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"El ensayo y la crítica
en la América hispánica"
Extraído de: El ensayo y la crítica
literaria en Iberoamérica / Kurt Levy and Ellis Keith,
editors. Toronto: Toronto University, 1970. p. 221-227.
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"Aunque es un lugar común afirmar que no existe la
crítica en la literatura de la América hispánica,
o que, cuando existe, funciona en condiciones muy limitadas y no
tiene casi repercusión fuera del ámbito de los especialistas,
quisiera sostener aquí, en cambio, que la crítica
literaria (y el ensayo, más general, que con ella se vincula)
es uno de los géneros que no sólo existe actualmente,
ha existido en el pasado y (espero) continuará existiendo
en la literatura de nuestra América, sino que en todos los
tiempos ha demostrado ser poseedora de muy buena salud.
En buena medida la posición de los escépticos o negadores
se basa en una confusión muy corriente: tomar como crítica
lo que no es tal. Es decir: la gacetilla más o menos anónima
que suele publicarse en los periódicos; la reseña,
apresurada o malévola, de quienes están más
preocupados de su promoción, o de la promoción de
una causa que tal vez creen justa, que de ser realmente críticos;
el malhumor sistematizado de personas que se sienten realmente "creadores"
y que recurren a la crítica (actividad que les parece subalterna)
sólo para ventilar fracasos o rencores. Esas formas de la
"crítica" empiezan por carecer de la condición
fundamental del género: ser precisamente "críticas".
O sea: analíticas, documentadas, precisas. Tanto unas como
otras abundan en estrategias y escamoteos, en generalizaciones galopantes,
en omisión culpable de vastas zonas de la obra, u autores,
que se proponen examinar. Ninguna de estas formas merece siquiera
el análisis. En la crítica, como género literario,
ocupan el mismo lugar que las novelas de Corín Tellado en
el panorama de la narrativa de habla española.
Sin embargo, debido a su difusión en periódicos,
revistas, radio o televisión, estas formas bastardas suelen
ser más leídas o escuchadas que las formas legítimas.
De ahí que muchos creadores se refieran a ellas cuando atacan
a la crítica, o se quejan de ser atacados por ésta.
De ahí, también, que cuando se habla de la inexistencia
de la crítica en la América hispánica se ponga
el acento en estas formas subalternas, cuya mera existencia decreta
aparentemente la inexistencia del género. Pero no conviene
fomentar equívocos. Esas formas de crítica no son
la crítica.
Quiero advertir, por las dudas, que no es imprescindible que la
crítica periodística, o televisiva, sea mediocre o
malintencionada. Grandes escritores la han practicado, desde Samuel
Johnson y Sainte-Beuve hasta nuestro Jorge Luis Borges. Las colaboraciones
de este último para la revista femenina, El Hogar,
publicadas en Buenos Aires hacia 1936, son un modelo de crítica
periodística, crítica de gacetilla, crítica
sobre todo informativa. Pero la existencia de grandes nombres en
estas formas secundarias no garantiza su calidad general.
Por eso mismo, quiero insistir en este hecho: la crítica
rara vez suele manifestarse en los medios masivos de comunicación.
Si alguna vez aparece allí, es por excepción. Los
medios masivos se ocupan más de la propaganda (positiva o
negativa) que de la función esencial de la crítica:
el análisis, la valoración, la re-creación
de un modelo intelectual de la obra poética. Esta forma de
crítica (la única que merece consideración
como género literario) es la que ha sido ilustrada en nuestra
América por algunos creadores de singular originalidad.
Ya es evidente la existencia de una tradición crítica
hispano-americana que nace con don Andrés Bello en los años
de transición entre el neoclasicismo y el romanticismo, y
se prolonga hasta nuestros días a través de figuras
tan representativas como Domingo Faustino Sarmiento y Juan María
Gutiérrez, dos maestros de la crítica romántica;
como José Martí, Rubén Darío y José
Enrique Rodó, que ilustran la creación y la crítica
del modernismo: como Alfonso Reyes, Jorge Luis Borges y Octavio
Paz, que recogen esa herencia y la enriquecen con perspectivas contemporáneas.
La tradición que todos ellos ilustran se inscribe naturalmente
en la de las letras europeas de este último siglo y medio.
Ninguno de estos escritores reniega de la obra realizada en España
y en Francia, en Inglaterra e Italia, por maestros conocidos. Por
el contrario, su obra crítica se nutre de esa tradición
europea a la que aporta matices americanos, nuevas formas de plantear
los temas tradicionales y, sobre todo, una capacidad de sintetizar
y armonizar tendencias contrarias, influencias divergentes y fuentes
culturales autónomas, que es casi imposible en Europa.
Es así como Bello obedece simultáneamente a una tradición
neoclásica que echa sus raíces inmediatas en las letras
españolas y las más lejanas en las francesas, al tiempo
que se nutre de la filosofía y la estética británicas.
En Rodó la influencia de la crítica francesa (Renán,
Taine, Guyau) va de la mano de la influencia de críticos
españoles (Menéndez Pelayo, Valera, Clarín)
y se integra al mismo tiempo con la obra dejada por algunos latinoamericanos
como Bello, Sarmiento y Juan María Gutiérrez. El caso
de Borges es igualmente ilustrativo. Formado en la lectura incesante
de libros ingleses, pero educado en Ginebra en un colegio francés,
e influido por el expresionismo alemán en sus lecturas adolescentes,
Borges refleja varias corrientes culturales en su vasta y original
obra critica. Con Octavio Paz se asiste a la conciliación
dialéctica de corrientes occidentales (el superrealismo francés,
el existencialismo heideggeriano, la tradición hispánica)
con fuentes orientales que él ha ido a descubrir en su origen
mismo.
Conviene advertir, también, que estos críticos, que
he elegido como modelo y paradigma son todos ellos creadores, con
lo que se disuelve bastante una dicotomía esencialmente falsa.
Ya T. S. Eliot había establecido la útil distinción
entre el escritor que es sólo crítico ("crítico
a secas", ha sido llamado con cierta piadosa ironía)
y el que es también creador, o crítico practicante.
Este último es el que se ocupa de examinar y muchas veces
anticipar con su obra analítica la obra creadora. Si Borges
examina desde muchos ángulos la teoría de la ficción,
antes de ponerse él mismo a escribir sus Ficciones,
también Octavio Paz desarrolla paralela y simultáneamente
sus investigaciones críticas y poéticas.
Pero quisiera advertir que la distinción entre los dos tipos
de críticos que hace Eliot es sólo válida en
cuanto al propósito de la función misma. En tanto
que el crítico practicante se ocupa casi exclusivamente de
los temas que también aborda como creador, el crítico
a secas tiende a asumir una mayor latitud o catolicidad. Por otra
parte, suele estar menos comprometido en una estética o poética
determinadas. La distinción de Eliot no comporta, naturalmente,
ninguna discriminación a favor del practicante. Y aquí
se toca otra de las confusiones habituales en esta materia.
Se suele afirmar que la función crítica no es creadora
porque el crítico trabaja con materiales literarios ya elaborados
por otra persona. Se confunde aquí un hecho muy simple: sea
cual sea la materia que utiliza el crítico para su labor,
es evidente que al escribir, el crítico crea otra obra. La
distinción que hace Roland Barthes en uno de sus ensayos
sobre la creación del poeta y la creación del crítico
me parece muy válida. La segunda es un "modelo"
de la primera, pero es también una obra autónoma,
y no puede ser confundida con un mero reflejo de la primera. O para
decirlo de otro modo: en tanto que el creador trabaja poéticamente
su material, el crítico lo trabaja intelectualmente.
En cuanto a la materia prima esencial, tanto el creador como el
crítico utilizan la misma: el lenguaje. Ya es hora de archivar
la falacia naturalista que hace creer a mucha gente que el creador
trabaja con la realidad (y no con las palabras que aluden a la realidad)
en tanto que el crítico trabaja apenas con las palabras ajenas,
que son también realidad. La única diferencia entre
el creador y el crítico es una de instancias: el creador
trabaja con el lenguaje en primera instancia: él crea un
mundo lingüístico que proviene de la realidad pero proviene
también de la literatura; el crítico, en cambio, trabaja
con el lenguaje en segunda instancia. Es decir: crea su modelo lingüístico
sobre la obra de otro.
Hecha la digresión, vuelvo al tema central. La critica literaria
en la América hispánica no sólo se concentra
en el examen y valoración de la obra poética. También
utiliza esa exploración para ir creando una conciencia crítica
de la literatura y de la realidad hispanoamericana, una verdadera
Idea de América, que subyace todo este esfuerzo analítico
de los principales practicantes.
Creo que es posible afirmar que no hay crítica de la literatura
hispanoamericana sin crítica de la realidad de nuestra América.
Es por eso muy sintomático que todos los escritores arriba
mencionados sean, al mismo tiempo que críticos literarios
o poetas, críticos de la realidad que los envuelve. En algunos,
como José Martí, o aun antes de él, en Sarmiento,
esa función analítica de la realidad hispanoamericana
se duplica también en acción, en milicia, y hasta
en sacrificio e inmolación personal. En otros, como en Bello
o en Rodó, la actividad crítica deja lugar, en una
suerte de tarea paralela, a la actividad cívica, a la formación
y orientación de nacionalidades incipientes o en desarrollo.
En otros, como en Reyes, Borges y Octavio Paz, es sobre todo la
visión nacional o hispanoamericana, la que impregna muchos
de sus más notables trabajos. Lo mismo puede decirse de críticos
puramente críticos (como Baldomero Sanín Cano, o Pedro
Henríquez Ureña, indiscutido maestro de la historiografía
literaria), en que el ejercicio de la crítica va íntimamente
unido a la visión de América.
A este tipo de crítico, o ensayista, habría que sumar
el de aquellos escritores en quienes la actividad puramente crítica
está subordinada claramente a la actividad de forjar una
conciencia americana. Como ejemplos notables habría que señalar
a José Carlos Mariátegui y a Ezequiel Martínez
Estrada. Ellos, así como algunos de los ya indicados, son
forjadores de una visión de la América hispánica,
la de sus respectivas nacionalidades, que trasciende los límites
de la actividad literaria. Son fundadores de América, sobre
todo.
Esta doble tradición (literaria y visionaria) ha sido recogida
en nuestros días por críticos de las dos últimas
promociones. No corresponde esbozar aquí un panorama completo
del género en estos últimos treinta años pero
sí se pueden señalar rápidamente algunos rasgos
definitorios. Si hacia los años cuarenta y cincuenta la crítica
literaria hispanoamericana se ocupó de elucidar, sobre todo,
el problema del compromiso político del escritor, del arte
dirigido contra el arte libre, del realismo socialista y de las
crisis de las vanguardias, ese análisis fue hecho por grupos
que a la vez que cuestionaban la herencia anterior trataban de poner
al día sus propias perspectivas críticas y nacionales.
Un grupo que tuvo características particularmente notables
fue el grupo argentino que se ha llamado de los "parricidas".
Aparecidos durante la década del cincuenta, en momentos en
que la realidad argentina hacía crisis por obra y gracia
del peronismo, estos jóvenes se volvieron contra sus maestros,
a quienes consideraban sobre todo "padres", para efectuar
una tarea profunda y polémica de revisión, condenación
o rescate. Los maestros más cuestionados fueron principalmente
tres: Ezequiel Martínez Estrada, Jorge Luis Borges, Eduardo
Mallea. Se reprochó a estos maestros no estar a la altura
de los tiempos, perderse en vaguedades metafísicas, escapar
por la vía de la creación pura, olvidar un análisis
detallado de la realidad concreta.
Con la perspectiva de los años, buena parte de los furores
parricidas parecen de escasa importancia. Además, en gran
medida, la obra creada por estos jóvenes (que ahora ya no
lo son tanto) es sostenidamente mediocre o no alcanza la de sus
maestros. Pero lo que interesa apuntar ahora no es el aspecto negativo
(la intemperancia polémica, la voluntad de no entender sino
algunas cosas, la propia incapacidad para advertir los límites
del método crítico que manejaban) sino, por el contrario,
el aspecto positivo. El furor parricida tuvo un mérito: airear
el ambiente argentino que había llegado a la sofocación
por el establecimiento de una crítica blanda y cómplice;
exigir a los responsables un análisis más ahondado
de la realidad y de la respuesta poética a esa realidad;
despejar el camino de algunas reputaciones infundadas. Desde este
punto de vista la obra de los parricidas fue crítica y abrió
el camino para el establecimiento, o restablecimiento, en la Argentina
de una verdadera crítica.
En esta última década, y gracias al impulso polémico
e ideológico de la revolución cubana, escritores y
críticos han vuelto a considerar el problema del arte comprometido
y de la vanguardia en términos mucho más agudos y
dramáticos. Ya no se trata de seguir modas o directivas que
llegaban de Francia y amparadas por la irradiación carismática
de Jean-Paul Sartre, como pasó en los años cuarenta
y cincuenta. El problema literario se debate ahora en un contexto
político que la creciente radicalización de la lucha
interna en la América Latina, y la misma lucha internacional,
vuelve muy urgente.
Al margen de toda reglamentación y oficialización
de la crítica (sea practicada por burócratas de uno
u otro bando, tenga financiación en dólares o en rublos)
es evidente que la mejor crítica, como la mejor creación
poética, estuvo y está comprometida en una tarea esencial.
En primer lugar, se ha visto la necesidad ineludible de llegar a
un cuestionamiento general y profundo de los géneros literarios,
así como de la relación que hay entre los mismos.
Se ha atacado el concepto de obra cerrada, de obra concluida, de
obra definitiva. Apoyándose en teorías ajenas, o en
la práctica propia, gente como Julio Cortázar o Guillermo
Cabrera Infante, han destruido el fundamento mismo de la narración,
han creado y estructuras narrativas de índole profundamente
crítica, o han pretendido narrar sin novelizar.
En otro nivel, narradores y críticos más jóvenes
(como Manuel Puig o Severo Sarduy) han atacado el fundamento mismo
del arte literario, y han ido a buscar en el lenguaje la base desde
la cual partir para sus exploraciones poéticas. En el campo
de la poesía, a las luminosas exploraciones de Octavio Paz
han sucedido, por un lado, los trabajos de un crítico y poeta
tan especialmente dotado como Guillermo Sucre. La vanguardia ha
sido examinada y reexaminada no ya con el fervor polémico
y proselitista que pusieron en su hora Borges y Neruda y Huidobro,
sino con una conciencia crítica de sus fabulosas posibilidades
y de sus evidentes limitaciones.
En otro orden de experimentos, el impacto de las comunicaciones
de masas ha producido una poesía crítica que encuentra
su mejor expresión, tal vez, en la llamada "poesía
concreta", principalmente de extracción brasileña.
Todo este cuestionamiento de la literatura, del lenguaje, de la
vanguardia, ha llevado a no aceptar que una época de revolución
tenga una literatura que no sea (estéticamente) revolucionaria.
El choque con los burócratas, los funcionarios, los comisarios,
ha sido inevitable, como lo ilustra en Cuba el caso Padilla. Pero
ese mismo choque dice, bien a las claras, que hay ahora una conciencia
crítica y no sólo una crítica profesional.
Aunque no todo lo que se produce actualmente en la crítica
hispanoamericana es valioso (hay mucha mistificación estética
y también bastante mistificación política),
ya existe un grupo importante y coherente de trabajos como para
postular, con cierto optimismo, la realidad de una crítica
literaria en nuestra América: una crítica que sirve
realmente de lugar de reunión, discusión y examen
de las obras literarias, el ámbito intelectual sin el que
la literatura no puede existir, como ha observado penetrantemente
Octavio Paz. Porque existe esa crítica, a pesar de las amenazas
de tirios y troyanos, es por lo que existe también (como
un cuerpo vivo y actuante) la literatura hispanoamericana."
EMIR RODRÍGUEZ MONEGAL
Yale University
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