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"Una o dos historias de amor
: "Los adioses" de Juan Carlos Onetti"
Texto extraído de Narradores de esta América :
ensayos
Editorial Alfa, Montevideo, 1969
p. 173-182
I
El Testigo
"Un hombre llega a una ciudad de las sierras, donde hacen
su cura los tuberculosos. Pasiva pero firmemente se niega a asimilarse
a esa vida de sanatorio, de alentada esperanza, que contamina toda
la ciudad. Es taciturno, no acepta. Vive sólo para las dos
cartas (el sobre manuscrito, el dactilografiado en la máquina
de tipos gastados) que llegan regularmente y que son la vía
por la que continúa comunicado con el mundo exterior. Un
día llega la mujer, autora de una de la serie de cartas,
y el hombre rompe su silencio, su hermetismo, su negativa empecinada.
Otro día, distinto, llega la de las cartas a máquina:
es una muchacha fuerte, indestructible, viva: para ella, el hombre
ha alquilado un chalet.
Así se plantea el tema de esta última novela (o nouvelle,
tal vez) de Juan Carlos Onetti, el mejor, el más complejo,
el más discutido de nuestros narradores actuales (1). En
unas 80 páginas se irá revelando el misterio que encierra
esa gran figura agobiada; el misterio de la mujer y su niño,
de la muchacha, con todas las obscenas asociaciones que despierta
el retiro en el chalet, la larga e ininterrumpida cohabitación
de esas vacaciones, que escandalizan la sórdida pero rígida
moralidad ciudadana de todos los mirones.
Porque (conviene aclararlo) toda la historia está contada
desde fuera, está comunicada al lector por medio de un testigo.
Ese testigo es el dueño del almacén, un ex-tuberculoso
que sigue viviendo en las sierras con su medio pulmón y que
registra desde su observatorio ciudadano los avatares de todos los
enfermos. Enfermo él también, y no sólo de
los pulmones, se jacta de saber (desde el primer momento) que el
hombre no es de los que se curan, y por eso edifica pronto su teoría.
También tiene su teoría para explicarse las dos mujeres,
el chalet en la colina y la clase de orgías que van consumiendo
rápidamente al hombre. En esto no está solo: lo acompañan
el enfermero y la muchacha del hotel. Entre los tres, con los datos
aportados por los tres, se va armando este relato que la solapa
y una faja significativa puesta al volumen califican de Historia
de Amor.
Pero el Amor que muestran estos testigos es la corrupción
de la carne, el deseo consumiéndolo todo. Cuando llega la
muchacha y comprende que el hombre tiene otra mujer, la obscenidad
de los mirones contamina todo lo que ven. Con fariseísmo,
lamentan que la muchacha sea demasiado joven para él, pero
no pueden dejar de valorarla (en la imaginación) por los
supuestos méritos eróticos. "Imaginaba (dice,
al borde de la revelación, el testigo principal) imaginaba
la lujuria furtiva, los reclamos del hombre, las negativas, los
compromisos y las furias despiadadas de la muchacha, sus posturas
empeñosas, masculinas."
Ya que el testigo, y sus colaboradores espontáneos, no sólo
apuntan lo que ven sino que ven lo que imaginan. El pasado del hombre,
jugador de basket-ball, se reconstruye así: "Acepté
una nueva forma de la lástima (declara el testigo),
lo supuse más débil, más despojado, más
joven. Comencé a verlo en alargadas fotos de "El Gráfico"
con pantalones cortos y una camiseta blanca inicialada, rodeado
por otros hombres vestidos como él, sonriente o desviando
los ojos con, a la vez, el hastío y la modestia que conviene
a los divos y los héroes. Joven entre jóvenes, la
cabeza brillante y recién peinada, mostrando, aún
en la grosera retícula de las sextas ediciones, el brillo
saludable de la piel, el resplandor suavemente grasoso de la energía,
varonil, inagotable. Lo veía acuclillado, con la cabeza desviada
para ofrecer cuartos de perfil al relámpago del magnesio,
los cinco dedos de una mano simulando apoyarse en una pelota o protegerla;
y también en una habitación sombría, examinando
a solas, sin comprender, la lámina flexible de la primera
radiografía, rodeado por trofeos y recuerdos, copas, banderines,
fotografías de cabeceras de banquetes. Podía verlo
correr, saltar y agacharse, sudoroso, crédulo y feliz, en
canchas blanqueadas por focos violentos, seguro de ser aquel cuerpo
largo y semidesnudo, convencido de la eternidad de cada tiempo de
veinte minutos y de que el nombre que gritaba la multitud con agradecimiento
y exigencia, servía para expresarlo, mencionaba algo real
y perdurable."
También reconstruye el testigo los movimientos del hombre
en su soledad: "El Doctor Gunz le había prohibido
las caminatas; pero solamente usaba el ómnibus para volver
al hotel cuando llevaba en el bolsillo uno de los sobres escritos
a máquina. Y no por la urgencia de leer la carta, sino por
la necesidad de encerrarse en su habitación, tirado en la
cama, con los ojos enceguecidos en el techo o yendo y viniendo de
la ventana a la puerta, a solas con su vehemencia, con su obsesión,
con su miedo a la esperanza, con la carta aún en el bolsillo
o con la carta apretada con otra mano o con la carta sobre el secante
verde de la mesa, junto a los tres libros y al botellón de
agua nunca usada."
O en esa otra soledad, más reservada e inviolable con la
muchacha: "Se sentaron junto a la ventana y me pidieron
café. Ella, adormecida, me siguió por un tiempo con
una sonrisa que buscaba explicar y ponerla en paz. Les miré
los ojos insomnes, las caras endurecidas, saciadas, voluntariosas.
Me era fácil imaginar la noche que tenían a las espaldas,
me tentaba, en la excitación matinal, ir componiendo los
detalles de las horas de desvelo y de abrasas definitivos, rebuscados."
Esa descontada y triste obscenidad que contamina el testimonio
del relator (reflejo de la obscenidad que contamina la ciudad entera)
explica la sensación de estafa, de burla premeditada, que
se tiene cuando se revela el misterio del hombre y de la muchacha.
El lector, que ha ido aceptando el testimonio del relator, que no
ha podido no aceptarlo; el lector, partícipe vicario del
chisme y del regodeo, no puede aceptar la solución que la
verdadera historia le propone.
II
El Narrador
Es precisamente esta resistencia elemental (e inevitable) lo que
explica que muchos lectores, y no de los peores, se detengan aquí
en su juicio y hablen de los trucos de Onetti. Es cierto. la novela
está trucada. Pero no basta reconocerlo. Hay que preguntarse
para qué está trucada. Una segunda lectura lo revela
mejor. La clave está en algunas palabras de la página
83. El narrador comenta su vergüenza y su rabia y el vitoreo
de "un pequeño orgullo atormentado" cuando
descubre en una carta no reclamada por el hombre la verdadera solución.
Entonces comprende: "Pero toda mi excitación era
absurda, más digna del enfermero que de mi. Porque, suponiendo
que hubiera acertado al interpretar la carta, no importaba, en relación
a lo esencial, el vínculo que unía a la muchacha con
el hombre. Era una mujer; en todo caso, otra."
En realidad, ésta es una Historia de Amor y no de Sexo.
No importa que el testigo haya creído en una relación
culpable; tampoco importaría que su creencia final en la
inocencia de la muchacha sea también mentira. No importa
que sea lujuria o incesto la apariencia que une a esos dos seres.
Lo que los une, en verdad esencial, es el Amor. De manera que los
datos materiales, los hechos, la realidad de un lecho compartido
o no, son trivialidades, circunstancias que sólo sirven para
enmascarar (y revelar al fin) la naturaleza esencial de una relación
que es sólo Amor, cualquiera sea su forma corpórea.
Dentro de la primera historia (la historia que cuenta el testigo
con fruición para la cosa sexual, imaginada o real) ocurre
otra historia que es tragedia. Es la historia de un hombre que no
escapa, no puede escapar a su destino: la destrucción total.
La historia de un hombre que empieza por negarse (contra toda evidencia)
a aceptar la condición de enfermo, pero que tampoco tiene
voluntad para curarse y que acaba no aceptando el sacrificio de
la muchacha, huyendo (por qué vía) para no compartir
siquiera la muerte.
Como en una alegoría, la historia de cuerpos contaminados
o sanos, de sórdidos hoteles y de mirones que registran hasta
la menor inflexión sensual de un movimiento, lleva dentro
otra historia: la de una devoción y la de un sacrificio,
la de no aceptar, decir No a la enfermedad, al amor, a la vida luego.
Y del mismo modo, con la misma ambigüedad, el testimonio del
relator (ese hombre sólo ojos que compensa su impotencia
de vivir con la imaginación con que acecha la vida ajena),
también el testimonio del relator lleva otro dentro.
La existencia de un testigo (de la mirada ajena, diría Sartre),
crea al hombre y le impone su Destino. Cuando todavía la
historia está en sus comienzos, y el relator no ha comprendido
la fuerza y la importancia de su testimonio, ocurre una súbita,
fugaz revelación: "Así quedamos (recuerda
o retoca), el hombre y yo, virtualmente desconocidos y como al
principio; muy de tarde en tarde se acomodaba en el rincón
del mostrador para repetir su perfil encima de la botella de cerveza
-de nuevo con su riguroso traje ciudadano, corbata y sombrero-,
para forcejear conmigo en el habitual duelo nunca declarado: luchando
él por hacerme desaparecer, por borrar el testimonio de fracaso
y desgracia que yo me empeñaba en dar; luchando yo por la
dudosa victoria de convencerlo de que todo esto era cierta, enfermedad,
separación, acabamiento."
Pero lo que ahí parece sólo un duelo, nunca declarado
pero tenaz, entre la aceptación del mundo (su corrupción,
su entrega anticipada a la muerte) y la lírica, la romántica
negativa del hombre, se revela más adelante como algo más
complejo y cínico. El testigo descubre entonces que es algo
más que el antagonista: es también "el responsable
del cumplimiento de su destino" (para decirlo con sus propias
palabras). Por eso, cuando todo se revela al final, cuando las piezas
de este puzzle encajan en el diseño definitivo (no
aquel que la maledicencia y la triste obscenidad de todos propusieran),
el testigo relator, ahora convertido en narrador, puede contar:
Salí afuera y me apoyé en la baranda de la galería,
temblando de frío, mirando las luces del hotel. Me bastaba
anteponer mi reciente descubrimiento (lo que revelaba la carta no
reclamada) al principio de la historia para que todo se hiciera
sencillo y previsible. Me sentía lleno de poder, como si
el hombre y la muchacha, y también, la mujer grande y el
niño, hubieran nacido de mi voluntad para vivir lo que yo
había determinado."
El testigo, el sórdido relator de la Historia de Sexo, se
ha convertido en lo que verdaderamente era desde el comienzo: el
Narrador (el Creador) de una Historia de Amor.
III
La ambigüedad
Los lectores de La vida breve (1950) no se extrañarán
de esta transformación final operada por Onetti sobre el
relator. También allí (aunque en forma más
envolvente y compleja) el protagonista desprendía de si mismo
dos seres; uno representable, otro imaginario, que acababa por interpolar
en la realidad real y que lo iban sustituyendo hasta identificarse
con él en una realidad que era sólo la de la creación.
Pero lo que en la anterior novela asumía las proporciones
de una creación fantástica, limítrofe entre
la narración realista y las concepciones borgianas, aquí
en Los adioses es sólo una indicación apuntada
al pasar y revelada (para el lector atento) sólo en las últimas
páginas. Porque aquí Onetti, más que en cualquiera
otra de sus ficciones ha usado (y abusado, según algunos)
de la ambigüedad.
La técnica misma de la novela explica la ambigüedad
general. Al elegir un único punto de vista para contar su
historia (el derrotado y obsceno testigo), al presentar sus revelaciones
en el orden en que van ocurriendo para ese par de ojos, Onetti ha
pagado tributo a la técnica que ha impuesto, desde el siglo
pasado, Henry James. También en James el punto de vista,
aparentemente objetivo, pero subjetivísimo, de un testigo
es clave de la ambigüedad. No se trata ya, como en la sórdida
y hermosa novela What Maisie Knew (1898), que el testigo
sea una niña, demasiado joven para comprender la corrupción
que la rodea pero no demasiado para que esa corrupción no
la vaya contaminando. Aún en libros más aparentemente
objetivos, como The Portrait of a Lady (1881) o los magníficos
Ambassadors (1903), James se prevalece del punto de vista
narrativo para omitir toda una porción, esencial, de la historia
y cuando la revela, desenmascarando sus más sórdidas
o culpables entrelíneas, la revelación también
es ambigua. Porque no basta saber que Madame Merle (en la primera
novela) ha sido amante del esposo de la protagonista y es un ser
perverso; James también muestra o sugiere su sufrimiento
y su desdicha y su sujeción a cánones morales que
ha violado repetidamente. Tampoco basta que en la otra novela Strether
se convenza de que la relación entre Chad y la condesa de
Vionnet es culpable; el lector nunca sabrá si el amor también
no la rescataba y si el sacrificio que se pide a los amantes no
es sino una forma de la hipocresía social.
El mismo James ha usado una forma más sutil de la ambigüedad,
en The Abasement of the Northmore, por ejemplo. En este cuento
corto nunca se sabe si Warren Hope era tan brillante como su mujer
pretendía; tampoco se sabe si el proyecto de humillación
de los Northmore llega a término. James no dice nada: se
limita a insinuar al lector, a su lector, otra posible lectura (2).
Onetti no toma el recurso de James, al que declara (enfáticamente)
no entender. (Recuerdo una conversación nocturna con Borges,
a quien pedía, con monótona insistencia, que le explicara
a James). Pero lo toma de uno de los narradores contemporáneos
que, directa o indirectamente, ha ido a la escuela de James: lo
toma de William Faulkner. En Light in August (1933), por
ejemplo, hay toda una historia -contada desde distintos puntos de
vista, es cierto- pero que sólo se revela gradualmente, y
cuando se revela (porque se revela), la naturaleza del protagonista,
el oscuro, el ambiguo Christmas, aparece completamente transformada.
También de Light in August toma Onetti la figura femenina,
la resistente, la inmortal Lena, arquetipo de esas adolescentes
del escritor uruguayo que sobreviven a la violación y al
parto, e imponen su ciega fuerza, su confianza animal, hasta a los
mismos hombres que las corrompen y también las necesitan.
Pero Onetti es algo más que un lector de Faulkner. Es un
creador que usa la ambigüedad no porque esté de moda
o porque haya un maestro que indique el camino. Onetti usa la ambigüedad
porque su visión del mundo es ambigua, porque toda su concepción
del universo descansa en la dualidad de criterios que hace que la
mayor sordidez (para el espectador, el testigo) contenga una carga
de irredente poesía (para el paciente). La ambigüedad
es la clave sobre la que edifica su testimonio de un mundo corrompido
por la pérdida de valores morales, de seres que se asfixian,
y manotean para sobrevivir. Sobre ese mundo, levanta Onetti (sin
declamación pero con honda confianza) algunos valores rescatables:
la ilusión adolescente, el Amor (no el Sexo), la creación.
Con esos valores, este aparentemente crudo y sádico novelista,
libera una ilusión romántica, una ficción cálida,
humana, hermosa.
IV
El estilo
En un memorable análisis de Light in August, el crítico
inglés F. R. Leavis levantaba contra la novela de Faulkner
estas objeciones: la aplicación de un mismo recurso técnico
(introspección, monólogo interior, morosa descripción
aislada de cada gesto) a distintos personajes en distintas circunstancias,
sin dar al mismo tiempo la intimidad minuciosa en el registro de
la conciencia que esos recursos implican, vacilación en el
enfoque o alteración casual del mismo que no obedece a ninguna
necesidad interior del relato, monotonía de los personajes
que sólo presentan al lector una superficie, misteriosa pero
no siempre provocativa; vinculación de estos procedimientos
con las simplificaciones sentimentales y melodramáticas que
practicaba ya Dickens. (Cf. Scruntiny, vol. II, núm.
I, Cambridge, junio 1933).
Esas objeciones han sido invocadas algunas veces también
contra Onetti. Es cierto que en su anterior novela (y en esta nouvelle)
el narrador uruguayo las ha prevenido casi siempre al concentrar
la narración en un personaje (aunque visto desde distintos
planos) y al utilizar como enfoque casi constante ya el relato autobiográfico
(como en La vida breve), ya la exposición de un testigo
(como en Los adioses). La caracterización de los demás
personajes queda empobrecida y se subraya (y hasta exaspera) la
monotonía del tema expuesto, pero también se logra
una concentración, una tensión no mitigada del conflicto,
que bien vale el sacrificio de la variedad.
De las objeciones arriba ordenadas, la que más validez presenta
ahora es la que se refiere a la morosa descripción aislada
de cada gesto. Onetti parece regodearse en ofrecer siempre lo que
podría calificarse cinematográficamente de primer
plano narrativo. Unas manos que reciben el cambio de cien pesos
(los dedos aprietan los billetes, tratan de acomodarlos, los revuelven
y convierten luego en una pelota achatada que esconden con pudor
en un bolsillo del saco) o que se sumergen en el bolsillo del pantalón
(el dueño está perniabierto y recostado en un árbol)
o que en el bolsillo del saco aprietan un sobre ("con aprensión
y necesidad de confianza, como si fuera un arma y como si le fuera
imposible prever la forma, el dolor y las consecuencias de sus heridas"),
o que realizan cada uno de los innumerables pequeños gestos,
mecánicos o distraídos o funcionales o reveladores,
que ayudan a moverse, a vivir, a ser; unas manos (apenas) sirven
a este narrador para contar (prácticamente) toda la historia.
Asumen el primer plano y se cargan de elocuencia. Como en el popular
relato de Stephan Zweig, dicen lo que la cara, ya ensayada y docilizada
por el histrión, oculta; comunican lo que está detrás
de la indiferencia y del desgano estudiado con que todos nos vestimos.
Pero del punto de vista narrativo, esas manos destruyen el equilibrio.
Porque asumen una importancia inmerecida. De medios, se convierten
en fines; de modo, se convierten en manera. Y lo que se dice de
las manos, podría señalarse de otras partes del ser
que Onetti ilumina y aísla por completo. Así, cuando
el narrador quiere presentar a la muchacha, ingresando lentamente
a su almacén, la va dando como en fragmentos recortados y
pegados uno junto a otro, pero cuidando de no borrar los bordes,
como en un collage: "No puedo saber si la había
visto antes o si la descubrí en aquel momento, apoyada en
el marco de la puerta: un pedazo de pollera, un zapato, un costado
de la valija introducidos en la luz de las lámparas."
Esta atomización, esta fragmentación del universo
sensible, esta exaltación de cada una de las piezas que componen
la máquina del mundo, podría justificarse en parte
porque esta historia de amor es comunicada a través de un
observador, ajeno y resentido. Lo que no se justifica es la exageración
del procedimiento. la retórica en que acaba por sumergirse
todo. Aquí radica la debilidad mayor de una obra que es,
sin embargo, tan admirable. El procedimiento estilístico
tan acentuado se interpone entre la obra y el lector: fuerza a éste,
lo descoloca frente a la sustancia dramática (y tan trágica)
y lo obliga a atender a lo que, al fin y al cabo, es sólo
la manera. Por no haber podido superar la trampa que su propia tensión
narrativa le tendía, Qnetti ha malogrado parcialmente una
nouvelle que, desde otro punto de vista, certifica completamente
su madurez de escritor."
(1964)
(1) Juan Carlos Onetti: Los Adioses, Buenos
Aires, Editorial Sur, 1954, 88 págs.
(2) Sobre la ambigüedad de Henry James, puede
leerse el ensayo homónimo de Edmund Wilson (versión
definitiva en The Triple Thinkers, New York, 1948) y el prólogo
de Jorge Luis Borges a La humillación de los Northmore
(Buenos Aires, Emecé editores, 1945).
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