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Indice general ordenado alfabéticamente por título del libro o artículo
 

"Alfonso Reyes : las máscaras trágicas"

 

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V

En Ifigenia cruel y en otros textos, publicados después de su muerte o poco conocidos, Reyes ve la otra mitad del sexo: sus uñas y garras, "las cubas rojas del sacrificio".
Octavio Paz: Poesía en movimiento (1966)

Ifigenia no es Reyes, es claro. Por ser una máscara (persona) del autor, tiene un estatuto ambiguo. En el plano poético inmediato, Ifigenia tiene sus raíces en la tradición clásica; en el plano alegórico es máscara de Reyes. Pero no es una máscara simple. Ante todo, porque Reyes no era normalmente un escritor confesional. Es decir: no exhibía en público su intimidad. Registraba sí, en diarios y en una copiosa correspondencia las alternativas de su humor, de su pasión, de sus filias y fobias. Pero en lo que publicaba, la reticencia clásica era su marca distintiva. Algunas de las páginas que he invocado aquí, como la Oración del 9 de Febrero, fueron escritas en plena madurez pero reservadas para publicación póstuma. Cuando publicaba (compárese Parentalia, de 1946, publicada en 1954, con la Oración y se verá el abismo entre las elipsis de aquélla y el desgarro confesional de ésta); cuando condescendía a mostrar el rostro de la máscara, ese rostro también asumía la máscara del poema lírico, más o menos oblicuo (como "El descastado"), o la máscara aún más impersonal de la tragedia.

Como buen humanista, Reyes sabía que la máscara es tanto más eficaz cuando más máscara es. Y sabía que una Ifigenia cruel, en 1923, sólo podía ser paródica. De ahí que haya multiplicado en la Advertencia y en los comentarios, los signos de complicidad irónica con el lector. Así, en la p. 314 apunta, por ejemplo, que la lamentación de Orestes "asume la forma de una casi-soneto", lo que él mismo interpreta como un "quiño de inteligencia a los usos de la Comedia Española". La fusión de los hábitos retóricos del ritualizado teatro griego con los barrocos del español, indica un proceso altamente paródico: la contaminación. De inmediato, Reyes apunta otro recurso paródico: "me atreví, sin remedio, al anacronismo". Un poco más lejos, al comentar la entrada del rey Toas en el cuarto tiempo del poema, revela a su lector que en el nombre del personaje hay una "ironía secreta": en efecto, Toas quiere decir "el Impetuoso" pero la función dramática que cumple el personaje es de conciliación y serenidad. Es (lo dice Reyes) el más dulce de los hombres "y algo alambicado por la conciencia de sus responsabilidades". En la tragedia griega (repásese Edipo) la nota irónica no estaba ausente pero aquí se trata no sólo de ironía sino de comedia, y hasta algo bufa. Un director teatral de imaginación podría presentar a Toas como un Rey de baraja española, y algo melifluo incluso.

Una decisión aún más drástica, y que revela la inversión paródica del modelo trágico, se refiere al tono mismo de su verso. En vez de usar la gran orquesta trágica, el lirismo arrebatado del coro, los discursos patéticos de los agonistas, el diálogo entrecruzado y vibrante de los pasajes polémicos; es decir: todo lo que hace de la tragedia griega un género más afín a la gran ópera verdiana o wagneriana, el joven maestro de 1923 opta por la reticencia lírica:

Opté por estrangular, dentro de mí propio, al discípulo
del
Modernismo dentro de mí propio. Suprimí todo lo cantarino y lo melodioso; resequé mis
frases y despulí la piedra. Nadie podrá decir que engaño.
(p. 359)

Que lejos este verso duro, algo áspero, pero cargado de una violencia inaudita, de (digamos) la elegancia y la musicalidad del "Coloquio de los Centauros", de Rubén Darío: paradigma de una Grecia modernista y simbolista que se complace en la melodía de su discurso, a la vez ingenioso y musical. Reyes se prohíbe la música como se prohibió, antes, la confesión.

Pero hay otro nivel de la dureza del texto que pocos han visto y que Octavio Paz apunta, con lamentable brevedad, en un párrafo luminoso que dedica a Reyes en el ensayo preliminar a la antología Poesía en movimiento. En efecto ,en Ifigenia cruel hay otro tema subyacente, aún más enterrado que el del asesinato del padre y el exilio del hijo, y es el de la crueldad de Ifigenia.

Reyes toca rápidamente el tema en los comentarios al poema. En uno, ya citado apunta: "Concibo a Ifigenia como una criatura combatiente en la tradición de Atalanta y otras vírgenes varoniles." (p. 357); también señala que, al aceptar ser la sacrificadora de Artemisa, "la nueva sacerdotisa (...) canta las excelencias del sacrificio humano como pudo hacerlo algún oficiante de los sagrarios aztecas" (pp. 357-58). Pero es en el texto del poema donde este hedor de sangre y la violencia viril de Ifigenia aparecen subrayadas una y otra vez. Al final del primer monólogo de la protagonista ocurren estos dos versos lapidarios:

Nacía entre mis manos el cuchillo,
y ya soy tu carnicera, oh Diosa.
(p. 318)

El Coro, en su primer paródos, habrá de interpretarla:

-Hija salvaje de palabras:
¿quién te hizo sabia en destazar la víctima?
¿Quién te enseñó el costado donde esconde
su corazón el náufrago extranjero?
Ibamos a envolverte compasivas,
a ti, montón de cólera desnuda,
cuando nos traspasaste con los ojos,
hecha ya nuestra ama.
(pp. 318-19)

De la misma estirpe dramática de Lady Macbeth (que para cumplir su horrible destino pide a Dios: "unsex me", grito en que renuncia a su condición de madre y de mujer para convertirse en fiera), esta Ifigenia de Reyes no tiene nada de la pasiva dulzura de las Ifigenias clásicas, víctimas pasivas del destino que otros les preparan. Para el Coro, la genealogía desconocida de Ifigenia puede explicarse por la protección de la diosa, virgen e implacable:

¿Te dio Artemisa su leche de piedra,
mujer más fuerte que todos los guerreros?
¿¡Qué cosa es verte retorcer los brazos
con el afán de ahogar a un hombre?

Prefieres la víctima iracunda,
vencida primero y luego abierta,
para que Artemisa respire
la exhalación de sus entrañas.
(p. 319)

El Coro habrá de rematar este retrato de "fiera joven" y vengativa con un verso impecable: "Vaso precioso de mujer arisca". Con su sabiduría, las mujeres de Táuride han reconocido en la extranjera que ha venido a refugiarse entre ellas, amparada por la dura protección de Artemisa, a la carnicera, a la colérica, a la asesina, que ha matado en sus entrañas todo lo que podía ser amor femenino y que se une en horrible abrazo criminal con sus víctimas.

Una machorra, un vaso virgen y estéril. En el discurso con que replica Ifigenia, se ofrece el otro lado de su personalidad compleja:

Y, sin embargo, siento que circula
una fluída vida por mis venas:
algo blando que, a solas, necesita
lástimas y piedades.
(p. 320)

Esa ternura no es de ella, es de la otra: de la Ifigenia que ella ha olvidado y que murió realmente en Aulide. La de Táuride, la Ifigenia cruel de Reyes, sólo concibe el abrazo de la muerte:

¡Oh amor mejor que vuestro amor, mujeres!
Os corre un vigor frío por la espalda:
ya son las manos dos tenazas,
y toda yo, como pulpo que se agarra.

Y en la gozosa angustia
de apretar a la bestia que me aprieta,
entramos en el mundo
hasta pisar con todo el cuerpo el suelo:

Libro un brazo, y descargo
la maza sorda de la mano.
Hinco una rodilla, y chasquean
debajo los quebrados huesos.

¡Ya es mío! ¡Ya es tuyo, Artemisa!
Y subo, con un grito, hasta la eterna oreja.
(p. 320)

Un poco más tarde, hacia el final del primer tiempo, el Coro habrá de increpar a Ifigenia llamándola "mujer de rodillas duras" (p. 323), es decir: impiadosa porque para los griegos las rodillas eran el sitio de la piedad, allí donde descansaban los suplicantes, también arrodillados. Y al final del mismo canto, dirá el Coro con una brutalidad que define bien el tema de la mujer estéril y asexual:

No; rechina entre tus dientes la voz:
ni recordar ni soñar sabes,
ni mereces los senos en el pecho,
ni el vientre, donde sólo crías la noche.
(p. 324)

Al responder Ifigenia, se dirige a Artemisa y declara: "soy como me hiciste. Diosa,/ entre las líneas iguales de tus flancos:/ como plomada de albañil segura,/ y como tú: como una llama fría". La identificación con la Diosa virgen y ávida de sacrificios, se perfecciona al final del discurso:

¿Quién vio temblar nunca en tu vientre
el lucero azul de tu ombligo?
¿Quién vislumbró la boca hermética
de tus dos piernas verticales?

En torno a ti danzan los astros.
¡Ay del mundo si flaquearas, Diosa!
Y al cabo, lo que en ti más venero:
los pies, donde recibes la ofrenda
y donde tuve yo cuna y regazo;
los haces de dedos en compás
donde puede ampararse un hombre adulto;
las raíces por donde sorbes
las cubas rojas del sacrificio, a cada luna.
(p. 325)

El sacrificio humano, la sangre corriendo a cada luna, al pie del altar de Artemisa, es una clara alusión doble: a la leyenda (posterior a la tragedia clásica) que hacía de Artemisa una diosa lunar, y a la menstruación que marca la fertilidad sin uso de la mujer. Pero es el horror del sacrificio humano lo que Reyes destaca en el último verso con que cierra cruelmente el primer tiempo. Por eso, cuando en el quinto tiempo Ifigenia rechaza a Orestes y la maldición de su raza, y corre a refugiarse en el templo de la Diosa, es para afirmar:

la lealtad del cuerpo me retendrá plantada
a los pies de Artemisa, donde renazco esclava.
(p. 348)

Ifigenia no sólo elige la libertad; también elige la virginidad, los pechos inútiles, el vientre estéril. yelige el cuchillo de sangre, el abrazo criminal con la víctima. Lo que Orestes quería era recobrar no sólo a la hermana perdida sino a la doncella que, devuelta al hogar, casaría para "dar los brotes nuevos/ a la familia en que naciste hembra" (p. 347). Pero Ifigenia elige a Artemisa. Al despedirla el Coro, con una brutalidad que marca de fuego el texto del poema se dirigirá a la protagonista, ya ausente en el templo, pero omnipresente en la meditación del coro, para decirle, y definirla:

Alta señora cruel y pura:
compénsate a ti misma, incomparable;
acaríciate sola, inmaculada;
llora por ti, estéril;
ruborízate y ámate, fructífera;
asústate de ti, músculo y daga;
escoge el nombre que te guste
y llámate a ti misma como quieras:
ya abriste pausa en los destinos, donde
brinca la fuente de tu libertad.
(p. 349)

Esa es, realmente, la Ifigenia cruel del título del poema.

VI

No sé si me pierdo un poco en estos análisis. Es difícil bajar a la zona más temblorosa de nuestros pudores y respetos.
(Oración, p. 4)

¿Qué tiene que ver esta Ifigenia machorra y asesina con el suave, el dulce, el reticente, el diplomático Reyes? Ese Reyes que en una semblanza agridulce, Luis Cardoza y Aragón llama de "glacial Narciso" (Homenaje, p. 17). Leído como arqueología (y creo que el citado crítico ve más la arqueología que el poema en Ifigenia cruel), leído como tributo al espejismo clásico por parte de un apolillado, gélido humanista, víctima de precoz senilidad bibliográfica, el poema dramático resultaría literalmente ilegible. Hasta es posible imaginar una puesta en escena de funérea reverencia neoclásica que convierta el grito, la blasfemia, el incesto y la criminalidad de Ifigenia en elegantes parlamentos de salón dieciochesco. Pero leído el poema como fue escrito por Reyes, como desgarrada confesión y feroz parodia (de México no del mundo clásico), como máscara y alegoría, Ifigenia cruel adquiere dimensiones únicas no sólo por lo que dice y Reyes revela en sus glosas, sino por lo que el texto dice pero el autocrítico calla, suprime, censura, enmascara, porque sólo ahora que es posible ver el rostro del exilado que se oculta detrás de la máscara teatral de la heroína clásica, se empieza a descubrir que ese rostro también es máscara, de piel, que para ser bien descodificada hay que leer poro por poro, arruga por arruga, pigmento por pigmento. Detrás de la máscara de la exilada, está la máscara de la sacrificadora. ¿Qué rostro de Reyes se esconde detrás de esta otra máscara?

Tal vez sería más prudente dejar a futuros biógrafos la revelación de lo que la textura del poema expone de la textura del cuerpo del poeta. Es decir: mostrar qué biografemas (para usar la palabra cara a Haroldo de Campos) están incrustados en el texto de Ifigenia cruel. Para semejante tarea, nos falta hoy documentación. Sólo se puede anticipar un esbozo de lo que sería una lectura a contrapelo de este aspecto y tantalizadora de la obra. Para esto, hay que volver a repasar algunos documentos más explícitamente autobiográficos. Si en Ifigenia, Reyes se atrevió a trazar debajo de la máscara trágica la alegoría de exilio, en la Oración del 9 de Febrero la alegoría se convierte en documento. Al evocar, siete años después del poema, la muerte trágica del padre, explicará así su reacción pasiva:

También supe y quise elegir el camino de mi libertad, descuajando de mi corazón cualquier impulso de rencor o venganza, por legítimo que pareciera, antes de consentir en esclavizarme a la baja vendétta. Lo ignoré todo, huí de los que se decían testigos presenciales, e impuse silencio a los que querían pronunciar delante de mí el nombre del que hizo fuego. De paso, sé que me he cercenado voluntariamente una parte de mí mismo; sé que he perdido para siempre los resortes de la agresión y de la ambición. Pero hice como el que, picado de víbora, se corta el dedo de un machetazo. Los que sepan de estos dolores me entenderán muy bien. (p. 8)

Como Ifigenia, al final del poema, Reyes elige la libertad y el exilio. Pero (y ésta es la gran diferencia) no para volver a su horrendo oficio de sacrificadora sino para eliminar en él los resortes de la agresión y de la ambición política. La imagen con que termina la cita (el dedo cortado de un machetazo) alude a la castración de una parte de la imagen viril heredada del padre, que Reyes aceptó como un mal menor. En esto, su elección parece opuesta a la Ifigenia de que no renuncia al cuchillo ritual. Pero, en realidad, Ifigenia también se ha castrado: convertirse en sacerdotisa de Artemisa implica una castración de su naturaleza femenina . Seguir siendo virgen es renunciar a un destino biológico que haría de sus pechos secos y de su vientre estéril, los pechos y el vientre de una madre. La castración impuesta por la Diosa equivale a la castración que otra diosa no menos exigente, la Revolución, ha impuesto a Reyes. Él mismo usa la palabra "mutilación" (p. 5) al referirse al trauma causado por el sacrificio de su padre.

Más complejo es otro aspecto de la figura de Ifigenia y que sólo encuentra un eco apagado en Reyes. Cuando en los comentarios al poema, Reyes define a Ifigenia como hija de Agamemnón y de Clitemnestra (p. 357), no está dando sólo una obvia información didáctica; Ifigenia es, realmente, hija de ambos. Es decir: del padre que no vaciló en llevarla a la pira del sacrificio cuando la falta de vientos amenazaba en Aulide la expedición a Troya, y de la madre que será adúltera y asesina de su esposo. De ese tronco viene Ifigenia, de ese horror. Sus lealtades divididas dan al poema una dimensión casi monstruosa. En el primer verso con que se inicia la obra, Ifigenia define lapidariamente un origen que aunque desconoce en el detalle (ha perdido la memoria de su vida anterior), reconoce en su fatalidad:

Ay de mí, nazco sin madre (p. 317)

Y en el mismo monólogo se habrá de llamar: "grito que nadie lanzó" (id.) Por eso, cuando en la hermosa escena de la doble anagnórisis, el relsto de Orestes le trae la revelación de la identidad, también le devuelve la memoria de aquel sacrificio fingido en Aulide. Ifigenia no sólo recobra su pasado, recobra esa madre para siempre perdida. Y no la recobra como la adúltera asesina que evoca Orestes (el matricida) en su delirio:

eh mala hembra que muerta me persigues
oh vergüenza de Micenas de oro,
eh baño ensangrentado en sangre del esposo!
(p. 328)

La evocación del asesinato del padre, por la mujer adúltera y su amante, es todo lo que ocupa el delirio de Orestes. Cuando en la anagnórisis, relata a Ifigenia el destino criminal de su raza, la madre es recordada con este epíteto: "hembra matadora del macho" (p. 338), y el matricidio aparece elegantemente metamorfoseado de episodio de venería: "el cazador cazó a la madre adúltera" (p. 339). Hasta las Furias que llegan del fondo de la maldición familiar a perseguir al asesino son reducidas en su discurso a "la indignada caterva de mi madre" (id.) Ifigenia, en cambio, al evocar el episodio de Aulide, asume la defensa de Clitemnestra. Al hermano que la llama "Hija de Agamemnón" (p. 341) y que le recuerda que la madre habría de vengar en el padre, el proyectado sacrificio de la doncella, Ifigenia responde:

Al fin es madre, Orestes;
y espera, en las edades de la hija,
que la fruta de nietos se le rinda.
Al fin es madre, Orestes, y prolonga
hasta la pubertad el gusto de mi cuna.

Al fin, en cada hora presentía
la cosecha de una caricia nueva:
porque es todo inquietudes y sorpresas
el logro minucioso de la hija.
(p. 341)

El sentimiento maternal que le estaba prohibido por su castración ritual, aflora aquí, al identificarse Ifigenia con la madre. No es la adúltera, la perra asesina la que ella evoca, sino la otra: mi madre- porque es mi madre, Orestes (p. 343).

Sí, y al recordársele al hermano matricida, ella pone una distancia entre ambos, distancia que el decurso del poema no hará sino acentuar. Pero es en la evocación del discurso con que Clitemnestra inútilmente pide a Agamemnón que evite el sacrificio de Ifigenia, donde la protagonista se identifica dramáticamente con la madre. Ella, la asesina y asesinada habla por la voz de la hija, y habla ante el hijo asesino:

Dijo: -"Me arrebataste a mi primer marido;
y, arrancándomelo de los pechos,
estrellaste a mi primer hijo contra el suelo.
Mi padre hizo la paz en los hermanos,
y fui casta y sobria en tu palacio.
Tres hijas y un hijo te he dado.
Te sales de tus tierras por ajenos agravios,
y, además de tu aposento vacío,
¿quieres que llore ahora la muerte de Ifigenia?
¿Y qué frente ofrecerás mañana
al beso de tus hijos sin hermana?
Que ceda Menelao a su hija Hermione:
suya es la ofensa, no son ciegos los dioses.
¡Oh mano que mandas de lejos!
¿Arrastrarás tu propia hija por los cabellos
hasta el ara de la Divina Cazadora,
y yo la seguiré, sin soltar sus vestidos,
hecha consternación de tus ejércitos?"
(p. 345)

El desenlace de la evocación desplaza el tema de la madre al padre: Ifigenia se recuerda suplicando al implacable no la vida sino el cumplimiento de su destino de víctima. El texto es de sobria hermosura. El reproche y la obediencia filial, llevan a Ifigenia a la aceptación del sacrificio:

- "Yo la primera te he llamado padre;
tú la primera me llamaste hija;
gozosas nupcias prometiste un día,
y yo soñaba en acogerte, anciano,
entre próspera bulla de la prole.
Insano afán de navegar a tierras bárbaras
te hace dejar la tierra
donde cortan jacintos y rosas los que dio a luz mi madre.
Mas yo no debo amar demasiado la vida.
- ¡Dispón, oh Calcas, de mi ración de sangre!"
(p. 346)

La intervención de Artemisa crea la peripecia que habrá de modificar el mito y permitir la obra de Reyes; la Diosa escoge la joven víctima y al arrebatarla del cuchillo de Calcas, la hace nacer de nuevo, hija suya ahora. La salvación cambia radicalmente el destino de Ifigenia: de prometida esposa (sueño de Clitemnestra) en vestal virgen; de víctima sacrifical (delirio de Agamemnón) en sacrificadora carnicera. Muere la doncella, simbólicamente, y renace la virgen cruel. Clitemnestra es abandonada a su destino de adúltera, asesina y víctima de la furia de su propio hijo, en tanto que Ifigenia encuentra en Táuride una nueva madre, un nuevo hado.

Al concluir la doble evocación, Orestes hace su propuesta: que regrese con él, que cumpla su destino de mujer micena. Es la orden de Apolo (el dios del Sol, recuérdese) pero Ifigenia ya pertenece al hemisferio oscuro de la luna, y rechaza la oferta. Reyes acota su discurso con estas palabras: "Recobrando su arrogancia perdida"; es decir: recuperando su máscara de sacrificadora del culto lunar:

¿Para que siga hirviendo en mis entrañas
la culpa de Micenas, y mi leche
críe dragones y amamante incestos;
y salgan maldiciones de mi techo
resecando los campos de labranza,
y a mi paso la peste se difunda,
mueran los toros y se esconda la luna?

¿En busca mía, para que conciba
nuevos horrores mi carne enemiga?
¿Para que aborten las madres a mi paso,
y para que, al olor de la nieta de Tántalo,
los frutos y las aguas huyan de mi contagio?
(p. 347)

Tres veces, en el curso de esta confrontación, Ifigenia se ha referido a sí misma con la imagen de la yegua acosada por su propia sombra. Las dos primeras, cuando todavía está bajo el hechizo de la evocación de Orestes y de su propio recuerdo la imagen dice literalmente:

Huyo de mi recuerdo y de mi historia
como yegua que intenta salirse de su sombra. (p. 341)

No me abandones, Diosa,
y permite que huya de mí
como yegua que intenta salirse de su sombra. (p. 343)

Pero la tercera vez, Ifigenia ya no duda y la imagen se modifica sustancialmente:

Huiré de mí propia,
como yegua acosada que salta de su sombra. (p. 347)

Como yegua acosada, Ifigenia huirá de Orestes y de su destino de procreadora de una raza maldita, para refugiarse en el santuario virgen de la Diosa cruel.

Podría intentarse un paralelo simbólico entre el destino de Ifigenia, sacerdotisa de la diosa virgen, y el autor que en una de sus máscaras (la del humanista cuya vocación es casi religiosa) también es sacerdote de un culto que lo aleja de la realidad cotidiana y lo entrega, maniatado, al sacrificio ritual de la escritura. Pero el paralelo no puede ser muy preciso porque Reyes no renunció al matrimonio ni a la paternidad y su adhesión a los libros no excluía los placeres de la carne, como documenta con humor tan negro, su Landrú: el otro gran texto dramático que Reyes comenzó en Buenos Aires, 1929, poco antes de escribir la Oración del 9 de Febrero. Pero ésta es otra historia.

Sí, Reyes no puede ser visto, en ninguna de sus máscaras, como sacerdotisa de Diana cazadora, el nombre por el que los romanos designaban a Artemisa. Pero si este lado del personaje se le escapa, hay en su mito familiar una figura que comparte algunos de los aspectos más originales de Ifigenia: su madre, doña Aurelia Ochoa de Reyes. Para encontrar el hilo que lleva de la una a la otra, hay que repasar un texto autobiográfico menos famoso que la Oración pero no menos revelador. Ya lo he citado aquí en otro contexto: Parentalia que Reyes escribe en 1946 y dedica a la memoria de su madre, como para reparar una increíble ausencia de la Oración. Si en éste, la madre está completamente olvidada, como si el general hubiera sido viudo y Reyes huérfano de madre, en Parentalia es la madre la figura central, en tanto que del padre hay apenas unas referencias curiosas.

Escrito cuando Reyes ya tiene casi sesenta años, Parentalia está libre de las furias y las penas que impregnan tanto Ifigenia cruel como la Oración: la herida de la muerte del padre ha cicatrizado definitivamente y las pocas alusiones al general son amenas: el padre quema un supuesto árbol genealógico que hacía descender a los Reyes, "naturalmente", de las Cruzadas (p. 82) para fomentar el espíritu liberal del muchacho que parecía enternecerse con los apócrifos cuarteles de nobleza (p. 83); el padre aparece no bajo la máscara trágica del general asesinado por la metralla, sino como un "Juan-que-ríe" del que el autor hereda el humor y la alegría (p. 86). El padre, en fin, es la fuente de la que mana todo lo que es solar, y apolíneo en él; ese padre, "rubio y zarco" (p. 80) cuya luz contrasta con la palidez de la madre.

A ésta dedica ahora Reyes un retrato detallado, y en movimiento. Ya en la dedicatoria, es el "hada buena", la guía que él siente tan cerca aún después de muerta (p. 77). En el texto, y contrastando con la luz solar del padre, ella emite "rayos lunares, algo tristes" (p. 80), es la dueña del llanto y de cierta "delectación morosa en la tristeza" (p. 86), en tanto que al padre nunca lo vio llorar. (Una hermana mayor, María, sí lo vio una vez y lo recuerda ahora Reyes: cuando leía en los libros de historia la derrota ante los Estados Unidos y la "llegada de las tropas del Norte hasta nuestro Palacio Nacional", p. 86).

Pero la tristeza y el llanto no convertían a la madre en Magdalena. Había otros rasgos de entereza que el hijo registra con ternura:

No fue una mujer plañidera, lejos de eso; pero, en la pareja, sólo ella representa para mí el don de lágrimas. El llanto, lo que por verdadero llanto se entiende, no era lo suyo. Apenas se le humedecían un poco las mejillas. Su misma lucidez la hacía humorística y zumbona. Su ternura no se consentía nunca ternezas excesivas. Y ni durante los últimos años, en que padeció tan cruel enfermedad, aceptaba la compasión.

Estaba cortada al modelo de la antigua "ama" castellana. Hacendosa, administradora, providente, señora del telar y el granero, iba de la cocina a las caballerizas con un trotecito a lo indio, y por todas partes oíamos el tintineo de sus llaves como una presencia vigilante (...)
Su actividad era, a la vez, causa y efecto de una gran salud del espíritu. Se sentía, en su entereza más bien, asociada con el hombre que no contrastada con el hombre. Sócrates, en la Memorabilia, llamó por eso -sin miedo a los groseros equívocos- "mujer varonil" a la esposa y madre sin tacha. (...)

Era pulcra sin coquetería, durita, pequeña y nerviosa. La dolencia que nos la llevó tuvo que luchar con ella treinta años. No la abatió su amarga y larguísima viudez, porque realizó el milagro de seguir viviendo para el esposo. Era muy brava: capaz de esperar a pie firme, y durante varios años, el regreso de Ulises -que andaba en sus combates- sin dejar enfriarse el hogar: capaz de seguir a su Campeador por las batallas, o de recogerlo ella misma en los hospitales de sangre. Para socorrerlo y acompañarlo, le aconteció cruzar montañas a caballo, con una criatura por nacer, propia hazaña de nuestras invictas soldaderas.
Desarmaba nuestras timideces pueriles con uno que otro grito que yo llamaría de madre espartana, a no ser porque lo sazonaba siempre el genio del chiste y del buen humor. Pero también, a la mexicana, le gustaba una que otra vez urgar en sus dolores con cierta sabiduría resignada. Y yo hallo, en suma, que de su corazón al mío ha corrido siempre un común latido de sufrimiento.
(p. 87)

Esta mujer varonil, esta madre espartana, esta soldadera cuyo hombre era un General, está hecha de una tela que no era la de las madres dolorosas de entonces, víctimas de sus maridos y de sus hijos, mártires de la familia. En ella, la naturaleza de madre y la naturaleza de hembra compañera no eran incompatibles. Algo de una Ifigenia que hubiera regresado a Micenas, sin renunciar su altivez y su arrogancia, había en ella. Por ese lado, Reyes podría haberse identificado con su heroína: por el lado de la piedad filial, el respeto a la madre, la entereza de carácter. Pero queda el otro lado: la sangrienta sacrificadora. Para alcanzarlo hay que leer un poco más en los textos. Volvamos a la Oración.

No todo es llanto e identificación con el padre sacrificado en ese texto terrible. Discreta pero firmemente, Reyes marca algunas discrepancias. El General era un padre lejano; Alfonso un hijo tardío, el noveno de una serie, nacido cuando el padre tenía más de cuarenta años. Lo primero que la Oración dice es que el padre era un ausente para el niño. Se había acostumbrado a imaginarlo más que a verlo; había aceptado recibir cartas que redactaban sus secretarios; lo veía sólo de vacaciones o en cortas temporadas (p. 1). Esas presencias compensaban la constante ausencia porque (dice piadosamente el hijo): "Junto a él no se deseaba más que estar a su lado" (p. 2). La ausencia no enmascaraba diferencias:

hasta mi curiosidad literaria encontraba pasto en la compañía de mi padre. Él vivía en Monterrey, ciudad de provincia. Yo vivía en México, la capital. Él me llevaba más de cuarenta años, y se había formado en el romanticismo tardío de nuestra América. Él era soldado y gobernante. Yo iba para literato. Nada de eso obstaba. Mientras en México mis hermanos mayores, universitarios criados en una atmósfera intelectual, sentían venir con recelo las novedades de la poesía, yo, de vacaciones, en Monterrey, me encontraba a mi padre leyendo con entusiasmo los Cantos de vida y esperanza, de Rubén Darío, que acababan de aparecer.

Con todo, yo me había hecho ya a la ausencia de mi padre, y hasta había aprendido a recorrerlo de lejos como se ojea con la mente un libro que se conoce de memoria. Me bastaba saber que en alguna parte de la tierra latía aquel corazón en que mi pobreza moral -mejor dicho, mi melancolía- se respaldaba y se confortaba. (p. 2)

Un episodio proustiano que Reyes relata a continuación pone al descubierto precisamente lo que el novelista francés llamaba "las intermitencias del corazón." Una vez que llega a Monterrey a pasar las vacaciones, se despierta a la mañana siguiente y antes de comprender que ya está en casa del padre, le invade el alma "un vago resabio de tristeza", como si le costara esfuerzo volver a empezar la vida. Usando entonces del mecanismo mágico que mitigó siempre la ausencia, apela a la imaginación:

"Consuélate -me dijo-. Acuérdate que, después de todo, allá en Monterrey, te queda algo sólido y definitivo: Tu casa, tu familia, tu padre". Casi al mismo tiempo me di cuenta de que en aquel preciso instante yo me encontraba ya pisando mi suelo definitivo, que estaba yo en mi casa, entre los míos, y bajo el techo de mis padres. (p. 3)

Como Marcel Proust que al regresar al Hotel de Balbec donde solía pasar vacaciones con la abuela y al ir a desatarse los zapatos, se descubre sólo y sin protección, y entonces llora realmente la muerte de la abuela, el joven Reyes descubre en el laberinto horrible de la conciencia, la soledad en que vivía en México, al despertar ajeno y solo en la casa paterna. También descubre lo que era el padre para él: no una presencia sino una ausencia mágica, "un supremo recurso" contra la soledad, "como esa arma vigilante que el hombre de campo cuelga a su cabeza aunque prefiera no usarla nunca" (p. 4). Por eso la muerte del padre es vivida como una mutilación: la de esa arma mágica que el ausente había dejado, invisible, para protegerlo.

Perdido el padre, mutilado el hijo, la única forma de salvar el fantasma fue interiorizarlo. Reyes estaba tan acostumbrado a sentirlo cerca cuando estaba lejos, a consultarlo interiormente ("hojearlo", dice con inmejorable metáfora), que la ausencia se anula. Es decir: Reyes descubrió lo que una vez dijo lapidariamente Bernard Shaw: que la gente que queremos no se muere sino al morir nosotros. Pero el General Reyes que ahora podía hojear el hijo no era el mismo. Tampoco Reyes era el mismo de antes.

Logré traerlo junto a mi a modo de atmósfera, de aura. Aprendí a preguntarle y a recibir sus respuestas. A consultarle todo. Poco a poco tímidamente, lo enseñé a aceptar mis objeciones, -aquellas que nunca han salido de mis labios pero que algunos de mis amigos han descubierto por el conocimiento que tienen de mí mismo. Entre mi padre y yo, ciertas diferencias nunca formuladas, pero adivinadas por ambos como una temerosa y tierna inquietud, fueron derivando hacia el acuerdo más liso y llano. El proceso duró varios años, y me acompañó por viajes y climas extranjeros. Al fin llegamos los dos a una compenetración suficiente (p. 5)

El proceso descrito por Reyes, esa interiorización tan completa del padre en el hijo que hace posible un diálogo que no existió así en la vida real, es asimilado por él mismo a una "absorción completa y -si la palabra no fuera tan odiosa- la digestión completa" (p. 6). Es aquí donde reaparece Ifigenia. Porque así como Ifigenia no pudo condonar el lado adúltero y criminal de su madre, tampoco Reyes pudo asociarse a la carrera política de su padre. Su negativa a quedarse en México era una negativa a recoger una herencia teñida de sangre. Pero así como Ifigenia no renegó de su madre sino que la interiorizó y, a su manera, al negarse a volver a Micenas y al aceptar otro destino como sacrificadora de Artemisa, colaboró en la venganza de Clitemnestra, fue más despiadada y cruel que su padre que aceptaba sacrificarla, o su hermano Orestes que asumió su destino de matricida. Ifigenia no sólo se niega a volver a la patria, se niega a recoger la herencia, Reyes también se niega. Al interiorizar la imagen del padre, desaparece el General que muere en una aventura romántica y contra revolucionaria y sólo queda la figura tutelar, con la que el hijo puede dialogar a la distancia y con la que hasta puede compartir discrepancias.

Pero todavía queda Orestes.

VII

¿Dónde estará (pregunto) el mexicano?
¿Contemplará con el horror de Edipo
Ante la extraña Esfinge, el Arquetipo
Inmóvil de la Cara o de la Mano?
Jorge Luis Borges, "In Memoriam A. R." (1959)

Sí, Orestes. Hasta cierto punto es un doble de Ifigenia. Pero un doble invertido: en tanto Ifigenia escoge el exilio y la libertad, Orestes asume hasta sus últimas consecuencias la maldición de la raza, venga a su padre asesinado, asesinando a su propia madre; viene a Táuride a llevarse a Ifigenia para continuar así el destino familiar. Es sordo a las razones de Clitemnestra: sólo ve en ella la madre adúltera y sacrificadora del padre. Pero esa diferencia de destino no borra la semejanza: cada uno es reflexión en el espejo familiar del otro. Lo dice Orestes cuando comienza la anagnórisis: "entre los ojos de la carnicera,/ me sorprende el halago de una mirada rubia" (p. 332). Es la mirada del padre común (y del padre de Reyes, de paso). Lo reitera Ifigenia, cuando la memoria se despierta y siente las palabras de Orestes como un ariete que quiebra la puerta sorda de su amnesia; ella será la que invoque la marca familiar que se duplica en ambos cuerpos: "ese lunar que hay en tu cuello,/ gemelo -mira-,/ gemelo el lunar que hay en mi hombro" (p. 334).

Pero Orestes no es sólo el doble: es también el hermano, la mitad viril que llega a arrebatar, a conquistar, a llevarse la presa. Con la metáfora de la puerta que quiebra con sus palabras (p. 335) enmascara Reyes el asalto viril del hermano a la amnesia en que está envuelta, como en una tela protectora, Ifigenia. El Coro subraya con la vieja sabiduría de la tragedia:

Dos animales de la misma cría
no se juntan mejor. Uno conduce,
y la otra le sigue -antes tan fiera.
Manda el varón, y al fin es hembra ella.

Pero ¿esas miradas que se hunden
la una en la otra, como el propio elemento?
Y la gota negra de aquel cuello
resbala aquí, camino de este seno.

Un mismo arte de naturaleza
concertó los dos sones de gargantas...
(p. 334)

En otro momento, cuando la amnesia cede y la inundación de la memoria anega completamente a Ifigenia, Orestes le dirá, con su metáfora de gravidez: "Hínchate de recuerdos" (p. 341). Una vez más, la voz viril del hermano la impregna. En la réplica de Ifigenia, la voz de la carne se oye:

Orestes, soy tu hermana sin remedio,
y en el torrente de la carne siento
latir la maldición de Tántalo.
(p. 342)

Un golpe de ternura la domina: y en hermano reconoce la sombra del padre:

¡Ay hermano de lágrimas, crecido
entre la palidez y el sobresalto!
¡Déjame, al menos, que te mire y palpe,
oh desvaída sombra de mi padre!
(idem)

La mujer arisca que había horrorizado al Coro, la virgen atleta, de rodillas duras, de secos senos y vientre donde sólo se cría la noche, aparece transformada por la anagnórisis. El Coro habrá de detallar la metamorfosis:

Entran los ojos en los ojos. Andan
tentándose las manos con las manos.
Y en la arena, la huella de la hermana
acomoda a la huella del hermano.
(id.)

El cambio no dura: Ifigenia habrá de rechazar la herencia, elegirá la libertad y el exilio, asumirá su destino de sacrificadora de una deidad implacable, en tanto que Orestes regresará a Micenas con las manos vacías. La inversión de la pareja queda restaurada: en tanto que la una apunta hacia afuera, el otro apunta hacia adentro. Mientras Ifigenia sigue virgen su esclavitud divina, Orestes regresa acompañado por Pílades, su mentor, y su amante. Es a él, a quien increpará Orestes, al comienzo de la anagnórisis:

Pero tú, filósofo en cuyos brazo descanso,
¿me enseñaste acaso a concebir mujeres
como la Quimera, con garras y crestas y fauces,
o sacerdotisas mezcladas de leonas?
(p. 333)

Esta imagen fulgurante, de la mujer carnicera, la Quimera mitológica -que insinúa una causa sexual para la misoginia del hijo-, será al fin la que se imponga en la memoria del lector sino en la memoria de Orestes. Lo paradójico es que sea a esta gorgona, esta esfinge ávida de sangre inocente, a la que Reyes haya confiado el papel de redentora de la raza. En los comentarios al poema lo dice explícitamente: "Es más digna ella que aquél colérico armado de cuchillo. Además de que me inclino a creer que lo femenino eterno -molde de descendencias- es más apto para este milagro cosmogónico de las depuraciones que no el elemento masculino". (p. 357) ¿Lectura injustificada, necesidad del autor de atenuar en la crítica lo que el poema grita a los cuatro vientos, o ceguera normal en todo poeta a quien le está revelado (como ha dicho Borges) el argumento del poema pero no su sentido? No sé. Lo que sí sé es que Ifigenia cruel sería una obra mucho menos rica si el comentario y las advertencias del autor (o de los críticos) consiguieran agotarla.

Una última observación sobre las máscaras trágicas. Decir que Reyes asume la máscara de Ifigenia es una simplificación didáctica. Como todo autor dramático, Reyes asume todas las máscaras del poema y es la heroína pero es también Orestes, el matricida, y Pílades, el silencioso (dice una sola palabra: "No", p. 334), el voluble Toas y el angustiado Coro, el Pastor que relata y hasta la Mano invisible que divide la materia trágica en tiempos, que acota las acciones y distribuye los espacios. El texto entero es la máscara de Reyes, máscara plural, polifónica, infinita, a través de la cual se proyecta las voces de un diálogo que está situado en una Grecia falsa y un México verdadero, en un espacio ausente y presente en que la muerte trágica del General Reyes, y la madre soldadera que galopa con un hijo en las entrañas, y el hermano Bernardo que se queda para vengar (como Orestes) la muerte del padre a manos de la matria, asesina y adúltera, y el propio autor, el hijo, que huye de la maldición de su raza, coexisten en el verso por el milagro de la palabra.

Yale University"

*Una versión más breve de este texto fue leída por el autor en el Homenaje Nacional a Alfonso Reyes que, organizado por Bellas Artes, tuvo lugar en la ciudad de México el 18 de noviembre de 1981. Cito Ifigenia cruel por la edición de Obras Completas, X, Constancia poética, que también incluye el poema, "El descastado". (México, Fondo de Cultura Económica, 1959). El texto de Parentalia está tomado de la reproducción en Alfonso Reyes, Homenaje Nacional (México, Instituto Nacional de Bellas Artes, 1981). Del mismo volumen provienen las referencias al texto de Luis Cardoza y Aragón. La conferencia de Borges sobre "El escritor argentino y la tradición" está recogida en la segunda edición de Discusión (Buenos Aires, Emecé, 1957) y de allí ha pasado a sucesivas reediciones de este libro y a las Obras Completas del autor; el poema sobre Reyes de Borges está reproducido también en el Homenaje Nacional. La cita de Ancorajes, de Reyes, proviene del volumen XXI de las Obras Completas del autor (1981). La cita de Pound viene, a través de Hugh Kennar, de mi libro, El viajero inmóvil. Introducción a Pablo Neruda (Buenos Aires, Losada, 1966, p. 19); hay reedición de Monte Avila, Caracas, bajo el título de Neruda, el viajero inmóvil. El texto de la Oración del 9 de Febrero está tomado del volumen publicado por Era (México, 1963), con prólogo de Gastón García Cantú. Tanto el texto de Reyes como el prólogo de García Cantú están reproducidos en el Homenaje Nacional. La cita de Octavio Paz en epígrafe proviene de la antología, Poesía en movimiento, compilada con la colaboración de Alí Chumacero, José Emilio Pacheco y Homero Aridjis (México, Siglo XXI, 1966, p. 14). Sobre Landrú he escrito en El País (Montevideo, mayo 6, diciembre 1º, 1964, p. 10 en ambos casos), comentando la puesta en escena de Juan Gurrola. Una deuda más vasta y general tiene este trabajo con el ensayo, "El jinete del aire", que dedicó Octavio Paz a Alfonso Reyes en 1960 y que está recogido en Puertas al campo (México, UNAM, 1966, pp. 55-66). Allí, Paz ve con extraordinaria agudeza el problema de libertad, las raíces autobiográficas del poema dramático y su importancia decisiva en la obra de Reyes. Por haber anticipado tan magistralmente esta lectura que ahora propongo quisiera que mi trabajo fuese considerado como una larga nota al pie de página de aquel ensayo luminoso.

 

Responsables

L. Block de Behar
lbehar@multi.com.uy

A. Rodríguez Peixoto
arturi@adinet.com.uy


S. Sánchez Castro
ssanchez@oce.edu.uy

 

 


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