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CUARTA PARTE: LA VERDAD HISTORICA
Y LA VERDAD MAGICA
Hasta cierto punto, El reino de este mundo cumple con el
programa explícito en su prólogo. La exploración
de lo real maravilloso asume en este libro la forma de un relato,
más o menos histórico, sobre la realidad haitiana
entre 1760 y 1820; es decir: los años que ven el levantamiento
de esclavos (1791), la abolición de la esclavitud (1793)
y el colapso total del imperio del rey Christophe. Carpentier aparece
guiado por una voluntad de documentación histórica
que el mismo define en el prólogo:
el relato que va a leerse ha sido establecido sobre
una documentación extremadamente rigurosa que no solamente
respeta la verdad histórica de los acontecimientos, los nombres
de personajes -incluso secundarios-, de lugares y hasta de calles,
sino que oculta, bajo su aparente intemporalidad, un minuciosa cotejo
de fechas y de cronologías. (p. 16)
Algunos estudiosos ya se han encargado de precisar qué es
historia y qué es ficción en el relato de Carpentier.
La línea general del relato es histórica y articula
sus partes principales sobre los personajes de Mackendal, Bouckman
y Paulina Bonaparte, Henri Christophe. Pero aun apoyándose
en estas criaturas históricas, Carpentier altera la perspectiva
por el énfasis con que distribuye el espacio en su relato.
Así, Toussaint L'Ouverture, uno de los
héroes mas destacados de la revolución de la independencia
haitiana, para muchos el verdadero Bonaparte del Caribe, es apenas
mencionado incidentalmente (p. 59).(12) Otros
héroes como Rigaud ni siquiera son mencionados; Dessalines
y Rochambeau ocupan sólo el fondo del relato. Más
importantes para Carpentier que el general Leclerc y sus campañas
militares son los amoríos de su mujer, Paulina, o las visiones
eróticas del masajista de ella, el musculoso Solimán.
Desde otro punto de vista altera también Carpentier la realidad
histórica de Haití en la época que reconstruye
El reino de este mundo. Aunque se menciona repetidamente
la variedad de matices de color de la piel de los personajes, no
se intenta de ninguna manera elucidar la importancia que esta polémica
matización tuvo para el desarrollo de la historia de Haití.
El cruel conflicto que opuso a los mulatos no sólo contra
los blancos sino también contra los negros, es un tema que
apenas si resulta aludido en la obra de Carpentier. Pero no sólo
la perspectiva histórica queda alterada por esta omisión,
o por concederse más importancia a personajes reales pero
secundarios, o al concentrarse la mirada en el rey Christophe (rey
de baraja española) en vez de Toussaint, el verdadero liberador.
Carpentier va aun más lejos en su ficcionalización
de la historia. Junto a personas reales introduce en su relato un
par de personajes de ficción que se contaminan de irrealidad
la historia. Aunque la declaración arriba citada del prólogo
-en que se insiste en la documentación minuciosa del libro
y la verdad histórica de acontecimientos, personajes secundarios,
lugares, etc.- no permite preverlo, dos de los personajes que tienen
más rapto en el relato, y que aparecen ya desde la primera
página, son puros entes de ficción. Me refiero, es
claro, al Monseñor Leonormand de Mezy y su criado, Ti Noel.
Como éste último habrá de convertirse en el
testigo principal del relato, el personaje cuyo punto de vista privilegiado
asumirá el invisible autor, se puede entender hasta qué
punto la ficción domina la historia en El reino de este
mundo. Ti Noel es el foco desde donde se mira este mundo. Pero
no sólo es en el recuento del espacio concedido a personajes
históricos secundarios en detrimento de los centrales (Paulina
en vez de Toussaint, digamos), ni es en la concentración
del punto de vista en un personaje totalmente ficticio como Ti Noel,
donde se describe la sutil alquimia con que Carpentier trabaja la
historia de Haití hasta transformarla en pura maravilla.
Es en la misma escritura del relato en donde se advierte la traza
de esa alquimia.
En primer lugar importa subrayar la elección del testigo.
Al elegir a Ti Noel, Carpentier está creando un intermediario
para salvar no sólo el problema técnico de la narración
misma, sino algo más importante. ¿Cómo trasmitir
la maravilla del vaudou sin asumir la perspectiva del testigo
comprometido, envuelto en la magia que describe? El fracaso
de Carpentier en su anterior esfuerzo narrativo, Ecué-Yambá-O,
derivaba precisamente de haber adoptado en aquella novela su propio
punto de vista de narrador europeizado, de folklorista gue registra
los ritos afrocubanos pero que no participa radicalmente en ellos,
de antropólogo distanciado emocionalmente del material que
estudia.(13) Al inventar el personaje de Ti Noel
-que naturalmente es capaz de registrar la magia del vaudou
a la misma altura emocional en que ésta funciona-, Carpentier
evita el error de su primera novela, y consigue al mismo tiempo
dotar a su relato histórico de la doble visión necesaria.
Un ejemplo permitirá ver esto más claro. Es el episodio
en que Ti Noel, perdido entre los demás esclavos, asiste
a la ejecución de Mackandal, el rebelde. Hay un momento en
ese capítulo (el VIII, de la primera parte) en que Carpentier
contrapone el punto de vista de los amos al punto de vista de los
esclavos. Mackandal avanza, "cubierto de cuerdas y de nudos,
lustroso de lastimaduras frescas", en medio de la multitud
que ha acudido al espectáculo.
Los amos interrogaron las caras de sus esclavos con
su mirada. Pero los negros mostraban una despechante indiferencia.
¿Que sabían los blancos de cosas de negros? En sus
ciclos de metamorfosis, Mackandal se había adentrado muchas
veces en el mundo arcano de los insectos, desquitándose de
la falta de un brazo humano con la posesión de varias patas,
de cuatro élitros o de largas antenas. Había sido
mosca, ciempiés, falena, comején, tarántula,
vaquita de San Antón y hasta cocuyo de grandes luces verdes.
En el momento decisivo, las ataduras del mandinga, privadas de un
cuerpo que atar, dibujarían por un segundo el contorno de
un hombre de aire, antes de resbalarse a lo largo del poste. Y Mackandal,
transformado en mosquito zumbón, iría a posarse en
el mismo tricornio del jefe de las tropas, para gozar del desconcierto
de los blancos. Eso era lo que ignoraban los amos; por ello habían
despilfarrado tanto dinero en organizar aquel espectáculo
inútil, que revelaría su total impotencia para luchar
contra un hombre ungido por los grandes Loas. (pp. 64-65)
La oposición del punto de vista de los blancos (un espectáculo
horrible, para aterrorizar a los esclavos rebeldes) y el punto de
vista de los negros (un espectáculo inútil porque
Mackandal escaparía, metamorfoseado en algún animal),
queda explícitamente dibujado aquí. En la narración
que sigue, Carpentier trata de mantener nítido el punto de
vista de los amos pero sin renunciar al de los esclavos.
Mackandal estaba ya adosado al poste de torturas.
El verdugo había agarrado un rescoldo con las tenazas. Repitiendo
un gesto estudiado la víspera frente al espejo, el gobernador
desenvainó su espada de corte y dió orden de que se
cumpliera la sentencia. El fuego comenzó a subir hacia el
manco, sollamándole las piernas. En ese momento, Mackandal
agitó su muñón que no habían podido
atar, en un gesto conminatorio que no por menguado era menos terrible,
aullando conjuros desconocidos y echando violentamente el torso
hacia adelante. Sus ataduras cayeron, y el cuerpo del negro se espigo
en el aire, volando por sobre las cabezas, antes de hundirse en
las ondas negras de la masa de esclavos. Mackandal sauve !
(pp. 65- 66)
Hasta aquí, aunque sin perder de vista la línea realista,
Carpentier parece seguir sobre todo el punto de vista de los esclavos;
Mackandal parece a punto de escapar milagrosamente a su tormento.
Pero la narración continúa explicando lo que realmente
aconteció.
Y fue la confusión y el estruendo. Los guardias
se lanzaron, a culatazos, sobre la negrada aullante, que ya no parecía
caber entre las casas y trepaba hacia los balcones. Y a tanto llegó
el estrépito y la turbamulta, que muy pocos vieron que Mackandal,
agarrado por diez soldados, era metido de cabeza en el fuego, y
que una llama crecida por el pelo encendido ahogaba su último
grito. Cuando las dotaciones se aplacaron, la hoguera ardía
normalmente, como cualquiera hoguera de buena leña, y la
brisa venida del mar levantaba un buen humo hacia los balcones donde
más de una señora desmayada volvía en sí.
Ya no había nada que ver. (p. 66)
La última parte del capítulo restablece, sin embargo,
el punto de vista de los esclavos y reintroduce a Ti Noel como foco
de la narración.
Aquella tarde los esclavos regresaron a sus haciendas
riendo por todo el camino. Mackandal había cumplido su promesa,
permaneciendo en el reino de este mundo. Una vez más eran
birlados los blancos por los Altos Poderes de la Otra Orilla. Y
mientras Monsieur Lenormand de Mezy, de gorro de dormir, comentaba
con su beata esposa la insensibilidad de los negros ante el suplicio
de un semejante (...) Ti Noel embarazó de jimaguas a una
de las fámulas de cocina, trabándola, por tres veces,
dentro de uno de los pesebres de la caballeriza. (pp. 66-67)
Con este encuentro erótico -que subraya la virilidad de
los negros esclavos- se confirma el punto de vista mágico.
Contra las evidencias de la realidad se sostiene la visión
sobrenatural, lo "maravilloso", que se apoya en la fe.
No es extraño, por lo tanto, que al final de su carrera,
Ti Noel recurra a la magia de Mackandal para escapar de una realidad
intolerable. En el capítulo III, de la cuarta parte, Ti Noel
descubre la clave de las metamorfosis.
Ya que la vestidura de hombre solía traer
tantas calamidades, más valía despojarse de ella por
un tiempo, siguiendo los acontecimientos de la Llanura bajo aspectos
menos llamativos. Tomada esa decisión, Ti Noel se sorprendió
de lo fácil que es transformarse en animal cuando se tienen
poderes para ello. Como prueba se trepó a un árbol,
quiso ser ave, y al punto fue ave. Miró a los Agrimensores
desde lo alto de una rama, metiendo el pico en la pulpa violada
de un caimito. Al día siguiente quiso ser garañón
y fue garañón; mas tuvo que huir prestamente de un
mulato que le arrojaba lazos para castrarlo con un cuchillo de cocina.
Hecho avispa, se hastió pronto de la monótona geometría
de las edificaciones de cera. Transformado en hormiga por mala idea
suya, fue obligado a llevar cargas enormes, en interminables caminos,
bajo la vigilancia de unos cabezotas que demasiado le recordaban
los mayorales de Lenormand de Mezy, los guardias de Christophe,
los mulatos de ahora. A veces, los cascos de un caballo destrozaban
una columna de trabajadores, matando a centenares de individuos.
Terminado el suceso, los cabezotas volvían a ordenar la fila,
se volvía a dibujar el camino, y todo seguía como
antes, en un mismo ir y venir afanoso. Como Ti Noel sólo
era un disfrazado, que en modo alguno se consideraba solidario de
la Especie, se refugió, solo, debajo de su mesa, que fue,
aquella noche, su resguardo contra una llovizna persistente que
levanto sobre los campos un pajizo olor de espartos mojados (pp.
190-191).
La narración ha terminado por asumir totalmente el punto
de vista del testigo privilegiado, del imaginario Ti Noel. El último
capítulo de la cuarta parte, y el último del libro,
muestra precisamente a Ti Noel en su final metamorfosis (la de ganso),
antes de descubrir que no es posible renunciar a la condición
humana y regresar a su realidad, a su delirio. Una advertencia:
aunque en estos últimos capítulos, Carpentier sigue
de muy cerca el punto de vista de su personaje central no parece
lícito creer que lo comparte. Por el contrario, la metamorfosis
de Ti Noel concluye con una parrafada que no sólo sirve para
justificar el regreso del personaje a la condición humana,
sino que (de paso) subraya el mensaje del libro. Dice así:
Y comprendía, ahora, que el hombre nunca sabe
para quién padece y espera. Padece y espera y trabaja para
gentes que nunca conocerá, y que a su vez padecerán
y esperarán y trabajarán para otros que tampoco serán
felices, pues el hombre ansía siempre una felicidad situada
más allá de la porción que le es otorgada.
Pero la grandeza del hombre está precisamente en querer mejorar
lo que es. En imponerse Tareas. En el Reino de los Cielos no hay
grandeza que conquistar, puesto que allá todo es jerarquía
establecida, incógnita despejada, existir sin término,
imposibilidad de sacrificio, reposo y deleite. Por ello, agobiado
de penas y de tareas, hermoso dentro de su miseria, capaz de amar
en medio de las plagas, el hombre sólo puede hallar su grandeza,
su máxima medida en el Reino de este Mundo (p. 197).
inútil aclarar que, si bien es posible que Ti Noel haya
comprendido esto, la formulación que da Carpentier
a esa comprensión, revela muy claramente que es el autor
el que está mostrando aquí la mano. La visión
de Carpentier se sustituye, a último momento, a la de Ti
Noel; el autor recobra los hilos y concluye la narración.
De todas maneras, esta última vuelta de tuerca no altera
el hecho básico de que este relato se apoya en la visión
de Ti Noel para trasmitir lo real maravilloso. Al nivel de Ti Noel
(que es también el de Mackendal y Bouckman y todos los esclavos)
lo mágico es real. Al nivel del autor, lo mágico es
maravilloso. Por intermedio de Ti Noel y demás figuras negras,
Carpentier alcanza a rescatar para su relato esa fe sin lo cual
lo maravilloso de los surrealistas no llega a ser (según
él) sino maquinaria fría.
QUINTA PARTE. LA DOBLE MIRADA
DEL AUTOR
Aunque Ti Noel y los demás esclavos centran el enfoque mágico
y dan al vaudou un papel emocionalmente activo, la otra mirada
del libro (la de los personajes europeos, que hasta cierto punto
refleja la del autor mismo, un europeizado) no desaparece del todo.
Habrá de superponerse a la de Ti Noel para crear una textura
de doble hilo, como ya se ha visto en el episodio de la tortura
de Mackandal. Pero donde mejor se ve la mirada europea es en el
episodio de Paulina Bonaparte, que ocupa sobre todo la segunda parte
del libro. La imagen de la hermana de Napoleón, casada con
el general Leclerc, que ha llegado a aplastar la rebelión
de los esclavos, corresponde al côté français
de la historia que cuenta Carpentier. Paulina entiende nada, o muy
poco, de los acontecimientos históricos de los que es involuntario
testigo. Al elegirla a ella, en lugar de Leclerc, Carpentier subraya
su voluntad de marginalidad histórica, ya comentada en este
trabajo. Paulina es en el libro la portavoz de Madame d'Abrantes
y sus ilusorios consejos sobre como vivir en el trópico (un
trópico aprendido en Paul et Virginie); Paulina es
el recitado escolar de Racine sobre las ondas del Atlántico
y el mármol de Cánova que la espera en Roma; Paulina
es el delicioso, y algo escalofriante, crepúsculo del siglo
XVIII, le siècle des lumières que Carpentier
volvería a explorar (pero desde la vertiente latinoamericana,
sobre todo) en su novela más célebre, El siglo
de las luces (1962). La concentración del punto de vista
de la segunda parte en Paulina, esa ave exótica del aviario
europeo, perdida en el trópico haitiano, contribuye a lastrar
El reino de este mundo de toda una concepción y una
iconografía ajenas a nuestra América. Es el neoclasicismo
crepuscular, que ya empieza a ser contaminado de romanticismo, lo
que esa espléndida mujer representa, y ella puede servir
como ningún otro personaje de Carpentier para representar,
emblemáticamente, su arte del tableau historique,
de la representación teatral, de la alegoría pictórica.
El momento culminante de esta representación no ocurre,
sin embargo, cuando Paulina está aún viva, en Haití,
y su carne es acariciada por las manos profesionales de Solimán,
su masajista. No. Ocurre en el capítulo I de la cuarta parte,
cuando Solimán ya está en Roma, en el séquito
de la viuda y las hijas de Christophe. Una noche en que algo ebrio
encuentran por accidente la estatuta desnuda de Paulina que había
recreado en mármol Cánova. El pasaje merece citarse
entero.
En el fondo de aquel pequeño gabinete había
una sola estatuta. La de una mujer totalmente desnuda, recostada
en un lecho, que parecía ofrecer una manzana. Tratando de
encontrarse en el desorden del vino, Solimán se acercó
a la estatuta con pasos inseguros. La sorpresa había asentado
un poco su ebriedad. El conocía aquel semblante; y también
el cuerpo todo, le recordaba algo. Palpó el mármol
ansiosamente, con el olfato y la vista metidos en el tacto. Sopesó
los senos. Paseó una de sus palmas, en redondo, sobre el
vientre, deteniendo el meñique en la marca del ombligo. Acarició
el suave hundimiento del espinazo, como para voltear la figura.
Sus dedos buscaron la redondez de las caderas, la blandura de la
corva, la tersura del pecho. Aquel viaje de las manos le refrescó
la memoria trayendo imágenes de muy lejos. El había
conocido en otros tiempos aquel contacto. Con el mismo movimiento
circular había aliviado este tobillo, inmovilizado un día
por el dolor de una torcedura. La materia era distinta, pero las
formas eran las mismas. Recordaba, ahora, las noches de miedo, en
la Isla de la Tortuga, cuando un general francés agonizaba
detrás de una puerta cerrada. Recordaba a la que se hacía
rascar la cabeza para dormirse. Y, de pronto, movido por una imperiosa
rememoración física, Solimán comenzó
a hacer los gestos del masajista, siguiendo el camino de los músculos,
el relieve de los tendones, frotando la espada de adentro afuera,
tentando los pectorales con el pulgar, percutiendo aquí y
allá. Pero, súbitamente, la frialdad del mármol,
subida a sus muñecas como tenazas de muerte, lo inmovilizó
en un grito. El vino giró sobre sí mismo. Esa estatua,
teñida de amarillo por la luz del farol, era el cadáver
de Paulina Bonaparte. Un cadáver recién endurecido,
recién despojado de pálpito y de mirada, al que tal
vez era tiempo todavía de hacer regresar a la vida. Con voz
terrible, como si su pecho se desgarrara, el negro comenzó
a dar llamadas, grandes llamadas, en la vastedad del Palacio Borchese.
Y tan primitiva se hizo su estampa, tanto golpearon sus talones
en el piso, haciendo de la capilla de abajo cuerpo de tambor, que
la piamontesa, horrorizada, huyó escaleras abajo, dejando
a Solimán de cara a cara con la Venus de Cánova (pp.
177-78).
La magia blanca del escultor suscita la magia negra de Solimán,
podría concluirse. Aquí está, a mi juicio,
el emblema secreto de todo el relato: el momento en que la visión
europea culta del autor realmente se encuentra con la visión
mágica de sus personajes haitianos. Solimán acariciando
el mármol de Canova y sintiendo en sus manos el calor de
la carne de Paulina; Solimán invocando los ritos de la resurrección
del vaudou en pleno Palacio Borghese: esta es, en definitiva,
la magia total.
Lo curioso es que ese encuentro se produce en el relato no en la
Isla de Haití ni a través (exclusivamente del vaudou
sino por intervención de una magia europea -la escultura
que mima la realidad de un cuerpo- y de una leyenda que, además,
tiene sus raíces míticas en la imaginería griega.
Solimán resulta, al fin y al cabo, como un Pigmalión
que quisiese resucitar a gritos y golpes una Galatea perdida.
Es claro que Solimán es algo más que Pigmalión.
Él pone lo suyo: esa fe que Carpentier había reclamado
a los surrealistas escépticos. Así como los esclavos
acaban por crear el mito de la salvación de Mackendal de
la pira donde es supliciado (lo ven volar por los aires y escapar
entero a la muerte), Solimán transforma por el tacto de la
fe, más que el tacto de sus manos, el helado mármol
de Cánova en la carne, retrospectivamente tibia, de Paulina.
Pero su fe aún va más lejos al intentar su resurrección
por medio de un remedo de los tambores ancestrales del vaudou.
Un análisis más detallado del relato entero (imposible
de realizar en esta ocasión) permitiría mostrar, creo,
que en varios lugares de esta obra Carpentier recurre al mismo procedimiento
de contaminar la realidad haitiana, o la visión de los personajes
haitianos, con elementos centrales de la cultura europea que contienen
aun, quizás olvidados, la capacidad de conjurar una magia.
Hasta en episodios menores, se las ingenia para lograr un mestizaje
de los productos del vaudou con los de la industria (mágica,
para los haitianos) de Europa. En el capitulo I de la primera parte,
por ejemplo, hay una cómica yuxtaposición de unas
cabezas de ternero en el mostrador de una tripería con las
cabezas empelucadas de una barbería vecina. Ti Noel no pierde
la ocasión de registrar el contraste explícito, en
tanto que Carpentier (y su avisado lector) reconocen implícitamente
una conexión más siniestra entre ambas series de cabezas:
conexión que la máquina del señor Guillotin
habría de volver clara para todas los personajes algo más
tarde.
El momento culminante de esta contaminación, o mestizaje
estático, estaría dado en los capítulos de
la tercera parte dedicados a la construcción del palacio
de Sans-Souci y de la Ciudadela de La Ferrière. Usando en
ambos episodios a Ti Noel como punto de vista privilegiado, Carpentier
llega a investir estas actividades de imitación de una cultura
europea, básicamente incomprensible para los haitianos, en
verdadera conjura mágica.
Habría que leer cuidadosamente esas páginas en que
la vanidad de Henri Christophe fabrica inmensos laberintos que parecen
arrancados de las pesadillas del Piranese (según observa
el mismo Carpentier), para descubrir hasta qué punto la imaginería
europea, sus prototipos culturales, se convierten a través
de la visión haitiana en conjuros, ceremonia, rito. En el
capitulo III cuenta Carpentier como
Varios toros eran degollados, cada día, para
amasar con su sangre una mezcla que haría la fortaleza [de
la Ferrière] invulnerable (p. 132).
Y un poco más adelante, cuando la visión de Ti Noel
es parcialmente sustituida por la del rey Christophe, que contempla
desde lo alto los progresos de la obra, Carpentier aclara el significado
del sacrificio de los toros:
En caso de intento de reconquista de la isla por
Francia, él, Henri Christophe, Dios, mi causa y mi espada,
podría resistir ahí, encima las nubes, durante los
años que fuesen necesarios, con toda su corte, su ejército,
sus capellanes, sus músicos, sus pajes africanos, sus bufones.
Quince mil hombres vivirían con él, entre aquellas
parejas ciclópeas, sin carecer de nada. Alzado el puente
levadizo de la Puerta Única, la Ciudadela La Ferrière
sería el país mismo, con su independencia, su monarca,
su hacienda y su pompa mayor. Porque abajo, olvidando los padecimientos
que hubieran costado su construcción, los negros de la Llanura
alzarían los ojos hacia la fortaleza, llena de maíz,
de pólvora, de hierro, de oro, pensando que allá,
más arriba de las aves, allá donde la vida de abajo
sonaría remotamente a campanas y a cantos de gallos, un rey
de su misma raza esperaba, cerca del cielo que es el mismo en todas
partes, a que tronaran los cascos de bronco de los diez mil caballos
de Ogun. (pp. 136-137).
La visión mágica del rey Christophe (que es la visión
de su pueblo) domina esta porción del relato. Pero de inmediato,
Carpentier agrega una frase que no sólo completa el significado
del sacrificio de los toros sino que introduce otra perspectiva
dialéctica: la oposición entre los que saben (Christophe
y sus ingenieros) y los que no saben (el pueblo ignorante):
Por algo aquellos toros habían crecido sobre
un vasto bramido de toros degollados, desangrados, de testículos
al sol, por edificadores conscientes del significado profundo del
sacrificio, aunque dijeran a los ignorantes quo se trataba de un
simple adelanto en la técnica de la albañilería
militar. (p. 137)
La ingeniería europea proporciona los prototipos arquitectónicos
pero es la magia vaudou la que les presta su "significado
profundo". En este mestizaje está la esencia del relato.
Por eso mismo, no es casual que el reino de Henri Christophe sea
destruido precisamente cuando el rey abandona sus creencias primitivas
para adoptar la mitología cristiana. El capítulo VI
explicará muy pedagógicamente cual había sido
el error del rey Christophe:
La sangre de toros que habían bebido aquellas
paredes tan espesas era de recurso infalible contra las armas de
blancos. Pero esa sangre jamás había sido dirigida
contra los negros, que al gritar, muy cerca ya, delante de los incendios
en marcha, invocaban Poderes a los que se hacían sacrificios
de sangre. Christophe, el reformador, había querido ignorar
el vodu, formando a fustazos, una casta de señores católicos.
Ahora comprendía que los verdaderos traidores a su causa,
aquella noche, eran San Pedro con su llave, los capuchinos de San
Francisco y el negro San Benito, con la Virgen de semblante oscuro
y manto azul, y los Evangelistas, cuyos libros había hecho
besar en cada juramento de fidelidad; los mártires todos,
a los que mandaba encender cirios que contenían trece monedas
de oro. (pp. 160-161)
Al sustituir la magia negra del vaudou por la magia blanca
del catolicismo, Christophe se enajenó los dioses de su pueblo,
y fue destruido. Ese sería el mensaje que proponen estas
páginas del libro. Desde el punto de vista de este trabajo,
lo que esa parte muestra es precisamente el conflicto de una cultura
haitiana que tiene simultáneamente sus raíces en tradiciones
religiosas y oscila, peligrosamente, entre una y otra. El mestizaje
también puede ser fatal.
No es posible proseguir ahora el análisis mas allá
de estas observaciones generales. Bastaría agregar como conclusión
a la relectura de El reino de este mundo que en este relato
es posible ver hasta qué punto exacto consigue llevar Carpentier
su programa de lo real maravilloso a la práctica narrativa.
El punto es, precisamente, aquel en que por un artificio del relato
es posible hacer coincidir la visión mágica de los
personajes con la visión culta del autor. Desde este punto
de vista, El reino de este mundo representa un notable adelanto
con respecto a Ecué-Yambá-O, como se ha dicho.
Pero esta es sólo la mitad de la historia. Quedaría
por ver que ocurre en la narrativa de Carpentier a partir de El
reino de este mundo.
En sus posteriores novelas -Los pasos perdidos (1953), El
acoso (1956), El siglo de las luces (1962)- Carpentier
explotaría otras rutas de lo real maravilloso: la geografía
y los mitos primitivos, aún hoy vivos, de una América
de fábula, en la primera de estas novelas; la crónica
de una Cuba de los años treinta, destrozada por la dictadura
de Machado, la delación y el terrorismo, en la segunda; la
recreación histórica de ese momento en que la Revolución
francesa llega a nuestra América, como adelantada de la Revolución
de la Independencia, en la tercera. En cada uno de los casos; plantea
Carpentier el contraste entre la magia de la topografía americana
o lo maravilloso de su historia con los productos de una supercultura
europea que acosan y hasta agobian a sus personajes. En un caso
es la música para el Prometeo desencadenado, de Shelley,
que trata de componer el protagonista en plena selva; en otro caso,
es la Sinfonía heroica, de Beethoven, que marca con
su pauta épica la miserable tragedia del acosado; en el tercer
caso, es la ideología foránea de una Revolucion importada
y que encuentra su emblema en la puerta de la guillotina la que
sirve de punto focal para la revolución latinoamericana.
En todos los casos, plantea Carpentier el debate central de su obra
que es el debate central de su personalidad de creador: el desgarramiento
entre sus raíces europeas y su apasionado descubrimiento
de un mundo real, auténticamente, maravilloso. Pero en ninguna
de esas obras posteriores a El reino de este mundo iba a
volver a intentar Carpentier la presentación
de la magia nativa desde dentro. A partir de Los pasos perdidos
sus personajes centrales son americanos europeos, o europeos americanizados,
y en el centro mismo de ellos se instala el conflicto. Como su autor,
esos también salen a la caza de lo real maravilloso, y son
víctimas (deslumbradas, acosadas) de esa aventura incesante."
(14)
12 Vide Giovanni Pontiero:
"The Human Comedy", in El Reino de este mundo,
in Journal of Inter-American Studies and World Affairs (Miami,
University of Miami, volumen XII, No. 4, octubre 1970). Asimismo,
para contrastar la visión de Carpentier con la de un historiador,
véase el libro de C.L.R. James: The Black Jacobins
(New York, Vintage Books, 1963). La primera edición de este
estudio sobre "Toussaint L'Ouverture and the San Domingo Revolution"
fue publicada en Inglaterra en 1937. Su enfoque es completamente
distinto del de Carpentier.(Volver)
13 En el artículo,
"Problemática de la actual novela latinoamericana",
que es lo recogido en Tientos y Diferencias, Carpentier alude
en estos términos al fracaso de Ecué-Yambá-O:
Al cabo de veinte años
de investigaciones acerca de las realidades sintéticas de
Cuba, me di cuenta de que todo lo hondo, lo verdadero, lo universal,
del mundo que había pretendido pintar en mi novela había
permanecido fuera del alcance de mi observación (p. 12).(Volver)
14 Este trabajo fue leído
en el Symposium sobre Alejo Carpentier, organizado por Klaus
Müller-Bergh en la Universidad de Yale, bajo los auspicios
del Antilles Research Program, del Council for Latin American Studies,
en abril 17, 1971. (Volver)
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