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"Cine y teatro: discusión de un
problema"
En co-autoría con Julio L. Moreno
En Film, nº 14, junio 1953
p. 10-15
I La distinción entre el cine
y el teatro
"EL PROBLEMA DEL CINE MUDO AL SONORO. Antes del nacimiento
del cine sonoro, las relaciones entre el cine y el teatro no llegaron
a constituir un verdadero problema. El cine mudo -medio expresivo
esencialmente visual- poco podía tener en común con
el teatro, que se basa en el poder comunicativo de la palabra hablada.
Si los primeros teóricos del cine se ocuparon alguna vez
del problema, lo hicieron sólo para afirmar la autonomía
del nuevo arte, con lo cual estaban dándolo de antemano por
resuelto. Ese es el sentido de la tajante afirmación de Canudo:
'No busquéis las semejanzas entre el
cine y el teatro. No las hay.'
No las hubo, quizás. Pero el advenimiento del sonoro vino
a alterar radicalmente los términos del problema. La música,
el baile y las canciones invaden entonces la pantalla, y la muda
elocuencia de la imagen se ve desplazada por una charla incansable.
Los comienzos del cine sonoro son también los comienzos del
teatro filmado.
A partir de ese momento, las fronteras entre el cine y el teatro
han venido haciéndose cada vez más imprecisas, y no
faltaron razones para pensar que el cine quedaría limitado
a la condición de vehículo de los géneros teatrales
más populares. Quienes intentaron entonces defender su autonomía,
no hicieron más que invocar los principios de una estética
superada, cuya insuficiencia habría de resultar pronto manifiesta.
La idea del montaje como único "específico fílmico"
-válida para el cine mudo del período clásico-
ha sido dejada atrás por la evolución del cine sonoro.
Su bancarrota -hoy definitiva- se ha visto apresurada por la generalización
de una tendencia que sustituye las tomas breves por largas tomas
continuas, descartando el montaje en favor de los desplazamientos
de cámara y la superposición de varios planos dentro
de la misma toma. En el origen de este nuevo estilo hay dos progresos
de orden técnico:- la profundidad de campo lograda por el
pan-focus y la agilidad creciente de los
movimientos de cá-mara. En el estado actual de su desarrollo,
esta tendencia (en la que cabe mencionar los nombres de Wyler y
Hitchcock, de Welles y Antonioni) ha venido a demostrar que el montaje
(en el sentido que tuvo originariamente, como relación sintética
entre tomas sucesivas) no es de la esencia del cine. En un film
como The Best Years of Our Lives
(Wy-ler) el ritmo cinematográfico no está dado por
la relación externa entre las diversas tomas (éstas
son muy largas, hay muy pocos cortes); surge, más bien, de
los movimientos que se producen en el interior del cuadro en el
curso de una misma toma. Cuando se dice que hay aquí "montaje
sin corte" o "montaje dentro de la toma", se está
tomando la palabra "montaje" en un sentido amplísimo,
que se presta a los mayores equívocos, y que poco o nada
tienen que ver con su sentido original.
LA SITUACION ACTUAL.- La frecuencia y el ascendiente nivel artístico
de las adaptaciones- cada vez más lejanas del "teatro
en naftalina" preconizado ingenuamente por Pagnol -han
vuelto a plantear hoy el problema de las relaciones entre el cine
y el teatro, y lo han hecho con urgencia renovada. El mero "teatro
filmado" -en el que el cine queda relegado a una función
pasiva de registro- va siendo desalojado por lo que cabría
llamar "teatro cinematográfico", que postula la
necesidad de recrear la obra teatral en términos de cine.
La polémica suscitada por los ensayos realizados en este
terreno por Wyler y Sjöberg, Welles y Olivier, está
lejos de haberse acallado, y con ella el problema de la adaptación
ha pasado a ser el centro de todas las discusiones. Lo que se trata
de saber es, en esencia, si estas adaptaciones son artísticamente
válidas y, en caso afirmativo, en qué condiciones
y dentro de qué límites. Para alcanzar una solución,
es preciso adquirir, ante todo, una clara conciencia de las virtualidades
expresivas de ambas artes, la que sólo puede surgir de un
análisis profundizado de sus relaciones.
Este camino es el que ha seguido la crítica más reciente.
Pero sus esfuerzos han sido hasta hoy invalidados por un error inicial:
el de buscar una diferencia de esencia entre la obra teatral y la
cinematográfica.
II Algunas teorías recientes
UN DESVIO DE PRINCIPIO.- Las doctrinas más recientes sobre
las relaciones entre el cine y el teatro parten casi siempre de
hechos comprobables, pero falsean su- significación apenas
intentan interpretarlos. Su error es el de confundir lo accesorio
con lo principal, y prestar menos atención al espectáculo
dramático en sí mismo que a las experiencias del espectador.
Este error es evidente en las doctrinas psicológicas que
distinguen entre cine y teatro según las distintas actitudes
del espectador ante uno y otro. Pero existe igualmente en las doctrinas
que parecen limitarse a un análisis ontológico de
lo que el espectáculo es en sí mismo, y que, al caracterizar
el teatro por la "presencia" del actor o por la naturaleza
real de su espacio, afirman que esos caracteres son esenciales al
espectáculo teatral, considerado como objeto estético.
LAS DOCTRINAS PSICOLOGICAS.- Un grupo aparte se integra con las
doctrinas que parten de un análisis psicológico de
las actitudes del espectador, en sus relaciones con los otros espectadores
y con el espectáculo mismo que presencia.
A) Rosenkranz ha intentado trazar entre cine y teatro un distingo
esencial, a partir, de las diferentes relaciones que uno y otro
crean entre el espectador y el personaje. "Los
personajes de la pantalla -dice- resultan naturalmente objetos de
identificación, mientras que los del escenario son más
bien objetos de oposición instrumental, en cuanto (
)
para transportarlos a un mundo imaginario debe intervenir la voluntad
del espectador, la voluntad de hacer abstracción de su realidad
física."(1) En otras palabras:
el espectador teatral tiene conciencia de sí mismo como distinto
del personaje, porque su creencia en los hechos que se le presentan
no es espontánea, sino producto de un acto de voluntad. El
espectáculo cinematográfico, al contrario, provoca
en el espectador un estado de fascinación que lo lleva a
olvidarse de sí mismo y de la realidad que lo rodea, para
ser sólo consciente de la vida imaginaria de los personajes,
en cuyas peripecias se siente tan comprometido como el durmiente
en sus sueños.
Rosenkranz parte de una observación exacta: el cine es,
como espectáculo, más absorbente que el teatro, y
puede captar la atención y la creencia del espectador de
modo mucho más firme y completo. Pero esta afirmación
no puede ser hecha en forma absoluta. No hay un espectador de cine
y otro de teatro, ni una actitud posible para cada espectador, ni
un espectáculo teatral y uno cinematográfico. Las
actitudes ante un espectáculo varían al infinito según
las personas, según la naturaleza del espectáculo,
y según otras mil circunstancias de hecho (como las relaciones
de cada cual con su mujer o con su jefe; el estado de su cuenta
corriente o de su hígado; su edad o su cultura). Un espectador
ingenuo puede llorar amargamente con el más burdo melodrama.
Un niño que presencia la representación de un teatrito
de títeres, y en medio de un parque, a plena luz del día,
puede lanzar un grito de advertencia al héroe de la pieza
cuando el villano asoma a sus espaldas, garrote en mano. Un adulto
normal, en cambio, sentado junto a su esposa, que lo ha arrastrado
a ver la última película romántica, pensará
que el aire es irrespirable, la butaca incómoda, la película
idiota, y no conseguirá apartar de su mente la idea de que
el matrimonio es una larga y penosa esclavitud. Si de estos hechos
fuera a extraerse un distingo entre el cine y el teatro, éste
podría ser de grado, nunca
de esencia. Y aún así,
su validez objetiva y general sería difícilmente demostrable.
B) La ensayista francesa Claude - Edmonde Magny, partiendo de los
mismos hechos que apunta Rosenkranz, ha ido mucho más adelante,
y ha intentado establecer en base a ellos un distingo tajante entre
el cine y el teatro. "El cine
-dice esta autora- tiene poco (o nada) de
espectáculo, y está, como la novela, mucho más
cerca del relato. La esencia estética del teatro implica,
al contrario, el carácter de espectáculo, es decir,
de cosa que puede ser percibida simultáneamente por miles
de personas reunidas en comunidad (
). El film es percibido
singularmente, a título exclusivamente personal,
por cada uno de sus espectadores. . ."(2).
La poca verdad que hay en esta doctrina estaba ya en la tesis de
Rosenkranz, más coherente y moderada. El espectador cinematográfico
llega, más fácilmente que el del teatro, a olvidarse
de sí mismo, a perder de vista la realidad que lo ro-dea;
no puede, entonces, tener conciencia de integrar la comunidad del
público. Pero, aquí como allá, esto no es una
verdad absoluta. El especta-dor teatral puede llegar a un olvido
total de sí mismo y de los otros espectadores. Inversamente,
la risa del público ante un film cómico es sentida
por cada espectador como risa compartida,
y cada cual no ríe "singularmente,
a título exclusivamente personal", sino que participa
en un regocijo colectivo. Afirmar sobre bases tan imprecisas que
el cine es un relato, no un espectáculo, y que ésto
lo distingue en forma tajante del teatro, es tomar
un hecho como pretexto para una declaración antojadiza.(3)
Por lo demás, tanto esta doctrina como la de Rosenkranz
incurren en un juicio apresurado cuando afirman una diferencia entre
el cine y el teatro sin haber comprobado más que una diferencia
en las actitudes del espectador ante uno y otro. No hay una relación
de necesidad lógica entre ambas cosas: la diferencia entre
dos actitudes subjetivas no garantiza una diferencia entre los objetos
a que esas actitudes se refieren.
LAS DOCTRINAS ONTOLOGICAS.- Cabe formar un segundo grupo con las
doctrinas que intentan distinguir el cine del teatro en base a ciertas
cualidades objetivas del espectáculo teatral y el cinematográfico.
A) La más vieja y generalizada de estas doctrinas afirma
que la presencia del actor, en carne y hueso, es de la esencia del
espectáculo teatral, y brinda a su público un placer
insustituible del que el espectador de cine se
verá siempre privado. Esta doctrina -difundida hoy por Henri
Gouhier-(4) había encontrado antes su formulación
más razonable en estas palabras de Paul Valéry:
"En el teatro, los actores (...) aportan en la escena su presencia
viviente y completa y cualquiera que sea su obligación de
repetir un mismo papel, producen, delante de nosotros, seres libres
y, por lo tanto, más verdaderos que los
fantasmas, idénticos que una fuente luminosa proyecta sobre
la pantalla."(5)
La parte de verdad que pudo haber en estas palabras ha desaparecido
por completo en la ver-sión, más reciente, de Jacques
Bourgeois: "En el teatro -afirma
éste- (...) el actor es un hombre
como nosotros, que siente y se mueve ante nosotros. De ese modo
se establece, entre actor y espectador, un contacto de hombre a
hombre, por radiación (...). En el teatro el actor es, por
consiguiente, el verdadero soporte de la acción dramática
y (...) su presencia física es de la esencia del teatro.
En el cine, por el contrario, el actor no aparece en la imagen más
que como una parte de ésta, y no tiene nunca
por sí mismo más valor que el objeto que aparece junto
a él."(6) De aquí saca
Bourgeois la consecuencia de que no hay en el cine la posibilidad
de comunicación humana que existe en el teatro, y que, por
lo tanto, la imagen sólo puede influir sobre el espectador
de modo puramente mecánico, por su movimiento. Decir que
esto es una exageración es decir poco.
B) Muy vinculada con la anterior se encuen-tra la doctrina que
podría ser llamada "de la reali-dad del espacio del
teatro", cuyo partidario más agresivo es también
Jacques Bourgeois. "El cine y el teatro
-declara este autor- constituyen dos formas
distintas, si no opuestas, del arte dramático. En efecto:
en el cine se encuentran frente a fren-te dos universos bien delimitados:
el mundo bidimensional, en blanco y negro, de la pantalla y el mundo
en tres dimensiones de la sala en la cual están sentados
los espectadores: entre estos dos mundos no hay comunicación
directa posible. En el teatro, al contrario, el actor vive y se
mueve sobre un escenario que forma parte del universo
en el que vive el espectador."(7)
El error de esta doctrina (como se verá más adelante)
es el de confundir lo que el espectáculo es en el mundo real
y lo que es en el plano de lo imaginario. Sólo lo segundo
interesa a la consideración estética.
C) Una forma atenuada de la doctrina anterior ha
sido sostenida por André Bazin en un extenso artículo
publicado recientemente.(8) Para Bazin, el espacio
del teatro es un espacio cerrado, orientado sólo hacia su
dimensión interna, y constituye "un
microcosmos estético que se inserta en el Universo pero sigue
siendo esencialmente heterogéneo respecto de la Naturaleza
que lo circunda." El cine, en cambio, construye un espacio
abierto, infinito, "que se sustituye
al Universo en vez de quedar incluido dentro de él"
El espacio del teatro no es ya, en esta doctrina, idéntico
al espacio real, pero guarda con él relaciones espaciales:
es un lugar privilegiado de este
espacio, con el que no se confunde, sin embargo.
Lo que hay de cierto en las doctrinas ontológicas ya había
sido señalado por las doctrinas psicológicas con mayor
precisión: que el espectador teatral no pierde conciencia
de la realidad en forma tan completa como el espectador de cine.
Si el espectador teatral puede considerar al hombre que se mueve
sobre el escenario como realmente presente,
si puede pensar que el espacio en que se mueve es el mismo espacio
real en que él se encuentra,
ésto sólo es posible porque no ha perdido conciencia
de la realidad del escenario y del
actor, de la realidad de él
mismo en medio de la sala.
BALANCE.- La pérdida del sentido de lo real, el olvido de
sí mismo provocado por la fascinación del espectáculo,
se da tanto en el teatro como en el cine, y admite gradaciones infinitas.
Sobre un fenómeno tan subjetivo y mudable no puede fundarse
un distingo absoluto, y en esto las doctrinas ontológicas
reinciden en el error de las puramente psicológicas. Pero
con esta agravante: que lo que en éstas era presentado como
un mero fenómeno subjetivo, se convierte aquí en un
rasgo que es de la esencia de un objeto; con lo que se cae en el
error de tomar la experiencia de ciertas concomitantes reales del
espectáculo dramático, por caracteres de lo que este
espectáculo es en sí mismo. Y el espectáculo,
en sí mismo, nada tiene que ver con realidades: su tiempo
y su espacio no son los de este mundo: como objeto es-tético,
vive en un plano del ser diverso, sin conexión posible con
lo real: el plano de lo imaginario.
III La irrealidad del suceso dramático
DE LA REPRESENTACION A LO REPRESENTADO.- Se habla corrientemente
de una representación teatral,
de una representación cinematográfica,
no advirtiendo que en este uso verbal se encierra un distingo ontológico
sin el cual no es posible plantear correctamente el problema de
las relaciones entre el cine y el teatro. El error de las doctrinas
que se han examinado es, precisamente, no haber discernido la parte
del representante y la del representado
dentro del complejo fenómeno de la interpretación
teatral. Y sin este distingo no es posible ver que el espectáculo
dramático vive al mismo tiempo en dos planos distintos: el
mundo real y el mundo imaginario.
El espectáculo teatral es, seguramente, un fenómeno
del mundo real. El actor es un hombre real, con una cierta edad
y un cierto estado civil, que percibe por su trabajo un salario
determinado, y que con esfuerzo real ha memorizado los dichos de
un personaje para repetirlos luego, contando con la real ayuda del
apuntador. La obra de los decoradores, de los tramoyistas, de los
modistos y los maquilladores, consiste en una serie de operaciones
reales efectuadas sobre personas y cosas reales, elementos del mundo
natural que tienen una historia, una densidad y unas dimensiones
concretas, y que se trata de modificar para que sirvan a la consecución
de un propósito común. El espectáculo teatral
moviliza estos elementos de acuerdo a un plan preordenado, pero
lo hace con un designio ajeno por completo a lo que estas cosas
y personas son en realidad: no se trata de mostrarlas por lo que
son en sí mismas sino porque a través de ellas ha
de manifestarse algo que ya no es posible situar en parte alguna
del mundo natural, y que guarda con estas cosas la misma relación
que el representado con su representante. Lo que cabe llamar, en
sentido estricto, el suceso dramático, no debe ser confundido
con los medios reales de que se sirve el arte teatral para representarlo.
El espectador no puede ser consciente,, de ambos a la vez: mientras
perciba el hecho real representante,
su mirada no podrá captar a través de él el
hecho irreal representado. Y sólo
éste es objeto de la contemplación estética:
la obra de arte habita, en cuanto tal, sólo en el plano de
lo imaginario.
LO REAL Y LO IMAGINARIO EN LA OBRA DE ARTE.- Que la obra de arte
es siempre un irreal, es cosa que Jean-Paul Sartre afirmó
hace más de una década, en un libro
que ha sido, desde entonces, mucho más mencionado que leído.(9)
Sartre pone a prueba esta idea -base de una estética que
ha llegado a concretarse sólo en algunos esbozos parciales-
a través del análisis de ejemplos tomados de las artes
más diversas. Los más demostrativos son quizás,
los proporcionados por la pintura.
Supongamos -dice Sartre - un cuadro que represente a Carlos VIII.
Considerado como cosa real, es un
objeto material que puede estar mejor o peor iluminado, que puede
ser modificado y, aún, destruido por la acción de
factores ambientes. Pero mientras considere al cuadro como parte
del mundo real, no podré ver a Carlos VIII en
imagen. Sólo veré una serie de manchas de color
distribuidas de determinada manera sobre una tela. Para que surja
delante de mí Carlos VIII en imagen debo desatender lo que
el cuadro es en realidad; mi mirada
debe pasar a través del objeto real; como a
través de un cristal, para fijarse en el objeto imaginario
en él representado. Y este
objeto imaginario está fuera de lo
real, fuera del espacio y el tiempo de quien lo contempla,
en un tiempo y- en un espacio irreales que están más
allá de su alcance. No podría yo, por ejemplo, cambiar
la distribución de luces que el pintor ha hecho, de una vez
para siempre, en el plano de lo irreal. Si quisiera que fuese la
mejilla izquierda del rey, y no la derecha, la que estuviese iluminada,
y tratara de lograrlo con una lámpara real, sólo conseguiría
iluminar la parte del cuadro real que corresponde a ese lado de
la cara.(10)
La obra de arte, por consiguiente, no está en el mundo real:
sólo se sirve de lo real para manifestarse. Un cuadro es
una cosa material visitada de tiempo
en tiempo (cada vez que el espectador contempla la imagen en él
representada) por un irreal, que es precisamente el objeto pintado.
Lo que hay de real en un cuadro, (los resultados de los toques de
pincel, el empastado de la tela, su granulación, el barniz
que cubre los colores) escapa por completo a la consideración
estética. Lo que es "bello" en una pintura es
algo que, por su naturaleza misma, está aislado por completo
de la realidad. (11)
LO REAL Y LO IRREAL EN EL ESPECTÁCULO DRAMÁTICO.-
Del mismo modo, lo "bello" en el espectáculo dramático
es una sucesión ordenada de sucesos irreales, que postulan
para sí un espacio y un tiempo también irreales, y
que nada tienen que ver con los hechos reales que sirven para representarlos.
Lo "bello" es, en cine y en el teatro, de la misma naturaleza.
En lo que ambas artes difieren es en los medios
que emplean para representarlos.(12)
El espectador de una representación teatral de Hamlet
pudo haber visto al actor Laurence Olivier representando al personaje
Hamlet, tal como la columna de madera y cartón, en la que
Olivier estaba apoyado, representaba una columna de piedra del palacio
real de Elsinore. E1 espectador del film Hamlet
no vio a Olivier, el hombre real, ni vio tampoco cosas reales de
cartón y madera en un escenario de tres dimensiones. Lo que
tuvo, en realidad, ante sus ojos fue sólo una sucesión
de luces y sombras reflejadas pasivamente por una pantalla iluminada.
Pudo pensar también que la pantalla le daba también
cuenta de realidades pasadas; de que en algún lugar de Inglaterra,
hacia 1948, un inglés muy estimable, de profesión
actor, se había teñido el pelo antes de enfrentarse
con la cámara y recitar los versos que Shakespeare puso hace
siglos en boca del personaje Hamlet, un hombre de su invención.
Pero la experiencia que, en el orden estético, han tenido
el espectador de teatro y el de cine, ha sido casi la misma: uno
y otro han seguido, a través de dos representaciones distintas,
la tragedia de Hamlet. Esta no ha sucedido en Londres o en Montevideo,
sino en la misma nebulosa Elsinore en que seguirá siempre
sucediendo. El tiempo en que la tragedia transcurrió fue
el que ha corrido siempre, desde que el telón se levanta
hasta que cae sobre un montón de cadáveres. El tiempo
real de proyección del film pudo ser más breve que
el ocupado por la representación teatral, pero esto no hizo
más largo ni más corto el tiempo imaginario en que
la acción de la obra se desarrolla.
Es posible ahora ver claramente el error de las doctrinas ontológicas.
Tanto el cine como el teatro crean personajes, personas irreales,
que viven, en tiempos y espacios irreales, las peripecias imaginarias
de la acción. Para la contemplación estética,
el actor no está nunca presente:
lo que está presente es el personaje. Igualmente,
el espacio del teatro no puede ser, en el orden estético,
el espacio real, ni un lugar privilegiado de éste: el
espacio del teatro es siempre un irreal: y entre lo real
y lo irreal no es posible establecer relaciones espaciales. Sólo
cuando se ha abandonado el punto de vista de la conciencia estética,
para adoptar el de la conciencia natural, es posible ver al actor
moviéndose en el espacio real
del escenario, tal como es posible ver al actor entre las paredes
de un set, a partir de las sombras
y luces que se mueven sobre una pantalla. Pero -ya se ha visto antes-
las realidades en que encarna la
obra de arte no pueden ser objeto de consideración estética:
la obra de arte se sitúa enteramente en el plano de lo imaginario.
Cuando las doctrinas ontológicas creen estar trazando un
distingo de orden estético, no están haciendo más
que observar ciertos hechos que, en cuanto tales, nada tienen que
ver con la obra de arte.
IV Libertad y estilo en el cine y
en el teatro
UNA DIFERENCIA DE MEDIOS.- Por más que el objeto estético
es, en el cine y el teatro, de la misma naturaleza, uno y otro emplean
para re-presentarlo medios materiales completamente distintos. E1
teatro debe mover personas y cosas rea-les en las tres escasas dimensiones
de un escenario. El espectáculo cinematográfico, en
cambio, prescinde de las cosas mismas, sustituyéndolas por
una imagen de ellas registrada mecánicamente en una tira
de celuloide. En un rollo de esta cinta transparente pueden encontrar
cabida ciudades gigantescas, océanos, la naturaleza entera
y las obras del hombre, y, aún, algunas cosas que no son
de este mundo pero pueden ser simuladas por el cine. Uniendo fragmentos
de cinta impresionada, el realizador cinematográfico compone
por libre combinación algo nuevo, que no puede ser reducido
a la suma de elementos que lo forman, y que, al ser proyectado sobre
una pantalla plana, da nacimiento a la obra de arte cinematográfica.
El cine se sirve, como el teatro, de cosas y personas reales que
representan un suceso dramático.
Pero esto no es para él más que la primera fase del
proceso creador. Debe registrar todavía la apariencia sensible
de esas realidades, eligiendo una entre las infinitas formas
posibles de realizar ese registro (lo que im-plica escoger un punto
de vista óptico, una cierta iluminación, etc.). Aún
entonces, debe abocarse a una tarea de recomposición, reuniendo
los trozos de película impresionada en un orden que no es,
casi nunca, idéntico al orden en que realmente
han sucedido los hechos registrados. En esta última fase
-la más importante- de su labor creadora, el cine no se maneja
ya con cosas, sino con retratos de las cosas. Manipulando trozos
de película impresionada, puede recomponer un orden real,
y transmutarlo en un orden nuevo obedeciendo sólo a un propósito
de arte. Si Laurence Olivier, el hombre real, representaba al personaje
Hamlet, la imagen suya, que la película registra, representa
en primer grado a Olivier y en un segundo grado a Hamlet. Atendiendo
al proceso técnico de su creación, el cine es una
representación de segundo grado. Y es el hecho de que la
creación cinematográ-fica se desarrolle en dos planos
(no en uno solo, como la del teatro) lo que explica que el cine
tenga, frente al teatro, un margen más amplio de libertad.
UN DISTINGO DE GRADO Y DOS ESTILOS.- La diferente amplitud de los
recursos de que el cine y el teatro se sirven, no permite afirmar
que entre ambas artes haya diferencias de esencia. Una y otra disponen,
en mayor o menor medida, de los mismos recursos, y la diferente
amplitud de sus técnicas sólo puede hacer que el margen
de libertad de cada una sea más amplio o más restricto.
Esta diferencia de técnicas, sin embargo, no deja de tener
consecuencias estéticas. Las limitaciones materiales son,
para el arte, un pretexto de estilo: el arte no vive a
pesar de sus limitaciones, sino, más bien, a
causa de ellas. Hay un estilo teatral, condicionado por las
imposibilidades y limitaciones del teatro, que es lo específica-mente
artístico de las obras que crea. Hay, tam-bién, un
estilo cinematográfico -vago, desdibujado todavía-,
o una pluralidad de estilos posi-bles, entre los que el cine no
está obligado a ele-gir. Frente al estilo teatral, que funda
su rigor en sus propias limitaciones, el estilo (o los estilos)
del cine no ha llegado a definirse por completo.
Es esta diferencia de estilos la que plantea, concretamente, el
problema de la adaptación de obras teatrales al cine. Pero
este problema, y las cuestiones de estilo en él implicadas,
han de ser objeto de una próxima nota."
1. Citado por André Bazin,
en Teatro e Cinema (Bianco e Nero,
abril/1952, p. 9). Volver
2. L'Age
du Roman Américain (1949), p. 29. Volver
3. Sobre la distinción entre relato
y espectáculo, en relación con el cinematógrafo,
puede verse FILM/11, pp. 29-30. Volver
4. Henri Gouhier: L'Essence
du Théâtre. Volver
5. Citado por Xavier Villaurrutia,
en Teatro y Cinematógrafo
(Cuadernos Americanos, vol. XXXIII). Volver
6. Jacques Bourgeois: Le
Mouvement, Essence de L'Expression Cinématographique
(Comunicación al Congreso Internacional de Filmología
de Venecia de agosto/setiembre 1948) En Bianco e Nero, IX, 9, p.
51. Volver
7. Id. Volver
8. André Bazin: Teatro
e Cinema, XIII, Nos 3 y 4 (Marzo y abril/1952.) Volver
9. Jean-Paul Sartre:
L'Imaginaire (1940). El punto de partida teórico de
las ideas de Sartre sobre la imaginación se encuentra en
la obra de Husserl, como lo ha señalado él mismo en
una obra anterior (L'Imagination, 1936.) Volver
10. L'Imaginaire. pp. 232-233. Volver
11. Id., pp. 239 y ss. Volver
12. Estas afirmaciones deben entenderse
limitadas al cine en cuanto espectáculo dramático.
No son aplicables, evidentemente, al cine abstracto, ni al documental,
etc. Volver
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