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"Diario de las Islas Galápagos"
En Vuelta, nº 33, agosto 1979
p. 26-33.
...el aspecto que el mundo tendría
después de un flagelo incendiario.
(Melville, The Encantadas)
"Todo podía haber terminado mal. Más de una
vez estuvimos (creímos estar) tan cerca del desastre que,
retrospectivamente, ahora que me siento a la máquina a pasar
en limpio las notas de viaje, tengo la sensación de salir
de una de esas suavemente siniestras novelas de Bioy Casares en
que en la última página los personajes (y el lector)
descubren que el peligro no sólo había sido real sino
inimaginable.
Esta excursión a las Islas Galápagos -auspiciada
por la Casa de la Cultura Ecuatoriana y el Círculo de Lectores,
de Ecuador, como parte de un Congreso de Escritores Hispánicos
que se reunió en Quito a fines de noviembre-, más
de una vez pudo haber generado una catástrofe. O, por lo
menos, eso es lo que muchos pensamos y sentimos y gritamos el último
día, en el desolado aeropuerto de Bartra, sin agua, sin comida,
sin servicios higiénicos, esperando durante cuatro horas
y media un avión que llegaría, o no, a rescatarnos
a las doce y treinta en punto.
Pero en aquella planicie tecnológica y vacía, al
rayo del sol ecuatoriano, sin otro alivio que una brisa persistente,
sin teléfono ni otro medio de comunicación con el
mundo exterior que la telepatía o la magia negra, con un
único paquete de galletitas que, humildemente repartía
una de las excursionistas, la máscara del decoro burgués
estuvo a punto de resquebrajarse más de una vez. El terror
no era infundado. Aquel aeropuerto parecía salido de una
película de ciencia ficción. Era una cáscara
hueca: una pista, una torre de observación, dos salas para
pasajeros y maletas, un baño (que no funcionaba) y absolutamente
nada más. Fuera de los excursionistas no había un
solo ser vivo. Ni siquiera tortugas.
Lo increíble es que a las doce horas exactas, saliendo del
vacío un jeep trajo tres soldados que pusieron en marcha
una máquina de generar electricidad, la que permitió
poner en funcionamiento la bomba de agua y el aeropuerto entero.
A las doce y treinta, con una puntualidad que no es habitual en
nuestros países latinoamericanos, un avión militar
posaba en Bartra y nosotros, olvidados de Bioy y de las películas
de ciencia-ficción, empezábamos a reclamar por qué
la Coca-Cola no estaba bastante helada y había sólo
un ejemplar del periódico de Guayaquil con las noticias de
las elecciones en España y Venezuela. La rutina del mundo
capitalista había borrado en un instante el horror primordial.
Lo que sigue son unas notas, en forma de Diario, sobre esos cuatro
días.- E. R. M.
Domingo 3 (1978)
A las 7.A.M. ya estamos en el hall del Hotel Continental, de Quito,
esperando transporte al Aeropuerto Militar. Como todas las noches,
el sábado nos quedamos levantados hasta tarde y en las caras
de esta madrugada dominical se muestran los estragos del tiempo.
Pero todos pretendemos estar en muy buena forma y parecemos sólo
preocupados de no olvidar las lociones para la piel y los lentes
de sol (las Islas están en pleno Ecuador, a unas quinientas
millas de Guayaquil, en pleno Océano), los zapatos de tennis,
los shorts y trajes de baño, las cámaras fotográficas
y demás impedimenta del turista. Con Luis Goytisolo verificamos
una vez más si tenemos todo a mano. Aunque había leído
a Luis desde que publicó su primer novela, Las afueras,
en 1958, ganando el primer Premio Biblioteca Breve, (debe andar
por ahí una crónica mía en Marcha),
sólo el año pasado, en una breve visita a Barcelona
en el tórrido mes de julio, había tenido oportunidad
de conocerlo personalmente. Pero ese sólo día pasado
en Poblet, con la admirable María Antonia y sus dos hijos,
había bastado para reconocernos como practicantes del mismo
género literario: el diálogo, género que siempre
está en peligro de extinción. Estos días en
Ecuador (participando en mesas redondas, viajando a Guayaquil y
Cuenca, desayunando o cenando, con gentes o solos) no hemos parado
de dialogar, y nos prometemos más intercambio en las Galápagos,
con o sin iguanas.
Luis es pequeño, compacto y tiene una cara intensa que recuerda
alguno de esos actores franceses de los años cincuenta (Serge
Reggiani, por ejemplo), hechos de huesos, nervio y fuego latente.
Tiene una virtud rara en España: saber escuchar. Tiene una
virtud más rara aún: mientras habla, piensa. Poco
brillante, en apariencia, observa todo, y cuando decide hablar,
da en el clavo. Su sentido del humor es sutil. No abusa de él
pero está allí, a mano, siempre. Los lectores del
segundo volumen de su Antagonía (el hermoso título
es: Los verdes de mayo hasta el mar, 1975) saben hasta qué
punto esa mirada que observa y esa palabra que registra lo observado
pueden ser mortales. Nunca la decadente soledad que se reúne
en la costa de Cataluña fue expuesta con más rigor,
con más contenida furia, con más felicidad verbal.
Pero ahora todo lo que nos preocupa es saber si tenemos la crema
para la piel a mano o si el amigo que nos lleva al Aeropuerto, encontrará
o no la entrada nueva que (como de costumbre) no tiene ninguna indicación
visible. En el Aeropuerto nos encontramos con los otros excursionistas.
Sólo parte de los invitados al Congreso han optado por las
Islas Galápagos. Borges, a pesar del ensusiasmo que tenía
por ir, fue persuadido de no hacerlo. Sólo más tarde
al ver las condiciones espartanas del barco que nos llevó
por el archipiélago y las dificultades permanentes de embarque
y desembarque en cada isla, comprendimos que los organizadores habían
practicado un acto de caridad cristiana al impedir que Borges (79
años cumplidos, frágil y casi ciego) pretendiese emular
a Hermán Melville el cronista de las Encantadas. En cambio,
y para compensarlo un poco, el crítico ecuatoriano Hernán
Rodríguez Castelo, lo llevó en el yate de un amigo
a dar unas vueltas por el fabuloso estuario del Guayas.
Otros, más fuertes y jóvenes que Borges, declinaron
la excursión porque tenían compromisos previos. El
crítico y profeso argentino Enrique Anderson Imbert (lleno
de energía a sus 68 nerviosos años) debía volver
a sus cursos en Harvard. El narrador colombiano, Pedro Gómez
Valderrama, uno de los hombres de más deleitosa conversación
que conozco, tenía compromisos en Bogotá. Pero aún
con estas bajas, el grupo de excursionistas pasaba de los cuarenta.
Prominentes, entre ellos, estaban el poeta colombiano Alvaro Mutis,
el novelista ecuatoriano Alfredo Pareja Díez-Canseco, el
poeta español Juan Luis Panero (si, hijo de Leopoldo, es
claro), el crítico uruguayo Ángel Rama, el narrador
ecuatoriano Pedro Jorge Vera, y, last but not least, nuestro
huésped, el crítico Galo Rene Pérez, Presidente
de la Casa de la Cultura Ecuatoriana.
Como pasa casi siempre en nuestros países, además
de las personas formalmente invitadas había una cantidad
de gente (no menos distinguida, sin duda) que sólo fue invitada
oralmente y que, a veces, hasta trajo subinvitados. El resultado
(por un rato, al menos) se pareció mucho al caos. Tratándose
de un Aeropuerto militar, la disciplina era rigurosa. Quien no estaba
en la lista oficial, no recibía pase para subir al avión.
Y eso era todo. Entre los invitados orales estaban nuestros excelentes
amigos, José Luis y Pitoya Arcos Galbete, de la Embajada
española en Quito: otros fanáticos y jóvenes
practicantes del diálogo. Pero no había diálogo
con los soldados a cargo de la operación. Tuvimos que abandonar
a nuestros amigos a su cruel destino, y subir al avión con
los privilegios que si teníamos pase. Veinte minutos después,
José Luis y Pitoya (y todo el resto de los invitados orales)
habían subido al avión. El Aeropuerto estaría
controlado por los militares pero Ecuador es Ecuador y finalmente
siempre se encuentra allí una manera amable de arreglar las
cosas. La mano invisible de Galo Rene Pérez (o de los aún
más invisibles jerarcas españoles del Círculo
de Lectores) debe haber estado moviendo los hilos precisos. Cuando
despegamos, tanto los oficiales como los orales estábamos
inextricablemente mezclados. Después de una parada en Guayaquil
(para recoger otros viajeros), despegamos sobre el Pacífico
para un vuelo de dos horas y media hasta el Aeropuerto de Bartra,
en las Galápagos. La tecnología (que no conocieron
Darwin ni Melville) nos permitía cubrir en ese tiempo los
casi mil kilómetros de Océano que separan el archipiélago
de Guayaquil.
Bartra es un aeropuerto militar: una torre de comando, con lo mínimo,
o tal vez menos (falta algún vidrio, la escalera de madera
está a punto de perder algún pedazo); un par de espacios
en el edificio central, para despachar pasajeros y maletas, y un
impracticable patio de banco de cementos, bajo el rayo de un sol,
atractivo sólo para iguanas. Fue construido por las fuerzas
norteamericanas, durante la segunda guerra mundial, para proteger
el acceso al Canal de Panamá de otros posible Pearl Harbor.
Dos ómnibus nos esperan: uno, común pero pronto lleno
hasta los topes, y otro que parece una reliquia de una película
latinoamericana de Howard Hawks (Only Angels Have Wings,
1939, o tal vez, Ceiling Zero, 1935, aún más
arcaica). Los que no entramos en el primer bus, nos sentamos a esperar
en la ventilada sombra del viejo. Pero pronto alguien viene a avisarnos
que ese ómnibus no sale. Viendo el estado comatoso en que
está, es fácil creerlo. Esperamos pacientes la vuelta
del primero y apenas lo abordamos, vemos que (por un milagro tecnológico
cuyo secreto está cuidadosamente guardado por las galápagos),
el increíble ómnibus decrépito arranca apenas
le damos la espalda. Este no será el único acto de
"realismo mágico" con que nos deleitara esta excursión.
Llegados al muelle para tomar el barco que nos llevará por
las Islas, sólo encontramos un destroyer, apenas más
grande que un remolcador, que parece haber sido pintado el día
que inauguraron el Aeropuerto. Con la grasa de hipopótamos
paparalíticos, agravada por la impedimenta turística,
y la ayuda generosísima e irónica de marineros y hasta
dos hermosas guías gringas, conseguimos trepar al remolcador.
Para consuelo, en el salón comedor nos esperan las palabras
cordiales del capitán (joven, buen mozo, poeta al parecer)
y un almuerzo de langosta y mariscos que nos sabe a Fouquet's. Antes
de sentarnos descubrimos (el realismo mágico) que el remolcador
no es tal sino el mismo barco que ha de llevarnos de excursión
por el archipiélago. Descubrimos también que, a pesar
de parecer tan pequeño, es un verdadero laberinto de camarotes
y salones, y tiene realmente alojamiento para las cuarenta y tantas
personas que componemos la excursión.
Con estupor y cansancio aceptamos ser empaquetados de a cuatro
por camarote (por suerte, seguimos juntos con Luis) y despachando
rápidamente las maletas, nos sentamos para el suculento almuerzo.
Poco a poco, y como en una película de Hitchcock, empezamos
a reconstruir la verdadera secuencia de acontecimientos. Sabíamos
que la excursión sería en barco de guerra pero no
sabíamos que el barco en que estábamos, el Calicuchima,
no era el barco originariamente escogido. Este estaba de reparaciones
en una de las islas y, a último momento, hubo que traer el
Calicuchima de Guayaquil, sin tiempo de acondicionarlo adecuadamente
(no sólo no había sido repintado como descubrimos
esa misma noche). El único lujo del barco, aparte de la cordialidad
de todos, era el servicio: de primera, ya que venía del barco
grande.
De modo que tuvimos que aceptar las condiciones espartanas y poner
al mal tiempo buena cara. En un barco de guerra, el orden de prioridades
es claro: primero la oficialidad, después las máquinas,
luego un vacío, luego otro, luego la tripulación,
y al final (después de un par de vacíos) las visitas.
Es claro que la cordialidad enmascaraba esa jerarquía rígida.
De a poco, y como quien despierta de un largo tenaz sueño,
llegamos a estas modestas conclusiones.
Nuestro primer contacto con las islas mismas ocurrió en
la tarde. Ya nos habían prevenido que bajaríamos un
una de las islas Playas. Didácticamente habíamos recibido
un mapa de las Galápagos y unas feroces instrucciones sobre
lo que no hacer. Aunque teníamos ideas vagas (restos de lecturas
de Darwin, Melville y hasta de Tennessee Williams), no sabíamos
hasta qué punto el antiguo archipiélago de piratas
y bucaneros, el penal de los siglos coloniales, se había
transformado en una de las primeras estaciones ecológicas
del mundo. Ya en 1958, y con los auspicios de la UNESCO, se fundó
la Fundación Charles Darwin para las Islas Galápagos.
A principios de 1960 se inició la construcción de
la estación biológica Charles Darwin, con ayuda económica
de Ecuador (al que "pertenece" el archipiélago).
En 1964 fue inaugurada. La finalidad es preservar el ecosistema
(para usar la palabreja); es decir: inmovilizar las islas en una
época biológicamente anterior a la llegada de hombre.
El resultado es el Parque Zoológico más grande y abierto
del mundo. Un parque en que los animales son los que están
en libertad y los hombres circulan sólo por caminos marcados,
custodiados por guardias entrenados que los sacan al sol en horas
fijas.
En las Islas Playas no hay tortugas, así que nuestra primera
experiencia fue como ir a ver Hamlet y enterarnos que dan
Rosencrantz y Guildernstern. Pero más tarde comprendemos
que la excursión está planeada como un banquete. Las
Islas Playas son los hors d'oeuvres que nos introducen en
el mundo fabuloso de hace millones de años: un mundo volcánico,
de piedra basáltica negra, blanqueada por los excrementos
de animales y un sol que no da respiro. Las estrellas de esta Isla
son las focas y las iguanas, pero el astro absoluto es el león
marino. Los había visto hace muchos años en la Isla
de Lobos, frente a la Playa Brava de Punta del Este, pero ahora,
por primera vez, camino entre ellos. Tienen un sentido muy preciso
de la territorialidad. Este incluye la posesión de las hembras,
su harén, como dicen los biólogos. Como las focas
no parecen excitar a nadie de nuestro grupo, no hay peligro por
ese lado. El peligro existe cuando nos encontramos con algún
inmenso lobo sentado en medio del camino que se ha trazado para
nuestra circulación. Los guías nos recomiendan prudencia.
Hay que esperar a ver si el lobo decide apartarse. Si no lo hace,
si su cambio nos enfrenta con sus roncos ladridos (duros, cortos),
entonces hay que echar mano de un recurso inesperado: aplaudir fuerte.
Parece que los lobos son más delicados de oídos que
las cantantes de ópera y huyen del aplauso. Algunos, sin
embargo, se enfurecen y ladran más. Formamos una improvisada
claque, hasta que se apartan.
Por el camino nos fascinan las iguanas. Hay dos especies: las marinas
son negras y casi no se distinguen de las negras rocas. Pero las
terrestres (de unos colores vivos, rojos herrumbrados por el verde
y el amarillo) son un festín expresionista y hubieran hecho
las delicias de Ensor. En su libro, Darwin no se cansa de llamarlas
"ugly" pero su gusto victoriano no es el nuestro.
Las iguanas de aquí son más pequeñas que las
mexicanas y parecen abrumadas por el calor. Como respiran por la
piel se aplastan literalmente sobre las rocas, pareciendo más
una piel de iguana que un animal vivo. Las máquinas fotográficas
no paran de funcionar. Habrá exposición de iguanas
en todo el continente.
Nos ha tocado una guía norteamericana, una deliciosa muchacha
de la Universidad de Gainsville, en Florida, que está trabajando
hace cuatro meses en la estación Darwin. Es ecóloga
aunque no fanática. Sabe que es imposible evitar la contaminación
humana de este paraíso zoológico. Con paciencia, recoge
el paquete vacío de cigarrillos que un especialista en basura
ha dejado caer entre los cactos, o la cajita vacía de película
fotográfica que otro aficionado tiró por ahí.
No se cansa de pedirnos que no salgamos del camino trazado y nos
ensaya en los aplausos para prevenir problemas con los lobos marinos.
Cuando le digo que es un poco irreal querer excluir al hombre (ya
que estamos ahí, miramos a los animales, ellos nos miran
desde sus profundidades prehistóricas); cuando insisto que
hasta esa tarea de cuidar y proteger las especies en peligro, de
detener y fijar el reloj biológico es anti-darwiniana ya
que interfiere en la supervivencia de los más aptos, admite
que esas cuestiones la preocupan. Pero no la hacen dudar de su misión.
Y ahora lo que importa es que tengamos el privilegio de ver a los
animales en libertad, sólo reduciéndonos a ser eso:
un ojo que mira.
Desde las rocas más altas, observamos los pájaros
y los peces. Más especies que las que podré reconocer
nunca organizan el más increíble ballet en tierra,
mar y aire. El agua verde y azul, transparente, nos permite reconocer
los cardúmenes de peces, oscuramente coloridos, que trazan
laberínticos caminos en el mar. De golpe un pelícano,
se hunde como una flecha y emerge, chorreando, con una presa en
el pico. Tenemos que moderar nuestro entusiasmo porque el borde
de las rocas está tan erosionado que nuestros pies no tienen
suficiente apoyo. Lúgubremente, Margaret nos informa que
el año pasado, dos turistas cayeron más veloces que
el pelícano pero sin emerger vivos. Otra señal de
nuestra mortalidad compartida con los animales: algunas focas tienen
cicatrices de tiburones en el vientre, o una aleta mutilada. En
el vasto Océano brillante al sol y tan fresco, a veces asoma
una aleta triangular. El equilibrio ecológico ha convertido
las focas en pasto de tiburones.
También son pasto de las moscas que se concentran feroces
en los ojos y se beben sus lagrimales. Muchas están casi
ciegas por eso, tiradas perezosamente sobre las rocas, como odaliscas
de Ingres, sensuales y distraídas, sólo se mueven
un poco pasa evitar ineficazmente una mosca. Sus aletas son demasiado
cortas para alcanzar los ojos. Parecen muñones. De golpe
nos damos cuenta que este paraíso zoológico no ha
sido diseñado por Walt Disney sino por el lúcido Charles
Darwin.
De noche anclamos en la bahía Academy, cerca de la Estación
de Puerto Ayora. Vamos al pueblo, recorremos sus calles mal iluminadas,
tomamos alguna cerveza y compramos chucherías. Pero el pueblo
nos parece trivial frente al escenario apocalíptico de las
Islas Playas.
Lunes 4
Una especie para la que no estábamos preparados por nuestros
guías es la familiar cucaracha. La primera, apareció
a eso de las 11.30 PM, cuando ya estaba por subir a la litera que
me correspondía. A un movimiento de la almohada, salió
muy urgente una pequeña cucaracha marrón. Una inspección
más detallada, reveló que no era la única.
Mis compañeros de camarote empezaron a hacer sus propios
descubrimientos. Pronto el repose estaba cancelado. En las instrucciones
precisas sobre cómo tratar a la fauna local, las cucarachas
no figuraban. De hecho (después supimos), eran ajenas al
paraíso zoológico como los hombres, y Darwin no las
había estudiado. Pero nosotros pronto nos convertimos en
especialistas.
A la hora del desayuno comparamos notas. Los más fatalistas
se habían limitado a ofrecer la otra mejilla y seguir roncando.
Pero hubo quienes emprendieron contra las cucarachas una batalla
tan descomunal como la del Quijote contra los carneros, y con el
mismo ridículo resultado. José Luis y Pitoya nos contaron
que uno de nuestros amigos, pasó la noche dando alaridos
y arrojando todo objeto portátil contra el múltiple
enemigo. Ellos mismos recurrieron a dormir con la luz prendida ya
que las cucarachas son reticentes y no les gusta exhibirse mucho.
Alguien nos informó más tarde que la premura con que
el Calicuchima dejó Guayaquil impidió que fuese fumigado.
Después de esta ominosa información, fuimos preparados
para las dos excursiones del día. Muy profesionalmente, se
nos explicó lo que veríamos y dónde. Armados
de mapas, diagramas y boletines, bajamos a los botes, preparados
para enfrentarnos al fin con las tortugas. Como esta excursión
es breve, sólo tendremos tiempo de ver cinco de las cuarenta
y tantas islas que componen el Archipiélago, y estas cinco
no incluyen aquéllas donde las tortugas tienen su habitat.
Para compensarnos (quién se atrevería a irse de las
Galápagos sin verlas), examinaremos las tortugas que tienen
en la Estación Darwin. Aquí el zoológico natural
se convierte en zoológico común. En unos barrancos
especialmente diseñados para hacer que las tortugas se sientan
a gusto, están los monstruos antediluvianos. Todo lo que
sabíamos de ellas es cierto: son enormes, feas, solemnes.
Nos miran con sus ojos fríos de reptil; por lo general, nos
ignoran. Incluso cuando los más audaces subimos en sus caparazones
o hasta nos balanceamos precariamente de pie sobre ellas. Se irritan
pero la reacción es lentísima, como si el tiempo en
que viven tuviera un ritmo milenario. Es hora del almuerzo y al
olor de la caña partida que trae uno de los guardianes (estos
feroces monstruos son pacientes hervíboros), se desplazan
milimétricamente hacia su comida.
Las cámaras fotográficas se dan un festín.
Como si fuera un living room decorado por Gaudi, nos sentamos entre
y sobre las tortugas que chupan y rechupan la caña con sus
mandíbulas sin dientes, y nos hacemos fotografiar para la
instantánea posteridad de las polaroids. Mientras
unas comen, otras se quedan mirando el infinito temporal, como si
esperasen turno desde hace siglos. En un rincón y contra
el muro de piedra, una tortuga ha conseguido montar parcialmente
sobre otra. Es imposible saber si busca alivio a su soledad, o si
realmente se la está fornicando. El proceso es tan lento
que cualquiera hipótesis es creíble. Alertados los
camarógrafos se concentran en la pareja, con la voracidad
del conde Drácula al descubrir una yugular virgen. Inmunes
al accidente de las cámaras, las tortugas continúan
su oscuro comercio. Me acuerdo de golpe que al tratar el tema de
la reproducción de las tortugas, Darwin usó el más
decoroso lenguaje Victoriano ("During the breeding session,
when the male and the female are together...", p. 409,
releo en la edición de John Murray, London) en tanto que
nosotros violamos esa intimidad con nuestros flashes.
Pero a las tortugas ni el decoro de Darwin ni nuestro voyeurismo
les importan un rábano. Con la misma indiferencia con que
había montado a su pareja, la tortuga de arriba desciende
a continuar su excursión de siglos. Nunca sabremos si realmente
fuimos testigos de una fecundación más, o si aquella
tortuga sólo quería ver un poco lo que pasaba del
otro lado del muro de piedra.
En la Estación hay un vivero de tortugas. Como la especie
estaba muy amenazada en alguna de las islas (ya no hay balleneros
o piratas pero hay ratas salvajes, cerdos feroces y sobre todo aves
voraces), la estación ha construido viveros que conservan
los huevos y protegen a las tortuguitas hasta que están en
condiciones de protegerse a si mismas. En uno de los discursos de
mayor bravura de Tennessee Williams (está en Suddenly
Last Summer}, el destino del artista y del poeta en el mundo
moderno había sido alegorizado con la anécdota de
las tortuguitas que al salir de los huevos sobre la playa ardiente,
tienen que ganar una carrera mortal contra las aves, para llegar
al refugio del mar antes que a picotazos éstas penetren el
caparazón aún tierno y se las devoren. Para Williams,
esas aves rapaces son los heterosexuales.
Pero la estación ha decidido alterar el equilibrio ecológico,
dándole primacía a las tortugas sobre las aves. Y
nosotros nos beneficiamos de esta decisión ya que podemos
deleitarnos (con auténtico espíritu waldisneyano)
con la gracia natural de las tortuguitas. En la tarde, vamos a otra
isla, Floreana, la Charles, de Darwin, para conocer más especies;
los rosados flamencos, las casi invisibles rayas que yacen en la
arena y que emergen de sus nidos superficiales al menor contacto
de nuestros pies, veloces, amenazantes, turbias. La excursión
a Floreana es cansadora. No hay casi brisa y el sol se siente como
plomo. Para aliviarla Margaret, nos cuenta la historia de la baronesa
germánica y sus dos amantes: uno rico y explotado; otro pobre
y querido. La baronesa se enredó con otros habitantes de
la isla en permutaciones que todavía hoy no son claras, y
un buen día desapareció con el pobre (es claro) y
nunca fueron encentrados. Pero su desaparición desencadenó
una ola de muertes violentas que se presta a toda clase de hipótesis.
Con la precisión de quien cuenta una historia muchas veces
contada, y con un vocabulario que revela sus cautelas científicas,
Margaret nos revela un argumento de película de Ágata
Christie. Pero al final no ata los cabos sino que los suelta aún
más. Retornamos a nuestra mediocre vida de excursionistas
después de ese ejercicio en el melodrama.
Antes de regresar al barco visitamos una playa de la Isla que tiene
un correo singular. Consiste en un barril en que los visitantes
depositan sus cartas y tarjetas (sin sellos, naturalmente) y en
que también recogen la correspondencia dejada por otros y
dirigida a lugares que habrán de visitar. Encuentro una postal,
en francés, para una señora residente en Cabo Frío,
cerca de Río de Janeiro; y como proyecto volver por el Brasil,
me hago cargo de la tarjeta, con el sentido solemne de responsabilidad
que debía tener Mercurio en tiempos menos automatizados.
De noche, repasamos con Luis algunas de las aventuras de este Congreso.
Para él, Ecuador es su primera experiencia de la Suramérica
del Pacífico. Yo conocía Colombia, Perú y Chile
pero sólo había sobrevolado Quito. El entusiasmo que
nos despertó el el centro colonial de la ciudad (casi intacto
y con magníficos conventos e iglesias) nos ha dejado con
ganas de volver sin prisa. En Guayaquil, fue el malecón y
la atmósfera de ciudad tropical, húmeda, de olores
densos, lo que nos impresionó más. Recordamos con
asombro algunos de sus monumentos: el relamido homenaje de mármol
a Bolívar y San Martín con motivo de la famosa entrevista
está severamente amonestado por la monumentalidad agresiva
de la escultura y espacio construidos por Guayasamín para
el Centro Cívico. De Cuenca, poco podemos evocar ya que el
día estuvo casi enteramente dedicado a infinitas conversaciones,
mesas redondas, conferencias y entrevistas.
Fue allí donde mejor palpamos que la trasnochada disputa
sobre el compromiso literario no está muerta ni enterrada,
y que las polémicas de los años sesenta, continúan
librándose con anacrónica frescura. Algunos de nuestros
oyentes se quedan muy perplejos al saber que los profesores cubanos
Moreno Fraginals y Fernández Retamar visitaron la universidad
de Yale, el año pasado, invitados por el programa de estudios
latinoamericanos que yo dirijo, para discutir en privado y sin demagógicas
declaraciones periodísticas, la posibilidad de un intercambio
cultural más intenso entre La Habana y Yale. No menos asombroso
les parece que Alejo Carpentier haya aceptado volver en marzo a
Yale, a un Congreso auspiciado por el mismo programa, a discutir
con sus colegas universitarios el delicado tema de la Historia en
la Ficción. Aquellos que todavía creen operativa la
famosa Carta abierta a Pablo Neruda, en que improvisados
socialistas cubanos acusaban al poeta (y a Fuentes y a mi) de servir
al imperialismo norteamericano porque visitábamos Estados
Unidos, no podían comprender como dos de los más conocidos
firmantes de la Carta habían aceptado ir a Yale. Era inútil
explicarles que la Revolución Cubana está a punto
de cumplir veinte años y que hasta Fidel ya ha declarado
obsoleto el término "gusano". Ahora los exiliados
son "cubanos residentes en el extranjero." (A mi regreso,
conversando con Roberto González Echevarría, que en
diciembre estuvo dos veces en Cuba, con un grupo que está
tramitando la salida de los presos políticos de la isla,
me cuenta que el cambio nomenclatura ha creado perplejidades en
los fidelistas. Para marcar el nuevo status de los exiliados un
ingenioso propuso que se les llamara: "compañeros gusanos.")
Luis, que militó en la resistencia contra el franquismo
y hasta estuvo preso por ello, es la persona menos fanática
que he conocido y por todos los medios se resistió (en Cuenca
y en otras partes), a politizar burdamente la literatura. Por mi
parte, hace ya más de una década que expresé
la esperanza de que los cubanos llegasen a practicar un diálogo
sin restricciones con el resto del mundo latinoamericano, y especialmente
con los que viven y trabajan en Estados Unidos. Ahora que ese diálogo
empieza, resulta increíble encontrar gente tan mal informada
que se cree "progresista" y sigue librando las batallas
del pasado. Por suerte, el nivel de Congreso (sobre todo en las
sesiones sobre poesía y novela en que me tocó participar)
fue otro. La presencia de Enrique Anderson Imbert, de Gómez
Valderrama, de Angel Feliciano Rojos, de Alfredo Pareja Díaz-Canseco,
de Alvaro Mutis, de Pedro Saad, especialmente impidió que
se distrajese la discusión hacia temas superados.
Por otra parte, la valentía de la Dirección de Casa
de la Cultura Ecuatoriana, que no cedió a la presión
de las patrullas ideológicas (querían impedir la venida
de Borges), evitó que el Congreso se convirtiese en otra
exhibición más de focas amaestradas, que firman manifiestos
ya cocinados por los comisarios de turno. La presencia de Borges,
en dos mesas redondas (noviembre 28 y 29), atrajo el público
mayor del Congreso y fue un éxito increíble. Porque
Borges, en su ancianidad cada vez más transparente, ha llegado
a tal simplicidad de dicción que consigue comunicarse con
el público por encima de la gastada oratoria de los que lo
llaman Maestro a cada tres palabras, o de los fanáticos que
traen su discursito escrito en términos abstractos e indigeribles.
Ante un hombre que no ha tenido empacho en elogiar a nuestros más
siniestros dictadores, pero que también se ha negado a defender
la familia, la patria y hasta la religión católica,
es difícil situarse con clisés. Como otros ancianos
apocalípticos (pienso, en Pound o en Céline), Borges
representa el escritor que se niega a pactar con las buenas conciencias
y juega el juego de la hipocresía moral. A una respetuosa
pregunta sobre por qué no intercede ante el Gobierno del
General Videla ("Usted, Maestro, que es tan amigo de los
generales") para saber el paradero del escritor Haroldo
Conti, "desaparecido" hace años, Borges contesta
con simplicidad: "Pero si yo no soy amigo del General Videla.
Almorcé una vez con él (estaba presente también
Ernesto Sábato, podía haber agregado) y me di cuenta
que no teníamos nada en común. Como usted sabe, ellos
son católicos y yo soy agnóstico".
Para entender la respuesta, hay que entender que efectivamente
Borges presta más atención a las creencias religiosas
de alguien que a su afiliación política: esta última
suele cambiarse más fácilmente. Pero no todas fueron
preguntas políticas. A una dama que insistía en preguntarle
como podía haber creado tantos personajes inolvidables, Borges
contestó llanamente: "Pero si no he inventado ningún
personaje: ellos son yo. He fracasado completamente." A
un escritor ecuatoriano que le recordaba que en una ocasión
lo había visitado en Buenos Aires y habían departido
inolvidablemente sobre el gran Juan Montalvo, recitando de memoria
Borges pasajes enteros del ilustre prosista ecuatoriano, Borges
le replicó con su algo vacilante dicción: "No
me acuerdo de esa ocasión pero si usted la recuerda, debe
ser verdad. Eso si, no pude haber recitado mucho de Montalvo porque
sólo leí los Capítulos que se le olvidaron
a Cervantes, y eso fue hace mucho y ahora no me acuerdo de nada."
A otra pregunta sobre si ahora era más fácil que cuando
era joven y podía ver, contestó sin vacilaciones que
sí era más feliz porque los jóvenes son tan
desesperados. A un catalán que quería saber si pensaba
en imágenes, conceptos o en palabras, y después de
explicarle inútilmente las dificultades de ese tipo de planteo,
terminó por decirle: "Bueno, para simplificar su
posición, permítame que le pregunte: Usted, cuando
tiene un dolor de muelas, ¿lo tiene en español o en
catalán?" Todavía deben estar resonando las
carcajadas del inmenso público que llenaba todo resquicio
de la Universidad Católica.
El día anterior, Ernesto Cardenal había asistido
a un conversatorio en los jardines de la misma Universidad y había
sido aplaudido, tal vez por el mismo público. Su presencia
en el Congreso, como huésped del mismo, resultó equivoca
porque en realidad vino invitado también por el Comité
de de ayuda a la oposición sandinista en Nicaragua. Prefirió
seguir el consejo de los miembros políticos del Comité
y no participar en los debates literarios. Por pura casualidad,
me encontré con él en el Museo del Banco Central,
que visitamos con Galo René Pérez como huéspedes
del director. Con la cordialidad de siempre, Ernesto nos abrazó
excusándose por no tener tiempo de participar en el Congreso.
Como iba camino al Perú, prometió volver a leer sus
poemas, de regreso. Recordamos su visita a Yale, hace unos años,
y del éxito que tuvo entre los estudiantes y profesores jóvenes
que no salían de su asombro al escuchar un sacerdote que
sostenía que había más verdadero cristianismo
en Fidel Castro que en la mayoría de los curas católicos.
Como siempre, Cardenal parece sereno, animado por una fuerza interior
muy firme y constante. La situación de Nicaragua es desesperada,
su comunidad de Solentiname ha sido destruida, pero él sigue
su tarea, confiando en Dios y practicando literalmente el mensaje
cristiano. Mas da pena que no venga a conversar con nosotros porque
nos están haciendo falta gentes que no sólo hablen
del compromiso (atrincherados en puestos burocráticos del
capitalismo) sino gente auténticamente comprometida. Ya es
tarde y volvemos a nuestras literas.
Martes 5
Rodeada de mar por todas partes, cada isla de las Galápagos
tiene el problema de la escasez de agua potable. A nuestra costa,
aprendemos la dura lección de vivir en un archipiélago
volcánico. El Calicuchima tiene el agua racionada. Así
que aprendemos a racionar nuestras visitas al W. C., a bañarnos
(en el Ecuador) una vez por día, y a limpiarnos los dientes
con agua mineral. Rabelais y Céline podrían describir
con mayor elocuencia que yo este capitulo coprológico. Prefiero
refugiarme en el decoro victoriano de Darwin (que nunca habla de
este problema en su diario). Pero ya en el tercer día de
nuestra excursión, empieza a hacerse visible el desesperado
esfuerzo por seguir pareciendo consumeristas urbanos. Nos acostumbramos
a exagerar la loción para después de afeitarse, o
a petrificar la nariz cuando pasamos por ciertas áreas higiénicas
del barco. Por suerte hay mucho aire afuera, podemos dormir con
los ojos de buey abiertos y no falta la ocasional gota de agua que
sale inesperadamente de la reseca canilla. No quiero ni pensar cómo
se las arreglan las valientes compañeras de excursión.
Hoy visitaremos la Isla San Cristóbal, la Chatham de Darwin.
Por primera vez, tenemos oportunidad de ver, muy de cerca, las aves
en sus nidos: pinzones, pájaros brujos, fragatas (que al
volar, despliegan las alas como un velero del siglo pasado) , piqueros
enmascarados (con un antifaz como el de Douglas Fairbanks en The
Mark of the Zorro), piqueros de patas rojas, gaviotas de cola
bifurcada y sobre todo golondrinas. Pero no podemos negar nuestro
origen: el pájaro que más nos conmueve es el albatros,
celebrado por Coleridge y su discípulo Baudelaire. Pronto
estamos recitando,entre todos y a pedazos, el hermoso poema del
francés:
Souvent, pour s'amuser, les hommes d'équipage
Prennent des albatros, vastes oiseaux des mers,
Qui suivent, indolents compagnons de voyage,
Le navire glissant sur les gouffres amers.
Ahora los tenemos delante de nuestros ojos, estos viajeros alados,
despegando desde el borde mismo del acantilado, volando en grandes
y hermosos círculos, infatigables y serenos. Más tarde,
plantado en el centro del camino que nos está destinado,
un albatros nos enfrenta, irritado por nuestra atención turística.
Entonces podemos verlo, dejando caer sus alas ("como remos",
dice el poeta), torpemente, sobre sus flancos:
Ce voyageur ailé, comme il est gauche et veule!
Lui, naguère si beau, qu'il est comique el laid!
Ses ailes de géant rempéchent de marcher.
Pero nuestro albatros ni siquiera está dispuesto a caminar
torpemente. Furioso por la invasión a su territorio, quiere
eliminarnos con la fusilería de sus ojos, nos empuja literalmente
con los gestos hostiles de su pico, fuera del camino marcado. Nos
quedamos inmóviles, esperando que se canse de esta actitud
hostil. Al fin, desdeñoso y rezongando, se va a pasos cortos,
ridículos. Baudelaire debe haber visto albatros (además
de leerlos en el poema de Coleridge) cuando su viaje a Madagascar.
Yo había visto algunos al cruzar el Atlántico. Pero
ahora están ahí, a mano, o casi, y nos impresionan
por corroborar tan exactamente las palabras del poeta. Sólo
mas tarde, al repasar mi Darwin de regreso de las Galápagos,
me entero que nuestra comunión literaria con los albatros
de San Cristóbal fue falsa. No son la especie que Coleridge
inmortalizó en The Rime of the Ancient Mariner, y
Baudelaire glosó en su poema de Les fleurs du mal.
Los nuestros son grises y no tienen otra pedigree literario
que el que les otorga, sin mayor entusiasmo, Darwin. Aquellos son
blancos, majestuosos, verdaderos "rois de l'azur."
Al leer la prosa científica, precisa, de Darwin siento vergüenza
retrospectiva por nuestro entusiasmo, nuestro inútil esfuerzo
por reconstruir el poema de Baudelaire. Me siento como esos visitantes
de una Iglesia gótica que, extasiados hasta e! misticismo
por un colorido vitral, se enteran que es una obra moderna: el original
fue destruido cuando la revolución francesa o fue volado
por las bombas de las superfortalezas volantes de la segunda Guerra
Mundial.
Este es el primer mediodía realmente ecuatorial que tenemos.
No hay brisa y el sol raja. Demasiado tarde me doy cuenta que no
me he puesto bastante crema en los brazos que empiezan a tomar un
color de carne cruda, me arden las orejas y la punta de la nariz
que no consigo proteger de mi gorrito de tela, en los tobillos hay
una franja que parece robada de una langosta. Cuando me tiro el
agua en una caleta en que es posible nadar sin riesgo de ser visitado
por tiburones, tengo la sensación de que mi piel chirría.
Pero al minuto me he olvidado de las quemaduras. Con nosotros, se
bañan docenas de focas. Son los animales más mansos,
y juguetones del mundo. Empiezan por nadar, rápidamente,
en torno de nosotros, estudiándonos por las dudas, pero al
ver que somos pacíficos, se ponen realmente confianzudas.
Pasan ágilmente entre nuestras piernas y nos dan topetazos
de carneros marinos. Al ser bien recibidas, se atreven a dar pequeños
mordiscos como cachorros mimados. Al cabo, están desfachatadas.
Una termina por apoderarse de una de las patas de rana de un bañista
y no la larga. O la larga sólo cuando se convence que el
bañista también quiere jugar. Empiezan un tira y afloja
que desata una tempestad de cámaras y flashes. Los únicos
que no condescienden a tanta jarana son los lobos marinos. Desde
la orilla nos saludan con algún ladrido seco si nos acercamos
demasiado a sus respectivos territorios. Pero no objetan que juguemos
con las focas en el agua: la territorialidad no se extiende al mar.
Sobre las rocas dormitan los cachorros, blanquitos y tan tiernos
que dan ganas de estrujarlos. Pero ya nos han explicado que está
terminantemente prohibido hacerlo. Se corre el riesgo de que se
contaminen con nuestro olor y las madres sean incapaces de reconocerlos
por el olfato, dejándolos sin alimento ni cuidado. Así
que tenemos que contentarnos con las fotografías. Cuando
vuelvo a la arena me quedo un rato hipnotizado por dos foquitas
que no se cansan de rodar, una sobre otra, embadurnándose
con la arena, incesantes e infinitas en su juego.
La excursión está llegando a su fin. Todavía
nos queda un paseo por las tiendas para turistas de la isla, y los
bares de los alrededores. Pero ya nos empiezan a entrar las ganas
de dejar este zoológico mágico y volver a nuestras
cajitas urbanas. El capitán invita a un grupo a almorzar
con él, en el confortable comedor que corresponde a la oficialidad
y que parece decorado para una película Republic de los años
cincuenta. La comida es la misma del comedor turístico pero
la bebida no sólo es mejor sino de una abundancia pantagruélica.
Se nos explica que hoy es el día de Quito, no sé cuántos
años (y siglos) de la fundación de la ciudad. Vamos
a volver al comedor en la noche después de la cena, para
seguir dundo el tradicional grito: Viva Quito. En realidad,
parece que todo el día no hacemos otra cosa que brincar.
Cuando llega la noche, el Calicuchima está anclado en la
bahía, frente al pueblo, y gira lentamente sobre sus anclas.
En el puesto de mando no hay nadie. De las entrañas del barco
sube ritualmente el grito repetido de las celebraciones. La noche
está tibia y hay una curiosa luminosidad en el aire. Otro
barco está delante de nuestro y también gira lentamente
sobre sus anclas. Una ilusión óptica nos hace creer
que los dos se van acercando lentamente. O, por lo menos, es lo
que sostiene Juan Luis Panero que ha adherido vivamente a las celebraciones
y ahora sube a tomar un poco de aire. Trata de convencerme que dentro
de cinco minutos vamos a chocar y hasta me apuesta una botella de
whisky que la catástrofe va a suceder. Un poco más
sobrio, o tal vez con más millas marinas entre pecho y espalda,
le observo que el Calicuchima no avanza realmente, que mire sobre
la borda y no va a ver la menor estela, que si nos moviéramos
habría olitas, etc. No sé si mis argumentos lo convencen.
Lo cierto es que los cinco minutos pasan y seguimos balanceándonos,
cerca pero lejos del otro barco. No apunto esto para decir que Juan
Luis me debe una botella de whisky (se la pienso cobrar la primera
vez que nos encontremos en Bogotá, donde trabaja ahora),
sino para indicar, o aludir, a un cierto estado de sugestión
colectiva que se ha ido apoderando de nosotros, alimentado por la
extrañeza de estas islas prehistóricas, por la violencia
hecha a nuestros hábitos urbanos al tener que acoplar que
en este mundo los hombres somos parásitos indeseables. Y
también, es claro, por la más sutil experiencia de
estar confinados en un barco militar en que somos como niños
en manos de la tripulación y la oficialidad. Ellos lo saben
todo y nosotros nada.
Ahora, para cortar la histeria contagiosa de Juan Luis (que está
empezando a minar hasta mi racionalismo), tenemos que mandar a alguien
a hablar con algún oficial para que nos aseguren que no,
que los barcos no van a chocar y que podemos irnos a nuestras literas,
como chicos buenos y dormir bien y etc., etc.
Miércoles 6
A las 7 A.M. tenemos que tener todo empacado porque a las 8 vendrá
el ómnibus que nos devolverá al aeropuerto. El Calicuchima
ha viajado toda la noche y estamos otra vez en el muelle de Bartra.
Por broma, le digo a Luis que un tablón que comunica nuestro
barco con un barco-tanque recostado al muelle, será la escalerilla
por la que debemos bajar con todo nuestro equipaje; se mata de risa.
Nos ponemos a imaginar a nuestros compañeros menos atléticos,
y a nosotros mismos, negociando la impedimenta turística
sobre ese tablón de piratas. Media hora después, en
fila india, bajamos por el tablón, precariamente, ayudados
o empujados por la tripulación y las lindas gringuitas, hasta
la seguridad de tierra firme, el ómnibus, el aeropuerto,
la civilización en fin.
El ómnibus que nos lleva al aeropuerto regresa al muelle
y nos quedamos de golpe, y por primera vez desde que empezó
el Congreso, literalmente solos: cuarenta turistas, incapaces de
estornudar sin tener un Kleenex a mano, abandonados en un aeropuerto
en que no hay una sola persona de servicio, en que los W. C. no
funcionan, no hay agua potable, y sólo hay (fuera) un sol
tajante, algunos cactus, unos bancos de cementos y las pistas desoladas.
Tardamos una media hora en convencernos que hemos sido abandonados
para siempre a nuestro destino. El destete brusco nos hace volver
la mirada al caminito que lleva al muelle. Algunos piensan que hay
que regresar al barco, nuestro único punto de contacto con
el mundo exterior. (Más tarde nos enteraremos que el barco
no tenía radio y que de hecho estuvimos cuatro días
sin otro contacto que el que nos daban los puertos en que parábamos.)
La histeria contenida la noche anterior nos empieza a minar rápidamente.
Refugiados al pie de la torre de comando, vacía y cerrada
a llave, Luis Goytisolo, Juan Luis Panero y yo nos ponemos a imaginar
el libreto de una película de catástrofe que podríamos
filmar con nuestra aventura. Luis quiere que el film comience con
cada uno de los excursionistas saliendo de su mundo cotidiano, para
ir al Aeropuerto militar de Quito. Más melodramático,
yo quiero un comienzo espectacular: un gigantesco albatros rasga
los aires y va volando circularmente sobre la Isla San Cristóbal.
Filmada la toma con helicóptero, la imagen se concentra en
la caleta en que juegan las focas. No hay un ser humano a la vista
pero un zoom se va centrando sobre una mancha blanca en la
arena, una de cuyas extremidades, con una pata de rana, está
siendo tironeada por una foca juguetona. Al centrarse del todo se
ve el cuerpo desnudo (hermoso, es claro) de una de las guías;
el agua, la foca, la cámara juegan tantalizadoramente con
ella. Está muerta. Entonces empiezan los títulos,
sobre una música de fondo a la Bernard Herrman, y con la
secuencia que inventó Luis. Para reforzar el libreto llega
oportunamente Alvaro Mutis que hace años trabaja y vive en
México, y que ha escrito algunos hermosos libretos cinematográficos.
Uno, notable, sobre los últimos días de Bolívar
está en el volumen titulado La mansión de Araucamía
(Barcelona, Seix-Barral) relato que también tuvo su origen
en un libreto, este escrito especialmente para Buñuel.
Con Alvaro a mano, nos largamos a preparar una superproducción
financiada por Joseph L. Levine, y con elenco internacional. Apoyándonos
en semejanzas físicas o de carácter vamos desarrollando
el casting. Hay elecciones que están tan a la vista que es
imposible errar:
Jack Nicolson tiene que ser Luis; Anthony Quinn, Alvaro; David
Niven, Alfredo Pareja; Anouk Aimée, la mujer de Alvaro; Vittorio
Gassman, Ángel Rama. Otros son más difíciles
de adjudicar. Margaret, nuestra guía favorita, puede ser
una Ali McGraw, más jovencita, o una Sissy Spacek. Pero cualquier
starlet con talento podría servir. Juan Luis y Pitoya tienen
que ser no sólo muy jóvenes sino muy bonitos y con
aire "caro". Propongo Dominique Sanda para Pitoya pero
no me decido por nadie para Juan: un Michael Caine, cuando apareció
por primera vez en The Ipcress File, podría dar la
dosis exacta de lentes, sexo y sobreentendido sentido del humor.
Pero ahora Caine ya está mostrando demasiado los estragos
de una década de sólida bebida. Para mi personaje,
las opiniones están divididas. Pienso que Alberto Sordi podría
servir, pero Alvaro cree que Woody Allen estaría mejor, aunque
él es flacucho y yo estoy más por el lado de los sólidos.
Le digo que Martha Traba (crítica de arte, al fin) ya me
había adjudicado una vez Woody Allen. Así que nos
quedamos con ese casting, por ahora. Pero hasta la fantasía
de la catástrofe se agota como remedio contra el terror atómico.
Excursionistas que no encuentran consuelo en el cine, han convencido
a nuestra guía que vuelva al barco para buscar noticias.
Cuando Margaret regresa repite la noticia que sabíamos (y
en la que hace horas que no creemos); el avión llegará
a las 12.30 P.M. El reparto del único paquete de galletitas
es melancólico. Yo tengo una tableta de chocolate (siempre
llevo una: he leído Arms and the Man, El soldado
de chocolate, de Shaw) pero no me animo a ofrecerla todavía.
Sin agua, el chocolate puede ser una forma dulce del suplicio de
Tántalo. Empezamos a entrar en coma, a caer inmóviles
sobre los sillones del Aeropuerto. Me descubro dormitando, con grandes
imágenes tecnicoloridas del film que nunca haremos.
Aquí se interrumpe el manuscrito. El final es conocido.
A las 12 en punto un jeep trae tres soldados que transforman la
ruina atómica intacta del Aeropuerto en una máquina
eficiente. Volvemos al siglo XX, estamos en un Aeropuerto militar
de las Galápagos, y el avión de las 12.30 P. M. llega
a las 12.30 PM. La película termina trivialmente con un happy
ending."
Yale University
P. S. No llegamos nunca a justificar la relación
entre el cuerpo muerto de la guía y el burocrático
final en el Aeropuerto. Al llegar aquí nos dispersamos. Yo
sigo, sin embargo, pronto a retomar el hilo y de tanto en tanto
miro al teléfono para oír si suena, un día
de estos, la llamada transcontinental de Joseph E. Levine.
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