Mientras tanto, el Uruguay continuaba su proceso de formación
independiente. Un ciclo de dictaduras militares que es la secuela
de estas guerras habrá de concluir en 1880, con la renuncia
del General Latorre. (Como Bolívar dijo de los latinoamericanos,
aquél también opinó que los "uruguayos
son ingobernables"). De este modo se consolida la lenta pero
firme orientación del país hacia una organización
realmente democrática. Esta parte de la evolución
histórica del país está dominada por la figura
del líder colorado José Batlle y Ordóñez
(1856-1929), que termina con el caudillismo militar en la última
guerra civil de importancia (1904) e impone el respeto a las elecciones
democráticas. A través de las dos presidencias de
Batlle y su permanente influencia rectora sobre el partido se cambia
por completo la estructura social y económica del Uruguay,
convirtiéndolo en el primer Welfare State de la América
Latina.
Para la realización de sus planes de modernidad, Batlle
se apoya sobre todo en la existencia de una población nueva.
Esa población deriva en parte de los primeros pobladores
mestizos de españoles con indios y negros, pero sobre todo
deriva del aporte de grandes masas inmigratorias que habían
llegado al país ininterrumpidamente en la segunda mitad del
siglo XIX. Esas masas provenían de las regiones más
pobres de España y de Italia, y eran atraídas al Uruguay
por la existencia de condiciones de vida muy superiores a las de
sus tierras de origen. La economía uruguaya había
permitido, ya desde el siglo XVIII, un alto salario para los trabajadores
de la industria agropecuaria, una actividad comercial bastante próspera
para los comerciantes ciudadanos y una abundancia de oportunidades
para quienes sólo pudieran dedicarse al servicio doméstico.
Los inmigrantes pronto encontraron oportunidades en un mercado de
trabajo que no requería una especialización profesional
muy grande. Por otra parte, el clima templado, una geografía
agradable, la semejanza de esta zona de América del Sur con
las zonas europeas de la que provenían los inmigrantes, facilitaba
aún más la radicación.
Desde otro punto de vista también el país ofrecía
un refugio seguro a los inmigrantes. Como el Uruguay casi no tuvo
el régimen colonial español, no existía allí
(como en México o en las Antillas o en el Perú) una
sociedad colonial estratificada y de difícil movilidad. Por
el contrario, los primeros pobladores del país eran gente
más o menos humilde. Es cierto que al final del período
colonial se había creado una pequeña oligarquía,
pero era de límites poco diferenciados. Esa aristocracia
fue la que en parte hizo la revolución de la independencia.
Se le da el nombre de patriciado, porque esos hombres hicieron la
patria, pero ese grupo fue pronto impregnado por gentes que venían
de otras capas sociales, pequeños comerciantes, contrabandistas,
profesionales. En general, los patricios aceptaron la incorporación
de estos nuevos hombres a los estratos más altos de la sociedad.
Después de la Guerra Grande, el patriciado pierde la influencia
rectora en la vida económica e incluso pierde mucha de sus
propiedades, conservando sobre todo una influencia en la vida política
y cultural del país. Ya en esa etapa, es muy corriente que
los comerciantes montevideanos enriquecidos se conviertan en terratenientes
y casen con hijas de patricios. La movilidad social es muy grande
entonces.
Los inmigrantes que llegan poco después se encuentran con
una sociedad sin tradiciones coloniales, con una gran movilidad
y una unidad sobre todo económica de estratificación
social. El ascenso se marca por el éxito económico.
Pronto los inmigrantes más prósperos empiezan a adquirir
fincas en la ciudad e incluso tierras en la campaña, e ingresan
así en la mejor sociedad. Los que no alcanzan ese nivel,
que son los más, van constituyendo poco a poco una clase
media urbana, o una clase proletaria, también urbana. Montevideo
(que está en el origen de la creación del Uruguay
y siempre tuvo por lo menos un cuarto de la población del
país) se habrá de convertir en el centro de la sociedad
de inmigrantes. Sus habitantes servirán de clientela para
el movimiento de modernización que emprende Batlle y Ordóñez.
En ese movimiento no falta el proceso ideológico. Algunos
de los inmigrantes (los catalanes sobre todo) eran portadores de
ideas socialistas. Los había incluso anarquistas. Al radicarse
en el Uruguay, empiezan a luchar por mejorar las condiciones de
trabajo y de vida. Aunque de ideología puramente democrática
(su modelo de estado era Suiza), Batlle recoge también alguna
de estas aspiraciones, y ya en 1913 el Uruguay tiene una ley que
establece en ocho horas el máximo de la jornada de trabajo.
Por esa fecha se empieza a organizar una legislación social
de protección del trabajador, se promulgan leyes para las
mujeres que trabajan, y se crea un sistema de pensiones y jubilaciones,
que dan al Uruguay la estructura de un Welfare State.
La circunstancia de que muchas de estas reformas hayan sido otorgadas
a los trabajadores por el estado, sin haber tenido aquellos que
luchar trágicamente para conseguirlos (como ocurría
entonces en muchos países de Europa y en los Estados Unidos)
dio a la legislación social y laboral uruguaya un sello de
paternalismo que la misma figura física de Batlle (era un
hombre enorme, de gran cabeza blanca, como un fabuloso abuelo) contribuía
a situar en todas sus dimensiones simbólicas. Por no haber
tenido que extraer lentamente concesiones al capital, por haber
establecido casi sin conflictos un sistema de organización
sindical muy amplio, por la existencia de una legislación
obrera previsora, el uruguayo se acostumbró a que el Estado
resolviera todos sus problemas particulares. Esta actitud ya había
sido anticipada por los uruguayos de otras clases, que se habían
convertido alegremente en clientes del Estado. La consecuencia inmediata
fue un aumento incontrolado de los funcionarios públicos
y la creación de todo un sistema de prebendas presupuestales.
Las finanzas del país se resintieron.
No hay nada más oneroso que un Welfare State, como lo está
descubriendo Inglaterra en estos mismos días. El Uruguay
creó en los años veinte un sistema de gran generosidad
social, pero un sistema muy caro. En aquella fecha, su prosperidad
económica era indudable. El peso uruguayo valía más
que el dólar; el ingreso por cápita era el más
alto de América Latina y uno de los más altos del
mundo. Apoyándose en la exportación de carne y lana,
de cueros y trigo, el Uruguay podía mantener su oneroso sistema
social. Pero la declinación del Imperio británico
(principal consumidor de las exportaciones uruguayas), así
como la crisis económica de 1929, irían minando poco
a poco las posibilidades de mantener el sistema. La segunda guerra
mundial y, hasta cierto punto, la Guerra de Corea ayudaron a retrasar
la hora de la crisis uruguaya. Sus carnes y sus lanas se han vendido
siempre bien en estas ocasiones, como lo documenta la historia del
siglo XIX y del XX. Pero las cosas han cambiado mucho en estos últimos
años.
Que al Uruguay haya podido conservar hasta hoy un Welfare State,
después del terrible golpe que significó, a partir
de 1945, la constitución de una Commonwealth de carácter
nítidamente proteccionista, más la creación
del Mercado Común Europeo y las medidas de auto fomento del
capital norteamericano, es prueba de una condición básica
de su sistema: la capacidad de compromiso. Pero esa capacidad está
seriamente cuestionada ahora que una crisis lleva al estancamiento,
a una inflación que sólo se puede combatir con medidas
discutibles, a una necesidad de cambiar profundamente las viejas
estructuras.
Esa crisis no es sólo nacional, es internacional y afecta
a toda América Latina y sobre todo a las naciones que se
llaman del Tercer Mundo. Pero el Uruguay, por sus características
tan peculiares de país de economía agropecuaria con
una estructura social y política de tipo desarrollado, tiene
problemas muy difíciles que resolver. La crisis replantea
precisamente una vez más el dilema que ha enfrentado del
Uruguay desde su mismo origen: ¿Es un estado artificial o
es realmente una nación? Antes de intentar contestar esta
pregunta conviene examinar el Uruguay desde otro ángulo.
El proyecto nacional
Es muy frecuente que un uruguayo, al encontrarse en el extranjero
con un español o un latinoamericano de otra región
y ponerse a hablar español, sea identificado como "argentino".
En efecto, por la entonación un poco tanguera de la frase,
por el uso del "che" o del "vos", hasta por
el yeísmo (la ll pronunciada como ye; es decir yave en vez
de llave), por el uso de muchas expresiones de una lengua popular
que está muy influida por el aporte de los inmigrantes italianos
(el ciao, que allá se pronuncia chau, es tan popular como
en Italia); por todas esas características del habla, el
uruguayo, sobre todo de Montevideo, es casi indiferenciable del
argentino, sobre todo de Buenos Aires. Además de los vínculos
históricos que sitúan al Uruguay, originariamente,
en la misma comunidad que la Argentina, están los vínculos
más recientes provocados por el casi monopolio argentino
de los medios masivos de comunicación.
La distancia entre Montevideo y Buenos Aires es menor que la que
hay entre Montevideo y las ciudades del Norte del Uruguay. Por eso,
desde muchos puntos de vista, la capital uruguaya es cliente de
la argentina en materia de libros y revistas, radios y estaciones
de televisión, compañías teatrales y películas
cinematográficas, conciertos y exposiciones de arte. Aunque
tenga una cultura masiva propia (4 canales de TV, ocho diarios,
una industria editorial adecuada), Montevideo sigue siendo una ciudad
satélite de Buenos Aires. Y como Montevideo es el centro
de irradiación para todo el Uruguay, esa condición
de dependencia se traslada al país entero y explica las similitudes
que un extranjero reconoce bien en el que habla.
Por otra parte, desde el punto de vista de la economía general,
el Uruguay depende muchísimo de la Argentina, y esa dependencia
se ha hecho sentir sobre todo en períodos como el de la dictadura
del general Perón (1943-1955) que perturbó y hasta
interrumpió las relaciones con el Uruguay, causando graves
perjuicios al país. Un humorista se refirió a las
barreras interpuestas por Perón como el telón de lata.
No es casual, pues, que durante la Revolución Libertadora
de 1955, las radios uruguayas ayudaran a los rebeldes, sirviendo
de vínculo para la transmisión de mensajes entre el
comando de las sierras de Córdoba y la marina rebelde estacionada
en el Atlántico. Esta interferencia del Uruguay en los asuntos
políticos de la Argentina es un ejemplo apenas de una interferencia
mucho mayor de ambos lados.
Porque también el Uruguay influye en la Argentina, aunque
en una proporción distinta. Hay una permanente migración
de artistas y escritores, de intelectuales y profesionales uruguayos
hacia Buenos Aires. Esa migración nos es reciente, como lo
demuestra el hecho que el primer poeta gauchesco rioplatense (un
mestizo uruguayo, Bartolomé Hidalgo) haya desarrollado la
parte más importante de su carrera en Buenos Aires; que el
mayor cuentista argentino del primer tercio del siglo, Horacio Quiroga
(1878-1937) haya nacido en el Uruguay; que también sea uruguayo
el dramaturgo más destacado de ese período, Florencio
Sánchez (1875-1910); que uno de los pintores que más
gozosamente rescata el pasados rioplatense, Pedro Figari (1861-1938),
igualmente haya nacido en el Uruguay. Incluso, escritores predominantemente
uruguayos, como el novelista histórico Acevedo Díaz,
o el ensayista José Enrique Rodó (1871-1917), o el
novelista de la gran ciudad de hoy, Juan Carlos Onetti (nacido en
1909), han proyectado su carrera sobre ambas márgenes del
Plata. En las artes populares, como el tango, también es
notable el aporte uruguayo. No sólo la música nació
en los burdeles de Montevideo, sino que el más célebre
de los tangos, La Cumparsita, es obra del compositor uruguayo
E. Matos Rodríguez. Para triunfar realmente en la cuenca
del Plata, un uruguayo necesita ser conocido y reconocido también
en Buenos Aires.
Otra forma abundante de esa comunicación entre las dos capitales,
y de la influencia de una sobre otra, la ofrece el turismo. Como
al Uruguay le corresponde la mejor parte del Río de la Plata
(donde las aguas son más profundas, la arena más limpia
y pura, la costa más accidentada y pintoresca), la costa
uruguaya es el lugar de veraneo favorito no sólo de los nacionales
sino también de los argentinos. Un intensísimo movimiento
turístico que en los meses de enero a marzo (verano en el
hemisferio Sur) lleva millones de argentinos a una cadena de playas
que se extiende desde Montevideo hacia el Este. El turismo se ha
convertido en una gran fuente de ingresos para la economía
uruguaya y ahora hasta los brasileños del Sur están
viniendo en cantidades considerables a pasar el verano en el Uruguay.
Este movimiento está compensado, en parte, por un movimiento
de sentido contrario que se produce durante todo el año,
de Montevideo a Buenos Aires, y que tiene sus puntos más
altos en los meses de invierno, de junio a setiembre. Lo que atrae
a los uruguayos es precisamente la gran metrópoli que es
Buenos Aires, seis o siete veces mayor que Montevideo. Así,
por el turismo veraniego o invernal, los vínculos entre ambas
capitales se estrechan en vez de debilitarse y mantienen una unidad
que la división política no ha conseguido destruir.
A pesar de todo esto, hay profundas diferencias nacionales entre
el Uruguay y la Argentina. Esas diferencias tienen mucho que ver
con el distinto origen de ambas sociedades. En tanto que Argentina
llegó a ser la cabeza del Virreinato del Río de la
Plata, Uruguay siempre jugó el papel de pariente pobre. En
tanto que en Argentina ha habido siempre un grupo oligárquico,
de pretensiones aristocráticas, el Uruguay ha tenido una
sociedad más abierta y de mayor movilidad. En tanto que en
la Argentina la desigualdad entre las clases sociales ha sido muy
grande hasta hace poco (una de las mayores reformas que hizo Perón
fue la creación de leyes protectoras del obrero, treinta
años después que las leyes similares uruguayas), en
el Uruguay se ha tendido a la constitución de una sociedad
bastante igualitaria, con predominio muy claro de la clase media.
En tanto que el ejército argentino fue realmente liberador
y fundador de la patria (San Martín, uno de los más
brillantes generales latinoamericanos, es el verdadero padre), en
el Uruguay el ejército fue mucho menos profesional y más
improvisado, y hasta el héroe nacional, Artigas, es un caudillo
derrotado y que muere en el exilio. En tanto que el aporte inmigratorio
de la segunda mitad del siglo XIX y primer tercio del XX encuentra
en la Argentina una sociedad de clases y de amarga injusticia social,
en el Uruguay ese aporte inmigratorio es decisivo para acentuar
la tendencia a la igualdad y a la justicia. Por todo eso, la sociedad
uruguaya es mucho más democrática que la Argentina.
Esta diferencia se refleja en el distinto destino político
de ambos países. En tanto que Argentina sale del período
de revoluciones y guerras civiles posterior a la independencia para
convertirse en un país controlado por los militares, el Uruguay
liquida los regímenes de fuerza en 1880 y entra en la vía
civilista de la que no se ha apartado hasta ahora. El proyecto nacional
en el Uruguay es el de una sociedad igualitaria, y eso explica su
fisonomía tan particular y diferenciada en el contexto de
América Latina. Aún hoy, en que la crisis económica
parece empujar al país a soluciones de fuerza y enfrentamiento
de grupos y clases, el carisma de la idea igualitaria ha evitado
males mayores.
La vida cotidiana
En la vida cotidiana también se reflejan estas diferencias
básicas del proyecto vital tal como se realiza en ambas márgenes
del Plata. Hasta hoy, el Uruguay ha conservado las tradiciones básicas
de una sociedad que no niega sus orígenes sino que busca
integrarlas en una realidad permanente. Así, la tradición
gauchesca está más viva en el Uruguay que en la Argentina,
como lo pone en evidencia el culto por el campo, el gaucho, el caballo
y todas las actividades rurales; ese culto encuentra su mayor expresión
en la Semana Criolla (que coincide en el almanaque con la Semana
Santa). En esa fecha se organizan en Montevideo espectáculos
de doma de potros y otras pruebas de destreza gauchesca equivalentes
a los rodeos texanos, y que mantienen [...] viva una tradición.
Otra tradición viva es la del Carnaval. Aquí el principal
aporte es del contingente negro de la población. Aunque históricamente
pequeño, su influencia en la música y en las fiestas
de carnaval es grande. En el tango y, sobre todo, en la milonga
se deja sentir mucho. Pero donde es mayor es en el candombe, que
utiliza ritmos e instrumentos típicamente africanos. Montevideo
fue puerto de entrada del tráfico de esclavos durante todo
el siglo XVIII y mitad del XIX (la esclavitud fue abolida en el
Uruguay en 1842); de ahí que haya proporcionalmente una mayor
población negra en dicho país que en la Argentina.
Después de la liberación, los negros se diluyeron
bastante en la sociedad uruguaya. Aunque existen formas sutiles
de discriminación, que han sido denunciadas las autoridades
y la prensa. (No hay empleados negros en las grandes tiendas de
Montevideo aunque sí hay profesionales negros), la verdad
es que la legislación uruguaya no tiene ninguna reglamentación
discriminatoria. Cuando el novelista norteamericano Richard Wright
visitó Montevideo en 1949 y pidió a sus acompañantes
que lo llevaran a conocer el barrio negro, fue difícil convencerlo
de que no había tal barrio y que los negros vivían
en todas partes. Aun así, la mayor contribución de
este grupo étnico al Uruguay es en el terreno de la música,
o como fuente de inspiración y tema de las fiestas populares
de Carnaval. En este aspecto es considerable, asimismo, la influencia
del folklore negro del Brasil.
El impacto de la inmigración en la vida cotidiana se manifiesta
sobre todo en la habitación y en la comida. Las estructuras
coloniales son escasas en Uruguay. Hay algunas, hermosas, en Colonia
y también las hay en Montevideo y Maldonado. Pero en general,
el Uruguay es una creación del siglo XIX y la expansión
del país corresponde al momento de mayor aporte inmigratorio.
De ahí que prototipos españoles e italianos hayan
servido para la edificación de fines del siglo XIX en adelante.
Es cierto que ha habido una gran influencia de la cultura francesa,
en los modelos artísticos y en la educación y planes
de estudio, pero en la arquitectura la mayor influencia ha sido
hispano-italiana, como lo certifican algunos monumentos públicos
de la capital.
De la comida, los inmigrantes aportan la cocina mediterránea
a una dieta nacional que era de enorme simplicidad y pobreza: carne
asada, con pocas legumbres, y rociada con aguardiente y mate. Aunque
esta dieta básica no ha desaparecido del todo (las churrasquerías
proliferan aún hoy en Montevideo), está muy contaminada
por las pastas italianas o los guisos españoles. Más
recientemente, la invasión de productos industriales de los
Estados Unidos (desde la Coca-Cola hasta las comidas precocinadas)
está alterando un poco los hábitos dietéticos
del país. Pero, básicamente, ciertas tradiciones de
la cocina criolla o de la cocina mediterránea no se pierden.
Como ambas tradiciones se basan en una alimentación rica
en calorías no es casual que el uruguayo sea uno de los pueblos
más gordos de la tierra. Incluso los obreros allí
parecen gordos, lo que constituye una paradoja más de este
país exótico.
El aporte de los inmigrantes a la cultura literaria o artística
es inmensurable. No sólo algunos de los mayores creadores
(como el músico Eduardo Fabini, o el pintor Joaquín
Torres García, 1874-1949) son descendientes directos de inmigrantes,
sino que la cultura uruguaya entera es inconcebible sin el aporte
inmigratorio. Es una cultura sobre todo europea, con perspectivas
mediterráneas y coloración latina. El mayor esfuerzo
nacional ha sido precisamente integrar esa visión en un contexto
latinoamericano. Algunos grandes poetas, como Juan Zorrilla de San
Martín (1855-1931) o Julio Herrera y Reissig (1875-1910),
lo han logrado; también en el ensayo, el filósofo
Carlos Vaz Ferreira (1873-1958) y, sobre todo, José Enrique
Rodó, cuyo Ariel fue el Evangelio de la juventud latinoamericana
de la Belle Époque, o en la novela y el cuento, Horacio Quiroga,
Javier de Viana (1868-1926), Carlos Reyles (1868-1936) y Enrique
Amorim (1900-1960). En el teatro, sólo lo ha logrado Florencio
Sánchez. Un aporte considerable de la cultura uruguaya a
las letras latinoamericanas ha sido la poesía femenina, desde
María Eugenia Vaz Ferreira (1875-1924); Delmira Agustini
(1886-1914), la más incandescente; Juana de Ibarbourou (1895)
y Sara de Ibáñez (1909) hasta Idea Vilariño
(1920). Un aporte aún más esotérico a la cultura
latinoamericana, y europea, es la serie de tres poetas franceses
que nacieron en el Uruguay: Lautreámont, el gran precursor
del surrealismo; Jules Laforgue y Jules Supervielle. Estos lazos
de poesía a través del Atlántico demuestran
una vez más la raíz latina de la cultura uruguaya.
Conclusión
Un país subdesarrollado, con una estructura económica
de país desarrollado; una población que se somete
al control de la natalidad por voluntad propia y que tiene una gran
homogeneidad racial, cultural y hasta política; una ubicación
geográfica que sitúa al Uruguay en condiciones más
parecidas a las del centro de Europa o el centro de los Estados
Unidos que del resto de América Latina; una tradición
igualitaria y democrática que se remonta a los orígenes
mismos del país; un sistema político que busca el
equilibrio de dos grandes partidos, que permite la mayor libertad
en el juego democrático y el máximo compromiso en
la convivencia real; una legislación social que es la más
avanzada de América Latina y sienta las bases de una sociedad
sobre todo igualitaria. Estas características hacen del Uruguay
no sólo un país exótico en el contexto latinoamericano,
sino un país muy particular en cualquier contexto que se
busque.
El problema que se ha planteado recientemente al país, problema
traído por la crisis económica reciente, es el mismo
viejo problema de su viabilidad como estado independiente. Una vez
más se pone en evidencia que ese país exótico,
esa Utopía de ciento cincuenta años de duración,
es un país no viable. Excavado dentro de la cuenca del Plata
por la voluntad del Imperio británico, mantenido en su independencia
por la rivalidad de sus dos poderosos vecinos, el Uruguay sufre
de ser un Estado artificial, un buffer state, una creación
impuesta desde fuera por intereses extranjeros. Pero al mismo tiempo
sufre por una crisis de identidad nacional. Porque ese estado no
es tan artificial como parece a primera vista y porque el pueblo
que se ha radicado en su territorio ha ido descubriendo poco a poco
su identidad como nación.
De modo que la crisis actual no hace sino plantear en nuevos términos
(subdesarrollo, revolución tecnológica, Tercer Mundo)
los viejos problemas básicos del país. Y por lo tanto,
este nuevo planteo requiere nuevas soluciones. Si el proyecto nacional
uruguayo -de Artigas a Batlle- sufrió tantas modificaciones
y ajustes, es necesario que continúe sufriéndolos
para que sea posible su continuación como estado independiente.
Salvo que hoy en día se ha visto que las pequeñas
naciones independientes no son viables. Si Francia e Italia, si
Alemania e Inglaterra, buscan integrarse en un Mercado Común
Europeo, no es sorprendente que en América Latina también
se advierte la necesidad de la integración. Esa integración
va contra los intereses de las oligarquías nacionales y,
también, contra los intereses de las grandes potencias. Para
el Uruguay, sin embargo, la integración es el único
camino posible. Es, por otra parte, el viejo sueño de su
héroe nacional: las Provincias Unidas del Río de la
Plata. A ese viejo sueño el Uruguay de hoy puede aportar
sobre todo un elemento muy valioso en América Latina: una
población homogénea, de alto nivel de educación
y preparación técnica, el material humano sin el que
no es posible construir realmente ninguna Utopía.
Emir Rodríguez Monegal,
Yale University"
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