|
"I. El otro ultraísmo
Aunque la fortuna crítica del ultraísmo español
o de la variante argentina no haya sido espectacular (buena parte
de la investigación reciente ha estado confiada al estudio
de algunas figuras como Borges, cuyo paso por el ultraísmo
no fue muy demorado), no cabe duda de que ambos movimientos cuentan
ya no sólo con cronistas, sino hasta con historiadores y
críticos. El libro pionero y arbitrario de Guillermo de Torre,
Literaturas europeas de vanguardia (1925), así como
el más idiosincrático y original de Ramón Gómez
de la Serna, Ismos (1930), no fueron sino la avanzada crítica
de incontables estudios que radican en España o Argentina,
los avatares del movimiento. Menos publicitado y hasta omitido por
los historiadores ha sido el ultraísmo uruguayo, que produjo
(en 1927) una antología, hoy totalmente olvidada. Sin ánimo
de reivindicación nacionalista (los tiempos del Plata no
están para esas payasadas), quisiera examinar ahora algunos
aspectos de lo que convendría llamar el otro ultraísmo,
el de la orilla izquierda del río ancho como mar, el Paraná
Guazú de los indígenas.
Pero antes una breve reflexión historiográfica. Aunque
es indudable la existencia independiente de una literatura argentina,
de una uruguaya y hasta de una paraguaya, por cómodas razones
político-culturales se suele olvidar que esas literaturas
no son sino parte de una literatura más general, que habría
que llamar rioplatense. En sus orígenes coloniales es imposible
dudar de esa unidad. La primera fundación efímera
de Buenos Aires; el fracaso de Solís, quien lo único
que conquistó fue el estómago de los indios charrúas
(se lo comieron en 1516); el poder central de Asunción del
Paraguay y de las misiones jesuíticas determinaron hasta
el siglo XVIII una concentración cultural en lo que es hoy
Paraguay. El mundo gauchesco, que fue como la alternativa contestataria
de ese poder central, o el avance implacable de los bandeirantes
paulistas, habrían de minar totalmente aquella hegemonía
paraguaya. A partir de la independencia, el mundo gaucho (que incluía
asimismo el sur de Brasil) empieza a justificar una nueva literatura,
escrita por hombres de ciudad y para hombres de ciudad en el mejor
estilo de la pastoral, pero enriquecedora de la cultura general
del área rioplatense(1). Para entender
la poesía y la prosa gauchesca hay que salir de la visión
estrecha de críticos que estudian a Bartolomé Hidalgo
(aunque uruguayo, vivió y escribió en la Argentina),
pero se saltean a su compatriota Antonio D. Lussich
porque se quedó en la banda oriental(2);
que registran las opiniones hasta del último viajero inglés
de la Pampa, pero ignoran sólidamente la existencia de O
gaucho, novela singular del brasileño José de
Alencar, o del tríptico histórico del uruguayo Eduardo
Acevedo Díaz, que fue publicado en Buenos Aires; es decir,
de críticos para los que el pasaporte es más decisivo
que los textos mismos.
El fenómeno se agudiza con el Modernismo. Es inútil
que Rodó produzca (entre 1895 y 1913) el estudio más
completo sobre el poeta y crítico argentino Juan María
Gutiérrez y su tiempo. Para los porteños, Rodó
es irreparablemente uruguayo, y hasta los años cuarenta de
este siglo no hay edición argentina de sus ensayos rioplatenses.
Si Florencio Sánchez y Horacio Quiroga son aceptados en la
banda occidental es porque vivieron y trabajaron en Buenos Aires
y pudieron, por tanto, ser asimilados, hasta el punto que se les
incluye como nativos en panoramas e historias del teatro o la narrativa
"argentinas". Podrían multiplicarse los casos.
El uruguayo Herrera y Reissig tuvo un momento póstumo de
gloria porque fue releído por los ultraístas, pero
cuando este movimiento pasó, también el olvido se
tragó a Herrera. Más cerca de nosotros, Juan Carlos
Onetti vivió y publicó sus novelas más importantes
en Buenos Aires, sin lograr otro eco que el de fieles, excelentes
y pocos amigos: Julio E. Payró, Oliverio Girondo.
Los paraguayos fueron aún más dominados por la hegemonía
argentina, hasta el punto de que sólo el boom internacional
de la novela latinoamericana pudo rescatar a Augusto Roa Bastos
del semianonimato en que vivió durante los años cincuenta
y sesenta en Buenos Aires, publicando sus libros con escasa repercusión
y ganándose la vida con libretos que escribía para
el cine argentino.
Estos ejemplos y otros que podrían invocarse resultan pálidos
al lado del desconocimiento casi total del ultraísmo uruguayo
en las publicaciones especializadas de la orilla derecha del Plata.
Un caso patético (si no fuera también de deliberada
ignorancia) es el de un joven historiador literario argentino que
trabaja en São Paulo y que una vez, cándidamente,
me preguntó si Ildefonso Pereda Valdés y Nicolás
Fusco Sansone eran nombres reales o seudónimos. Se los había
encontrado en la biblioteca Mário de Andrade, del Instituto
Brasileiro de Cultura, y no sabía cómo ubicarlos.
Le di mi palabra de honor de que eran reales y que conocía
personalmente a ambos(3). Ese ultraísmo
uruguayo no sólo existió, sino que funcionó
por algunos años como una suerte de reactivo que permitió
a otros grupos menos radicales desarrollar y perfeccionar su práctica
poética. Aunque todavía es temprano para trazar todos
los aspectos de este movimiento, anticiparé aquí algunas
reflexiones de un trabajo más extenso y complejo sobre las
vanguardias de los años veinte. Espero que este adelanto
despierte suficiente curiosidad en otros investigadores para animarlos
a examinar en detalle el tema.
II. Crónica de un naufragio
Hay que empezar con Ildefonso Pereda Valdés. Cuando lo conocí,
a mediados de los años treinta, Ildefonso ya era profesor
de literatura de Enseñanza Secundaria; había abandonado
el ultraísmo hacía tiempo y se dedicaba casi exclusivamente
al folklore y a lo que mucho más tarde los franceses bautizarían
de negritud. Ildefonso era todavía rubio y algo gordo,
con ese aire de distracción que comparten poetas y profesores.
Yo era un muchacho largo y flaco con una incontenible pasión
por los libros. Mi tío, Pepe Monegal (que más tarde
ganaría notoriedad como narrador gauchesco), era entonces
un bohemio vanguardista que había viajado por España
y conocido (dónde, cuándo) a García Lorca.
(O por lo menos ésa era la leyenda familiar.) Mi tío
Pepe pintaba, escribía obras de teatro que nadie quería
representar y que él enviaba manuscritas con dibujos a color
de los escenarios y trajes. Todavía recuerdo la agresividad
primaria de esos dibujos. Decir que yo lo adoraba era poco. Era
mi amigo. Compartíamos la misma pasión por Los
tres mosqueteros. Todavía conservo las cuatro hojas de
un block de dibujo en que mi tío Pepe reprodujo para
mí la estampa de los protagonistas, alegremente plagiados,
de las carátulas colorinches de la Editorial Sopena española,
que él había mejorado con sus acuarelas algo fauves.
Leíamos y releíamos la saga de los mosqueteros (inclusive
la poco popular última novela, El vizconde de Bragelonne,
de donde sale "El hombre de la máscara de hierro")
riéndonos con Aramis y Porthos, llorando con la muerte de
este último y la declinación inevitable de Athos y
hasta del infatigable D'Artagnan. (Athos era mi favorito por razones
muy largas de explicar.)
Un día cuya fecha no recuerdo, pero que sería por
1935, mi tío Pepe me llevó a casa de Ildefonso. Eran
amigos desde hacía un tiempo y compartían algunas
costumbres y hábitos no sólo literarios. No recuerdo
de qué se habló entonces. Sí recuerdo que me
deslumbró la biblioteca de Ildefonso. Aunque en casa todos
leíamos (mi abuelo Monegal había sido librero y director-fundador
de un periódico provinciano, El Deber Cívico),
no teníamos biblioteca en un sentido topográfico.
Había libros por todas partes, sobre cualquier mueble, hasta
en el fabuloso baúl de mi tía abuela, Cleta Sorondo,
donde descubrí un día una traducción española
de una novela de Thomas Hardy, junto a pías obras del padre
Luis Coloma.
La biblioteca de Ildefonso ocupaba un cuarto entero de su hermoso
departamento. Era clara, estaba bien ordenada y llena de cuadros
de la vanguardia uruguaya, argentina, brasileña. Por su origen,
Ildefonso tenía raíces en el Brasil; su Valdés
era portugués y no español. Mientras los grandes hablaban,
yo pasaba y repasaba la mirada sobre tanto libro. Creo que fue allí
cuando por primera vez vi obras de Mário de Andrade, y, sobre
todo, Macunaíma, que llegaría a encontrar unos
quince años más tarde en una librería de viejo
de Montevideo, en la entonces única edición.
Por esa fecha, unos meses más tarde, conocí a Nicolás
Fusco Sansone. O mejor: conocí a su mujer. Yo necesitaba
una maestra que me preparase para el examen de ingreso a secundaria.
Aunque había estudiado mucho, y hasta sabía francés
y portugués, a los quince todavía andaba a la deriva.
Mi padre era muy andariego, y entre 1928 y 1937 cambié tantas
veces de colegio y de lengua básica, que me encontraba atrasado
con respecto a mis compañeros de generación en el
Uruguay. La mujer de Fusco debió haber sido un genio, porque
en unas semanas de lecciones me permitió enfrentar el examen
sin mayores dificultades. Al poeta lo conocí de pasada. Me
impresionó la intensidad de sus ojos claros y su figura compacta,
eléctrica, de pájaro de altanería.
En aquella época no sabía que Fusco Sansone (por
fidelidad a su origen italiano) era partidario de Mussolini y lo
proclamaba hasta en la ficha autobiográfica a una antología
de la que hablaré luego. Tampoco sabía que Ildefonso
era simpatizante comunista. Mis nociones de política eran
todavía vagas. Mi padre era indiferente. Por mi abuelo Monegal
me llegaba una tradición colorada, de visible liberalismo
anticlerical y masonería discreta. Mamá se había
hartado del catolicismo y empezaba a interesarse en la literatura
de izquierda. Un poco mas tarde, en Río de Janeiro, descubrí
Fontamara, de Ignazio Silone, cuyas vívidas escenas
de la violencia del fascismo contra los campesinos italianos no
pude olvidar fácilmente, y empecé a leer la novela
brasileña del Nordeste, henchida de retórica izquierdista
y que me conmovió muchísimo.
Pero Nicolás Fusco Sansone e lldefonso Pereda Valdés
eran para mí sólo los amigos (o tal vez sólo
conocidos) de mi tío Pepe. Hasta que no entré en secundaria
y debí estudiar en 1938 una antología escolar de literatura
española que habían editado juntos, no se me ocurrió
verlos sobre todo como individuos. Para esa fecha ya había
descubierto a Borges, en las páginas de El Hogar,
revista femenina de la que era suscriptora mi tía Nilza,
y empezaba a coleccionar su obra. En una librería de viejo
encontré la Historia universal de la infamia (1935)
y un increíble ejemplar intacto de las Inquisiciones
de 1925. Leyendo y releyendo los ensayos de este último libro
me tropecé con el ultraísmo argentino. Un cliente
asiduo de la librería, al enterarse de mi pasión por
Borges, me prestó generosamente una colección, casi
completa y en buen estado, de la revista Martín Fierro.
Allí redescubrí a Ildefonso Pereda Valdés y
a Nicolás Fusco Sansone. Me enteré de lo que todos
sabían: eran ultraístas uruguayos.
En 1942, cuando estaba haciendo la práctica docente para
habilitarme como profesor de secundaria, me tocó hacerla
en el Liceo Nocturno, con Ildefonso Pereda Valdés. En aquella
fecha yo no sólo había estudiado y abandonado el estudio
del ultraísmo, sino que había desarrollado una alergia
crítica al vanguardismo de la que me costó varios
años curarme. Ildefonso era entonces un señor distraído,
desdeñoso de repasar sus textos antes de venir a clase, inveterado
fumador en cadena, que llegaba a desaparecer sin aviso, dejándome
frente a un grupo de adultos que esperaban que yo les descifrase
a Garcilaso o al Buscón. Era imposible pensar en la
poesía ultraísta frente a un profesor algo encanecido
que fumaba cada cigarrillo hasta el punto en que la ceniza le condecoraba
las solapas y la brasa del cabo (o pucho, como decimos por allá)
casi le quemaba la nariz. El ultraísmo uruguayo era cosa
del pasado efímero y lo que yo tenía delante de mis
ojos eran los restos de su naufragio.
III. El ultraísmo uruguayo según
Borges
Pude encontrar, aún vivo, el ultraísmo uruguayo en
algunos trabajos de Borges. Por estar recogidos en libros de reducidísima
impresión y no haber sido nunca reeditados, estos trabajos
son prácticamente inéditos. Que yo sepa, nadie se
ha ocupado de examinarlos. Si ahora lo hago es porque creo que hay
en ellos (y en el ultraísmo uruguayo) mucho de rescatable.
El primer trabajo importante (recogido, como los
dos siguientes, en Inquisiciones) está dedicado a
Julio Herrera y Reissig (4). Aunque fallecido en 1910, Herrera fue
tal vez el más vanguardista de los poetas modernistas, el
que más radicalizó la fabulosa herencia de Darío.
Por eso fue saludado por los ultraístas de España
y Argentina como precursor: Guillermo de Torre habría de
destacarlo en sus Literaturas europeas de vanguardia, en
tanto que Borges le dedicaría este artículo de su
primer libro de ensayos.
Es obvio que para Borges, Herrera y Reissig vale por sí
mismo y no por ser precursor de la nueva poesía:
Fue siempre muy generoso de metáforas, dándoles
tanta preeminencia que varios hoy lo quieren trasladar a precursor
del creacionismo. No es ésa su mejor ejecutoria, y en el
concepto intrínseco de precursor hay algo de inmaduro y
desgarrado, que mal le puede convenir. Herrera y Reissig es el
hombre que cumple largamente su diseño, no el que indica
bosquejos invirtuosos que otros definirían después.
Está todo él en sí, con aseidad, nunca en
función de forasteras valías. No es el Moisés
merodeador que vislumbra la tierra de promisión (...);
es el Josué que entre el apartamiento de las aguas cruza
a pie enjuto la corriente y pisa la ribera deleitosa y celebra
la pascua en tierra deseada y duerme en ella como
en mujer sumisa a su querer. No es primavera balbuciente su verso
(p. 143).(5)
El contexto de este párrafo es, a qué negarlo, no
sólo la simpatía de Borges por Herrera, sino su menosprecio
de Huidobro, cuyo creacionismo le parecía mecánico.
Para él, Herrera vale por sí mismo y no por ser precursor
de vanguardistas, con lo que también se aparta de la lectura
tendenciosa de su colega y amigo (más tarde, cuñado)
Guillermo de Torre. Borges ve lo que Herrera Reissig tiene de singular,
no su anticipación del ultraísmo. También se
esboza en el párrafo citado una noción paradójica,
que tan deslumbrantemente elaboraría Borges en "Kafka
y sus precursores", ensayo recogido en Otras inquisiciones
(1952). En ese trabajo habrá de escribir memorablemente:
"En el vocabulario crítico, la palabra precursor
es indispensable, pero habría que tratar de purificarla de
toda connotación polémica o de rivalidad. El hecho
es que cada escritor crea a sus precursores. Su labor
modifica nuestra concepción del pasado, como ha de modificar
el futuro".(6)
Pero volvamos a Herrera y Reissig. El ensayo de Borges, en el contexto
en que aparece, cuando todos están leyendo y releyendo a
Herrera, no puede evitar sumarse a la revaloración ultraísta
del poeta uruguayo. Borges podrá desdeñar su cualidad
de precursor, pero no deja de subrayar aquellos aspectos su
empeño visual, la preeminencia pictórica de sus imágenes
(p. 140), la composición de poemas en que "todas las
líneas sobresalen, como las de un alto relieve" (p.
142) que habrían de medusar a los jóvenes ultraístas.
La conclusión de su examen merece citarse, porque sutilmente
propone un Herrera precursor de Borges:
Por los manejos de una sagaz alquimia y de una lenta transustanciación
de su genio, pasó del adjetivo inordenado al iluminador,
de la asombrosa imagen a la imagen puntual (pp. 142-143).
Entendió Herrera que la lírica no es pertinaz repetición
ni desapacible extrañeza; que en su ordenanza como en la
de cualquier otro rito es impertinente el asombro y que la más
difícil maestría consiste en hermanar lo privado
y lo público, lo que mi corazón quiere confiar y
la evidencia que la plaza no ignora. Supo templar la novedad,
ungiendo lo áspero de toda innovación con la ternura
de palabras dóciles y ritmo consabido. Lo antiguo en él
pareció airoso y lo inaudito se juzgó por eterno.
A veces dijo lo que ya muchos pronunciaron; pero le movió
el no mentir y el intercalar después verdad suya. Lo bienhablado
de su forma rogó con eficacia por lo inusual
de sus ideas (pp. 144-145).(7)
Pero no es en este trabajo, sino en otros del mismo libro, donde
Borges se ocupa más explícitamente de la nueva poesía
uruguaya. El primero está dedicado a Pedro Leandro Ipuche,
poeta del interior que vino joven a Montevideo pero continuó
(como tantos) escribiendo sobre el mundo rural de sus primeros años.
El trabajo se titula "La criolledad en Ipuche", y ya desde
el título vincula esta obra con una preocupación y
hasta una obsesión del Borges de los años veinte.
Empieza por distinguir entre la poesía gauchesca argentina
y la uruguaya. En aquel momento en que escribe, sólo en la
obra de Güiraldes se puede encontrar "toda la pampa igual
que una marea" (p. 57); en "la otra banda están
Silva Valdés y Pedro Leandro Ipuche". Aunque admira
a los dos, parece preferir al último: su "criollismo
es una cosa viva que se entrevera con las otras" (p. 58). Vincula
la "entraña popular de su canto" con la lírica
andaluza, que Borges conoció cuando su estancia en Sevilla,
en 1920. También destaca en Ipuche "un sentido pánico
de la selva". (Si la palabra selva parece excesiva para calificar
los subtropicales bosques uruguayos, hay que pensar que Borges sólo
conocía entonces la desolada pampa.)
Tratando de encontrar vínculos entre la obra de Ipuche y
la suya, apunta la coincidencia de haber usado los dos el mismo
adjetivo para calificar cosas muy distintas: Tierra honda
es el título del mejor libro de Ipuche, anota, en tanto que
él había escrito un verso en que hablaba de "honda
ciudad". Leer a Ipuche le hace sentir nostalgia del campo y
vergüenza de su "borrosa urbanidad" (p. 60). Lo que
admira en él es un sentimiento casi físico de la tierra,
que asocia con un célebre verso de Lucrecio: aquel en que
presenta memorablemente la imagen "de los cuerpos que anudó
la salacidad" (p. 59). En su entusiasmo, llega a afirmar: "Escasas
son las composiciones suyas que mi corazón no ha sentido."
El juicio se resume en este párrafo: "Su verso es de
total hombría, sabe de Dios y de los hombres y se ha mirado
en los festivos rostros de la humana amistad y en la gran luna de
la cavilación solitaria" (p. 60).
En el mismo libro, y como para compensar el tratamiento algo sumario
del artículo anterior (pp. 57-58), incluye Borges una "Interpretación
de Silva Valdés". De hecho es una reseña de
Agua del tiempo. La imagen del título le hace derivar
hacia la confesión; al hablar de los gustosísimos
versos del libro, señala que
he realizado en ellos la presencia de la belleza, vivaz e indesmentible
como la de la andariega sangre en el pulso. La he realizado con
esa límpida evidencia que hay en el nadador al sentir que
las grandes aguas urgen su carne con impetuosa generosidad de
frescura. Mi empeño de hoy no es el de ponderar ese río
ni mucho menos el de empañar su clara virtud, sino el de
investigar sus manantiales, sus captaciones y su fuente (p. 61).
Dos observaciones al texto: la referencia al placer erótico
del nadar no es arbitraria. De chico, Borges solía nadar
en un arroyito de Paso Molino, cerca de Montevideo,
donde su madre tenía familia y los Borges pasaban las vacaciones
de verano(8). Un eco de esa pasión por
el agua (a la que dedicaría mucho más tarde el "Poema
del cuarto elemento", que está ahora en El otro,
el mismo, 1964), se encuentra en la entrelínea del trabajo
y explica su devoción por esta poesía. También
conviene subrayar el uso inglés del verbo "realizar":
comprender, hacer real. En Borges, este uso le llega por dos vertientes:
la inglesa, obvia, y la latina, de donde la tomaron los ingleses.
También en Silva Valdés (como antes en Herrera y
Reissig), Borges ve lo nuevo "como cristalización de
lo antiguo" (p. 62). Según opina, lo que ya está
codificado por la tradición estimula la invención
de imágenes. A1 comentar al poeta uruguayo, se pone lírico
(ultraísta, es claro): "Basta cualquier comparación
perezosa para desgajar del cielo la luna y hacerla resbalar a nuestras
manos, trémula y alelada" (p. 63). No todo es elogio
y entusiasmo. Frente a poemas de tema ciudadano, Borges es lapidario-:
Silva Valdés, literatizando recientes temas urbanos, es
una inexistencia: Silva Valdés, invocando el gauchaje antiguo,
por el cual han orado tantas oscuras y preclaras vihuelas, es
el primer poeta joven de la conjunta hispanidad (p. 64).
El elogio final es tan desmesurado, que parece imposible en Borges.
Pero hay que recordar que éstos son los años de la
exaltación vanguardista, de la profesión de fe en
la poesía, del ansia de escribir un verso que fuese, para
siempre, memorable. De esa exaltación (que él heredó
más de los expresionistas alemanes que de los futuristas
o dadaístas) es fruto el juicio sobre Silva Valdés.
A este poeta habrá de volver en una reseña recogida
en su segundo libro de ensayos, El tamaño de mi esperanza
(1926).
Un panorama imperfecto de la poesía gauchesca abre el artículo.
Borges se olvida de Hidalgo y de Estanislao del Campo y de Antonio
Lussich, pero incluye en el canon al argentino Rafael Obligado y
a los uruguayos Elías Regules, José Alonso Trelles
("El viejo Pancho", que era español, por más
señas), para culminar con Silva Valdés. Al analizar
la obra de este último distingue entre el "presunto
simbolista" de Humo de incienso y "el diestrísimo
cantor de Ha caído una estrella y de La calandria"
(p. 89). El Silva Valdés que le gusta ("Qué bien
está") es el que define con una fórmula que anticipa
a Brecht con su Sprächgesang:
Medio come quien canta y medio como quien habla, en la indecisión
de ambas formas (Silva Valdés canta por cifra como los
payadores antiguos en la pelea melodiosa del contrapunto), nos
dice su visión del campo oriental. Mejor dicho, su añoranza
grande del campo, su creencia en la felicidá
[sic] de un vivir agreste (p. 90).(9)
Al concluir con una lista de los poemas que más le gustan,
no tiene reparo en admitir que se los "envidio de veras, de
todo corazón" (p. 91). Borges sintiéndose borrosamente
urbano ante la poesía virilmente gaucha de Ipuche; Borges
envidiando cordialmente a Silva Valdés: qué imágenes
inesperadas de un escritor al que la crítica analfabeta no
se cansa de estereotipar como "frío". Pero sigamos.
Hay dos textos más. Uno, "Reverencia del árbol
en la otra banda", está también en El tamaño
de mi esperanza. Las semejanzas y diferencias entre ambas márgenes
del Plata justifican su enfoque. Empieza por oponer la poesía
porteña, cuyos símbolos son "el patio y la pampa,
arquetipos de rectitud" (p. 59), a la uruguaya, que ofrece
un "ambiente de raigambre y tupido", un "sentir arracimado
y selvático". O dicho de otro modo: los poetas de Buenos
Aires saben de la geometría urbana o del inmenso vacío
de la pampa; los uruguayos, del bosque tupido y hasta selvático.
Al referirse a otros poetas uruguayos, no deja de marcar que "el
estilo mismo arborece y es hasta excesiva su fronda" (p. 61).
En los poetas de hoy (lista que incluye a Ipuche, pero no a Silva
Valdés), "el árbol es un símbolo"
(p. 62), y agrega:
El árbol duro surtidor e inagotable vivacidá
[sic] de la tierra es uno de los dioses lares que en la
poesía de los uruguayos presiden. Sé también
de otro dios, largamente rogado por María Eugenia Vaz Ferreira
y hoy por Carlos Sabat Ercasty. Hablo del Mar (p. 62).
1 Aprovecho aquí el concepto de pastoral
como poesía escrita por escritores cultos para lectores cultos;
enfoque que permite resolver también el problema de clasificación
de la literatura "proletaria", tal como lo ha expuesto
William Empson en Some Versions of Pastoral (Norfolk, Conn.,
1968). Volver
2 Borges es una excepción notable. En
sus estudios sobre poesía gauchesca nunca omite a Hidalgo
y a Lussich. Véase, por ejempo, "Aspectos de la literatura
gauchesca", que se publicó originariamente en Montevideo,
1950, y está ahora recogido en Discusión (Obras
completas, 1974). Volver
3 Me refiero a Raúl Antelo, que en un
artículo, "Modernismo brasileiro e consciência
latinoamericana" (Contexto, São Paulo, núm. 3,
Julio 1977, pp. 75-90), demostró desconocer la bibliografía
de y sobre el Borges de los años veinte. Ignoraba, por ejemplo,
que en esa década el autor de Ficciones era anarquista
filosófico y partidario del presidente populista Yrigoyen.
En un trabajo publicado en São Paulo, 1978, marqué
el error, con rectificación explícita de una cita
de Borges sobre el presidente que los militares depusieron en 1930,
iniciando así la década infame. Antelo leía
una censura donde Borges había puesto un elogio, que (por
otra parte) confirmaría en la acción al adherirse
a un comité de intelectuales que apoyaban a Yrigoyen. En
trabajos posteriores (incluso un reciente prólogo, "Bandos
y contrabandos", a la poesía de Mário de Andrade,
Casa del tiempo, México, núm. 5, enero 1981,
p. VI), Antelo continúa empeñado en mostrar al Borges
de los años veinte como partidario de los militares golpistas.
Para más detalles sobre este período, véanse
mi Jorge Luis Borges. A Literary Biography (New York, 1978,
pp. 228-232) y mi Mário de Andrade/Borges. Um diálogo
dos anos vinte (São Paulo, 1978, pp. 51-52). Allí
están indicadas todas las fuentes bibliográficas necesarias
para evitar la difusión de falsedades. Volver
4 Véase Inquisiciones (Buenos
Aires, 1925, pp. 123-145). Años más tarde, Borges
reproduciría el texto en el número de La Cruz del
Sur dedicado a Herrera y Reissig (año V, n.° 28,
Montevideo, marzo-abril 1930, pp. 49-50). Volver
5 Borges ha dicho que no permite la reedición
de estos primeros libros de ensayos porque están escritos
en una forma afectada que ya no es capaz de entender ni él
mismo. Véase la citada biografía, p. 203. Tal vez
haya otra razón: como lo demuestra el párrafo antes
citado, un erotismo urgente colorea la prosa de Borges de ese período.
Pasados los treinta, renunciaría a esa ostentación
y envolvería en ironías toda alusión erótica.
Volver
6 Véase Obras completas, pp.
712-713. Volver
7 Para una lectura distinta del poeta uruguayo,
véase mi reciente "El caso Herrera y Reissig" (Eco,
Bogotá, junio-agosto 1980). Volver
8 Véase la citada biografía,
pp. 56-58. Volver
9 Otra de las afectaciones estilísticas
del Borges de ese período era la supresión de la d
final en palabras como felicidad (en esta cita) o vivacidad
(en la siguiente). Véase El tamaño de mi esperanza
(Buenos Aires, 1926). Volver
|