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Indice general ordenado alfabéticamente por título del libro o artículo
 

"Tradición y renovación"
En América Latina en su literatura
Coordinación e introducción por César Fernández Moreno
11 ª edición, Siglo XXI Editores, México, 1988, p. 139-166
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"l] La tradición de la ruptura

a] La ruptura como proceso permanente

Por tres veces en este siglo, las letras latinoamericanas han asistido a una ruptura violenta, apasionada, de la tradición central que atraviesa -como un hilo de fuego- esa literatura. Lo que ocurrió hacia 1960, y coincidiendo con la mayor difusión de la Revolución cubana, ya había ocurrido hacia 1940 con la crisis cultural motivada por la guerra española y la segunda guerra mundial, y tenía su más claro antecedente en la otra ruptura importante: la de las vanguardias de los años veinte. Aun soslayando las tentaciones de la simetría, es fácil advertir que esos tres instantes de ruptura (arbitraria y deliberadamente concentrados aquí en torno de una cifra redonda: 20, 40, 60) corresponden a procesos que tienen simultáneamente dos caras. Si por un lado cada crisis rompe con una tradición y se propone instaurar una nueva estimativa, por otro lado cada crisis excava en el pasado (inmediato o remoto) para legitimizar su revuelta, para crearse un árbol genealógico, para justificar una estirpe. Ocupados a la vez del futuro que están construyendo y del pasado que quieren rescatar, los hombres centrales de estas tres crisis reflejan claramente ese doble movimiento circular (hacia adelante, hacia atrás) que es característico de los instantes de crisis.

Pero no es posible llevar más lejos la simetría. Cada una de las tres crisis tiene muy nítidas características y orienta la materia literaria hacia objetivos muy precisos, que no son los mismos ni siquiera cuando pueden descubrirse entre ellos ciertas semejanzas superficiales. Por eso mismo, antes de examinar en el contexto actual este conflicto entre la tradición y la renovación que signa tan claramente las letras latinoamericanas de hoy, me parece conveniente echar un rápido vistazo a los dos enfrentamientos que lo precedieron, al tiempo que se intenta reconsiderar, paralelamente, sus búsquedas y sus hallazgos y se las contrapone a las que caracterizan la confrontación de estos días.

 

b] Tres crisis y una actitud común

Si la crisis de la vanguardia en la América hispánica de los años veinte fue, simultáneamente, una puesta al día de los ismos europeos y una liquidación apasionada del Modernismo (Darío fue la víctima excesiva de su misma popularidad), también fue, y no hay que olvidarlo, una exploración confusa de ciertos valores básicos del arte literario: la experimentación técnica llevada (caso Huidobro) hasta los extremos de la destrucción total del verso y, casi, del lenguaje; la afirmación más contundente del carácter ficticio, arbitrario, lúdico, de la narrativa (tal como la teorizó y practicó hasta hace muy poco, Jorge Luis Borges); la desintegración barroca del poema y del poeta, de la sintaxis y de la metáfora que algunos practicaron sombríamente (el Neruda de Residencia, algunos sarcasmos ardientes de Vallejo). Poniendo en cuestión una herencia modernista que había sido desvirtuada por los epígonos, los vanguardistas restauraron en la poesía y en la ficción hispanoamericana una exigencia de forma al mismo tiempo que cuestionaron esa misma forma. Pero su exploración del lenguaje se quedó a mitad de camino; también su exploración del poema o de la ficción narrativa. Aunque produjeron obras espléndidas, su esfuerzo colectivo pareció perderse casi de inmediato. Incluso los mejores (Huidobro, Borges, Vallejo, Neruda) parecieron renegar bien pronto de su afán experimental y buscaron otros caminos.

En el Brasil, el proceso fue básicamente el mismo, pero la nomenclatura muy distinta, por lo que conviene hacer una distinción precisa. Como no hay Modernismo en el sentido hispanoamericano del término en las letras brasileñas del fin de siglo, la vanguardia que auspician desde São Paulo los organizadores de la Semana de Arte Moderno (julio, 1922) asume allí el nombre de Movimiento Modernista. Apoyada en el futurismo y en los ismos franceses, esta vanguardia se propone no sólo cortar todos los vínculos con la dicción y retórica portuguesas, poner al día la literatura brasileña por la intensificación del contacto con la vanguardia europea, sino (además y sobre todo) efectuar un descubrimiento e interpretación del Brasil. Ese descubrimiento utilizaba el camino del lenguaje, de los mitos, de la creación poética para realizarse. Aunque pronto habría de ser superado por otro movimiento de raíces más nacionalistas (el de la ficción nordestina), el Modernismo brasileño habría de dejar en la obra de Oswald de Andrade y, sobre todo, de Mario de Andrade, un valioso testimonio de su vitalidad. La novela Macunaíma (1928), de este último, es el antecedente obligado de experimentos más radicales y exitosos como la novela de Guimarães Rosa, Gran sertón : veredas, (1956). Pero si la vanguardia modernista del Brasil también se desvanece pasado el fervor de los años veinte, su breve e intensa producción deja una importante señal en la piel de la literatura brasileña.

La ruptura que se centra en los años cuarenta suele enmascararse de ambición trascendente. Son los años de la literatura comprometida, del arte militante, de la competencia imperialista de dos colosos culturales. Los años en que Neruda reniega y abomina de su poesía agónica de Residencia en la tierra y escribe España en el corazón (1937), los poemas bélicos de Tercera residencia (1946), proyecta y realiza el Canto general (1950), sosteniendo en su poesía y en sus declaraciones públicas que el verso es un arma de combate, que el poeta se debe al pueblo, que el creador latinoamericano ha de concentrar todo su esfuerzo en la lucha antiimperialista. Por esos mismos años, uno de los novelistas más populares del Brasil, Jorge Amado, no sólo escribe la biografía del líder comunista Luis Carlos Prestes sino que se embarca en un largo ciclo narrativo en torno de la producción del cacao y compone novelas, como Jubiabá (1935), que son verdaderos panfletos para la lucha social. Que tanto Neruda como Amado se verían forzados más tarde a cambiar su estética para salvar su literatura, es suficientemente sintomático de la confusión que reinaba en ciertas zonas de las letras latinoamericanas de aquellas décadas.

Pero ésos son, también, los años de la popularización del existencialismo (o los existencialismos) y esto bastaría para demostrar que para el escritor el compromiso fundamental no podía sólo ser político, o estratégico. No es casual, por lo tanto, que mientras una buena parte de la literatura latinoamericana se orienta hacia la estéril polémica del engagement, entendido casi siempre en sus estrechos límites de acicate para la acción inmediata, otros escritores más importantes de ese período (Octavio Paz y Nicanor Parra, Juan Carlos Onetti y José Lezama Lima, Julio Cortázar y João Guimarães Rosa) poco o nada tengan que ver con esos planteos elementales de la política literaria.

A pesar de profundas diferencias estéticas, en la obra de estos escritores se revela una preocupación trascendente que puede tener muy distintas raíces -la religión católica en Guimarães Rosa y en Lezama Lima, el humanismo marxista en Parra, una honda intuición de lo divino, pero sin iglesias en Paz, el absurdo y la alienación en Onetti, la ironía metafísica en Cortázar- pero que en definitiva dibuja un mismo espacio de inquisición: el destino del ser, su naturaleza secreta, su inserción en el mundo. Éste es su entronque con las preocupaciones más hondas de esos años, vengan de Francia con Sartre, o se remonten un poco más lejos: al superrealismo y Breton, con sus buenas dosis de Heidegger, en Octavio Paz; a la literatura "negra" de Céline y Faulkner, en Onetti; a Jarry, Lautréamont y Artaud, en Cortázar; a Thomas Mann, en Guimarães Rosa; a Auden y los líricos ingleses de los años treinta, en Parra; al barroco español y don Luis de Góngora, en Lezama Lima. Pero cualquiera que sea la fuente (inmediata o remota) de esa inquisición, lo que caracteriza a cada uno de estos escritores es su trascender la circunstancia inmediata del engagement y buscar una respuesta que vincule su obra a la gran tradición de la cultura universal.

En la obra de estos escritores el único engagement válido es con la creación literaria. La presa que ellos buscan en sus poemas o en sus novelas es estrictamente poética. No es casual que en los libros principales que producen (en Blanco como en Paradiso, en Rayuela como en Gran sertón: veredas) lo que se cuestiona no es sólo la situación del hombre en su mundo, tema esencial y central de esas obras, sino también la estructura poética misma, el lenguaje en tanto que límite y acicate de la creación, la forma que es ya inseparable del contenido porque no hay otro acceso al contenido que a través de y por la forma.

En la literatura de los años sesenta el dilema ya ni siquiera se plantea. No faltan, sin duda, comisarios que propongan todavía una literatura didáctica, funcional, de combate. Pero lo que caracteriza incluso a una literatura como la cubana a partir de 1959 es la insistencia de sus mejores escritores en no dejarse regimentar. Hoy es artículo aceptado allí que un escritor puede estar al servicio de la Revolución y hacer una obra cuyo engagement sea sólo estético. Por eso es concebible que Cortázar apoye a la Revolución cubana pero se niegue enfáticamente a hacer una literatura para las masas, que Borges sea universalmente denunciado por la gente de izquierda como escritor de la Argentina oficial, pero sea ensalzado por esa misma gente como incomparable creador de ficciones, que Lezama Lima (en plena Cuba) publique un libro esotérico, hermético y cifrado que no sólo no es explícitamente revolucionario sino que ha ido a contrapelo de algunas consignas contra la total libertad sexual.

Esto no quiere decir que no haya problemas y conflictos (dentro y fuera de Cuba) porque son muchos los promotores culturales que todavía creen en la literatura edificante, la literatura de combate, la literatura al servicio inmediato de la sociedad y la Revolución. Pero los creadores más profundos e independientes de estos años, cualesquiera que sean su credo y su filiación como hombres, han luchado y continúan luchando por una literatura cuyo máximo compromiso sea con la literatura misma. En este sentido, la posición del intelectual y del escritor en la América Latina es la posición de un crítico, del que no depone la facultad de cuestionar apasionadamente la realidad en la que está inserto.

De ahí que lo que distinga sobre todo a la obra de estos años es precisamente su actitud de radical cuestionamiento de la escritura misma y del lenguaje. Si en poesía, la vanguardia (como ha dicho luminosamente Paz) está ahora en el Brasil, es porque esa vanguardia se llama "poesía concreta". En la novela, en cambio, la vanguardia está en Cuba y en México, está en la Argentina, además de estar en Brasil. Es una vanguardia que no rompe totalmente con la obra más fecunda de las dos décadas anteriores (en más de un sentido, la continúa y completa) pero que sí se propone no perder el tiempo en buscar para la obra otra trascendencia que la de la obra misma. Un poema, una novela, no dicen: son, podría ser el lema que uniformase obras tan dispares como Tres tristes tigres y La traición de Rita Hayworth, los Artefactos de Nicanor Parra o los poemas concretos de Augusto de Campos, la experimentación de Néstor Sánchez en Siberia Blues y la de Severo Sarduy en De dónde son los cantantes. Cuestionamiento de la obra misma, de su estructura y de su lenguaje; cuestionamiento de la escritura y del papel creador del escritor; cuestionamiento del medio, del libro y de la tipografía; cuestionamiento total.

Cada una de las crisis precipita más la ruptura del creador con un medio que pide a la literatura que sea cualquier cosa menos literatura. Si la vanguardia se negó al soneto y al confesionalismo, si la literatura existencialista destruyó los prestigios de la narración edificante, o de protesta, y orientó su interés hacia una poesía altamente crítica, la literatura de esta última década se concentra fanáticamente en el análisis mismo del proceso literario. En cada una de esas rupturas hay un corte brusco con la tradición inmediata pero al mismo tiempo un enlace con alguna tradición anterior. Cuando la poesía concreta experimenta con el aspecto visual del objeto "poema" está buscando lo mismo que buscaba Huidobro con sus caligramas, tan discutibles por otra parte. También continúan a Huidobro los poetas concretos cuando desintegran la palabra y la devuelven a sus migajas de sonidos, de letras y fonemas aislados. De la misma manera, muchos experimentos de Néstor Sánchez serían inconcebibles sin un conocimiento previo de los de Julio Cortázar.

Quiero decir que la ruptura existe pero también quiero decir que algo se continúa, cambia y se amplía. De la misma manera, la ruptura busca establecer ciertas genealogías. No todo en la vanguardia es rechazo del pasado inmediato, y si Neruda puede volver a Blake, también es legítimo que Borges rescate a Macedonio Fernández del olvido y que Huidobro invoque a nadie menos que a Emerson para certificar su primer poema original, Adán (1916). El doble movimiento que apunta Paz, hacia el futuro y hacia el pasado, permite integrar la ruptura dentro de la tradición. Ya Eliot había visto esto bien claro al hablar (en uno de sus ensayos sobre Tradition and individual talent) de la doble transformación que opera toda obra maestra: aprovecha una tradición y al mismo tiempo la altera profundamente al incorporarse a ella. La existencia de la Divina comedia modifica profundamente nuestra lectura del canto VI de la Eneida, así como del canto en que Ulises convoca a los muertos, en la Odisea. Pero la existencia del Ulysses, esa odisea moderna que parodia y corrige a la clásica, también modifica nuestra visión no sólo de Homero sino del mismo Dante: la visita de Leopold Bloom y Stephan Daedalus al burdel de Dublín es también un descenso al mundo de los muertos. ¿A qué seguir?

 

c] Renovación y revolución

Si el signo que mejor caracteriza a las letras latinoamericanas de este siglo es la tradición de la ruptura (como se ha visto), corresponde observar que esa tradición tampoco es literalmente nueva en las letras latinoamericanas. Un sumario repaso al proceso de estas letras, a partir de la independencia, permite advertir que así como la vanguardia de los años veinte se levanta contra el Modernismo, el Romanticismo aparece en América Latina como una reacción contra el Neoclasicismo y la herencia escolástica hispanoportuguesa. La polémica de 1842 en Chile, en que Sarmiento arremete contra los discípulos de Bello, y, de paso, contra el maestro mismo, es sintomática de esa ruptura y contribuye a establecer su tradición. El Modernismo, a qué recordarlo, aparece asimismo en las letras hispanoamericanas como una ruptura contra los epígonos del Romanticismo, ruptura que tiene toda la virulencia de lo nuevo (hay que leer lo que escribió Valera sobre Darío para entender a fondo lo explosivo de esta novedad) pero que al mismo tiempo no hace sino instaurar una nueva instancia de esa tradición que el propio Romanticismo, en otra generación, había contribuido a fundar. Por eso mismo, cuando la vanguardia rompe con los restos del Modernismo, una tercera vez se asiste al mismo proceso.

Lo que hay detrás de esta renovación, casi ritual, de un proceso es lo que podría calificarse de cuestionamiento de la herencia inmediata. Cuando Sarmiento ataca a Bello, o Darío a los fláccidos poetastros hispánicos, está ocurriendo un proceso perfectamente natural a inevitable: una tradición exhausta es puesta en cuestión, revalorizada, reducida o aniquilada en muchos de sus postulados, y en su lugar una nueva estimativa, una nueva tradición, entra en vigencia. Inútil decir que una operación tan radical no se realiza nunca sin escándalo. La injusticia de Borges con Darío equivale a la injusticia de Sarmiento con Bello. Es inútil que la erudición más precisa se empeñe en demostrar (lo que es fácil) que Bello no era enemigo del Romanticismo y que incluso conocía mejor el Romanticismo que Sarmiento. La imagen de Bello está alterada por la luz que sobre ella arrojan las ardientes palabras polémicas del escritor argentino. "Los poetas estamos con Sarmiento", me dijo cierta vez Pablo Neruda, evocando la célebre polémica de 1842. Lo que no sabía Neruda en aquel momento es que su poesía de entonces (era 1952) dependía casi tanto de la visión didáctica y neoclásica defendida por Bello como de la apasionada defensa del lenguaje popular y del neologismo que sostuvo Sarmiento. La paradoja final es ésta: al volver hacia el pasado en busca de una tradición que permita destruir otra más reciente, los creadores de la ruptura suelen elegir dentro de posiciones que en su tiempo fueron antagónicas y que el tiempo ahora ha neutralizado. Como los teólogos rivales, en el celebre cuento de Borges, esas tradiciones podrían descubrir que a la mirada de Dios (del hoy omnipotente) sus diferencias son mínimas, que las sectas al cabo se confunden, que todo es uno.

La visión contemporánea, por el contrario, exagera los perfiles, borra las semejanzas, subraya los antagonismos. De ahí que la vanguardia sea feroz con Darío, que los existencialistas abominen de Borges, que muchos narradores de hoy no toleren a Carpentier. Pero de ahí también que algunos de los más lúcidos sean capaces de reconocer en el pasado inmediato la materia aprovechable. Así Cortázar depone ante Borges toda furia parricida y duplica (en su estilo y con su particular perspectiva) muchas de sus ficciones, en tanto que Severo Sarduy traslada con máximo rigor estructuralista los hallazgos, las caóticas intuiciones, el fuego metafórico de Lezama Lima. En el Brasil, la obra ascética de João Cabral de Melo Neto no está tan distante como pudiera parecer de los experimentos radicales de la poesía concreta, y muchos de los postulados de Mario de Andrade llegan a realizarse, y en qué dimensión, en la vasta novela de Guimarães Rosa.

Ruptura y tradición, continuidad y renovación: los términos son antagónicos pero a la vez están honda, secretamente ligados. Porque no puede haber ruptura sino de algo, renovación sino de algo, y a la vez para crear hacia el futuro hay que volverse al pasado, a la tradición. Sólo que aquí esa vuelta no es un retorno sino una proyección del pasado dentro del presente hacia el futuro. De ahí el elemento radicalmente revolucionario que tiene esta tradición de la ruptura. Conviene aclarar aquí que no se trata de una revolución en el sentido en que suele invocarse la palabra en los textos políticos. En gran medida, la revolución política busca realizarse también en un contexto de revolución cultural, pero ese contexto no suele mantenerse mucho tiempo. La experiencia de la Revolución rusa, que derivó hacia el stalinismo y las formas más ordinarias del arte dirigido (realismo socialista, etc.), es suficientemente explícita. La tradición de la ruptura es, en cambio, profundamente revolucionaria porque no puede institucionalizarse nunca y porque no es susceptible de ser orientada burocráticamente. Incluso cuando los mismos poetas pretenden organizarla (como pasó en el superrealismo francés, o en algunas escuelas efímeras de la vanguardia latinoamericana) la subdivisión en sectas, la polémica intergeneracional y otras formas subalternas de la ruptura terminaron por imponerse.

La revolución de que se trata aquí es otra: es la revolución que postula el cuestionamiento de la literatura por sí misma, del escritor por él mismo, de la escritura y del lenguaje por ellos mismos. Revolución que es, por definición, permanente y que no puede ser ilustrada sino como movimiento.

Las letras latinoamericanas han asumido desde sus orígenes en la independencia (antes se puede hablar de literatura escrita en la América Latina, no de literatura latinoamericana) esa tradición de la ruptura. Pero nunca esa tradición ha estado más viva que en este siglo y nunca, desde que el triunfo de la Revolución cubana polarizó políticamente la cultura de este continente, esa tradición se ha visto enfrentada a la responsabilidad mayor de ser, y seguir siendo, auténticamente revolucionaria. Es decir, crítica.

 

2] Cuestionamiento de las estructuras

a] Rescate de formas olvidadas

Si algo caracteriza la experimentación literaria de estos últimos años es su búsqueda crítica no sólo dentro de la misma literatura (rescate de formas olvidadas, negación de las fronteras entre los géneros) sino, principalmente, fuera de la literatura. La actitud de cuestionamiento justifica estas búsquedas y orienta muchos de los hallazgos. No es posible efectuar en este trabajo un relevamiento completo de esta doble búsqueda. Pero sí se pueden señalar aquí algunas de sus manifestaciones más claras. Conviene empezar por el rescate de formas literarias olvidadas porque ellas muestran hasta qué punto la experimentación significa también una vuelta hacia el pasado, una operación de reevaluación y rescate.

Tres de las formas "olvidadas" y rescatadas por la nueva literatura son: el folletín, el cuento popular, la poesía anecdótica y argumental. En el caso del folletín, tal vez el ejemplo más luminoso lo proporcione la obra del novelista argentino Manuel Puig. Aunque sólo se ha publicado una novela suya, La traición de Rita Hayworth, se sabe que Puig trabaja hace tiempo en una segunda novela, Boquitas pintadas (que ya ha terminado) y tiene actualmente en taller una tercera. Tanto en La traición como en Boquitas pintadas, Manuel Puig sitúa su ficción al nivel de esa subliteratura de consumo "popular" que tiene sus manifestaciones más conocidas en el folletín (radial, televisado o impreso), en las películas sentimentales y en la letra de las canciones populares, tango o bolero, por ejemplo. Con un oído finísimo para el estilo hablado de esas formas, Manuel Puig ensaya en La traición una pintura total de los consumidores de esos distintos avatares de una misma alienación ficcional. Al centrar su mirada en una familia en la que la madre lleva todas las tardes al cine a su hijito, Toto, para aliviar el tedio de la provincia, Manuel Puig ha creado una suerte de Madame Bovary de nuestro tiempo. Si la de Flaubert estaba alienada por la literatura folletinesca del Romanticismo, ésta de Puig lo está por el radio-teatro, el cine comercial, el folletín. En Boquitas pintadas, a diferencia de La traición, la técnica misma es folletinesca. Aquí Manuel Puig ha asumido completamente la parodia. En tanto que La traición (formalmente, al menos) se inscribe en la tradición de Joyce (Portrait of the Artist as a Young Man), de Ivy Compton-Burnett y su discípula Nathalie Sarraute, Boquitas pintadas es, formal y específicamente, un folletín. La estructura externa del libro, y no sólo su visión o su habla, refleja especularmente el folletín. Sólo que como en toda parodia que se respete hay en Boquitas pintadas el grado exacto de exasperación que permite distinguir naturalmente a Manuel Puig de, digamos, Corín Tellado.

El cuento popular está, ya se sabe, en el centro de toda narración. Pero las capas y capas de sofisticación que ha agregado el Occidente a esa forma, desde que Cervantes decidió reflejar no sólo la realidad española de su tiempo en el Quijote, sino reflejar la obra misma dentro de su propio texto (hazaña que Michel Foucault ha vinculado a la de Velázquez en Las Meninas), toda la tradición de la novela crítica (de Sterne a Cortázar) había indicado una ruta que dejaba muy lejos el cuento popular. Por eso mismo resulta más deslumbrante que en dos de las más sorprendentes construcciones narrativas de estos últimos años, el cuento popular vuelva por sus fueros. Me refiero, como es natural, a Gran sertón: veredas, de João Guimarães Rosa, y a Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez.

A primera vista, poco de común tienen ambas novelas que, por otra parte, han sido concebidas y creadas con total independencia la una de la otra. La incomunicación entre el Brasil y el resto de América Latina explica que el libro de Guimarães Rosa, publicado en 1956 en el Brasil, sólo empiece a existir para las letras hispanoamericanas a partir de su traducción al español por Ángel Crespo, en 1967. A la incomunicación aludida se suma, en este caso, la dificultad de lectura que plantea el propio texto de Rosa. Pero si Guimarães Rosa y García Márquez crean sus obras a espaldas el uno del otro, sus novelas de alguna manera se contemplan y se reflejan.

En tanto que Guimarães Rosa centra su interés en la historia de un joven que busca su identidad a través de la identidad de su padre, desconocido (lo que acercaría su novela a Pedro Páramo, de Rulfo, si no difirieran por tantos otros motivos), García Márquez centra su novela en la vocación guerrera del coronel Aureliano Buendía y da a esa vocación el deslumbrante marco de una saga familiar. En tanto que Rosa compone toda su novela a partir de una visión esencialmente religiosa (el protagonista cree haber hecho un pacto con el Diablo, tiene una relación erótica con un joven que es como su Ángel de la Guarda), García Márquez soslaya las implicaciones religiosas de su novela y prefiere instaurar una visión metafísico-estética de la soledad, entendida a la vez como alienación social y alienación cósmica ("las estirpes condenadas a cien años de soledad", apunta al final de su novela). En tanto que Rosa cuenta su cuento a partir del monólogo del protagonista, García Márquez no depone sus privilegios de narrador omnipotente y ubicuo: su libro es, en un solo trazo, el modelo perfecto de la escritura de autor.

Si desarrolláramos una distinción apuntada por Roland Barthes entre escritura y habla, podríamos decir que mientras García Márquez escribe su libro, Guimarães Rosa lo habla. -Es claro que la distinción es más aparente que real, como se verá luego. Porque las diferencias que se acaban de apuntar entre ambos libros (y otras más que podrían apuntarse) no disimulan el hecho básico de que ambos entroncan con una tradición de cuento popular y buscan, por distintos caminos, es cierto, no sólo renovarla sino rescatarla. Por eso, tanto García Márquez como Guimarães Rosa toman como punto de partida una situación básica del cuento popular. En un caso es el pacto con el Diablo, en otro es la maldición que cae sobre los miembros de una estirpe: tendrán un hijo con cola de cerdo si se casan entre parientes cercanos. Sobre ese esquema básico, tanto Rosa como García Márquez levantan estructuras que reproducen (sin duplicar especularmente) la estructura del cuento popular.

En el caso de Rosa es el monólogo oral, la confesión, el libre fluir de quien cuenta lo que ha visto y oído, además de padecido. En el caso de García Márquez es la conseja, el relato de las abuelas, la historieta con su inevitable moraleja. No es casual que las fuentes anecdóticas de ambos libros estén en una experiencia que tiene sus raíces en el mundo, aún folklórico, del interior de América Latina. Si Guimarães Rosa escucha la materia prima de su novela de labios de los lentos mineiros en los días y noches de su práctica de médico rural en el estado de Minas Gerais, García Márquez oye de labios de su abuela, antes de los ocho años, esas historias fabulosas que constituirán, años más tarde, la materia incandescente de sus cuentos y novelas.

 

b] Disolución de los géneros

La vanguardia de los años veinte había puesto a la poesía argumental entre los trastos poéticos de que había que desprenderse de una vez por todas. En una célebre condenación de vicios literarios de su tiempo Borges había declarado hacia 1925 la abolición en la poesía ultraísta no sólo del confesionalismo y de los "trebejos ornamentales" (oh, manes de Quevedo y Villarroel), sino de la "circunstanciación", o sea de la anécdota. Aun así, la evolución de su propia poesía lo arrastró más de una vez hacia la anécdota ("El general Quiroga va en coche al muere", sería un lindo ejemplo); y en cuanto al confesionalismo, toda su poesía de las últimas dos décadas es una confesión, a ratos inevitablemente patética, de su condición humana límite. Pero no importa ahora señalar las contradicciones de Borges ("es cierto, me contradigo, soy humano", dijo en una reciente entrevista), sino indicar un punto de partida. Lo que era anatema en los años veinte habrá de convertirse en práctica habitual en los años más recientes.

Sería fácil trazar una línea que a través del Neruda de algunas Residencias (pienso en el Tango del viudo, por ejemplo), del Nicanor Parra de Poemas y antipoemas (de 1954, no se olvide), incluso del Octavio Paz de La estación violenta (1958), desembocase en una poesía de la anécdota, una poesía en que lo "argumental" no está sistemáticamente excluido sino que forma parte de la creación poética misma. Pero en vez de trazar un panorama literario general, imposible en los términos de este trabajo, prefiero señalar ahora dos caminos, distintos pero complementarios, de esa poesía de rescate de una forma olvidada. Un camino es el de la poesía coloquial, que incorpora naturalmente lo anecdótico a lo lírico. Ya en muchos poemas del mexicano Salvador Novo se encuentra ese tono de verso hablado, o conversado, que en el Río de la Plata habrá de desarrollarse con singular fortuna. En la obra de poetas tan diferentes como César Fernández Moreno, Idea Vilariño y Juan Gelman es posible reconocer una entonación rioplatense que rescata para la poesía la influencia del tango y del lenguaje popular, o lunfardo. Más estilizado en la poetisa uruguaya, más programático y didáctico en Gelman, tal vez sea en los últimos libros de Fernández Moreno donde ese nuevo lenguaje, esa nueva forma, logra su más rica expresión.

 

 

Responsables

L. Block de Behar
lbehar@multi.com.uy

A. Rodríguez Peixoto
arturi@adinet.com.uy


S. Sánchez Castro
ssanchez@oce.edu.uy

 

 



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