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"Literatura y exilio"(*)
En Vuelta, México, v. 6, nº 63, febrero 1982
p. 45-47
"El tema de exilio
y literatura es el tema de la literatura latinoamericana. La literatura
latinoamericana ha sido siempre exiliada. Cuando las circunstancias
políticas ayudan, esto resulta más notorio. El exilio,
entre nosotros, empieza precisamente porque es una literatura en
lenguas que vienen de fuera y que hemos tenido que hacer nuestras
a través de un trabajo de siglos. De alguna manera, es una
literatura que seguimos haciendo nuestra a través de ese
mismo trabajo. Pero en esta última década el exilio
se ha convertido no sólo en metáfora, se ha convertido
no sólo en experiencia particular a veces elegida por el
escritor, (Cortázar, por ejemplo, necesita irse de la militarizada
Argentina Peronista para ver con una cierta perspectiva, su propio
mundo) sino que ha sido una experiencia impuesta a muchos escritores
por personas que tienen muy poco que ver con la literatura pero
sí tienen mucho que ver con el poder. En los últimos
años esto ha ocurrido no sólo en el Uruguay que es
un país pequeño y fácil de cancelar. Bastaría
abrir las compuertas de la represa del Río Negro para que
casi todo quedara bajo el agua en pocas horas. (No se les ha ocurrido
eso todavía y ojalá no se les ocurra... Y si se les
ocurre, no vayan a llamarlo Operación Monegal). Pero países
más difíciles de sumergir como Chile, por ejemplo,
que tienen una zona muy alta, o Argentina que es muy vasto, o Brasil,
tan inmenso, se han visto amenazados eficazmente por decisiones
de poder que los han cancelado como centros de cultura, como centros
editoriales de discusión abierta, y eso naturalmente ha producido
un efecto catastrófico en la vida de muchos seres humanos
de esos países. No quiero decir que sean más importantes
estas catástrofes culturales que la destrucción sistemática
de la vida política de esos países. Si ahora insisto
en la literatura es porque estamos entre escritores.
Países cancelados
total o parcialmente para la circulación libre de obras,
para la discusión de esas obras, para que exista el diálogo
sin el cual la literatura no existe, el diálogo entre la
obra y el lector. El autor es apenas el padre o la madre natural
de la obra. Pero son los lectores los padres culturales de ella:
los que la educan, orientan y sacan al mundo. Sin lectores podrá
haber obras pero no literatura que (como ha definido magistralmente
Octavio Paz) es el espacio donde las obras se relacionan y dialogan.
La verdad es que los
años de la década del 70, han sido años siniestros.
A veces me preguntan: qué pasó con el boom de
la novela latinoamericana, como si yo fuera dueño del boom...
Voy a hacer un pequeño paréntesis autobiográfico.
Tengo muchos defectos literarios, pero tengo oídos, jamás
hubiera inventado una palabra como el boom, tan horrible fonéticamente,
ya se pronuncie a la iglesia (buum) o a la criolla (bún).
Yo siempre hablé
y escribí de la nueva novela, porque me parecía, también
cuestión de oídos, que nueva novela sonaba mejor,
pero después como todo el mundo hablaba de boom, se
me ocurrió la idea (es muy peligroso ser irónico en
este mundo) escribir un libro que se llama El boom de la novela
latinoamericana (Caracas, 1972). El libro estaba lleno de epígrafes
cómicos, pero parece que sólo yo me reí de
esos chistes. Desde entonces todo el mundo me atribuye la creación
del boom. Un paréntesis, dentro del paréntesis: aclaro
que el boom fue inventado por Luis Harss, novelista y crítico
latinonorteamericano que difundió la palabreja en Buenos
Aires, 1966. Así que la próxima vez que se pregunten
por el boom consulten al señor Luis Harss que está
ahora en Estados Unidos donde dirige una revista llamada, algo tautológicamente,
Review (revista).
La persecución
política o ideológica interrumpe el diálogo
o lo hace muy difícil. Para existir, la literatura latinoamericana
no sólo tiene que darse el lujo de ser exiliada sino que
es literalmente exiliada por poderes que aunque sean muy distintos
y hablen incluso varias lenguas tienen una misma idea en la cabeza:
decirle al escritor qué puede, o no puede, escribir. En esto
están de acuerdo los gobiernos latinoamericanos de izquierda
o de derecha. Para ellos, es el Estado el dueño de la palabra.
El escritor que sabe que la palabra es un bien colectivo, es decir:
de nadie en particular acepta o calla. Si calla, sólo le
queda el exilio, interno o externo.
Ahora, ¿qué
significa el exilio para el escritor?
Para el individuo que
es todo escritor significa lo que para cualquier persona. Pérdida
de sus raíces, pérdida de su ambiente, separación
de familias, etc. Ese cuadro no se debe siquiera describir porque
es muy conocido: pero para el escritor el exilio significa que forzosamente
se le saca de su medio lingüístico, muy específico,
un medio que en que el escrito ha trabajado para forjar su instrumento
de comunicación: un medio que lo ha alimentado y educado,
y contra el cual, en apasionada simbiosis, ha desarrollado su obra.
Ser expulsado del país,
o tener que huir; ser llevado a veces amablemente, otras veces en
forma violenta, otras veces estafados por maniobras "burocráticas"
sutiles o groseras, eso es el comienzo del exilio. Es como si le
sacaran el tapón a la bañera en que estábamos
tan a gusto. Nos quedamos en seco. Y no crean que el exilio es más
ameno cuando nos refugiamos en un país de nuestra lengua.
A pesar del tronco común, los hispánicos hablamos
(y, sobre todo, escribimos) en contextos culturales muy distintos.
Piensen, por ejemplo,
el caso de un escritor argentino o uruguayo que quiere ganarse la
vida escribiendo reseñas bibliográficas en Barcelona.
Ustedes saben que hablan un español algo catalán,
¿no?. Pero en fin, vamos a suponer que en la vida diaria
acepten nuestro español. Al escribir, un argentino o un uruguayo
usamos palabras que no sólo son distintas sino que, hasta
cuando son iguales, tienen otra carga. Para escribir en Barcelona,
hay que someterse a una suerte de censura implícita, general
e incómoda. Lo mejor sería tener un secretario que
corrija las palabras. Yo pasé brevemente por Barcelona un
día (es la tierra de mis antepasados, entre paréntesis,
pero nunca aprendí catalán), abrí un periódico
y me encontré con el artículo de un señor que
me dijeron que era graciosísimo y a mí me pareció
de un humor fúnebre. Era la reseña de una nueva traducción
al español (él insistía mucho) del Ulises
de Joyce, y decía al señor éste, de cuyo
nombre quisiera poder acordarme, pero era algo así como Umbral,
se llamaba Fernando Umbral o Francisco, ¿verdad?, Francisco
Umbral... Este señor que para siempre quedará en mi
recuerdo como una persona inteligentísima, decía algo
así: "Por fin tenemos una traducción al español
de la obra inmortal de Joyce, porque esa edición bastarda
que habían hecho los argentinos, que usaba palabras como
nafta por gasolina, y en que los personajes, etc..."
De repente me di cuenta
de que el pobre J. Salas Subirat (también descendiente de
catalanes pero con el estigma de ser rioplatense) que trabajó
25 años en traducir el Ulises era apenas un mestizo
que se atrevía a escribir en argentino una obra que Joyce
(otro exiliado) había escrito naturalmente en un inglés
irlandesado. La reseña de este humorista profesional y lingüista
patriótico, concluía con una frase de suprema burla
de "argentino".
"¿Qué
te parece gachí?" Me quedé perplejo porque en
mi ignorancia de la pura lengua de mis antepasados, no sabía
si gachí es hombre, o mujer... La única palabra a
que me parece sonar gachí, es gacho que era el sombrero
que usaba Gardel. De todas maneras me quedé, como dicen los
españoles, patidifuso, porque me di cuenta que si me hubiera
tocado en desgracia ir a ganarme la vida escribiendo crónicas
de libros en Barcelona, jamás hubiera podido producir una
palabra, una frase, cómo diré, tan expresiva como
¿qué te parece gachí...?
Pero ¿por qué
criticar a España?. Lo mismo le pasaría a un español
que fuese al Uruguay. Me acuerdo de un exiliado que apareció
allá por los años 40, en "Marcha" y se puso
a colaborar con una columna sobre lexicografía. Él
empezó a mandar unos artículos sobre el arte de escribir
en español y fueron bien recibidos y hasta hizo una sección
permanente. Un jueves en que yo estaba en la imprenta corrigiendo
pruebas de la sección literaria que entonces dirigía,
me encontré con el español que me dijo entusiasmado:
"Acabo de escribir un artículo muy formidable... Mire
usted, que no me daba cuenta que aquí la gente es tan culta
que cuando nosotros, los españoles, decimos algunas palabras
que acá son prohibidas... (La palabra que él usó
es equivalente a asir, agarrar un ómnibus, una pluma... Pero
yo no puedo decirla ahora). Entonces, la gente primero tiene una
mueca como de terror y después piensan que soy español
y comprenden."
El artículo era
sobre esa palabra. El viernes abrí el número de "Marcha"
y no encontré el artículo. Había sido censurado,
porque por más amables y generosos que fueran los uruguayos,
esa palabra no se puede imprimir en Uruguay.
* * *
Lo primero que se pierde
es la posibilidad de hablar de tú a tú, o de vos a
vos, o de ché a ché con el lector. Porque el escritor
se exilia, pero los lectores quedan. La gran tragedia de la literatura
latinoamericana de estos últimos años es que países
enteros se han dividido. Han quedado los lectores como rehenes patéticos,
y se han ido los escritores. Esos escritores están en lugares
inesperados buscando nuevos lectores. Uno viaja por ahí y
unas veces se encuentra con chilenos en Alemania, con uruguayos
en Suecia, con argentinos en España... (No digo en Estados
Unidos donde se encuentran todos, sobre todo los que hace bien pocos
años firmaban manifiestos contra los que se fueron primero).
El exilio nos ha tomado
como una peste. Si ustedes leyeron la obra de Camus, saben que la
peste aparece de a poco. De a poco uno se va acostumbrando, acepta,
se ajusta. Sólo cuando el trauma pasa, se hace balance de
lo que se ha perdido. Los poetas viajan mejor ya que sus lectores
eran pocos y fieles: los novelistas se quedan repitiendo las historias
que habían oído contar o tratan (como Cortázar
en 62 o Manuel Puig en Maldición eterna, etc.)
de encontrar otros contextos. Los ensayistas miran hacia atrás
(como la mujer de Lot).
Sí, nos ajustamos,
aceptamos, seguimos escribiendo. Lo que más nos falta es
el contexto de esa lengua y esa cultura particulares. A una pregunta
sobre cómo conseguía escribir en cubano en el exilio,
Cabrera Infante contestó hace años en Nueva York que
su mujer, Miriam Gómez, era su lengua cubana. No todos tienen
una Miriam Gómez.
La literatura es tan
frágil, está tan expuesta, y al mismo tiempo tiene
una manera increíble de sobrevivir que ningún tirano
ha conseguido hasta ahora obliterarla del todo. Los manuscritos
de un modo u otro quedan por ahí, alguna edición se
salva. El poder quema, persigue, tortura, destruye, hace pirámides
de libros y les prende fuego: sin embargo, algo queda. Pero el escritor,
ese escritor que está en busca de su lector, separado, dividido,
es más perecible. Puede ser acallado o destruido, y a veces
sin necesidad de ser tocado físicamente. Basta esa operación
castradora que se llama exilio.
Ahora, hay otros exilios,
a veces incluso, más dolorosos y secretos que la residencia
en el extranjero. Que es cuando alguien está exiliado de
su sociedad y está viviendo sin embargo en ella. Es decir,
no es ni siquiera el exilio interno de un Boris Pasternak, que vivió
la época de Stalin y tuvo que dedicarse a traducir a Shakespeare
ya que no podía publicar sus poemas originales.
En el caso de Reinaldo
Arenas, en la Cuba de 1969 a 1980, cuando no se le permitía
publicar sus obras allí y se le castigaba si las publicaba
fuera; su único lector fiel era la policía secreta
del régimen que no se cansaba de confiscar sus manuscritos.
(Dos veces escribió, y dos veces le retuvieron, la tercera
novela de su pentagonía.)
Estos casos, tan notorios,
que podrían multiplicarse con ejemplos trágicos de
Argentina o Chile o Uruguay, son los que pensamos cuando escribimos
sobre el exilio. Pero quisiera hablar de otro exilio, no menos común
y horrible. Es el de una persona que puede escribir y puede publicar
sin aparentes censuras pero lo que escribe y publica está
de tal manera en desacuerdo con ciertos principios fundamentales
del poder o de las costumbres o de la sociedad en que vive, que
lo que escribe irrita, lo que escribe choca, y entonces es leído
mal, o es silenciado minuciosamente por los poderes culturales.
Esto es lo que pasó
en la culta Francia de 1868 con Les chants de Maldoror, del
uruguayo Isidore Ducasse, conde de Lautréamont. Apenas fueron
leídos por un puñado de personas; hoy casi no se leen
otros libros del período. También le pasó en
la orgullosa Buenos Aires de los años 20 a 40 de este siglo,
a las "novelas" y "ensayos" de Macedonio Fernández,
apenas leídos por un público que consumía ávidamente
a Manuel Gálvez (primero) y a Eduardo Mallea (luego). Hoy,
se sabe, son aquellos marginales los que se leen y estudian en las
universidades.
Pero ¿qué
nos pasa hoy, cuáles son los escritores que censuramos por
prejuicios sociales o políticos, religiosos o sexuales? ¿qué
pasa en algunos países de nuestra década sombría
con las mujeres que se atreven a escribir sobre la experiencia sáfica,
los homosexuales masculinos que se atreven a llamar al amor por
sus muchos nombres posibles? Todos recordamos que en la España
republicana, cuando Luis Cernuda quiso publicar su elegía
a la muerte de Federico García Lorca, fue obligado por sus
camaradas a suprimir la estrofa en que alababa a aquellos muchachos
hermosos que tanto placer habían dado al poeta de la "Oda
a Walt Whitman". En el Brasil de hace unos pocos años,
Ignacio de Loyola Brandao vio su novela satírica, Zero,
rechazada por una censura que no sólo no quería que
se dijese que en aquel país se tortura sino que se practica
habitualmente la sodomía en las relaciones heterosexuales.
En Cuba la gran novela de José Lezama Lima, Paradiso
nunca fue reeditada por aquel famoso capítulo octavo en que
se alegorizaba sobre prácticas homosexuales comunes en la
ardiente isla.
En este contexto, y
porque creo que tiene mucho que ver con el tema de las siniestras
variantes del exilio, quiero para finalizar, hablarles de un libro
que ustedes conocen mejor que yo, que apenas he empezado a leer
y que, sin embargo, voy a seguir leyendo, prometo. El libro es La
Guaracha del Macho Camacho de Luis Rafael Sánchez. Ya
lo leí dos veces, porque la primera, lo leí sin diccionario
y aunque me gustó muchísimo, tuve la sensación
de que de repente ocurrían ciertas palabras que yo las interpretaba
como si fueran escritas en el Río de la Plata, y no lo eran.
Después con ayuda de un diccionario que me dio un estudiante
de Yale, un querido amigo mío y de ustedes, Manuel Alvarez,
me di cuenta no sólo de que había perdido muchas cosas
como de que algunas de las que había perdido eran de las
más sabrosas.
El libro me parece extraordinario,
en muchos aspectos. Como profesor de literatura podría decir
que es una confirmación más del poder de la sátira,
del poder de la parodia, de la capacidad de establecer un texto
paralelo al texto de la cultura y de la realidad para cuestionar
la identidad nacional, amenazada por el estatuto político
de la isla. Sólo que a diferencia de otros famosos cuestionadores
(pienso en René Marqués o Díaz Valcárcel,
para citar sólo a dos), Luis Rafael Sánchez va un
poco más hondo. Es el suyo un libro que trata de violentar
el tabú de la censura sexual en la lengua de los mismos personajes.
Es un libro que se atreve a decir eso que no sólo callan,
sino también los hombres callan en buena sociedad, y sobre
todo callan cuando escriben. Porque somos muy pudibundos. Al hablar,
decimos una cantidad de palabras espantosas y después cuando
escribimos las tachamos y ponemos en su lugar las palabras bonitas.
¿Cuántos
libros anteriores a Rayuela de Cortázar se atrevieron
a nombrar con sus nombres las cosas? Creo que el más notorio
de los desmitificadores fue Oswald de Andrade, del Brasil, en sus
fabulosas novelas antropofágicas: Memorias Sentimentais
de João Miramar y Serafín Ponte Grande,
ambas redactadas en los años veinte. En la Argentina, también
lo hizo Roberto Arlt en novelas de los años treinta. Más
tarde, y después de Rayuela, lo hicieron Carlos Fuentes,
Severo Sarduy, Vargas Llosa, Manuel Puig, etc.
Es claro que todos conocemos
el Ulises de Joyce. Una de las primeras novelas en que un
señor llega a un cuarto de baño con un diario, y no
a bañarse precisamente; en que la protagonista confiesa sus
apetitos sexuales con la mayor precisión. Pero en la literatura
latinoamericana, antes de Cortázar, ¿cuántos
eufemismos: "Hacer el amor", "sentir el corazón
vibrando...!" No quiero entrar en la cursilería...
La Guaracha se
atreve a usar un lenguaje que es el lenguaje que todos saben y practican
aquí. Y se atreve a hacerlo no para exhibir el conocimiento
del autor, sino para destapar una zona prohibida de la sociedad,
porque la censura entre nosotros no es sólo ese señor
de la policía que ha leído los textos con el cuidado
de un editor responsable de una edición crítica. La
censura es también la vigilancia de los bienpensantes que
quiere construir sociedades edificantes, ya sea bajo el signo A,
B o C de la sopa política de letras. Es la censura entre
nosotros, sólo quiere que se diga otra palabra que la ortodoxa,
la oficial, la del poder.
Entonces, cuando nos
encontramos frente a un libro como el de Luis Rafael Sánchez,
un libro comprometido, un libro político, un libro que nombra
cosas, y reconstruye la mentalidad fascista de las clases dominantes
de la isla, y la mentalidad colonial de los sometidos, pero que
también es un libro que va más allá, que quiere
liberar todos los aspectos del hombre, y que está escrito
(y aquí tengo que decirlo) escrito desde un nivel del lenguaje
en que ya no importa mucho el sexo particular del escritor, ¿qué
pasa entonces?
La mayoría de
los lectores (conjeturo) lo lee porque entra en el espíritu
de la guaracha (inventada por el autor pero muy creíble)
ya anunciada desde la tapa por la espectacular si que retroactiva
Iris Chacón. Los lectores críticos (a quienes duele
Puerto Rico como a Unamuno su España) van directo al compromiso,
a la denuncia, pasando por alto el lenguaje violento, o neutralizándolo
por el frío examen lexicográfico. Una minoría
hasta podrá leerlo como manifiesto de una liberación
que no es sólo política. Creo que esta última
lectura hace más justicia al libro. Porque Luis Rafael Sánchez
no escribe como quien está fascinado por la dicotomía
masculino-femenino (incluidas las variantes heterodoxas de ambos)
sino como alguien que busca develar, a través del grotesco
aparato del machismo que informa todas nuestra sociedades, los fantasmas
que están debajo. Contra un lenguaje social que no admite
la diferencia (es decir: lo otro que no es necesariamente lo opuesto),
Sánchez apela al lenguaje pornográfico, a la descripción
obscena para hacer saltar los tabúes e instalar al lector
en una realidad en la que todos viven pero que es negada en el momento
exacto de abrir las páginas de un libro para ejercer el oficio
de lector.
Este libro -y otros
de Sarduy como Maitreya, o de Manuel Puig como El beso
de la mujer araña, o de Guillermo Cabrera Infante, como
La Habana para un infante difunto- se atreven a enfrentar
a sus lectores con un espejo en que las últimas censuras
son cuestionadas. No es extraño, pues, que sus autores, por
razones diversas y en momentos separados en el tiempo, hayan tenido
que renunciar a sus sociedades originales y vivan en un exilio que
no es meramente político. Desde fuera, y en la alienación
del contexto lingüístico inmediato (Sarduy vive en París,
Cabrera Infante en Londres, Puig en Río de Janeiro) continúan
su lucha contra las fuerzas más castradoras de sus respectivas
sociedades."
(*)
Intervención oral expuesta con el Primer Congreso Internacional
de Literatura Hispanoamericana Contemporánea, celebrado por
la Universidad Interamericana de Puerto Rico (Recinto Metropolitano),
durante los días 17, 18, 19 de septiembre de 1980. Tal vez
convenga aclarar que estoy exiliado del Uruguay desde 1968, fecha
en que fui destituido de mis cátedras, "por abandono
de cargo". El pedido de licencia sin goce de sueldo que yo
había presentado oportunamente para justificar mi ausencia,
fue "extraviada", y no se me comunicó personalmente
la destitución hasta que habían transcurrido los tres
meses reglamentarios para apelar la decisión. Gracias a esta
maniobra desinteresada y anónima, perdí 25 años
de trabajo en mi patria y debí resignarme a enseñar
en el extranjero (E.R.M.)
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