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Prólogo para Evaristo Carriego
de Jorge Luis Borges
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"Todo lo que Borges toca se transforma en ficción.
Puesto a escribir un estudio sobre el olvidado poeta argentino Evaristo
Carriego, Borges reúne minúsculos detalles de esa
vida, reconstruye un Buenos Aires de hace sesenta años, lo
puebla de acordeones, prostíbulos y conventillos, dibuja
sobre sus páginas la coreografía del tango, comenta
las inscripciones fanfarronas que llevan los carros que van al Mercado,
no se cansa de elogiar la valentía homicida de los guapos
y el tranquilo coraje de algún hombre que debía más
de una muerte, asocia y contrasta los poemas de Carriego con los
más ilustres ejercicios de Quevedo, de William Blake o del
anónimo autor de la Edda Mayor. A lo largo de estas páginas,
Carriego (su poesía frágil y sentimental, su limitado
mundo de suburbio, su vacilante inserción en la realidad)
se va transformando en un personaje más de Borges. No menos
real (o fantástico) que Pierre Menard, el autor del Quijote;
no menos imposible que el dramaturgo inglés, Herbert Quain,
que no registra ninguna enciclopedia británica; no menos
persuasivo que el inexistente Mir Bahadur Ali, autor de la inexistente
novela, El acercamiento a Almotásim. Carriego es,
desde este punto de vista, otra ficción de Borges.
La circunstancia (en sí trivial) de que Evaristo Carriego
haya existido realmente, que sea fácil probar que
vivió en la Argentina entre 1883 y 1912, que tuvo amigos
(entre ellos, el padre de Borges), que solía venir a visitar
los domingos a los Borges, de vuelta de las carreras, que incluso
el niño Georgie se haya quedado mirándolo muchos de
esos domingos (inmensos ojos abiertos que entonces registraban todo,
tartamudeo revelador); todos estos detalles menores y perfectamente
documentables, que corroboran los testimonios escritos de críticos
como Marcelo del Mazo, Roberto F. Giusti o José Gabriel,
y hasta la existencia de libros de Carriego en bibliotecas argentinas,
todo esto no impide que el Carriego de Borges (el elusivo protagonista
de su libro) sea un ente totalmente ficticio, una versión
más del poeta, "tal que en lui même Borgès
le change". Como Dante o como Coleridge, (en los ensayos de
Otras inquisiciones) sus textos sobreviven por sus versos
menos conocidos, los que ni siquiera pretenden la perfección.
Este otro poeta borgiano que se llama "Carriego" es también
un ser vacilante que suele levantar alguna vez la mirada del papel
en blanco y (como Orlando en la deliciosa biografía imaginaria
de Virginia Woolf) deja que la realidad lo penetre en un solo golpe
de poesía. Ese poeta prototípico acaba por ser, por
lograrse entero, en un solo instante de uno de sus versos. Es un
poeta como Borges, en fin.
Todo lo que Borges toca se convierte en Borges, es claro. Cuando
el libro fue publicado en 1930 en un Buenos Aires que hoy parece
tan remoto como el de Carriego, lo que buscaba Borges era rescatar
para el placer de lectores exigentes un poeta menor que la crítica
argentina había creído insignificante, digno apenas
del aplauso de consumidores de letras de tango y semanarios sentimentales.
En aquellos años, Borges tiene unos treinta y admira polémicamente
a Carriego que le ha llegado por vivo contacto familiar. Él
también es poeta y milita, infatigable, contra el Modernismo
y contra Lugones; es decir: contra la lujosa poesía de la
Belle Époque argentina, prolongada más allá
de la guerra del 14 por la tutela doble del Océano Atlántico
y de las cotizaciones de la carne y de la lana nacionales en los
mercados ingleses. Borges ya sabía que el Modernismo estaba
totalmente liquidado por haber vivido los años de la guerra
en la lluviosa Ginebra, por haber leído a los expresionistas
y a los dadaístas en sus primeras escandalosas revistas.
Vuelto a la Argentina en los años veinte, toda su intolerancia
de joven iconoclasta se encrespa contra los que niegan a Carriego
porque no es bastante culto (el poeta culto era, entonces, Leopoldo
Lugones). Para combatir esas valoraciones que siente injustas, y
para rescatar no sólo la poesía de Carriego sino la
de un Buenos Aires de compadritos y conventillos, de tango y duelos
a cuchillo, el joven Borges escribe esta biografía, y al
hacerlo preserva en sus páginas un mundo que estaba ya erosionado
por el olvido.
Carriego y sus canciones; Carriego y su Palermo (que fue también
el de la infancia de Borges); Carriego y su vida casi secreta, con
una mujer de negro que se hacía anunciar desde la puerta
de calle pero jamás entraba a su casa, y a la que Carriego
nunca identificó; Carriego y la desesperación de que
alguien trate de contar la vida de otro hombre: esos son los temas
externos de este libro. Pero los temas interiores son otros, como
descubre en seguida el lector de hoy.
El libro es otro. Ahora no es Carriego lo que el lector busca sino
Borges. Carriego no existe más, o tal vez ni importa si existió
alguna vez. Pero existe cada vez más Borges, ese joven escritor
para quien Carriego era metáfora de muchas cosas; metáfora
de un Buenos Aires perdido; de una actitud casual y hasta lateral
hacia la poesía honda; de una admiración por el coraje
y el cuchillo que Borges (como Carriego) no ha querido ocultar nunca.
Y también, por qué no decirlo, metáfora de
esa imposibilidad final que explica toda literatura: fijar la realidad
en palabras. Porque Carriego no es, al final y al cabo, sino las
palabras de Carriego. Al decirlas Borges, al citarlas, glosarlas,
criticarlas, las hace suyas. Para acercarse más a Carriego
Borges acaba por convertirlo en máscara de sí mismo,
en persona. Aunque lo hace oblicuamente, amparado por cortinas
y biombos de palabras y asumiendo un estilo deliberadamente irónico,
crítico, desrealizador, Borges (como todos) se traiciona
en cada línea.
Hoy Carriego no importa, o importa poco fuera de Argentina. Pero
esta reconstrucción erudita e imaginaria de Borges importa
tanto o más que las de esas otras vidas que pueblan fantasmalmente
sus Ficciones o El Aleph o El hacedor. Para
los lectores de hoy, Carriego pertenece al mismo linaje que el memorioso
Funes, o aquel inmortal poeta del cuento homónimo que fue
Homero y también un escoliasta de Homero y un editor dieciochesco
de Homero, o la Emma Zunz que se dejó violar por un marinero
danés para cumplir así una venganza filial, o el cicatrizado
John Vincent Moon que narró su bajeza de traidor como si
él hubiera sido la víctima, o los antagonistas de
la pasión, Judas y Jesús, inextricablemente identificados
por la mirada implacable de Dios. Carriego es ahora un personaje
de Borges. Lo que es otra manera de decir que, él también,
es ahora Borges."
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