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"Diario de la UNESCO"
En Revista de la UNAM, nueva época, nº 28, agosto
1983
p. 44-52
"Entre el 13 y el 17 de junio en la sede de
la UNESCO, París, el XII Congreso del Instituto Internacional
de Literatura Iberoamericana. Este Instituto, fundado en 1938 en
la ciudad de México por la Asociación Hispánica
de Profesores, y, desde 1962 radicado en la Universidad de Pittsbugh,
Pennsylvania, se reúne anualmente en distintos países
del continente americano: desde 1975 (en que tuvo lugar en España),
también en Europa. La internalización del Instituto
en estos últimos años (hubo un congreso en Budapest,
en 1980, y hay otros dos ya planeados en Madrid y en Roma, en el
futuro más próximo) ha sido consagrada por esta reunión
en la sede de la UNESCO. Aunque la iniciativa se debe, sin duda,
al actual Presidente del Instituto, el profesor y poeta argentino
Saúl Yurkiévich (que enseña en Vincennes),
la energía detrás del éxito y expansión
presentes del Instituto proviene de su director, el profesor argentino
Alfredo Roggiano que enseña precisamente en Pittsburgh desde
1962, hombre dueño de conocimientos enciclopédicos
sobre la literatura hispanoamericana; autor y director de conocidas
empresas crítico-bibliográficas; compilador de antologías
críticas (la más notable: sobre Octavio Paz. Madrid,
Fundamentos, 1979). En su doble condición de director del
Instituto y de la Revista Iberoamericana, Roggiano ha dejado
marca en el estudio académico y en la difusión responsable
de nuestra literatura. Generoso y ecléctico, ha sabido navegar
las aguas traicioneras de las polémicas más o menos
ideológicas, para abrir la Revista a toda escuela
de análisis literario. Hasta cierto punto, el XXII Congreso
realizado en la UNESCO fue la demostración más elocuente
del éxito de una prédica que excluye todo fanatismo.
En forma de Diario, he registrado impresiones y observaciones
tomadas (como instantáneas) durante la celebración
del Congreso.
E.R.M.
SÁBADO 11
Las últimas y frenéticas comunicaciones telefónicas
con la agencia Salt and Pepper (sal y pimienta, lo juro), me hacían
temer que habría dificultad en abordar el avión especial
que llevaría a los congresistas a París. Pero ninguna
anticipación, alimentada en la experiencia del teatro del
absurdo, me había preparado para el espectáculo que
se ofreció en el aeropuerto Kennedy. Ya estaba en el despacho
de Air France (donde habíamos sido citados por la picante
agencia) a las 5 pm en punto pero no había señales
de nadie responsable por nuestro viaje y cuando pregunté
a una dama francesa, impecable de politesse, si sabia quienes
eran los agentes de Salt and Pepper, me hizo repetir el nombre con
asombro y me envió a otra fila, pululante de adolescentes
norteamericanos y que ostentaba la ominosa sigla CIEE. (Luego supe
que correspondía a una agencia de viajes baratos para estudiantes.)
Allí alegaron no conocer a los picantes y me enviaron a una
tercera fila (bajo un rótulo que ya no recuerdo) en que me
preguntaron si lo que yo quería era un menú especial
en el avión. (Aparentemente no hay sólo judíos
ortodoxos que sólo pueden comer comida kosher: las
empresas de navegación aérea parecen dispuestas a
lidiar hasta con fanáticos de otros condimentos y recetas
culinarias.) Mi sangre vasca y catalana ya estaba empezando a amostazarse
en mi cabeza, cuando me llamaron la atención sobre una pareja,
joven, delgada y elegante, que circulaba discretamente con una profusión
de billetes en la mano y aire un si es no es furtivo. Atrapados
entre dos filas, confesaron ser de Salt & Pepper y que efectivamente
tenían mi billete, así como el de otros miembros del
Instituto que viajaban en el mismo avión, (cuando recibí
mí billete comprobé con auténtico asombro que
(1) no llevaba ninguna indicación de que hubiese sido negociado
a través de Salt & Pepper; (2) que sí llevaba
en la carátula la mención de CIEE (unos minutos antes
éstos habían negado haber oído siquiera la
ya siniestra combinación de picantes fonemas); (3) que contra
todos los reglamentos en vigencia, el tal billete no indicaba en
ningún lado el precio del pasaje. Mi perplejidad aumentó
cuando al presentar el billete a los funcionarios de Air France,
no sólo lo aceptaron sino que me dieron un asiento y un pase
para abordar el vuelo a París. Acepté conmovido y
mis tribulaciones (y desconfianzas) habrían terminado allí
si no me hubiese quedado la espina de la inseguridad del retorno.
Pero ya estaba olvidándome de las sospechas y empezaba a
moverme en dirección del Duty Free Shop, cuando apareció
a pedirme ayuda otra congresista que estaba muy justamente agitada:
su nombre no aparecía en la lista de pasajeros de Salt &
Pepper, y el elegante joven francés que nos atendió
(enfundado en un traje de impecable blanco) desmentía que
nunca hubiese hablado con ella por teléfono para confirmarle
el vuelo. Por suerte para ella, ya había hablado con el mismo
joven por teléfono y al confirmarme mi billete, también
me había mencionado el de otros congresistas. Lo confronté
con cierta aspereza, aprendida en mis años de París,
y ante la doble acometida tuvo que reconocer no sólo que
había hablado con ella del billete ahora desaparecido sino
conmigo también. El final de la charada fue que el joven
cambió de táctica, le echó toda la culpa a
una mítica computadora, y aseguró bajo su palabra
de honor (sic) que pondría a nuestra amiga en uno
de los aviones que partían esa misma noche a París,
aunque fuera en Air Pakistán. La tensión y el suspenso
crecieron a medida que se acercaba la hora de partida del vuelo
de Air France, y sólo cuando todos los congresistas ya estábamos
con los cinturones de seguridad atados, apareció la damnificada
los ojos echando chispas, dos lamparones de rouge natural en las
mejillas, y maldiciendo a toda la genealogía de Salt &
Pepper. La perspectiva de viajar de madrugada en un avión
perfumado por el curry no era demasiado apetitoso. Los congresistas
consideramos la victoria de nuestra amiga como una derrota más
de la infame sigla. No sabíamos lo que nos esperaba en París.
DOMINGO 12
El vuelo fue muy agradable, la comida (como siempre en Air France)
excelente, y el día en París se anunciaba luminoso
y cálido. Pero en el aeropuerto Charles de Gaulle, algunos
de los congresistas que viajaban con pasaporte suramericanos descubrieron
que la política cultural de acercamiento a América
Latina y de protección de nuestra cultura (que tanto han
publicitado Miterrand y Jack Lang, tan amigos de García Márquez,
tan amigo de Fidel Castro) no llega hasta el Ministerio de Relaciones
Exteriores de Francia. Una profesora argentina que se había
tomado al pie de la letra los discursos de confraternidad tuvo que
esperar dos horas a que le dieran una visa (previo pago de 25 dólares)
para poder pasar una semana de trabajo en Francia. Naturalmente
que los que tenían pasaportes norteamericanos o, desconfiados
de aquella política cultural, se proveyeron de visas, pasaron
sin pena. Este inconveniente no amargó demasiado a nadie.
Todos sabemos que a los franceses (como ya dijo Bernard Shaw) les
importa más que una frase sea gramaticalmente correcta a
que sea verdadera, Las iniciativas de Lang y de Miterrand valen
como figuras del discurso político, y no como realidades
del mundo político o cultural. Como el Congreso no empieza
hasta el lunes, y no hay manera de conseguir respuesta de los asediados
teléfonos de Yurkiévich o Alfredo Roggiano, me dedico
a turistear. Hace tres años que estuve aquí por última
vez, pero entonces tenia tanto que hacer y pasé tan pocos
días, que París fue sólo para mi una sucesión
de taxis o trenes del Metro que me llevaban a lugares donde encontraba
a viejos amigos - una tierra de nadie que era el decorado (fastuoso
pero al cabo indiferente) para encuentros que tenían el sello
de lo latinoamericano. Esta vez miro a París despacito. El
taxi que me lleva desde la terminal de la Porte Maillot a la Ile
Saint Louis (primera etapa de mi itinerario), parece contratado
por una compañía de Hollywood para situarme en la
ciudad de los turistas: Arc de Triomphe, Avenue des Champs Elysées,
Concorde, Quai des Tuilleries y du Louvre, Quai de l'Hótel
de Ville, vistazos de La Madeleine, del Louvre, del Veri Galant,
de Notre Dame y la Conciergerie, de la Tour Saint-Jacques; retazos
de historia vivida en las novelas y las películas: aquí
estuvo encerrada María Antonieta y se le puso el pelo blanco
en una noche; allí la mujer de "Las babas del diablo"
sedujo al adolescente para servírselo luego al compañero
homosexual; desde aquella torre espiaba Quasimodo a Esmeralda. Pero,
también fragmentos de mi propia historia el restaurante donde
comí por última vez en París con Victoria Ocampo:
el apartamento de los fondos de Notre Dame donde amigos comunes
me presentaron a un joven bajo y ancho, de ojos intensos, que se
identificó con un seco Pablo Picasso. (Era es claro, el otro,
el hijo.) Tantas y tantas imágenes de los largos veinte años
en que he ido y vuelto a París, paseado por sus muy paseables
calles, encontrado tanta gente ilustre y tantos desconocidos queridos,
y que ahora, caleidoscópicamente, volvían a llenarme
los ojos de la memoria. Después de una recalada en el apartamento
de Jorge Mara(uruguayo, especialista en antigüedades, ya ciudadano
del mundo), voy a casa de Mauricio y Mecha Muller, con quienes me
une una viejísima amistad. Debo a Mauricio (profesión:
polígloto) mi entrada en Marcha, 1943. Si no hubiera
sido por su amistosa insistencia, el joven ensimismado y tímido
que yo era entonces no se habría animado a exponer por escrito
las infinitas opiniones sobre literatura y cine que llenaban nuestras
conversaciones de todas las noches. A Mauricio (y antes a Homero
Alsina Thevenet) debo el haber aprendido a convertir en letra lo
que era sólo voz. Desde hace tres años Mauricio está
residiendo en París, después de cinco años
en Kenya, y otros cinco en Nueva York, acompañando a Mecha
que es funcionaria de Naciones Unidas, y continuando en todos los
climas y ciudades su incansable busca del perfecto retruécano,
de la más feliz ocurrencia, del epigrama más letal.
En el siglo XVIII, Mauricio habría sido aceptado sin asombro
como un wit (Gracián diría: un ingenio) pero
en el mundo en que vivimos hasta los ingenios tienen que tener alguna
profesión. Mauricio se ha resignado a que lo confundan con
un periodista. Hacía ocho años que no los veía
y estar con ellos, y con César Fernández Moreno, que
viene a cenar con nosotros, es como reconstruir fugazmente una de
las Marchas posibles. No la que fundó en 1939 Carlos
Quijano con un equipo en que Juan Carlos Onetti era el idiosincrático
Secretario de redacción, ni tampoco la Marcha panfletaria
de los últimos años, acosada políticamente
por un Gobierno cada vez más opresivo y terrorista, sino
la Marcha de los años dorados años 1945-1960.
Ese lapso (en que la decadencia económica del Uruguay era
el tópico eterno de los editoriales inflamados de Quijano,
cubrió años en que el país seguía creyendo
que tenía un futuro y hasta Quijano cumplía con indudable
prestancia su papel de Casandra en el semanario y en el elegante
salón del restaurant El Aguila. En esos años, Mauricio
Muller, Homero Alsina Thevenet, Carlos Martínez Moreno y
yo éramos la sección de espectáculos y letras
nos turnábamos, escribíamos sobre todo, incorporábamos
lo mejor de Europa y Estados Unidos a un discurso en que también
hacíamos dialogar a los entonces no tan famosos Carpentier
y Borges, Asturias y Roa Bastos, Onetti y Juan Cunha. Fue en esa
Marcha donde Mario Benedetti y Eduardo Galeano tuvieron su
primera acogida: en esa Marcha donde todos protestamos contra
la agresión de la CIA a Nicaragua (1954), contra la agresión
norteamericana en Playa Girón (1961), contra tantas otras
ignominias. Hoy esa Marcha, y las más tardías
que vinieron después, andan dispersas por el mundo. Quijano
y Martínez Moreno están en México; Galeano
en Europa; Benedetti se radicó en España, después
de una recalada en Cuba; Alsina está en Barcelona. Mauricio
en París, yo en New Haven. Para César (que nos acompañó
en los años cincuenta con una sección especial sobre
Buenos Aires) el reencuentro es parte de su biografía ya
que, desde la otra orilla, él siempre siguió las alternativas
de Marcha, pero para Mecha, que es bastante más joven,
la reunión tiene sin duda algo de Gran Exposición
Retrospectiva, o (para decirlo menos pomposamente) de esos Encuentros
de la clase de 1945 que parecen un mero recuento de arrugas, peladas
o cabellos decorosamente plateados, en los que circulan, incontenibles,
las anécdotas conservadas en salmuera. Me voy a dormir con
la cabeza llena de Marcha y muy poca información sobre
el Congreso que empieza al día siguiente. Lo único
seguro es que hay que estar en la sede de la UNESCO antes de las
11 am.
LUNES 13
Todas las dudas sobre la posible (des)organización del Congreso
se disipan en un instante. Un comité en que tuvo participación
especial Gladys Yurkiévich ha trabajado a todo vapor y con
habilidad profesional para que cada participante tenga su carpeta,
su tarjeta de identidad y su lugar asignado en las sesiones del
Congreso, así como en las dos fiestas con que será
abierto y cerrado. Por la ahora razonable suma de 50 dólares,
habrá mapas de París y del Metro, un folleto sobre
las actividades del Congreso y sendas invitaciones para un cocktail
(champagne y scoth) en la Sorbonne y una cena en la Maison de l'Amérique
Latin (pollo con vino rojo para hacer sufrir al snobismo de los
James Bond de este mundo). Puntualmente, a las 11 am nos dirigimos
a la sala 2 para asistir a la ceremonia de inauguración en
que escuchamos los consabidos discursos.
Preside, impecable, Saúl Yurkiévich. Para quienes
siempre admiramos su ingenio verbal y su chispa crítica,
esta versión presidencial es una pérdida. ¿Dónde
quedó la máscara de un Aznavour nada sentimental y
algo grotesco con que suele pautar sus inesperadas ponencias sobre
poesía? El director del Congreso es otro: un señor
muy preciso y lacónico que sitúa la literatura iberoamericana
en el contexto internacional y abre paso a la confraternización
a través de la UNESCO. Más imprevisible es la primera
sesión de trabajo. Como el tema general es la "Identidad
cultural de Iberoamérica en su literatura". Alfredo
Roggiano, que preside la sesión, traza un rápido panorama
de los momentos iniciales y cede la palabra a Severo Sarduy que
se refiere sobre todo al Barroco. Pero el brillante enfoque del
novelista cubano no corresponde a la visión diacrónica
de los historiadores de la literatura, ni siquiera a la visión
sincrónica que él mismo popularizó en el trabajo
"Barroco y neo-barroco en las letras hispanoamericanas",
publicado en el volumen colectivo de la UNESCO,América
Latina en su literatura (1972). bajo la dirección de
César Fernández Moreno. (Hay una versión al
inglés, compilada por Ivan Schulman, en 1980, que es muy
inferior a la original.) Ahora, Sarduy va más lejos que nunca
y ve el Barroco no ya como un movimiento situado en la historia
o en el presente, sino como una modalidad de la literatura de todos
los tiempos, marcado por la noción de vacuidad y apoyado
en la concepción de la literatura como parodia. Todo es parodia,
porque no hay texto original, y los supuestos modelos de la parodia
son ellos mismos paródicos. (O dicho de otro modo: las novelas
de caballerías que parodia el Quijote son a su vez
parodias de las epopeyas medievales que son parodias de las griegas
que son parodias de la...) Frente a la pirotecnia elegante y precisa
de Sarduy, la intervención siguiente, de Sylvia Molloy, parece
de más modestas ambiciones. Al analizar el discurso autobiográfico
argentino, la novelista efectúa, sin embargo, observaciones
y distinciones que no son nada vulgares y que sitúan a Sarmiento
(Recuerdos de provincia) y a Mansilla en una línea
menos ortodoxa que la manejada por la crítica académica
al uso. Lamentablemente, la falta de tiempo impide que Sylvia se
refiera, con algo más que una totalizadora mención,
a dos fascinantes textos escritos por mujeres argentinas: los Cuadernos
de infancia, de Norah Lange, amiga de Borges y mujer de Oliverio
Girondo; y la Autobiografía, de Victoria Ocampo. Desde
el público, una congresista, también argentina, pregunta
por las memorias de María Rosa Oliver que venía de
la misma clase pudiente y ha dejado testimonio del conflicto entre
su educación conservadora y su ideología izquierdista.
En su respuesta, Sylvia sitúa adecuadamente a la Oliver en
el esquema autobiográfico. Más convencional fue el
planteo siguiente de Fernando Ainsa sobre la identidad cultural
en la nueva novela. Crítico de larga trayectoria en el Uruguay,
también novelista, Ainsa pareció conformarse con repasar
lugares que él, y otros, habían explorado con bastante
anterioridad. La defección de dos ponentes (Peter Earle,
que no llegó a París a tiempo: Rene de Costa que se
indispuso después de un almuerzo francés) impidió
que la mesa cumpliese con su objetivo de presentar a varias voces
el tema general de la identidad.
Lo que sí fue un éxito fue el cocktail en los salones
nobles de la Sorbonne. Improvisado mesero, el profesor uruguayo
Olver de León ordenaba el flujo del scotch, el champagne
y los saladitos. Fue la suya una performance digna del Arlecchino
de Goldoni: pareció estar siempre a tiempo en todas partes.
La acústica metálica del salón principal restallaba
con las voces iberoamericanas, unos decibeles más altas que
las europeas. Los encuentros inesperados provocaban terremotos de
copas que se volcaban o saladitos que iban a depositarse en pecheras
distraídas. Las corbatas manchadas, las solapas estrujadas,
algún peinado que se caía en pedazos, parecían
sacrificio suficiente en esta apoteosis de la confraternización.
Como iba acompañado de mi hija Georgina (que está
en Suecia hace seis años, gracias a la cortesía del
Gobierno militar uruguayo), los encuentros con compatriotas se volvieron
más ruidosos que nunca. Damos con Mario Benedetti al que
no veíamos desde hace años. Está simpático
y sonriente como siempre. Un poco más rotundo de circunferencia,
más blanco en la cabeza gris. Pero no ha perdido el sentido
del humor, que le ha permitido soportar expulsiones del Uruguay,
de Argentina, de Perú y otros lugares donde mandan lo que
llamamos (con palabra tan nuestra) los milicos. También
anda por ahí otro compatriota con el que no me saludo y al
que el sufrimiento de los exilios le ha oxigenado súbitamente
los pocos rulos que le quedan. La que no cambia y está siempre
intensa, hermosa y locuaz, es la casi-uruguaya Claribel Alegría,
salvadoreña que no puede volver a su patria, y que encontró
en París y en Mallorca, en La Habana y en Managua, después
de Santiago de Chile y Montevideo nuevas patrias para su poesía
rodeada de sus bellas hijas. Claribel desmiente agresivamente el
paso de los años.
Con un grupo de congresistas, nos vamos a cenar a uno de los restaurantes
de la Ile Saint-Louis. Apretados como sardinas en las proverbiales
latas, rodeados de franceses que se dedican con alegría a
la segunda pasión nacional (la primera es el ahorro), nos
divertimos en hacer de turistas para beneficio de un parisino que
hace años vive en Lyon y ha vuelto precisamente esta noche
para encontrarse sitiado en una mesa de "sudaméricains".
Muy filosóficamente se nos une, recomienda las especialidades
de la casa y hasta brinda con los ojitos puestos en las más
lindas de nuestras comensales (si, la tercera pasión es ésa).
José Miguel Oviedo, con quien he compartido las alegrías
y las penurias del Congreso de Berlín (ver Vuelta,
núm. 69, 1982) se pone a contar chistes de todos colores,
en feroz competencia con los manes de su compatriota Ricardo Palma
y contra la activa réplica de Suzanne Jill Levine. Cuando
llega Fabrizio Mondadori, increíble traductor al italino
de Tres tristes tigres, podemos sentir, como un Darío
cualquiera, que París es realmente la patria espiritual de
la raza latina. Al dejar el restaurant y pasearnos en la noche tibia
de las orillas del Sena, me enfrasco con Fabricio en una discusión
sobre Werner Herzog, el director de Aguirre. Fabrizio lo
conoció mientras filmaba Corazones de vidrio, y me
cuenta que tiene una mirada que lo atraviesa a uno de lado a lado.
No puedo evitar comentarle que esa mirada le habrá venido
al pelo para hipnotizar a los actores, según cuentan las
crónicas. Me dice que es verdad, y que lo hizo para que actuasen
de la manera extraña que el film exige. Le retruco que debió
haber hipnotizado también a los espectadores para conseguir
una reacción más favorable. Hablamos también
de Fitzcarraldo. Me pregunta (como probándome) si
me gustó. Cuando le digo que si, asiente. Aparentemente,
el libro no gustó a ninguno de sus amigos. Tal vez porque
esperaban un segundo Aguirre y se encontraron con una película
cómica, leve, algo ingenua. Le insinuó que, tal vez,
se sintieron defraudados los que conocían los planes originales
de Herzog: Fitzcarraldo sería una superproducción
estrellada por Jack Nicolson o Jason Robards Jr. y con Mick Jagger,
pero al final hubo que conformarse con el inevitable Klaus Kinski.
En vez de un gran film épico-alegórico, resultó
una comedia de malentendidos en el trópico. Le pregunto si
vio el film de Les Blank que documenta la filmación
de Fitzcarralddo. Me dice que no. Se lo recomiendo porque
allí mejor que en el original, se ve lo que hubiera sido
la película si las demoras en la filmación, la enfermedad
de Robards, y la falta de dinero, no hubieran forzado a Herzog a
salvar por la comedia la épica que no fue. Hablamos y hablamos,
cruzando el Sena en dirección al Boulevard Saint-Germain.
En una callejuela pintoresca hay muchos policías, camiones
en estado de alerta, barreras. Pregunto si esperan una repetición
de los escándalos estudiantiles de hace unas semanas. Me
contestan que no, que los estudiantes están todos en casa
preparando los infernales exámenes de bachillerato. Lo que
pasa es que en esa callecita vive Francois Miterrand. Cortés,
impersonal, la policía nos deja pasar sin saber que en el
grupo de turistas hay por lo menos dos personas que han sido declaradas
subversivas por las autoridades militares del Uruguay.
MARTES 14
Repaso el programa del Congreso para decidir a qué sesiones
asistir.
Descubro que hay 42 mesas que funcionan en cuatro días,
a razón de cuatro mesas por vez, más seis encuentros
con poetas y narradores, más sesiones plenarias y actos especiales
(dedicados a Bolívar, Cortázar. Mario Vargas Llosa,
Severo Sarduy), más tres funciones de cine en la noche. Tanta
abundancia me vuelve filósofo. Sé que no podré
asistir más que a una fracción del Congreso y que
el Diario que escribo será por fuerza parcial. Con
esta convicción, decido saltearme las sesiones de la mañana
y dar una pasadita por la sede de la CIEE, corresponsal en París
de los infamosos Salt & Pepper. Una elegantísima muchacha
africana me atiende en el francés más dulce del mundo,
y me asegura que no tengo por qué preocuparme; que bastará
telefonear con 48 horas de anticipación a unos números
que me obsequia generosa, para asegurarme el retorno en la fecha
que indica mi dudoso ticket le pregunto si volveré por la
compañía allí indicada o por otra (a la ida
se cambió a Air France) y dulcemente me asegura que esa información
me será dada a tiempo y por teléfono. De despedida
me obsequia una número de la revista Passion (en inglés)
que informa a los estudiantes norteamericanos de las cosas más
excitantes que están pasando en París en el mes de
junio. Como está decorada por una colección de fotografías
de Jean-Francois Jonvelle que ilustran "The sensual side
of French women", la hojeo cuidadosamente. Es obvio que
el Sr. Jonvelle, a pesar de su nombre, tiene antepasados búlgaros.
tal es el fanatismo con que enfoca retrospectivamente a las sensuales
mujeres francesas. Reconfortado por esta comprobación, abandono
la sede de la CIEE, con la esperanza de que la hermosa africana
esté en lo cierto también en materia de pasajes de
avión.
De tarde asisto en la UNESCO a la sesión plenaria en que
Mario Vargas Llosa habla de su obra. Hábilmente interrogado
por José Miguel Oviedo. En una performance impecable,
de esas a las que nos tienen acostumbrados ambos. Oviedo conoce
como nadie la obra de su compatriota; éste ha aprendido a
proyectar en público la más encantadora personalidad
de novelista que en el mundo ha sido. Directo y cálido, sin
temor de confesar sus trucos literarios, sus vacilaciones, sus aprendizajes,
hablando para cada uno de los oyentes y jamás para un público
anónimo. Vargas Llosa responde al delicado interrogatorio
revelando el taller de su obra aunque lo que cuenta es conocido,
y figura en muchos de sus ensayos y entrevistas. Mario hace sonar
cada palabra como si fuera dicha por primera vez. Como cierre cuenta
(a pedido de Oviedo) su papel en la comisión encargada de
elucidar una reciente matanza de periodistas peruanos en una remota
región andina en que días antes habían sido
también asesinados algunos guerrilleros del Sendero Luminoso.
Con un sentido extraordinario de la narración dramática,
Mario reconstruye el doble episodio y muestra que tanto los periodistas
como los guerrilleros fueron víctimas de la propia ignorancia
más que de la ferocidad de los habitantes de la sierra. Guiados
por gente del llano que son enemigos natos de los de la sierra,
tanto los temerarios guerrilleros como los inquisitivos periodistas
fueron masacrados por no saber que entre los hombres del llano y
los de la sierra hay una vieja enemistad. El diálogo, en
los términos urbanos que ellos proponían, no era posible
allí. Al pasar, Mario censura el extremismo demencial (son
sus palabras) de una guerrilla que desprecia tanto a la izquierda
como a la derecha, y que se propone una subversión tan radical
que acabaría con el mundo tal como lo podemos concebir hoy.
Mario es escuchado con todo respeto y aplaudido con el entusiasmo
que se merece. Una cosa que falta en este Congreso, si se le compara
con el de Berlín el año pasado, es la horda de resentidos
que sólo van a hacer preguntas agresivas o a insultar a los
ponentes. Tal vez la circunstancia de que el Congreso se reúna
en la UNESCO haya impuesto un estilo diplomático que faltó
en Berlín. Tal vez la invisible consigna de no ensuciar un
foro que es de todos haya también funcionado como moderadora.
Sea como sea, es un placer poder escuchar a un escritor tan elocuente
como Vargas Llosa sin el temor de que algún energúmeno
le dispare una saeta envenenada.
MIÉRCOLES 15
Hoy participo en una sesión especial, presidida por el profesor
argentino Alberto Blasi, sobre las "Relaciones literarias
entre Francia e Iberoamérica". El primero en hablar
es el profesor Mirón Lichtblau que presenta una ponencia
muy breve porque simultáneamente debe hablar sobre "Mallea
y Francia", en otra mesa. Le sucede Paulette Patout de
la Universidad de Toulouse II, que con humor finamente matizado
traza las venturas y desventuras del "desgastamiento"
de los escritores hispanoamericanos en el París de los años
veinte. Poseedora de una formidable erudición pero también
de un toque leve, en pocos minutos traza un cuadro brillante y lleno
de ironías. Paúl Verdevoye ataca la cuestión
central de la validez o insuficiencia de los conceptos europeos
en el estudio de la literatura hispanoamericana. Con agudeza muestra
que el problema está falsamente planteado. No se trata de
que los "conceptos" sean europeos o no, sino de
que sean aplicados mecánica o creativamente. Verdevoye (que
tradujo a Borges ya en los años cincuenta) podría
haber invocado en su favor el artículo "El escritor
argentino y la tradición", en el que Borges se burla
de los que quisieran que los argentinos sólo hablasen de
gauchos. Observando que esa limitación habría resultado
incomprensible a Shakespeare o a Racine (este último sólo
tiene una pieza de asunto francés, la comedia Les plaideurs),
llega a la conclusión que los argentinos tienen tanto derecho
como los hombres de otras partes del mundo a tratar temas de cualquier
origen. Remata apuntando que no hay que esforzarse por ser argentino
porque o es una fatalidad (si se ha nacido allí) o una afectación
(si se es extranjero). Pero Verdevoye prefiere usar sus propias
municiones contra esos fantasmas nacionalistas. (Borges también
observó que los argentinos deberían repudiar la teoría
del nacionalismo porque es de origen europeo). Por su parte, Sylvia
Molloy hace un delicioso recuento (anónimo, por piedad) de
las tonterías que suelen escribirse en Francia sobre los
escritores latinoamericanos. Es un sotisiare que haría
las delicias masoquísticas de Flaubert, y es festejado anchamente
por el público.
Me toca hablar de la misión "colonizadora"
de las revistas literarias hispanoamericanas en Francia. Como dirigí
aquí una (Mundo Nuevo, entre 1966 y 1968) cuento esa
experiencia. Aclaro, en primer lugar, que nunca quise hacer una
revista "francesa". Mundo Nuevo era una
revista de América Latina (como decía su subtítulo)
y se publicaba en español para su distribución en
el mundo hispánico. París fue elegida por ser la única
capital internacional de América Latina: la ciudad que tiene
mejores comunicaciones con el mundo hispánico que cualquier
otro centro latinoamericano, la ciudad a la que acuden, tarde o
temprano, los escritores más importantes de nuestra América.
La segunda observación (complementaria de la anterior) es
que durante la producción de los 25 números a mi cargo,
viví siempre en esa capital imaginaria y no en el París
de los franceses o los turistas. Su dedicación total me hacía
hablar y escribir español todo el tiempo, y sólo cuando
salía a la calle y debía tomar un taxi o el Metro
para ir a la imprenta del Marais en que se hacía la revista,
o cuando iba a un restaurant o a un cine, sentía que estaba
en París. El resto del tiempo estaba en esa ciudad latinoamericana
que había fundado Echeverría hacia 1930 y que colonizaron
Darío y Gómez Carrillo, Lugones, García Caldarón,
Huqo Barbagelata antes que yo. La tercera observación es
que el ámbito intelectual de la revista se beneficia entonces
de la presencia allí (colaborasen o no directamente en Mundo
Nuevo), de Alejo Carpentier y Severo Sarduy, de Julio Cortázar
y César Fernández Moreno, de Mario Vargas Llosa y
Carlos Fuentes (que vivían principalmente en Londres pero
se las ingeniaban para estar en París cuando era necesario),
de Juan Goytisolo, Jorge Edwards y Cabrera Infante (este último
también radicado en Londres). Si a esta pléyade más
o menos local se sumaban los constantes visitantes (Sábato,
Neruda, Parra, Arreola, Manuel Puig, pero sobre todo Octavio Paz),
la realidad imaginaria de esa ciudad cosmopolita que era sobre todo
latinoamericana, se hacía más honda y viva. Decir
esto, no es afirmar que el París de los franceses no llegaba
hasta Nuevo Mundo. Gracias sobre todo a Paz y a Sarduy, el
estructuralismo que empezaba entonces a ser conocido en el mundo
entero penetró en Mundo Nuevo. En las colaboraciones
críticas de estos últimos, el diálogo de América
Latina con lo mejor de Francia era posible a un nivel completamente
inédito.
De esa manera, y por estar arraigada en el París de los
latinoamericanos y estar escrita para América Latina, Mundo
Nuevo pudo servir de foro a la nueva literatura que se producía
en todas partes del vasto mundo hispánico. Así como
lanzó Cien años de soledad lanzó también
Tres tristes tigres y La traición de Rita Hayworth,
De donde son los cantantes y Cambio de piel, y tantos
otros textos con lo que se fundamentó lo que los periodistas
llamaron el boom de la literatura latinoamericana. No menos
importantes fueron las antologías de poetas de todas partes
del continente, las entrevistas y, last but not least la publicación
de un fragmento de Blanco, el espléndido poema con el que
Octavio Paz coronaba su obra.
Toda esa labor, concluí, permitió contribuir a la
obra realizada desde la Sorbonne, las casas editoriales y la prensa
literaria, para "colonizar" la eurocéntrica
cultura francesa y orientarla hacia el descubrimiento responsable
de nuestra América. En esa tarea, la obra de Borges (que
sacudió a la crítica francesa en sus mismas bases)
puso su granito de arena. Por eso, Mundo Nuevo que sólo
se propuso (modesta pero firmemente) ser un lugar de diálogo
para los latinoamericanos, consiguió también dialogar
con los nativos más alertas. El diálogo, felizmente,
continúa.
Almuerzo en el restaurant de la UNESCO, invitado por Birgitta Leander
y su marido, el profesor chileno Raúl Silva Cáceres
que hace años enseña en la Sorbonne. Conocí
a Silva Cáceres ya en los años sesenta y tuve el placer
de publicar en Mundo Nuevo un trabajo suyo sobre Carpentier
y Los Pasos perdidos, que fue uno de los primeros en analizar
críticamente la obra del novelista cubano. Pero a Birgitta
sólo la conocía por la revista Culturas, que
dirige para la UNESCO desde el volumen VIII. No. 3 (1982). A una
revista de alto nivel intelectual e impecable erudición,
ha aportado ella no sólo un sentido más actual y dinámico
de la paginación (usando hábilmente del color y la
tipografía en blanco y negro), sino un enfoque más
audaz de los tópicos de hoy. El sumario del primer número
que ella dirigió es elocuente; tres secciones lo dividen:
"Reflexiones preliminares sobre políticas culturales",
"Pasado y presente de la mujer en México".
"Documentos: La mujer: elementos para un debate."
Por su profesión de antropóloga, Birgitta Leander
aporta a Culturas un punto de vista menos encerrado en las
letras humanísticas. Por la revista circula ahora otro aire,
otra intención, un jiro de polémica a alto nivel.
Conversando mientras comemos con una vista de tarjeta postal de
la Tour Eiffel (me confirma que al fin y al cabo estamos en París),
descubro que Birgitta tiene hablando el mismo estilo de apertura,
de humor implícito y de contestación polémica
que la revista traduce en otros signos sutiles pero firmes. Participan
en el informe coloquio a la hora del almuerzo el novelista chileno
Antonio Skármeta, amigo de Silvia Cáceres de vieja
data; Elsa Gambanni, profesora de Yale y especialista en literatura
femenina; Jacques Leenhardt que había organizado el l Coloquio
de Berlín y aquí sólo aparece como ponente.
Hay más conversaciones simultáneas de las que puedo
seguir. Tengo que sacrificar un oído que quiere escuchar
cómo Elsa le explica a Leenhardt algunos conceptos de Bajtin,
Tusara seguir el anecdotario jugoso de Skármeta y Silvia
Cáceres que evocan una temporada de los años sesenta
en Nueva York. Pero el foco de mi atención se concentra en
lo que me cuenta Birgitta de sus trabajos y proyectos. Es contagiosa
su lúcida devoción a Culturas.
Por la tarde presido un "Encuentro con Severo Sarduy",
al que asiste el novelista cubano para leer (con impecable sentido
del humor y gracia que no excluye el choteo de las expectaciones
del oyente) un fragmento de su último libro, Colibrí.
Un grupo de cuatro ponentes examina aspectos fundamentales de su
obra: su Orientalismo (que está tan unido a los trabajos
barrocos de Lezama cuanto a las exploraciones críticas y
poéticas de Octavio Paz) es objeto de un metódico
análisis por parte de Julia Kushigian; el efecto de Desplazamiento,
clave de su práctica textual, es estudiado por Suzanne Jill
Levine, a partir de la propia experiencia de traducción de
Sarduy al inglés; la eliminación de toda referencia
a la Teosofía, a Mme. Blavatsky y Krishnamurti en la segunda
versión de un fragmento de Maitreya, permite a Didier
Jaén valiosas verificaciones textuales; el concepto de Barroco,
que evoluciona en Sarduy desde un famoso trabajo de 1972 hasta hoy,
permite a Enrico-Mario Santí una sutil distinción
entre la lectura diacrónica del barroco (a la D'0rs) y la
lectura sincrónica, y por tanto borgiana, del último
Sarduy: en vez de enfatizar la plenitud, lo que ahora éste
enfatiza es la vacuidad del barroco que para él se enlaza
(como lo demuestra también Kushigian) con la vacuidad del
budismo. La discusión vuelve asi al punto de partida. En
mis palabras de presentación subrayo la importancia de Sarduy
como maestro (para mí, en particular, pero también
para los críticos hispanoamericanos) de una crítica
que dialoga con la crítica francesa de igual a igual, sin
supersticiones de dependencia, sin angustias de descastamiento.
La sesión atrae a un público no sólo devoto
de la literatura sino también a nadie menos que al representante
de Cuba ante la UNESCO, el conocido cinematografista Alfredo Guevara,
que llega escoltado por el otrora comentado novelista Lisandro Otero;
después de saludar diplomáticamente a Sarduy, hacen
una pausa y parten silenciosamente. La presencia de estos representantes
oficiales es señal de cómo han cambiado los tiempos.
Durante mucho tiempo, y a pesar de su afiliación a grupos
franceses de izquierda, Sarduy fue ignorado por el régimen
de Castro. Ahora, en cambio, es reconocido en gestos como éste
que si bien no son espectaculares indican un rumbo distinto.
Al terminar la sesión me piden que anuncie que habrá
un homenaje a Bolívar, otro famoso escritor latinoamericano.
Cuando llego al hall del Congreso, veo pasar a una delegación
muy solemne en la que distingo la noble figura de Arturo Uslar Pietri,
más lento y distraído que la última vez que
lo vi, hace años ya en Caracas. Pienso que él debía
estar con nosotros, discutiendo aquellos años veinte de París
en que con Miguel Ángel Asturias, Alejo Carpentier y Carlos
Quijano intentaron forjar una noción distinta de nuestra
identidad. Pero quién se resiste a homenajear a Bolívar,
el padre de todos. Me sumo a la lenta procesión que ocupa
la sala mayor de la UNESCO.
De noche me salteo otro homenaje (a Cortázar en el Palacio
Chaillot) para ir a cenar con el pintor Ramón Díaz
Alejandro y su mujer Catherine. Viven en la misma proletaria rué
des Vinaigriers en que los visité hace ya unos ocho años,
pero han renovado totalmente el departamento que ahora parece mayor,
Ramón, o Mongui, como le dicen los amigos. Es cubano pero
hace mucho que salió de su patria. Después de una
escala en Montevideo, donde estudió en el Taller de Torres
García, con los discípulos e hijos el maestro, vino
a recatar a París. Lo conocí por Jorge Mara en los
años sesenta cuando era todavía un muchacho, obsesionado
por la invención de máquinas hermosas y agresivas.
Su increíble caligrafía de entonces ha madurado en
telas y dibujos de rigurosa imaginación. Las máquinas
vuelan ahora como naves espaciales de un hermoso mundo silencioso,
o se radican extrañas en paisajes dibujados con la minucia
elegante del lápiz de Ruskin. Todo el arte europeo y americano
alimenta esta pintura paródica que se desdobla ocasionalmente
en textos de humor surrealista y en dibujos fálicos de increíble
comicidad. Después de la cena, Mongui me muestra sus últimas
cosas: un tríptico a medio pintar de inquietantes murallas
grises en que el paisaje todavía no ha cobrado vida. Y sobre
el que espejean las pesadillas Carceri de Piranesi. Me pregunto
qué pasará cuando la furia del color entre a saco
con esta imaginería geométrica, algo gélida
en su horror, bella en sus tonos apagados. Por cuadros terminados
recientemente veo que Mongui (que pasó una temporada pintando
a la luz total de San Juan, Puerto Rico) ha llevado su paleta hacia
los rojos, los violetas, los azules extremos. Me resigno ya a la
pérdida de estos grises, de esta neutralidad siniestra, confiado
en que el color hará más intensa aún la práctica
de esa imaginación que es su marca inconfundible.
La presencia de Mongui, su pintura, me apartan de los otros comensales
que sin embargo distingo con toda nitidez. Veo a Catherine mostrar
muy discretamente sus pinturas a mi hija Georgina y a Elsa Gambarini,
veo a Jill Levine empeñada en una pirotecnia de bromas con
el dramaturgo cubano José Triana y su mujer, distingo (casi
invisible) la sonrisa pálida de Jorge Mara. La urbanidad
infinita de David Bigelman. Quisiera hablar con todos, meter mi
cuchara en las simultáneas conversaciones, estar más
alerta, pero la pintura de Mongui y sus comentarios crean un mundo
al que no puedo escapar. Para perfeccionar el hechizo, me regala
un espléndido dibujo en que la perfección de la línea
y el humor del tema no disimulan la tristeza profunda del sujeto:
un hombre desnudo y decorado con un gorro de caracoles, asediado
por simbólicos fálicos.
Llego a casa molido pero antes de dormirme un oscuro sentido del
deber me hace recorrer Le Monde que he cargado todo el día
sin poder abrirlo un instante siquiera. Me entero (entre otras mil
cosas) que todo le está empezando a ir mal a Pinochet, lo
que me alegra profundamente, y que los franceses empiezan a darse
cuenta de que su fuerza es una versión tecnológicamente
más moderna de la siniestra Línea Maginot. Es decir:
una protección que no protege. Lo que devuelve el debate
precisamente al terreno al que la fantasía luiscatorsiana
de De Gaulle quería evitar: cómo coordinar la defensa
del territorio nacional con la de Europa entera. Con estas reflexiones
me entrego a los puntuales brazos de Morfeo.
JUEVES 16
Como para compensarme por no haber asistido al homenaje a Cortázar,
el azar me hace ver al escritor mismo paseando por el Boulevard
Saint-Germain. Hace no sé cuántos años que
no lo veo y lo descubro no sólo más lento (a todos
nos pasa) sino más canoso y vago, como si esos años
que se salteó tanto tiempo con un gesto de muchachón
que ha crecido demasiado lo hubieran esperado en la esquina para
sumársele de un solo golpe. Aunque la luz matinal de verano
dibuja todo nítidamente, veo a Cortázar como uno de
esos fantasmas que acechaban a Lautréamont en su cuartito
de hotel, y que él usó tan hábilmente en "El
otro cielo". No me animo a detenerlo para saludarlo aunque
lo conozco hace tanto tiempo: me cohíbe el hecho de que sus
últimos libros de cuentos me han parecido superfinos: repetitivos
de lo mejor que él ya había hecho en los años
cincuenta y sesenta, sin el juguetón ingenio que era la sustancia
preservativo. Lo veo entrar, altísimo, derecho, borroso,
en Le Danton. Y sigo mis quehaceres. Me dejo tentar por algunas
librerías cercanas. En la Española de la Rué
de Seine veo la gorda edición Ayacucho de la Obra de
Teresa de la Parra y me parece una feliz coincidencia que ayer mismo
haya escuchado una de las mejores ponencias del Congreso precisamente
sobre las Memorías de la Mama Blanca. En veinte minutos,
y formidablemente pertrechada en la mejor critica femenina de hoy
(Barbara Johnson, Shoshana Felman, y otras), Elsa Gambarini desmontó
una escena clave de las Memorias para mostrar debajo del
texto patriarcal y represivo el subtexto femenino. Este trabajo
que rescata la critica feminista de las tautologías del sociologismo
político, fue muy bien recibido y comentado. Hoy, como si
el azar de Nadja todavía funcionase en París,
me encuentro no sólo con el fantasma de Cortázar sino
con una nueva versión bibliográfica de la gran novelista
venezolana. En la librería Gallimard, de Saint-Germain des
Prés, veo y admiro el último volumen de la Pléiade,
dedicado a Rene Char, e irresistible, así como una colección
de trabajos de Lévi-Strauss, Le regard eloigné,
que incluye el seminal texto, "Race et culture",
escrito precisamente para la UNESCO. Creo que éstos son,
también. encuentros fatales y me resigno, alegremente, a
comprarlos.
Al llegar a la UNESCO encuentro mucha agitación oficial:
el Presidente de Burondi será recibido solemnemente y nos
piden a los congresistas que despejemos la entrada al salón
noble, cosa que hacemos de buen humor, para volver de inmediato
a nuestros asuntos. En la tarde asisto a una presentación
de Jacques Leenhardt y Tzvetan Todorov sobre América Latina.
La dedicación del primero a nuestras cosas es conocida pero
el segundo hace sólo relativamente poco que ha vuelto su
curiosidad enciclopédica a este mundo. Resultado de unos
cursos dictados en los Estados Unidos en el volumen La conquete
de l'Amérique, Le discours de l'autre, (Paris, Seuil,
1982). Los especialistas en el período murmuran que el libro
usa materiales archiconocidos y que contiene errores factuales importantes
(yo descubrí sólo uno que me parece decisivo: no advertir
que la pintura del cuerpo equivale a la ropa en las culturas nativas)
pero aun así, es obvio que Todorov consigue dramatizar brillantemente
el conflicto subyacente a las crónicas: cómo referir
el discurso ajeno. Tomando impulso en algunas teorías de
Bajtin, su trabajo reconstruye precisamente esas confusiones, equívocos,
ambigüedades y diálogo de sordos que es el repertorio
histórico de la Conquista. Hace unas semanas, Todorov me
había escrito precisamente para subrayar la coincidencia
entre algunos puntos de vista de su libro y la introducción
a la antología Die Neue Welt, que preparé para
la editorial alemana Suhrkamp (Frankfurt, 1982). Al conversar antes
de su presentación le aclaro que sí que leí
con placer su libro pero que mi antología no sólo
estaba pronta el año anterior sino que se basaba en otra
antología que publiqué en inglés, en 1977,
el Borzoi Book of Latin American Literature (New York, Knopf)
nos felicitamos por la coincidencia y le prometo colaborar en una
nueva revista sobre las culturas mestizas que prepara en París.
La presentación de Todorov es, inevitablemente, menos interesante
que su libro. Además, Birgitta Leander le objeta una descripción
imprecisa de los códices mexicanos. En tanto que Todorov
los presenta como ideográficos y pictóricos, Birgitta
observa que también son fónicos. La discusión
es demasiado especializada para esta sesión y se pierde en
la inatención del público. Pero ese mero intercambio
de observaciones me ha permitido observar hasta qué punto
está afilada la puntería de la nueva directora de
Culturas.
Los corredores y las otras mesas abundan en uruguayos. Desde que
salí de mi país en 1965, no he encontrado tantos por
centímetro cuadrado. La mayoría son viejos amigos
o jóvenes conocidos. Hay ex alumnos, como la narradora Cristina
Peri Rossi a la que intenté, una vez, revelar los secretos
de la versificación castellana. Otros son desconocidos amistosos
como el representante de la agencia IPS que me consulta sobre mis
opiniones sobre el futuro de la democracia en el Uruguay. Trato
de no parecer demasiado negativo pero no dejo de observar que el
camino a recorrer es muy largo y espinoso. Le confío que
tengo más esperanzas en la recuperación cultural del
país, y le pregunto si conoce a la gente de la revista Maldoror
que hace años lucha contra viento y marea por evitar
el sistemático empobrecimiento de una cultura que una vez
nos llenó a todos de orgullo. Al dejar a mi flamante amigo
uruguayo, me topo otra vez con Mario Benedetti que acaba de leer
un cuento en otra sala. Le digo (entre bromas y veras) que Montevideo
estos días se está pareciendo cada vez más
a París, y la sonrisa algo triste con que me contesta me
confirma que realmente es al revés: París se está
pareciendo cada vez más a Montevideo.
De noche voy al estreno de una nueva puesta en escena de Cosí
fan tutft, en el Théatre des Champs Elysées. Y
bajo la dirección musical del argentino Daniel Baremboim.
La dirección teatral, los decorados y los trajes son de Jean
Claude Ponelle. Por televisión había visto algunas
de sus increíbles reconstrucciones de óperas de Monteverdi
y de la soslayada obra de Mozart, La Clemenza di Tito. Su
uso de la simetría barroca y de la recargada metaforización
visual, no me hacían esperar al ingenio neoclásico
de esta presentación. Convirtiendo al viejo filósofo,
Don Alfonso, no sólo en el intrigante que concibieron Mozart-da
Ponte -responsables de la trampa en que caerán las livianas
muchachas del título- sino también en director de
escena y hasta director de orquesta (él ordena a Baremboin
cuándo entra la música). Ponelle ha subrayado el juego
de títeres que esconde la agridulce comedia musical, "dramma
giocoso", de Mozart. La impotencia voyeurística
del viejo es aprovechada por Ponelle para una mise-en scène
que en vez de atenuar la corrupción de los sentimientos
y del sexo la expone más absurdamente. Se crea así
una tensión entre la música leve, cristalina o sentimental,
de Mozart y la manipulación perversa del texto. El publico
reacciona con fuertes aplausos pero no hay esa tensión que
revela una entrega total al espectáculo. Sin embargo esta
versión de Cosí fan tutte es una de las más
imaginativas lecturas de un clásico que he visto y oído
en muchas temporadas.
VIERNES 17
Como tengo responsabilidades burocráticas en Yale (estoy
a cargo de los estudios graduados en el Departamento de Español
y Portugués) debo irme antes de la clausura del Congreso.
Después de algunas peripecias inevitables en la temporada
turística (dificultad en conseguir taxis, filas enormes en
el aeropuerto) abordo un avión de Pan American que me deposita
siete horas y media más tarde, a salvo y fatigado de no hacer
nada, en el aeropuerto Kennedy. Me quedan todavía dos horas
de limousine para llegar a New Haven y empezar el lento ajuste de
lo que se llama el jet: la perturbación causada por
que el cuerpo no viaja a la velocidad del avión y sigue cumpliendo
sus rutinas al ritmo horario de la ciudad que dejamos atrás.
Me esperan un par de días de dormirme a las ocho de la noche
y despertarme, tan lúcido a las tres y media. En el avión,
y para distraerme, repaso algunos de los libros recientes que me
han regalado mis compañeros de congreso unos ensayos útiles
de Josa Pascual Buxó sobre César Vallejo (México,
1982); una selección de artículos de José Miguel
Oviedo. Escrito al margen (Bogotá, 1982), sobre temas
de literatura latinoamericana actual y que lo muestran maestro del
ensayo breve, con punta, y elegante (creo que hoy, sólo se
le acerca Juan Gustavo Cobo Borda, en el mismo registro de intuición
y gracia para escribir crítica); un minucioso estudio de
la obra de Juan Carlos Onetti (Madrid, 1981), a cargo de dos queridos
compatriotas: Omar Prego y su mujer, la historiadora María
Angélica Petit. A diferencia de muchos vedetistas que usan
la producción compleja del narrador uruguayo para lucir sus
plumas, Prego y Petit presentan muy precisamente la trayectoria
de su vida y obra, citando con ecuanimidad la bibliografía
más pertinente y guiando al lector con mano firme por los
laberintos de la imaginación de Onetti. Nada dicen de sus
lamentables opiniones sobre política internacional lo que
es una suerte porque el maestro tiene casi la misma capacidad apocalíptica
de Borges de entender mal lo que oyó apenas. Me caigo de
sueño pero sigo peleando para no perder al hilo de estos
discursos críticos mientras el avión se desplaza inexorablemente
hacia Kennedy.
Posdata. Leyendo el New York Times del sábado
18 me entero que hubo una huelga del Metro precisamente el viernes
17 (lo que explica la demora en conseguir el taxi que me llevó
al aeropuerto). Hablando más tarde con otros congresistas
que se quedaron hasta la cena de clausura me entero de que las últimas
sesiones, con excepción de una, fueron calmas y poco concurridas
por la huelga. La nota insólita la puso el presidente provisorio
de una mesa que se negó a aceptar la práctica común
de que otra persona que el autor lea una ponencia ya autorizada
por el Congreso, y no sólo expulso de la mesa al lector suplente
sino que también expulsó a una de las más altas
funcionarías de la institución. Con esa tan poco diplomática
nota terminó un Congreso que si por algo se destacó
fue por la urbanidad y el alto nivel de sus encuentros. Pero como
decía Joe E. Brown a Jack Lemmon en la hilarante escena final
de Some Like it Hot: Nadie es perfecto. Ni siquiera esa gran
dama que se llama la UNESCO."
Emir Rodríguez Monegal
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