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Indice general ordenado alfabéticamente por título del libro o artículo
 

"Alfonso Reyes: las máscaras trágicas"
En Vuelta, nº 67, junio 1982
p. 6-18.

pág. 1  2

I.

 

La raíz profunda, inconsciente e involuntaria, está en mi ser americano: es un hecho y no una virtud. No sólo ha sido causa de alegrías, sino también de sangrientas lágrimas. No necesito invocarlo en cada página para halago de necios, ni me place descontar con el fraude patriótico el pago de mi modesta obra. Sin esfuerzo mío y sin mérito propio, ello se revela en todos mis libros y empapa como humedad vegetativa todos mis pensamientos.

Parentalia (1954)

"La reputación de Alfonso Reyes como uno de los grandes humanistas que ha producido nuestra América (junto a Andrés Bello, el fundador, a José Enrique Rodó, a Pedro Henríquez Ureña) ha contribuido a alejar de sus textos nuevos lectores para quienes un humanista es ante todo un señor más o menos polígloto, de vista corta o casi ciego, con la piel contaminada por el moho de los viejos libros y convencido, desde hace décadas, de que hay más deleite en la prosa inmortal de Cicerón que en la más reciente de Juan Rulfo o Guillermo Cabrera Infante. Aunque la obra polifacética de Reyes no se deja fácilmente catalogar sólo como humanista, es cierto que buena parte de ella asume (vista desde lejos, es claro, y no al ser leída) la apariencia del coturno y de la toga. Es cierto, también, que desde niño Reyes amó los antiguos libros y la prosa clásica del siglo de oro latino y los monumentos de la poesía medieval española. En sus Obras Completas (tan incompletas aún, a pesar de su propio desvelo y del admirable Ernesto Mejía Sánchez), hay copioso testimonio de ese humanismo que fue en él práctica incesante y sin descanso.

Pero en Reyes, el humanismo no era una provincia del crepuscular reino de la polilla. Era un hermoso puerto que daba acceso al mundo entero. El humanismo de Reyes, y esto desde sus inicios, era un punto de partida para la nave hecha de poesía y verdad (como diría otro de sus clásicos), de veneración e ironía, en la que viajaba por todas las dimensiones de la realidad.

Con lucidez autocrítica, él mismo se encargó de definir ese humanismo en unas agudas palabras con que comentó su poema dramático, Ifigenia cruel, la más hermosa, explicada y finalmente hermética de sus obras. Ya en 1924, al lanzar la primera edición, aumentaba esta valiosa noticia autobiográfica:

Por el año 1908, estudiaba yo las "Electras" del teatro ateniense. Era la edad en que hay que suicidarse o redimirse, y de la que conservamos para siempre las lágrimas secas en las mejillas. Por ventura, el estudio de Grecia se iba convirtiendo en un alimento del alma, y ayudaba a pasar la crisis. Aquellas palabras tan lejanas se iban acercando e incorporando en objetos de actualidad. Aquellos libros, testigos y cómplices de nuestras caricias y violencias, se iban tornando confidentes y consejeros. Los coros de la tragedia griega predican la sumisión a los dioses, y ésta es la única y definitiva lección ética que se extrae del teatro antiguo. Hay quien ha podido aprovechar su consejo. La literatura, pues, se salía de los libros y, nutriendo la vida, cumplía sus verdaderos fines. Y se operaba un modo de curación de sutil mayéutica, sin la cual fácil fuera haber naufragado en el vórtice de la primera juventud. Ignoro si éste es el recto sentido del humanismo. Mi Religio Grammatici parecerá a muchos demasiado sentimental. (p. 351)

Sí, este humanismo de Reyes era sentimental pero también era hondo. Porque de aquella lectura de los clásicos -en el contexto tumultuoso de las caricias y violencias de la adolescencia (nuestro don Alfonso sólo tenía diecinueve años entonces)- nacía de un humanismo existencial, vivido profundamente y no sólo deletreado en la biblioteca: humanismo que habría de marcar con signos de fuego la piel de todos sus libros futuros. De la misma manera, esa Grecia que es paradigma del mundo clásico y terror de los pobres estudiantes de filología y envidia de nosotros, bárbaros analfabetos de esa lengua matricia, esa Grecia del gélido rigor académico, no fue para nada la Grecia de Reyes. No era un helenista, en ese sentido mezquino del término, como no lo fueron tampoco Rodé ni Lugones, en quienes la Grecia de la imaginación también estaba muy viva. Desde el comienzo, Reyes se hizo una Grecia muy suya, ágil, portátil, leve y amiga, hasta en sus profundos horrores. En el mismo comentario a Ifigenia, lo dice él inmejorablemente:

Justificada la afición de Grecia como elemento ponderador de la vida, era como si hubiéramos creado una minúscula Grecia para nuestro uso: más o menos fiel al paradigma, pero Grecia siempre y siempre nuestra. Entonces, ya era dable arriesgarse a sus asuntos sin tono arcaizante, y aun sin buscar compromisos líricos entre lo antiguo y lo moderno. Esto, con ser más sincero, es a la postre más valiente: exhibición no disfrazada de nuestras ininteligencias o aciertos, nos vende, nos entrega; si la obra emprendida fracasa, no podemos recuperarnos. Somos uno con ella: no es Grecia, es nuestra Grecia. Tanto riesgo solicita a todo corazón templado.

Además de que hay una Grecia cotidiana, una perspectiva de ánimo que nos capacita para humanar hasta los mitos más rígidos y arcaicos. Los pintores supieron adorar a la Virgen Maria en traza de señora flamenca. La afición de Grecia es tan imperiosa o más. Helena vivió por las páginas caprichosas del Fausto con más verdad que Ifigenia, en el drama que Goethe le consagró. (p. 352)

Tanta lucidez crítica corre el riesgo de enceguecer al lector. Muchos, demasiados, lectores creyeron, y algunos hasta se dejaron decir, que Reyes estaba tan seducido por el mundo clásico, era un escritor tan "agusanado de antiguallas" (como una vez dijo Borges de sí mismo), que se le escapaba la "realidad" mexicana. Contra estos distraídos, sino malévolos, hijos del error o de alguien peor, escribió Reyes en su incomparable prosa irónica:

Tenemos derecho -una vez que por cualquier camino alcanzamos la posesión de un módulo- para manejarlo a nuestra guisa. ¿Y qué otra cosa han hecho los trágicos de todos los tiempos, sino volver a contar a su modo una historia conocida en lo general? Lamento tener que referir una triste anécdota. Cierto amigo, no ayuno de letras, me dijo cuando leyó la Ifigenia: "Muy bien pero es lástima que el tema sea ajeno". "En primer lugar -le contesté-, lo mismo pudo usted decir a Esquilo, a Sófocles, a Eurípides, a Goethe, a Racine, etc. Además, el tema con mi interpretación, ya es mío. Y, en fin, llámele, a Ifigenia, Juana González, y ya estará satisfecho su engañoso anhelo de originalidad." (p. 351)

Esto fue escrito en 1923. Casi treinta años más tarde, en 1951, para ser preciso, Jorge Luis Borges -que tanto aprendió en Reyes- habría de usar un argumento similar para despejarse de compatriotas tan ayunos de letras, como el "amigo" que evoca Reyes. En una conferencia titulada, "El escritor argentino y la tradición", Borges apuntaría que esto del tema ajeno, o extranjero, sería incomprensible para Shakespeare (cuyo Hamlet era danés y cuyo Macbeth, escocés) o para Racine (que escribió todas sus tragedias sobre temas clásicos o bíblicos). No hay que esforzarse por ser un escritor "argentino" si uno es argentino, agrega Borges, porque ser argentino es una fatalidad (si se ha nacido en aquella República) o una afectación.

Reyes era un humanista, es claro, pero un humanista que, como los mejores de la época moderna (Goethe, Ezra Pound, Thomas Mann, Octavio Paz, Haroldo de Campos) hacía suya la materia clásica, con amor o irreverencia, acosándola como amante y no como bibliotecólogo. La Grecia trágica, la retórica romana, el repaso renacentista: todo era materia para que Reyes volcara su mirada viva, su pasión incandescente, su sutilísima pluma y produjese no una versión erudita más o un tratado entorpecido por terroristas notas al pie, sino una nueva versión, reverente y al mismo tiempo paródica, una glosa suya que saltaba los siglos para unir los extremos, un poema en que los mitos clásicos y sus espantosas cosmogonías volvían a vivir con palabras y conceptos modernos. El humanismo de Reyes era, sobre todo, anacrónico porque era el de un hombre que revive el pasado muy consciente del telescopio del tiempo. Es decir: el del que se atreve a practicar con la mayor devoción, el único homenaje viable a la cultura clásica que está usando, el parricidio literario que consiste en situarla en un contexto que no es el original y que es el del presente perpetuo y ubicuo de una escritura de hoy.

El mismo comentario de Ifigenia define inmejorablemente esa actitud familiar, de respeto e irrisión, que el cotidiano coloquio con los clásicos permitía a Reyes.

Sucede en esto lo que con el libro de cabecera: es tan nuestro, que rueda por las sillas y por las mesas, le anochece en el velador y le amanece a los pies de la cama. Al libro predilecto lo tratamos -en nuestro fuero interno- con todas las veleidades de la sinceridad: reñimos con él, le exigimos más que a ninguno. (p. 352)

Aquí está la lección última del humanismo de Reyes: como el libro de cabecera, los clásicos eran para él lo suyo.

II

En nuestro caso, el homúnculo cayó en mano de un demiurgo desaprensivo que, sobre las fundamentales contradicciones metafísicas, todavía se complació en confundir las castas y naciones, las sangres y los humores que ellas acarrean consigo.

Parentalia

Como todo verdadero humanista, Reyes supo que el renacimiento de la cultura clásica es imposible. No vuelve a nacer lo muerto. Nace algo nuevo que tiene, con lo muerto, la íntima y paradójica relación que el espejo con la figura que refleja. La humildad del espejo, dicho sea de paso, es engañosa. Es cierto que refleja, pasivamente, todo lo que se le pone por delante. Pero hay sutiles venganzas en esa pasividad: el espejo refleja, sin duda, pero al mismo tiempo hace cosas terribles al objeto que se impone: primero, lo aplana, le roba la tercera dimensión y lo inserta, además, en un contexto de objetos también mutilados de su profundidad; en segundo lugar, ese espejo castrador, también invierte la figura que refleja; convierte en izquierda la derecha y, ay, la izquierda en derecha. Hay otra tercera operación terrible que casi no me atrevo a mencionar: como todo espejo tiene límites fijos y casi siempre está situado a cierta altura, recorta drásticamente la figura, la somete a un montaje que puede ser más violento que Atila o que el original conde Vlad, el Drácula de la verdadera historia transilvana -figuras sin pies o brazos, bustos que Jack the Ripper hubiera codiciado, cabezas cortadas, ¿qué sadismos no ejercen los espejos contra sus dóciles víctimas?

El espejo es (ya se sabe) un crítico, el más temible de todos. Reyes, como humanista vivo que era, fue también un extraordinario crítico y no menos extraordinario autocrítico. Por eso sabía perfectamente que su Grecia, su Ifigenia, su Iliada, eran espejos deformantes, parodias críticas del humanismo que él usaba con tanto respeto como humor. Así lo reconoce en el comentario al poema dramático:

Mi parodia no tiene escenario muy definido, ni retrata tipos sociales, ni alardea con los pueriles encantos del color local. Sus caracteres mismos muy posible es que sean meras sombras de seres cargados con una misión ética. Fueron concebidos con sencillez. Unos frente a otros, suscitan conflictos, como los mordedores reactivos de la química al encontrarse; pero en sí mismos, viven bajo la complicidad de sus corazones. En tal sentido, la obra es una alegoría moral. (p. 354)

La palabra clave aquí es parodia. Demasiado tiempo la crítica rutinaria creyó, y escribió, que la parodia era un género menor: "imitación burlesca", definen los diccionarios, olvidando que etimológicamente parodia significa "canto paralelo" e indica el canto del coro en la tragedia. Lo que esa crítica deslumbrada con los "géneros mayores" no vio -pero sí habían visto Luciano y el Arcipreste de Hita, Rabelais y Cervantes, Swift y Sterne, Flaubert y Machado de Assis, Joyce y Borges, Nabokov y Guimarães Rosa- es que la parodia, es, también, uno de los más fecundos mecanismos por medio de los cuales la literatura se renueva gozosamente y las culturas respiran y viven.

Los trabajos luminosos de Mikhail Bakhtin nos han enseñado el poder generador de la parodia, su crítica recreadora de la tradición. Como el espejo (al fin y al cabo qué otra cosa es la parodia sino un espejo activo), el canto paralelo y contrapuntístico que define la parodia, edita y recorta, invierte y aplana, pero también introduce inéditas perspectivas, luces que no eran visibles, magias fulgurantes. Los clásicos lo sabían aunque no teorizaron sobre ella, pero la practicaron con abundancia. La Edad Media lo supo e hizo de la parodia una forma esencial del Carnaval que permitió a los hombres sobrevivir a siglos de hierro, hambre y peste. En su reverencia algo ingenua por el mundo clásico, el Renacimiento la practícó hasta involuntariamente. Goethe la hizo la secreta clave maestra de su inmensa obra. En nuestros días, no hay escritor mayor que no pague tributo a ella.

Reyes sabía que su humanismo era paródico porque sabía que él, mexicano de este siglo, por definición propia mestizo cultural, sólo podía agotar su reverencia por un mundo remoto y pasado, violentándolo y haciéndolo suyo, mezclándolo con su entraña y sangre, lágrima y esperma, para así devolverlo al mundo de hoy en una lengua que los griegos y romanos habían llamado justamente bárbara pero que él (supremo alquimista paródico) había sutilizado y perfeccionado hasta convertirla en el mejor español de su tiempo, el increíble modelo que enseñó a Borges la economía y la gracia.

El proceso por medio del cual el texto ajeno se convierte en propio y que antes se estudiaba como imitación pero que es más preciso llamar parodia, aparece definido por Reyes en el comentario a Ifigenia en términos que recuerdan la teoría de la catarsis elaborada por Goethe sobre un famoso pasaje de la Poética, y para justificar su modo personal de producción literaria. Como se sabe, Aristóteles llama poder purgativo (catártico) de la tragedia a ese sacudimiento visceral de las pasiones que sufría el espectador de la tragedia y que le permitía liberarse a través del ritual ajeno de sus propias oscuras pasiones. Para Goethe, la producción poética tenía para el escritor el mismo efecto catártico. Si pudo liberarse de la pasión no correspondida por Carlota Buff, que lo rechazó cuando él era en Wetzlar un joven impetuoso abogado de ojos más grandes que el afilado rostro, fue porque escribió Werther: La pasión real fue exorcizada por la escritura. (Un siglo y medio después, en Fraguents d'un discours amoureux, Roland Barthes intentaría vanamente el mismo exorcismo y usando el texto de Werther como fetiche o talismán.)

Como Goethe, Reyes exorciza sus pasiones privadas a través de la escritura de Ifigenia. Con estas palabras tantalizadoras, lo advierte en su comentario:

La Ifigenia, además, encubre una experiencia propia. Usando el escaso don que nos fue concedido, en el compás de nuestras fuerzas, intentamos emanciparnos de la angustia que tal experiencia nos dejó, proyectándola sobre el cielo artístico, descargándola en un coloquio de sombras. (p. 354)

III

¡No soy, pues, como una máscara hecha con las máscaras de sí mismo, las cuales a su vez contienen otras máscarillas menores?

Ancorajes (1928/1948)

El tema requiere examen más detallado. Como no existe todavía (y qué falta está haciendo) una biografía literaria de Reyes, ni se han publicado aún su Diario completo ni su fabulosa correspondencia, me limitaré en lo que sigue a una hipótesis que creo cierta pero que resulta difícil documentar en cada una de sus articulaciones. Buena parte del material ya ha sido indicado por críticos de la talla de Pedro Henríquez Ureña (que apuntó que Ifigenia "está tejida (...), con hilos de historia íntima") y de Octavio Paz (a quien se debe una deslumbrante iluminación sobre la "otra mitad del sexo: sus uñas y garras" en Ifigenia), y puede rastrearse en notas más biográficas de Gastón García Cantú (1963) y Luis Cardoza y Aragón (1981). Pero las últimas consecuencias de este examen no las he visto en otros. Pido pues indulgencia si se deslizan errores.

No es casual que para tratar en Ifigenia cruel un tema que le tocaba muy de cerca, Reyes haya recurrido a las máscaras trágicas. La máscara, en la tragedia, cumple, como se sabe, varias funciones. Sirve, en primer lugar, para identificar desde lejos al personaje. El teatro griego era al aire libre y no podía usar las amenidades de la iluminación o el cambio vistoso de decorado para producir información útil, aunque sí había inventado una complicada maquinaria escénica para efectos muy especiales. La máscara ayudaba a agrandar y petrificar las facciones del personaje. Aunque se sabe que en algún caso los actores cambiaban la máscara del personaje (final del Edipo Rey, cuando el protagonista se ha mutilado fuera de escena y sale con una máscara de ojos vacíos y chorreando sangre), lo esencial de aquélla era la fijeza. Por dentro, la máscara tenía un resonador o bocina que amplificaba y proyectaba la voz: otro recurso para vencer las condiciones primitivas de un teatro al aire libre. Como en griego, la palabra para máscara es persona, no es casual que en nuestro siglo Ezra Pound haya titulado uno de sus libros de monólogos lírico-dramáticos Personae, para subrayar el carácter de máscara del poeta que tienen sus personajes. También había allí una alusión y homenaje al poeta victoriano Robert Browning que primero había encontrado esta asociación: sus Dramatis Personae habían indicado ya la pista. A partir de la práctica de Pound, la palabra persona ha entrado en el vocabulario crítico y poético para indicar la máscara que asume el poeta cuando habla: es decir, cuando proyecta su voz en el verso. Esa máscara no coincide necesariamente con el rostro individual que está debajo, del mismo modo que la voz proyectada por el texto literario no coincide exactamente con la voz privada del poeta. Esto ya había sido dicho inmejorablemente por Jean- Arthur Rimbaud en aquel famoso pasaje de una de sus cartas: "Je est un autre". Sí, "Yo es Otro." En un texto de Pound, citado por el fiel Hugh Kenner, la metamorfosis de la voz poética está adecuadamente dramatizada:

In the 'search for oneself', in the search for "sincere self-expression", one gropes, one finds, some seeming verity. One says 'I am this, that, or the other, and with the words scarcely uttered one ceases to be that thing...
("En la búsqueda de uno mismo", en la búsqueda de una 'expresión personal sincera', uno busca a tientas, uno encuentra, algunas aparentes verdades. Uno dice, 'Soy' esto, o aquello, o lo otro, y apenas pronunciadas estas palabras uno deja de serlo...")

Por eso, el yo poeta autobiográfico, como el impersonal y ausente del poeta dramático, son igualmente personas: máscaras textuales que esconden el verdadero rostro. En el comentario a Ifigenia ya lo había indicado lúcidamente Reyes. Sí, la pieza "encubre una 'experiencia propia'". Encubre, subrayo: es decir, enmascara. En el comentario no se identifica la experiencia y queda como tantalizadora cuestión. Pero hay ya en el texto de Reyes suficientes marcas como para apuntar a la correcta elucidación de esa experiencia encubierta. Al final del primero de los comentarios ("La afición a Grecia") apunta el poeta:

Antes que mi Ifigenia pudiera alentar, había de encerrarse un ciclo de mi vida. (p. 352)

Si observamos la cronología que el propio Reyes ofrece en sus comentarios, Ifigenia se origina en un grupo de obras íntimamente relacionadas con el estudio y aprendizaje del teatro ateniense, allá "por el año 1908", fecha en la que el joven Reyes (19 años) no estaba aún maduro para encararlas poéticamente. La maduración habría de ser interrumpida "al cerrarse un ciclo de mi vida". Como el autor estaba terminando su adolescencia entonces podría pensarse que el ciclo al que él se refiere con estas crípticas palabras es uno natural, biológico. En cierto sentido, esta interpretación es correcta pero no exclusiva. En realidad, elípticamente Reyes se refiere aquí a un acontecimiento histórico: el estallido de la Revolución Mexicana en 1910, la suerte de su padre, el General Bernardo Reyes, en 1913, cuando intentaba una restauración del porfiriato y el brusco traslado del hijo a Europa, en una forma de exilio diplomático.

En un texto que Reyes escribiría en Buenos Aires, siete años después de Ifigenia, la trágica muerte del padre sería evocada como el error del "gran romántico" que el General era en la interpretación del hijo:

De buenas intenciones está empedrado el infierno. Y cuando, a pesar de la mejor intención que en México se ha visto el país quiso venirse abajo ¿cómo evitar que el gran romántico se juzgara el hombre de los destinos?
(Oración, p. 15)

El plural con que califica a su padre no esconde del todo la alusión a la pieza de Bernard Shaw sobre Napoleón, The Man of Destiny. Como el General Reyes era Secretario de Guerra y Marina y se le tenía por el probable sucesor del trono porfiriano (como ha dicho Reyes en Parentalia, p. 82), se convenció, o dejó convencer, el 9 de febrero de 1913 de que había llegado la hora de volver al orden la Revolución. Pagó con su vida el error político de creerse llamado a salvar la patria.

Su muerte era la culminación del cuadro de horror que ofrecía entonces toda la ciudad. Con la desaparición de mi padre, muchos, entre amigos y adversarios, sintieron que desaparecía una de las pocas voluntades capaces, en aquel instante, de conjurar los destinos. Por las heridas de su cuerpo, parece que empezó a desangrarse para muchos años, toda la patria. (p. 5)

Por eso, al concluir esa elegía en prosa que es la Oración del 9 de Febrero, Reyes volverá a la imagen del gran romántico:

Cuando la ametralladora acabó de vaciar su entraña, entre el montón de hombres y caballos a media plaza y frente a la puerta de Palacio, en una mañana de domingo, el mayor romántico mexicano había muerto.
Una ancha, generosa sonrisa se le había quedado viva en el rostro: la última yerba que no pisó el caballo de Atila; la espiga solitaria, oh Heine, que se le olvidó al segador. (p. 23)

La historia mexicana no ha sido tan piadosa con el General Reyes. Pero esto es irrelevante ahora. Lo que interesa es la lectura que el hijo, en 1930, hace de la trágica muerte de su padre. Esa lectura informa también a Ifigenia cruel.

IV

Aquí morí yo y volví a nacer, y el que quiera saber quién soy que lo pregunte a los hados de Febrero. Todo lo que salga de mí, en bien o en mal, será imputable a ese amargo día.
(Oración, p. 23)

Ifigenia cruel fue escrita y publicada fuera de México. La primera edición es de Madrid, 1924. El tema del poema dramático es, ya se sabe, el exilio. La función catártica de la producción del poema, insinuada por Reyes en el final del comentario a la "Idea de la tragedia", queda así ilustrada. Que la muerte trágica del General Reyes y la radicación del hijo en Europa hayan sido traumática lo evidencia el poema antes de declararlo explícitamente la Oración. Por eso me parece importante examinar a qué tipo de elaboración paródica ha sometido Reyes el tema clásico de Ifigenia. En una "Breve noticia" que él escribió para una lectura del poema, realizada en París, diciembre 2, 1925, y luego publicada en francés por la Revue de l'Amérique Latine (febrero 1º, 1926), el poeta detalla las transformaciones a que sometió el tema clásico:

A diferencia de cuantos trataron el tema desde Grecia hasta nuestros días, supongo aquí que Ifigenia, arrebatada en Aulide por la diosa Artemisa a las manos del sacrificador, ha olvidado ya su vida primera e ignora cómo ha venido a ser, en Táuride, sacerdotisa del culto bárbaro y cruel de su divinidad protectora. El conflicto trágico, que ninguno de los poetas anteriores interpretó así, consiste para mí, precisamente, en que Ifigenia reclama su herencia de recuerdos humanos y tiene miedo de sentirse huérfana de pasado y distintas de las demás criaturas; pero cuando más tarde, vuelve a ella la memoria y se percata de que pertenece a una raza ensagrentada y perseguida por la maldición de los dioses, entonces siente asco de sí misma. Y, finalmente, ante la alternativa de reincorporarse en la tradición de su casa, en la vendetta de Micenas, o de seguir viviendo entre bárbaros una vida de carnicera y destapadora de víctimas sagradas, pefiere este último extremo, por abominable y duro que parezca, único medio cierto y práctico de eludir y romper las cadenas que la sujetan a la fatalidad de su raza. (p. 313)

Ya en el comentario de 1924, Reyes había indicado el significado profundo de esa negativa de Ifigenia a someterse a la fatalidad de su raza.

Y ante todo, queremos que Ifigenia, sacerdotisa de Táuride, viva como en sueños, sin el recuerdo de su vida anterior, el cual una divinidad sabia, armónica, habrá cuidado de arrebatarle al envolverla en el vaho sagrado que la ocultó. Que sea Orestes quien venga, como la fulminación del rayo, a encender en ella la memoria de su vida anterior, irritando -con la alegría de la conciencia cobrada- el horror de saberse hija de una casta criminal. Que Orestes robe en buena hora la estatua de la diosa (este rasgo nos resultó inútil), pero que no logre convencer a Ifigenia. Ella, superior a la vendetta de Micenas, aprovecha la hora en que los destinos vacilan y escogiendo la emancipación, se niega a volver a la patria. Ha anulado la maldición. Vive en sus entrañas el germen de una raza ya superada. (p. 538)

Y al final de la Advertencia vuelve Reyes a insistir en esa elección de la libertad por parte de Ifigenia:

Cuando Ifigenia opta por su libertad y, digámoslo así, se resuelve a rehacer su vida humildemente, oponiendo un "hasta aquí" a las persecuciones y rencores políticos de su raza, opera en cierto modo la redención de su raza mediante procedimientos dudosamente helénicos desde el punto de vista filológico -aunque también hay en la lírica griega instantes en que el yo íntimo se subleva contra los símbolos étnico-religiosos y aun hace mofa de ellos en nombre de la libertad personal-, pero procedimientos que, en forma sencilla, directa, y en un acto breve y preciso de la voluntad, bien podrían, creo yo, servir de alivio a muchos supersticiosos de nuestros días. (p. 316)

Las últimas líneas del poema, con el canto final del Coro, reiteran metafóricamente el tema:

¡Oh mar que bebiste la tarde
hasta descubrir sus estrellas:
no lo sabías, y ya sabes
que los hombres se libran de ellas!
(p. 350)

O dicho de otro modo: las estrellas (el destino) no rigen al ser humano que lucha por su libertad. La Ifigenia de Reyes se aparta, en esto, del prototipo clásico, seguido por los imitadores modernos. Ella está marcada por el signo de la diferencia y prefiere las durezas de un exilio salvaje a la aceptación de la fatalidad de una raza que no cesa de devorarse a sí misma. En el comentario, Reyes subraya la diferencia de su Ifigenia.

A Ifigenia, hija de Agamemnón y de Clitemnestra, hermana de Orestes y de Electra he querido confiar la redención de la raza. Es más digna ella que aquel colérico armado de cuchillo. Además de que me inclino a creer que lo femenino eterno -molde de descendencias- es más apto para este milagro cosmogónico de las depuraciones que no el elemento masculino. Concibo a Ifigenia como una criatura combatiente, en la tradición de Atalanta y otras vírgenes varoniles. (p. 357)

Y luego detalla un poco más el temple viril de la heroína:

Sigamos con la historia: en Aulide, las naves de Agamemnón que se dirigen a Troya han sido azotadas por el viento, o acaso no logran vientos propicios. Los dioses, para aplacar su cólera, han pedido el sacrificio de Ifigenia. Ifigenia será ataviada para unas fingidas nupcias. En vano. Eurípides nos la presenta, espantada y terrible, lanzando aquellas palabras de dudoso helenismo: "Vale más vivir miserablemente que morir con gloria". Cuando Ifigenia, en fin, se inclina bajo el cuchillo de Calcas, la diosa Artemisa (satisfecha con la intención como en el Sacrificio de Abraham) la hace desaparecer, la arrebata y la transporta a la tierra de Táuride, donde la consagra para su sacerdocio. Aquel pueblo brutal adora a Artemisa, y sacrifica en su templo a los extranjeros. Un día, los tauros encuentran, al pie de la Diosa, a la nueva sacerdotisa, que canta las excelencias del sacrificio humano como pudo hacerlo algún oficiante de los sagrarios aztecas. (pp. 357-58)

Como se ve, es el propio Reyes el que apunta en su comentario el tácito paralelo de esta sacrificadora de Artemisa con los oficiantes de los templos aztecas insinuación que permitiría leer toda Ifigenia cruel en la filigrana teatral de un templo griego que fuera asimismo pirámide azteca. Aunque la heroína se llame Ifigenia , hay en ella algo de imaginaria sacerdotisa mexicana. Por eso, Reyes sabe que no necesita llamarse Juana González para vivir la misma tragedia de la tierra desgarrada por la lucha familiar. Cuando Ifigenia se niega a seguir a Orestes y volver a Grecia para cumplir el destino de su raza, ella es también el joven Reyes que se negó a las solicitaciones de su hermano Bernardo, el mayor, que era militar, aceptó la herencia política del General y se quedó en México.

Como su heroína, Alfonso Reyes también eligió quedarse en el extranjero. Pero como ella, la memoria y la voz de la raza lo habrían de forzar a situarse, así fuera imaginariamente, en el mundo dividido de su patria. Para él, escribir Ifigenia cruel en 1923 es aceptar simbólicamente la doble herencia paterna y nacional en el acto mismo que la está rechazando.

Que Reyes use en este poema dramático la máscara trágica y, además, un personaje femenino como persona, puede despistar a más de un lector ingenuo que crea que la literatura debe ser leída literal y no literariamente. Pero es indudable que este poema sobre una heroína que ha perdido la memoria y que vive entre bárbaros (es decir: etimológicamente, entre aquellos que hablan una lengua incomprensible y extranjera); esta heroína que está dedicada al oficio horrible de sacrificadora de una divinidad implacable, y que, finalmente, cuando recobra la memoria de su origen, prefiere el exilio y la servidumbre a una diosa extraña a volver a la patria para perpetuar la maldición patricida, filicida y fratricida de su raza; esa heroína es una máscara que el poeta usa, desde Europa donde se encuentra sirviendo al dios menor de la filología española, para exorcisar por medio de la catarsis que es la producción del poema, su propia angustia de mexicano y del hijo del General asesinado. Grecia y México, Táuride y España, Ifigenia y Reyes, los sacrificios en la playa egea o en las pirámides de Tenotchitlan, todos son elementos de una alegoría (es decir: de un texto doble, paródico de sí mismo) por medio del cual el poeta se confiesa y se oculta, libera sus terrores más hondos y reanuda su vida en el exilio. De esta manera el texto se dobla, paródicamente, de otro texto, esta vez autobiográfico, y lo que parecía frío ejercicio retórico de humanista se inscribe en el texto vivo de la literatura mexicana.

Esto explica la impaciencia, algo desdeñosa de este hombre siempre cortés y diplomático, ante las objeciones de aquel "amigo" que protestaba porque Ifigenia estuviese escrita sobre un tema ajeno: "... llámele, a Ifigenia, Juana González, y ya estará satisfecho su engañosos afán de originalidad". (p. 351)

Sí, llámele Alfonso Reyes y, de pronto, Eurípides y Goethe, Homero y Racine, todo el mundo clásico que evoca en la superficie el poema muestra en palimpsesto la realidad mexicana.

Como contraprueba, si más pruebas hicieran falta, mírese el poema que Reyes escribió en Guadarrama, 1916, y que se titula"El descastado". La primera estrofa dice así:

En vano ensayaríamos una voz que les recuerde algo a los
hombres, alma mía que no tuviese a quien heredar;
en vano buscamos, necios, en ondas del mismo Leteo,
reflejos que nos pinten las estrellas que nunca vimos.
Como el perro callejero, en quien unas a otras se borran las marcas de los atavismos,
o como el canalla civilizado
- heredera de todos, alma mía, mestiza irredenta, no
tuviste a quien heredar.
(p. 70)

Como Ifigenia, el alma de poeta está huérfana ("no tuviste a quien heredar"), ha olvidado sus orígenes ("en vano, buscamos, en ondas del mismo Leteo", el río del olvido) y deambula, exilado de su hogar, como "perro callejero" o como "canalla civilizado"; como Ifigenia, el poeta se siente dividido por lealtades a culturas muy distintas (su alma es "mestiza irredenta") y acaba por consolarse en la ilusión del exilado: por haber perdido sus orígenes, se ha convertido en "heredero de todos". Como Ifigenia, Reyes también ha desoído el dictado de las estrellas, ese destino nuestro que está escrito en la pizarra del cielo; como Ifigenia, Reyes se ha rebelado contra la fatalidad y ha fundado, en la servidumbre a dioses ajenos, su precaria libertad. De ahí la ilusión a la búsqueda de reflejos "que nos pinten las estrellas que nunca vimos", y la larga letanía, entre cómica y patética del erudito pobre, entregado a menudas faenas filológicas y al que desvelan no tanto las erratas de los códices como el cotidiano pan que hay que llevar a los hijos. La sección cuarta del poema ("Bíblica fatiga de ganarse el pan, desconsiderado miedo a la pobreza", comienza) da en clave cotidiana el duro destino del exilado. Una alusión de la misma cuarta parte a la alternativa de ser "príncipe Internacional,/ que va chapurreando todas las lenguas y viviendo por todos los pueblos, entre la opulencia de sus recuerdos/" evoca el fausto prestado de la vida diplomática que había tentado a Reyes cuando salió de México en 1913 y que pierde, temporariamente cuando Venustiano Carranza toma el poder.

Si la filología española no era una diosa tan gélida como Artemisa, para Reyes (acostumbrado desde la cuna a los halagos del poder) tenía todas las durezas de un ritual bárbaro. Era mejor, sin embargo, ese trágico exilio que el retorno a las constelaciones sangrientas de su origen.

 

Responsables

L. Block de Behar
lbehar@multi.com.uy

A. Rodríguez Peixoto
arturi@adinet.com.uy


S. Sánchez Castro
ssanchez@oce.edu.uy

 

 


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