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"El caso Herrera y Reissig: reflexiones sobre
la poesía modernista y la crítica"
En Eco, Bogotá, v. 37, nº 224-226, junio-agosto 1980,
p. 199-216.
"I.
Aunque abundan los estudios sobre la poesía modernista,
pocos abarcan el movimiento en su vasta complejidad, o revelan siquiera
un conocimiento general suficiente del mismo. Las excepciones no
consiguen sino probar, es decir: poner a prueba, la regla. Al decir
esto no olvido que hay estudios fundamentales, y que están
en la memoria de todos, sobre aspectos específicos del Modernismo:
los orígenes, el papel de los erróneamente llamados
"precursores", la poética y la poesía de
Martí, la poética y la poesía de Darío,
el contexto socio-político-económico del Modernismo,
etc. Pero estos estudios, a los que están asociados nombres
muy conocidos de especialistas, no hacen sino subrayar aún
más la parcialidad de una crítica que se ha ocupado
sobre todo de examinar la génesis de un movimiento, que ha
privilegiado ciertos autores (indudablemente importantes pero no
únicos) en detrimento de otros, tal vez no menos decisivos.
Por concentrarse casi fanáticamente en un par de tópicos
y nombres, la crítica de la poesía modernista ha descuidado
por lo general la que se ha llamado segunda promoción modernista
-representada por nombres como Lugones, Herrera y Reissig, López
Velarde, Valencia, Delmira Agustini, Ricardo Jaimes Freyre- y ha
perdido, casi por completo, la oportunidad de examinar a fondo el
entronque del Modernismo con la poesía de vanguardia: tema
más crucial para la poesía moderna que el de sus cartografiados
orígenes. Soluciones pedagógicas modestas, como hablar
de posmodernismo o prevanguardismo, no consiguen disimular el hecho
de que no abundan los estudios responsables sobre el curso de la
poesía modernista a partir de la irrupción de Darío
en Buenos Aires, y sobre todo el aporte verdaderamente revolucionario
de la segunda promoción modernista.
Tal vez la forma más obvia de documentar esta carencia crítica
consiste en examinar brevemente dos libros que gozan de gran predicamento
en medios universitarios (son pasto inevitable de estudiantes) y
en los que las limitaciones arriba apuntadas son llevadas casi a
la caricatura. Me refiero, naturalmente, en primer término
a la conocida antología, Estudios críticos sobre
el Modernismo, compilada por Homero Castillo y publicada en
Madrid por la editorial Gredos, 1968. En segundo lugar, hablo de
la antología, La poesía hispanoamericana desde
el Modernismo que compilaron Eugenio Florit y José Olivio
Jiménez el mismo año y publicó en New York
la Appleton-Century-Crofts. Por el uso que se da a estas antologías
en clases y seminarios, es tanto más lamentable que sólo
ofrezcan una imagen empobrecedora de lo que el Modernismo ha significado,
y significa aún.
En el libro de Homero Castillo, se advierte, por ejemplo, que las
referencias a la segunda promoción son escasas y no suficientemente
críticas. Si se examina lo que se dice en los diversos estudios
sobre los dos poetas más influyentes de esa promoción
(Lugones y Herrera), es imposible descubrir la razón por
la que su obra ha sido fundamental para la poesía contemporánea
hasta un punto que ni las de Martí ni la de Darío
las han sido. Empezando por Lugones, se puede advertir que el artículo
de Luis Monguió sobre "La caracterización del
Modernismo", sólo ve la poética del argentino
como una "sistematización de algo que Darío había
indicado" (p. 102), en vez de advertir que Lugones ya hace
la crítica de la poesía modernista dentro del
Modernismo mismo. En cuanto a Herrera y Reissig, a Monguió
ni se le ocurre estudiarlo.
Para Allen W. Phillips ("Rubén Darío y sus juicios
sobre el Modernismo"), tanto Lugones como Freyre forman con
Darío un "triunvirato" (p. 129). Su hubiera leído
mejor a estos poetas, podría haber descubierto que ese enfoque,
tal vez válido en el momento en que aparecen los dos primeros,
no tiene sentido desde 1909, en que la publicación del Lunario
sentimental, de Lugones, disuelve el "triunvirato",
si alguna vez hubo uno. Darío sí pudo creer que Lugones
y Freyre continuaban (como generosos discípulos) su obra,
pero que también lo crea, con la perspectiva de varias décadas,
el Profesor Phillips resulta un poco alarmante. Si se necesita una
imagen romana para definir el período, más sentido
tendría un "triunvirato" que incluyese a Herrera
junto a Lugones y Freyre, para la sucesión del César
Darío. Pero el Profesor Phillips se saltea, precisamente,
a Herrera.
Otros críticos, como el copioso Manuel Pedro González
("En torno a la iniciación del Modernismo"), ven
también la obra de Lugones y de Herrera como prolongación
de la de Darío. Esta perspectiva puede disculparse en un
crítico como González formado en la retórica
del siglo XIX (sinceramente creía que Joyce y Faulkner eran
pésimos modelos para la nueva novela hispanoamericana),
(1), y que sólo estudió,
si algo estudió, los orígenes del Modernismo, pero
parece intolerable en críticos de otra formación.
Sin embargo, la garrulería de Manuel Pedro González
ha hecho escuela, como lo demuestran algunos trabajos de esta antología.
Con excepción de los Ricardo Gullón, que revelan un
enfoque más moderno y amplio, la mayoría no se atreve
a salir de las estrechas coordenadas que marcó González.
Incluso Gullón, en el segundo trabajo suyo que generosamente
incluye este volumen ("Exotismo y Modernismo"), incurre
en una visión simplificadora del tópico. Así,
en la p. 291, vincula a Darío con Lugones sin distinguir
suficientemente sus distintas actitudes. Felizmente, en el tercero
de sus trabajos antologizados ("Pitagorismo y Modernismo"),
Gullón realiza una lectura sutil y compleja de la poesía
de Lugones y de Herrera, a partir de un enfoque ocultista que ya
había sido apuntado como filón por Arturo Marasso
en su conocido estudio (1941). Aún así, el crítico
español no llega a determinar con exactitud qué distingue
esta nueva poesía de la segunda promoción de la que
Darío había difundido por toda América, y así
llega a afirmar que "Leopoldo Lugones trajo fuerzas misteriosas
que Rubén Darío declaraba haber visto en acción".
(p. 362). Lo que no advierte aquí Gullón es que, a
pesar de esa continuidad temática, la actitud de Lugones
es, con respecto a Darío, crítica. Lo mismo podría
observarse de la actitud de Herrera y Reissig.
Sólo en un trabajo de esta antología ("Reflexiones
en torno a la definición del Modernismo", de Iván
Schulman) se reconoce explícitamente que si bien hay "una
nota común" en todos los poetas modernistas (p. 339),
hay que tener en cuenta asimismo la evidencia de una sucesión
de "etapas distintas (por ejemplo, la de Darío y Lugones)"
(p. 342). Lamentable, Schulman deja pasar la oportunidad de estudiar,
con alguna precisión, esa diferencia. Como a su maestro González,
a Schulman le interesan más los orígenes del Modernismo
que el vasto movimiento. Su microscópica lectura de Martí
(tan contestada por los especialistas cubanos de la isla) parece
haber paralizado su facultad crítica.
El lugar que le corresponde a Herrera y Reissig en la antología
"crítica" de Homero Castillo es aún más
inexistente que el de Lugones, al que por lo menos se comenta. El
propio compilador, en una insuficiente nota introductoria ("El
Modernismo ante la crítica") sólo parece advertir
en el poeta uruguayo los aspectos más anecdóticos
de su biografía. Así señala en la p. 20, el
"pesimismo" (que era la marca de agua de todo el decadentismo,
impregnado de Schopenhauer, Stirner y un cierto Nietzsche); la "Torre
de marfil" (que era una metáfora apenas; en su breve
vida, Herrera fue anarquista y, luego, funcionario público).
Este enfoque del poeta, que parecía haber sido superado ya
hace décadas, (2)
es ofrecido como válido en 1968.
Incluso los críticos que se refieren a Herrera en esta antología
-como Bernardo Giacovate que ya en 1957 le había dedicado
un estudio de fuentes Julio Herrera y Reissig and the Symbolists-,
sólo se refiere al poeta para indicar ("Antes del Modernismo",
p. 197) que hay en su poesía ecos de Bécquer. (Los
hay en Huidobro y hasta en Neruda). En el estudio ya citado, Manuel
Pedro González se limita a ubicarlo junto a Darío,
Valencia y Lugones, entre los más audaces (p. 231). Por su
parte, en su estudio sobre el Pitagorismo, Gullón subraya
correctamente su humorismo (p. 322) y lo sitúa mejor que
González, en el grupo de los más "esotéricos",
junto a Valle Inclán. Desde este punto de vista, su análisis
es excelente aunque no se extiende fuera del campo semántico.
Más convencional y hasta tautológica es la antología
de Florit y Olivio Jiménez. Prolonga sin discutir las clasificaciones
ya obsoletas de Federico de Onís en su famosa antología
de 1935. Correctamente observan los compiladores que el Lunario
sentimental es un antecedente del vanguardismo: opinión
que Borges ya empezó a difundir en los años treinta
y que encuentra su lugar más público en el prólogo
a la Antología poética argentina, que compiló
con Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo, en 1940. También
citan Florit y Jiménez la opinión de Guillermo de
Torre de que Herrera y Reissig es un "precursor de la vanguardia",
idea que data (por lo menos) de la publicación en 1925 de
Literaturas europeas de vanguardia, del crítico español.
A pesar de aceptar estas perspectivas crítica ya tradicionales,
los compiladores continúan situando a Lugones y a Herrera
en la corriente principal del Modernismo, casi como meros continuadores
de Darío, en tanto que dedican una sección aparte
a poetas menores, como González Martínez y Eguren
que ni tuvieron tanta influencia sobre la vanguardia ni fueron tan
radicales en su crítica del Modernismo. No hay que olvidar
que el famoso soneto, "Tuércele el cuello al cisne",
es puramente modernista ya que lo único que propone es un
cambio del repertorio zoológico, no un cambio en el sistema
de imágenes (trocar un cisne por un búho es seguir
en la Grecia de Renan) o en la estructura del verso. Incluso cuando
los compiladores presentan a un auténtico innovador, como
Ramón López Velarde, tratan de cubrirse, para no ser
confundidos con los extremistas, y escriben: "desde luego Velarde
no llega nunca al decadentismo de este último (Herrera y
Reissig" p. 189). Pero lo que ellos toman como decadentismo
en Herrera, ya era una perspectiva obsoleta cuando Max Nordau publicó
su brulote, involuntariamente cómico, Degeneración
(1893), y Pompeyo Gener sus Literaturas malsanas (1894),
no menos delirante. Ese "decadentismo" de Herrera es lo
que las vanguardias, hacia 1920 (es decir: casi cincuenta años
antes de la publicación de la antología de Florit
y Jiménez), habían reconocido como la nueva poesía.
II
Es casi inútil, pues, consultar la crítica más
recibida del mundo académico hispanoamericano si se quiere
una lectura totalizadora y nueva del Modernismo. Para encontrar
una perspectiva históricamente válida de los orígenes
del movimiento hay que volver aún a los viejos manuales de
Pedro y Max Henríquez Ureña que tenían sobre
los críticos académicos de hoy la ventaja de haber
sido testigos de una etapa decisiva, y haber compartido con los
autores que estudiaban el mismo elenco bibliográfico. (Recuerdo
el bochorno de uno de los especialistas de Casal cuando le preguntaron
en conferencia pública en Yale por las relaciones de la poesía
de éste con la española de la época y tuvo
que admitir que no había estudiado esas relaciones). Pero
faltó a los hermanos Ureña un conocimiento más
activo de la poesía de vanguardia. Mejor ubicados poéticamente
son los estudios de críticos practicantes (es decir: los
poetas mismos) que en plena vanguardia leyeron polémica y
lúcidamente a los modernistas. Es sintomático, por
ejemplo, que la mejor crítica inicial de Lugones y Herrera
haya sido hecha precisamente por sus colegas, tanto en el pasado
inmediato como en el más lejano. Como la revaloración
del poeta argentino ya ha sido encarada en trabajos recientes por
el profesor Alfredo Roggiano (3)
me limitaré a examinar aquí sucintamente qué
han dicho de Herrera y Reissig sus contemporáneos más
críticos y, sobre todo, los poetas que de alguna manera han
continuado o negado su obra (4).
El primer texto crítico de cierta importancia estratégica
y hasta de indudable valor polémico que se escribe sobre
Herrera es el "Prefacio" de Rufino Blanco-Fombona para
la edición parisina de Los Peregrinos de Piedra (1913).
Para esa fecha, Herrera y Reissig era casi desconocido en el mundo
de habla hispánica. A su muerte, en 1910, había dejado
corregidas las pruebas del volumen antológico que reproduce
Blanco-Fombona y que debió haber salido en 1909 (el mismo
año de Lunario sentimental, adviértase) pero
que la enfermedad postergó hasta la publicación póstuma
en 1910. Al reeditar el libro (casi inédito fuera de Montevideo)
Blanco-Fombona tiene conciencia de estar rompìendo una lanza
por un poeta genial e ignorado. En ese contexto, resulta válida
su comparación con Lautréamont (otro uruguayo, entonces
bastante ignorado) o las vinculaciones que establece con Edgar Alan
Poe (verdadero suicida de la sociedad, para usar la fórmula
de Artaud sobre Van Gogh). También resulta comprensible,
en ese contexto reivindicatorio y exaltado, la absurda acusación
de plagio que el crítico venezolano levanta contra Lugones.
Una palabra al margen: Blanco-Fombona creía sinceramente
que Lugones había copiado, en Los crepúsculos del
jardín, 1905, la secuencia herreriana de Los parques
abandonados, que el poeta uruguayo fechara en 1900 en su edición
póstuma. Pero esta acusación se apoyaba en un error
de información: los poemas de Lugones habían sido
anticipados en revistas en 1898 y 1899; Herrera se los había
oído leer en Montevideo, hacia 1901, como atestiguó
Horacio Quiroga, que fue amigo de ambos. El lamentable error de
Blanco-Fombona dió origen a un pleito que tardó décadas
en despejarse y que muestra la fragilidad de la erudición
hispanoamericana. Además, no tiene importancia. Lo más
interesante del pleito no es quién copió a quién
sino qué hizo cada uno (Lugones, Herrera) con un sistema
de metáforas que les llegaba de Darío y el simbolismo.
Pero si en ese aspecto de su prólogo, Blanco-Fombona derivó
la discusión hacia un terreno improductivo, tuvo grandes
aciertos de detalle al situar a Herrera. Destacó la importancia
de su sistema metafórico que insiste en personificar, o humanizar,
las cosas inanimadas, los animales, las abstracciones. También
subrayó la acre ironía que caracteriza esa poesía
y que está casi ausente de los otros poetas modernistas,
con excepción de Lugones. Pero al tratar de explicar esa
visión distinta, "crítica", como se diría
ahora, Blanco-Fombona recurre a primitivos manuales de psiquiatría
y más de una vez habla (como un Nordau o Gener cualquiera)
de la "locura" de Herrera, de psicosis o delirio. No parece
advertir que la locura del poeta es el resultado de una lúcida
inversión de los valores de la sociedad burguesa en que vivía
y padecía, una radical mutación de la poética
modernista, una carnavalización (5).
Más agudo fue Guillermo de Torre en Literaturas europeas
de vanguardia, publicadas doce años después de
aquel prólogo. El crítico español rechaza de
plano la acusación de "demencia" (p. 124) y prefiere
situar la novedad de Herrera en el contexto de la poesía
nueva (hoy se hablaría de Neobarroco, siguiendo a Severo
Sarduy). También insiste mucho de Torre en las innovaciones
metafóricas de Herrera, que el crítico llama (con
vocabulario ultraísta) sus "metáforas extra-radiales"
(p. 122); o sea: metáforas que se disparan en muchas direcciones
simultáneamente. Lo que impidió a de Torre reconocer
toda la novedad de la hazaña poética de Herrera fue
su enfoque reduccionista. Para él, Herrera era importante
en tanto que se le podía presentar como "precursor"
de la vanguardia y en particular del creacionismo de Huidobro. El
mayor afán polémico del crítico español
era mostrar que las mejores invenciones del poeta chileno habían
sido anticipadas por el uruguayo. Otra vez, una polémica
estéril e injusta (ya que Huidobro es un gran poeta) habría
de desvirtuar la valoración precisa de Herrera. Porque aunque
es obvio que Huidobro había leído al poeta uruguayo,
y hasta había copiado en sus primeras obras su sistema de
metaforizar, lo importante no es lo que aprendió de Herrera
sino lo que llegó a realizar posteriormente: liberar la metáfora
de la subordinación al referente. Es en este sentido que
se puede ver a Huidobro como el verdadero continuador de Herrera
dentro de la vanguardia. Pero éste es otro tema.
Uno de los primeros en mostrar la limitación del enfoque
de Guillermo de Torre fue Jorge Luis Borges. En un temprano artículo
sobre el poeta uruguayo, que está recogido en Inquisiciones
(volumen de 1925, hoy cancelado por el autor), Borges argumenta
en contra de la perspectiva crítica del que sería
su cuñado. Le parece inválido calificar a Herrera
de "precursor" de la vanguardia, no porque no lo sea,
sino porque eso lo reduce. (Años más tarde, Borges
escribiría el luminoso trabajo, "Kafka y sus precursores",
en que invierte la perspectiva de T. S. Eliot en "Tradition
and Individual Talent", y muestra que la lectura sincrónica
practica juegos paradojales con la diacronía; el artículo
está recogido en Otras inquisiciones, de 1952). Para
el Borges ultraísta, lo que caracteriza a Herrera es que
"pasó del adjetivo inordinado al iluminador, de la asombrosa
imagen a la imagen puntual" (pp. 142-143). O dicho de otro
modo: sustituyó un sistema metafórico un poco vago
(el de Darío) por uno que buscaba la precisión y la
luz. El repertorio mitológico-versallesco de Darío
llega a dar lugar, en Herrera, a una imaginería crítica,
de rigurosa descodificación si bien difícil y hasta
hermética. El artículo de Borges está lleno
de sutiles observaciones y mejora, en mucho, la visión algo
superficial de Guillermo de Torre. El mayor elogio al poeta uruguayo
está contenido en este párrafo:
Entendió Herrera que la lírica no es
pertinaz repetición ni desapacible extrañeza; que
en su ordenanza como en la de cualquiera otro rito es impertinente
el asombro y que la más difícil maestría consiste
en hermanar lo privado y lo público. (...) Supo templar la
novedad, ungiendo lo áspero de toda innovación con
la ternura de palabras dóciles y ritmo consabido. Lo antiguo
en él, pareció airoso y lo inaudito se juzgó
por eterno. A veces dijo lo que ya muchos pronunciaron; pero le
movió el no mentir y el intercalar después verdad
suya. Lo bienhablado de su forma rogó con eficacia por lo
inusual de sus ideas. (pp.144-145).
Es cierto que el Herrera que aquí Borges exalta no es el
extraño artífice de "La torre de las Esfinges",
sino el más clásico de los sonetos pastorales. Pero
es un Herrera leído desde otra vertiente crítica,
sin la deformada perspectiva de los primeros modernistas. Una observación
complementaria: no cabe duda de que Borges había leído
cuidadosamente a Herrera. No sólo le dedicó este trabajo
sino que lo cita reiteradamente en otros ensayos del mismo libro,
o del volumen que publicó el año siguiente: El
tamaño de mi esperanza (1926, hoy también cancelado).
Esas menciones contienen, a veces, elogios: así incluye "Los
Peregrinos de piedra" en una selecta lista de libros que son
"vivos almácigos de tropos" (Inquisiciones,
p. 75) o se equivoca, creyendo con Blanco-Fombona, que Lugones es
discípulo de Herrera (id., p. 137). Con humor dice
en El tamaño que la luna de Herrera "era una
luna de fotógrafo" (p. 42), lo que parece una greguería
de Ramón, o aplaude su tratamiento descriptivo del árbol
(id., p. 61) pero también se burla a veces de la falta
de causalidad de muchas de sus metáforas (id., pp.
147-48). Pero lo más importante para una perspectiva actual
es que para el Borges ultraísta, Herrera fue un poeta mayor.
Posteriormente, Borges habría de desinteresarse no sólo
en Herrera sino en todo el ultraísmo. Llegaría a afirmar
que el Uruguay no había producido poeta importante, y que
Carlos Mastronardi (su leal amigo) era mejor poeta que cualquier
vate oriental (del Uruguay). Aunque impecable como testimonio de
la generosidad de Borges con sus compatriotas, la tesis no es sostenible.
Más perdurable fue la adhesión de otro gran escritor
de la época. Ya en 1936, Pablo Neruda había anunciado
un número de la revista, Caballo verde para la poesía,
organizado en torno de Herrera y Reissig. La guerra civil impidió
su publicación. Pero era fácil comprender qué
aspecto de Herrera había atraído entonces la atención
de Neruda. En el manifiesto con que abre la revista, y que titula
desafiantemente (contra Juan Ramón Jiménez y su escuela),
"Sobre una poesía sin pureza", hay un párrafo
que exalta la melancolía, "el gastado sentimentalismo",
"lo poético elemental e imprescindible". El párrafo
concluye con la advertencia: "Quien huye del mal gusto cae
en el hielo", (Caballo verde, núm. 1, Madrid,
octubre 1935; Obras Completas, 1973, III, p. 637). Posteriormente,
en un artículo que fue recogido póstumamente en Para
nacer he nacido (Barcelona, 1978, pp. 241-243), Neruda se ha
referido con algún detalle a este homenaje frustrado. Con
el título de "Se ha perdido un Caballo verde",
cuenta el poeta su proyecto herreriano. Empieza por subrayar que
"existía la erudición" por Herrera pero
no "la pasión", y agrega: "Nada más
apasionante que la poesía de este uruguayo fundamental, de
este clásico de toda la poesía". El paralelo
con Lautréamont también está indicado: "Yo
contrapuse al diaparatado criollo, con su centelleo de imágenes
perturbadoras, al también uruguayo Lautréamont, cuyo
delirio sigue incendiando al mundo". Neruda no deja de subrayar
la cursilería del poeta ("sublima la cursilería
de una época, reventándola a fuerza de figuraciones
volcánicas") y lo compara con Gaudi "que hace estallar
el arte del 900 con su sistemático paroxismo".
Si esta ubicación muestra hasta qué punto estaba
entonces Neruda cerca de la poética surrealista, lo que dice
del lugar de Herrera en el Modernismo parece aún más
relevante hoy: "entre los modernistas tiene fosforescencia
propia, de luciérnaga". Al compararlo con Darío
("rey indudable de la marmolería modernista"),
lo presenta como ardiendo "en un fuego subterráneo y
submarino", y afirma que "su locura verbal no tiene parangón
en nuestro idioma". Luego subraya su "disparate poético"
e insiste: "es difícil ir más allá en
el absurdo".
Al leer a mis compañeros españoles
La tertulia lunática salían chispas verdes,
sulfúricos diamantes, y mientras más arreciaban las
sorprendentes ecuaciones de las décimas julianas, más
fuertemente se comunicaba el poder poético del uruguayo.
Más tarde, en un texto sobre "Ramón López
Velarde" (1963, también recogido en Para nacer he
nacido), Neruda incluye a Herrera en la gran trilogía
del modernismo, con Darío y el poeta mexicano. Allí
llama a los dos primeros, los grandes hermanos de López Velarde,
y agrega:
... el caudaloso Rubén Darío y el lunático
Herrera y Reissig, han abierto las puertas de una América
anticuada, han hecho circular el aire libre, han llenado de cisnes
los parques municipales, y de impaciente sabiduría, tristeza,
remordimiento, locura e inteligencia los álbumes de las señoritas,
álbumes que desde entonces estallaron con aquella carga peligrosa
en los salones.
La imagen de Herrera que ofrece Neruda es precisamente la del compañero
de experimentación poética, el único antepasado
que puede hombrearse con Lautréamont y que trae la locura
(verbal, es claro) y el absurdo al aguamansa del Modernismo.
La crítica posterior ejercida por poetas cuenta con dos
valiosos aportes eruditos, a cargo de escritores uruguayos: ya en
una conferencia montevideana de 1946 (difundida en versión
periodística por El País), Ibáñez
había descodificado suficientemente "La Torre de las
Esfinges", a partir de un estudio de las variantes manuscritas
que se encuentran en el Archivo Herrera y Reissig, de la Biblioteca
Nacional; cuatro años después, la poetisa Idea Vilariño
publicó un valioso trabajo, "Julio Herrera y Reissig.
Seis años de poesía", en la revista Número
(II, 6-8, Montevideo, 1950), y apoyándose en el examen
parcial del mismo fondo manuscrito. La crítica más
reciente ha manifestado desvío, sino flagrante omisión,
con respecto a Herrera. El ejemplo más notable es el de Octavio
Paz que en su decisivo estudio sobre la poesía moderna, Los
hijos del limo (1974), ni siquiera menciona a Herrera aunque
sí incluye a dos contemporáneos con el que éste
tenía muchos puntos de contacto: Lugones y López Velarde.
Es difícil justificar la omisión (voluntaria, sin
duda) en un poeta y crítico tan excepcional. La única
explicación es que precisamente lo que constituye uno de
los mecanismos básicos de Herrera, la ironía, es lo
que más puede incomodar a Paz. De acuerdo con sus teorías,
la ironía disuelve la analogía, mina el mundo por
su base al negar con su doble perspectiva simultánea, la
correspondencia de un sistema único. El ritmo del mundo en
que se basa la analogía de Paz resulta subvertido por una
poesía que opone la lucidez al éxtasis, la fractura
a la coherencia, la discontinuidad al contínuo.
En el sistema de imágenes que la nueva retórica ha
instaurado (cf. Rhétorique générale,
1970, de J. Dubois et alia), la ironía aparece precisamente
situada entre las figuras que pertenecen a la serie del contenido
(metalogismos, se llaman) y dentro de esta serie, pertenece a la
operación sustancial tercera: supresión/adjunción,
con el signo negativo. O dicho de otra manera: la ironía
en vez de formar la imagen la deforma, en vez de construir,
des-construye. Precisamente aquí radica la importancia
de Herrera (y, ocasionalmente, de Lugones) y su lugar de privilegio
entre el Modernismo y la vanguardia. Como Paz, en su poesía,
busca la preservación de la analogía universal, no
tiene otro remedio que rechazar, e incluso ignorar, una operación
tan radical como la de Herrera.
En la línea de Paz pero con una perspectiva más inclusiva
se encuentra Guillermo Sucre que en su notable estudio sobre la
poesía moderna en la América hispánica, La
máscara, la transparencia (1975), da a Herrera el lugar
que le corresponde. Prolongando una observación de Paz sobre
el papel que Lugones y López Velarde tienen en el Modernismo
(critican el movimiento desde dentro, p. 136), Sucre restaura a
Herrera en su lugar pionero y muestra en un análisis comparativo
de Darío, Herrera y Lugones, cómo esa crítica
interior se realiza. Hay una "radicalización extrema
de la metáfora" (pp. 52-53) pero hay sobre todo una
mutación. En tanto que en Darío, el referente está
casi siempre presente, en Herrera lo que está presente es
el repertorio poético del Modernismo: es decir, otro referente,
sobre el que el poeta se vuelve en tono irónico y con sentido
quizá paródico (p. 50). El "quizá"
indica una cierta reticencia última de Sucre. Y, sin embargo,
¿de qué otra manera encarar la hazaña poética
de Herrera sino como una inmensa parodia? El que ha intentado, aunque
en forma excesivamente breve, un análisis paródico
y hasta carnavalesco de la poesía de Herrera es el poeta
argentino, Saúl Yurkiévich en Celebracion del Modernismo,
opúsculo publicado en 1976 en Barcelona. Al discutir a Herrera,
Yurkiévich subraya el carácter irónico de su
poesía y lo vincula con el concepto de la parodia, pero su
análisis no está suficientemente estructurado. Falta
una visión crítica coherente de la ironía que,
desde dentro, destruye la analogía modernista. No hay más
remedio que volver a leer los textos de Herrera.
El volumen que Herrera y Reissig había preparado antes de
su muerte -esos Peregrinos de Piedra que han dado lugar a
tanta polémica inútil- constituye realmente una antología
de su obra poética y de su itinerario a través de
la poesía modernista a la que va imitando/criticando en su
obra paralela (6).
La "Recepción" (dedicada irónicamente al
obsoleto Sully Prudhomme) lo muestra casi pegado al modelo dariano:
sólo la hipérbole (metalogismo de adjunción)
revela la distancia crítica, el elegante baile de disfraz
dariano se ha convertido aquí en irrisión carnavalesca.
En "los éxtasis de la montaña", la delicada
transcripción simbolista de un Albert Samain, da paso a una
visión paródica mucho más vulgar. Si toda pastoral
es por definición paródica, Herrera la hace aún
más paródica al abusar de la sinécdoque (la
sotana/ del cura se pasea gravemente en la huerta", p. 23)
o al humanizar algo brutalmente a la naturaleza ("los campos
demacrados encanecen de frío", p. 31, imagen que anticipa
simultáneamente a Ramón y a Oliverio Girondo.) A veces,
el poeta borra todo límite entre objeto y sujeto:
Y palomas violetas salen como recuerdo
De las viejas paredes arrugadas y oscuras
("Claroscuro", p. 40)
Ya esta imagen había atraído la atención
y el elogio de Borges. Pero no es aquí, sino en el poema
siguiente, donde Herrera lleva hasta sus últimas consecuencias
la auto-crítica del Modernismo. Se trata del poema largo,
titulado "La Torre de las Esfinges". Con el subtítulo
provocativo e irónico de "Psicologación morbo-panteísta",
ha ordenado Herrera, en siete partes, un discurso sobre Eros y Tánatos
que parece destinado a confundir siempre a la crítica. La
mayor parte ha caído en la generosa trampa que ofrece el
subtítulo y se ha expandido en el comentario de la locura
del poeta, su enfermedad al corazón, sus delirios, y hasta
ha buscado en las drogas, que parece tomaba ocasionalmente, una
clave extra-poética. Inútil explicar que los locos
no riman con tanta premeditación, ni agotan los diccionarios
en busca de palabras extrañas, ni desarrollan con tanta lucidez
crítica un discurso sobre el amor y la muerte.
No creo que sea en la vida (algo mediocre) del poeta o en las circunstancias
de su tiempo donde se puede encontrar una clave sino en la poesía
anterior a él. Deliberadamente, y con una determinación
que hace pensar en Lautréamont, Herrera ha buscado parodiar
toda una zona de la poesía modernista: la que trafica con
el sadomasoquismo, con las blasfemas imágenes eróticas
y con el misterio del ser. Su pitagorismo no es filosófico
sino poético: es un texto más que entreteje en la
trama de su verso. Permite el acceso no a un sistema del mundo sino
a un sistema del verso. En la primera secuencia hay unas líneas
que deberían haber advertido a los lectores:
Las cosas se hacen facsímiles
De mis alucinaciones
Y son como asociaciones
Simbólicas de facsímiles...
(p. 117)
Aquí el referente (que todavía pesa en Darío
y hasta en Lugones) desaparece y es sustituído por un sistema
de imágenes ("facsímiles") que funciona
simbólicamente. La poesía deja de ser mimética
para convertirse en mero discurso sobre la poesía. Es posible,
por eso, leer el poema de modo diverso. Esa mujer fatal que Herrera
describe en términos tan increíblemente hiperbólicos
-"Demonia tornasolada", p. 121; "Lapona Esfinge",
p. 122; "Carnívora paradoja", p. 123; "Tarántula
abracadabra", p. 130; "Mefistofela divina/Miasma de figuración",
p. 135- deja de ser una "mujer" para convertirse en campo
magnético de imágenes, un objeto verbal en que se
cruzan no sólo los significados eróticos sino también
los tanáticos. Véase por ejemplo, la quinta parte:
¡Oh, negra flor de idealismo!
¡Oh, hiena de diplomacia,
Con bilis de aristocracia
y lepra azul de idealismo!
Es un cáncer tu erotismo
De absurdidad taciturna,
Y florece en mi saturna
Fiebre de virus madrastros,
Como un cultivo de astros
En la gangrena nocturna.
Te llevo en mi corazón,
Nimbada de mi sofisma,
Como un siniestro aneurisma
Que rompe mi corazón...
¡Oh, Monstrua! ¡Mi ulceración
En tu lirismo retoña,
Y tu idílica zampoña
No es más que parasitaria
Bordona patibularia
De mi celeste carroña!
¡Oh, musical y suicida
Tarántula abracadabra
De mi fanfarria macabra
Y de mi parche suicida!...
-¡Infame" ¡En tu desabrida
Rapacidad de perjura,
Tu sugestión me sulfura
Con el horrendo apetito
Que aboca por el Delito
La tenebrosa locura!
(pp. 120-130)
La estructura rígida del esquema rítmico, la obsesión
de las rimas, la sorpresa del vocabulario, son aquí tanto
o más importante que el propósito pitagórico
de exploración de los límites del ser, y del padecer.
Semejante enfoque crítico vuelve imposible el retorno a la
tesis de la locura o la alucinación. Es cierto que puede
argüirse, biográficamente, que el poeta escribió
"La Torre de las Esfinges" en los últimos meses
de su vida, cuando una vieja taquicardia lo estaba desgastando sin
remedio. También podía alegarse que el casamiento
tardío, con una novia que lo había esperado años,
podría haber empeorado la condición de un corazón
débil. La inminencia de la muerte es un dato biográfico
que refuerza el combate de Eros y Tánatos. Pero muchos poetas
han amado y sufrido del corazón, al mismo tiempo, y han pasado
de la pequeña muerte del orgasmo a la muerte mayúscula,
sin trastornar por completo el sistema metafórico dentro
del cual trabajan. La temática, las obsesiones tópicas,
la misoginia, sí pueden atribuírse a las circunstancias
biográficas. La práctica poética, y su teoría
implícita ya no; son otra cosa. Y ésta es precisamente
la hazaña cumplida por Herrera en los últimos meses
de vida: destruir desde dentro el sistema que había impuesto
Darío. Sus armas no fueron la taquicardia o el exceso de
tentaciones conyugales. Fueron la hipérbole, la paradoja,
la ironía. Es decir: los metalogismos que más contribuyen
a la desconstrucción del sistema poético.
El resto de Los Peregrinos de Piedra (en su primera edición,
aclaro) contiene la secuencia modernista de "Los parques abandonados"
en que a través de Lugones, Herrera consigue parodiar sutilmente
a Darío y su mundo elegante; y también "Las campañas
solariegas", en que Herrera se vuelve irónicamente sobre
ese género fatigado, la pastoral. La crítica ha resbalado,
por lo general, sobre estos textos, como ha resbalado sobre "Los
éxtasis de la montaña", sin advertir la dimensión
paródica. Sin embargo, Herrera se había tomado el
trabajo de poner junto al título de cada una de estas series
una palabra que marcaba el tono. Si "Los éxtasis de
la montaña" aparecen calificados con un neologismo,
"eglogánimas" (églogas + ánimas:
églogas con espectros), "Los parques abandonados"
son distinguidos con el epíteto, "Eufocordias"
(eufonía + corazón: cantos del corazón). Al
usar el neologismo, o la palabra portamantas, Herrera está
otra vez anticipando el trabajo de la vanguardia. Pero sobre todo
está subrayando la clave paródica, el juego, la inversión
carnavalesca del sentido y del sistema.
La crítica más tradicional ha descuidado, por lo
general, estas marcas y ha tratado de explicarse realísticamente
por qué un poeta, nacido y criado en Montevideo, necesitaba
desplazarse imaginariamente al ambiente montañoso de una
Europa invernal, y más precisamente, de las provincias vascas
de sus antepasados, en vez de aprovechar el mundo pastoral gauchesco
que todavía existía en la parte Norte del país.
También se ha pretendido contestar a la pregunta de por qué
perversión del decadentismo habría de producir Herrera
la secuencia de "Los parques abandonados" o la aún
más escandalosa de "La Torre de las Esfinges".
La circunstancia de ser vástago de una familia tradicional
uruguaya que hasta había producido un Presidente de la República,
Herrera y Obes, solterón mujeriego, justificaría ciertos
delirios de grandeza pero no la forma particular de esos poemas.
Los más eruditos han alegado que hay en el llano Uruguay
algunas montañas, las Sierras de Minas, aunque la nieve no
las corona nunca; además, se sabe que Herrera pasó
allí las vacaciones de 1900. También se ha alegado
que hay quintas abandonadas en el Prado, barrio que no está
muy lejos del centro de Montevideo -donde vivía Herrera,
en el altillo de una casa de dos pisos, altillos que él había
bautizado con el pomposo nombre de Torre de los Panoramas. (Desde
la azotea y el Mirador sobre el altillo, se veía el vasto
Río de la Plata). Pero lo que escapa a los fanáticos
del realismo documental es que no son estas circunstancias lo que
importa en su poesía sino la metamorfosis de esas circuntancias
a través de la hipérbole y la parodia. El altillo
es promovido primero a Torre de los Panoramas y luego (cuando se
ha casado y no vive más allá) en Torre de las Esfinges.
Las quintas del Prado en parques abandonados. Las modestas Sierras
de Minas (cuya altura se mide, hoy, en cientos de metros) en los
ásperos Pirineos. Hasta las dóciles musas suburbanas
de Montevideo (una de ellas, una maestrita primaria, le dió
una hija) aparecen transfiguradas en Esfinges, Caínas, Molochas.
Parodia, parodia, parodia. Es decir (como decía Verlaine)
literatura. Es decir: poesía.
Una lectura de Herrera y Reissig como la que aquí se propone
-que podría hacerse extensiva a Lugones y a López
Velarde, a Guillermo Valencia y a Delmira Agustini, para indicar
los más cercanos al poeta uruguayo, permitiría abrir
una nueva perspectiva sobre el Modernismo: una perspectiva que situase
al movimiento en toda su vastedad, plenitud y contradicción
en la misma encrucijada de la Modernidad."
1. Véase el incoherente trabajo,
"La novela hispanoamericana en el contexto de la internacional",
recogido en el volumen colectivo, Coloquio sobre la novela hispanoamericana,
que compilaron Iván A. Schulman, Manuel Pedro González,
Juan Loveluck y Fernando Alegría (México, 1967). En
dicho artículo, González censura acremente a los nuevos
novelistas aunque admite (p. 61): "Debo confesar de entrada
que desconozco gran parte de la producción novelística
nuestra de los últimos tiempos", lo que no le impide
declararla a continuación: "tan prolífica en
títulos como desmedrada en calidad, tan huérfana de
obras tamañudas (sic), y tan indigente de originalidad".
El trabajo de Alegría en el mismo volumen ("Estilos
de novelar o Estilos de vivir") contiene una perla del más
puro oriente, para usar una imagen modernista: niega la influencia,
apuntada, según él, por la crítica norteamericana,
del novelista victoriano Isaac Stern en Cortázar. Naturalmente
que se trata de Laurence Sterne que sí realmente ha influído
en Cortázar y que el Profesor Alegría parece incapaz
de identificar. Volver
2. Ya en un trabajo de 1950, publicados
en el número especial de la revista montevideana, Número
(6-8, enero-junio 1950), se estudiaba el contexto socio-político
y cultural del Modernismo uruguayo. Véase, en particular,
"Ambiente espiritual del Novecientos", de Carlos Real
de Azúa, y "La Generación del 900", de Emir
Rodríguez Monegal.Volver
3. Ya en su "Poética
y estilo de Martí", texto de 1953, apunta el Profesor
Roggiano una preocupación que habrá de manifestarse
más ampliamente luego en trabajos como "Una lectura
de la disidencia. Las Montañas de Oro, de Leopoldo
Lugones", de 1976, y, sobre todo, "Qué y qué
no del Lunario sentimental", del mismo año.Volver
4. Aunque la crítica estilística
ha dedicado alguna atención a Herrera, el resultado no sobrepasa
el nivel de catálogo: la fijación de un repertorio
temático y retórico que no consigue estudiar el texto
en su unidad real de producción. Como ejemplo espléndido
(es decir: irrisorio) de esa crítica, véase, La
poesía de Julio Herrera y Reissig. Sus temas y su estilo,
del profesor doctor Yolando Pino Saavedra (Santiago, 1932).Volver
5. Para la teoría de la carnavalización
de Bakhtine y su aplicación en la América Latina,
véase mi artículo, "Carnaval/Antropofagia/Parodia",
in Revista Iberoamericana, 108-09. 1979. Se ofrece allí
un enfoque más amplio del tema.Volver
6. Uso la primera edición
de Los Peregrinos de Piedra, preparada por él y publicada
póstumamente por su viuda y amigos: Montevideo, Bertani,
1910. La portada lleva la fecha 1909, en tanto que 1910 ya aparece
en la tapa. Fue luego reeditada, como volumen primero de una colección
en cinco de las obras del poeta, por el mismo editor modernista.Volver
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