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"Sexo y poesía en el 900 uruguayo" 2/2

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Dibujo de Fini

"El texto de Montero Bustamante sintetiza por otra parte en términos muy claros el problema literario que a los hombres de letras de aquel entonces planteaba Delmira por su mera existencia, Porque esta niña, este "bijou", esta cosita tierna y sonrosada, escribía una poesía impregnada de los ardores de Safo. El primero que enunció el problema en sus términos correctos no fue, sin embargo, Montero Bustamante sino Carlos Vaz Ferreira que era amigo de la familia de Delmira, la conocía personalmente y estaba dotado de una singular intuición crítica. En una carta de marzo de 1908 que sólo parcialmente fue conocida en su época (Delmira recortó algunas frases, convirtiéndolas en juicios críticos, y las publicó en periódicos), Vaz Ferreira califica El Libro Blanco de "milagro". Tiene en cuenta para esta calificación la edad de la poetisa, su sexo, el ambiente en que ha vivido. "Si Ud. tuviera algún respeto por las leyes de la psicología, ciencia muy seria que yo enseño, no debería ser capaz, no precisamente de escribir, sino de entender su libro". La publicación parcial del juicio, la evidente oscuridad de ciertas alusiones de Vaz Ferreira, su propia concepción positivista de la psicología humana, facilitaron una confusión que fue tomando cuerpo con el tiempo. Se creyó que él aludía al contenido sexual de varios poemas, cuando lo que quería decir -y decía- era que le parecía milagrosa la comprensión de la vida que otros poemas -nada sexuales- revelaban.

Mal leída y entendida, penosamente mutilada, la carta de Vaz Ferreira contribuyó a la leyenda de la niña y alimentó lateralmente otras confusiones aún más cómicas: la de que Delmira Agustini trataba profundos temas filosóficos en sus poemas. En esa trampa cayeron críticos ilustres; algunos lograron rectificarse, como Alberto Zum Felde que más tarde tuvo que componer varias palinodias. El tema, sin embargo, es secundario. Lo importante es que la leyenda de la Nena continuó su marcha. Todavía en 1912 la exhuma nada menos que Rubén Darío en unas palabras que Delmira puso como prólogo a su libro de madurez, Los cálices vacíos (1913). Allí Darío, después de reconocer su excepcionalidad poética y compararla con Santa Teresa de Jesús (otro parentesco que traería confusiones y engendraría más tonterías), profetiza: "Si esta niña bella continúa en la lírica revelación de su espíritu como hasta ahora, va a asombrar a nuestro mundo de lengua española." En la fecha de ese lírico Pórtico la "bella niña" ya tenía 26 años.

Puede creerse que era convención de la época llamar niña a toda mujer soltera y presumiblemente virgen. Así Delmira Agustini en una silueta periodística de María Eugenia Vaz Ferreira, escrita para el semanario La Alborada (23 de agosto de 1903), la califica de "niña ligeramente voluntariosa", aunque en esa fecha la poetisa, amiga y rival, tenía 28 años. Pero hay algo más que una convención de la burguesía montevideana del Novecientos en ese mote: Delmira no sólo era calificada de niña por los adustos hombres de letras de entonces: ella misma se hacía la nena. Aquí está la clave honda, íntima, del problema.

Hija menor de un matrimonio que sólo tenía otro hijo (Alfredo, cuatro años mayor), Delmira fue criada por unos padres excesivamente celosos, que la tenían aprisionada en la cárcel de sus mimos. Todos los testimonios conocidos coinciden en el exceso de celo con que era tratada: no fue a la escuela, sino que su madre le enseñó en casa todo lo que pudo: más tarde tuvo profesores particulares a domicilio, o fue a verlos escoltada por Mamita; casi no tuvo amigos; siempre salía acompañada por sus padres. Sus maestros han dejado coincidente testimonio de que "siempre estaba muy vigilada por sus padres." (Mlle. Madeleine Cassy); de que "su madre era religiosa y severa y ejercía una gran influencia sobre su hija" (Constant Willems); de que "era muy obediente, estaba muy supeditada a su madre; era muy grande la influencia de la madre" (María Sansevè de Roldós), de que era "hija excepcional y amantísima, sumamente respetuosa de su madre" (Delmira Triaco de Conrado, amiga y pariente de la poetisa).

Hasta en su corespondencia amorosa con el que había de ser su esposo y asesino, Delmira revela este infantilismo de su carácter, esta monstruosa sujeción a la madre. Aunque las cartas han sido publicadas sin orden y tal vez sea imposible determinar exactamente la fecha en que algunas fueron escritas, es seguro que pertenecen al período que va de 1908 a 1913, es decir que fueron escritas entre los 22 y los 27 años de la poetisa. En todas, el lenguaje básico que Delmira emplea es la media lengua de los niños muy pequeños: "yo no sabo", "cada día lo... tiero... y lo tiero más", "Arió". Muchas cartas están firmadas: la Nena, que es el nombre de entrecasa para toda la familia; en algunas llama Papito a su novio, habla de morderse los "deditos" de rabia, cuenta sus pequeñas argucias para no salir un día que prefiere quedarse en casa ("Me dejaron en casa... por la gracia", comenta), escribe que la "llevan" a pasear, que roba flores en una plaza y que "casi llevaron presa a la Nena por ladrona", etc. etc. Son cartas muy tiernas y analfabetas. Son cartas de la misma mujer que por esos años estaba explorando seriamente los misterios de la expresión poética, del erotismo lírico.

La Nena coexiste misteriosamente con la Pitonisa que escribe en pleno delirio. La misma persona que firma Nena las cartas al novio, y que antes había escrito unas semblanzas femeninas con el evidente seudónimo de Joujou, es también y simultáneamente la posesa que en muy pocos años (los seis que van de El libro blanco a Los cálices vacíos, a través del puente que son Los cantos de la mañana) madura prodigiosamente para el arte. La Nena era la máscara con la que circulaba la pitonisa por el mundo; era la máscara adoptada como solución al conflicto familiar que le imponía sobre todo una madre neurótica, posesiva y dominante. Encerrada por el amor materno como en una cárcel, Delmira sólo podía librarse por la poesía. La única salida que le permitían sus apasionados celadores era la creación. Por esa vía, Delmira (la Nena) se escapa.

Hay testimonios de que escribía siempre como en trance. Solía sentarse al piano mientras ejecutaba algo, componía poemas, interrumpiendo de golpe la música para apuntar en cualquier lado (a veces en la misma partitura) un verso o poema entero. "Dentro de su misma casa (cuenta Zum Felde que la conoció), y a pesar del infantil apego que tenía por sus padres, se apartaba y permanecía largas horas solitaria y replegada en sí misma, lejana e indiferente a todo, como absorta en un arrobo extraño. El íncubo de su lirismo, la poseía. Sus padres, comprensivos, más por instinto que por cultura, respeteban ese silencio. Concebía y escribía sus poemas en un estado de 'trance' como los mediums: su sensibilidad nerviosa era tan hiperhistérica en tales momentos, que le hacía daño hasta la presencia de una persona en la pieza contigua. Pasando el 'trance' lírico volvía a ser con su madre la niña mimosa que fue siempre. Tocaba el piano y pintaba cosas pueriles". Otros testimonios, recogidos por Ofelia Machado en una biografía, permiten asegurar que "es la madre la que, fuera de otras consagradas atenciones, obliga a respetar religiosamente el sueño matinal de su hija que ha pasado la noche en la angustia de la creación poética, en la tortura de dar forma a un poema, en el pulimento de una imagen rebelde a la expresión lírica. Y es la madre la que exclama alborozada, todas las mañanas, cuando la joven, abriendo las puertas de su habitación, asoma su rostro: ¡Al fin, sale el sol!"

Sí, Delmira era el sol de aquellos padres pero la celaban tan extremadamente que la única salida para la mujer que hervía dentro de la Nena era la creación poética: Delmira se perdía en el torbellino del verso como en los brazos de un amante, y emergía en la mañana, conmovida aún por lolos combates nocturnos, ebria como una pitonisa, para asumir la cotidiana máscara burguesa de la Nena. Quien vio con toda claridad la doble vida de Delmira fue Vaz Ferreira, al señalar (según Ofelia Machado); "una separación, un estado de casi absoluta incomunicación entre la creadora poética y la persona de la vida cotidiana, como si estuvieran ambas en casillas psicológicas aparte. Su personalidad normal se dijera que era invadida de pronto por un estado extraño, demoníaco en el sentido espiritual clásico de la expresión, que se ausentara dejándola sola con sus modos, su lenguaje habitual. En la conversación no podía así, percibirse nada que siquiera la distinguiese de lo normal."

Esa suerte de esquizofrenia explica la coetaneidad de las cartas de la Nena con los versos de Delmira, los raptos de la pitonisa con los balbuceos de la niña. Los muy sesudos hombres de letras del Novecientos no entendieron casi nunca el problema y prefirieron hablar de milagro psicológico. Pero hoy el misterio no parece oscuro. Lo único oscuro es saber por qué, durante tantos años y cuando ya era mujer, seguía Delmira haciéndose la Nena.

IV. Seis años de poesía

La Nena circulaba por las calles y plazas del Montevideo de la "Belle Epoque", tenía un novio rematador y soñaba con poseer un autógrafo de Darío, pintaba horribles óleos y tocaba Chopin al piano, se hacía fotografiar en poses de poetisa o acumulaba en su casa todo el bazar del "Art Nouveau", era rubia, gordita y cursi. Por suerte, la pitonisa era otra cosa. Era un poeta dedicado que en unos seis años maduró casi tan rápidamente como John Keats, o como su compatriota Julio Herrera y Reissig. Después de dos libros regulares, produjo en 1913 una obra maestra, esos Cálices vacíos que son el primer grito hondo de la sexualidad poética femenina en la América hispánica. Con ese libro (que en buena parte es nuevo y en parte es antología de su obra anterior) Delmira se opone a la vanguardia de la lírica de todo un continente; abre el camino que recorrerán luego la chilena Gabriela Mistral, la argentina Alfonsina Storni y la uruguaya Juana de Ibarbourou. Los hombres de letras del Novecientos estaban acostumbrados a que las poetisas escribieran con recato sobre temas poéticos a priori, que disimularan su sexo o utilizaran las delicadas convenciones habituales. Esta muchacha, esta niña montevideana, esta Nena, arroja de golpe las máscaras y escribe como mujer, a partir de una vivencia sexual hondamente enraizada en el verso. Es un milagro pero no psicológico.

Es el milagro de la verdad poética. Contra la voluntad de su hogar, de su clase y de su ambiente burgués, Delmira se atreve a profundizar en pocos años dentro de sí misma y emerge de los más hondos buceos con poemas que cuentan sus aventuras imaginarias. Contra la visión estereotipada de la niña de cabellos de oro y mirada tierna, Delmira va liberando dentro de sí las fuerzas oscuras de mujer. Cuando recoje su poesía anterior en Los cálices vacíos y la agrega a su última poesía, la ficción piadosa de la niña que hace versos explota completamente. Porque hay tanto sexo, visible y tangible en sus ardidos poemas que ya nadie puede fingir mala vista o peor oído. Recién entonces la sociedad pacata del Montevideo de 1913 se da por enterada, se escandaliza, rehuye a Delmira, erige una sutil muralla de silencio. La siguen aplaudiendo, es cierto, los literatos pero estos son hombres -de letras- y tampoco entienden. La niña ha sido abolida; surge la pitonisa.

La confusión, sin embargo, sigue. Deslumbrados por la solar luz erótica que difunde su poesía, muchos defensores se creen obligados a subrayar el carácter metafísico de sus poemas, o mostrar la idealidad del impulso que los anima, a reconocer la sexualidad pero negar la sensualidad, como si fuera necesario que Delmira practicara en su carne lo que describe en su verso para que todo su ser físico estuviera carcomido por el deseo. Hay quienes aseguran enfáticamente que fue casta, hasta el día de su casamiento. Precaución inútil. Cómo no había de ser casta una mujer cuya carne ardía por los cuatro costados y que sólo en el verso encontraba amante digno de ella. La llama que devoraba a Delmira era real. De ella queda la ceniza ardida de sus versos.

Basta abrir Los cálices vacíos, leer sus poemas, para descubrir desde qué experiencia interior escribe Delmira; es la culminación de una aventura erótica que se inicia tímidamente, con todos los rubores y cursilerías de la época, en El libro blanco y que aquí ya ha alcanzado una madurez cenital. Los poemas de este libro primero que aún sobreviven al escrutinio crítico de la autora revelan como en clave algunas de sus obsesiones: la predestinación de un destino trágico ("el naufragio o la eterna corona de los Cristos"; concluye el poema que titulaEl poeta leva el ancla); el temor a que su blancura inmaculada sea envilecida por cualquier contacto vulgar ("No estrague de mi fe los armiños prístinos"); la sed que ya aparece como símbolo de un ardor todavía enmascarado en los velos de la sensiblería catolicona que fue su herencia familiar; la apelación al Pensamiento y a la Idea que haría creer a algunos críticos superficiales que la suya era una poesía de intelectualidad viril ("Pero, mi querido, no se escribe con ideas sino con palabras", dijo un día Mallarmé a Degas, que se quejaba de no escribir buen poesía a pesar de tener muchas ideas); la estatua como símbolo de sí misma, esa estatua de carne que la sociedad y su familia la obligaron a ser; una Musa que entonces ella define en los términos antitéticos que expresarán más tarde su desgarramiento interior:

Yo la quiero cambiante, misteriosa, y compleja.
Con dos ojos de abismo que se vuelvan fanales
En su boca, una fruta perfumada y bermeja
Que destile más miel que los rubios panales.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Y que vibre, y desmaye, y llore, y ruja, y cante
Y sea águila, tigre, paloma en un instante.
Que el universo quepa en sus ansias divinas
Tenga una voz que hiele, que suspenda, que inflame.
Y una frente que erguida su corona reclame
De rosas, de diamantes, de estrellas o de espinas!

El ardor ya está aquí, aunque esté velado por los ripios, por la imaginería algo gastada del Modernismo, por la inautenticidad verbal. También aparecen en muchos poemas del primer libro las visiones sadomasoquistas, las heridas que manan sangre (Hoy mira mi herida -mostróme su pecho Y en él una boca sangrienta-...), esos gusanos que hacen pensar en Baudelaire al que seguramente ya leía la Nena; los sueños con sus visiones de figuras oscuras y casi místicas, sobre las que superpone imágenes convencionales pero muy ilustrativas de los fantasmas interiores ("... una monja color de cera / Como un gran cirio erguida, / Y con dos manos afiladas, lívidas, / Que me abren varias puertas ignoradas / Que yo cruzo temblando"). Hasta su propia duplicidad psicológica exigida por las leyes de la clase a que pertenece, resulta explicitada en algunos versos, como en esa imagen de la Musa agreste que Delmira viste y peina a la moda de París.

Y ella hoy pasea por mis brillantes salas
Un gran aire salvaje y un perfume de espliego.

A través de la utilería romántica, de esa liquidación del Romanticismo que le permite acceder hasta el Decadentismo, Delmira evidencia un acento aún torpe pero apasionado, el resultado de sus trances de pitonisa burguesa, de sus adivinaciones de niña calenturienta. Se imagina a sí misma como la Musa triste:

Es que ella pasa con su boca triste
Y el gran misterio de sus ojos de ámbar,
A través de la noche, hacia el olvido,
Como una estrella fugitiva y blanca.
Como una destronada reina exótica
De bellos gestos y palabras raras
Horizontes violados sus ojeras.
Dentro, sus ojos -dos estrellas de ámbar-
Se abren cansados y húmedos y tristes,
Como llagas de luz que se quejaran.

A veces, la confesión sube a los labios casi sin embozo poético:

... Yo encerré
Mis ansias en mí misma, y toda entera
Como una torre de marfil me alcé.

Para concluir previsiblemente su ardor:

Vamos más lejos en la noche, vamos
Donde ni un eco repercuta en mí.
Como una flor nocturna en la sombra
Yo abriré dulcemente para tí.

Esta es la Nena, la niña de quince o doce o diez o seis años, que pretenden dibujar los testimonios de los hombres de letras del Novecientos. Qué importa que la mujer misma no haya conocido entonces el amor físico y cante lo que realmente ignore y apenas adivina. La poetisa sabe lo que dice: la poetisa no miente, porque canta desde la dimensión misma de su ardor. Se prodiga en imágenes (Cuando tu llave de oro cantó en mi cerradura) que tienen la impudicia de los símbolos y no refieren transacciones cotidianas. Todo en ella es poesía, hasta la descripción mas obvia. Encerrada en su cuarto, alucinada, sin recordar que alguien acecha del otro lado de la puerta, la Nena se metamorfosea y escribe, como en trance.

Cuando publica Los cantos de la mañana y los señores hombres de letras siguen llamándola niña y entendiendo sus ardores como si fueran trances religiosos, Delmira asume ya una imaginería más directa y descarnada aún. El ardor amoroso es sólo una de las caras de su pasión. Esta ebria de amor, busca una trascendencia que sólo puede lograrse por la vía de la destrucción total. Las señales sadomasoquistas del primer libro se multiplican. El horror a la contaminación, el sentimiento de culpa, el sentido del pecado, abruman a la Nena y estallan con los más encontrados sentimientos en una serie de poemas que escribe con fuego. Ahora las cosas adquieren nombre propio. Hay un poema Al vampiro que es algo más que un eco de Baudelaire o de los discípulos de Baudelaire.

En el regazo de la tarde triste
Yo invoqué tu dolor... Sentirlo era
Sentirse el corazón! Palideciste
Hasta la voz, tus pájaros de cera,

Bajaron... y callaste... Pareciste
Oir pasar la Muerte... Yo que abriera
Tu herida mordí en ella ¿me sentiste?
¡Cómo en el oro de un panal mordiera"

Y exprimí más, traidora, dulcemente
Tu corazón herido mortalmente,
Por la cruel daga rara y exquisita
De un mal sin nombre, hasta sangrarlo en llanto

Y las mil bocas de mi sed maldita
Tendí a esa fuente abierta en tu quebranto

¿Por qué fui tu vampiro de amargura?
¿Soy flor o estirpe de una especie oscura?
¿Que come llagas y que bebe el llanto?

La respuesta la ha dado Baudelaire en El Heautontimouroumenos: esta pitonisa es simultáneamente la herida y el cuchillo, el vampiro y la víctima. Delmira no necesitaba sentir la sexualidad ajena trabajando sobre su cuerpo porque ella misma se devoraba con el ardor de sus sueños y sus visiones. Todo este libro matutino está impregnado del más delirante autoerotismo. Ya apunta en él ese conflicto de la dualidad inaguantable que está llevando a la pobre Delmira al borde de la psicosis: el Bien y el Mal, el Cielo y el Infierno, el pecado y la castidad, se oponen en sucesivos poemas como términos de una elección imposible. Porque ella se siente a la vez atraída por la blancura del armiño y la podredumbre del gusano, por el buitre que la devora y el níveo cáliz que la tienta, por Satán y por Dios. Una mística infernal y blasfema se va dibujando poco a poco. Aunque la imaginería parece ahora gastada por el uso, la autenticidad del sentimiento permite a la poetisa expresiones terribles, que desgarran la piel cotidiana del verso modernista y dejan entrever la carne esencial.

La vuelven a angustiar las estatuas, ella misma se siente estatua o tiene una cabeza de estatua entre las manos. Su impotencia y su frigidez convencionalmente impuestas, su mármol virginal, la angustian. El ardimiento es tal que alguna vez confunde erotismo con anhelo de Dios y escribe un poema a Lo inefable en que traduce, línea a línea, una sed diabólica. Habla a la Vida como esa Belleza indiferente, frígida, estatuaria que cantaba Baudelaire, otro masoquista:

Más fría que el marmóreo cadáver de una estatua.

Eros y Thanatos, es claro. Qué fácil resulta ahora todo, después que el doctor Freud y sus discípulos y contradiscípulos han ordenado el arsenal de los símbolos. Y qué misterioso era para quienes veían pasar por las arboladas calles de Montevideo a la Nena escoltada por sus padres, rubia y lánguida y gordita, y luego miraban estos versos incandescentes. Los más procaces se imaginaban cosas y llegaban a insinuar hasta su lesbianismo, apoyados tal vez en esos ardientes retratos de mujeres que publicó en La Alborada hacia 1903. Los más pudorosos se resitían a leer, o si leían tomaban al pie de la letra los símbolos; veían flores donde ella estaba cantando su sexo irredento. Los más sagaces entendían (como Vaz Ferreria) pero callaban, o sólo se permitían alusiones oscuras. Porque esta Nena, esta pitonisa, esta burguesita era un escándalo. Más callada, más discreta, más invisible que Roberto de las Carreras, la Nena había conseguido minar desde dentro la estructura aprentemente tan sólida de la poesía erótica del Novecientos uruguayo.

Lo que decían en clave bastante transparente sus dos primeros libros, lo proclama ahora a gritos toda la primera parte de estos Cálices vacíos de 1913. La propia poetisa tiene conciencia clara de la audacia de sus revelaciones y se protege con una nota en que explica: "me seduce el declarar que si mis anteriores libros han sido sinceros y poco meditados, estos "Cálices vacíos", surgidos en un bello momento hiperestésico, constituyen el más sincero, el menos meditado. Y el más querido." En realidad, toda la primera parte del libro constituye una suite poética. Aquí Delmira toca fondo por primera vez en todos sus temas, libera sus obsesiones, trabaja su verso implacablemente. Podrá calificar de bello momento hiperestésico la experiencia erótica que está en la base del libro, pero la creación poética misma no tiene nada de hiperestesia; es poesía celosa dura, vigilantemente castigada.

El libro está ofrendado a Eros, pero también Thanatos se reserva una buena parte. Después de consumir su ardor en sí misma, después de haber erigido en sueños la imagen de un amante que es un vampiro y que es también ella misma, Delmira parece haber encontrado al fin al Otro. La experiencia es muy singular y no debe ser entendida en términos de literaridad carnal. Importa poco que los poemas revelen o no una experiencia sexual específica. Creo que no parten de allí. Pero sí importa que arranquen de una experiencia de amor. Entre Los cantos de la mañana y Los cálices vacíos, Delmira ha conocido un hombre (real, concreto, seductor) que se convierte para ella en objeto erótico y al que está dedicada la parte más creadora de este libro, es decir de su poesía. Inútil aclarar que ese hombre no es Enrique Job Reyes, su futuro esposo.

Con alma fúlgida y carne sombría, termina el poema primero de esa ofrenda a Eros que da el tono de la suite. Nunca Delmira llegó tan hondo, tan a lo negro, tan a lo infernal, en este descenso dentro de sí misma para apresar las fuentes sombrías de su verso. No hay poema trivial en esta suite, aunque haya algunos ripiosos, otros más logrados, pequeñas obras maestras. Pero esa esquizofrenia poética que la estaba invadiendo cada vez más, se revela aquí, línea tras línea, en forma de obsesionante secuencia que permite a Delmira alcanzar su nota más alta y trágica. Ella se siente mancillada por su deseo, se ve como un cáliz vacío que el amado colmara, convierte su cuerpo en surco profundo para la simiente del amado, espera el fruto que saltará de su vientre. Pero al mismo tiempo, la asedian las imágenes de la esterilidad, un hongo sombrío acecha desde los rincones de la noche, hay un dios o un monstruo agazapado en el fondo de esa laguna que yace en el fondo de su ser. El dios al que ofrenda su cuerpo está ciego, el amante se le escapa en sueños, se siente convertida en fiera de amor que muerde un corazón de estatua, una ceguera luminosa se la traga como un abismo, las pupilas del amado son un lecho o una tumba. El cisne, el ave heráldica del amor galante a lo Verlaine y a lo Darío, se convierte en emblema sexual para esta Leda de fiebre, pero es un cisne que yace quieto, como un muerto, un cisne que sólo provoca en ella blancores de miedo. La imagen de la estatua vuelve, esta vez ya sólo amenazadora en su frigidez. En el último poema se siente ensombrecida por la tristeza del amado.

¿Para qué seguir? Ahí está el libro, ardiente aún a pesar de los cincuenta y tantos años trancurridos, del cambio de modas, de la decadencia de tanta imagen decadente. Está ardiendo aún porque Delmira había llegado a desnudar del todo en él las sucesivas capas que ocultaban su alma, a hacer cantar no sólo a su piel y a su sed de adolescente virgen, abrumada por el acoso familiar, ensuciada por los temores y los tabúes, sino a esa otra desmelenada mujer que llevaba dentro. La había sacado de lo más hondo de sí misma y la había sometido a la prueba de fuego del verso. La mujer entonces (no la Nena ni Joujou) escribe esos versos en que el Amor aparece definitivamente muerto: tantalizador como una estatua, el Amor se niega; cruel en su autosuficiencia, el Amor lo arrastra a la Muerte. Tu vida viuda... dice la poetisa a su amado. En la hora de la verdad, al ir a abrazar a Eros, Delmira sólo encuentra la máscara de Thanatos.

V. Una hipótesis biográfica

Meses después de editado el libro, Delmira se casa pero no con el hombre que ha provocado esos versos terribles, sino con un novio que la visitaba desde hace unos seis años, un ripio, como lo llama cómicamente en una carta Roberto de las Carreras, que lo vio muy al pasar una tarde. En realidad, la que se casa es la Nena. A los veintiún días de consumado el matrimonio, la Nena vuelve desesperada a la casa paterna, clamando que no puede soportar tamaña vulgaridad. Se inicia el trámite del divorcio, bastante duro en aquel Montevideo de 1914; hasta los amigos del marido declaran en contra de él; todo parece asegurar una pronta liberación del insoportable yugo conyugal. Sin embargo, Delmira (o tal vez sólo la Nena) sigue viendo clandestinamente al ex marido; sigue citándose con él en un cuarto que él había alquilado para recibirla y que estaba decorado con cuadros pintados por ella; sigue sometiéndose a la vulgaridad de sus abrazos. Un día en que está próxima ya la disolución del matrimonio, Delmira acude a la cita que será la última. Cuando más tarde llega la policía la encuentra a medio vestir, ya muerta de dos balazos disparados en la sien derecha; el asesino, moriubundo, fallece casi de inmediato. Los diarios se apoderan de la intimidad de Delmira, multiplican los detalles de esa doble muerte, reproducen las fotografías de su cuerpo, hacen escándalo. De golpe la Nena crece y se convierte en ese cadáver con las medias caídas.

Se han buscado muchas explicaciones a esta doble muerte. La más trivial pone toda la culpa en Enrique Job Reyes, en su sentimiento de inferioridad ante la inalcanzable poetisa, en sus celos, en su mediocridad. Pero esta hipótesis es demasiado casual. Las cartas confirman que Delmira lo quiso y compartió con él durante años el mismo plano de vulgaridad; confidencias de amigos y parientes revelan que seguía viéndolo por propia voluntad; incluso alguna carta fragmentaria de Reyes (que publica con muchas cautelas Ofelia Machado) parece indicar a la madre de Delmira como origen y causa de la ruptura. Otras explicaciones son aún más fantásticas, como la del pobre André Giot de Badet que atribuye a su residencia en Europa el precipitado casamiento de Delmira, a los celos que él (pequeño mariposón poético) habría despertado en Reyes esos dos pistoletazos y se concede un excesivo papel de tercero.

La verdad es que no hay una respuesta única; es cierto que Delmira no podía soportar la vulgaridad del marido y por eso lo abandona a los veintiún días de casada, pero la Nena sí podía y por eso vuelve una y otra vez a encontrarse en secreto con Reyes: "Quería convertir al esposo en amante", dejó dicho con acierto intuitivo una de las hermanas de él. En su rebeldía interior contra el mundo burgués que la paralizó, que quiso convertirla en infecunda estatua, en frígida niña, Delmira se casó con Reyes y se divorció luego para seguir viéndolo como amante, para poder vestir de rojo y pasear su silueta (ahora sí sensual y sexual, justificadamente llena, provocativa) por las calles de la gran aldea. También es cierto que la madre que había ensombrecido su infancia con una dulcísima tiranía fue el mayor obstáculo para su casamiento con Reyes. La correspondencia prematrimonial revela señales de una clandestinidad, del terror que los padres se enteren, de signos y cifras de un lenguaje secreto. La madre siguió siendo un obstáculo luego, como lo demuestran los párrafos apasionados de la única carta postmatrimonial de Reyes y el testimonio de alguna amiga. Pero otra vez se revela la duplicidad psicológica de Delmira: en tanto que la Nena vuelve a cobijarse bajo el ala dulcemente tiránica de la madre, la poetisa sigue el juego de la clandestinidad y se da cita en una habitación cerrada y escondida que su ex marido ha alquilado sólo para el placer. Esta mujer que no se animaba a sentarse sola en una café del centro (aunque lamentaba no estar en París para poder hacerlo, según cuenta Giot de Badet), corría toda vestida de rojo a encontrarse con ese tal vez único, mediocre, pero verdadero hombre que tuvo realmente cerca: el marido que ella había convertido ahora en amante.

Hay, además, un tercero. Aunque muchos críticos han señalado de pasada la existencia de ese hombre la historia nunca ha sido contada entera. Sin embargo, hace casi quince años que se publicaron en Cuadernos Americanos, de México, las dos cartas fundamentales de Delmira a Manuel Ugarte. Es posible reconstruir la historia en sus líneas principales gracias a estas cartas, a algunas elusivas referencias de Ugarte en sus libros y hasta a una novela en clave que hacia 1914 publicó Vicente Salaverri, amigo y admirador de Delmira. La historia es también ejemplar de las costumbres eróticas del Novecientos. La reconstruyo ahora mezclando hipótesis y documentos.

Delmira conoció a Ugarte allá por 1912, cuando hacía por lo menos cinco años que la Nena mantenía relaciones con su ripioso novio. No es segura la fecha exacta, pero se sabe que el primer contacto se establece en 1910, cuando la poetisa envía a Ugarte (que entonces reside en París) los dos libros que ha publicado hasta la fecha. El contesta con una carta formal y elogiosa en que dice: "Estas páginas tienen la sutileza y dulzura, la transparencia y la sinceridad de un corazón que se entrega." Aunque Ugarte no parece haber leído los libros a fondo (habría encontrado allí entonces también al vampiro y a la tigra), una premonición que sobrepasa su mediocre fraseo se advierte en el reconocimiento de "ese corazón que se entrega".

En 1910 Ugarte es uno de los escritores hispanoamericanos que a la zaga de Darío y Gómez Carrillo escriben crónicas para el mercado semicolonial de habla española desde los brillantes bulevares de la capital del mundo. Argentino, rico, con aires de poeta y conquistador de mujeres, Ugarte tiene a los treinta años una apostura que él cree sin duda magnífica. Después tomará otro rumbos y se convertirá en adalid del americanismo, pero el Ugarte que importa evocar aquí es el señorito suramericano que se siente árbitro de la cultura continental desde su palomar parisino. Hacia 1912 embarca para América del Sur, es decir, para Buenos Aires. La fecha no es segura y él mismo en su libro de recuerdos (El dolor de escribir, 1933) señala 1911 en la página 14 y 1912 en la 42. Sea como fuere, es probable que ya estuviera en el Río de la Plata cuando llegó Darío en 1912 y que hasta haya ido a Montevideo a recibirlo. Pudo encontrar entonces a Delmira, que había acudido trémula al puerto a conocer al padre del Modernismo. Hay un apunte autógrafo de Delmira en que anota (hasta con la precisión de minutos) el encuentro con Darío. Es un instante crucial. Porque unos años antes el gran poeta nicaragüense pudo haber sido ese príncipe sombrío con el que ella soñaba. Pero el hombre que ahora está delante de sus ojos es, a pesar del encanto de su palabra, la cortesía de sus modales, la aristocracia de sus manos, una ruina borracha y carcomida. A los cuarenta y cinco años, Darío es ya un anciano que tardará sólo cuatro años más en aniquilarse del todo. Aun así, tiene tiempo de reconocer la calidad de Delmira y escribir ese Pórtico que abrirá su nuevo libro.

Pero si Darío es ya una ruina, Ugarte a los treinta está al comienzo de su plenitud viril. Compacto, elegante, moreno, con una tez oscura que acentúa su atractivo siniestro, con unos ojos brillantes, los bigotes de Don Juan, produce estragos en el corazón de Delmira. Sólo se puede conjeturar la naturaleza de sus relaciones pero por las dos cartas publicadas cabe suponer que fueron intensas, cargadas de pasión aunque quizás no hayan sido íntimas. Tal vez de ese encuentro surgieron los poemas de la primera parte de Los cálices vacíos. Por lo menos, así parecen confirmarlo aquellos en que se describe a un hombre que manifiesta un Yo de emperador innato, que tiene un perfil wagneriano. Excluído Darío, Ugarte es lo más próximo que tiene Delmira como modelo de un auténtico y exótico príncipe de la poesía. Su imaginación teje pronto en torno a él una trama de pasiones.

Lamentablemente el poeta parece no estar dispuesto a sacrificarle su soltería. O mejor dicho, está dispuesto, eso sí, a dejarse adorar a la distancia. En vez de tomar esa mujer que se ofrece, se retira con un curioso argumento libertino; no le interesan las vírgenes, cree en el amor libre, sólo aspira a desflorar su alma. En realidad, este anarquista es tan apócrifo defensor del amor libre como lo era Roberto de las Carreras; busca una aventura pero elude el compromiso. Por eso empuja a Delmira al casamiento. El mismo día de los esponsales, vestida ya de novia, Delmira consulta in extremis a Ugarte y a Zorrilla de San Martín (ambos eran sus testigos) si debía casarse o no; ambos contestan que sí, el primero por conveniencia muy personal; el segundo porque como católico era convencido abogado del matrimonio. Se cuenta que Zorrilla dijo luego al sacerdote: "Cáselos bien fuerte, que no se puedan descasar más." Por lo menos esa es la versión pública de un enlace que llegaría hasta la tragedia; esa es la versión que difunden los biógrafos de Delmira y hasta Ugarte en su libro de recuerdos.

Pero hay otra versión: después de la ceremonia y cuando aún no habían abandonado la casa paterna, el novio encuentra a Delmira en coloquio muy privado con Ugarte y arma una escena. A este episodio parece aludir Delmira en una de las cartas a Ugarte cuando escribe: "Ud. hizo el tormento de mi noche de bodas y de mi absurda luna de miel..." En la misma carta cuenta: "Lo que yo sufrí aquella noche no podré decírselo nunca. Entré a la sala como a un sepulcro sin más consuelo que el pensar que lo vería. Mientras me vestían pregunté no sé cuántas veces si había llegado. Podría contarle todos mis gestos de aquella noche... la única mirada consciente que tuve, el único saludo 'inoportuno' que inicié fueron para Ud. Tuve un relámpago de felicidad. Me pareció un momento que Ud. me miraba y me comprendía. Que su espíritu estaba bien cerca del mío entre toda aquella gente molesta. Después, entre besos y saludos, lo único que yo esperaba era su mano. Lo único que yo deseaba era tenerle cerca un momento. El momento del retrato... y después sufrir, sufrir hasta que me despedí de Ud. Y después sufrir más, sufrir lo indecible..."

Esa fotografía a que alude Delmira es la que aparece ahora en el libro de Ofelia Machado: el testimonio gráfico de los esponsales, con los novios en el centro rodeados de parientes, amigos, entre los que se puede reconocer a Zorrilla de San Martín y a Carlos Vaz Ferreira. Justo en medio de las cabezas de Delmira y Enrique Job Reyes asoma una tercera: la de Ugarte, como si el fotógrafo hubiera querido perpetuar simbólicamente ese lamentable triángulo. La carta de Delmira sigue revelando cada vez más la naturaleza de esa relación: "Ud. sin saberlo sacudió mi vida. Yo pude decirle que todo 'esto' era en mi nuevo, terrible y delicioso. Yo no esperaba nada, yo no podía esperar nada que no fuera amargo de este sentimiento, y la voluptuosidad más fuerte de mi vida ha sido hundirme con él. Yo sabía que Ud. venía para irse, dejándome la tristeza del recuerdo y nada más. Y yo prefería eso, y prefiero el sueño de 'lo que pudo ser' a todas las realidades en que Ud. no vibre. Yo debí decirle todo eso, y más, para ser absolutamente sincera. Pero, entre otras cosas, he tenido miedo de descubrirme muy 'en el fondo', una de esas pobre almas débiles enteramente rendidas al amor, imagínese Ud. esa miseria frente a su sonrisa un poquito irónica de poderoso... Y yo, que he sabido sonreír tan irónicamente como Ud.!"

La ruptura con Reyes permite a Delmira esperar una restauración de sus relaciones con Manuel Ugarte. La segunda carta que se ha publicado es posterior a la ruptura y al regreso a la casa paterna. Es una carta doble: una parte ha sido escrita para soportar el escrutinio de los ojos maternos y sólo cuenta muy discretamente que debió huir de la vulgaridad. "Llegué casi loca a refugiarme en mamá", le cuenta y agrega que traía una novela de Ugarte como todo equipaje. También le dice que anhela volver a verlo. El tono algo infantil de esta misiva revela que ha sido escrita para ojos vigilantes. Junto a ésta, Delmira envía otra (ya no redactada por la Nena) en que acusa recibo de una carta seguramente clandestina de Ugarte. Por ella se deduce que el seductor ahora estaba dispuesto a recibirla en Buenos Aires con los brazos abiertos. Pero ella aclara: "Mi ida a ésa es una complicación de imposibles. He de permanecer aquí hasta concluir de 'desanudarme'. ¡Dios sabe si esto me ha costado! Dios sabe si vivo triste... Por eso mi corazón busca a lo lejos el corazón hermano, para verterse en él como una copa de lágrimas..." Y concluye pidiéndole que se decida a volver a Montevideo.

Había más cartas pero la esposa de Ugarte (porque al fin Don Juan se casó, aunque muchos años más tarde) las destruyó en un ataque de celos. Por esas sobrevivientes cabe suponer que Delmira siguió en contacto epistolar con Ugarte, mientras veía clandestinamente a Reyes. No es disparatada la hipótesis de que pensaba reunirse con aquél apenas terminado el divorcio; Salaverri en su novela habla francamente de que ella pensaba acompañar a su amante en una jira por toda América. Es posible que este proyecto haya llegado a oídos de Reyes y haya motivado su decisión de ultimarla y suicidarse. O tal vez la doble muerte sólo sea el resultado de un pacto suicida.

Sea como fuere, la muerte de Delmira no es sólo un accidente impuesto por el desvarío de un celoso. Con su doble personalidad y su doble vida, Delmira se preparó esa espectacular conclusión, tan minuciosamente como si ella misma hubiera seleccionado las póstumas fotografías escandalosas, previsto la crónica roja de los periódicos.La Pitonisa y la Nena sólo podían acabar fundiéndose en esa doble imagen de la mujer inmolada.

Hay una posdata cínica: las palabras que dedica a Delmira el seductor Ugarte en su libro de recuerdos. En un capítulo titulado: "Las verdaderas escritoras", apunta (bajo los ojos censorios de su esposa, tal vez): "Puesto que la evocación de los nombres me ha llevado de Chile a Uruguay, cumple recordar la figura de Delmira Agustini. Pocas veces se escribieron versos apasionados y sensuales en un estilo tan limpio y superior. Y es que Delmira Agustini fue, ante todo, una sinceridad vibrante y por lo mismo perpleja antes los vientos de la vida. Aún la veo, el día de su casamiento, preguntándonos a Zorrilla de San Martín y a mí, que éramos sus testigos:
"-¿Qué hago? ¿Me caso?
"La duda se decidió en afirmación y pocos meses después se abrió en sangre el epílogo que todos recuerdan en el Río de la Plata."

Unas páginas antes, en otro capitulito titulado "El amor", este Don Juan que recuerda todo a veinte años de distancia con esa sonrisa un poquito irónica de poderoso que Delmira describe tan lúcidamente en su primera carta, había confesado:

"Siempre huí de las colegialas hechas en serie, que desde pequeñitas hacen la misma reverencia, tienen la misma manera de escribir y dicen las mismas tonterías jugando al tennis. Lo que más me aleja de los seres es la cobardía de su yo. A menudo sonreí también ante algunas corpulentas novias de América, que a pesar de su virginidad con garantía de Estado, parecen, por el aspecto, haber sido madres muchas veces. Y por eso me aclimaté en los amores espontáneos, que duran lo que realmente duran, y que a veces, sin contrato ni bendición, se prolongan la vida entera. Siempre con la sinceridad total. Nunca he enajenado el corazón en lotes, como en las almonedas de suburbio."

Este fue el hombre que Delmira amó como a un ideal imposible, éste el hombre que arruinó la ceremonia de su casamiento, éste el tercero que asoma tan simbólicamente su cabeza entre el rostro de la novia, estupefacta y blanca como si le hubiera caído encima una capa de albayalde, y la expresión minuciosamente mediocre del marido. Los ojos púdicamente bajos, los bigotes con las guías levantadas, la apostura impecable del Don Juan del Novecientos, Manuel Ugarte es en aquella foto la imagen misma de la vanidad. Pero no cabe reprocharle nada. Si Delmira (la mujer, no la Nena) eligió este amante imposible es porque para su definitiva liberación necesitaba un elenco vulgar: la ceguera de la madre, la mediocridad del marido, la hipocresía del amante. Sólo así pudo despeñarse -libre al fin- por esa sima que le estaba destinada desde siempre (2).

VI. Un balance provisorio

Reducir a sus elementos sociológicos el caso de Roberto de las Carreras o el de Delmira Agustini, como han pretendido algunos críticos, es olvidarse que en el mismo ambiente y en la misma época María Eugenia Vaz Ferreira paseaba su bohemia magnífica, escribía versos apasionados con destinatarios muy conocidos y se daba el lujo de seguir siendo virgen en medio de la ñoñería conyugal de sus compañeras de generación. Es ignorar que Horacio Quiroga pudo publicar en Salto, ya en 1899, las fantasías sadomasoquistas más directas que haya concebido la literatura uruguaya, y que en 1901 lanzó en pleno Montevideo su libro Los arrecifes de coral. Un año después de su frustrado viaje a París, publicó entonces Quiroga unos poemas y unas prosas que en audacia temática rivalizaban con Roberto de las Carreras, aunque no fueran tan explícitamente autobiográficos. Es ignorar, asimismo, que en su altillo de la calle Ituzaingó (inflacionariamente calificado de Torres de los Panoramas), Herrera y Reissig estaba llevando a cabo una revolución poética mucho más audaz que la que nunca soñó Roberto o realizó Demira. Otros poetas reaccionaban, pues, de otra manera a la misma presión burguesa.

El desafío de Roberto o de Delmira a las convenciones del medio no era una consecuencia inevitable de la represión. No hay que olvidar que en París, ese París en que todo parece estar permitido, tanto Baudelaire como Lautréamont, como Rimbaud, como Jean Genet, han sentido también la necesidad de rebelarse. La rebelión poética tiene otras raíces que la mera situación social. La necesidad de escándalo se fortifica con las circunstancias (nacimiento ilegítimo de Roberto, la cárcel familiar de Delmira) pero tiene su origen en una necesidad de ahondar dentro de sí mismo, una pasion de sinceridad y de autenticidad, que lleva a Roberto a sucesivas exposiciones, en tanto que Delmira se va fundiendo poéticamente en su sexo insatisfecho hasta encontrar en el holocausto sangriento la última impostergable voluptuosidad.

Ambos son, pues, exploradores del más allá del subconsciente. Con la diferencia de que Roberto sólo consigue hacer biografía en tanto que Delmira logra poner la mano ardiendo sobre la poesía. El uno se consume en la insensata tarea de quitar capa tras capa de la cebolla de su personalidad hasta quedarse con la nada. La otra se precipita en la sima de su sexo y encuentra esa "oscura raíz del grito" que es la esencia de su canto. Los experimentos vitales de Roberto y de Delmira son distintos y hasta contrarios, a pesar de ciertas semejanzas superficiales. Ambos ilustran en forma simbólica la actitud básica del hombre y de la mujer ante el sexo: en tanto que para Roberto era sólo un medio para apresar en el estanque del yo su elusiva imagen de Narciso poéticamente impotente, en Delmira es -sigue siendo- la vía de acceso a una poesía que no ha muerto. En él, la exploración sexual y poética conduce a la nada: en ella, a la vida eterna de las palabras. De ahí su diferente inmortalidad (3)."

(2) La mejor documentación biográfica y testimonial sobre la poetisa está en el libro de Ofelia Machado, Delmira Agustini, (Montevideo, 1944). Hay importantes documentos inéditos en la revista Fuentes (Montevideo, agosto de 1961), en particular numerosas cartas (de Vaz Ferreira, publicadas íntegramente por primera vez, de Roberto de las Carreras, con acertados juicios poéticos y muy patéticas confesiones personales; una de Mannuel Ugarte, formal, etc.) y también el testimonio múltiplemente recogido de su amigo André Giot de Badet. La novela de Vicente A. Salaverri que se inspira parcialmente en la muerte de Delmira se titula La mujer inmolada (Montevideo, Editorial Pegaso, sin fecha). Carece de valores literarios. Las cartas de Delmira a Manuel Ugarte fueron publicadas póstumamente por Hugo D. Barbagelata en la revista Cuadernos Americanos (México, setiembre-octubre, 1953) bajo el título "Evocando el Pasado".
Hay muy buenas intuiciones críticas en los trabajos de Alberto Zum Felde, aunque las sucesivas explicaciones que ha ofrecido para iluminar el problema poético y erótico de Delmira parecen en suma insuficientes. Así, en Crítica de la literatura uruguaya (Montevideo, 1921) utiliza una psicología positivista y confunde el alcance de la famosa frase de Vaz Ferreira que sólo se conocía fragmentariamente entonces. En Proceso intelectual del Uruguay (Montevideo, 1930) Zum Felde rectifica el rumbo (aunque no explícitamente) y utiliza el intuicionismo de Bergson como ayuda, aunque conserva buena parte de las confusiones de detalle. En la reedición del mismo libro (Buenos Aires, 1941) retoca algún párrafo pero no cambia el enfoque. En el Prólogo a las Poesías Completas (Buenos Aires, Editorial Losada, 1944), la mejor colección hasta la fecha de versos de Delmira) trata de ponerse al día con la psicología profunda pero sigue apegado a sus viejas interpretaciones; niega que haya crueldad satánica en los versos de Delmira, niega realismo a su ardor erótico, insiste en su potencia mental y en la virilidad de su pensamiento, se asombra sinceramente de que un poeta reaccione contra su medio. A pesar de estos errores, los trabajos de Zum Felde son críticamente estimables. Un punto de vista en parte discrepante con el suyo fue expresado, ya en 1925, por Luisa Luisi en un artículo que ha sido incorporado a la edición de Poesías de Delmira publicada por La Bolsa de los Libros en 1944 (Montevideo, Claudio García & Co.). Es evidente que Zum Felde aprovechó para su texto de 1930 las intuiciones de Luisa Luisi, aunque no reconoce la deuda explícitamente. En el volumen especial de Número dedicado a "La Literatura Uruguaya del Novecientos" (núms. 6-7-8, Montevideo, enero-junio, 1950) hay un excelente artículo de Sarandy Cabrera sobre Delmira y María Eugenia Vaz Ferreira. En el núm. 3/4 de la segunda época de esta misma revista (mayo, 1964) se publicó una interpretación de las relaciones de Delmira con Enrique Job Reyes que integra un capítulo de una novela de Carlos Martínez Moreno, La otra mitad (México, Ediciones Joaquín Mortiz, 1967). Su hipótesis coincide sólo parcialmente con la expuesta aquí. Volver

(3) Estas páginas forman parte de un estudio, en preparación, sobre el Modernismo en el Uruguay." Volver

 

 

 

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