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"Doña Bárbara: texto y contextos"
En Vuelta, nº 35, octubre 1979
p. 29-33.
"I. Perspectivas
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Doña Barbara
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Los libros son como ciudades: sucesivas oleadas de lectores los
cambian, los descentran, los reescriben. En 1929, Doña
Bárbara fue una de las obras maestras de la novela regionalista
latinoamericana, esa narrativa que desde Arturo Torres Ríoseco
se llamó "novela de la tierra". Junto a La vorágine
(1924) y a Don Segundo Sombra (1926), que la precedieron,
la novela de Rómulo Gallegos contribuyó a certificar
una primera conquista de la narrativa hispanoamericana: la del lector
hispánico, en un movimiento que podría calificarse
de mini-boom de los años veinte y treinta.
Veinticinco años después, al celebrarse su primer
cuarto de siglo, el mismo libro ya era leído por algunos
críticos (entre los que me contaba) como un anacronismo:
Asturias, con El Señor Presidente (1948) y Viento
fuerte (1950), así como Carpentier, con El reino de
este mundo (1949) y Los pasos perdidos (1953), ya estaban
marcando otros rumbos del regionalismo. Sus obras (en las que el
paso por el surrealismo había dejado huellas) apuntaban a
lo que habría de bautizarse por entonces, con intolerable
oxímoron, de "realismo mágico".
Ahora, cumplidos los cincuenta, Doña Bárbara
puede y debe ser leída fuera del tiempo y de las modas: en
la pura sincronía de una perspectiva que hace del Quijote
y del Ulysses dos libros estrictamente coetáneos,
ya que ambos pertenecen al mismo género y tradición,
la parodia, y son leídos (es decir: reescritos) ahora. Desde
esa perspectiva, Doña Bárbara, no puede ser
ya considerada una novela, buena o mala, convencional o experimental,
sino como un texto que escapa a esas clasificaciones de la retórica
al uso para situarse en esa zona en que Facundo es algo más
que una biografía histórica, Os Sertões
trasciende a la vez el documento político como el geopolítico,
y El Águila y la serpiente no es sólo
una crónica de la revolución mexicana. Doña
Bárbara, qué claro resulta todo ahora, se convierte
así en un de los libros fundacionales de nuestras letras:
un libro-nación.
Antes de examinar con más espacios esta hipotética
lectura, quisiera revisar los contextos (muy particulares) en que
yo leí y reescribí Doña Bárbara
en estos últimos cuarenta años. Por demasiado tiempo,
los críticos nos hemos empeñado en escudriñar
el contexto de los autores sin sospechar siquiera que deberíamos
empezar por el propio.
II. Doña Bárbara y yo (memorias
íntimas)
La intimidad de un crítico en su biblioteca. No me refiero,
es claro, al cuarto, o cuartos, en que guarda sus libros "reales"
sino a esa biblioteca virtual que no existe sino en su memoria y
que está hecha de los libros que recuerda y los que ya cree
haber olvidado, de los textos que nunca entendió del todo
y de los que aún puede recitar de memoria, de la huella (visible
o perdida) dejada en él por las silenciosas aventuras de
su profesión. Si leer es reescribir, como ya en 1939 postula
el Pierre Menard de Borges, del que voy hablar ahora es de "mis
versiones" de Doña Bárbara.
La conocí cuando yo tenía unos diecisiete años
apenas, y todavía cursaba Secundaria en el Liceo Nº
5 de Montevideo, Uruguay. Me la presentó un Profesor de Historia,
el Dr. César Coelho de Oliveira, al que siempre recordaré
con gratitud por éste y otros beneficios. Aunque entonces
yo ya había descubierto a Borges, en las páginas bibliográficas
de El Hogar, una revista femenina de Buenos Aires, y también
había empezado a leer a Proust, a Joyce y a Kafka, en otras
revistas menos especializadas, Doña Bárbara
me deslumbró por la fuerza de una narración que compromete
al lector en sus pasiones y no lo deja elegir.
La leí de un tirón, en una de esas noches de adolescencia
que se convierten en madrugadas por un artificio de abstracción
cinematográfica .También leí entonces los otros
clásicos de la novela de la tierra (bastante inferiores a
éste), así como los de la revolución mexicana.
Los trabajos de Torres Ríoseco, que descubrí en una
colección de la revista Atenea, de Santiago de Chile,
que tenía un primo mío, completaron mi educación.
Ninguno de aquellos textos me causó el impacto de Gallegos.
Había algo en él de mágico que no estaba ni
en la trama convencional ni en la escritura decimonónica,
sino en el uso de ciertos mecanismos narrativos que yo no llegaba
a identificar entonces, o en el trazado de los personajes, más
descomunales que la vida misma.
Años después, no recuerdo exactamente cuántos
pero debe haber sido a fines de los cuarenta, volví a encontrar
a Doña Bárbara, metamorfoseada esta vez en
María Félix. El deslumbramiento cambió del
foco. Aunque el film me pareció mediocre, la fuerza de proyección
erótica de la actriz mexicana hacía justicia a esa
lectura subyacente que Doña Bárbara (el libro)
ya había suscitado en mi adolescencia. Si rechacé
el film, no olvidé, hasta hoy, los ojos arrasadores de María
Félix, su despótica sonrisa.
Ya en 1951, cuando tuve que preparar en las nieblas frías
de Londres un resumen de las letras latinoamericanas de este siglo,
para un número especial del Times Literary Supplement
(artículo que salió naturalmente anónimo, como
entonces era costumbre en aquella publicación), mi entusiasmo
por Doña Bárbara se había marginado.
La lectura de Asturias, del primer Carpentier, así como el
descubrimiento de los narradores del Nordeste brasileño (Jorge
Amado, Lins do Rêgo, pero sobre todo, Graciliano Ramos), parecían
indicar otra ruta del regionalismo, la posibilidad de una narrativa
que fuera al mismo tiempo moderna (es decir: experimental), y estuviese
enraizada en la geografía humana y natural de América.
Por esos años, no sólo había avanzado bastante
en mi descodificación de Borges sino que había tenido
el privilegio de encontrar, en una librería de viejo de Montevideo,
un ejemplar de la primera y entonces única edición,
a cargo de autor, de Macunaíma (1928), la extraordinaria
novela mítica de Mario de Andrade. Entonces eran pocos en
Brasil los que la habían leído, o pensaban que valía
la pena leerla. Yo escribí mi entusiasmo con estas palabras
de 1952:
Una forma más compleja de la superación
de algunas limitaciones regionalistas ha sido intentada por Mario
de Andrade, poeta modernista brasileño, en su Macunaíma
(1928). En esa peculiar novela reelabora Andrade con gracia incesante
elementos folklóricos que provienen de todas las zonas de
su vasto y caótico país. El experimento es único.
No ha tenido y quizá no pueda tener continuación por
señalar una posición extrema, una hazaña que
sólo la cultura y la sensibilidad de Mario de Andrade hizo
posible.
Si escribía así sobre Macunaíma, no
es difícil imaginar qué escribía sobre Doña
Bárbara. Apenas si le encontré entonces un lugarcito
entre los clásicos del regionalismo, sin registrar en mi
artículo ni una sola marca de aquel deslumbramiento que me
arrebató una noche de 1938. Esos años cincuenta fueron
para mí años de una militancia literaria y política
en el semanario Marcha, de Montevideo. Todo lo que escribía
entonces estaba orientado a defender o atacar ciertas posiciones
estéticas que me parecían fecundas o infecundas. Entre
estas últimas estaba el realismo, que en la versión
stalinista de "realismo socialista", era presentada entonces
como la única salida posible para nuestro atraso cultural.
Aunque era obvio que Doña Bárbara no pertenecía
al realismo socialista, por su adhesión a fórmulas
del naturalismo lleva agua al molino de los stalinistas. Por eso,
en esos años de apostolado crítico, no podía
leer a Doña Bárbara sin prejuicios. Mi ceguera
(en el sentido en que habla Paul de Man, en Blindness and Insight)
se manifestó brillantemente en un artículo que escribí
en 1954, al cumplirse los veinticinco años de Doña
Bárbara. Allí traté de leer la novela con
todo rigor. En el contexto mío de aquellos años en
que había comentado con elogio Los pasos perdidos,
de Carpentier, y El sueño de los héroes, de
Adolfo Bioy Casares, la lectura de Doña Bárbara
tenía que ser ejemplar. No me fue difícil llegar a
la conclusión de que la novela, era ya en el momento de su
publicación original, un anacronismo. Por su técnica
de narración, a ratos naturalista; por su perspectiva sociologizante;
por su escritura, ya regional, ya modernista, me pareció
un libro del siglo XIX, extraviado en los años de la vanguardia.
Y lo era, pero de un modo distinto del que yo decía. De
un modo que, paradójicamente, estaba insinuado no en el texto
mismo de mi artículo sino en el subtítulo, más
perspicaz de lo que yo podía entonces imaginar. Pero éste
es otro capítulo.
III. Doña Bárbara como romance
Doña Bárbara
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La palabra "romance" es plurivalente. En español,
en las letras españolas, define un tipo de poema épico-lírico,
de fines de la Edad Media y comienzos de la Moderna, que Menéndez
Pidal ha estudiado exhaustivamente. En el uso popular de nuestra
lengua, y por influencia de la subliteratura, del cine y la TV comerciales,
identifica una historia de amor, sin distinción de género
o medio. Pero en inglés, la misma palabra con la misma ortografía,
indica un poema narrativo medieval, de asunto heroico y fabuloso
a la vez, que corresponde aproximadamente a las novelas de caballería
en España. Por extensión, el mismo nombre se dio en
Inglaterra a las narraciones sentimentales de los siglos XVIII y
XIX, en que predominan situaciones prototípicas y que contienen
personajes arquetípicos, y cuya cuota de realismo es mínima,
o sólo asoma en los personajes secundarios. Romances son,
en este sentido, las novelas góticas de Ann Radcliffe y El
Monje, de Lewis, que tanto gustaban a los surrealistas; romances
son las novelas históricas de Walter Scott y las elegorías
de Nathanael Hawthorne.
En su Anatomy of Criticism Northrop Frye distingue esta
variedad del género narrativo y la define así con
respecto a la novela:
La diferencia esencial entre novela y romance está
en el concepto de caracterización. El autor de romances no
pretende crear "personas reales", sino figuras estilizadas
que se amplían hasta constituir arquetipos psicológicos.
Es en el romance donde encontramos la "líbido"
, el "ánima", y la "sombra" de que habla
Jung, reflejadas en el héroe, la heroína y el villano.
Es por esto que el romance irradia tan a menudo un brillo de intensidad
subjetiva que la novela no tiene, y es por esto que una sugestión
de alegorías se insinúa constantemente en sus bordes.
Si se acepta esta caracterización de Frye, que no sólo
se refiere a la forma del romance sino también a su simbolismo
psicoanalítico, Doña Bárbara dejaría
de parecer una novela discutible y anacrónica para revelarse
como un romance cabal. No es necesario practicar una lectura muy
detallada para reconocer en este libro la caracterización
arquetípica, que está subrayada hasta por los nombres
de los personajes, o sus sobrenombres habituales: Bárbara,
Santos Luzardo, Mister Danger, el Brujeador, y también
por los nombres de lugares: el Miedo, Altamira.
El propio Gallegos aceptaría este enfoque. Más de
una vez declaró explícitamente no ser un escritor
realista "que se limite a copiar y exponer lo que observó
y comprobó" (como declara en "La pura mujer sobre
la tierra," 1949), sino que su intención fue la de apuntar
a "lo genérico característico que como venezolano
me duele o me complazca" (como dijo en el mismo texto). También
declaró entonces que había compuesto Doña
Bárbara "para que a través de ella se mire
un dramático aspecto de la Venezuela en que me ha tocado
vivir y que de alguna manera su tremenda figura contribuya a que
nos quitemos del alma lo que de ella tengamos". En el mismo
texto apunta que para la concepción del personaje partió
de un personaje de la realidad circundante (como ha demostrado fehacientemente
John E. Englerkirk en artículo de 1948).
Porque para que algo sea símbolo de alguna
forma de existencia, tiene que existir en sí mismo, no dentro
de lo puramente individual y por consiguiene accidental, sino en
comunicación directa, consustanciación con el medio
vital que lo produce y rodea.
Estas declaraciones de Gallegos contribuyen a situar el
aspecto simbólico, es decir: arquetípico, de los personajes.
En cuanto al enfoque jungiano que insinúa Frye en su libro,
podría anticiparse que Gallegos lo rechazaría. Hay
constancia de su reacción negativa frente a otra lectura
psicoanalítica de su novela. Aunque ésta fuese crasamente
freudiana, y la que se podría hacer a partir de Frye sea
jungiana, es difícil imaginar a Gallegos complacido. Sin
embargo, cómo resistirse a la tentación de una lectura
que la novela parece sugerir: Santos Luzado, Marisela y Doña
Bárbara corresponden a las categorías de "líbido",
"ánima" y "sombra" a que se refiere Frye
en su libro. La dimensión alegórica de la obra estaría
dada por su doble trama: Santos Luzardo desciende al llano
porque ha escuchado una llamada. Viene a restaurar el dominio
de Altamira contra la dueña de El Miedo. Al
chocar con la fuerza elemental de Doña Bárbara,
es casi devorado por ella; es decir: casi caeél mismo
en la barbarie y se convierte en uno de sus machos. Pero triunfa
al fin y rescata a Marisela (doble inocente de Doña
Bárbara), para la posesión de las fincas que eran
de su madre, y para la civilización.
En casi toda la obra, Doña Bárbara es identificada
con las fuerzas oscuras y hasta hay un capítulo (II, xiii)
titulado: "La Dañera y su sombra". Por otra parte,
la tesis literal y decimonónica de la obra contribuye a acentuar
la alegoría. Es la misma de Sarmiento en Facundo (1845)
y de Euclides da Cunha en Os Sertões (1902): civilización
contra barbarie. Es una tesis que hoy nos parece ingenua pero que
(metamorfoseada por aportaciones marxistas o populistas o nacionalistas)
todavía tiene vigencia en nuestra América. Por esa
dimensión alegórica y latinoamericana que la sostiene
es que cabe hablar de Doña Bárbara como libro
fundacional. Gallegos aceptaría este enfoque.
Frye también observa que un gran escritor de romances debe
ser estudiado de acuerdo con las convenciones literarias que eligió.
Aunque el crítico canadiense está pensando en el artista
victoriano William Morris, o en el John Bunyan de The Pilgrim's
Progress o el Hawthorne de The House of the Seven Gables,
lo que dice es válido para Gallegos y para toda la novela
de la tierra. Lo que distingue al regionalismo, desde el punto de
vista de sus convenciones poéticas, es que pertenece al modo
"pastoral". Es decir: es un tipo de literatura que el
escritor culto dirige a un lector culto pero que trata de un medio
y de unos personajes rústicos, o de una clase socialmente
menos desarrollada. Esta última distinción (propuesta
por William Empson en Some Versions of Pastoral, ya en 1938)
es aplicable no sólo a la literatura pastoril de Europa o
a la novela proletaria de los años veinte y treinta, como
hace el autor inglés, sino también a la gauchesca
del Río de la Plata, o a la regionalista de otras áreas.
Así encarado, el regionalismo deja de parecer un producto
importado de Europa por las modas del siglo XIX, para constituirse
en una corriente fecunda. Pero para entenderlo así, hay que
ver cuánto hay de romance en la narrativa regionalista de
nuestra América. Con excepción de la picaresca o la
parodia, las convenciones del romance han regido nuestra narrativa.
Ni siquiera el naturalismo se vio siempre libre de la caracterización
arquetípica, como lo probarían las novelas de Aluizio
de Azevedo en el Brasil, y la incomparable Gaucha, de Javier
de Viana (1899). Para encontrar un tipo distinto de narrativa hay
que buscar en parodistas como Machado de Assís, o en los
novelistas de vanguardia de los años veinte.
En mi artículo de 1954 (publicado tres años antes
de que se editase el libro de Frye) ya intuía algunas de
estas cosas pero no conseguía explicarlas bien. El título
completo del trabajo era: "Doña Bárbara: Una
novela y una leyenda americanas." Al situar juntas y contrapuestas
las palabras "novela"y "leyenda" se insinuaba
una posible dicotomía. La misma resultaba explicitada en
el siguiente párrafo.
Sólo se salva el contenido simbólico,
sólo se salva Doña Bárbara como personaje mítico,
no como ente novelesco. porque lo que ha sabido hacer Gallegos es
descubrir una mitología, intuir su naturaleza y esbozar algunos
perfiles.
Al retocar el artículo para su inclusión en el libro,
Narradores de esta América (Montevideo, Alfa), agregué
una posdata de 1969 en que rectificaba el enfoque y ya citaba a
Frye.
IV. Entre la alegoría y la parodia
Diez años después, al volver hoy a Doña
Bárbara no sólo me siento dispuesto a practicar
la lectura del libro como romance, sino que creo necesario extenderla
a algunos libros de la nueva novela latinoamericana. Romances son,
también, Los pasos perdidos, de Alejo Carpentier,
y La casa verde, de Mario Vargas Llosa; Pedro Páramo,
de Juan Rulfo, y Grande Sertão: Vaeredas, de
João Guimarães Rosa; El astillero, de Juan
Carlos Onetti, y Terra nostra, de Carlos Fuentes; Cien
años de soledad, de Gabriel García Márquez,
y Fundador, de Nélida Piñón; La invención
de Morel, de Adolfo Bioy Casares, y El mundo alucinante,
de Reinaldo Arenas. O dicho de otro modo: ese género que
en Europa y los Estados Unidos no parece sobrevivir al realismo
y naturalismo de la segunda mitad del siglo XIX, sigue gozando de
buena salud en nuestra América.
Y a propósito de estos "romances" de la nueva
novela latinoamericana: la relación de algunos de ellos con
Doña Bárbara es más que casual. ¿Cómo
no reconocer el antecedente inmediato del japonés Fuchia
de La casa verde, en "el sirio sádico y leproso
(...) que habitaba en el corazón de la selva orinoqueña,
aislado de los hombres por causa del mal que la devoraba, pero rodeado
de un serrallo de indiecitas núbiles, raptadas o compradas
a sus padres." a que se refiere Gallegos en su novela (I, iii).
¿Cómo no advertir en el episodio de la muerte de Félix
Luzardo a manos de su padre (I, ii), el modelo narrativo del encuentro
trágico del primer Buendía con el hombre que acabará
matando una riña, y que se convertirá en su fantasma,
en la novela de García Márquez? Hasta en los diálogos
de Doña Bárbara, por lo general, breves, recortados
de una lengua popular, llena de tensión, burla e ironía,
es posible reconocer el antecedente de esas lacónicas sentencias
de Rulfo en Pedro Páramo y en sus magistrales cuentos.
Pero éste sería tema de otro trabajo. Queda aquí
apuntado.
V. Una ruta propia
Se podría pensar que los indudables vínculos de Gallegos
con los nuevos narradores se debe a la influencia de aquel regionalismo
que, para muchos críticos, es tan indiscutiblemente latinoamericano.
(Olvidan que el regionalismo es, también, invención
europea y que en vez de presuponer el subdesarrollo aparece, como
otras formas de la pastoral, en sociedades desarrolladas. Uno de
sus más celebrados maestros, el victoriano Thomas Hardy,
era estricto coetáneo de la expansión imperialista
de la Gran Bretaña. Los poemas pastoriles de Virgilio y Garcilaso
marcan el auge, respectivamente, del Imperio Romano y el Español.)
Otra forma de argumentar en favor del regionalismo es la que sostiene
que encuentra campo propicio para su caracterización arquetípica
en la idiosincracia de sociedades en desarrollo, o "primitivas."
Desde Lévi-Strauss, esta tesis es insostenible. El pensamiento
"salvaje" no es estructuralmente distinto del culto. Como
los sueños, como la poesía, usa apenas otro código,
no menos sino tan sofisticado como el de las sociedades tecnológicas.
Pero no hay que buscar razones extraliterarias para situar a Gallegos
en su tiempo, que es también el nuestro. El era regionalista
(como a ratos, lo fueron o lo son, Carpentier o Vargas Llosa, Guimarães
Rosa o Graciliano Ramos) porque prefiere la misma convención
literaria de sus lectores. Al escribir sobre ambientes rústicos
(exóticos) para la gente cultura de su país, confirma
el modo pastoral del regionalismo. No escribía, se sabe,
para los llaneros porque éstos no leen novelas.
La cultura latinoamericana es, necesariamente, de aluvión
de mezcla incómoda de contrarios, de estructuración
paródica o satírica de los materiales importadores.
El romance, género ambiguo, permite incluir en nuestra narrativa
una dimensión alegórica que produce, en el plano poético
de la narración el mismo efecto que en el plano satírico
produce la parodia: la posibilidad de abarcar en todas sus dimensiones
extrareales una sociedad en formación en la que están
en permanente conflicto el utopismo con la miserable realidad.
Al destruir (por la parodia o la alegoría) los moldes del
realismo impuestos desde la racional Francia y fomentados por el
stalinismo, los narradores latinoamericanos han encontrado caminos
por los que nuestra ficción puede andar a sus anchas. La
parodia, como la alegoría, se basan en la noción de
un doble discurso; en la primera, el discurso es ajeno, en la segunda,
es el mismo texto el que se duplica y espejea. Al discurso unívoco
y castrante del realismo, oponen el discurso que no cesa de emitir
mensajes. De ese modo, alegoría y parodia se han constituido
en las letras latinoamericanas en una fuerza auténtica de
liberación que oponer a los imperialismos culturales de la
derecha o la izquierda. Por medio de la burla sangrienta en la parodia,
o por la dimensión trascendental en la alegoría la
narrativa latinoamericana ha encontrado así una ruta propia.
En ese descubrimiento cabe a Gallegos el papel de adelantado."
Nota
Este escrito, en una versión más
breve, fue leído el 1º de agosto de 1979, como parte
del XIX Congreso del Instituto Internacional de Literatura Iberoamericana,
que se reunió en la ciudad de Caracas para celebrar el cincuentenario
de la publicación de Doña Bárbara. Un
texto complementario de éste, sobre la parodia en la novela
latinoamericana, ha sido publicado en el último número
de la Revista Iberoamericana, del mismo Instituto, que se
publica en la Universidad de Pittsburgh, Pensylvania.
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