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Indice general ordenado alfabéticamente por título del libro o artículo

"El olvidado ultraísmo uruguayo"   pag. 2/2

 

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Lamentablemente, el artículo se corta aquí. Para encontrar un texto más general de Borges sobre la poesía uruguaya de este período hay que remitirse a un texto que escribió especialmente para la Antología de la moderna poesía uruguaya, que compiló en 1927, Ildefonso Pereda Valdés. Aunque se titula "Palabras finales", un paréntesis debajo de ese- título aclara: "Prólogo, breve y discutidor", lo que no le impide ir en el lugar de un inexistente epílogo. En una parodia avant la lettre de los ejercicios derridianos (véase el prólogo a La dissemination), Borges se pregunta sobre la función del prólogo:

¿Quién se anima a entrar en un libro? El hombre en predisposición de lector se anima a comprarlo –vale decir, compra el compromiso de leerlo– y entra por el lado del prólogo, que por ser el más conversado y menos escrito es el lado fácil. El prólogo debe continuar las persuasiones de la vidriera, de la carátula, de la faja, y arrepentir cualquier deserción. Si el libro es ilegible y famoso, se le exige aún más. Se esperan de él un resumen práctico de la obra y una lista de sus frases rumbosas para citar y una o dos opiniones autorizadas para opinar y la nómina de sus páginas más llevaderas, si es que las tiene. Aquí –ventajosamente para el lector– no se precisan ni sustituciones ni estímulos. Este libro es congregación de muchos poetas –de hombres que al contarse ellos, nos noticiarán novedades íntimas de nosotros– y yo soy el guardián inútil que charla.

No menos inesperada es su justificación para aparecer como prolo-epiloguista de este libro:

¿Qué justificación la mía en este zaguán? Ninguna, salvo ese río de sangre oriental que va por mi pecho; ninguna salvo los días orientales que hay en mis días y cuyo recuerdo sé merecer. Esas historias –el abuelo montevideano que salió con el ejército grande el cincuenta y uno para vivir veinte años de guerra; la abuela mercedina que juntaba en idéntico clima de execración a Oribe y a Rosas– me hacen partícipe, en algún modo misterioso pero constante, de lo uruguayo. Quedan mis recuerdos, también. Muchos de los primitivos que encuentro en mí son de Montevideo; algunos –una siesta, un olor a tierra mojada, una luz distinta– ya no sabría decir de qué banda son. Esa fusión o confusión, esa comunidad, puede ser hermosa.

Mi paisano, el no uruguayo recorredor de esta antología, tendrá con ella dos maneras de gustos. Eso yo puedo prometérselo. Uno será el de sentirse muy igual a quienes la escriben; otro, el de saberlos algo distintos. Esa distinción no es dañosa: yo tengo para mí que todo amor y toda amistad no son más que un justo vaivén de la aproximación y de la distancia. El querer tiene su hemisferio de sombra como la luna.

Luego aborda el tema de las semejanzas y diferencias:

¿Qué distinciones hay entre los versos de esta orilla y los de la orilla de enfrente? La más notoria es la de los símbolos manejados. Aquí la pampa o su inauguración, el suburbio; allí los árboles y el mar. El desacuerdo es lógico: el horizonte del Uruguay es de arboledas y de cuchillas, cuando no de agua larga; el nuestro, de tierra. El anca del escarceador Pegaso oriental lleva marcados una hojita y un pez, símbolos del agua y del monte. Siempre, esas dos tutelas están. Nombrada o no, el agua induce una vehemencia de ola en los versos; con o sin nombre, el bosque enseña su sentir dramático de conflicto, de ramas que se atraviesan como voluntades. Su repetición vistosa, también.

Con su acostumbrado poder de síntesis (que no teme a la arbitrariedad), Borges resume el proceder poético de los uruguayos:

Dos condiciones juveniles –la belicosidad y la seriedad– resuelven el proceder poético de los uruguayos. La primera está en el personificado Juan Moreira de Podestá y en los matreros con divisa de José Trelles y en el ya inmortal compadrito trágico Florencio Sánchez y en las atropelladas de Ipuche y en el
                      ¡A ver quién me lo niega!
con que sale a pelear por una metáfora suya Silva Valdés. La segunda surge de comparar la cursilería cálida y franca de Los parques abandonados de Herrera y Reissig con la vergonzante y desconfiada cursilería, entorpecida de ironías que son prudencias, que está en El libro fiel de Lugones. El humorismo es esporádico en los uruguayos, como la vehemencia en nosotros (Cualquier intensidad, hasta la intensidad de lo cursi, puede valer.)

La observación final no es menos idiosincrática:

Obligación final de mi prólogo es no dejar en blanco esta observación. Los argentinos vivimos en la haragana seguridad de ser de un gran país, de un país cuyo solo exceso territorial podría evidenciarnos, cuando no la prole de sus toros y la feracidad alimenticia de su llanura. Si la lluvia providencial y el gringo providencial no nos fallan, seremos la Villa Chicago de este planeta y aun su panadería. Los orientales, no. De ahí su claro que heroica voluntad de diferenciarse, su tesón de ser ellos, su alma buscadora y madrugadora. Si muchas veces, encima de buscadora fue encontradora, es ruin envidiarlos. El sol, por las mañanas, suele pasar por San Felipe de Montevideo antes que por aquí.

Habrá notado el lector que en ninguno de sus textos Borges habla de ultraísmo al referirse a la poesía actual de los uruguayos. Ese silencio tiene una explicación. Ya en la época en que se publicaron estos artículos y este prólogo, Borges estaba de vuelta del ultraísmo. Aquel entusiasmo que había inspirado su iniciación literaria en España y que continuó poderoso hasta la publicación de Fervor de Buenos Aires (1923), había empezado a declinar precisamente en la fecha de su segundo libro de versos, Luna de enfrente (1925), y su primero de ensayos, Inquisiciones (1925). No es de extrañar, entonces, que al elogiar a los poetas ultraístas de la otra orilla omita un rótulo que se le ha vuelto incómodo. El adjetivo no importa. Lo que sí importa es la actitud de complicidad y admiración con que Borges comenta y promueve la obra de sus compañeros de vanguardia en la orilla izquierda del río.

 

IV. La antología fantasma

El libro cuyo prólogo-epílogo escribe Borges es una de las piezas más raras de la bibliografía uruguaya. Publicado en Buenos Aires por la prestigiosa casa El Ateneo, en una hermosa edición de buen papel e ilustrada con grabados de Federico Lanau, Melchor Méndez Magariños, dibujos de Hoffman, Besares y (nada menos) Norah Borges, también cuenta con reproducciones de un retrato de José Cúneo, un dibujo y una escultura de Bernabé Michelena y unas viñetas de María Clemencia. Por la distribución de su material, por las notas autobiográficas que a veces preceden la selección de cada poeta, hasta por sus ilustraciones, este libro parece modelado en la Exposición de la actual poesía argentina, que el mismo año publicaron Pedro Juan Vignale y César Tiempo (10). Une a ambas antologías una actitud revisionista, si no francamente terrorista, ante la poesía del pasado y del presente inmediato. El prólogo compilador es suficientemente explícito:

La poesía uruguaya empieza en 1900.
¡Perdón, poetas anteriores a 1900! Vuestra inexistencia actual es suficiente garantía para que no ocupéis una parcela en esta antología. Además, si sois anteriores a 1900, ¿cómo pretendéis figurar en el período 1900-1927?
Una antología o es un registro público donde cada poeta puede inscribir su firma, aunque se trate de un político que versificó en sus mocedades, o es una barrera, un atrincheramiento, detrás del cual se defienden los pocos poetas que en el mundo han sido de la voracidad de los que se titulan tales por el solo hecho de haber publicado un libro.
En esta antología se rehabilitan poetas olvidados injustamente, figuran otros desconocidos para muchos, y no se colaron en ella, algunas celebridades, saboreadas a diario por el público paladar.
Es justa e injusta al mismo tiempo.
El que fue excluido la llamará injusta, y al autor un envenenado. Todo aquel que guste de la selección y aprecie codearse con sus iguales, mejor que con sus inferiores, la encontrará justa.
Es una antología sectaria, el título ya lo indica: Antología de la moderna poesía uruguaya. Antología ya es una exclusión; moderno es otra limitación.
Mis ilustres antecesores en confección de antologías uruguayas me perdonarán no haber procedido como ellos, aceptando sin carnet de identidad poética a todos los que versifican en el espacio comprendido entre el río Uruguay, la laguna Merín, el río Yaguarón, la cuchilla Santa Ana y el Río de la Plata.
                                          ILDEFONSO PEREDA VALDÉS
 Buenos Aires, 1927.

La Antología se abre con una sección dedicada a "Precursores y otros poetas", que inevitablemente preside Herrera y Reissig (cuya provocativa autobiografía se incluye), seguido por otros rescatados del novecientos modernista: Delmira Agustini (con un retrato por Norah Borges), Emilio Frugoni, Juana de Ibarbourou y hasta Julio Supervielle, como se llama aquí al conocido escritor francés Jules Supervielle, que nació efectivamente en el Uruguay. El grupo vanguardista ("Poetas nuevos") ocupa el centro de la Antología e incluye no sólo a Silva Valdés y Pedro Leandro Ipuche, sino también a otros que Borges estimaba: Emilio Oribe, Carlos Sabat Ercasty (al que Neruda imitó en Tentativa del hombre infinito) y, sobre todo, María Elena Muñoz, hoy tan olvidada. Pero incluye también poetas que poco o nada nuevo tienen que decir: Julio Raúl Mendilaharsu, Federico Morador, Alvaro y Gervasio Guillot Muñoz (de origen francés, el primero escribía casi siempre en esta lengua). Entre los poetas nuevos están, naturalmente, los futuros compiladores de la antología escolar de literatura española: Nicolás Fusco Sansone e Ildefonso Pereda Valdés. Una última sección, "Poetas novísimos", incluye a algunos auténticos ultraístas como Alfredo Mario Ferreiro, un Ramón criollo y menos fecundo; Alexis Delgado, que jugaba con los caligramas; Gilberto Caetano Fabregat, cuyo "Canto llano de medianoche" contiene estrofas futuristas; Luis Giordano, que ensaya tímidamente (en "Tiempo muy apresurado") alguna imagen icónica. Pero toda esta sección última, y tal vez la Antología entera, se justifica apenas por la aparición de un poema de Fernando Pereda, "El bailarín", en que el rigor del soneto amonesta y critica las facilidades de sus compañeros de promoción (11).

Con la perspectiva de unos cincuenta años largos, la Antología apenas si se destaca corno curiosidad histórica. La selección es doblemente arbitraria porque excluye algunos "precursores" imprescindibles (María Eugenia Vaz Ferreira, la extraña "musa del novecientos") y se saltea poetas que ya se habían manifestado como modernistas, pero cuya obra continuaría fuera de ese marco generacional. Me refiero a Alvaro Armando Vasseur, cuyo fervor whitmaniano lo llevó a traducir casi íntegramente las Leaves of Grass (del italiano, se rumorea). También es arbitraria porque no consigue incluir mucho de lo mejor que ya habían escrito Silva Valdés e Ipuche. Si se compara la Antología con los artículos de Borges sobre estos autores, se advierte lo que se ha perdido en la selección. De los seis poemas de Ipuche que Borges elogia, sólo hay uno en la Antología: "Los carreros", que no es el mejor. Silva Valdés tiene más suerte: dos de los cinco poemas destacados por Borges ("El poncho", "El buey") fueron recogidos por Pereda Valdés. En cuanto a Herrera y Reissig, el único soneto que aquél analiza en detalle ("Fundióse el día en mortecinos lampos") no parece haber interesado suficientemente al compilador.

Si el valor antológico del libro es pequeño o nulo, su valor docu-mental es grande. Más que en los poemas mismos, el aire del ultraísmo circula en el prólogo y el epílogo, en algunas de las ilustraciones, en muchas de las reseñas biográficas y autobiográficas. Para evitar la solemnidad (toda antología corre el riesgo de creerse Juicio Final), el humor es la sustancia que preserva aún ciertas páginas. La tapa ostenta un mapa del Uruguay, casi infantil, con una rosa de los vientos invertida: el Este queda en el Oeste, que pasa a estar en el lugar de su opuesto. En la presentación de Supervielle se dice: "De cuando en cuando se acuerda de sus amigos uruguayos y los convoca en su linda estancia de Santa Lucía (R. O.), en donde el río está alto y los barquitos se ven navegando entre el pasto" (p. 32). Esta última imagen proustiana (hay descripciones de Balbec en que tierra y mar se confunden) imita el tono coloquial del poeta de Gravitations. A1 presentar a Gervasio Guillot Muñoz se ofrece este detalle antropométrico: "Signos particulares: una cicatriz que le corta el pescuezo del lado izquierdo" (p. 145). En un alarde de rebelión burgués contra la seudobohemia modernista, Nicolás Fusco Sansone declara: "No tomo morfina ni cocaína. No fumo ni bebo alcohol. Me baño todos los días, uso el pelo corto y los trajes sin manchas" (p. 150). Lástima que a continuación declare creer en Mussolini y no creer en José Enrique Rodó, Lautréamont y Laforgue (p. 151). Por su parte, Alfredo Mario Ferreiro da como profesión: mecánico (p. 210), en tanto que Enrique Ricardo Garet se define profesionalmente como "hombre curioso y desocupado" (ídem).

Al rápido eclipse de esta Antología contribuyó no sólo el hecho de que el ultraísmo pasó de moda, sino que, en apenas una década, una antología mejor y más polémica habría de suplantarla. Me refiero a 18 poetas del Uruguay, compilada por Romualdo Brughetti. La circunstancia de ser el compilador argentino favoreció el ejercicio del rigor y, por qué no, de la arbitrariedad. Sus 18 poetas lucen muy bien contra los 36 de Pereda Valdés. La actitud de Brughetti (selección personal, austeridad) era la única recomendable en un momento de desorientación como aquel del crepúsculo de las vanguardias( 12).

Como Pereda Valdés, también Brughetti buscaba su punto de partida en la poesía de Herrera y Reissig, pero no omitía ni a María Eugenia Vaz Ferreira ni a Alvaro Armando Vasseur. De los poetas posmodernistas sólo incluía a Juana de Ibarbourou (aunque con serios reparos críticos), a Julio J. Casal, a Enrique Casaravilla Lemos y a Pedro Leandro Ipuche: poetas todos que están en Pereda Valdés. Más notorias que las mencionadas inclusiones eran ciertas exclusiones muy deliberadas: Carlos Sabat Ercasty, Fernán Silva Valdés, Emilio Oribe; los tres habían sido recogidos en lugar destacado por Pereda Valdés. La radicalidad de Brughetti se advierte mejor si se piensa que en 1937 no era posible excluir a estos tres poetas sin causar escándalo. A1 hacerlo, adoptaba una actitud polémica que faltó completamente a Pereda Valdés.

El mayor mérito de Brughetti está en su esfuerzo por establecer un criterio de selección en la vasta manigua de la poesía uruguaya; en el impulso por practicar un corte, valiente, y utilizar un enfoque poético en lugar del criterio histórico de sus antecesores. La parte más viva de su selección es la de los poetas que maduran alrededor de 1930, cuando e1 Uruguay celebra el primer centenario de su independencia. De los ocho poetas seleccionados, cuatro ya estaban en Pereda Valdés: Vicente Basso Maglio, Blanca Luz Brum (en 1927 firmaba Blanca Luz de Miró Quesada), Fernando Pereda y el peruano Juan Parra del Riego, avecindado en el Uruguay, donde murió en 1925. Los nombres que Brughetti agrega son: Angel Aller, Sofía Arzarello, Esther de Cáceres, Carlos Maeso Tognochi y, sobre todo,
Juan Cunha, que era poeta novísimo y se convertiría en cabecilla de la generación del 45 (13).

Si algo prueba la antología de Brughetti es que, en esa materia, no valen las medias tintas. Y precisamente por esa media tinta es que la Antología de Pereda Valdés ha parado en lo que ahora es: un fantasma bibliográfico, ignorado hasta por los especialistas, perdido para siempre en el limbo de las buenas intenciones.

 

V. Conclusión provisional

Creo que a partir de esta Antología y de los trabajos críticos de Borges sería posible reconstruir el olvidado ultraísmo uruguayo. Habría que buscar por otros lados, sin duda. Las colecciones de revistas del período, desde Alfar, que inicia en España, con más generosidad que tino, Julio J. Casal, hasta La Pluma y La Cruz del Sur, que tenían más espina dorsal, sin olvidar rarezas como Los Nuevos, que sirvió de estreno a Pereda Valdés en su campaña por la poesía de vanguardia. Habría que consultar los suplementos literarios de la época (Juana de Ibarbourou dirigía uno, en El País) y también las revistas de países vecinos. En Martín Fierro, por ejemplo, Borges escribe sobre Ildefonso Pereda Valdés, y colaboran los ultraístas uruguayos. Una conexión que habría que reconstruir es con el movimiento vanguardista brasileño, que allí se llama (para mayor confusión) Modernismo. Libros uruguayos del período eran reseñados en las revistas nuevas, había colaboraciones de ambos lados de la frontera y un general espíritu de conspiración contra los valores oficiales.

Todo esto está por hacerse. El día que se realice, una perspectiva más clara del curso de las vanguardias en América Latina y un mapa más preciso de la poesía uruguaya serán posibles. Hasta entonces."


10 Para más detalles sobre este libro, véase Mário de Andrade/Borges, pp. 28-29 y 69-71. Volver

11 Para un estudio más detallado de la influencia de Fernando Pereda en la poesía uruguaya de este siglo y una caracterización breve de su obra concentrada y fascinante, véase mi Literatura uruguaya del medio siglo (Montevideo, 1966, pp. 121-122). Volver

12 Para el comentario del libro de Brughetti aprovecho lo que ya había escrito en Literatura uruguaya del medio siglo, pp. 114-116. Volver

13 Sobre Juan Cunha y la generación del 45, véase el libro citado en nota 12, pp. 110-190. Volver

 

 

Responsables

L. Block de Behar
lbehar@multi.com.uy

A. Rodríguez Peixoto
arturi@adinet.com.uy


S. Sánchez Castro
ssanchez@oce.edu.uy

 

 


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