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Indice general ordenado alfabéticamente por título del libro o artículo

"Alfonso Reyes en mi recuerdo"
En Vuelta, nº 44
julio 1980, p. 41-43

 

"Creo que leí por primera vez algo de Alfonso Reyes allá por fines de los años treinta, cuando ya había empezado a coleccionar, con fervor de neófito, la revista Sur. Hacia 1936 había descubierto a Borges en las páginas de la revista femenina El Hogar, de Buenos Aires, donde aquél publicaba una increíble y quincenal "Guía de Lecturas", llena de comentarios sobre Kafka, Virginia Woolf, William Faulkner, además de sus habituales Chesterton, Wells y Kipling. La pista de las colaboraciones de Borges, que seguí ávidamente, me había llevado a Sur, donde encontré a Reyes. Su "Rumbo a Goethe" fue un deslumbramiento. En las páginas de aquella revista encontré toda una crítica latinoamericana y española que me abrió los ojos: Pedro Henríquez Ureña, Amado Alonso y, sobretodo, Reyes. Era yo entonces aficionado a las librerías de viejo, donde solía pasar buena parte de mi tiempo libre. Una de ellas, La Bolsa de los Libros, quedaba a una cuadra de casa, lo que me había permitido convertirme en especialista de ella. El dueño y sus empleados me toleraban amablemente, hasta el punto de dejarme revisar infinitamente las estanterías llenas de viejas ediciones españolas e hispanoamericanas y de viejo polvo. Allí encontré algunos incunables de Reyes: la primorosa edición de La Fábula de Polifemo y Galatea que hizo para Signo, dirigida por Juan Ramón Jiménez; también encontré el volumen de Estudios gongorinos, publicado en España y que anticipa tanto de lo mejor que se ha escrito sobre el poeta barroco. Encontré las Cuestiones estéticas y El cazador, dos de sus primeros libros de ensayos, así como algunos volúmenes sueltos de la serie de Simpatías y diferencias, tan iluminadoras. Por unos pocos pesos, me encontré poseedor de una de las claves de la obra de Reyes: esos años de trabajo en España que forman su erudición y afinan su estilo.

Al mismo tiempo, encontré el volumen recién publicado por Sur, de una colección de ensayos periodísticos, Las vísperas de España. Pude ver ahí algo que más tarde corroboraría en detalle: que para Reyes no había texto insignificante ni género demasiado leve. Su imaginación de escritor, su curiosidad de erudito, su sensibilidad de poeta, iluminan todo cuanto toca, y hasta la página más efímera está metamorfoseada por un rasgo de estilo, una gracia o ironía levísima, un dato extraído de la enciclopedia, de la memoria y colocado, con la precisión de un orfebre, en la superficie del texto. Descubrir a Reyes es hacerse adicto a un vicio que no cesa: el de la lectura hedónica, la lectura por el placer de leer. De la mano de Reyes leí entonces sobre Ruíz de Alarcón y Lope de Vega, en las elegantes, menudas ediciones de estos clásicos que preparó para la editorial Calleja; descubrí a Góngora sin los terrores de la erudición reseca; leí otros aspectos de Rodó que sólo él supo entresacar del mármol de los tributos oficiales. Pero, sobre todo, me puse en contacto con un texto que era no sólo único y variado, proteico en el mejor sentido de la palabra, sino que daba acceso a un escritor cuya mente era la más hospitalaria que haya conocido. Leer a Reyes era conversar con él en un coloquio que sólo cesa cuando se cierra el libro.

La publicación en Buenos Aires, por Losada, de La experiencia literaria, me confirmó todo lo que había entrevisto en Reyes y aumentó mi admiración por quien era capaz de tomar un tema de la crítica, fatigado por la mediocridad, y reescribirlo como si fuera discutido por primera vez. Esa colección de artículos (que en parte había leído en La Nación, de Buenos Aires) se convirtió en libro de cabecera antes de convertirse en libro que pasaba a mis alumnos para iniciarlos en el culto de la buena prosa y mejor doctrina crítica. A partir de entonces, Reyes fue mi maestro, en una manera personal, casi privada. Sólo años después tendría ocasión de manifestar públicamente mi admiración por su obra.

II

La ocasión llegó al encargarme en 1945 de la sección literaria del semanario montevideano Marcha. Aunque la mayor parte de la crítica uruguaya estaba entonces más orientada hacia lo europeo o lo norteamericano que hacia lo hispánico, me pareció importante (sin negar esa corriente) iniciar una tarea de persuasión por el ejemplo que demostrase la validez del discurso literario latinoamericano. Escribiendo sobre Borges y Reyes, sobre Henríquez Ureña y Amado Alonso, reproduciendo algunos de sus mejores textos, comentando y extendiendo sus perspectivas, al aplicarlas a textos nacionales, ayudé a crear en el lector de Marcha una conciencia latinoamericana. Eran, entonces, los años en que lo que más tarde sería bautizada de nueva novela latinoamericana empezaba a publicar sus libros fun[da]cionales: Onetti ya había escrito su tercera novela, Para esta noche (1943); Borges había sacado Ficciones (1944) y antes de terminar la década, publicaría El Aleph (1949); Carpentier publicaría El reino de este mundo el mismo año, en tanto que Asturias sacaría en Buenos Aires la segunda edición de El Señor Presidente (1948); en Buenos Aires, Bioy Casares editaría Plan de evasión (1945). Esos, y otros libros menos importantes pero característicos de esa época, como el Adán Buenosayres (1948), de Leopoldo Marechal, fueron discutidos y comentados en Marcha no sólo en el contexto de la literatura internacional de la época (Gide o Faulkner, Huxley o Kafka) sino también en el contexto muy específico de ese discurso crítico latinoamericano que Reyes y Borges, Martínez Estrada y Henríquez Ureña, habían ya fundado.

La época era de polémicas, a veces violentas. Una se centró en la falacia de ser alguien a la vez un crítico y un erudito. Se pensaba que el erudito sólo podía ocuparse de la literatura muerta en tanto que el crítico tenía que ser militante y comprometido. Yo entonces estaba preparando una edición de las Obras Completas, de Rodó, y además de mi trabajo como profesor secundario, colaboraba en la organización del Instituto Nacional de Investigaciones y Archivos Literarios. La facción rival me acusaba de eruditismo, a pesar de que todas las semanas arriesgaba mi pellejo crítico al comentar los nuevos libros en Marcha. Para contestar, sin caer en personalismos, escribí entonces un trabajo "Alfonso Reyes, crítico y erudito", en que trataba de probar que las dos funciones no eran incompatibles. La máscara de Reyes me permitió defender mi caso. También me permitió reconocer públicamente, y ya en 1948, la deuda con el maestro.

III

Poco después y juntado el ánimo necesario, me atreví a mandar a Reyes copia de éste y otro trabajo que había hecho sobre él. Con su cortesía infinita, él se tomó el cuidado de mandarme unas líneas de agradecimiento. Parecía no darse cuenta de que quien debía agradecer era yo. Se inició así (para mi asombro) una correspondencia que a pesar de breve fue constante. Durante años, Reyes me hacía llegar algunos de sus libros, generalmente publicados en ediciones de pequeña circulación, o me enviaba alguna de esas tarjetas, con la foto de la fabulosa Biblioteca Alfonsina, llenas de menudas observaciones y fina amistad. Cada una de esas tarjetas era para mí un festín. A veces, en el entusiasmo de mis reseñas, se me escapaba un error que Reyes corregía en la forma más urbana posible. Todavía recuerdo una tarjeta, enviada como respuesta a una nota mía sobre su libro, Marginalia, en que rectificaba una distracción. El título, en latín, era ya plural y no era posible escribir (como yo, para mi vergüenza eterna hice) de las Marginalias de Reyes.

Acepté la corrección, como he aceptado tantas otras, y me conmovió la devoción de un maestro para el que no había asunto pequeño ni comentario trivial. Pero Reyes fue generoso no sólo de sus libros y sus tarjetas. También colaboró en algunas de las empresas culturales en que me ví envuelto entonces. Una fue la edición de Obras Completas, de Rodó, para la Editorial Aguilar, de Madrid, y que se publicó finalmente en 1957. Gracias a Reyes pude verificar que mi capítulo sobre la correspondencia de él con el maestro uruguayo estaba al día y que no existían en su poder otras cartas que las que yo citaba. También fue generosa su actitud cuando inicié, con Idea Vilariño y Manuel Claps, la publicación de la revista Número en 1949. Para la primera entrega, Reyes nos mandó uno de esos textos suyos tersos y leves que sabía escribir con la erudición más refinada: "Presentación de Grecia" se llama y está allí en la primera página del primer Número.

Durante años, hasta mi partida a Londres en 1957, seguí en contacto epistolar con Reyes. Recuerdo varias cartas sobre la posibilidad de publicar en Número, en una plaquette similar a la que habíamos hecho sobre Aspectos de la literatura gauchesca, 1950, de Borges, la colección de trabajos titulados, Mallarmé entre nosotros, que Reyes había publicado en Buenos Aires en las invisibles ediciones Destiempo que dirigían Borges y Bioy Casares. Pero al volver Reyes a revisar aquellos textos descubrió que necesitaban volver al taller. La edición no se hizo; sólo más tarde la publicaría Tezontle en México. Qué lástima, porque para nosotros, haber contado con un texto de Reyes sobre Mallarmé habría sido la mejor la mejor manera de evidenciar unas preocupaciones permanentes.

Entre tanto, continuaba publicando cosas sobre Reyes en Marcha. Por esos años, estaba en Montevideo Toño Salazar, el fino caricaturista salvadoreño, que había sido íntimo de Reyes en los años de París, de la juventud de ambos. Con Toño iniciamos una serie gráfico-literaria en Marcha que se llamaba simplemente "Galería", y para la cual él contribuía una de sus líricas y paródicas caricaturas, y yo una larga leyenda. Más de una vez salió Reyes en la tal galería. Recuerdo que una vez, comentando alguno de los estudios helénicos que eran su ocupación en esos días, la caricatura de Toño mostraba la inevitable estatua fragmentada del crítico y poeta. En una ocasión, el mismo Toño escribió un texto sobre Reyes y las erratas que ilustró con una caricatura deliciosa en que se veía a Reyes (robustísimo San Sebastián asaeteado por erratas). El chiste debe haberle caído bien a un hombre que sabía reírse de sí mismo tan urbanamente.

La noticia de su lamentable muerte me llegó cuando estaba instalado en Londres, trabajando en una investigación sobre la estancia de Bello en Londres, en el Museo Británico que también había patrocinado el gran caraqueño. No pude escribir entonces nada sobre Reyes pero pensé que el mejor homenaje que podía rendir a mi maestro era seguir trabajando. Porque en Reyes había sentido yo viva la presencia no sólo de Rodó (con quien él correspondió de muchacho) sino la presencia majestuosa de Bello, cuyo heredero directo era y es Reyes. Trabajar sobre Bello era para mi trabajar por una cultura auténticamente latinoamericana que éste había fundado, y de la que Reyes, como maestro, era también responsable.

IV

Sólo en 1964 pude visitar México por primera vez. Invitado por El Colegio de México a dictar unos seminarios sobre literatura hispanoamericana, logré al fin (gracias a los oficios de mis amigos Antonio Alatorre, Margitt Frenk, Ernesto Mejía Sánchez) entrar en la Capilla Alfonsina, conocer a la legendaria Doña Manuelita, y a los descendientes de ambos, revisar su diario literario, en que aprendí tanto, y hasta copiar la correspondencia con Pablo Neruda, en cuya biografía literaria estaba trabajando entonces. En todos esos textos encontraba la misma imagen de Reyes: la imagen de una generosidad alegre, sin peso ni pompa. Ya fuese tratando de aliviar prácticamente la dura situación de Neruda como impecune cónsul chileno en el Oriente, ya registrando las conversaciones en que alentaba y estimulaba a Juana de Ibarbourou en una de sus crisis, Reyes era siempre una presencia cordial, de incansable delicadeza y simpatía.

La tristeza de no haberlo conocido nunca resultó aliviada por el encuentro con Doña Manuelita. Esa mujer extraordinaria tenía una dignidad silenciosa que era la mejor forma de continuar el culto de Reyes. Con ella fuimos en una jornada increíble hasta Xalapa, donde el profesor norteamericano James Willis Robb debía dictar una conferencia sobre Reyes; nos acompañaba Miguel Capistrán, que entonces era mi alumno en los seminarios del Colegio. Al regreso el mismo día, o mejor la noche y la madrugada del siguiente, tanto Miguel como Robb como yo estábamos molidos y apenas si conseguíamos mantener un ojo abierto. Imperturbable, con una serenidad que venía del fondo de los siglos, Doña Manuelita seguía las andanzas del ómnibus que subía la meseta mexicana, fumando su tabaco negro y echando humo por la ventanilla. Quiero recordarle así siempre.

Aunque tengo otro recuerdo de ella, entonces, que es también un recuerdo (ficticio) de Reyes. El Teatro del Lago de Chapultepec estaba reponiendo entonces el Landrú, de Reyes, en una brillante adaptación de Juan José Gurrola. Para la ocasión, el actor que hacía el papel titular (Carlos Jordán) se había caracterizado no de Landrú (que era pelado y tenía un aire de hambriento) sino de Reyes, subrayando así el efecto paródico de la pieza que más que mostrar los deseos criminales del famoso especialista de mujeres, acentuaba su erotismo sin límites. Todos sabíamos que Reyes había sido siempre esencialmente fiel a Doña Manuelita, a pesar de sus numerosas debilidades amorosas. Y como para ratificar esa convicción, con una suprema dignidad de la que sólo ella tenía el secreto, Doña Manuelita solía asistir a la representación, sentada en primera fila y apoyando con la cabeza las salidas más ingeniosas de Reyes o de Gurrola, la comicidad de Jordán o la música hilarante de Rafael Elizondo. Hermosa inmortalidad la de Reyes que permitía ese tácito homenaje, de cariñoso humor y comprensión infinita, de su viuda.

Como epílogo quiero contar algo más. Volví a enredarme en la obra de Reyes cuando me puse a preparar la biografía literaria de Borges que se publicó el año pasado en Estados Unidos. Aunque sabía que habían sido amigos en la época que el escritor mexicano era Embajador en Buenos Aires y hasta había leído las cartas que se habían cruzado entre ambos (extraordinarias cartas de Borges a quien fue su maestro), no había podido medir la extensión de la deuda de Borges con Reyes hasta que me puse al trabajo menudo de documentarla. Pude ver entonces que, en efecto, y como ha dicho Borges reiteradamente, fue Reyes el que lo ayudó a salir de la fase expresionista y barroca, ya agotada en los años veinte, y lo llevó hasta el clasicismo de su mejor período. Fue en Reyes donde encontró Borges los secretos de esa sintaxis invisible a fuerza de precisa, esa ironía que es tan sutil que apenas se reconoce, de esa elegancia que no tiene igual.

Aunque Borges ha reconocido esa deuda, no es todavía suficientemente pública. Porque para reconocerla hay que volver a leer a Reyes. Humanista enciclopédico, inquieto y curioso de todo cuanto el mundo de la cultura ha producido (incluso la cocina, incluso las modas), Reyes escribió demasiado. Poco lectores han tenido la capacidad de leerlo y releerlo. En su obra poética, en sus dramas (que incluyen la tantalizadora Ifigenia Cruel), en sus ensayos y hasta en su marginalidad, en su correspondencia hay todavía tanta mina inexplorada, tanto tesoro a revelar, tanta felicidad verbal o imaginativa. Pero ¿cómo acceder a esa obra monumental? Las Obras Completas, que con tanta erudición ha compilado Ernesto Mejía Sánchez, son impecables pero aterran al lector común. Para él, lo que se necesita son antologías: antologías que recojan parte o algo de esa obra monumental pero que sirvan, sobre todo, para marcar el rumbo hacia Reyes, un rumbo que nos está haciendo falta cada vez más. El rumbo que marca el Norte de nuestra cultura auténtica: la cultura del descubrimiento y la utopía, la cultura de la generosidad intelectual y el humor y la ironía, la cultura de una América que se construye a sí misma, cada día, por el milagro de la palabra."

 

 

Responsables

L. Block de Behar
lbehar@multi.com.uy

A. Rodríguez Peixoto
arturi@adinet.com.uy


S. Sánchez Castro
ssanchez@oce.edu.uy

 


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