país y ha adoptado una posición que cabe calificar de neutral. Esa posición se refleja en las páginas que antepone a LANZA Y SABLE y que por su naturaleza misma titula Sin pasión y sin divisa.

Hay en esas páginas liminares, y en el cuerpo de la novela, toda una teoría sobre la nacionalidad uruguaya que ha sido glosada ampliamente por los historiadores y los críticos. Allí traza Acevedo Díaz (apoyado no sólo en la más escrupulosa documentación histórica sino también en su propio testimonio) un cuadro de lo que era la vida del gaucho, un análisis de la personalidad de este gestor de la nacionalidad; allí señala que hace años ha desaparecido en su forma original este prototipo básico; allí apunta un verdadero concepto de patriotismo, "todavía oscuro para muchos hombres", según acota, y el concepto de nacionalidad que apenas se acentúa "como conciencia plena"; también allí afirma la necesidad de buscar en esa fuente genésica de la nacionalidad uruguaya el sentido de una tradición válida y fecunda. Finalmente, allí afirma su posición neutral al sostener la necesidad de ir desentrañando, poco a poco, "libre de la espesa maraña de los odios, la verdad entera de nuestra pasada vida de infortunios". Aunque estas páginas liminares son breves, no contienen desperdicio. En ellas, aún se las ingenia Acevedo Díaz para insertar una referencia a la nueva nacionalidad que se está gestando en el Uruguay (y en el Río de la Plata) por la afluencia inmigratoria de españoles e italianos a partir del último tercio del siglo XIX. Por eso advierte:

"Los temas que fluyen de desenvolvimientos sociales ulteriores por cruce de razas e importación de usos exóticos, no están en el mismo caso y sobra tiempo para tratarlos. No se sabe cuál será el derivado o tipo nacional definitivo, en tanto no cese la corriente inmigratoria, y con ella la evolución que apareja". Es evidente que este aspecto de la nacionalidad oriental, predominante sobre todo en este siglo, queda al margen de la investigación histórica y novelesca de Acevedo Díaz.

En otros pasajes de LANZA Y SABLE completa el autor su visión del período histórico que inauguran las guerras civiles. Seleccionando textos aquí y allá se podría trazar un cuadro bastante completo. Ya Acevedo Díaz revela una conciencia muy clara de las raíces económicas del conflicto, como se puede ver cuando señala la vinculación entre los latifundistas y los caudillos: "El elemento regresivo que era el más considerable y primaba en los latifundios, creía de buena fe que la licencia era la libertad, y que el poder del caudillo era más fuerte que la ley". También era muy consciente de la actitud política que subyacía el mecanismo revolucionario, como se advierte en el concepto que para él sintetiza todo el conflicto entre el poder central de Montevideo y la campaña: en la visión rural era siempre el Gobierno el que se sublevaba contra los caudillos. Esto regía tanto para los blancos como para los colorados, como lo demuestra la acción de esta novela. En el capítulo XI, la réplica de un diálogo sintetiza con ironía la situación:

"-Frutos siempre es el gobierno, aunque haya gobierno".

La teoría del caudillo, que ya apunta Acevedo Díaz en ISMAEL y que abona también en las otras novelas del ciclo, recibe en la última parte del tríptico un desarrollo fundamental que aparece explicitado en varios lugares y se concentra sobre todo en el capítulo XVI, El caballo hizo al caudillo. La visión de Acevedo Díaz, que es sumamente clara, tiene algunos puntos de contacto con la de su contemporáneo Rodó. Como la de éste, deriva de las tradicionales interpretaciones heroicas de Carlyle y de los Hombres representativos, de Emerson. Pero lo más interesante del aporte de Acevedo Díaz consiste, sin embargo, en distinguir entre los caudillos y los supercaudillos. Dentro de esta interpretación, como ha mostrado Gustavo Magariños en un interesantísimo estudio aún inédito, correspondería a Artigas el papel de proto-caudillo, y a Lavalleja, Rivera, Oribe, el papel de caudillos de caudillos; es decir: supercaudillos. Es ésta, otra dimensión que alcanza la figure de Rivera en el ciclo histórico y particularmente en la última parte del tríptico.

El mayor esfuerzo de Acevedo Díaz en esta última novela consiste en presentar el conflicto civil en términos suficientemente neutrales. Más adelante se verá hasta qué punto ha logrado esto al convertir la figura de Rivera (enemigo de Oribe y por lo tanto enemigo político de Acevedo Díaz) en un ser completo, en toda su luz y sombra, y no sólo en una caricatura política. Pero antes de considerar este punto, quisiera subrayar un elemento que parece no haber sido tenido en cuenta por la crítica anterior. En momentos en que Acevedo Díaz escribe LANZA Y SABLE ha sufrido una experiencia personal, sumamente grave y de consecuencias terribles pare su vida política. Contrariando las directivas políticas de Aparicio Saravia, el caudillo blanco, Acevedo Díaz vota por el Presidente colorado, José Batlle y Ordóñez, en las elecciones de 1903.

Esta decisión le cuesta la expulsión del Partido Nacional y determina su exilio del país. El episodio no sólo liquida su carrera política (aunque continúa sirviendo a la patria en calidad de Embajador ante diversas naciones extranjeras) sino que modifica por completo su visión histórica. En esa etapa de su vida le sucede a Acevedo Díaz algo similar a lo que ocurrió a Dante durante la última etapa de la suya. El Dante que sueña la Divina Comedia a comienzos del 1300 es todavía güelfo, pero el Dante que la escribe y publica en el destierro ya era gibelino. Porque Acevedo Díaz ha dejado de pertenecer activamente a una de las fuerzas en pugna cuando escribe y publica LANZA Y SABLE. Como Dante hace ya más de una década que vive desterrado de su Florencia.

En más de un sentido es posible, por eso mismo, leer y analizar lo que dice en esta última novela sobre el caudillo y sobre Rivera como algo más que una tesis histórica. Lo que escribe del caudillo, del apoyo que encuentra en la naturaleza primitiva del gaucho y en los intereses regresivos de los latifundistas, de la mística que engendran las divisas y del sacrificio sangriento de la revolución, se aplica no sólo al lejano cuatrenio que evoca la novela sino al pleno siglo XX en que se escribe y publica. La figura invisible e inmencionada de Aparicio Saravia proyecta su larga sombra sobre estas páginas. De ahí que la novela histórica que es indudablemente LANZA Y SABLE termina convirtiéndose interiormente en una novela política. Aunque esa política, conviene subrayarlo, es una política verdaderamente nacional, por encima de partidos y caudillos (sean del pasado como Rivera o de hoy como Saravia). Las palabras liminares de la novela no en vano explicitan esa actitud: Sin pasión y sin divisa.

 

Responsables

L. Block de Behar
lbehar@multi.com.uy

A. Rodríguez Peixoto
arturi@adinet.com.uy


S. Sánchez Castro
ssanchez@oce.edu.uy

 

 

 


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