Si el Uruguay estuviera situado en Europa, sería uno de
los tantos pequeños países como Suiza o Dinamarca,
Polonia o Bulgaria, que hoy tratan de sobrevivir en un mundo cada
vez más unificado por la tecnología de las grandes
potencias. Pero situado como está en América del Sur,
el Uruguay no es sólo el país más pequeño
de esa región (175.000 km2; 2 millones 900 mil habitantes),
sino el más exótico. Su exotismo consiste en no ser
bastante latinoamericano, en no conformarse del todo a un supuesto
modelo.
En un continente que se caracteriza por una geografía desmesurada
-grandes selvas, enormes cordilleras, desiertos de fuego o de hielo,
con inmensos ríos, volcanes y terremotos-, el Uruguay resulta
una anomalía. Está situado por completo fuera de la
zona tropical o subtropical (30º5' y 34º58' de latitud
sur y 53º12' y 58º34' de longitud); no tiene cordilleras
ni montañas muy altas (Sierra de las Ánimas 540 m.);
carece de desiertos, selvas o terremotos. Casi toda la superficie
del país es habitable y de clima templado. La tierra es en
general fértil y se parece, por su topografía ondulada
y su clima, a las zonas del Norte del Mediterráneo o del
centro de los Estados Unidos.
También es exótico el Uruguay desde el punto de vista
de su población. En un continente que tiene la tasa de crecimiento
demográfico más alta del mundo, el Uruguay tiene casi
la misma tasa de crecimiento de países desarrollados como
Francia, el control de la natalidad es una vieja costumbre allí.
En un continente mestizo, con grandes núcleos de población
indígena que continúan viviendo como en la época
colonial y que todavía no tienen acceso a la cultura moderna,
el Uruguay es el único país latinoamericano que no
tiene poblaciones indígenas y en que ya a fines del siglo
XIX los aborígenes están totalmente mezclados y diluidos
en una población predominantemente blanca y en su mayoría
de origen inmigratorio.
De ahí el exotismo de la cultura uruguaya en el contexto
de la latinoamericana. Los cuatro mil indígenas que habitaban
el Uruguay antes de la conquista española, vivían
en un estadio muy primitivo de cultura. Divididos en varias tribus
(la más importante, la de los charrúas) estos indígenas
eran nómades, practicaban sólo una agricultura muy
primitiva, y han dejado pocas huellas arqueológicas. Por
su ferocidad, eran el terror de sus vecinos, los guaraníes
del Paraguay, los que a su vez eran considerados salvajes por los
Incas del Perú. Este escalafón explica que los españoles
no hayan podido dominar y colonizar a los charrúas, como
sí lo hicieron con los incas y guaraníes. Aún
a mediados del siglo XVIII, seguían levantándose contra
el invasor blanco y asolando lo que consideraban legítimamente
suyo. Las últimas poblaciones indígenas del Uruguay
fueron destruidas al constituirse el país como nación
independiente. Los últimos cuatro charrúas, que aún
vivían como tales, fueron llevados a la Exposición
internacional de París [...], y allí murieron, dando
razón a los que sostienen que los uruguayos son tan afrancesados
que hasta sus indios prefieren morir en París.
Sea como fuere, no dejaron una tradición cultural viable
aunque tal vez los uruguayos hayan heredado de los charrúas
el espíritu independiente y beligerante. Esto no quiere decir,
como han escrito algunos historiadores, que no haya un aporte indígena
a la población uruguaya. Lo hay, y esto lo advierte hasta
el más superficial observador. Es válida la anécdota
del realizador británico de filmes documentales, John Grierson,
que de paso por Montevideo, en 1959, cuando le dijeron que no había
indios en el Uruguay, replicó que él había
estado observando a la gente en la calle y que había encontrado
muchas personas con rasgos indígenas, por lo que sacaba la
conclusión de que tal vez no haya indios en el Uruguay pero
que debía haber por lo menos uno, muy activo, y con una bicicleta.
Por razones que se explicarán más adelante, tampoco
la corona española tuvo mayor interés en el Uruguay
hasta principios del siglo XVIII. Sólo a partir de esa fecha
empieza realmente la colonización. Desde el punto de vista
histórico, el Uruguay resultó privado no solo de una
cultura indígena rica y valiosa (como la de los aztecas en
México, los mayas de Guatemala, los incas en el Perú)
sino también de la cultura colonial española que florece
en América Latina entre los siglos XVI y XVIII. El Uruguay
es un país que comienza realmente a existir en el momento
de la decadencia del Imperio español y cuando se inicia la
edad moderna.
Hay otros aspectos del exotismo del Uruguay dentro del contexto
latinoamericano. A diferencia de México, de Cuba, de América
Central, de Colombia, de Venezuela, incluso de Brasil, el Uruguay
(como la Argentina) es un país que se libera de España
no para caer en la órbita de la influencia política
y económica de los Estados Unidos sino de Gran Bretaña.
Hasta 1914, el Uruguay funciona, desde el punto de vista de su economía
y su orientación política internacional, como si fuera
un estado asociado del Imperio británico, un huésped
de esa comunidad mundial. Aunque la influencia británica
se debilita entonces, continúa bastante firme hasta finales
de la segunda guerra mundial. Sólo en 1945, al reorganizarse
la Commonwealth con un sentido proteccionista, el Uruguay queda
afuera y empieza a gravitar inevitablemente hacia la órbita
norteamericana. Pero sus estrechos vínculos con Inglaterra
(principal responsable de la creación del Uruguay como país
independiente) no se extienden a lo cultural. Región colonizada
por España en pleno siglo XVIII, cuando dicho país
estaba bajo la influencia francesa, el Uruguay lleva desde sus orígenes
el sello del Enciclopedismo, del rasgo racionalista del pensamiento
francés, de la concepción analítica de la cultura
humanística. Pero también lleva el sello de una admiración
por todo lo que produce aquella nación que llega a veces
a extremos patéticos de colonialismo cultural. Como ha dicho
Aldo Solari, uno de los principales sociólogos uruguayos,
hay todavía mucha gente que cree allí que Francia
es el país más democrático del mundo. Aún
hoy que la influencia de la tecnología americana en el mundo
(incluso en Francia) es cada vez mayor, y que la misma Sorbonne
está en crisis, el Uruguay sigue adorando a los viejos dioses
del humanismo tradicional.
Un último rasgo de exotismo: el Uruguay es el único
país suramericano que dedica una mayor parte de su Presupuesto
a Educación [...] que a Defensa (0,9%). En tanto que no hay
servicio militar obligatorio y el Ejército cumple funciones
más decorativas que reales (los dos vecinos, Argentina y
Brasil, son demasiado poderosos para pensar en enfrentarlos en ninguna
acción bélica), la Educación primaria, gratuita
y universal, data de 1877; la Educación secundaria y universitaria
es también gratuita desde principios del siglo XX; la tasa
de analfabetismo es la más baja de América del Sur
(un 10% para los mayores de 15 años) y existe por la tanto
una gran homogeneidad cultural en su población. Esta diferencia
notable entre el Presupuesto de Educación y el de Defensa
explica el carácter democrático y civilista del estado
uruguayo, su estabilidad en un continente amenazado siempre por
la violencia, muchas veces promovida por la intervención
de las fuerzas armadas nacionales. Incluso explica la experimentación
que allí ha tenido lugar con formas muy sofisticadas de organización
democrática. Más de una vez, se intentó reformar
el Ejecutivo, convirtiéndolo en un Cuerpo colegiado de nueve
miembros, en que estuvieran representados (en la proporción
de seis y tres) los dos partidos mayoritarios. Por diversas causas,
el experimento incompleto de 1917 y el más completo de 1952/1966,
no resultaron viables pero sirvieron para demostrar una fuerte tendencia
a la participación y al compromiso político en la
democracia uruguaya.
Estas circunstancias geográficas, históricas, demográficas
y culturales, explican que el Uruguay haya sido el primer país
latinoamericano en intentar la creación del Welfare State.
Hacia 1920, cuando el resto de las naciones latinoamericanas se
debatía ante problemas así insolubles de analfabetismo,
desigualdad social y económica, grandes núcleos de
población indígena inasimilable, miseria y explotación,
ya el Uruguay había desarrollado un sistema de seguridad
social que era no sólo único en América Latina
sino de los más avanzados del mundo. Es en las dos primeras
décadas del siglo XX que se producen las reformas que transforman
al Uruguay en un Welfare State: pensiones y jubilaciones muy generosas
y que abarcan todas las profesiones y trabajos; educación
secundaria y universitaria gratuita; leyes de divorcio que amparan
a la mujer; jornada máxima de trabajo de ocho horas; abolición
de la pena capital y legislación judicial extraordinariamente
modernas: separación de la Iglesia y del Estado.
De esta manera, la imagen que proyecta Uruguay dentro del contexto
latinoamericano es la de un país que no corresponde a las
formas tradicionales de la organización latinoamericana y
que, en cambio, corresponde más a la de una nación
moderna de Europa. Aunque esta imagen necesite algún retoque
y calificación es, aún hoy, verdadera. Para comprender
cómo ha sido posible llegar a este Uruguay de hoy, hay que
repasar con algún detalle el curso de su evolución
histórica, política, social y económica.
Historia: los orígenes
Desde el punto de vista del Imperio español, el Uruguay
no tenía ningún interés. No había allí
ni oro ni plata, ni productos tropicales codiciados en Europa, ni
poblaciones abundantes y dóciles. Había un pequeño
grupo de indígenas feroces y celosos de su independencia.
Aquella era, verdaderamente, la última frontera del Imperio.
El régimen de centralización y monopolio que estableció
la corona española para la administración económica
del Imperio creó, en la zona del Caribe, una sola puerta
de entrada para toda América. A pesar de estar situado el
Uruguay en un lugar de fácil acceso desde Europa (sobre el
Atlántico Sur, y en la margen Norte del anchísimo
Río de la Plata, con algunos puertos naturales tan notables
como Colonia, Montevideo y Maldonado), el país estaba destinado
a ser la última estación en la cadena de comunicaciones
del Imperio español. La flota que salía de Sevilla
cruzaba el Atlántico medio hacia el Caribe, desembarcaba
sus mercaderías en Puerto Bello (en el istmo de Panamá)
o en Veracruz (México). De Panamá, la mercadería
iba por tierra hasta el Perú y, atravesando la cordillera
de los Andes, hasta el Paraguay y la Argentina, antes de llegar
(si llegaba) al Uruguay. Un pañuelo, tejido en Holanda con
algodón peruano, podía costar doscientas veces más
el precio original del algodón después de haber realizado
la materia prima un doble viaje de América a Europa y viceversa,
cumpliendo así el ciclo mercantilista más disparatado
del mundo, como han apuntado los historiadores. La ruta directa
por el Atlántico (que hubiera reducido los precios a la mitad,
por lo menos) estaba prohibida.
Por otra parte, no había mayor apuro por llegar al Uruguay.
Los conquistadores y colonizadores españoles de los siglos
XVI y XVII no encontraron allí nada que pudiera interesarles
realmente. Incluso Sebastián Gaboto, que en 1526 bautizó
al Río de la Plata con ese nombre tan sonoro porque creyó
que por allí se encontraría un camino más corto
hacia las minas de Plata del Perú, habría de resultar
mayor optimista que geógrafo. Es cierto que por el estuario
del Plata se podía ascender hasta el corazón de América
y encontrar así una ruta hasta el Perú. Pero la naturaleza
había interpuesto en la ruta inmensos ríos, selvas,
una cordillera de montañas, lo que la hacía impracticable
y más onerosa que la del Pacífico.
Aún en aquella misma región del Atlántico
Sur había otras tierras más codiciables que el Uruguay.
Aunque también feroces, los indios argentinos eran menos
hostiles y soportaron hasta dos fundaciones de Buenos Aires; remontando
el Paraná, uno de los grandes afluentes del Plata, se encontraban
los guaraníes en la zona que hoy es el Paraguay. Allí
había frutos exóticos, indígenas agricultores,
mujeres en abundancia. Los españoles fundaron Asunción
y convirtieron esta población en el centro de la cuenca del
Plata. Era una tierra paradisíaca en comparación con
el Uruguay. No es casual por eso mismo, que Voltaire situara en
aquellas zonas el país de El Dorado, en la fantasía
satírica titulada Candide (1750).
Hasta entrado el siglo XVIII el Uruguay queda librado a la mano
de Dios. La única actividad colonizadora que intentan los
españoles (fuera de la fundación de alguna población,
como Soriano, por sacerdotes misioneros), es la introducción
de ganado vacuno y caballar que habrá de criarse, salvaje
y fecundo, en las vastas llanuras del país. Ese ganado será
la base de la riqueza del país futuro. Aún hoy, el
escudo nacional celebra en las imágenes de un caballo y una
vaca ese acto de impremeditada sabiduría que tuvo el colonizador
español Hernandarias. Sólo cuando la expansión
hacia el Sur de la conquista portuguesa pone en peligro a Buenos
Aires, los españoles deciden colonizar el Uruguay.
De hecho, los primeros en descubrir su valor estratégico
y su riqueza pecuaria fueron los portugueses que, en 1680, fundaron
en el extremo Oeste de Río de la Plata la Colonia del Sacramento.
Esa población fortificada era la llave que controlaba todo
el estuario del Plata. Allí llegaba la plata clandestinamente,
desde el Potosí (en Perú) y era enviada, junto con
los cueros del ganado disperso en las praderas uruguayas, hasta
el mercado de Lisboa. Por Colonia penetraban clandestinamente en
el Río de la Plata, y de allí seguían hasta
el Pacífico, esclavos, azúcar y sobre todos los productos
que empezaba ya a producir Inglaterra, en pleno comienzo de su Revolución
industrial. Los portugueses fueron, pues, los primeros en crear
en aquella zona una economía basada en la clandestinidad,
en el contrabando. Burlando los principios de la centralización
y el monopolio comercial del Imperio español, descubrieron
el flanco débil del mismo. De esa manera, el Uruguay que
era la última frontera, una tierra de nadie, por el ganado
y los contrabandistas, se convirtió en una puerta de acceso.
Para cerrarla, y también para proteger a Buenos Aires, que
ya se empezaba a ver como el verdadero centro de esa región,
España decide crear en 1724 una fortaleza militar en el Cerro
que domina la bahía de Montevideo y luego, en 1726, una ciudad
en el extremo opuesto de la bahía. Montevideo será,
pues, desde los orígenes, una ciudad auxiliar, accesoria,
de Buenos Aires. Es la suya una fundación muy modesta y de
fines puramente utilitarios.
Durante todo el siglo XVIII, Montevideo no pasa de ser una ciudad
de segundo orden, que sirve sobre todo para administrar la tierra
que queda al Norte, tierra de ganado bravío, habitada casi
exclusivamente por jinetes más o menos nómades, verdadera
frontera a lo Far West. Sólo que los cowboys se llaman allí
gauchos, palabra que deriva de otra española, guacho,
que quiere decir: huérfano, o (eufemísticamente) sin
padre conocido. El siglo XVIII es la apoteosis del gaucho. Descendiente
de españoles, indígenas y aún negros, mestizo
por los cuatro costados, el gaucho es el verdadero dueño
de una región sin alambrados ni fronteras que tiene por centro
geográfico al Uruguay pero se extiende sobre las provincias
argentinas del lado occidental del Río Uruguay, y sobre el
Sur del Brasil, donde los gauchos son llamados gaúchos.
El poblador de esa tierra de nadie ha llegado desde las zonas más
remotas de la cuenca del Plata. Es santafecino, cordobés
o guaraní; es también portugués y hasta puede
ser inglés. Pero lo que lo caracteriza no es su origen ni
su lengua también [
.] sino su estilo de vida. Vive
a caballo, es totalmente independiente, es uno de los trabajadores
mejor pagados de la época. Lo que ganaba un gaucho por su
labor, muy especializada, es cierto, no tenía equivalente
en el Imperio español. De ahí que la profesión
atrajese a hombres de toda la cuenca del Plata. Allí, en
ese crisol salvaje, se forma una nueva raza mestiza que será
el núcleo originario de la población uruguaya, hecho
que tan bien ilustran las novelas de Acevedo Díaz (1851-1921).
Hasta fines del siglo XVIII, el Uruguay es poco más que
una enorme estancia, sin límites ni autoridad reconocida,
y Montevideo apenas un centro que trataba de controlar el contrabando
de cueros y esclavos. Entonces, la corona española reconoce
por fin que esa zona del Imperio es potencialmente más rica
que otras. Ha pasado la fiebre del oro y la plata, al agotarse las
minas, la seducción de los productos tropicales americanos
no es tan grande ahora que son más accesibles las rutas al
Asia y Oceanía. La expansión económica de Europa
tiene otro signo. Cada vez, Gran Bretaña gravita más
sobre el destino de Europa y del mundo; las necesidades de su revolución
industrial se hacen sentir en todas partes. España trata
de ponerse al día. Entonces las desdeñadas riquezas
de la zona del Plata (ganado que sirve para la alimentación,
vestimenta, transporte) resultan evidentes. A la zaga de los portugueses
y de los ingleses, España descubre un nuevo Eldorado. Como
pasó en California al terminar la fiebre del oro, los frustrados
mineros descubrieron que la tierra también daba otros frutos
maravillosos. El Uruguay sale entonces de su condición de
última frontera del Imperio español.
España decide una reforma importante en la estructura administrativa
y económica del Imperio. En 1776, saca al Río de la
Plata de la tutela del Perú y crea un Virreinato nuevo, con
sede en Buenos Aires. El cambio mejora la situación de Montevideo
pero no radicalmente: sigue siendo una ciudad auxiliar de Buenos
Aires, la administradora de su estancia oriental. Pero Inglaterra
tenía otros designios. El episodio culminante, del punto
de vista militar, es la expedición del comodoro Popham en
1806. Sin órdenes explícitas de la corona británica,
pero tal vez con su anuencia tácita, Popham organiza desde
África del Sur una expedición que ocupa Buenos Aires,
es expulsada luego por las fuerzas combinadas de los argentinos
y uruguayos, contraataca con refuerzos llegados de Inglaterra, ocupa
Montevideo durante siete meses, en 1807 intenta, sin éxito,
la reconquista de Buenos Aires. Este episodio (que se conoce en
la historia local como las "invasiones inglesas" pero
que en la historia británica casi no se registra, por su
escasa importancia) tuvo graves consecuencias para el Río
de la Plata.
En primer lugar, demostró a los administradores locales
que España ya no estaba en condiciones de defenderlos de
una agresión extranjera; en segundo lugar, demostró
que ellos estaban en condiciones de defenderse solos; en tercer
lugar, puso más en evidencia aún que el sistema de
monopolio español no sólo era absurdo sino que estaba
obsoleto. Porque los ingleses no sólo trajeron soldados y
artillería; también trajeron barcos mercantes y comerciantes,
ávidos de abrir nuevos mercados. Las invasiones inglesas
fueron el dress rehearsal de la revolución de la independencia
que se inicia en 1810.
Para el Uruguay, la independencia del poder español creaba
un problema sutil. Independizarse de España no significaba
independizarse de Buenos Aires. Se cambiaba un padre remoto y casi
senil, por un Big Brother, muy poderoso y cercano. De ahí
que Uruguay haya tardado en sumarse al movimiento de la independencia,
y que, al adherirse, lo haya hecho para defender un proyecto federalista
copiado de la Constitución de los Estados Unidos de América.
El héroe nacional, José Artigas (1764-1851), lucha
primero contra los españoles, luego contra los argentinos
y finalmente contra los portugueses y argentinos combinados para
imponer el triunfo de su causa. Derrotado finalmente en 1820, se
retira al exilio en el Paraguay.
El Uruguay parece destinado a ser un apéndice de Buenos
Aires, o una provincia más del Imperio portugués o
brasileño. (En 1821, Brasil se separa de Portugal y proclama
su independencia). Aquí interviene dramáticamente
Inglaterra. De la misma manera que los Estados Unidos fomentaran
en 1903 la separación de Panamá de Colombia, para
obtener así el control estratégico de aquella zona,
Inglaterra interviene entonces en el Plata para evitar que el Uruguay
sea absorbido por uno de sus dos poderosos vecinos. Fomentado el
movimiento independentista que en 1825 se alza contra la dominación
brasileña, Inglaterra consigue que en una Convención
Preliminar de Paz, tanto la Argentina como el Brasil, acepten la
creación de un Estado que se llamará República
Oriental del Uruguay (por estar situado en la orilla oriental de
este río). El nuevo país se convierte pues en un buffer
state, y en una pieza más (como Gibraltar, como Aden, como
Singapur) de la estrategia imperial británica. Bajo la tutela
económica y política británica, como parte
del Imperio aunque sin perder sus características hispánicas,
el Uruguay seguirá durante todo el siglo XIX y parte del
XX el curso de una economía que le exigía únicamente
mantener la producción de carnes, cueros, lana y trigo, y
le permitía desarrollar moderadamente una pequeña
industria frigorífica. Esta situación habría
de recibir duros golpes con la guerra de 1914, la crisis económica
de 1929 (que en el Uruguay se siente, con algún retraso,
en 1931) y sobre todo de la segunda guerra mundial.
Creado como país independiente por la voluntad de Gran Bretaña,
el Uruguay fue antes un Estado que una Nación. O al menos
eso es lo que han sostenido muchos historiadores. Desde el punto
de vista local, el Uruguay pertenece a la misma entidad nacional
que la Argentina. Hay más puntos de contacto entre el Uruguay
y las provincias argentinas de la margen occidental del río
Uruguay, que entre dichas provincias y el resto de aquel país.
El sueño federal de Artigas, que Buenos Aires combatió,
esas Provincias Unidas del Río de la Plata, es más
viable como proyecto que la idea de un Uruguay independiente. Incluso
los hombres que lucharon por la Independencia en 1825 querían
unirse a la Argentina y revivir la idea federal. Pero las ambiciones
monopolistas de Buenos Aires, el apetito imperial de Brasil y las
necesidades de la estrategia imperial británica forzaron
la creación del Uruguay. Esa creación de un país
artificial impuso condiciones extremas. El Uruguay respondió
a esas condiciones creándose como un país completamente
distinto a los demás de América Latina y, por eso
mismo, tan exótico.
Historia: el Estado uruguayo
Si bien Gran Bretaña impulsó la creación de
un buffer state no se ocupó de diseñar el blueprint.
Fueron las circunstancias históricas, más el genio
uruguayo para encontrar soluciones de compromiso, lo que determinó
la estructura tan peculiar del Uruguay moderno. Sin ánimo
de recorrer paso a paso hasta nuestros días la evolución
del Uruguay independiente se puede marcar un proceso que tiene varias
etapas. La primera es la consolidación de la independencia.
Tanto Brasil como Argentina no renunciaron a influir decisivamente
sobre el nuevo estado. El siglo XIX es testigo de una lucha, a veces
explícita, a veces subterránea, de los dos países
por controlar el destino del Uruguay. Las luchas por la independencia
habían determinado la creación de dos partidos políticos,
los blancos y los colorados, que hasta hoy se sucederán alternativamente
en el poder. Distinguidos por los colores de las divisas que usaban
en las guerras civiles (hay unas cien revueltas y golpes de estado
en el curso del siglo XIX), estos dos partidos responden no solo
a intereses nacionales muy legítimos, también a intereses
internacionales. Históricamente, los blancos dependen más
de Argentina, los colorados del Brasil. Así, entre 1843 y
1952, durante diez largos años, Montevideo es sitiado por
las fuerzas del dictador argentino Juan Manuel de Rosas, que apoya
al general Oribe, presidente blanco depuesto por los colorados,
en tanto que el gobierno colorado de Joaquín Suárez
cuenta con el apoyo de Brasil, Inglaterra y Francia. Una lucha interna
del Uruguay se convierte en pretexto de contienda internacional
por el dominio del estuario del Plata. En esa lucha participa Giuseppe
Garibaldi, con sus camisas rojas, en un anticipo de sus más
célebres campañas europeas por la unidad de Italia.
El novelista francés Alexandre Dumas novelizó el sitio
en Montevideo o Una Nueva Troya (1850). Por su parte, William
Henry Hudson escribió otra novela, The Purple Land
(1885), para contar las aventuras de un inglés, Richard Lamb,
en una tierra que la sangre derramada en las guerras y revoluciones
había convertido en purpúrea. Se puede decir que en
esa década el Uruguay fue uno de los Vietnam del siglo XIX.
La derrota de Rosas en la batalla de Monte Caseros, 1852 -en que
participaron, además de las fuerzas argentinas antirrosistas,
tres mil brasileños y dos mil uruguayos-, determina el triunfo
de la intervención europea en el Plata y certifica la Independencia
política del Uruguay. Pero si los colorados conservan allí
el poder, quedan en gran deuda con el Brasil. Esa deuda será
pagada poco después cuando el Brasil obligue al Uruguay a
unirse a él y a la Argentina para atacar el Paraguay (1865-1870).
Aunque el Uruguay no tenía ningún propósito
de expansión imperialista, tuvo que participar en una guerra
que liquidó políticamente al Paraguay, le hizo perder
la mayor parte de su población masculina y grandes zonas
de su territorio que pasaron al poder de sus dos vecinos mayores.
Paraguay fue entonces la Polonia de América del Sur.
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