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A este artículo de Emir Rodríguez Monegal, que se desconoce si alguna vez se publicó o aún permanece inédito, se accedió por medio de una fotocopia del texto mecanografiado, con correcciones manuscritas de su autor. En esa copia no consta la fecha de redacción.

Alguna corrección manuscrita no resultó descifrable, por lo que aparecen puntos suspensivos en el correspondiente lugar del texto. Hay espacios en blanco en el original mecanografiado, que corresponden a fechas o datos numéricos que el autor no había incluido aún en el trabajo. Por ello cabe concluir que no se trata de un texto ya plenamente corregido y terminado.

 

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Si el Uruguay estuviera situado en Europa, sería uno de los tantos pequeños países como Suiza o Dinamarca, Polonia o Bulgaria, que hoy tratan de sobrevivir en un mundo cada vez más unificado por la tecnología de las grandes potencias. Pero situado como está en América del Sur, el Uruguay no es sólo el país más pequeño de esa región (175.000 km2; 2 millones 900 mil habitantes), sino el más exótico. Su exotismo consiste en no ser bastante latinoamericano, en no conformarse del todo a un supuesto modelo.

En un continente que se caracteriza por una geografía desmesurada -grandes selvas, enormes cordilleras, desiertos de fuego o de hielo, con inmensos ríos, volcanes y terremotos-, el Uruguay resulta una anomalía. Está situado por completo fuera de la zona tropical o subtropical (30º5' y 34º58' de latitud sur y 53º12' y 58º34' de longitud); no tiene cordilleras ni montañas muy altas (Sierra de las Ánimas 540 m.); carece de desiertos, selvas o terremotos. Casi toda la superficie del país es habitable y de clima templado. La tierra es en general fértil y se parece, por su topografía ondulada y su clima, a las zonas del Norte del Mediterráneo o del centro de los Estados Unidos.

También es exótico el Uruguay desde el punto de vista de su población. En un continente que tiene la tasa de crecimiento demográfico más alta del mundo, el Uruguay tiene casi la misma tasa de crecimiento de países desarrollados como Francia, el control de la natalidad es una vieja costumbre allí. En un continente mestizo, con grandes núcleos de población indígena que continúan viviendo como en la época colonial y que todavía no tienen acceso a la cultura moderna, el Uruguay es el único país latinoamericano que no tiene poblaciones indígenas y en que ya a fines del siglo XIX los aborígenes están totalmente mezclados y diluidos en una población predominantemente blanca y en su mayoría de origen inmigratorio.

De ahí el exotismo de la cultura uruguaya en el contexto de la latinoamericana. Los cuatro mil indígenas que habitaban el Uruguay antes de la conquista española, vivían en un estadio muy primitivo de cultura. Divididos en varias tribus (la más importante, la de los charrúas) estos indígenas eran nómades, practicaban sólo una agricultura muy primitiva, y han dejado pocas huellas arqueológicas. Por su ferocidad, eran el terror de sus vecinos, los guaraníes del Paraguay, los que a su vez eran considerados salvajes por los Incas del Perú. Este escalafón explica que los españoles no hayan podido dominar y colonizar a los charrúas, como sí lo hicieron con los incas y guaraníes. Aún a mediados del siglo XVIII, seguían levantándose contra el invasor blanco y asolando lo que consideraban legítimamente suyo. Las últimas poblaciones indígenas del Uruguay fueron destruidas al constituirse el país como nación independiente. Los últimos cuatro charrúas, que aún vivían como tales, fueron llevados a la Exposición internacional de París [...], y allí murieron, dando razón a los que sostienen que los uruguayos son tan afrancesados que hasta sus indios prefieren morir en París.

Sea como fuere, no dejaron una tradición cultural viable aunque tal vez los uruguayos hayan heredado de los charrúas el espíritu independiente y beligerante. Esto no quiere decir, como han escrito algunos historiadores, que no haya un aporte indígena a la población uruguaya. Lo hay, y esto lo advierte hasta el más superficial observador. Es válida la anécdota del realizador británico de filmes documentales, John Grierson, que de paso por Montevideo, en 1959, cuando le dijeron que no había indios en el Uruguay, replicó que él había estado observando a la gente en la calle y que había encontrado muchas personas con rasgos indígenas, por lo que sacaba la conclusión de que tal vez no haya indios en el Uruguay pero que debía haber por lo menos uno, muy activo, y con una bicicleta.

Por razones que se explicarán más adelante, tampoco la corona española tuvo mayor interés en el Uruguay hasta principios del siglo XVIII. Sólo a partir de esa fecha empieza realmente la colonización. Desde el punto de vista histórico, el Uruguay resultó privado no solo de una cultura indígena rica y valiosa (como la de los aztecas en México, los mayas de Guatemala, los incas en el Perú) sino también de la cultura colonial española que florece en América Latina entre los siglos XVI y XVIII. El Uruguay es un país que comienza realmente a existir en el momento de la decadencia del Imperio español y cuando se inicia la edad moderna.

Hay otros aspectos del exotismo del Uruguay dentro del contexto latinoamericano. A diferencia de México, de Cuba, de América Central, de Colombia, de Venezuela, incluso de Brasil, el Uruguay (como la Argentina) es un país que se libera de España no para caer en la órbita de la influencia política y económica de los Estados Unidos sino de Gran Bretaña. Hasta 1914, el Uruguay funciona, desde el punto de vista de su economía y su orientación política internacional, como si fuera un estado asociado del Imperio británico, un huésped de esa comunidad mundial. Aunque la influencia británica se debilita entonces, continúa bastante firme hasta finales de la segunda guerra mundial. Sólo en 1945, al reorganizarse la Commonwealth con un sentido proteccionista, el Uruguay queda afuera y empieza a gravitar inevitablemente hacia la órbita norteamericana. Pero sus estrechos vínculos con Inglaterra (principal responsable de la creación del Uruguay como país independiente) no se extienden a lo cultural. Región colonizada por España en pleno siglo XVIII, cuando dicho país estaba bajo la influencia francesa, el Uruguay lleva desde sus orígenes el sello del Enciclopedismo, del rasgo racionalista del pensamiento francés, de la concepción analítica de la cultura humanística. Pero también lleva el sello de una admiración por todo lo que produce aquella nación que llega a veces a extremos patéticos de colonialismo cultural. Como ha dicho Aldo Solari, uno de los principales sociólogos uruguayos, hay todavía mucha gente que cree allí que Francia es el país más democrático del mundo. Aún hoy que la influencia de la tecnología americana en el mundo (incluso en Francia) es cada vez mayor, y que la misma Sorbonne está en crisis, el Uruguay sigue adorando a los viejos dioses del humanismo tradicional.

Un último rasgo de exotismo: el Uruguay es el único país suramericano que dedica una mayor parte de su Presupuesto a Educación [...] que a Defensa (0,9%). En tanto que no hay servicio militar obligatorio y el Ejército cumple funciones más decorativas que reales (los dos vecinos, Argentina y Brasil, son demasiado poderosos para pensar en enfrentarlos en ninguna acción bélica), la Educación primaria, gratuita y universal, data de 1877; la Educación secundaria y universitaria es también gratuita desde principios del siglo XX; la tasa de analfabetismo es la más baja de América del Sur (un 10% para los mayores de 15 años) y existe por la tanto una gran homogeneidad cultural en su población. Esta diferencia notable entre el Presupuesto de Educación y el de Defensa explica el carácter democrático y civilista del estado uruguayo, su estabilidad en un continente amenazado siempre por la violencia, muchas veces promovida por la intervención de las fuerzas armadas nacionales. Incluso explica la experimentación que allí ha tenido lugar con formas muy sofisticadas de organización democrática. Más de una vez, se intentó reformar el Ejecutivo, convirtiéndolo en un Cuerpo colegiado de nueve miembros, en que estuvieran representados (en la proporción de seis y tres) los dos partidos mayoritarios. Por diversas causas, el experimento incompleto de 1917 y el más completo de 1952/1966, no resultaron viables pero sirvieron para demostrar una fuerte tendencia a la participación y al compromiso político en la democracia uruguaya.

Estas circunstancias geográficas, históricas, demográficas y culturales, explican que el Uruguay haya sido el primer país latinoamericano en intentar la creación del Welfare State. Hacia 1920, cuando el resto de las naciones latinoamericanas se debatía ante problemas así insolubles de analfabetismo, desigualdad social y económica, grandes núcleos de población indígena inasimilable, miseria y explotación, ya el Uruguay había desarrollado un sistema de seguridad social que era no sólo único en América Latina sino de los más avanzados del mundo. Es en las dos primeras décadas del siglo XX que se producen las reformas que transforman al Uruguay en un Welfare State: pensiones y jubilaciones muy generosas y que abarcan todas las profesiones y trabajos; educación secundaria y universitaria gratuita; leyes de divorcio que amparan a la mujer; jornada máxima de trabajo de ocho horas; abolición de la pena capital y legislación judicial extraordinariamente modernas: separación de la Iglesia y del Estado.

De esta manera, la imagen que proyecta Uruguay dentro del contexto latinoamericano es la de un país que no corresponde a las formas tradicionales de la organización latinoamericana y que, en cambio, corresponde más a la de una nación moderna de Europa. Aunque esta imagen necesite algún retoque y calificación es, aún hoy, verdadera. Para comprender cómo ha sido posible llegar a este Uruguay de hoy, hay que repasar con algún detalle el curso de su evolución histórica, política, social y económica.

 

Historia: los orígenes

Desde el punto de vista del Imperio español, el Uruguay no tenía ningún interés. No había allí ni oro ni plata, ni productos tropicales codiciados en Europa, ni poblaciones abundantes y dóciles. Había un pequeño grupo de indígenas feroces y celosos de su independencia. Aquella era, verdaderamente, la última frontera del Imperio. El régimen de centralización y monopolio que estableció la corona española para la administración económica del Imperio creó, en la zona del Caribe, una sola puerta de entrada para toda América. A pesar de estar situado el Uruguay en un lugar de fácil acceso desde Europa (sobre el Atlántico Sur, y en la margen Norte del anchísimo Río de la Plata, con algunos puertos naturales tan notables como Colonia, Montevideo y Maldonado), el país estaba destinado a ser la última estación en la cadena de comunicaciones del Imperio español. La flota que salía de Sevilla cruzaba el Atlántico medio hacia el Caribe, desembarcaba sus mercaderías en Puerto Bello (en el istmo de Panamá) o en Veracruz (México). De Panamá, la mercadería iba por tierra hasta el Perú y, atravesando la cordillera de los Andes, hasta el Paraguay y la Argentina, antes de llegar (si llegaba) al Uruguay. Un pañuelo, tejido en Holanda con algodón peruano, podía costar doscientas veces más el precio original del algodón después de haber realizado la materia prima un doble viaje de América a Europa y viceversa, cumpliendo así el ciclo mercantilista más disparatado del mundo, como han apuntado los historiadores. La ruta directa por el Atlántico (que hubiera reducido los precios a la mitad, por lo menos) estaba prohibida.

Por otra parte, no había mayor apuro por llegar al Uruguay. Los conquistadores y colonizadores españoles de los siglos XVI y XVII no encontraron allí nada que pudiera interesarles realmente. Incluso Sebastián Gaboto, que en 1526 bautizó al Río de la Plata con ese nombre tan sonoro porque creyó que por allí se encontraría un camino más corto hacia las minas de Plata del Perú, habría de resultar mayor optimista que geógrafo. Es cierto que por el estuario del Plata se podía ascender hasta el corazón de América y encontrar así una ruta hasta el Perú. Pero la naturaleza había interpuesto en la ruta inmensos ríos, selvas, una cordillera de montañas, lo que la hacía impracticable y más onerosa que la del Pacífico.

Aún en aquella misma región del Atlántico Sur había otras tierras más codiciables que el Uruguay. Aunque también feroces, los indios argentinos eran menos hostiles y soportaron hasta dos fundaciones de Buenos Aires; remontando el Paraná, uno de los grandes afluentes del Plata, se encontraban los guaraníes en la zona que hoy es el Paraguay. Allí había frutos exóticos, indígenas agricultores, mujeres en abundancia. Los españoles fundaron Asunción y convirtieron esta población en el centro de la cuenca del Plata. Era una tierra paradisíaca en comparación con el Uruguay. No es casual por eso mismo, que Voltaire situara en aquellas zonas el país de El Dorado, en la fantasía satírica titulada Candide (1750).

Hasta entrado el siglo XVIII el Uruguay queda librado a la mano de Dios. La única actividad colonizadora que intentan los españoles (fuera de la fundación de alguna población, como Soriano, por sacerdotes misioneros), es la introducción de ganado vacuno y caballar que habrá de criarse, salvaje y fecundo, en las vastas llanuras del país. Ese ganado será la base de la riqueza del país futuro. Aún hoy, el escudo nacional celebra en las imágenes de un caballo y una vaca ese acto de impremeditada sabiduría que tuvo el colonizador español Hernandarias. Sólo cuando la expansión hacia el Sur de la conquista portuguesa pone en peligro a Buenos Aires, los españoles deciden colonizar el Uruguay.

De hecho, los primeros en descubrir su valor estratégico y su riqueza pecuaria fueron los portugueses que, en 1680, fundaron en el extremo Oeste de Río de la Plata la Colonia del Sacramento. Esa población fortificada era la llave que controlaba todo el estuario del Plata. Allí llegaba la plata clandestinamente, desde el Potosí (en Perú) y era enviada, junto con los cueros del ganado disperso en las praderas uruguayas, hasta el mercado de Lisboa. Por Colonia penetraban clandestinamente en el Río de la Plata, y de allí seguían hasta el Pacífico, esclavos, azúcar y sobre todos los productos que empezaba ya a producir Inglaterra, en pleno comienzo de su Revolución industrial. Los portugueses fueron, pues, los primeros en crear en aquella zona una economía basada en la clandestinidad, en el contrabando. Burlando los principios de la centralización y el monopolio comercial del Imperio español, descubrieron el flanco débil del mismo. De esa manera, el Uruguay que era la última frontera, una tierra de nadie, por el ganado y los contrabandistas, se convirtió en una puerta de acceso.

Para cerrarla, y también para proteger a Buenos Aires, que ya se empezaba a ver como el verdadero centro de esa región, España decide crear en 1724 una fortaleza militar en el Cerro que domina la bahía de Montevideo y luego, en 1726, una ciudad en el extremo opuesto de la bahía. Montevideo será, pues, desde los orígenes, una ciudad auxiliar, accesoria, de Buenos Aires. Es la suya una fundación muy modesta y de fines puramente utilitarios.

Durante todo el siglo XVIII, Montevideo no pasa de ser una ciudad de segundo orden, que sirve sobre todo para administrar la tierra que queda al Norte, tierra de ganado bravío, habitada casi exclusivamente por jinetes más o menos nómades, verdadera frontera a lo Far West. Sólo que los cowboys se llaman allí gauchos, palabra que deriva de otra española, guacho, que quiere decir: huérfano, o (eufemísticamente) sin padre conocido. El siglo XVIII es la apoteosis del gaucho. Descendiente de españoles, indígenas y aún negros, mestizo por los cuatro costados, el gaucho es el verdadero dueño de una región sin alambrados ni fronteras que tiene por centro geográfico al Uruguay pero se extiende sobre las provincias argentinas del lado occidental del Río Uruguay, y sobre el Sur del Brasil, donde los gauchos son llamados gaúchos.

El poblador de esa tierra de nadie ha llegado desde las zonas más remotas de la cuenca del Plata. Es santafecino, cordobés o guaraní; es también portugués y hasta puede ser inglés. Pero lo que lo caracteriza no es su origen ni su lengua también [….] sino su estilo de vida. Vive a caballo, es totalmente independiente, es uno de los trabajadores mejor pagados de la época. Lo que ganaba un gaucho por su labor, muy especializada, es cierto, no tenía equivalente en el Imperio español. De ahí que la profesión atrajese a hombres de toda la cuenca del Plata. Allí, en ese crisol salvaje, se forma una nueva raza mestiza que será el núcleo originario de la población uruguaya, hecho que tan bien ilustran las novelas de Acevedo Díaz (1851-1921).

Hasta fines del siglo XVIII, el Uruguay es poco más que una enorme estancia, sin límites ni autoridad reconocida, y Montevideo apenas un centro que trataba de controlar el contrabando de cueros y esclavos. Entonces, la corona española reconoce por fin que esa zona del Imperio es potencialmente más rica que otras. Ha pasado la fiebre del oro y la plata, al agotarse las minas, la seducción de los productos tropicales americanos no es tan grande ahora que son más accesibles las rutas al Asia y Oceanía. La expansión económica de Europa tiene otro signo. Cada vez, Gran Bretaña gravita más sobre el destino de Europa y del mundo; las necesidades de su revolución industrial se hacen sentir en todas partes. España trata de ponerse al día. Entonces las desdeñadas riquezas de la zona del Plata (ganado que sirve para la alimentación, vestimenta, transporte) resultan evidentes. A la zaga de los portugueses y de los ingleses, España descubre un nuevo Eldorado. Como pasó en California al terminar la fiebre del oro, los frustrados mineros descubrieron que la tierra también daba otros frutos maravillosos. El Uruguay sale entonces de su condición de última frontera del Imperio español.

España decide una reforma importante en la estructura administrativa y económica del Imperio. En 1776, saca al Río de la Plata de la tutela del Perú y crea un Virreinato nuevo, con sede en Buenos Aires. El cambio mejora la situación de Montevideo pero no radicalmente: sigue siendo una ciudad auxiliar de Buenos Aires, la administradora de su estancia oriental. Pero Inglaterra tenía otros designios. El episodio culminante, del punto de vista militar, es la expedición del comodoro Popham en 1806. Sin órdenes explícitas de la corona británica, pero tal vez con su anuencia tácita, Popham organiza desde África del Sur una expedición que ocupa Buenos Aires, es expulsada luego por las fuerzas combinadas de los argentinos y uruguayos, contraataca con refuerzos llegados de Inglaterra, ocupa Montevideo durante siete meses, en 1807 intenta, sin éxito, la reconquista de Buenos Aires. Este episodio (que se conoce en la historia local como las "invasiones inglesas" pero que en la historia británica casi no se registra, por su escasa importancia) tuvo graves consecuencias para el Río de la Plata.

En primer lugar, demostró a los administradores locales que España ya no estaba en condiciones de defenderlos de una agresión extranjera; en segundo lugar, demostró que ellos estaban en condiciones de defenderse solos; en tercer lugar, puso más en evidencia aún que el sistema de monopolio español no sólo era absurdo sino que estaba obsoleto. Porque los ingleses no sólo trajeron soldados y artillería; también trajeron barcos mercantes y comerciantes, ávidos de abrir nuevos mercados. Las invasiones inglesas fueron el dress rehearsal de la revolución de la independencia que se inicia en 1810.

Para el Uruguay, la independencia del poder español creaba un problema sutil. Independizarse de España no significaba independizarse de Buenos Aires. Se cambiaba un padre remoto y casi senil, por un Big Brother, muy poderoso y cercano. De ahí que Uruguay haya tardado en sumarse al movimiento de la independencia, y que, al adherirse, lo haya hecho para defender un proyecto federalista copiado de la Constitución de los Estados Unidos de América. El héroe nacional, José Artigas (1764-1851), lucha primero contra los españoles, luego contra los argentinos y finalmente contra los portugueses y argentinos combinados para imponer el triunfo de su causa. Derrotado finalmente en 1820, se retira al exilio en el Paraguay.

El Uruguay parece destinado a ser un apéndice de Buenos Aires, o una provincia más del Imperio portugués o brasileño. (En 1821, Brasil se separa de Portugal y proclama su independencia). Aquí interviene dramáticamente Inglaterra. De la misma manera que los Estados Unidos fomentaran en 1903 la separación de Panamá de Colombia, para obtener así el control estratégico de aquella zona, Inglaterra interviene entonces en el Plata para evitar que el Uruguay sea absorbido por uno de sus dos poderosos vecinos. Fomentado el movimiento independentista que en 1825 se alza contra la dominación brasileña, Inglaterra consigue que en una Convención Preliminar de Paz, tanto la Argentina como el Brasil, acepten la creación de un Estado que se llamará República Oriental del Uruguay (por estar situado en la orilla oriental de este río). El nuevo país se convierte pues en un buffer state, y en una pieza más (como Gibraltar, como Aden, como Singapur) de la estrategia imperial británica. Bajo la tutela económica y política británica, como parte del Imperio aunque sin perder sus características hispánicas, el Uruguay seguirá durante todo el siglo XIX y parte del XX el curso de una economía que le exigía únicamente mantener la producción de carnes, cueros, lana y trigo, y le permitía desarrollar moderadamente una pequeña industria frigorífica. Esta situación habría de recibir duros golpes con la guerra de 1914, la crisis económica de 1929 (que en el Uruguay se siente, con algún retraso, en 1931) y sobre todo de la segunda guerra mundial.

Creado como país independiente por la voluntad de Gran Bretaña, el Uruguay fue antes un Estado que una Nación. O al menos eso es lo que han sostenido muchos historiadores. Desde el punto de vista local, el Uruguay pertenece a la misma entidad nacional que la Argentina. Hay más puntos de contacto entre el Uruguay y las provincias argentinas de la margen occidental del río Uruguay, que entre dichas provincias y el resto de aquel país. El sueño federal de Artigas, que Buenos Aires combatió, esas Provincias Unidas del Río de la Plata, es más viable como proyecto que la idea de un Uruguay independiente. Incluso los hombres que lucharon por la Independencia en 1825 querían unirse a la Argentina y revivir la idea federal. Pero las ambiciones monopolistas de Buenos Aires, el apetito imperial de Brasil y las necesidades de la estrategia imperial británica forzaron la creación del Uruguay. Esa creación de un país artificial impuso condiciones extremas. El Uruguay respondió a esas condiciones creándose como un país completamente distinto a los demás de América Latina y, por eso mismo, tan exótico.

 

Historia: el Estado uruguayo

Si bien Gran Bretaña impulsó la creación de un buffer state no se ocupó de diseñar el blueprint. Fueron las circunstancias históricas, más el genio uruguayo para encontrar soluciones de compromiso, lo que determinó la estructura tan peculiar del Uruguay moderno. Sin ánimo de recorrer paso a paso hasta nuestros días la evolución del Uruguay independiente se puede marcar un proceso que tiene varias etapas. La primera es la consolidación de la independencia. Tanto Brasil como Argentina no renunciaron a influir decisivamente sobre el nuevo estado. El siglo XIX es testigo de una lucha, a veces explícita, a veces subterránea, de los dos países por controlar el destino del Uruguay. Las luchas por la independencia habían determinado la creación de dos partidos políticos, los blancos y los colorados, que hasta hoy se sucederán alternativamente en el poder. Distinguidos por los colores de las divisas que usaban en las guerras civiles (hay unas cien revueltas y golpes de estado en el curso del siglo XIX), estos dos partidos responden no solo a intereses nacionales muy legítimos, también a intereses internacionales. Históricamente, los blancos dependen más de Argentina, los colorados del Brasil. Así, entre 1843 y 1952, durante diez largos años, Montevideo es sitiado por las fuerzas del dictador argentino Juan Manuel de Rosas, que apoya al general Oribe, presidente blanco depuesto por los colorados, en tanto que el gobierno colorado de Joaquín Suárez cuenta con el apoyo de Brasil, Inglaterra y Francia. Una lucha interna del Uruguay se convierte en pretexto de contienda internacional por el dominio del estuario del Plata. En esa lucha participa Giuseppe Garibaldi, con sus camisas rojas, en un anticipo de sus más célebres campañas europeas por la unidad de Italia. El novelista francés Alexandre Dumas novelizó el sitio en Montevideo o Una Nueva Troya (1850). Por su parte, William Henry Hudson escribió otra novela, The Purple Land (1885), para contar las aventuras de un inglés, Richard Lamb, en una tierra que la sangre derramada en las guerras y revoluciones había convertido en purpúrea. Se puede decir que en esa década el Uruguay fue uno de los Vietnam del siglo XIX.

La derrota de Rosas en la batalla de Monte Caseros, 1852 -en que participaron, además de las fuerzas argentinas antirrosistas, tres mil brasileños y dos mil uruguayos-, determina el triunfo de la intervención europea en el Plata y certifica la Independencia política del Uruguay. Pero si los colorados conservan allí el poder, quedan en gran deuda con el Brasil. Esa deuda será pagada poco después cuando el Brasil obligue al Uruguay a unirse a él y a la Argentina para atacar el Paraguay (1865-1870). Aunque el Uruguay no tenía ningún propósito de expansión imperialista, tuvo que participar en una guerra que liquidó políticamente al Paraguay, le hizo perder la mayor parte de su población masculina y grandes zonas de su territorio que pasaron al poder de sus dos vecinos mayores. Paraguay fue entonces la Polonia de América del Sur.

 

 

Responsables

L. Block de Behar
lbehar@multi.com.uy

A. Rodríguez Peixoto
arturi@adinet.com.uy


S. Sánchez Castro
ssanchez@oce.edu.uy

 

 


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