|
"Juan Carlos Onetti y la
novela rioplatense"
Texto extraído de Narradores de esta América :
ensayos
Editorial Alfa, Montevideo, 1969
p. 155-172
I
"En 1939, escribía Eladio Linacero:
"Lo curioso es que si alguien dijera de
mí que soy 'un soñador' me daría fastidio.
Es absurdo. He vivido como cualquiera o más. Si hoy quiero
hablar de los sueños, no es porque no tenga otra cosa que
contar. Es porque se me da la gana simplemente. Y si elijo el sueño
de la cabaña de troncos, no es porque tenga alguna razón
especial. Hay otras aventuras más completas, más interesantes,
mejor ordenadas. Pero me quedo con la cabaña porque me obligará
a contar un prólogo, algo que sucedió en el mundo
de los hechos reales hace unos cuantos años. También
podría ser un plan ir contando un 'suceso' y un sueño."
El plan allí enunciado por Linacero fructificó no
sólo en las 99 páginas de El pozo (novela que
firmaba J. C. Onetti) sino, diez años más tarde, en
una obra de mayores proporciones: La vida breve (también
de J. C. Onetti). En esos diez años el arte lineal del primer
memorialista maduró en la compleja estructura de vidas y
sueños que recoge en un largo relato su legítimo descendiente,
Juan María Brausen. Vale la pena examinar con este pretexto
-y con la perspectiva de los diez años- el arte de su creador,
Juan Carlos Onetti. (1).
II
"-Mundo loco- dijo una vez más la mujer,
como remedando, como si lo tradujese." Yo la oía a través
de la pared. Imaginé su boca en movimiento frente al hálito
de hielo y fermentación de la heladora, o la cortina de varillas
tostadas que debía estar rígida entre la tarde y el
dormitorio, ensombreciendo el desorden de los muebles recién
llegados. Escuché, distraído, las frases intermitentes
de la mujer, sin creer en lo que decía."
Con elogiable economía, Onetti enfrenta desde esas primeras
líneas a los dos mundos en que va a circular el protagonista
de La vida breve. Los dos mundos que separa la débil,
facilitadora pared del departamento, nunca llegarán a confundirse.
Para saltar de uno a otro será necesario que Juan María
Brausen asuma un nuevo nombre; que deje de ser Brausen y empiece
a ser Juan María Arce. En algún momento ambos limados
llegan a ser tangenciales pero nunca se solapan; están en
distintos planos; distintas leyes los rigen y el juego del vivir
no puede ser el mismo en ambos.
El mundo de Juan María Brausen es el mundo de la responsabilidad
y la rutina, del hastío y el sinsentido, del malentendido
que llaman amor. En alguna parte resume Brausen su vida: "Gertrudis
y el trabajo inmundo y el miedo de perderlo (...); las cuentas por
pagar y la seguridad inolvidable de que no hay en ninguna parte
una mujer, un amigo, una casa, un libro, ni siquiera un vicio, que
puedan hacerme feliz." O, un poco más tarde y
con más reconocible elocuencia: "A
esta edad es cuando la vida empieza a ser una sonrisa torcida "(...)
Y se descubre que la villa está hecha, desde muchos años
atrás, de malentendidos, Gertrudis, mi trabajo, mi amistad
con Stein, la sensación que tengo de mi mismo, malentendidos.
Fuera de esto, nada; de vez en cuando, algunas oportunidades he
vivido, algunos placeres, que llegan y pasan envenenados. Tal vez
todo tipo de existencia que pueda imaginarme debe llegar a transformarse
en un malentendido. Tal vez, poco importa. Entretanto, soy este
hombre pequeño y tímido, incambiable, casado con la
única mujer que seduje o me sedujo a mí, incapaz,
no ya de ser otro, sino de la misma voluntad de ser otro. El hombrecito
que disgusta en la medida que impone la lástima, hombrecito
confundido en la legión de hombrecitos a los que fue prometido
el reino de los cielos. Asceta, como se burla Stein por la imposibilidad
de apasionarme y no por el aceptado absurdo de una convicción
eventualmente mutilada. Este, yo en el taxímetro, inexistente,
mera encarnación de la idea Juan María Brausen, símbolo
bípedo de un puritanismo barato hecho de negativas -no al
alcohol, no al tabaco, un no equivalente para las mujeres- nadie,
en realidad." O, también, dicho en las palabras
con que el protagonista comprende -al fin- lo que había estado
sabiendo durante semanas, que "yo", "Juan
María Brausen y mi vida, no eran otra cosa que moldes vacíos,
meras representaciones de un viejo significado mantenido con indolencia,
de un ser arrastrado sin fe entre personas, calles y horas de la
ciudad, actos de rutina."
Ese mundo puede resumirse en la imagen con que Onetti golpea al
lector desde el comienzo, al empezar a comunicar Brausen su obsesión:
el pecho recién cortado de su mujer. Las imágenes
se acumulan, incesantes, crueles: "... pensé
en la tarea de mirar sin disgusto la nueva cicatriz que iba a tener
Gertrudis en el pecho, redonda y complicada, con nervaduras de un
rojo o un rosa que el tiempo transformaría acaso en una confusión
pálida, del color de la otra, delgada y sin relieve, ágil
como una firma, que Gertrudis tenía en el vientre y que yo
había reconocido tantas veces con la punta de la lengua";
"... pensaba en la mañana, unas
diez horas atrás, cuando el médico fue cortando cuidadosamente,
o de un solo tajo que no prescindía del cuidado, el pecho
izquierdo de Gertrudis. Había sentido vibrar el bisturí
en la mano, sentido cómo el filo pasaba de una blandura de
grasa a una seca, a una ceñida dureza después";
"... mientras no lograra olvidar aquel
pecho cortado, sin forma ahora, aplastándose sobre la mesa
de operaciones como una medusa, ofreciéndose como una copa.
No era posible olvidarlo, aunque me empeñara en repetirme
que había jugado a mamar de el, de aquello";
"... Ablación de mama. Una cicatriz
puede ser imaginada como un corte irregular practicado en una copa
de goma, de paredes gruesas que contenga una materia inmóvil,
sonrosada, con burbujas en la superficie, y que de la impresión
de ser líquida si hacemos oscilar la lámpara que la
ilumina. También puede pensarse cómo será quince
días, un mes después de la intervención, con
una sombra de piel que se le estira encima, traslúcida, tan
delgada que nadie se atrevería a detener mucho tiempo sus
ojos en ella. Más adelante las arrugas comienzan a insinuarse,
se forman y se alteran; ahora si es posible mirar la cicatriz a
escondidas, sorprenderla desnuda alguna noche y pronosticar cuál
rugosidad, cuáles dibujos, qué tonos sonrosados y
blancos prevalecerán y se harán definitivos. Además,
algún día Gertrudis volvería a reírse
sin motivo bajo el aire de primavera o de verano del balean y me
miraría con los ojos brillantes, con fijeza, un momento.
Escondería enseguida los ojos, dejaría una sonrisa
junto con un trazo retador en los extremos de la boca. Habría
llegado entonces el momento de mi mano derecha, la hora de la farsa
de apretar en el aire, exactamente, una forma y una resistencia
que no estaban y que no habían sido olvidadas aún
por mis dedos. Mi palma tendrá miedo de ahuecarse exageradamente,
mis yemas tendrán que rozar la superficie áspera o
resbaladiza, desconocida y sin promesa de intimidad de la cicatriz
redonda" (2).
La brutalidad de estas descripciones deja más al desnudo
la sensibilidad herida del personaje. A través de ella busca
el autor alcanzar la sensibilidad del lector. Todo el resto de la
novela sólo puede agregar circunstancias, nombres, anécdotas.
Si el lector ha asimilado el castigo, bastaría esa única
imagen para poder deducir -en angustia, en pasión- todo el
resto. Pero Onetti es un verdugo metódico y proyecta sus
vicisitudes (para usar sus palabras) con precisión y frialdad.
Nada queda omitido. Y pieza tras pieza, en lúcido, ordenado
puzzle, se desarrolla ante el lector la historia de Juan María
Brausen: su fracaso amoroso, la pérdida del empleo, la separación
de Gertrudis, un nuevo fracaso al intentar (en qué términos
tan equívocos) el rescate de la juventud vivida en Montevideo.
(3)
Mientras la existencia de Brausen se empobrece y adelgaza hasta
llegar a las heces, la fascinación del mundo del otro lado
de la pared, se ejerce con creciente energía. En un primer
momento parece obvio su significado: es un escape, una huída
de la realidad. Pero es también realidad e impone sus reglas.
Un día Brausen aprovecha una ausencia de su vecina, La Queca,
y visita el departamento vacío. "Empecé
a moverme sobre el piso encerado (escribe),
sin ruido ni inquietud, sintiendo el contacto con una pequeña
alegría a cada paso lento. Calmándome y excitándome
cada vez que mis pies tocaban el suelo, creyendo avanzar en el clima
de una vida breve en la que el tiempo no podía bastar para
comprometerme, arrepentirme o envejecer." Desde ese
momento, Brausen empieza a concebir el desquite. No en su propia
existencia ratonil, sino en el mundo de al lado. Al ingresar allí,
es como si los valores morales (sus valores, en los que ya no cree)
cambiaran de signo, aceleraran su metamorfosis: él, hombre
de una sola mujer, podrá convertirse en el amante de una
prostituta, en macró; él, temeroso de hacer sentir
a su mujer la imparidad de sus pechos, descubrirá el placer
de golpear a una mujer, de brutalizar y brutalizarse; él,
aceptando como un capricho ("de primavera",
se dice) la idea de matar a Gertrudis, arderá en deseos de
vengar con el asesinato premeditado de La Queca
"todos los agravios que me era posible recordar".
Una fuerte escena marca el acceso al mundo de al lado. En su primera
tentativa de entrar en contacto con La Queca, Brausen (vacilante,
improvisado) es echado a patadas por uno de sus amantes, Ernesto.
Mientras se levanta y se limpia la ropa maculada, Brausen comprende
que ha sido aceptado, que ahora empieza a ser también Juan
María Arce. La violencia parece ser la regla de este otro
juego. Pero no es su tónica. Poco a poco, Arce descubre el
verdadero sentido de este mundo, eufóricamente anticipado
en la visita al departamento vacío. En un segundo intento
de aproximación (esta vez sin el torvo Ernesto) Arce consigue
a La Queca; puede contemplarse vivir: "ahora
yo también, estoy dentro del escándalo, dejando caer
ceniza de tabaco por todas partes, aunque no fume: usando copas,
moviéndome con, ardor entre los muebles y objetos que empujo,
arrastro, cambio de lugar; inmóvil, cumplo mi tímida
iniciación, ayudo a construir la fisonomía del desorden,
borro mis huellas a cada paso, descubro que cada minuto salta, brilla
y desaparece como una moneda recién acuñada, comprendo
que ella me estuvo diciendo, a través de la pared que es
posible vivir sin memoria ni previsión".
Con La Queca, la rutina del sexo se convierte en otra cosa: "si
la olvido (piensa mientras la mira caminar por la pieza),
podría desearla, obligarla a quedarse
y contagiarme su silenciosa alegría. Aplastar mi cuerpo contra
el suyo, saltar después de la cama para sentirme y mirarme
desnudo, armonioso y brillante como una estatua, efebo por la juventud
trasmitida a través de epidermis y de mucosas, desbordante
de mi vigor de tercera mano". De estas experiencias,
un nuevo hombre (no sólo un nuevo nombre) emerge. Cuando
acepta irse a Montevideo con La Queca, en viaje financiado por un
viejo amante de ella, la nueva etapa de la degradación le
permite mirarse desde la altura de Brausen y sentirse "irresponsable
de lo que él (Arce) pensara o
hiciera"; se ve "descender
con lentitud hasta un total cinismo, hasta un fondo invencible de
vileza del que (Arce) estaría
obligado a levantarse para actuar por mí".
Una nueva verdad suplanta a los valores destruidos por Brausen.
Tendido en la cama de la prostituta (en la que se complace en "descubrir
antiguas presencias mezcladas, contradictorias"} y mientras
se distrae pensando en su pasado como si fuera ajeno, "algunos
anticipos de Arce y de la verdad iban cayendo sobre mi pereza: supe
que no es el recto, sino todo lo que se da por añadidura;
que lo que lograra obtener por mi esfuerzo nacería muerto
y hediondo; que una forma cualquiera de Dios es indispensable a
los hombres de buena voluntad, que basta ser despiadadamente leal
con uno mismo para que la vida vaya encajando, el momento oportuno,
los hechos oportunos. Libre de la ansiedad, renunciando a toda búsqueda,
abandonado a mi mismo y al azar, iba preservando de un indefinido
envilecimiento al Brausen de toda la vida, lo dejaba concluir para
salvarlo, me disolvió, para permitir el nacimiento de Arce.
Sudando en ambas camas, me despedía del hombre prudente,
responsable, empeñado en construirse un rostro por medio
de las limitaciones que le arrimaban los demás, los que lo
habían precedido, los que aun no estaban, él mismo.
Me despedía del Brausen que recibió en una solitaria
casa de Pocitos, Montevideo, junto con la visión y la dádiva
del cuerpo desnudo de Gertrudis, el mandato absurdo de hacerse cargo
de su dicha."
Para poder ingresar totalmente a este mundo de verdad (ese mundo
de Arce) el personaje necesita purificarse matando a La Queca; bastarían
entonces pocos minutos para aliviarse de todo lo que puede ser dicho
a una persona, "para quedarme vacío
de todo lo que había tenido que tragarme desde la adolescencia,
de todas las palabras ahogadas por pereza, por falta de fe, por
el sentimiento de inutilidad de hablar". Cuando llega
al departamento a matar a La Queca, descubre que ésta acaba
de ser asesinada por Ernesto. "Sentí
que despertaba (comenta luego) no de
este sueño, sino de otro incomparablemente más largo,
otro que incluía a éste y en el que yo había
soñado que soñaba este sueño."
Brausen (es claro) no deja nunca de ser Brausen. Ni aún
cuando se libera de compromisos (el empleo, Gertrudis, la amistad;
ni aun cuando entierra, con Raquel, la nostalgia de la juventud
en Montevideo; ni aún cuando vive, tantos meses, como Arce.
Rechaza, es cierto, las reglas del juego en que vivía, cambia
de mundo, pero subsiste profundamente como Brausen. La reacción
frente al asesinato de La Queca lo demuestra. Ante la realidad brutal
(no imaginaria) del crimen, Arce se desvanece -el nuevo juego (su
juego) exigía que matara a Ernesto- y es un renovado Brausen
el que protege al asesino, el que intenta salvarlo creándole
una vida nueva. (Quizá ya Brausen sienta que Ernesto ha matado
por él, aunque sólo más tarde llegue a formulárselo
tan claramente, llegue a sentirse solidario y a escribir: "no
es más que una parte mía; él y todos los demás
han perdido su individualidad, son partes mías").
En su desesperada intentona de evasión, ambos llegan a Santa
María y acaban por ser detenidos, lo que de golpe entrega
a Brausen la libertad, la verdadera: "esto
era lo que yo buscaba desde el principio (se dice),
desde la muerte del hombre que vivió cinco años con
Gertrudis; ser libre, ser irresponsable ante los demás, conquistarme
sin esfuerzo una verdadera soledad". Entre tanto, su
huída también lo ha llevado a interpolarse en un tercer
mundo, del que no he hablado todavía pero que es tan antiguo
como la novela.
III
Antes de que Juan María Brausen supiese que era posible
incorporarse al mundo de La Queca -que corría vertiginoso
del otro lado de la pared-, la necesidad de evadirse del mundo propio
le había forzado a la creación de un mundo imaginario.
Un médico cuarentón en Santa María, ciudad
provinciana junto al río, constituía la primera imagen.
Poco a poco, y mientras Brausen se esconde y emerge gradualmente
como Arce, la historia de Díaz Grey se va formando como otra
vía de escape. El mundo en que Díaz Grey vive es una
transparente estilización de la realidad que oprime a Brausen:
la sordidez está objetivada en la profesión ("Los
ojos... hartos hasta el fin de la vida de observar entrepiernas,
pliegues, combas, blanduras, lugares comunes y anormalidades...
La cara colgante inclinada sobre adelantos y retrasos, el olor de
la carne fresca y cocida que se alza desprendiéndose del
perfume de las sales de baño o del de la colonia distribuida
previamente con un solo dedo. Abrumado, a veces, por la involuntaria
tarea de analizar el claroscuro, las formas y los detalles barrocos
de lo que miraba y tratar de representarse lo que aquello había
significado o podría significar para un hombre cualquiera,
enamorado"); la tentación de la hembra, es Elena
Sala ("La vi avanzar en el consultorio,
seria, haciendo oscilar, apenas, un medallón con una fotografía
entre los dos pechos, demasiado pequeños para su corpulencia
y la vieja seguridad que reflejaba su cara"); la consumación
del rabioso deseo se alcanza en la posesión de esa misma
Elena (que se entrega porque sabe que luego va a suicidarse); la
pureza adolescente llega en una aventura imposible con una Elena
Sala imaginaria, y que Díaz Grey se cuenta para poder seguir
viviendo (como Brausen se cuenta la de Díaz Grey, como vive
la de Arce); la huida y persecución está en la sucia
aventura final con el marido y un amante de Elena Sala, aventura
en la que Díaz Grey participa por saber que descenderá
la paz en medio del desastre, que la joven violinista con la que
al fin se queda es la Elena Sala imposible y ya muerta. Hasta en
los menores detalles, este mundo de Díaz Grey es tributario
del de Brausen. No sólo porque el protagonista es el mismo
Brausen y Elena Sala es una renovada Gertrudis; lo es, sobre todo,
porque el dueño del hotel junto a la playa es el mismo viejo
Macleod que había echado a Brausen de su empleo; lo es porque
hay cosas de Elena Sala que solo Brausen entiende; la prostibularia
sonrisa que ofrece a Díaz Grey y que nace del mismo "ademán,
el mismo breve, desesperanzado sonido (reiterado) años atrás
en zaguanes de prostíbulo, donde mi mano avanzaba lívida
bajo la luz alta en el techo"; nace de su promiscuidad
con La Queca, de su implacable enfoque del sexo.
En esta tercera existencia de Brausen, Onetti abandona, es claro,
toda pretensión de realismo. Me refiero al de las esencias.
La superficie sigue siendo de sórdido, minucioso naturalismo
(4). Pero las coordenadas de tiempo y espacio, las identidades de
sus personajes, son susceptibles de modificación y un retoque
de la voluntad o un capricho del creador, pueden alterar o petrificar
la faz del mundo, sus valores.
Así como Arce se disuelve al final de su aventura en Brausen
-y el policía que lo detiene como encubridor de Ernesto lo
identifica, (ante el asombro del lector): "usted
es el otro... Entonces, usted es Brausen"-, Díaz
Grey cierra la novela, conquistada ya del todo su objetividad por
haberse asimilado a Brausen. El mundo real de Brausen se interpola
verdaderamente en la ficción de Díaz Grey, se hace
ficción y la palabra Fin en la página 390 demuestra
que, en efecto, la única verdad es la de la fábula.
Se comprende recién entonces la lealtad de esta advertencia
(ya citada): "Sentí que despertaba
(dice el protagonista) no de este sueño,
sino de otro incomparablemente más largo, otro que incluía
a éste y en el que yo había soñado que soñaba
este sueño."
IV
Otra lectura parece también posible. En vez de considerar
a la novela como documento contemporáneo, testimonio sobre
el mundo desvalorizado que vivimos, el lector puede seguir a Brausen
en su aventura interior. Entonces no se trata de escapar a la realidad,
vivir la vida breve, o inventarse un cuento para llevar al cine.
Se trata de crear otra realidad, competir con la creación.
Gradualmente, Brausen libera en sí mismo las fuerzas de la
imaginación. Mientras vive su gris rutina o la más
excitante de Arce, o la rectificable de Díaz Grey, Brausen
explora las provincias de la creación. Empieza por tantear
este mundo compacto y enterizo, tan ingobernable en apariencia.
Por un resquicio -descubierto a qué costa, con qué
esfuerzo- es posible interpolar en él una ventana sobre el
río, un médico asomado a ella. Brausen se confiesa:
"estaba un poco enloquecido... sintiendo
mi necesidad creciente de imaginar y acercarme a un borroso médico
de cuarenta años, habitante lacónico y desesperanzado
de una pequeña ciudad colocada entre un río y una
colonia de labradores suizos. Santa María, porque yo había
sido feliz allí, años antes, durante veinticuatro
horas y sin motivo". Otro resquicio para la creación
pueden ser los pechos de una mujer ("demasiado
pequeños para su corpulencia y la vieja seguridad que reflejaba
su cara") entre los que se balancea un medallón
con un retrato. Bastan esas fisuras para que un nuevo mundo sea
posible, empiece a existir.
Toda la novela entonces adquiere profundidad en el tiempo y en
el espacio. En vez de contar tres historias más o menos novelescas
(que se yuxtaponen en universos incomunicados y regidos por sus
propias leyes) el libro ordena en un mismo cuadro espacial y temporal
sus anécdotas; ese territorio común de las tres historias
es la creación narrativa: el tema esencial que permite su
existencia simultánea.
Cada vez que Brausen piensa a Díaz Grey, lo va creando.
Esa repetición insomne, ese obstinado rigor en el deseo,
va haciendo viable a Díaz Grey; lo hace salir de la costilla
de este Adán. En sus primeras tentativas de vida la criatura
está demasiado adherida a Brausen, y su mundo sólo
logra trasponer -en cifra melodramática y concisa- la dolorosa
rutina. Pero la renovada invención permite que se acentúen
los riesgos y se empiece a advertir que en Díaz Grey se realiza
el milagro del desquite de esta vida primera. La originalidad e
independencia de lo creado empieza luego a hacerse evidente. En
el capitulo XIII, emerge un tercer agonista, el marido de Elena
Sala, ente totalmente de ficción aunque engendrado por la
pasada desdicha y los vientres de Gertrudis y La Queca (como el
mismo Brausen se dice), con el ingreso de este personaje el relato
adquiero por vez primera realidad objetiva; nada en el largo capítulo
traiciona la existencia de un creador que mueve los hilos; los muñecos
actúan como si fueran mortales. (Apenas algún juego
del omnisciente e invisible relator, en que a la manera de Citizen
Kane se salta el tiempo entre un apretón de manos de despedida,
y el mismo apretón de saludo, traiciona una impaciencia técnica,
al paso que denuncia una conciencia que vigila.)
Puede creerse entonces que Díaz Grey ha logrado su plenitud
de cosa creada, su eternidad en el papel. El proceso empieza entonces
a revertirse: la creatura empieza a inventar a su creador. O mejor,
a presentirlo. Brausen cuenta: "Abandonado
en el aire libre al cansancio, al frío, a las olas de sueños
que a veces lo arrastraban para devolverlo en seguida (Díaz
Grey) contemplaba la mancha negra del pequeño
fondeadero, trataba de distraerse evocando las formas y los colores
de las pequeñas embarcaciones, llegaba a intuir mi existencia,
a murmurar 'Brausen mío' con fastidio." La invención
de un creador acentúa, paradójicamente, la condición
de ente real que no tiene (que no puede tener) Díaz Grey.
Otra operación que emprende luego confirma el engaño,
aumenta la confianza de sus movimientos. Díaz Grey (¿por
qué no?) se improvisa un pasado. Para escapar a la extorsión
de Elena Sala -que se ofrece pero con asco, profesionalmente- el
médico la recrea en la imaginación. Parece ridículo
o meramente patético. Sacado de la nada. inventado por la
urgencia de otro a los 40 años, pequeño y rubio, contra
una ventana sobre el río, cómo atreverse a tener un
pasado en un taxi con una muchacha recién poseída,
que es también la imposible Elena. Díaz Grey lo hace
y asegura -demuestra- así su realidad. La posesión
"real" de Elena Sala, antes del suicidio, no mata
más que la comezón de la carne. El deseo ("hijo
del cuerpo, pero éste ya no bastaba para aplacarlo")
sólo podrá ser satisfecho cuando encuentre a la muchacha
violinista y huya con ella hacia el triunfo total sobre el desastre,
cuando, igual que Brausen, cercado por la policía, alcance
la paz sobre las serpentinas muertas del alba como ha escrito Borges
en otro conteste.
Y es entonces (terminada ya la novela en la descripción
objetiva de esa fuga y esa victoria) cuando el lector comprende
que la verdad es que Díaz Grey acaba inventando a su Brausen,
acaba siendo más Brausen que el otro. Porque cuando Brausen,
que ha enterrado dentro de si a Arce, huye con Ernesto hacia la
imaginada Santa María descubre allí la realidad de
su creación; descubre la vida del pueblo y los seres por
él inventados; descubre, también, que la aventura
de Díaz Grey ocurrió allí mismo pero en otro
tiempo, hace ya muchos años; que esa aventura lo ha anticipado,
que fue. Y en vez de interpolar su ficción (Díaz Grey,
inventado por él) en la actualidad de la policía que
acecha y de Ernesto que golpea a un hombre para escaparse, acaba
rindiéndose a la ficción, entregándose a ella,
libre e irresponsable. Vale decir: acaba por renunciar y aceptar
también su condición de ente ficticio, de creatura
creada por otro: Díaz Grey u Onetti (5).
V
;Qué concluir de este laborioso análisis? A primera
vista, Onetti no ha sabido resistir a la mediocre tentación
de ilustrar -en gran escala- una de las máximas de Pero Grullo:
El novelista es el Dios de sus creaturas. (Para demostrar
su auto-satisfacción, podría insinuarse, no ha vacilado
en introducir su auto-retrato en el cuadro, como si fuera un Veronese
cualquiera (6). Pero esta explicación, que no deja de tener
sus atractivos, es lamentablemente falsa. Como Proust en A la
recherche du temps perdue, como Gide en Les faux monayeurs,
como Huxley en la novela en que parodia a éste último
(Point Counter Point), Onetti ha querido explorar la creación
literaria desde dos planos simultáneos e inseparables: el
teórico y el práctico. Su novela analiza la creación
mientras crea. No sólo obtiene por este simple recurso una
mayor vitalidad; también logra despojar a un tema ilustre
de todo intelectualismo y vacía especulación al asediarla
con rabia y pasión.
Además (y esto solo ya sería mucho), con tal procedimiento
consigue dar un contenido profundo al mensaje evidente de la obra.
No sólo es cierto que la liberación de la rutina y
de la desvalorización del alma sólo llega cuando nos
encontramos con la verdad de nosotros mismos, nos despojamos de
inhibiciones y compromisos, aventamos malentendidos (Brausen al
despertar del sueño después de haberse purificado
en Arce); la liberación puede llegarnos por la creación,
por las fuerzas que desata el creador al rehacer el mundo, al descubrir
con asombro su poder y la riqueza de la vida. Por eso, el protagonista
consigue develar -en uno de sus numerosos ensoñares- la verdadera
ambición de este artista y de esta obra, el último
mensaje. Dice así: "A veces se escribía
y otras imaginaba las aventuras de Díaz Grey, aproximado
a Santa María por el follaje de la plaza y los techos de
las construcciones junto al río, extrañado de la creciente
tendencia del médico a revolcarse una y otra vez en el mismo
suceso, a la necesidad -que me contagiaba- de suprimir palabras
y situaciones, de obtener un solo momento que lo expresara todo:
a Díaz Grey y a mí, al mundo entero, en consecuencia."
VI
La doble o triple lectura arriba propuesta no excluye otra que
parece lícito examinar también. Proyectada sobre el
cuadro de la ficción rioplatense de los últimos años,
esta novela (y la obra entera de Juan Carlos Onetti que le sirve
de antecedente) adquiere un significado peculiar. Ante todo, parece
fácil clasificar a Onetti como un novelista de la ciudad
y un novelista del realismo, oponiéndolo a un Güiraldes,
a un Benito Lynch, a un Amorim (en su primera época), a un
Espínola, y emparejándolo a un Manuel Gálvez
(en su período prehistórico), a un Roberto Arlt, a
un Amorim (segunda época), a un Eduardo Mallea, a un Felisberto
Hernández (antes del onirismo), a un Leopoldo Marechal en
su único intento totalitario (Adán Buenosayres). Un
examen comparado de sus respectivas obras lo deja a Onetti solo.
Y no porque no sea posible esgrimir reparos a sus creaciones. Cualquiera
advierte la sospechosa monotonía (de sus personajes, la unilateralidad
en el método descriptivo, el (a veces excesivo) simbolismo
de sus acciones y caracteres, el desarrollo deliberadamente barroco
que entorpece la lectura, los rasgos aislados de mal gusto. Pero
ninguno de los nombrados en su categoría (ciudadana y realista)
alcanza la violencia y lucidez de sus testimonios, la calidad segura
de su arte que sabe superar el realismo superficial y se mueve con
pasión entre símbolos.
No es casual la mención en las páginas precedentes
de algunos nombres (Céline o Sartre, Dos Passos o Faulkner)
que constituyen los mejores representantes de una literatura que
sin dejar de ser arte, es también testimonio y agonía.
Onetti supo ver y denunciar en la superficie falsa y vacía
del mundo rioplatense lo que esa superficie encerraba; supo encontrar
las imágenes que en un solo Biotnento lo expresaran todo.
En este sentido, Tierra de nadie ha hecho por Buenos Aires
lo que Manhattan Transfer, por Nueva York (7). La aproximación
no es caprichosa, parte de la técnica de Dos Passos -luego
aprovechado por Orson Welles para filmar su Citizen Kane,
y por Sartre para Les chemins de la liberté-, ha servido
de clara inspiración a Onetti. Pero la modalidad técnica
no constituye el valor principal de su novela, agria e imperfecta
en este sentido. Su importancia esencial consiste en la ardida descripción
de un mundo sin valores, poblado de indiferentes morales, de espaldas
a su destino: un mundo en que el arte o el sexo, la política
o el intelecto, se ejercen en el vacío, como formas desprovistas
de contenido y sin sangre. (El pozo fue el borrador montevideano
de este universo total) (8).
Que Onetti no solo supo ver la superficie sino que caló
hasta el fondo lo demuestra mejor ahora que nunca esta fantasía
de una ciudad sitiada que se tituló Para esta noche.
La imaginaria ciudad, gobernada por la delación, el terror
y la brutalidad, fue en 1943 el anticipo de mi Buenos Aires, actual,
menos melodramático pero no menos irrespirable. Y lo que
entonces pareció un ejercicio en imaginación, escrito
(según confesaba el autor) "por
la necesidad satisfecha en forma mezquina y no comprometedora -de
participar en dolores, angustias y heroísmos ajenos",
y capaz por lo tanto de ser emparentado con la amanerada reconstrucción
del asesinato de García Lorca en Fiesta en Noviembre de
Mallea, se convirtió en duro, en apasionado testimonio del
futuro. La vida breve cierra en cierto sentido ese ciclo
documental abierto hace diez años por El pozo.
Pero abre nuevas perspectivas. Sobre todo, porque excava en la
misma realidad un territorio fantástico no menos sugestivo
que el real: además porque desde el punto de vista del realismo
documental significa el cierre de una etapa. La generación
perdida que empezó a examinarse en El pozo, cuyo despiadado
censo levantó Tierra de nadie, la que anticipó
en pesadilla su destrucción en Para esta noche, encuentra
su definitiva metáfora, su cabal resumen, en La vida breve.
Pero ya no es más. Las fuerzas imaginarias de Para esta
noche están operando hace más de un lustro sobre
la realidad, y el mundo de aquella generación pertenece ya
al pasado. Quizá sea hora para el novelista de inaugurar
la verídica pintura de este nuevo universo."
(1951)
(1) Cuatro novelas componen la obra visible de este
narrador uruguayo (nacido en 1909): El pozo (Montevideo,
Ediciones Signo, 1939, 99 págs.); Tierra de nadie (Buenos
Aires, Editorial Losada, 1941, 253 págs.); Para esta noche
(Buenos Aires, Editorial Poseidón, 1943, 211 págs.);
La vida breve (Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1950,
389 págs.). Algunas otras novelas yacen sumergidas; sus fragmentos
pueden rastrearse en las páginas literarias de Marcha (Tiempo
de abrazar, por ejemplo, o Nueve de Julio, Onetti ha
publicado también algunos cuentos. (Posteriormente a la redacción
de este trabajo, se han editado: Un sueño realizado y
otros cuentos, Montevideo, Ediciones NUMERO, 1951, 66 págs.,
Los adioses, Buenos Aires, Editorial Sur, 1954, 88 págs.,
Una tumba sin nombre, Montevideo, Marcha, 1959, 82 págs.;
La cara de la desgracia, Montevideo, Editorial Alfa, 1960,
49 págs. y El astillero, Buenos Aires, Compañía
General Fabril Editora, 1961, 218 páginas.)
(2) Sólo en Louis Ferdinand Céline (especialmente
en Voyage au bout de la nuit, 1932) suele encontrarse tamaña
provocación a la sensibilidad del lector. El mismo Onetti
en sus anteriores novelas no había dado con nada tan cruelmente
eficaz; tampoco Jean Paul Sartre, de quien Onetti es coetáneo
y con quien presenta tantos curiosos puntos de contacto. (En efecto,
La Nausée y Le mur son de 1938; El pozo,
del 39. No es seguro que Onetti haya conocido antes de 1945 estas
primeras obras de Sartre; y sin embargo su corta novela está
en la misma tradición de literatura negra. El parentesco
parece más fácil de trazar por la vía de una
común admiración por Céline -La Nausée
tiene un epígrafe suyo- y por la influencia compartida
de novelistas norteamericanos en que desuellan Dos Passos y Faulkner.)
(3) Uno de los temas constantes de Onetti es el de la frescura adolescente
de la mujer y su degradación en el sexo, en el embarazo,
en la prostitución. Con curiosas variantes el tema puede
verse en la historia de Cecilia Huerta o en la aventura con Ana
María [El pozo} en el abandono de Nené por
Aránzuru y en la violación de Nora por Larsen (Tierra
de nadie); en la equívoca huída de Ossorio con
la hija de Barcala (Para esta noche). En La vida breve,
la aventura con Raquel simboliza esto y algo más; también
representa el intento (frustrado) de recuperar un tiempo abolido,
de descubrir la juventud en Montevideo. Con ejemplar dureza, Onetti
hace volver a Raquel ante Brausen -deformada ya por el embarazo-
para ensuciarlo con su vana piedad. (Incidentalmente, la aventura
con Raquel está contada a lo largo de la novela con técnica
fragmentaria estudiada -quizá- en el Faulkner de Light
in August: en el Cap. VI Brausen comenta con Julio Stein -en
conversación saturada de sobreentendidos- la aventura; en
el IX cuenta una entrevista con Raquel, que ocurre algo después
de consumado el encuentro, y de la que no es posible sacar mucho
en limpio; sólo en el XIV aparece el relato minucioso de
la misma.)
(4) En otra oportunidad (al comentar Para esta noche en Marcha,
feb. 18, 1944) he señalado algunas características
de la técnica descriptiva de Onetti y la influencia que sobre
la misma ejerce el arte de Faulkner. Son válidas, por lo
tanto, las objeciones que presenta F. R. Leavis en su memorable
análisis de Light in August: la aplicación
de un mismo recurso técnico (introspección, monólogo
interior, morosa descripción de cada gesto) a distintos personajes
en distintas circunstancias, sin dar al mismo tiempo la intimidad
minuciosa en el registro de la conciencia que ese recurso implica;
vacilación en el enfoque o alteración casual del mismo
que no obedece a ninguna necesidad interior; monotonía de
los personajes que sólo presentan al lector la superficie;
vinculación esencial de estos procedimientos con las simplificaciones
sentimentales y melodramáticas de un Dickens. (V. Scruting,
Vol. II, Nº 1, Cambridge, junio 1933, págs. 91-93.)
Es cierto que en La vida breve, Onetti ha prevenido casi
siempre tales errores al concentrar la novela en una personaje (aunque
triple) y utilizar como enfoque casi constante el relato autobiográfico.
Se empobrece, así, la caracterización de los demás
personajes -que aparecen siempre a través del único
testigo- y se subraya la monotonía del problema, pero también
se logra una concentración, una tensión no mitigada,
que bien vale el sacrificio de la variedad. Además, el desarrollo
casi simultáneo de la historia en tres planos, contribuye
a un efecto de auténtica complejidad, de riqueza.
(5) Con su habitual concisión había anticipado Jorge
Luis Borges este mismo tema en un cuento fantástico (Las
ruinas circulares) recogido en El jardín de senderos
que se bifurcan, 1941. Quizá fuera instructivo -apoyándose
en esta u otras pistas- emprender un estudio de la influencia heterodoxa
de J. L. B. sobre el arte de Onetti.
(6) Ese creador (que en algún pasaje de la novela es Brausen-Dios
para Díaz Grey) es Dios mismo para Brausen-Arce-Díaz
Grey. Y está también dentro de la obra. En la página
247, hace su única aparición total. Casualmente, Brausen
habla allí de un hombre con el que compartía la oficina
"... se llamaba Onetti, no sonríe, usaba anteojos,
dejaba adivinar que sólo podía ser simpático
a mujeres fantasiosas o amigos íntimos (...) No hubo preguntas,
ningún síntoma del deseo de intimar; Onetti me saludaba
con monosílabos a los que infundía una imprecisa vibración
de cariño, una burla impersonal. Me saludaba a las diez,
pedía una café a las once, atendía visitas
y el teléfono, revisaba papeles, fumaba sin ansiedad, conversaba
con una voz grave, invariable y perezosa." Para evitar
equívocos (¿o para alimentarlos?, Onetti ha cuidado
que su Brausen no se le parezca físicamente: es pequeño
de cuerpo (como Díaz Grey); usa bigote; no es miope. Algo
ha quedado, sin embargo: la grave actitud que Julio Stein le reprocha,
confirmada por el mismo al aludir a "esa cabeza de caballo
triste". Del parecido moral (o de su ausencia) se ocuparán
sin duda investigadores futuros.
(7) En un artículo sobre vicisitudes de la novela (en Realidad,
Año III, Vol. V, Nº 13, Buenos Aires, enero-febrero
1949) Carmen Gándara intenta una aproximación técnica
entre Tierra de nadie y una novela francesa de publicación
posterior, L'étranger, d'Albert Camus (1942). El parecido
parece errático y lejano. Quizá la Sra. Gándara
haya querido decir que ambos derivan de Céline (la corriente
del roman noir) y de la novela norteamericana.
(8) En la solapa de Tierra de nadie se transcriben unas palabras
de Onetti que define el tema profundo de la novela y su actitud
como creador. Vale la pena transcribir la última frase: "El
caso es que en el país más importante de Sudamérica,
de la joven América, crece el tipo del indiferente moral,
del hombre sin fe ni interés por su destino. Que no se reproche
al novelista el haber encarado la pintura de ese tipo humano con
igual espíritu de indiferencia."
|