Argentino hasta la muerte tiene un argumento mínimo
pero consistente: es la experiencia del poeta que deja su patria,
recorre Europa y regresa luego para reconocer así mejor una
identidad que está indicada en el título del volumen
y gracias a una fórmula (citada a la vez con aire paródico
y emocional) de Guido y Spano. Aquí la peripecia es mínima,
la anécdota casi no existe, todo está centrado en
una subjetividad. Pero los recursos poéticos de que se vale
Fernández Moreno, el tono deliberadamente coloquial de su
texto y su lenguaje hablado vivo que no teme al lunfardo siquiera,
sitúan el poema en una secuencia existencial que es (casi)
de novela. De ahí el previsible entronque con la poesía
argumental. No es casual, por eso mismo, que este libro se continúe
en otro, Los aeropuertos, que ofrece una nueva "entrega"
(o folletín) de la misma experiencia existencial, llevando
al personaje del poeta, su "persona", una etapa más
adelante.
Más decididamente argumental es la poesía que practican
otros poetas de este tiempo. Como ilustración suficiente
de este otro camino, mencionaré la obra de dos: un brasileño,
un mexicano. Para contar en Morte e Vida Severina la historia
de una de las víctimas de la periódica sequía
del Nordeste, João Cabral de Melo Neto utiliza los recursos
básicos de la narración en verso. Es la suya una historia
para contar y no sólo para cantar, y allí se resumen
(con una lucidez y precisión revolucionarias que hacen más
intensa la obra) todos los temas que muchas novelas y aun películas
del Nordeste han explorado con mayor detalle, aunque no eficacia.
La circunstancia de que el poema de Melo Neto haya sido escenificado,
y hasta puesto en música por Chico Buarque de Hollanda, acentúa
aún más su carácter argumental y demuestra
hasta qué punto una forma "olvidada" puede tener
en nuestro tiempo una vigencia aún mayor que las formas más
corrientes.
En cuanto a Perséfone, del mexicano Homero Aridjis,
aquí ya se borran del todo las distinciones entre novela
y cuento, por un lado, y poesía lírica por otra. Novela-poema,
o poema narrativo, Perséfone es un texto de altas calidades
poéticas que desarrolla en varias secuencias temporales el
tema del amor sexual. Escrito después de la admirable colección
de poemas que se titula Mirándola dormir, el texto
de Perséfone amplía hasta cierto punto las
indicaciones eróticas que este volumen proponía. Pero
ahora Homero Aridjis está resueltamente interesado en explorar
las virtualidades más notorias de la narración. Hay
en Perséfone no sólo la pareja de amantes,
sino también el dueño del burdel y las otras mujeres,
los clientes y el mundo mismo exterior que rodea, envuelve y determina
a los personajes. Porque Perséfone no es la misma en el ámbito
de sexualidad alienada del burdel que en el seguro de la cámara
en que se encierra con el Narrador, su amante; no es la misma en
la luz leprosa del antro, que en la clara luz matinal. Novela sin
suficiente argumento, poema con un exceso de elementos narrativos,
Perséfone no sólo ilustra el rescate (y la
reescritura actual) de un género olvidado, sino que ilustra
asimismo un nuevo desarrollo de la literatura presente: la negación
de las fronteras explícitas entre los géneros. Pero
éste es tema que requiere un desarrollo aparte. Si Perséfone
oscila entre la novela y el poema, justificando a su manera aquella
afirmación de Octavio Paz de que no hay una válida
distinción entre la prosa y el verso, conviene advertir que
la obra de Aridjis es una de las muchas que hoy demuestran esa imposibilidad
de distinguir entre los distintos géneros de la retórica
clásica. El tema no es nuevo, ni siquiera en nuestro siglo,
y ya Benedetto Croce, y Alfonso Reyes a su zaga, lo han discutido
satisfactoriamente. Lo que me interesa indicar aquí no es
el fundamento teórico de esta discusión sino su aplicación
práctica a una realidad literaria, cada día más
evidente: los géneros no han desaparecido del todo pero sus
fronteras continúan modificándose, borrándose
hasta lo indiscernible, produciendo obras que no responden ya a
una sola categoría.
¿En dónde situar, por ejemplo, El hacedor,
de Borges? Libro de prosas y versos, contiene páginas en
prosa que tienen el rigor de un poema, y la misma materia elusiva
y metafórica; poemas de irredento prosaísmo que tal
vez pudieran ser mejorados por una prosa tersa; narraciones que
están (indiferentemente) en verso o prosa. Pero, aún
mejor: cada página del libro corresponde a un género
que no reconoce la retórica clásica pero que es el
género único que justifica la mágica lucidez,
el vertiginoso pavor de su lectura. El libro es una "confesión".
Para Borges, en el ocaso de una carrera de experimentador literario
en los tres géneros principales (el poema, el ensayo, el
cuento), la forma definitiva es la confesión.
Pero tal vez el ejemplo más deslumbrante de esta superposición
y contaminación de géneros que caracterizan a la literatura
actual esté dado por algunos experimentos conducidos en Buenos
Aires por Basilia Papastamatíu. Sus textos libres, recogidos
en el volumen El pensamiento común (1965), pero sobre
todo su Lectura de "La Diana" (en Mundo Nuevo,
núm. 8, París, febrero, 1967), demuestran hasta qué
punto es posible llegar en una exploración de las formas
literarias que conduce a una verdadera desintegración de
las categorías retóricas llamadas "géneros".
En su Lectura de "La Diana", el célebre
poema de Montemayor, la escritora argentina no sólo inserta
fragmentos, convenientemente dislocados y extrapolados, del texto
clásico, sino que los contamina de sus propios desarrollos
poéticos: desarrollos que son, a la vez, un comentario crítico
del texto, una parodia, un sobretexto y antitexto, pero también
una obra autónoma, de singular fascinación. Aquí
el pre-texto (La Diana) facilita un género, la poesía,
para suscitar su contrapartida: la crítica, pero esa crítica
no se realiza por el camino habitual de la glosa o exégesis
discursiva sino por el camino oblicuo, no menos fecundo, del collage,
de la parodia, de la reflexión especular, a la vez crítica
y creadora.
En el teatro, también parece evidente una búsqueda
por esos mismos caminos. Si la escuela del absurdo (que tiene entre
nosotros adherentes tan interesantes como Isaac Chocrón,
Jorge Díaz, José Triana, Jorge Blanco) parece todavía
demasiado atada a un texto, sea éste concebido o no como
materia prima para un espectáculo ritual, la otra línea
de la experimentación apunta indiscutiblemente a la eliminación
de las distinciones retóricas entre los géneros al
mismo tiempo que indica una asimilación de formas expresivas
extraliterarias. Por el camino de los happenings, tanto Marta
Minujin en Buenos Aires como su compatriota Copi en París
han ido desarrollando una actividad teatral en que el elemento básico
del drama, la palabra, resulta perdida si no desaparece totalmente
ante la primacía de los elementos espectaculares. Devolviendo
a la palabra su valor decisivo, el grupo teatral que dirige el argentino
Rodríguez Arias ha producido en Drácula un
texto que si por un lado es una parodia del cine mudo, y a la vez
una parodia de las parodias del cine mudo, es también un
experimento que intenta crear una estructura teatral que depende
casi exclusivamente de la elocución muy formalizada de un
texto esencialmente narrativo. Porque lo que hace Rodríguez
Arias en Drácula es desposeer al teatro de su condición
de combate o gimnasia verbal. Sus agonistas no son tales: no luchan,
sino que se limitan a recibir información sobre hechos que
ocurren fuera de escena o habrán de ocurrir fuera de ella,
o a comentar esa información en la forma más pasiva
posible. Es decir, si Aristóteles pudo definir el drama como
la representación de la acción por la acción
misma, en tanto que la épica representa la acción
por la palabra, éste es teatro épico, aunque en un
sentido más literal que el sugerido por Brecht. En realidad,
el acierto de Rodríguez Arias (y aquí no hablo de
la calidad última del espec-táculo, lo que es otra
cosa) es haber intuido que en esta época de cuestiona-miento
total de los géneros, el teatro como acción representada
debía ceder el paso al teatro como acción comentada,
o meramente glosada. En este sentido, su obra es auténticamente
experimental y abre un camino incluso más provocativo que
el de los meros happenings. En éstos la acción
sustituye a la palabra, lo que los separa definitivamente de la
literatura.
c] Poesía concreta y tecnología
Si los happenings terminan por devolver el teatro a las
variadas formas del espectáculo (sin excluir el exhibicionismo
erótico o el ritual orgiástico), certificando de esta
manera negativa la contaminación de la literatura por las
demás artes, al revés la poesía concreta se
propone integrar en la literatura artes que son obviamente exteriores
a ella pero que, de alguna manera, pueden beneficiarla y enriquecerla.
Me refiero a las artes plásticas y a la música.
No es ésta la ocasión de hacer la historia (breve
pero ya abundante) de un movimiento que en poco más de una
década ha atravesado como fuego la poesía de los cinco
continentes. Baste señalar que tiene una de sus fuentes,
y centro de irradiación más intenso, en el Brasil.
Aunque aparece casi simultáneamente en varios países
(en Italia con Carlo Belloli, en Suiza con Eugen Gomringer, en Suecia
con Oyvind Falström, en Brasil con los hermanos de Campos),
es indudable que una misteriosa predestinación hace que este
movimiento esté signado por las lenguas del Nuevo Mundo:
en tanto que Gomringer nace en Bolivia y escribe en español
sus primeros poemas concretos, Falström pasa los tres primeros
años de su vida en São Paulo. De ahí que aun
aquellos poetas que luego habrán de desarrollar sus experimentos
en el contexto de otras lenguas parecen marcados de origen por el
destino latinoamericano. Esta radicación espiritual en el
Nuevo Mundo agradaría en su suprarreal simbolismo a Juan
Larrea.
Pero no pretendo con esto fundamentar una absurda nacionalización
de la poesía concreta. Por su propia naturaleza, la poesía
concreta es decididamente universal y no sólo trasciende
las fronteras lingüísticas sino también las fronteras
entre las artes. Cuando los hermanos de Campos y Décio Pignatari
trazan la genealogía de su experimentación, invocan
precisamente la poesía anglosajona (E. E. Cummings como Pound
y Joyce), pero también invocan el cine de Eisenstein y la
música de Webern. Por otra parte, el nombre mismo que han
elegido para identificar su grupo, Noigandres, es una misteriosa
palabra que les llega desde el trovador provenzal Arnaut Daniel
por el camino de Ezra Pound (Cantos, XX). Por eso es legítimo
acentuar el origen mayormente latinoamericano y específicamente
brasileño de este movimiento, sin dejar por eso de subrayar
su internacionalidad. Por ser latinoamericano es internacional,
habría que decir forzando la paradoja.
La difusión de la poesía concreta, a partir de los
experimentos aislados que hacen Belloli en Italia o Falström
en Suecia, y que luego sistematizarán y coordinarán
desde Suiza y Brasil, tanto Gomringer y Max Bunse como los hermanos
de Campos y Décio Pignatari, revela además otro rasgo
muy característico de la actual literatura latinoamericana:
su vocación internacionalista que no es sino otra cara de
esa modernidad que persiguió Darío y que alucinó
a Huidobro, esa modernidad que Octavio Paz ha subrayado como último
rasgo de su admirable exposición del ser mexicano (y, en
parte, americano) en su Laberinto de la soledad (1950). Los
latinoamericanos somos ahora por primera vez contemporáneos
de todos los hombres, proclamó entonces Paz. La evolución
y difusión de la poesía concreta ha permitido demostrarlo.
Pero hay aquí, en este experimento a la vez visual, verbal
y sonoro, algo más que una nueva internacional poética.
En primer lugar, la poesía concreta acepta el desafío
de la tecnología y en vez de renegar de la nueva revolución
industrial, se propone utilizarla para el servicio de la poesía.
Este afán tiene (como todos) su tradición. No otra
cosa buscó Huidobro, a la zaga de Apollinaire, de Dada, de
los superrealistas, y aun del futurismo, aunque por razones de mera
estrategia de escuelas negase muchas veces esas fuentes y paralelos.
Lo que buscó Huidobro, esa asunción de la tecnología
a través de la exaltación del espacio y de la velocidad,
esa transformación del poeta en paracaidista del espacio
imaginario, y del que es testimonio apasionante su Altazor
(1931), es lo que se han propuesto sistemáticamente los poetas
concretos.
Inútil decir que la incomunicación famosa entre Brasil
y el resto de América Latina ha impedido a los poetas concretos
de São Paulo aprovechar a fondo la experiencia huidobriana.
En vez de partir de Altazor, han rehecho el camino del poeta
chileno, apoyándose precisamente en sus mismas fuentes y
repitiendo (en curioso paralelo a veces) una parte de su trayectoria.
No necesitaban, por otra parte, volver la mirada a la poesía
de vanguardia de lengua española porque en su Modernismo,
los poetas brasileños tenían los antecedentes necesarios
para este tipo de exploración. Pero en tanto que los experimentos
de Huidobro fueron demasiado desordenados y se apoyaban en una poderosa
intuición poética que carecía, también,
de toda disciplina e incluso era reacia a una exigente formulación
teórica (los famosos manifiestos de Huidobro son un caos
de ideas ajenas, con frases brillantes y polémicas, pero
de poca sustancia estética), los poetas del grupo Noigandres
se habrán de distinguir por la capacidad de sistematizar
sus búsquedas, de clasificar sus hallazgos, de continuar
sus experimentos no sólo en el campo del lenguaje, sino en
el de la tipografía, de las artes plásticas y de los
medios audiovisuales. El resultado es por lo tanto mucho más
completo y complejo que el alcanzado por Huidobro. Si el poeta chileno
vio las posibilidades de una aplicación sistemática
de la tecnología a la creación poética, si
intuyó que la desintegración del lenguaje (tal como
se practica al final de Altazor) puede ser el punto de partida
de una nueva estética del verso, estuvo reservado a los poetas
del grupo Noigandres explorar hasta sus últimas consecuencias
reales estos caminos.
El poema-objeto, cuya trayectoria es tan larga que pueden señalarse
antecedentes en la poesía caldea o en la griega, no fue por
cierto inventado por Huidobro (como éste dejó creer
a sus distraídos discípulos), pero lo que sí
advirtió el poeta chileno fue la posibilidad de hacer poemas-objetos
que trascendieran las limitaciones tecnológicas de la poesía
anterior. Esto es lo que han realizado Augusto de Campos, Haroldo
de Campos y Décio Pignatari. Con el método del collage
visual, Augusto de Campos compone en Olho por olho una ilustración
a la vez gráfica y verbal del famoso refrán. Pero
un análisis textual de ese poema (que consiste en una pirámide
de ojos, como en los bárbaros sacrificios caldeos), un examen
de cada uno de sus cuadros y de sus relaciones, permite ver que
el poema contiene un comentario (esencialmente verbal) sobre el
contenido del refrán. Los ojos de políticos como Fidel,
de estrellas como Marylin Monroe, del poeta Pignatari, alternan
con dedos, labios y hasta dientes, dando al refrán una dimensión
extraliteral. De la misma manera, cuando Décio Pignatari
juega en las cuatro letras utilizadas por LIFE para su título,
no sólo compone una secuencia tipográficamente excitante,
también introduce una discontinuidad espacial que permite
reconstruir, desde dentro, la palabra, y libera significados simbólicos:
la superposición de las cuatro letras en un solo espacio
crea un ideograma que equivale al signo del sol, es decir, de la
vida.
Estos y otros ejemplos que podrían invocarse muestran claramente,
a mi juicio, que la poesía concreta se propone explorar no
sólo todas las virtualidades verbales del poema sino sus
posibilidades vocales y visuales hasta extremos que no habían
sido soñados por los muy literales diseñadores de
poemas-objetos (como Francisco Acuña de Figueroa o Lewis
Carroll, o incluso Apollinaire en sus primeros Calligrammes).
La tecnología, como lo han revelado algunos poetas concretos
que son a la vez tipógrafos, o músicos, o artistas
plásticos (es el caso del germano-mexicano Matthias Goeritz),
no limita sino que libera fuerzas. Si McLuhan estaba equivocado
al proclamar la muerte del libro en sus truculentas profecías,
tal vez no estaba equivocado al señalar que el libro, como
objeto, como máquina de leer, sólo ofrece una de las
posibilidades de la comunicación literaria.
A partir de esta convicción los poetas concretos pretenden
extender los límites de la página, apelan al color
(como Haroldo de Campos en Cristalfome; como Pignatari en
una sátira del eslogan de la Coca-Cola, "beba coca cola",
que utiliza como base el rojo intenso de la compañía
fabricante del producto y la misma tipografía de sus anuncios),
o buscan en los discos, en las grabaciones, nuevos caminos de la
poesía. La lectura de un libro, incluso, puede dejar de realizarse
en la forma convencional: en vez de empezar por las primeras páginas
se puede hacerlo desde el final, como en las culturas semitas; en
vez de leer el libro se lo puede hojear rápidamente para
leer el movimiento de las letras en las páginas casi blancas,
como pasa en Sweethearts (1967), de Emmet Williams, el poeta
y teórico norteamericano. Todas estas formas, y otras más
que podrían mencionarse, ponen precisamente en cuestión
los hábitos de la comunicación de la poesía.
No la poesía misma que, al contrario, se beneficia al ser
presentada en forma tal que obliga al lector a una operación
mucho más intensa de descodificación.
No es casual, por eso mismo, que un poeta tan maduro y centrado
en su quehacer poético como Octavio Paz haya tomado en sus
más recientes poemas algunos de los experimentos de la poesía
concreta y los haya aplicado a su propia aventura de creación-comunicación.
Así en el gran poema Blanco (1967) hay páginas
en que el poema está separado en sectores visuales por medio
de un simple artificio tipográfico: cada línea está
escrita en dos caracteres distintos, lo que divide el verso en dos
hemistiquios tipográficos. La lectura de los dos sectores
puede hacerse según el método lineal corriente, entonces
se tiene el poema A, o leyendo primero los hemistiquios en redonda
y después los hemistiquios en cursiva, con lo que se tiene
el poema B; e incluso, invirtiendo el orden último: primero,
los en cursiva y luego los en redonda, con lo que se tiene el poema
C. Inútil decir que los tres poemas terminan por reunirse
en uno solo, que los abarca a los tres, y que es el poema que Paz
quiere comunicar. Por este simple artificio se intensifica la lectura
y se obliga al lector a ahondar en un texto que no es totalmente
accesible a la simple mirada.
Otro experimento aún más reciente de Paz es el de
los Discos visuales (1968), poemas escritos en dos discos
que rotan uno sobre el otro, por un simple mecanismo manual. Cada
poema dibuja, estáticamente, una figura, pero al hacer girar
la parte inferior del disco, van apareciendo otros textos que estaban
escondidos por la primera figura y que son como los intertextos
que hay que descifrar en un poema corriente. Esa pequeña
invención mecánica suscita no sólo las posibilidades
de una lectura circular (ya que siempre se vuelve a la primera figura,
que es la última, etc.) sino que presupone una lectura en
movimiento, dinámica. En el fondo, este experimento, como
los de la poesía concreta, se propone enfatizar algo que
nunca se subrayará bastante: la poesía es un arte
del movimiento, un arte dinámico. La poesía, ya se
sabe, se produce en el tiempo; es una estructura sonora que la invención
de la imprenta ha sujetado a la página dándole un
falso aspecto de cosa estática. Por medio de los experimentos
visuales de la poesía concreta, o del registro sonoro en
los discos, la poesía no sólo vuelve a su tradición
oral sino que se libera (visualmente, también) de su estatismo.
Eso era lo que quería Apollinaire con sus Calligrammes
que se echan a caminar por toda la página, y eso era lo que
quería antes Mallarmé (el padre de todos ellos) al
hacer valer el espacio en Un coupe de dés en el doble
sentido de espacio visual y espacio sonoro (silencio). Eso es lo
que se ha propuesto siempre la poesía. Es reconfortante advertir
que por el camino de una alianza más imaginativa con la tipografía
o la grabadora, es decir, por el camino de la aceptación
de la tecnología, la poesía recupera su más
antigua magia.
3] El lenguaje de la novela
Pero es en la novela en donde toda experimentación acaba
por encontrar su querencia. Por eso conviene examinar, así
sea rápidamente, la evolución de la novela latinoamericana
de este siglo para ver en su decurso el trabajo simultáneo
de las fuerzas de la experimentación y de la tradición,
la ruptura hacia el futuro así como el rescate apasionado
de ciertas esencias.
Lo que primero llama la atención del observador es la coexistencia
actual de por lo menos cuatro generaciones de narradores: cuatro
generaciones que sería fácil separar y aislar en compartimientos
estancos pero que en el proceso real de la creación literaria
aparecen repartiéndose un mismo mundo, disputándose
fragmentos suculentos de la misma realidad, explorando avenidas
inéditas del lenguaje, o trasvasándose experiencias,
técnicas, secretos del oficio, misterios.
No es difícil agrupar esas cuatro promociones por el método
generacional que ha tenido en lengua castellana expositores tan
ilustres como Ortega y Gasset y su discípulo Julián
Marías. Pero aquí me interesa menos subrayar la categoría
retórica de "generación" que la realidad
pragmática de esos cuatro grupos en servicio activo. Las
series generacionales son un lecho de Procusto y siempre se corre
el peligro, si no son manipuladas con gran sutileza, de establecer
la apariencia de un proceso muy ordenado y hasta rígido que
separa la literatura en armoniosos períodos y provoca sinópticos
cuadros sinópticos. Esas varias generaciones que se suelen
enfrentar en los manuales desde los extremos de un vacío
comparten en la mera realidad un mismo espacio y un mismo tiempo,
se intercomunican más de lo que se piensa, influyen muchas
veces unas sobre otras, remontando la corriente del tiempo.
Por otra parte, pertenecer a la misma generación no es garantía
de unidad de visión o de lenguaje narrativo. ¿Cómo
no advertir, por ejemplo, que si bien el peruano Ciro Alegría
y el uruguayo Juan Carlos Onetti han nacido a poca distancia de
meses el uno del otro, el primero es un epígono de los grandes
novelistas de la tierra (epígono pronto superado por un narrador
de la generación inmediata como es José María
Arguedas), en tanto que el segundo es un adelantado de los novelistas
de la experimentación narrativa que concentran la mirada
sobre todo en la alienación del hombre ciudadano? Esto ahora
parece obvio y lo ve hasta un niño. Pero en 1941 Alegría
y Onetti compitieron por un mismo premio en un concurso internacional
y nadie ignora quién ganó.
Me parece mejor, por eso mismo, hablar de grupos más que
de generaciones. O si hablo de generaciones que se entienda que
no ocupan compartimientos estancos y que muchos de los más
originales creadores de la nueva novela latinoamericana escapan
más que pertenecen a su generación respectiva. Con
estas advertencias, veamos qué nos dice el cuadro generacional.
a] Adiós a la tradición
Hacia 1940, la novela latinoamericana estaba representada por escritores
que constituyen, sin duda alguna, una gran constelación:
Horacio Quiroga, Benito Lynch y Ricardo Güiraldes en el Río
de la Plata, tenían sus equivalentes en Mariano Azuela y
Martín Luis Guzmán en México, José Eustasio
Rivera en Colombia, Rómulo Gallegos en Venezuela, Graciliano
Ramos en el Brasil. Hay allí representada una tradición
válida de la novela de la tierra o del hombre campesino,
una crónica de su rebeldía o sumisiones, una exploración
profunda de los vínculos de ese hombre con la naturaleza
avasalladora, la elaboración de mitos centrales de un continente
que ellos aún veían en su desmesura romántica.
Incluso los más sobrios (pienso en los mexicanos, en Graciliano
Ramos, en Quiroga) no escapaban a una categorización heroica,
a una visión arquetípica que convertía algunos
de sus libros, y sobre todo La vorágine, Doña Bárbara,
Don Segundo Sombra, más en romances (de acuerdo
con las categorías retóricas de Northrop Frye) que
en novelas. Es decir: en libros cuyo realismo está de tal
modo deformado por la concepción mitológica que escapan
a la calificación de documento o testimonio que querían
poseer.
Precisamente contra estos maestros se levantarán las generaciones
que empiezan a publicar sus narraciones más importantes a
partir de 1940. Una primera promoción estaría representada,
entre otros, por escritores como Miguel Ángel Asturias, Jorge
Luis Borges, Alejo Carpentier, Agustín Yáñez
y Leopoldo Marechal. Ellos, y sus pares que no puedo mencionar aquí
para no caer en el catálogo, son los grandes renovadores
del género narrativo en este siglo. Conviene aclarar que
incluyo a Borges ahora (como incluí antes a Quiroga) a pesar
de que su obra verdaderamente creadora sólo ha sido realizada
en el cuento, porque me parece imposible toda consideración
seria del género novela en América Latina sin un estudio
de su labor de cuentista verdaderamente revolucionario.
En los libros de estos escritores se efectúa una operación
crítica de la mayor importancia. Volcando su mirada sobre
esa literatura mítica y de apasionado testimonio que constituye
lo mejor de la obra de Gallegos, Rivera y compañía,
tanto Borges como Marechal, como Carpentier, Asturias y Yáñez,
intentan señalar lo que esa realidad novelesca ya tenía
de retórica obsoleta. Al mismo tiempo que la critican, y
hasta la niegan en muchos casos, buscan otras salidas. No es casual
que la obra de ellos esté fuertemente influida por las corrientes
de vanguardia que en Europa permitieron liquidar la herencia del
naturalismo. Si en los años de su formación Borges
pasa en Ginebra por la experiencia del expresionismo alemán
y por la doble lectura de Joyce y de Kafka, para desembocar en España
en el ultraísmo y la lectura de Ramón Gómez
de la Serna (ese gran olvidado), tanto Carpentier, como Yáñez,
como Asturias y Marechal reconocen en distintos niveles pero con
igual apetencia el deslumbrante superrealismo francés.
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