"l] La tradición de la ruptura
a] La ruptura como proceso permanente
Por tres veces en este siglo, las letras latinoamericanas han asistido
a una ruptura violenta, apasionada, de la tradición central
que atraviesa -como un hilo de fuego- esa literatura. Lo que ocurrió
hacia 1960, y coincidiendo con la mayor difusión de la Revolución
cubana, ya había ocurrido hacia 1940 con la crisis cultural
motivada por la guerra española y la segunda guerra mundial,
y tenía su más claro antecedente en la otra ruptura
importante: la de las vanguardias de los años veinte. Aun
soslayando las tentaciones de la simetría, es fácil
advertir que esos tres instantes de ruptura (arbitraria y deliberadamente
concentrados aquí en torno de una cifra redonda: 20, 40,
60) corresponden a procesos que tienen simultáneamente dos
caras. Si por un lado cada crisis rompe con una tradición
y se propone instaurar una nueva estimativa, por otro lado cada
crisis excava en el pasado (inmediato o remoto) para legitimizar
su revuelta, para crearse un árbol genealógico, para
justificar una estirpe. Ocupados a la vez del futuro que están
construyendo y del pasado que quieren rescatar, los hombres centrales
de estas tres crisis reflejan claramente ese doble movimiento circular
(hacia adelante, hacia atrás) que es característico
de los instantes de crisis.
Pero no es posible llevar más lejos la simetría.
Cada una de las tres crisis tiene muy nítidas características
y orienta la materia literaria hacia objetivos muy precisos, que
no son los mismos ni siquiera cuando pueden descubrirse entre ellos
ciertas semejanzas superficiales. Por eso mismo, antes de examinar
en el contexto actual este conflicto entre la tradición y
la renovación que signa tan claramente las letras latinoamericanas
de hoy, me parece conveniente echar un rápido vistazo a los
dos enfrentamientos que lo precedieron, al tiempo que se intenta
reconsiderar, paralelamente, sus búsquedas y sus hallazgos
y se las contrapone a las que caracterizan la confrontación
de estos días.
b] Tres crisis y una actitud común
Si la crisis de la vanguardia en la América hispánica
de los años veinte fue, simultáneamente, una puesta
al día de los ismos europeos y una liquidación
apasionada del Modernismo (Darío fue la víctima excesiva
de su misma popularidad), también fue, y no hay que olvidarlo,
una exploración confusa de ciertos valores básicos
del arte literario: la experimentación técnica llevada
(caso Huidobro) hasta los extremos de la destrucción total
del verso y, casi, del lenguaje; la afirmación más
contundente del carácter ficticio, arbitrario, lúdico,
de la narrativa (tal como la teorizó y practicó hasta
hace muy poco, Jorge Luis Borges); la desintegración barroca
del poema y del poeta, de la sintaxis y de la metáfora que
algunos practicaron sombríamente (el Neruda de Residencia,
algunos sarcasmos ardientes de Vallejo). Poniendo en cuestión
una herencia modernista que había sido desvirtuada por los
epígonos, los vanguardistas restauraron en la poesía
y en la ficción hispanoamericana una exigencia de forma al
mismo tiempo que cuestionaron esa misma forma. Pero su exploración
del lenguaje se quedó a mitad de camino; también su
exploración del poema o de la ficción narrativa. Aunque
produjeron obras espléndidas, su esfuerzo colectivo pareció
perderse casi de inmediato. Incluso los mejores (Huidobro, Borges,
Vallejo, Neruda) parecieron renegar bien pronto de su afán
experimental y buscaron otros caminos.
En el Brasil, el proceso fue básicamente el mismo, pero
la nomenclatura muy distinta, por lo que conviene hacer una distinción
precisa. Como no hay Modernismo en el sentido hispanoamericano del
término en las letras brasileñas del fin de siglo,
la vanguardia que auspician desde São Paulo los organizadores
de la Semana de Arte Moderno (julio, 1922) asume allí el
nombre de Movimiento Modernista. Apoyada en el futurismo y en los
ismos franceses, esta vanguardia se propone no sólo cortar
todos los vínculos con la dicción y retórica
portuguesas, poner al día la literatura brasileña
por la intensificación del contacto con la vanguardia europea,
sino (además y sobre todo) efectuar un descubrimiento e interpretación
del Brasil. Ese descubrimiento utilizaba el camino del lenguaje,
de los mitos, de la creación poética para realizarse.
Aunque pronto habría de ser superado por otro movimiento
de raíces más nacionalistas (el de la ficción
nordestina), el Modernismo brasileño habría de dejar
en la obra de Oswald de Andrade y, sobre todo, de Mario de Andrade,
un valioso testimonio de su vitalidad. La novela Macunaíma
(1928), de este último, es el antecedente obligado de experimentos
más radicales y exitosos como la novela de Guimarães
Rosa, Gran sertón : veredas, (1956). Pero si la vanguardia
modernista del Brasil también se desvanece pasado el fervor
de los años veinte, su breve e intensa producción
deja una importante señal en la piel de la literatura brasileña.
La ruptura que se centra en los años cuarenta suele enmascararse
de ambición trascendente. Son los años de la literatura
comprometida, del arte militante, de la competencia imperialista
de dos colosos culturales. Los años en que Neruda reniega
y abomina de su poesía agónica de Residencia en
la tierra y escribe España en el corazón
(1937), los poemas bélicos de Tercera residencia (1946),
proyecta y realiza el Canto general (1950), sosteniendo en
su poesía y en sus declaraciones públicas que el verso
es un arma de combate, que el poeta se debe al pueblo, que el creador
latinoamericano ha de concentrar todo su esfuerzo en la lucha antiimperialista.
Por esos mismos años, uno de los novelistas más populares
del Brasil, Jorge Amado, no sólo escribe la biografía
del líder comunista Luis Carlos Prestes sino que se embarca
en un largo ciclo narrativo en torno de la producción del
cacao y compone novelas, como Jubiabá (1935), que
son verdaderos panfletos para la lucha social. Que tanto Neruda
como Amado se verían forzados más tarde a cambiar
su estética para salvar su literatura, es suficientemente
sintomático de la confusión que reinaba en ciertas
zonas de las letras latinoamericanas de aquellas décadas.
Pero ésos son, también, los años de la popularización
del existencialismo (o los existencialismos) y esto bastaría
para demostrar que para el escritor el compromiso fundamental no
podía sólo ser político, o estratégico.
No es casual, por lo tanto, que mientras una buena parte de la literatura
latinoamericana se orienta hacia la estéril polémica
del engagement, entendido casi siempre en sus estrechos límites
de acicate para la acción inmediata, otros escritores más
importantes de ese período (Octavio Paz y Nicanor Parra,
Juan Carlos Onetti y José Lezama Lima, Julio Cortázar
y João Guimarães Rosa) poco o nada tengan que ver
con esos planteos elementales de la política literaria.
A pesar de profundas diferencias estéticas, en la obra de
estos escritores se revela una preocupación trascendente
que puede tener muy distintas raíces -la religión
católica en Guimarães Rosa y en Lezama Lima, el humanismo
marxista en Parra, una honda intuición de lo divino, pero
sin iglesias en Paz, el absurdo y la alienación en Onetti,
la ironía metafísica en Cortázar- pero que
en definitiva dibuja un mismo espacio de inquisición: el
destino del ser, su naturaleza secreta, su inserción en el
mundo. Éste es su entronque con las preocupaciones más
hondas de esos años, vengan de Francia con Sartre, o se remonten
un poco más lejos: al superrealismo y Breton, con sus buenas
dosis de Heidegger, en Octavio Paz; a la literatura "negra"
de Céline y Faulkner, en Onetti; a Jarry, Lautréamont
y Artaud, en Cortázar; a Thomas Mann, en Guimarães
Rosa; a Auden y los líricos ingleses de los años treinta,
en Parra; al barroco español y don Luis de Góngora,
en Lezama Lima. Pero cualquiera que sea la fuente (inmediata o remota)
de esa inquisición, lo que caracteriza a cada uno de estos
escritores es su trascender la circunstancia inmediata del engagement
y buscar una respuesta que vincule su obra a la gran tradición
de la cultura universal.
En la obra de estos escritores el único engagement
válido es con la creación literaria. La presa que
ellos buscan en sus poemas o en sus novelas es estrictamente poética.
No es casual que en los libros principales que producen (en Blanco
como en Paradiso, en Rayuela como en Gran sertón:
veredas) lo que se cuestiona no es sólo la situación
del hombre en su mundo, tema esencial y central de esas obras, sino
también la estructura poética misma, el lenguaje en
tanto que límite y acicate de la creación, la forma
que es ya inseparable del contenido porque no hay otro acceso al
contenido que a través de y por la forma.
En la literatura de los años sesenta el dilema ya ni siquiera
se plantea. No faltan, sin duda, comisarios que propongan todavía
una literatura didáctica, funcional, de combate. Pero lo
que caracteriza incluso a una literatura como la cubana a partir
de 1959 es la insistencia de sus mejores escritores en no dejarse
regimentar. Hoy es artículo aceptado allí que un escritor
puede estar al servicio de la Revolución y hacer una obra
cuyo engagement sea sólo estético. Por eso
es concebible que Cortázar apoye a la Revolución cubana
pero se niegue enfáticamente a hacer una literatura para
las masas, que Borges sea universalmente denunciado por la gente
de izquierda como escritor de la Argentina oficial, pero sea ensalzado
por esa misma gente como incomparable creador de ficciones, que
Lezama Lima (en plena Cuba) publique un libro esotérico,
hermético y cifrado que no sólo no es explícitamente
revolucionario sino que ha ido a contrapelo de algunas consignas
contra la total libertad sexual.
Esto no quiere decir que no haya problemas y conflictos (dentro
y fuera de Cuba) porque son muchos los promotores culturales que
todavía creen en la literatura edificante, la literatura
de combate, la literatura al servicio inmediato de la sociedad y
la Revolución. Pero los creadores más profundos e
independientes de estos años, cualesquiera que sean su credo
y su filiación como hombres, han luchado y continúan
luchando por una literatura cuyo máximo compromiso sea con
la literatura misma. En este sentido, la posición del intelectual
y del escritor en la América Latina es la posición
de un crítico, del que no depone la facultad de cuestionar
apasionadamente la realidad en la que está inserto.
De ahí que lo que distinga sobre todo a la obra de estos
años es precisamente su actitud de radical cuestionamiento
de la escritura misma y del lenguaje. Si en poesía, la vanguardia
(como ha dicho luminosamente Paz) está ahora en el Brasil,
es porque esa vanguardia se llama "poesía concreta".
En la novela, en cambio, la vanguardia está en Cuba y en
México, está en la Argentina, además de estar
en Brasil. Es una vanguardia que no rompe totalmente con la obra
más fecunda de las dos décadas anteriores (en más
de un sentido, la continúa y completa) pero que sí
se propone no perder el tiempo en buscar para la obra otra trascendencia
que la de la obra misma. Un poema, una novela, no dicen: son, podría
ser el lema que uniformase obras tan dispares como Tres tristes
tigres y La traición de Rita Hayworth, los Artefactos
de Nicanor Parra o los poemas concretos de Augusto de Campos, la
experimentación de Néstor Sánchez en Siberia
Blues y la de Severo Sarduy en De dónde son los cantantes.
Cuestionamiento de la obra misma, de su estructura y de su lenguaje;
cuestionamiento de la escritura y del papel creador del escritor;
cuestionamiento del medio, del libro y de la tipografía;
cuestionamiento total.
Cada una de las crisis precipita más la ruptura del creador
con un medio que pide a la literatura que sea cualquier cosa menos
literatura. Si la vanguardia se negó al soneto y al confesionalismo,
si la literatura existencialista destruyó los prestigios
de la narración edificante, o de protesta, y orientó
su interés hacia una poesía altamente crítica,
la literatura de esta última década se concentra fanáticamente
en el análisis mismo del proceso literario. En cada una de
esas rupturas hay un corte brusco con la tradición inmediata
pero al mismo tiempo un enlace con alguna tradición anterior.
Cuando la poesía concreta experimenta con el aspecto visual
del objeto "poema" está buscando lo mismo que buscaba
Huidobro con sus caligramas, tan discutibles por otra parte. También
continúan a Huidobro los poetas concretos cuando desintegran
la palabra y la devuelven a sus migajas de sonidos, de letras y
fonemas aislados. De la misma manera, muchos experimentos de Néstor
Sánchez serían inconcebibles sin un conocimiento previo
de los de Julio Cortázar.
Quiero decir que la ruptura existe pero también quiero decir
que algo se continúa, cambia y se amplía. De la misma
manera, la ruptura busca establecer ciertas genealogías.
No todo en la vanguardia es rechazo del pasado inmediato, y si Neruda
puede volver a Blake, también es legítimo que Borges
rescate a Macedonio Fernández del olvido y que Huidobro invoque
a nadie menos que a Emerson para certificar su primer poema original,
Adán (1916). El doble movimiento que apunta Paz, hacia
el futuro y hacia el pasado, permite integrar la ruptura dentro
de la tradición. Ya Eliot había visto esto bien claro
al hablar (en uno de sus ensayos sobre Tradition and individual
talent) de la doble transformación que opera toda obra
maestra: aprovecha una tradición y al mismo tiempo la altera
profundamente al incorporarse a ella. La existencia de la Divina
comedia modifica profundamente nuestra lectura del canto VI
de la Eneida, así como del canto en que Ulises convoca
a los muertos, en la Odisea. Pero la existencia del Ulysses,
esa odisea moderna que parodia y corrige a la clásica, también
modifica nuestra visión no sólo de Homero sino del
mismo Dante: la visita de Leopold Bloom y Stephan Daedalus al burdel
de Dublín es también un descenso al mundo de los muertos.
¿A qué seguir?
c] Renovación y revolución
Si el signo que mejor caracteriza a las letras latinoamericanas
de este siglo es la tradición de la ruptura (como se ha visto),
corresponde observar que esa tradición tampoco es literalmente
nueva en las letras latinoamericanas. Un sumario repaso al proceso
de estas letras, a partir de la independencia, permite advertir
que así como la vanguardia de los años veinte se levanta
contra el Modernismo, el Romanticismo aparece en América
Latina como una reacción contra el Neoclasicismo y la herencia
escolástica hispanoportuguesa. La polémica de 1842
en Chile, en que Sarmiento arremete contra los discípulos
de Bello, y, de paso, contra el maestro mismo, es sintomática
de esa ruptura y contribuye a establecer su tradición. El
Modernismo, a qué recordarlo, aparece asimismo en las letras
hispanoamericanas como una ruptura contra los epígonos del
Romanticismo, ruptura que tiene toda la virulencia de lo nuevo (hay
que leer lo que escribió Valera sobre Darío para entender
a fondo lo explosivo de esta novedad) pero que al mismo tiempo no
hace sino instaurar una nueva instancia de esa tradición
que el propio Romanticismo, en otra generación, había
contribuido a fundar. Por eso mismo, cuando la vanguardia rompe
con los restos del Modernismo, una tercera vez se asiste al mismo
proceso.
Lo que hay detrás de esta renovación, casi ritual,
de un proceso es lo que podría calificarse de cuestionamiento
de la herencia inmediata. Cuando Sarmiento ataca a Bello, o Darío
a los fláccidos poetastros hispánicos, está
ocurriendo un proceso perfectamente natural a inevitable: una tradición
exhausta es puesta en cuestión, revalorizada, reducida o
aniquilada en muchos de sus postulados, y en su lugar una nueva
estimativa, una nueva tradición, entra en vigencia. Inútil
decir que una operación tan radical no se realiza nunca sin
escándalo. La injusticia de Borges con Darío equivale
a la injusticia de Sarmiento con Bello. Es inútil que la
erudición más precisa se empeñe en demostrar
(lo que es fácil) que Bello no era enemigo del Romanticismo
y que incluso conocía mejor el Romanticismo que Sarmiento.
La imagen de Bello está alterada por la luz que sobre ella
arrojan las ardientes palabras polémicas del escritor argentino.
"Los poetas estamos con Sarmiento", me dijo cierta vez
Pablo Neruda, evocando la célebre polémica de 1842.
Lo que no sabía Neruda en aquel momento es que su poesía
de entonces (era 1952) dependía casi tanto de la visión
didáctica y neoclásica defendida por Bello como de
la apasionada defensa del lenguaje popular y del neologismo que
sostuvo Sarmiento. La paradoja final es ésta: al volver hacia
el pasado en busca de una tradición que permita destruir
otra más reciente, los creadores de la ruptura suelen elegir
dentro de posiciones que en su tiempo fueron antagónicas
y que el tiempo ahora ha neutralizado. Como los teólogos
rivales, en el celebre cuento de Borges, esas tradiciones podrían
descubrir que a la mirada de Dios (del hoy omnipotente) sus diferencias
son mínimas, que las sectas al cabo se confunden, que todo
es uno.
La visión contemporánea, por el contrario, exagera
los perfiles, borra las semejanzas, subraya los antagonismos. De
ahí que la vanguardia sea feroz con Darío, que los
existencialistas abominen de Borges, que muchos narradores de hoy
no toleren a Carpentier. Pero de ahí también que algunos
de los más lúcidos sean capaces de reconocer en el
pasado inmediato la materia aprovechable. Así Cortázar
depone ante Borges toda furia parricida y duplica (en su estilo
y con su particular perspectiva) muchas de sus ficciones, en tanto
que Severo Sarduy traslada con máximo rigor estructuralista
los hallazgos, las caóticas intuiciones, el fuego metafórico
de Lezama Lima. En el Brasil, la obra ascética de João
Cabral de Melo Neto no está tan distante como pudiera parecer
de los experimentos radicales de la poesía concreta, y muchos
de los postulados de Mario de Andrade llegan a realizarse, y en
qué dimensión, en la vasta novela de Guimarães
Rosa.
Ruptura y tradición, continuidad y renovación: los
términos son antagónicos pero a la vez están
honda, secretamente ligados. Porque no puede haber ruptura sino
de algo, renovación sino de algo, y a la vez para crear hacia
el futuro hay que volverse al pasado, a la tradición. Sólo
que aquí esa vuelta no es un retorno sino una proyección
del pasado dentro del presente hacia el futuro. De ahí el
elemento radicalmente revolucionario que tiene esta tradición
de la ruptura. Conviene aclarar aquí que no se trata de una
revolución en el sentido en que suele invocarse la palabra
en los textos políticos. En gran medida, la revolución
política busca realizarse también en un contexto de
revolución cultural, pero ese contexto no suele mantenerse
mucho tiempo. La experiencia de la Revolución rusa, que derivó
hacia el stalinismo y las formas más ordinarias del arte
dirigido (realismo socialista, etc.), es suficientemente explícita.
La tradición de la ruptura es, en cambio, profundamente revolucionaria
porque no puede institucionalizarse nunca y porque no es susceptible
de ser orientada burocráticamente. Incluso cuando los mismos
poetas pretenden organizarla (como pasó en el superrealismo
francés, o en algunas escuelas efímeras de la vanguardia
latinoamericana) la subdivisión en sectas, la polémica
intergeneracional y otras formas subalternas de la ruptura terminaron
por imponerse.
La revolución de que se trata aquí es otra: es la
revolución que postula el cuestionamiento de la literatura
por sí misma, del escritor por él mismo, de la escritura
y del lenguaje por ellos mismos. Revolución que es, por definición,
permanente y que no puede ser ilustrada sino como movimiento.
Las letras latinoamericanas han asumido desde sus orígenes
en la independencia (antes se puede hablar de literatura escrita
en la América Latina, no de literatura latinoamericana) esa
tradición de la ruptura. Pero nunca esa tradición
ha estado más viva que en este siglo y nunca, desde que el
triunfo de la Revolución cubana polarizó políticamente
la cultura de este continente, esa tradición se ha visto
enfrentada a la responsabilidad mayor de ser, y seguir siendo, auténticamente
revolucionaria. Es decir, crítica.
2] Cuestionamiento de las estructuras
a] Rescate de formas olvidadas
Si algo caracteriza la experimentación literaria de estos
últimos años es su búsqueda crítica
no sólo dentro de la misma literatura (rescate de formas
olvidadas, negación de las fronteras entre los géneros)
sino, principalmente, fuera de la literatura. La actitud
de cuestionamiento justifica estas búsquedas y orienta muchos
de los hallazgos. No es posible efectuar en este trabajo un relevamiento
completo de esta doble búsqueda. Pero sí se pueden
señalar aquí algunas de sus manifestaciones más
claras. Conviene empezar por el rescate de formas literarias olvidadas
porque ellas muestran hasta qué punto la experimentación
significa también una vuelta hacia el pasado, una operación
de reevaluación y rescate.
Tres de las formas "olvidadas" y rescatadas por la nueva
literatura son: el folletín, el cuento popular, la poesía
anecdótica y argumental. En el caso del folletín,
tal vez el ejemplo más luminoso lo proporcione la obra del
novelista argentino Manuel Puig. Aunque sólo se ha publicado
una novela suya, La traición de Rita Hayworth, se
sabe que Puig trabaja hace tiempo en una segunda novela, Boquitas
pintadas (que ya ha terminado) y tiene actualmente en taller
una tercera. Tanto en La traición como en Boquitas
pintadas, Manuel Puig sitúa su ficción al nivel
de esa subliteratura de consumo "popular" que tiene sus
manifestaciones más conocidas en el folletín (radial,
televisado o impreso), en las películas sentimentales y en
la letra de las canciones populares, tango o bolero, por ejemplo.
Con un oído finísimo para el estilo hablado de esas
formas, Manuel Puig ensaya en La traición una pintura
total de los consumidores de esos distintos avatares de una misma
alienación ficcional. Al centrar su mirada en una familia
en la que la madre lleva todas las tardes al cine a su hijito, Toto,
para aliviar el tedio de la provincia, Manuel Puig ha creado una
suerte de Madame Bovary de nuestro tiempo. Si la de Flaubert
estaba alienada por la literatura folletinesca del Romanticismo,
ésta de Puig lo está por el radio-teatro, el cine
comercial, el folletín. En Boquitas pintadas, a diferencia
de La traición, la técnica misma es folletinesca.
Aquí Manuel Puig ha asumido completamente la parodia. En
tanto que La traición (formalmente, al menos) se inscribe
en la tradición de Joyce (Portrait of the Artist as a
Young Man), de Ivy Compton-Burnett y su discípula Nathalie
Sarraute, Boquitas pintadas es, formal y específicamente,
un folletín. La estructura externa del libro, y no sólo
su visión o su habla, refleja especularmente el folletín.
Sólo que como en toda parodia que se respete hay en Boquitas
pintadas el grado exacto de exasperación que permite
distinguir naturalmente a Manuel Puig de, digamos, Corín
Tellado.
El cuento popular está, ya se sabe, en el centro de toda
narración. Pero las capas y capas de sofisticación
que ha agregado el Occidente a esa forma, desde que Cervantes decidió
reflejar no sólo la realidad española de su tiempo
en el Quijote, sino reflejar la obra misma dentro de su propio
texto (hazaña que Michel Foucault ha vinculado a la de Velázquez
en Las Meninas), toda la tradición de la novela crítica
(de Sterne a Cortázar) había indicado una ruta que
dejaba muy lejos el cuento popular. Por eso mismo resulta más
deslumbrante que en dos de las más sorprendentes construcciones
narrativas de estos últimos años, el cuento popular
vuelva por sus fueros. Me refiero, como es natural, a Gran sertón:
veredas, de João Guimarães Rosa, y a Cien años
de soledad, de Gabriel García Márquez.
A primera vista, poco de común tienen ambas novelas que,
por otra parte, han sido concebidas y creadas con total independencia
la una de la otra. La incomunicación entre el Brasil y el
resto de América Latina explica que el libro de Guimarães
Rosa, publicado en 1956 en el Brasil, sólo empiece a existir
para las letras hispanoamericanas a partir de su traducción
al español por Ángel Crespo, en 1967. A la incomunicación
aludida se suma, en este caso, la dificultad de lectura que plantea
el propio texto de Rosa. Pero si Guimarães Rosa y García
Márquez crean sus obras a espaldas el uno del otro, sus novelas
de alguna manera se contemplan y se reflejan.
En tanto que Guimarães Rosa centra su interés en
la historia de un joven que busca su identidad a través de
la identidad de su padre, desconocido (lo que acercaría su
novela a Pedro Páramo, de Rulfo, si no difirieran
por tantos otros motivos), García Márquez centra su
novela en la vocación guerrera del coronel Aureliano Buendía
y da a esa vocación el deslumbrante marco de una saga familiar.
En tanto que Rosa compone toda su novela a partir de una visión
esencialmente religiosa (el protagonista cree haber hecho un pacto
con el Diablo, tiene una relación erótica con un joven
que es como su Ángel de la Guarda), García Márquez
soslaya las implicaciones religiosas de su novela y prefiere instaurar
una visión metafísico-estética de la soledad,
entendida a la vez como alienación social y alienación
cósmica ("las estirpes condenadas a cien años
de soledad", apunta al final de su novela). En tanto que Rosa
cuenta su cuento a partir del monólogo del protagonista,
García Márquez no depone sus privilegios de narrador
omnipotente y ubicuo: su libro es, en un solo trazo, el modelo perfecto
de la escritura de autor.
Si desarrolláramos una distinción apuntada por Roland
Barthes entre escritura y habla, podríamos decir que mientras
García Márquez escribe su libro, Guimarães
Rosa lo habla. -Es claro que la distinción es más
aparente que real, como se verá luego. Porque las diferencias
que se acaban de apuntar entre ambos libros (y otras más
que podrían apuntarse) no disimulan el hecho básico
de que ambos entroncan con una tradición de cuento popular
y buscan, por distintos caminos, es cierto, no sólo renovarla
sino rescatarla. Por eso, tanto García Márquez como
Guimarães Rosa toman como punto de partida una situación
básica del cuento popular. En un caso es el pacto con el
Diablo, en otro es la maldición que cae sobre los miembros
de una estirpe: tendrán un hijo con cola de cerdo si se casan
entre parientes cercanos. Sobre ese esquema básico, tanto
Rosa como García Márquez levantan estructuras que
reproducen (sin duplicar especularmente) la estructura del cuento
popular.
En el caso de Rosa es el monólogo oral, la confesión,
el libre fluir de quien cuenta lo que ha visto y oído, además
de padecido. En el caso de García Márquez es la conseja,
el relato de las abuelas, la historieta con su inevitable moraleja.
No es casual que las fuentes anecdóticas de ambos libros
estén en una experiencia que tiene sus raíces en el
mundo, aún folklórico, del interior de América
Latina. Si Guimarães Rosa escucha la materia prima de su
novela de labios de los lentos mineiros en los días
y noches de su práctica de médico rural en el estado
de Minas Gerais, García Márquez oye de labios de su
abuela, antes de los ocho años, esas historias fabulosas
que constituirán, años más tarde, la materia
incandescente de sus cuentos y novelas.
b] Disolución de los géneros
La vanguardia de los años veinte había puesto a la
poesía argumental entre los trastos poéticos de que
había que desprenderse de una vez por todas. En una célebre
condenación de vicios literarios de su tiempo Borges había
declarado hacia 1925 la abolición en la poesía ultraísta
no sólo del confesionalismo y de los "trebejos ornamentales"
(oh, manes de Quevedo y Villarroel), sino de la "circunstanciación",
o sea de la anécdota. Aun así, la evolución
de su propia poesía lo arrastró más de una
vez hacia la anécdota ("El general Quiroga va en coche
al muere", sería un lindo ejemplo); y en cuanto al confesionalismo,
toda su poesía de las últimas dos décadas es
una confesión, a ratos inevitablemente patética, de
su condición humana límite. Pero no importa ahora
señalar las contradicciones de Borges ("es cierto, me
contradigo, soy humano", dijo en una reciente entrevista),
sino indicar un punto de partida. Lo que era anatema en los años
veinte habrá de convertirse en práctica habitual en
los años más recientes.
Sería fácil trazar una línea que a través
del Neruda de algunas Residencias (pienso en el Tango
del viudo, por ejemplo), del Nicanor Parra de Poemas y antipoemas
(de 1954, no se olvide), incluso del Octavio Paz de La estación
violenta (1958), desembocase en una poesía de la anécdota,
una poesía en que lo "argumental" no está
sistemáticamente excluido sino que forma parte de la creación
poética misma. Pero en vez de trazar un panorama literario
general, imposible en los términos de este trabajo, prefiero
señalar ahora dos caminos, distintos pero complementarios,
de esa poesía de rescate de una forma olvidada. Un camino
es el de la poesía coloquial, que incorpora naturalmente
lo anecdótico a lo lírico. Ya en muchos poemas del
mexicano Salvador Novo se encuentra ese tono de verso hablado, o
conversado, que en el Río de la Plata habrá de desarrollarse
con singular fortuna. En la obra de poetas tan diferentes como César
Fernández Moreno, Idea Vilariño y Juan Gelman es posible
reconocer una entonación rioplatense que rescata para la
poesía la influencia del tango y del lenguaje popular, o
lunfardo. Más estilizado en la poetisa uruguaya, más
programático y didáctico en Gelman, tal vez sea en
los últimos libros de Fernández Moreno donde ese nuevo
lenguaje, esa nueva forma, logra su más rica expresión.
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