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Indice general ordenado alfabéticamente por título del libro o artículo
 

"El olvidado ultraísmo uruguayo"
En Revista Iberoamericana, nº 118-119
enero-junio 1982
p. 257-274   PDF (96 Kb)

 

pág. 1  2

 

"I. El otro ultraísmo

Aunque la fortuna crítica del ultraísmo español o de la variante argentina no haya sido espectacular (buena parte de la investigación reciente ha estado confiada al estudio de algunas figuras como Borges, cuyo paso por el ultraísmo no fue muy demorado), no cabe duda de que ambos movimientos cuentan ya no sólo con cronistas, sino hasta con historiadores y críticos. El libro pionero y arbitrario de Guillermo de Torre, Literaturas europeas de vanguardia (1925), así como el más idiosincrático y original de Ramón Gómez de la Serna, Ismos (1930), no fueron sino la avanzada crítica de incontables estudios que radican en España o Argentina, los avatares del movimiento. Menos publicitado y hasta omitido por los historiadores ha sido el ultraísmo uruguayo, que produjo (en 1927) una antología, hoy totalmente olvidada. Sin ánimo de reivindicación nacionalista (los tiempos del Plata no están para esas payasadas), quisiera examinar ahora algunos aspectos de lo que convendría llamar el otro ultraísmo, el de la orilla izquierda del río ancho como mar, el Paraná Guazú de los indígenas.

Pero antes una breve reflexión historiográfica. Aunque es indudable la existencia independiente de una literatura argentina, de una uruguaya y hasta de una paraguaya, por cómodas razones político-culturales se suele olvidar que esas literaturas no son sino parte de una literatura más general, que habría que llamar rioplatense. En sus orígenes coloniales es imposible dudar de esa unidad. La primera fundación efímera de Buenos Aires; el fracaso de Solís, quien lo único que conquistó fue el estómago de los indios charrúas (se lo comieron en 1516); el poder central de Asunción del Paraguay y de las misiones jesuíticas determinaron hasta el siglo XVIII una concentración cultural en lo que es hoy Paraguay. El mundo gauchesco, que fue como la alternativa contestataria de ese poder central, o el avance implacable de los bandeirantes paulistas, habrían de minar totalmente aquella hegemonía paraguaya. A partir de la independencia, el mundo gaucho (que incluía asimismo el sur de Brasil) empieza a justificar una nueva literatura, escrita por hombres de ciudad y para hombres de ciudad en el mejor estilo de la pastoral, pero enriquecedora de la cultura general del área rioplatense(1). Para entender la poesía y la prosa gauchesca hay que salir de la visión estrecha de críticos que estudian a Bartolomé Hidalgo (aunque uruguayo, vivió y escribió en la Argentina), pero se saltean a su compatriota Antonio D. Lussich porque se quedó en la banda oriental(2); que registran las opiniones hasta del último viajero inglés de la Pampa, pero ignoran sólidamente la existencia de O gaucho, novela singular del brasileño José de Alencar, o del tríptico histórico del uruguayo Eduardo Acevedo Díaz, que fue publicado en Buenos Aires; es decir, de críticos para los que el pasaporte es más decisivo que los textos mismos.

El fenómeno se agudiza con el Modernismo. Es inútil que Rodó produzca (entre 1895 y 1913) el estudio más completo sobre el poeta y crítico argentino Juan María Gutiérrez y su tiempo. Para los porteños, Rodó es irreparablemente uruguayo, y hasta los años cuarenta de este siglo no hay edición argentina de sus ensayos rioplatenses. Si Florencio Sánchez y Horacio Quiroga son aceptados en la banda occidental es porque vivieron y trabajaron en Buenos Aires y pudieron, por tanto, ser asimilados, hasta el punto que se les incluye como nativos en panoramas e historias del teatro o la narrativa "argentinas". Podrían multiplicarse los casos. El uruguayo Herrera y Reissig tuvo un momento póstumo de gloria porque fue releído por los ultraístas, pero cuando este movimiento pasó, también el olvido se tragó a Herrera. Más cerca de nosotros, Juan Carlos Onetti vivió y publicó sus novelas más importantes en Buenos Aires, sin lograr otro eco que el de fieles, excelentes y pocos amigos: Julio E. Payró, Oliverio Girondo.

Los paraguayos fueron aún más dominados por la hegemonía argentina, hasta el punto de que sólo el boom internacional de la novela latinoamericana pudo rescatar a Augusto Roa Bastos del semianonimato en que vivió durante los años cincuenta y sesenta en Buenos Aires, publicando sus libros con escasa repercusión y ganándose la vida con libretos que escribía para el cine argentino.

Estos ejemplos y otros que podrían invocarse resultan pálidos al lado del desconocimiento casi total del ultraísmo uruguayo en las publicaciones especializadas de la orilla derecha del Plata. Un caso patético (si no fuera también de deliberada ignorancia) es el de un joven historiador literario argentino que trabaja en São Paulo y que una vez, cándidamente, me preguntó si Ildefonso Pereda Valdés y Nicolás Fusco Sansone eran nombres reales o seudónimos. Se los había encontrado en la biblioteca Mário de Andrade, del Instituto Brasileiro de Cultura, y no sabía cómo ubicarlos. Le di mi palabra de honor de que eran reales y que conocía personalmente a ambos(3). Ese ultraísmo uruguayo no sólo existió, sino que funcionó por algunos años como una suerte de reactivo que permitió a otros grupos menos radicales desarrollar y perfeccionar su práctica poética. Aunque todavía es temprano para trazar todos los aspectos de este movimiento, anticiparé aquí algunas reflexiones de un trabajo más extenso y complejo sobre las vanguardias de los años veinte. Espero que este adelanto despierte suficiente curiosidad en otros investigadores para animarlos a examinar en detalle el tema.

 

II. Crónica de un naufragio

Hay que empezar con Ildefonso Pereda Valdés. Cuando lo conocí, a mediados de los años treinta, Ildefonso ya era profesor de literatura de Enseñanza Secundaria; había abandonado el ultraísmo hacía tiempo y se dedicaba casi exclusivamente al folklore y a lo que mucho más tarde los franceses bautizarían de negritud. Ildefonso era todavía rubio y algo gordo, con ese aire de distracción que comparten poetas y profesores. Yo era un muchacho largo y flaco con una incontenible pasión por los libros. Mi tío, Pepe Monegal (que más tarde ganaría notoriedad como narrador gauchesco), era entonces un bohemio vanguardista que había viajado por España y conocido (dónde, cuándo) a García Lorca. (O por lo menos ésa era la leyenda familiar.) Mi tío Pepe pintaba, escribía obras de teatro que nadie quería representar y que él enviaba manuscritas con dibujos a color de los escenarios y trajes. Todavía recuerdo la agresividad primaria de esos dibujos. Decir que yo lo adoraba era poco. Era mi amigo. Compartíamos la misma pasión por Los tres mosqueteros. Todavía conservo las cuatro hojas de un block de dibujo en que mi tío Pepe reprodujo para mí la estampa de los protagonistas, alegremente plagiados, de las carátulas colorinches de la Editorial Sopena española, que él había mejorado con sus acuarelas algo fauves. Leíamos y releíamos la saga de los mosqueteros (inclusive la poco popular última novela, El vizconde de Bragelonne, de donde sale "El hombre de la máscara de hierro") riéndonos con Aramis y Porthos, llorando con la muerte de este último y la declinación inevitable de Athos y hasta del infatigable D'Artagnan. (Athos era mi favorito por razones muy largas de explicar.)

Un día cuya fecha no recuerdo, pero que sería por 1935, mi tío Pepe me llevó a casa de Ildefonso. Eran amigos desde hacía un tiempo y compartían algunas costumbres y hábitos no sólo literarios. No recuerdo de qué se habló entonces. Sí recuerdo que me deslumbró la biblioteca de Ildefonso. Aunque en casa todos leíamos (mi abuelo Monegal había sido librero y director-fundador de un periódico provinciano, El Deber Cívico), no teníamos biblioteca en un sentido topográfico. Había libros por todas partes, sobre cualquier mueble, hasta en el fabuloso baúl de mi tía abuela, Cleta Sorondo, donde descubrí un día una traducción española de una novela de Thomas Hardy, junto a pías obras del padre Luis Coloma.

La biblioteca de Ildefonso ocupaba un cuarto entero de su hermoso departamento. Era clara, estaba bien ordenada y llena de cuadros de la vanguardia uruguaya, argentina, brasileña. Por su origen, Ildefonso tenía raíces en el Brasil; su Valdés era portugués y no español. Mientras los grandes hablaban, yo pasaba y repasaba la mirada sobre tanto libro. Creo que fue allí cuando por primera vez vi obras de Mário de Andrade, y, sobre todo, Macunaíma, que llegaría a encontrar unos quince años más tarde en una librería de viejo de Montevideo, en la entonces única edición.

Por esa fecha, unos meses más tarde, conocí a Nicolás Fusco Sansone. O mejor: conocí a su mujer. Yo necesitaba una maestra que me preparase para el examen de ingreso a secundaria. Aunque había estudiado mucho, y hasta sabía francés y portugués, a los quince todavía andaba a la deriva. Mi padre era muy andariego, y entre 1928 y 1937 cambié tantas veces de colegio y de lengua básica, que me encontraba atrasado con respecto a mis compañeros de generación en el Uruguay. La mujer de Fusco debió haber sido un genio, porque en unas semanas de lecciones me permitió enfrentar el examen sin mayores dificultades. Al poeta lo conocí de pasada. Me impresionó la intensidad de sus ojos claros y su figura compacta, eléctrica, de pájaro de altanería.

En aquella época no sabía que Fusco Sansone (por fidelidad a su origen italiano) era partidario de Mussolini y lo proclamaba hasta en la ficha autobiográfica a una antología de la que hablaré luego. Tampoco sabía que Ildefonso era simpatizante comunista. Mis nociones de política eran todavía vagas. Mi padre era indiferente. Por mi abuelo Monegal me llegaba una tradición colorada, de visible liberalismo anticlerical y masonería discreta. Mamá se había hartado del catolicismo y empezaba a interesarse en la literatura de izquierda. Un poco mas tarde, en Río de Janeiro, descubrí Fontamara, de Ignazio Silone, cuyas vívidas escenas de la violencia del fascismo contra los campesinos italianos no pude olvidar fácilmente, y empecé a leer la novela brasileña del Nordeste, henchida de retórica izquierdista y que me conmovió muchísimo.

Pero Nicolás Fusco Sansone e lldefonso Pereda Valdés eran para mí sólo los amigos (o tal vez sólo conocidos) de mi tío Pepe. Hasta que no entré en secundaria y debí estudiar en 1938 una antología escolar de literatura española que habían editado juntos, no se me ocurrió verlos sobre todo como individuos. Para esa fecha ya había descubierto a Borges, en las páginas de El Hogar, revista femenina de la que era suscriptora mi tía Nilza, y empezaba a coleccionar su obra. En una librería de viejo encontré la Historia universal de la infamia (1935) y un increíble ejemplar intacto de las Inquisiciones de 1925. Leyendo y releyendo los ensayos de este último libro me tropecé con el ultraísmo argentino. Un cliente asiduo de la librería, al enterarse de mi pasión por Borges, me prestó generosamente una colección, casi completa y en buen estado, de la revista Martín Fierro. Allí redescubrí a Ildefonso Pereda Valdés y a Nicolás Fusco Sansone. Me enteré de lo que todos sabían: eran ultraístas uruguayos.

En 1942, cuando estaba haciendo la práctica docente para habilitarme como profesor de secundaria, me tocó hacerla en el Liceo Nocturno, con Ildefonso Pereda Valdés. En aquella fecha yo no sólo había estudiado y abandonado el estudio del ultraísmo, sino que había desarrollado una alergia crítica al vanguardismo de la que me costó varios años curarme. Ildefonso era entonces un señor distraído, desdeñoso de repasar sus textos antes de venir a clase, inveterado fumador en cadena, que llegaba a desaparecer sin aviso, dejándome frente a un grupo de adultos que esperaban que yo les descifrase a Garcilaso o al Buscón. Era imposible pensar en la poesía ultraísta frente a un profesor algo encanecido que fumaba cada cigarrillo hasta el punto en que la ceniza le condecoraba las solapas y la brasa del cabo (o pucho, como decimos por allá) casi le quemaba la nariz. El ultraísmo uruguayo era cosa del pasado efímero y lo que yo tenía delante de mis ojos eran los restos de su naufragio.

 

III. El ultraísmo uruguayo según Borges

Pude encontrar, aún vivo, el ultraísmo uruguayo en algunos trabajos de Borges. Por estar recogidos en libros de reducidísima impresión y no haber sido nunca reeditados, estos trabajos son prácticamente inéditos. Que yo sepa, nadie se ha ocupado de examinarlos. Si ahora lo hago es porque creo que hay en ellos (y en el ultraísmo uruguayo) mucho de rescatable. El primer trabajo importante (recogido, como los dos siguientes, en Inquisiciones) está dedicado a Julio Herrera y Reissig (4). Aunque fallecido en 1910, Herrera fue tal vez el más vanguardista de los poetas modernistas, el que más radicalizó la fabulosa herencia de Darío. Por eso fue saludado por los ultraístas de España y Argentina como precursor: Guillermo de Torre habría de destacarlo en sus Literaturas europeas de vanguardia, en tanto que Borges le dedicaría este artículo de su primer libro de ensayos.

Es obvio que para Borges, Herrera y Reissig vale por sí mismo y no por ser precursor de la nueva poesía:

Fue siempre muy generoso de metáforas, dándoles tanta preeminencia que varios hoy lo quieren trasladar a precursor del creacionismo. No es ésa su mejor ejecutoria, y en el concepto intrínseco de precursor hay algo de inmaduro y desgarrado, que mal le puede convenir. Herrera y Reissig es el hombre que cumple largamente su diseño, no el que indica bosquejos invirtuosos que otros definirían después. Está todo él en sí, con aseidad, nunca en función de forasteras valías. No es el Moisés merodeador que vislumbra la tierra de promisión (...); es el Josué que entre el apartamiento de las aguas cruza a pie enjuto la corriente y pisa la ribera deleitosa y celebra la pascua en tierra deseada y duerme en ella como en mujer sumisa a su querer. No es primavera balbuciente su verso (p. 143).(5)

El contexto de este párrafo es, a qué negarlo, no sólo la simpatía de Borges por Herrera, sino su menosprecio de Huidobro, cuyo creacionismo le parecía mecánico. Para él, Herrera vale por sí mismo y no por ser precursor de vanguardistas, con lo que también se aparta de la lectura tendenciosa de su colega y amigo (más tarde, cuñado) Guillermo de Torre. Borges ve lo que Herrera Reissig tiene de singular, no su anticipación del ultraísmo. También se esboza en el párrafo citado una noción paradójica, que tan deslumbrantemente elaboraría Borges en "Kafka y sus precursores", ensayo recogido en Otras inquisiciones (1952). En ese trabajo habrá de escribir memorablemente: "En el vocabulario crítico, la palabra precursor es indispensable, pero habría que tratar de purificarla de toda connotación polémica o de rivalidad. El hecho es que cada escritor crea a sus precursores. Su labor modifica nuestra concepción del pasado, como ha de modificar el futuro".(6)

Pero volvamos a Herrera y Reissig. El ensayo de Borges, en el contexto en que aparece, cuando todos están leyendo y releyendo a Herrera, no puede evitar sumarse a la revaloración ultraísta del poeta uruguayo. Borges podrá desdeñar su cualidad de precursor, pero no deja de subrayar aquellos aspectos –su empeño visual, la preeminencia pictórica de sus imágenes (p. 140), la composición de poemas en que "todas las líneas sobresalen, como las de un alto relieve" (p. 142)– que habrían de medusar a los jóvenes ultraístas. La conclusión de su examen merece citarse, porque sutilmente propone un Herrera precursor de Borges:

Por los manejos de una sagaz alquimia y de una lenta transustanciación de su genio, pasó del adjetivo inordenado al iluminador, de la asombrosa imagen a la imagen puntual (pp. 142-143).

Entendió Herrera que la lírica no es pertinaz repetición ni desapacible extrañeza; que en su ordenanza como en la de cualquier otro rito es impertinente el asombro y que la más difícil maestría consiste en hermanar lo privado y lo público, lo que mi corazón quiere confiar y la evidencia que la plaza no ignora. Supo templar la novedad, ungiendo lo áspero de toda innovación con la ternura de palabras dóciles y ritmo consabido. Lo antiguo en él pareció airoso y lo inaudito se juzgó por eterno. A veces dijo lo que ya muchos pronunciaron; pero le movió el no mentir y el intercalar después verdad suya. Lo bienhablado de su forma rogó con eficacia por lo inusual de sus ideas (pp. 144-145).(7)

Pero no es en este trabajo, sino en otros del mismo libro, donde Borges se ocupa más explícitamente de la nueva poesía uruguaya. El primero está dedicado a Pedro Leandro Ipuche, poeta del interior que vino joven a Montevideo pero continuó (como tantos) escribiendo sobre el mundo rural de sus primeros años. El trabajo se titula "La criolledad en Ipuche", y ya desde el título vincula esta obra con una preocupación y hasta una obsesión del Borges de los años veinte. Empieza por distinguir entre la poesía gauchesca argentina y la uruguaya. En aquel momento en que escribe, sólo en la obra de Güiraldes se puede encontrar "toda la pampa igual que una marea" (p. 57); en "la otra banda están Silva Valdés y Pedro Leandro Ipuche". Aunque admira a los dos, parece preferir al último: su "criollismo es una cosa viva que se entrevera con las otras" (p. 58). Vincula la "entraña popular de su canto" con la lírica andaluza, que Borges conoció cuando su estancia en Sevilla, en 1920. También destaca en Ipuche "un sentido pánico de la selva". (Si la palabra selva parece excesiva para calificar los subtropicales bosques uruguayos, hay que pensar que Borges sólo conocía entonces la desolada pampa.)

Tratando de encontrar vínculos entre la obra de Ipuche y la suya, apunta la coincidencia de haber usado los dos el mismo adjetivo para calificar cosas muy distintas: Tierra honda es el título del mejor libro de Ipuche, anota, en tanto que él había escrito un verso en que hablaba de "honda ciudad". Leer a Ipuche le hace sentir nostalgia del campo y vergüenza de su "borrosa urbanidad" (p. 60). Lo que admira en él es un sentimiento casi físico de la tierra, que asocia con un célebre verso de Lucrecio: aquel en que presenta memorablemente la imagen "de los cuerpos que anudó la salacidad" (p. 59). En su entusiasmo, llega a afirmar: "Escasas son las composiciones suyas que mi corazón no ha sentido." El juicio se resume en este párrafo: "Su verso es de total hombría, sabe de Dios y de los hombres y se ha mirado en los festivos rostros de la humana amistad y en la gran luna de la cavilación solitaria" (p. 60).

En el mismo libro, y como para compensar el tratamiento algo sumario del artículo anterior (pp. 57-58), incluye Borges una "Interpretación de Silva Valdés". De hecho es una reseña de Agua del tiempo. La imagen del título le hace derivar hacia la confesión; al hablar de los gustosísimos versos del libro, señala que

he realizado en ellos la presencia de la belleza, vivaz e indesmentible como la de la andariega sangre en el pulso. La he realizado con esa límpida evidencia que hay en el nadador al sentir que las grandes aguas urgen su carne con impetuosa generosidad de frescura. Mi empeño de hoy no es el de ponderar ese río ni mucho menos el de empañar su clara virtud, sino el de investigar sus manantiales, sus captaciones y su fuente (p. 61).

Dos observaciones al texto: la referencia al placer erótico del nadar no es arbitraria. De chico, Borges solía nadar en un arroyito de Paso Molino, cerca de Montevideo, donde su madre tenía familia y los Borges pasaban las vacaciones de verano(8). Un eco de esa pasión por el agua (a la que dedicaría mucho más tarde el "Poema del cuarto elemento", que está ahora en El otro, el mismo, 1964), se encuentra en la entrelínea del trabajo y explica su devoción por esta poesía. También conviene subrayar el uso inglés del verbo "realizar": comprender, hacer real. En Borges, este uso le llega por dos vertientes: la inglesa, obvia, y la latina, de donde la tomaron los ingleses.

También en Silva Valdés (como antes en Herrera y Reissig), Borges ve lo nuevo "como cristalización de lo antiguo" (p. 62). Según opina, lo que ya está codificado por la tradición estimula la invención de imágenes. A1 comentar al poeta uruguayo, se pone lírico (ultraísta, es claro): "Basta cualquier comparación perezosa para desgajar del cielo la luna y hacerla resbalar a nuestras manos, trémula y alelada" (p. 63). No todo es elogio y entusiasmo. Frente a poemas de tema ciudadano, Borges es lapidario-:

Silva Valdés, literatizando recientes temas urbanos, es una inexistencia: Silva Valdés, invocando el gauchaje antiguo, por el cual han orado tantas oscuras y preclaras vihuelas, es el primer poeta joven de la conjunta hispanidad (p. 64).

El elogio final es tan desmesurado, que parece imposible en Borges. Pero hay que recordar que éstos son los años de la exaltación vanguardista, de la profesión de fe en la poesía, del ansia de escribir un verso que fuese, para siempre, memorable. De esa exaltación (que él heredó más de los expresionistas alemanes que de los futuristas o dadaístas) es fruto el juicio sobre Silva Valdés. A este poeta habrá de volver en una reseña recogida en su segundo libro de ensayos, El tamaño de mi esperanza (1926).

Un panorama imperfecto de la poesía gauchesca abre el artículo. Borges se olvida de Hidalgo y de Estanislao del Campo y de Antonio Lussich, pero incluye en el canon al argentino Rafael Obligado y a los uruguayos Elías Regules, José Alonso Trelles ("El viejo Pancho", que era español, por más señas), para culminar con Silva Valdés. Al analizar la obra de este último distingue entre el "presunto simbolista" de Humo de incienso y "el diestrísimo cantor de Ha caído una estrella y de La calandria" (p. 89). El Silva Valdés que le gusta ("Qué bien está") es el que define con una fórmula que anticipa a Brecht con su Sprächgesang:

Medio come quien canta y medio como quien habla, en la indecisión de ambas formas (Silva Valdés canta por cifra como los payadores antiguos en la pelea melodiosa del contrapunto), nos dice su visión del campo oriental. Mejor dicho, su añoranza grande del campo, su creencia en la felicidá [sic] de un vivir agreste (p. 90).(9)

Al concluir con una lista de los poemas que más le gustan, no tiene reparo en admitir que se los "envidio de veras, de todo corazón" (p. 91). Borges sintiéndose borrosamente urbano ante la poesía virilmente gaucha de Ipuche; Borges envidiando cordialmente a Silva Valdés: qué imágenes inesperadas de un escritor al que la crítica analfabeta no se cansa de estereotipar como "frío". Pero sigamos.

Hay dos textos más. Uno, "Reverencia del árbol en la otra banda", está también en El tamaño de mi esperanza. Las semejanzas y diferencias entre ambas márgenes del Plata justifican su enfoque. Empieza por oponer la poesía porteña, cuyos símbolos son "el patio y la pampa, arquetipos de rectitud" (p. 59), a la uruguaya, que ofrece un "ambiente de raigambre y tupido", un "sentir arracimado y selvático". O dicho de otro modo: los poetas de Buenos Aires saben de la geometría urbana o del inmenso vacío de la pampa; los uruguayos, del bosque tupido y hasta selvático. Al referirse a otros poetas uruguayos, no deja de marcar que "el estilo mismo arborece y es hasta excesiva su fronda" (p. 61). En los poetas de hoy (lista que incluye a Ipuche, pero no a Silva Valdés), "el árbol es un símbolo" (p. 62), y agrega:

El árbol –duro surtidor e inagotable vivacidá [sic] de la tierra– es uno de los dioses lares que en la poesía de los uruguayos presiden. Sé también de otro dios, largamente rogado por María Eugenia Vaz Ferreira y hoy por Carlos Sabat Ercasty. Hablo del Mar (p. 62).



1 Aprovecho aquí el concepto de pastoral como poesía escrita por escritores cultos para lectores cultos; enfoque que permite resolver también el problema de clasificación de la literatura "proletaria", tal como lo ha expuesto William Empson en Some Versions of Pastoral (Norfolk, Conn., 1968). Volver

2 Borges es una excepción notable. En sus estudios sobre poesía gauchesca nunca omite a Hidalgo y a Lussich. Véase, por ejempo, "Aspectos de la literatura gauchesca", que se publicó originariamente en Montevideo, 1950, y está ahora recogido en Discusión (Obras completas, 1974). Volver

3 Me refiero a Raúl Antelo, que en un artículo, "Modernismo brasileiro e consciência latinoamericana" (Contexto, São Paulo, núm. 3, Julio 1977, pp. 75-90), demostró desconocer la bibliografía de y sobre el Borges de los años veinte. Ignoraba, por ejemplo, que en esa década el autor de Ficciones era anarquista filosófico y partidario del presidente populista Yrigoyen. En un trabajo publicado en São Paulo, 1978, marqué el error, con rectificación explícita de una cita de Borges sobre el presidente que los militares depusieron en 1930, iniciando así la década infame. Antelo leía una censura donde Borges había puesto un elogio, que (por otra parte) confirmaría en la acción al adherirse a un comité de intelectuales que apoyaban a Yrigoyen. En trabajos posteriores (incluso un reciente prólogo, "Bandos y contrabandos", a la poesía de Mário de Andrade, Casa del tiempo, México, núm. 5, enero 1981, p. VI), Antelo continúa empeñado en mostrar al Borges de los años veinte como partidario de los militares golpistas. Para más detalles sobre este período, véanse mi Jorge Luis Borges. A Literary Biography (New York, 1978, pp. 228-232) y mi Mário de Andrade/Borges. Um diálogo dos anos vinte (São Paulo, 1978, pp. 51-52). Allí están indicadas todas las fuentes bibliográficas necesarias para evitar la difusión de falsedades. Volver

4 Véase Inquisiciones (Buenos Aires, 1925, pp. 123-145). Años más tarde, Borges reproduciría el texto en el número de La Cruz del Sur dedicado a Herrera y Reissig (año V, n.° 28, Montevideo, marzo-abril 1930, pp. 49-50). Volver

5 Borges ha dicho que no permite la reedición de estos primeros libros de ensayos porque están escritos en una forma afectada que ya no es capaz de entender ni él mismo. Véase la citada biografía, p. 203. Tal vez haya otra razón: como lo demuestra el párrafo antes citado, un erotismo urgente colorea la prosa de Borges de ese período. Pasados los treinta, renunciaría a esa ostentación y envolvería en ironías toda alusión erótica. Volver

6 Véase Obras completas, pp. 712-713. Volver

7 Para una lectura distinta del poeta uruguayo, véase mi reciente "El caso Herrera y Reissig" (Eco, Bogotá, junio-agosto 1980). Volver

8 Véase la citada biografía, pp. 56-58. Volver

9 Otra de las afectaciones estilísticas del Borges de ese período era la supresión de la d final en palabras como felicidad (en esta cita) o vivacidad (en la siguiente). Véase El tamaño de mi esperanza (Buenos Aires, 1926). Volver

 

 

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