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"Retrato de un Best-seller: Carlos Maggi"
En Temas, nº 7, junio-julio
1966
p. 5-14
"Se ha hablado mucho de la aceptación popular de Carlos
Maggi: su éxito temprano como libretista radial y como humorista
en Marcha; su condición de primer best-seller de su
generación, con un libro de 1951; su triunfo en el teatro
con dos primeras piezas, estrenadas casi simultáneamente
en 1958/59. Menos comentada pero no menos importante es su condición
de precursor de muchas cosas que han resultado obvias desde 1958.
Su precocidad es indiscutible. No bien salido de Preparatorios,
Carlos Maggi (n. 1922) ya es autor de un competente trabajo sobre
Artigas, escrito con su gran amigo Manuel Flores Mora con el que
llegan a ganar un concurso. El trabajo se publica en 1942; ese mismo
año, Maggi lanza la primera revista verdaderamente juvenil
de su promoción, Apex, que publica dos números
en papel de astraza y aparece ya bajo el signo de las preocupaciones
americanistas de Joaquín Torres García y de la literatura
negra de Juan Carlos Onetti, de quien tanto Maggi como Flores Mora,
compañero en la redacción de Apex, eran entonces
afanosos glosadores y réplicas algo más jóvenes
y optimistas. Por ese mismo año, Marcha empieza a
publicar sus primeros cuentos, entre realistas y sobrerrealistas,
inesperados y hasta caprichosos en sus títulos. Uno de los
mejores se llama Louis Jouvet y no presenta al famoso actor
y director francés, aunque se refiere sí a los simulacros
teatrales de la conducta humana: tema que será desarrollado
mucho más tarde en una de sus piezas más ambiciosas,
La gran viuda. Maggi tiene entonces unos veinte años
y se lanza sobre la vida y la literatura con una apetencia, una
sonrisa, un humor juguetón, un sentido funambulesco, sentimental
y a veces hasta dulzón de la existencia, una necesidad de
ser y de afirmarse. Lo increíble es que este muchacho también
está lidiando en otros frentes. La muerte del padre lo ha
convertido bruscamente en cabeza de familia, lo ha obligado a escribir
libretos humorísticos para la radio (no existía entonces
la TV), defendiéndose como podía. Su ambición
estaba puesta sin embargo más alta. Como Balzac, al que se
parece algo físicamente, aunque sin el sesgo demoníaco,
Maggi se multiplica. Para ganarse la vida, escribe libretos: Pobre
mi amigo González, para Los Risatómicos;
Memorias de un Recién casado, para Héctor Coire,
que se acaba de casar; Las divagaciones de la tía Elisa,
en colaboración con la narradora María Inés
Silva Vila, que será su mujer. También inicia una
sección humorística en Marcha, de nivel algo
más alto: En este país, se titula. Al mismo
tiempo, Maggi tienta el cuento en serio aunque sin el éxito
que espera. Por un lapso parece absorbido sólo por las tareas
menores de la literatura y por la necesidad de salir de cualquier
modo a flote. Trabaja en la Biblioteca Nacional, colabora en el
diario batllista Acción, (es uno de los pocos militantes
de un partido tradicional entre los escritores de su generación).
También estudia Derecho, se recibe, se casa. Llegará
a ser abogado del Banco República, a tener casa propia en
Carrasco y un rancho hermoso en Punta del Este, a lograr la fama
literaria como narrador, como dramaturgo, como ensayista popular.
No habrá de perder la sonrisa pero debajo de ella asomará
cada vez menos la mueca del grotesco, el rencor y hasta el resentimiento
que le hizo en sus primeros años ser tan agresivo. De esa
época queda un testimonio en Marcha, un artículo
contra ciertos críticos de su generación, que se titula:
Bueno, yo les dije, y que ha sido comentado suficientemente
en la Introducción a este libro. En esos años, Maggi
tenía la dureza del que cree que todos los demás van
en coche y sólo él anda a pie. Ahora su sonrisa oculta
otra sonrisa. Qué maravillosa es la madurez, me dijo no hace
mucho, y esa otra sonrisa interior, la más suya, se le veía
también sobre la cara.
LA VOCACIÓN DE SER
Por haber empezado tan pronto, por haber sido acosado y acorralado
más por las circunstancias que por los irreductibles demonios
interiores, Maggi fue de los primeros en empezar aquí muchas
cosas. No sólo fue de los que descubrió a Onetti (sin
esperar las celebraciones del cuarto de siglo) y de los que también
descubrió a Espínola (por el que ha tenido una veneración
documentable en una de sus piezas teatrales, La noche de los
ángeles inciertos, sino que ha sido de los primeros que
lo intentó todo en su generación, desde el ensayo
histórico de tipo revisionista hasta el humorismo tópico
que tanto éxito tendría en localizar un nuevo público;
desde el teatro que gusta hasta la pequeña estampa costumbrista
que se lee. Fue el primer best-seller con un libro, Polvo enamorado
(1951), que apareció en una época en que no había
editoriales prácticamente y nadie vendía un ejemplar
de autor nacional. Maggi agotó entonces una edición
que sería tal vez de quinientos o mil ejemplares: cifra pequeña
ahora pero fabulosa para el páramo de aquellos años.
Sin embargo, sólo al triunfar en el teatro con un par de
obras en 1958/59, Maggi se convierte en escritor famoso. El mismo
ha señalado, con exacto sentido de la autoburla, a una periodista
que venia una vez a reportear al hombre célebre: No se
preocupe, aquí nadie es famoso. Es cierto. Pero si hay
alguien cerca de serlo en nuestro ambiente es Carlos Maggi. La paradoja
que encierra este éxito algo tardío es varia. Porque
Maggi ha demorado en llegar a ser realmente famoso, a pesar de tener
en sus manos desde el comienzo la clave del éxito en esta
tierra.
Para entender esta situación hay que volver a mirar un poco
la cronología. Cuando Maggi publica su ensayo histórico
sobre Artigas o cuando saca Apex, cuando entrega sus primeros
cuentos a Marcha, incluso cuando hace humorismo en el mismo
semanario, y luego agota su primer libro de ficción, su fama
tiene ya dos caras, muy distintas: una es la fama anónima,
casi folklórica, de libretista radial; la otra es la fama
personal, más literaria aunque no exquisita, de escritor
conocido y fomentado por una élite. En buena medida, el éxito
de Polvo enamorado lo hizo un brillante y demagógico
artículo de Flores Mora que se publicó en la última
página de Marcha, una de las mas leídas entonces.
Como gran amigo, Flores Mora exaltó a Maggi, y su lector
acudió al libro y lo agotó. El elogio era escasamente
literario pero logró su efecto. Permitió que Maggi
saltara, como literato, la barrera del desconocimiento en que vivían
casi todos los del 45. El éxito sin embargo era relativo.
No existía entonces un público bastante grande para
la literatura nacional, como se decía y repetía entonces
cada semana desde las páginas literarias de Marcha.
La prueba de que ese éxito fue solo un succes d'estime
la ofrece la carrera posterior de Maggi. Polvo enamorado
no tiene secuela inmediata; por otra parte, la editorial que
lo publica (formada ad-hoc por Maggi y algunos amigos) también
desaparece. Hay un hiato. Las actividades políticas (que
ya se han tragado a Flores Mora) también absorben a Maggi
y por un tiempo parece que aquel joven que empezó tan pronto
y con tanto sentido de lo que se esperaba aquí y ahora, había
sido obliterado por el abogado. Entonces aparece Mario Benedetti.
En realidad, también Benedetti se había revelado
antes y con cierta precocidad. Un libro de poemas a los veinticinco
años; la dirección de una revista literaria, Marginalia,
poco después; las colaboraciones cada vez más numerosas
en Marcha y en Número (cuyo consejo de dirección
integra a partir de 1950), ya habían permitido situar a Benedetti
en una literatura exigente y con sus ribetes de exquisita, que la
sucesión implacable y ordenada de sus libros de cuentos,
ensayos y poesía no haría sino corroborar. Pero poco
a poco, después de 1951, empieza a asomar en Benedetti un
escritor bastante distinto: una sección humorística
que viene a sustituir precisamente en Marcha a la de Maggi
y que firma con el seudónimo de Damocles; otras multiplicaciones
periodísticas del humor; una preocupación cada vez
más creciente por el montevideanismo (que ya había
tenido su primera expresión deliberada en un cuento, El
presupuesto, publicado en Numero, noviembre-diciembre
1949); una conciencia cada día más angustiada por
los problemas del Uruguay y de la América hispánica,
irán modificando a Benedetti, haciéndole dejar atrás
su piel exquisita de lector y glosador de Proust y Graham Greene,
y lo convertirán en el montevideano por antonomasia (aunque
nació en Paso de los Toros), en hombre hondamente preocupado
por lo nacional, en el escritor de su generación que mejor
se identifica con las aspiraciones y frustraciones de la clase media
ciudadana. Benedetti acaba por asumir a ojos de todos una conciencia
nacional aterida, de testigo implicado, que es su mejor definición,
como se ha visto ya en la segunda parte de este libro. El éxito
de este Benedetti es unánime. Se convierte sin duda alguna
en el best-seller de su generación.
Hay aquí una ligera injusticia, porque parece claro, retrospectivamente,
que antes que él, y con una entonación más
apasionada incluso, Maggi había abierto los mismos caminos
de la preocupación y del enfoque satírico del contorno
inmediato. Es cierto que Maggi, al hacerlo, también recogía
una tradición local bastante considerable: la de Wimpi, la
de El Hachero, y sobre todo la de Julio E. Suárez, creador
y fundador de Peloduro, de tan querida memoria. Pero Maggi ya lo
había hecho con un encaje literario que casi siempre faltaba
en sus modelos. Incluso lo había hecho con un sentido muy
cabal de ser (y no sólo parecer) montevideano. Pero en tanto
que él llega antes y prematuramente, Benedetti llega precisamente
a punto. Es cierto que con el rodar de los años, Maggi vuelve
a la literatura y (paradoja que no ha sido señalada, creo)
vuelve para hacer las mismas cosas, aunque desde una altura de su
madurez que asegura sí el éxito. Consigue captar al
público de antes, ahora acrecido, ahora existente y real
y empieza a convertirse para muchos en la imagen de lo que fue desde
siempre, con una fidelidad interior muy conmovedora. En tanto que
Benedetti, cumplido ese segundo ciclo de su expresión literaria,
ese montevideanismo que ha sido su pasión y su cruz, parece
orientarse hacia otras dimensiones, como lo revelan algunos de sus
últimos cuentos recogidos por la página de los viernes
de La Mañana.
Algún cronista ha insistido en explicar el primer cambio
de Benedetti como si se tratara de un caso de doble personalidad:
un doctor Jekyll que escribe su obra más literaria y ambiciosa,
un Mr. Hyde que hace el humorismo de Damocles. En realidad, las
dos personalidades son una, y el paso de la una a la otra es mucho
más frecuente de lo que se cree. Recientemente Fernando Ainsa
comentaba Gracias por el fuego, señalando que algunas
páginas parecían escritas por el humorista. El Dr.
Jekyll de la literatura exquisita revela muchas veces al Mr. Hyde.
Cabría decir que en Benedetti se produce a veces la imposible
fusión, el Dr. Hyde al fin. En Maggi también podría
encontrarse superficialmente semejante duplicidad que marcarían
las figuras contrastadas del historiador y del libretista radial,
o del dramaturgo ambicioso y el letrista de murga. Pero también
aquí la dualidad aparente en la superficie se disuelve en
una curiosa unidad real. Incluso diría que, menos conflictual
que Benedetti, menos acosado, más ajustado a sus límites
y a los límites de este país, Maggi está cerrando
(oh, la madurez) la curva total de su personalidad con una sola
línea continua.
DE AQUÍ Y DE AHORA
Con motivo del estreno de su tercera obra teatral, La gran viuda,
en 1961 Maggi escribió para el programa y sus eventuales
lectores una declaración que resume no sólo su curriculum
vitae básico sino que también precisa su ambición
central. Allí dice: "Yo, señor, soy de Montevideo.
Nací acá hace treinta y ocho años y viví
en la Aguada, en el Cordón, en el Centro, en Malvín,
en Pocitos. Pasé días de verano por casi toda la costa,
pesqué unos cientos de pejerreyes y trabajé en una
oficina pública. No creo que nada de esta ciudad me sea ajeno.
También trasnoché en el Café Metro, en rueda
de intelectuales inéditos, y fui titulero, cronista y redactor
de Acción. Me ocupé de historia, leí algo de
filosofía, publiqué dos o tres libros, gané
concursos; van tres épocas en que colaboré en Marcha.
Fui jugador de las divisiones inferiores del Club Atenas aunque
me hubiera gustado más ser Juan Alberto Schiaffino y, como
todos, estudié abogacía. Escribí audiciones
de radio y por los libretos de los Risatómicos cobré
veinte veces más de lo que establecía el laudo. Hace
unos años logré liberarme de esta sacrificada manera
de multiplicar los panes y por ahora contengo la tentación
de sentirme rico sirviendo a la televisión: se parece demasiado
a la literatura, sin serlo. Me conformo con recibir un décimo
de los honorarios que marca el Arancel de abogados, estando en el
Banco República y en uso de este privilegio me fueron quedando
ganas para escribir La Trastienda, La Biblioteca y La
noche de los ángeles inciertos, que se estrenaron en los
últimos tres años; también esta Gran Viuda,
y algunas otras que están a la sombra de una carpeta.
Ud. debe saber, señor, que los autores -los que como yo no
están enfermos de anormalidad ni de genio- son, en buena
medida, el mero reflejo del medio en el cual viven. Por eso, cuando
la obra que va a ver en este teatro le resulte buena o mala, seria
o superficial, agradable o aburrida, piense que en cierta medida,
eso se debe a mí pero también a Ud.; porque usted
contribuye a que Montevideo sea Montevideo. A los ingleses les pasa
lo mismo, aunque allá sí, allá tuvieron tiempo
para darse cuenta de que eran ingleses. Sucede que también
la autenticidad es una larga paciencia, porque no es fácil
estar en lo de uno, llegar a ser lo que uno es; y menos fácil
resulta aquí, en un país a medio hacer. Por eso cada
día somos y no somos uruguayos, cada día somos y no
somos nosotros mismos. Fue a partir de esta consideración
que escribí La Gran Viuda: pensando en este país
que es y no es. Aunque, lo confieso, todavía no sé
si me parece del todo mal esa indecisión de la personalidad
que padecen tantos, eso de estar como desacomodados en el mundo
circundante, como queriendo no ser de aquí para ser mejores;
aunque no sepan cómo".
Este tema -un país a fare, por eso mismo un país
cuya autenticidad es todavía un problema- guía toda
la búsqueda de Maggi. Su inquisición de la realidad
nacional se apoya precisamente en una nostalgia de lo auténtico,
que para él se identifica con el buen tiempo criollo de antes,
y en una denuncia, cada vez más urgente y acre, de la realidad
desmonetizada de hoy. A semejanza de Washington Lockhart (de quien
se habla en la cuarta parte de este libro) y de Mario Benedetti,
también Maggi cree que antes éramos mejores, más
puros, más verdaderos. Es cierto que falta en Maggi ese matiz
apocalíptico del antimodernismo de Lockhart (Maggi hasta
ha hecho cine, en La raya amarilla, y con éxito);
también falta, a pesar del común origen italiano,
esa melancolía que yace en el fondo del humor de Benedetti.
Por eso mismo, la lucha de Maggi contra el medio, su denuncia y
su queja, se envuelve casi siempre en una forma equívoca,
o ambivalente, desde cuyo fondo asoma indestructible una sonrisa.
Aquí cabría subrayar la influencia de Espínola
que en la generación anterior supo hacer su denuncia (el
quietismo, la falta de espiritualidad, de sentido trágico
y trascendente de la vida, son los temas dostoyevskianos de Sombras
sobre la tierra, 1933) pero sin perder del todo una compasión
última por esos mismos personajes cuya miseria se deletrea.
AI comentar el teatro de Maggi habrá ocasión de volver
con más detalle sobre esta influencia tutelar. Se anota ahora
porque ella contribuye a comprender la diferencia que hay entre
la denuncia, resentida hasta el autodesgarramiento expresionista
de Benedetti, exasperada y sin salida, y la crítica de Maggi,
que encuentra casi siempre la válvula de escape del grotesco.
Un cuento que ha publicado no hace mucho en la página de
los viernes de La Mañana (se llama Trinidad y
está en setiembre 25, 1964) es buen ejemplo de la duplicidad
crítica de su enfoque actual. La historia de un envejecido
periodista que financia las aventuras de un negro con una rubia
casada para obtener vicarias gratificaciones de voyeur y
lograr así empujes viriles que parecían ya perdidos,
está contada por Maggi con una atenuación de las peores
implicaciones homosexuales del tema, disolviendo el conflicto en
una suerte de chiste verde para rueda de probados amigos. El nivel
chacotón en que se coloca Maggi exorciza las perversiones.
Compárese su tratamiento de estas sordideces con el de Onetti
en un cuento como El infierno tan temido o el de Benedetti
en algunos de sus más crapulosos Montevideanos y se
verá el abismo interior que separa estas creaciones de las
de Maggi.
LA REALIDAD Y SUS FANTASMAS
Por eso, como censor de la realidad nacional Maggi ha tenido una
actitud ambivalente. Uno de sus críticos (Rubén Cotelo,
El País, diciembre 13, 1964) ha señalado la
evolución de la actitud de Maggi tal como la ilustran sus
libros de estampas costumbristas y de artículos tópicos.
El Maggi que empieza a evocar con nostalgia el Uruguay criollo en
Polvo enamorado (1951) es el mismo que funda la sección
humorística en este país. Pero a medida que las épocas
se endurecen y que la fracción del partido colorado que él
apoya pierde clamorosamente el poder (la derrota de 1958 es sobre
todo una derrota personal para Luis Batlle), la visión de
Maggi se agria, el Uruguay pasa a ser un paisito, de nacionalidad
discutida y discutible, impuesto políticamente sobre el Río
de la Plata por los ingleses (esos villanos de la historia a la
francesa que domina todavía por estos lados), dudoso hasta
del nombre mismo de su nacionalidad (somos orientales y no uruguayos,
insiste Maggi), un país no sólo en quiebra sino en
duda. Sin embargo, un país muy querido. Hay una diferencia
de tono en sus libros posteriores a 1958, como se ve repasando sus
últimos trabajos recogidos en El Uruguay y su gente (1963)
y en Gardel, Onetti y algo más (1964) que reproduce
muchas estampas de Polvo enamorado pero agrega otras menos
nostálgicas. La visión actual de Maggi se puede sintetizar,
por ejemplo, en este párrafo del libro de 1963: "Este
es un país fuera de sí, vale decir: imitador de los
demás y distraído de sí mismo, echado para
afuera y despreciativo de lo bueno que tiene y hasta de lo malo
que le pasa; en una palabra: es un país que muere cada día
y cada día es engendrado por fecundación artificial;
algo sin médula, casi sin conciencia de su propia historia,
casi sin masa; no vive sobre sí mismo, no se continúa;
es una pluma al viento, llevada por uno para aquí, soplada
de lejos para allá; una nadita que no sabe lo que quiere
ni quien es, un puñado de seres sin nacionalizar; en el mundo:
una pequeña población insignificante, cosmopolita,
un detritus flotando a la deriva". Es fácil advertir
que el desdén acaba por convertir a Maggi en víctima
de lo mismo que denuncia: "despreciativo de lo bueno que
tiene y hasta de lo malo que le pasa", es una frase tipo
boomerang.
No es casual por eso mismo que un crítico muy vinculado
últimamente al oficialismo blanco (Arturo Sergio Visca, también
en El País, marzo 14, 1965) haya violado su consigna
no escrita de no ocuparse de libros recientes para atacar a Maggi
por su visión deformada del Uruguay. Algo de lo que dice
allí Visca es compartible: no es necesario saber mucha historia
nacional para descubrir que cuando Maggi presenta al Uruguay posterior
a 1830 como una verdadera Arcadia está sufriendo una inesperada
miopía en quien empezó sus faenas literarias con un
trabajo histórico. Una de las frases que Visca recoge es
muy elocuente: "Concretamente aquí, en el Uruguay,
durante muchos años posteriores al 1830 contemplamos descansadamente
cómo los vacunos se amaban los unos a los otros y oímos
con deleite ocioso el rumor de la espontánea y divina función
clorofiliana alfombrando estos campos. Fueron los tiempos felices
del asado con cuero y la importación de adoquines suizos.
Así nos acostumbrábamos a vivir sobre una inundación
de pastos sabrosos, ahítos de rica carne y de buena lana;
sin lujos, pero sin trabajo; gozando despaciosamente este clima
gratuito, pisando sin sobresaltos este suelo dulce; regalones, bucólicos,
rentistas porque sí, recostados a una naturaleza ancha y
tierna como un ama de leche. Durante la larga aldea, paladeamos
un tiempo espumoso, calentito, recién ordeñado, nata
de tiempo colono; campo abierto y carne gorda. Y nos hicimos a eso.
Tan es así que aún hoy, cuando el mundo se nos viene
abajo, todavía hoy resiste adentro de cada uno de nosotros,
como acunado en el regazo de tanta opulencia, un criollo sentencioso
y lento, alguien que puede vivir al tranquilo porque tiene todo
lo poco que necesita. En el fondo de nuestra alma hay un haragán
que se sentó a tomar mate. No es que esté pensando,
resolviendo, hundiéndose en sí mismo, tenso y viviente;
se está dejando ir al ritmo de ese oleaje amargo. La pequeña
calabaza tibia es un segundo estómago sujeto en el hueco
de la mano y él rumia lo verde, absorto, ensimismado, meditabundo
sin meditar, al modo de una vaca que cae del cuero hacia adentro
y parece grave. Pero no hay nada que le esté pasando".
Visca pone en su sitio estas efusiones sentimentales al citar unas
palabras de José Pedro Várela, escritas hacia 1870
y tantos; "En cuarenta y cinco años hemos tenido
diecinueve revoluciones. La guerra es el estado normal de la República".
La guerra, y no el lento deglutir del mate. También podría
haber citado las cartas que envía treinta años después
José Enrique Rodó a Juan Francisco Piquet y en que
comenta la Revolución de 1904, que entonces azotaba el país.
Lo curioso es que Visca se limita a señalar su objeción
y no prosigue este camino del análisis, para dar con la causa
de esta ceguera de Maggi. Tampoco lo hace, a negar de estar teóricamente
situado en una posición sociologizante de la crítica,
Rubén Cotelo. Ninguno de los dos se pregunta por qué
este uruguayo que indudablemente estudió historia y conoce
y ama a su país prefiere evocar un Uruguay arcádico,
que nunca ha existido, para oponer a los acomodos y tristezas del
actual.
La respuesta quizá la pueda dar la misma situación
existencial de Maggi, descendiente de inmigrantes y con la necesidad
punzante de arraigarse en una patria hasta hace poco ajena. Esa
patria resulta contemplada a través de una falsa proyección
sentimental que trastrueca los valores históricos. También
Borges, descendiente de portugueses, de ingleses y tal vez de judíos
sefarditas, no se cansa de evocar en sus poemas o relatos las gestas
de mínimos antepasados que combatieron y murieron por la
patria. Ese mismo rasgo de nostalgia del desarraigado se encuentra
también en Benedetti, que a pesar de lo que enseña
la historia patria, imagina en El país de la cola de paja
(1960) un Uruguay decente, un Uruguay digno, el de sus padres.
Tanto Maggi como Benedetti olvidan que ese Uruguay decente fue el
que fundó el negocio electoral, dio el golpe de estado de
Terra, maquinó el reparto proporcional de la hacienda pública.
En el caso de Maggi la ilusión arcádica se complica
en la práctica porque a diferencia de Benedetti, milita en
la misma fracción que con su desgobierno trajo estos lodos
de hoy. La clave de esta doble ceguera habrá de encontrarse
en una actitud en buena medida generacional. Excelentes hijos casi
todos, los escritores del 45 heredan un país deteriorado
por la corrupción de unos y la impotencia y blandura de otros,
y en vez de recelarse contra sus padres para fundar de nuevo la
nación, con toda responsabilidad y riesgo, se refugian en
la crítica cejijunta y trascendente, y en la estampa satírica.
Rehuyen el parricidio y se consuelan con la literatura. Por eso,
sus ataques resultan a la postre ineficaces y sólo sirve
para perpetuar (avanzada la madurez) una situación de adolescencia.
De esta situación arranca el error de enfoque de Maggi que
Visca denunciaba tan acertadamente. Es un error que cabría
calificar de murénico, convirtiendo en adjetivo el nombre
del notorio ensayista argentino. Ese error consiste en extrapolar
una situación particular de una clase en un momento dado
de la historia, y hacerla válida para todo un país
o un continente. Así como Murena, en su libro sobre el pecado
original del continente, ve a toda América como poblada de
inmigrantes recién llegados (hasta los indios del Altiplano
le parecen europeos), Maggi ve el Uruguay del siglo XIX, ese Uruguay
que Hudson llamó La Tierra Purpúrea porque
realmente la vio cubierta de sangre, como si fuera una época
de siesta y mate.
Felizmente para Maggi, como para Benedetti, la parte más
importante de su obra no descansa en esa crítica moral de
costumbres de este o de otro tiempo. Es cierto que es la que les
ha dado más fama. Pero no conviene confundir fama con calidad
literaria. Ya Rilke se refirió a ese malentendido. Aquí
podría volver a subrayarse la paradoja de que sean Maggi
y Benedetti los más difundidos críticos de la situación
nacional cuando son notoriamente otros (Pivel Devoto, Ardao, Solari,
Real de Azúa, Ares Pons, para citar algunos ejemplos que
se examinan en la cuarta parte de este libro) los que han hecho
y continúan haciendo el trabajo realmente crítico.
Pero si como ensayista Maggi, o Benedetti, interesan sólo
por ser índice de las predilecciones del lector uruguayo,
el enfoque cambia radicalmente si se les considera en su actividad
verdaderamente creadora. Para Benedetti (ya se ha visto) esta dimensión
se da sobre todo en el cuento; para Maggi ocurre en el teatro. Las
mismas observaciones que se pueden hacer con respecto a las tesis
de sus artículos son válidas para las tesis de sus
obras, especialmente para la más crítica, La Gran
Viuda, hasta el momento, su mayor esfuerzo satírico.
Pero como pasa a menudo (le pasa incluso a Brecht) Maggi es tanto
mejor comediógrafo cuanto menos se preocupa por el mensaje
de sus piezas. Por ahora, ese mensaje ha sido para él sin
duda un lastre.
EL TEATRO DE MAGGI
La labor teatral de Maggi se ordena hasta la fecha en cuatro piezas
largas, algunas cortas que no se han representado pero sí
han sido publicadas, algunos sketches para revistas y hasta canciones
de murga para una obra de Mauricio Rosencof (El gran Tuleque,
1960), y un collage de textos propios y ajenos que se estrenó
en 1965 con el título de El pianista y el amor, y
que aprovecha una de sus mejores piezas cortas, El apuntador.
En plena producción desde 1958, resulta aventurado pronunciarse
ya sobre el rumbo que tomará el teatro de Maggi. Parece preferible
considerar las cuatro piezas que por ahora concentran su mayor ambición.
El orden de estrenos no coincide con el de composición. Así
La trastienda (1958) se estrenó antes que La biblioteca
(1957), a pesar de ser posterior; lo mismo pasa con La gran
viuda (1959), escrita antes y estrenada después que La
noche de los ángeles inciertos (1960), que viene a ser
así su última pieza importante. Aquí he preferido,
sin embargo, el orden de estrenos porque Maggi ha colaborado casi
siempre muy estrechamente con los directores de sus piezas, y ha
estado haciendo ajustes y retoques hasta el último ensayo;
por eso, las fechas de estreno dan un tope máximo de elaboración
de cada obra. La línea que dibujan sus cuatro piezas importantes
es sinuosa.
La trastienda se ocupa de mostrar, en un estilo de naturalismo
satírico que está claramente emparentada con el grotesco
de Discépolo, o de los maestros italianos de ambos, la historia
de una familia de comerciantes que es devorada por la codicia y
la sordidez del alma. La obra se inicia con una suerte de ballet
feroz en que todos buscan la fortuna, enterrada en alguna parte,
de un tío muerto, y en donde se perfila ya la figura de José,
el más duro, el que acabará por quedarse con la herencia.
El último acto reitera el ballet pero ahora la figura central
es aquel José, viejo y paralítico, a cuyo alrededor
se mueven las mismas alucinaciones de la codicia. Este personaje
es uno de los mejores retratos escénicos de Maggi y da a
la pieza una densidad de la que carecen los demás, divertidas
viñetas por lo general. Por el camino de La trastienda,
Maggi pudo haber compilado toda una Comedia Humana teatral uruguaya.
El que no lo haya hecho, el que alterase su rumbo, certifica la
naturaleza de su talento y de su ambición.
Porque La biblioteca ya se propone otra cosa. Allí
Maggi toma el tema clásico de la administración pública
y lo encara en términos a la vez uruguayos y universales.
Es cierto que hay raíces locales fácilmente documentables
en esta alegoría kafkiana. Todos sabemos que Maggi fue funcionario
de la Biblioteca Nacional. Pero si el autor se apoya en su experiencia
para recoger en lo vivo ciertos rasgos de esta Babel, no es menos
indudable que la obra debe su brío, su fuerza comunicativa,
aún en el texto impreso, a una peculiar visión teatral.
La pieza gira en tomo de la figura de un bibliotecario ideal que
asume su puesto de Director con todas las ilusiones de la juventud,
y la ve poco a poco hundirse en el caos de la redistribución
administrativa y hasta en la completa demolición. Maggi no
ha querido caracterizar a nadie en este personaje que no está
suficientemente dibujado como para tener individualidad. Es el prototipo
del Jefe, que sueña con planes de futuro en el acto primero,
con programas extra conyugales en el segundo y con el hogar dulce
hogar en el tercero, mientras o su alrededor la realidad roe y desgasta
la Biblioteca.
Pero no es este personaje, ni los otros rápidamente esbozados
también, quienes importan en la pieza. Importa sobre todo
una visión dinámica, de rápida fantasía
afectiva que levanta en acción visual frenética ese
ballet de la Biblioteca que está siempre construyéndose
en teoría y destruyéndose en la realidad. Para la
culminación del acto primero, Maggi transforma a los bibliotecarios,
espoleados por la colocación de la piedra fundamental del
edificio, en una murga que canta el futuro traslado. Para el acto
segundo inventa una multiplicación física del espacio
que hace rendir el doblo a cada sala (luego las hará rendir
el cuádruple) y también intercala una hilarante escenita
en que un investigador pide el texto original de una tesis de Schopenhauer
sobre la cuádruple raíz del principio de razón
suficiente. (Esta escena no figuraba en una primera redacción,
como podrá advertir quien repase el texto en la edición
publicada en 1961.) En el acto tercero ya no existe la Biblioteca
y los empleados siguen viniendo al terreno baldío a cumplir
el horario.
Como Pirandello, el precursor, como Brecht y como Adamov, Maggi
tiene ese tipo de imaginación teatral capaz de visualizar
en acción (y no en mero movimiento físico) el conflicto
esencial de la obra. Su acción es metáfora teatral.
Por eso su obra de entonación expresionista, alcanza la alegoría
sin sacar los pies de la tierra. En La Biblioteca, el personaje
central es la Biblioteca: es decir, el mundo, devorado por el Tiempo.
El don de Maggi para el diálogo, su felicidad para la réplica
cómica (a veces, demasiado obvia, pero casi siempre punzante),
un cierto rasgo absurdo del humor, disimulan este aspecto alegórico
de su obra, que reaparece también más atenuado en
su restante producción. Pero es aquí donde Maggi ha
estado más cerca de la verdadera recreación artística
de uno de los mitos más tenaces de nuestra realidad: el mito
de la seguridad estatal, del planeamiento burocrático, del
paraíso laico fundado por Batlle. Lo Biblioteca supone la
reducción al absurdo, el súbito desgarrar la piel
de la apariencia, la alegoría que revela la medida de nuestros
sueños mas tenaces.
De otra índole es La noche de los ángeles inciertos.
El tema de la obra daba para su acto largo, y sólo para un
acto largo. El autor entendió esto, claramente al concentrar
la pieza en una acción y en un tiempo. Pero necesidades tal
vez ajenas a la creación dramática le hicieron interponerle
entre el primero y el tercero acto (ambos situados en el mismo cabaret)
un segundo acto episódico, que estira la acción, la
diluye en apuntes satíricos de calidad muy menor y rompe
definitivamente la unidad de clima dramático de la obra,
Un tenue pretexto -el peregrinaje de Costita y su madre por la casa
de familiares, jefes o amigos, para obtener los cincuenta pesos
que necesita para comprar una noche con Doria, la prostituta de
la que está enamorado- apenas justifica la inserción
de una serie de sketches en que se ve la mano y el ojo de
Maggi, buen observador superficial de costumbres rioplatenses, pero
que en definitiva sólo agregan materia externa a una obra
que no la necesitaba. Lo que sí había de lograrse
era la continuidad del clima afectivo y poético que con tanto
afán crea Maggi en el primer acto. Ese clima se diluye con
las estridencias, dramáticamente superfluas, del segundo
acto y penosamente se reconstruye en el tercero, cuando la acción
vuelve al cabaret.
Si se prescinde de este acto segundo, queda una pieza más
concentrada en la que Maggi paga tributo a su gran admiración
por Francisco Espínola, al que también dedica apasionadamente
la obra. La relación entre la pieza de Maggi y el mundo fabuloso
de Espínola es fácil de trazar. Cualquier aficionado
al maestro de San José puede reconocer en el protagonista,
ese Costita, boxeador fracasado, que persigue a la bailarina de
cabaret, a aquel jorobadito, Carlin, de Sombras sobre la tierra,
que llega al prostíbulo de pueblo con la moneda calentita
en la mano, y no se atreve a pedir a la más linda y buena,
a Margarita, e invita en cambio a la más fea y desdentada,
para recibir (como un golpe de serrucho en el alma) la risa de prostitutas
y clientes, para sentir, ya ciego de humillación, la mano
de Margarita que viene a rescatarlo, a llevárselo a su cuarto,
a entregársele.
En aquel Carlin está el germen de este Costita, aunque Maggi
ha ampliado naturalmente el personaje y ha sabido anotarlo con los
tics del boxeador estupidizado por las palizas, y ha escrito para
sus monólogos (la misma pelea alucinadamente repetida, el
castigo infernal a manos del boxeador negro) los mejores momentos
dramáticos de la obra. Pero si Maggi ha conseguido aquí
arrancar del apunte de Espínola y elevarse hacia una concepción
escénica viable, en otros pasajes de su pieza la inspiración
del maestro no hace sino subrayar las limitaciones del discípulo.
Tal vez sea también de Sombras sobre la tierra la
idea de mezclar la celebración de Noche Buena con la corrupción
cotidiana de un cabaret. En la episódica novela de Espinóla
hay una celebración de Semana Santa en el prostíbulo.
Tal vez de un cuento que se titula Rancho en la noche arranque
Maggi para su versión -entre simbólica y naturalista-
de la misma fiesta, con las bailarinas de cabaret convertidas en
los ángeles inciertos del título, la dueña
en discutible Virgen María y su joven amante en un sórdido
San José. Pero si en la novela y en el cuento de Espínola
los elementos directamente extraídos de la realidad circundante
lograban armonizarse casi siempre con un estilo que tiene sus naturales
contactos con el expresionismo (no en vano Espínola escribe
en los años treinta), en la pieza de Maggi no se logra nunca
esa unidad de clima que permite pasar eficazmente de un mundo a
otro.
Donde se advierte mejor el error de querer adaptar así a
Espínola es en una frase que Maggi inserta a comienzos del
tercer acto. Uno de los borrachos que frecuentan el cabaret le cuenta
a su compañera ocasional:
"-Asi le dijo: Ud. entra nomás, amigo
Sosa, y agarra la yegua, le dijo. Para eso es mi amigo. Ud. entra
y la agarra y se la lleva, y si la yegua no está, si la yegua
no está, tampoco importa. Ud. se la lleva lo mismo. Eso es
un amigo, verdad?"
En el cuento de Espínola (Qué lástima,
de 1933) la frase no está referida en un diálogo ajeno,
como aquí, sino que ocurre directamente, en una narración
que presenta con toda lentitud el encuentro casual de Sosa y Juan
Pedro, que transcribe su diálogo sabroso, hecho de tiempo
y canas, de largos espacios sin palabras en que los dos hombres
se van hundiendo más y más en una amistad a primera
vista (como se dice: amor) y de la que saldrán, borrachos,
delirantes, hacia el aire frío, en una completa trasmutación
de identidades: Sosa llamará Sosa a Juan Pedro, y éste
le retrucará llamándolo Juan Pedro. Pero si la frase
que Maggi recoge por boca de uno de sus personajes (esa entrega
tan absoluta de la yegua que alcanza a violar las leyes de la realidad),
si el chiste a la Macedonio Fernández que Espínola
en su cuento hace funcionar tan magníficamente, en la obra
de Maggi queda reducido a su esqueleto conceptual. Es una broma.
Apenas.
Acá se capta el error fundamental de La noche de los
ángeles inciertos como creación dramática
y literaria: su incapacidad de comunicar emocionalmente temas y
motivos poéticos que Maggi ha concebido a partir del fecundo
mundo narrativo de Espínola y que ha hecho suyos por un proceso
de identificación emocional. No basta por eso que Maggi recoja
dichos o personajes; no basta intentar la recreación de un
clima en que el apunte realista aparece trascendido por la entrañable
visión del artista; no basta continuar, dentro de la línea
original, esos temas o motivos. Maggi debió haber trasmutado
la materia misma. Si lo intentó, es indudable que no lo consiguió.
La obra da indicios, aquí y allá, de un Maggi posible:
más ambicioso en sus temas literarios, más poético
o denso en sus imágenes, pero un Maggi todavía futuro.
Con La gran viuda (que fue escrita antes), Maggi parece
dar un paso atrás, abandonar el grotesco sentimental y poético,
e instalarse en un territorio más seguro: la sátira
de la falsa cultura, o de la inautenticidad. En la figura de Eleonora,
mujer que está constantemente dramatizando su vida, Maggi
ataca la afectación intelectual. La burla es muy directa:
la protagonista recita fragmentos de tragedia griega mientras su
marido agoniza; le roba el novio a su hermana para sentirse heroína
de novela. Hay un personaje que recita poemas de Neruda y de Lorca,
olvidándose de declarar la paternidad; un filósofo
vagamente anarquista que la protagonista trata como un muñeco,
a pesar de sus pretensiones trascendentes. Lo malo no es (como creyó
Maggi después de la unánime censura de la crítica
teatral montevideana) que su sátira contra los falsos intelectuales
levante resquemores. Todo lo que dice está bien, pero esa
gente no importa. La verdadera inautenticidad de los intelectuales
uruguayos corre más profunda y es más grave. La burla
de Maggi no la alcanza. Por otra parte, sus personajes y situaciones
son tan caricaturescas que hasta hacen olvidar el propósito
inicial. La obra no crece, después de un primer acto divertido,
y parece terminada de apuro. Si Maggi hubiera explorado un poco
más hondo en esa Eleonora habría descubierto que la
raíz de su inautenticidad (como ha señalado uno de
sus críticos) está en el egoísmo, el mismo
egoísmo que convierte en monstruo a José, el protagonista
de La trastienda. Por ese camino, la pieza podría
haberse salvado. Tal como está es a ratos divertida y en
definitiva irredimible.
Felizmente, la cronología de composición nos enseña
que La gran viudad es anterior a La noche de los ángeles
inciertos. Después del traspiés de aquella pieza,
Maggi apunta más alto y aunque yerra, esta más cerca
de lograr una obra valiosa. Es el suyo un fracaso distinguido. No
es el fracaso de la mediocridad. De un escritor de tanta facundia,
tan inventivo e inesperado, cabe aguardar nuevas obras, nuevas volteretas,
nuevos descubrimientos. La madurez es maravillosa, sobre todo, porque
permite reconocer el verdadero camino."
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