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"Guimaraes Rosa en su frontera"
En Temas, 1ª. Época,
nº 1, abril-mayo 1965
p. 3-9
Para Virginia y Walter Wey, que me
facilitaron el acceso a este mundo.
"Los sucesores de Colón siguen descubriendo América.
Cada tanto Europa (o los Estados Unidos) lanza un nuevo gran novelista
latinoamericano que era tal vez conocido en su patria pero no había
trascendido las fronteras nacionales lingüísticas. El
caso de Rómulo Gallegos, con Doña Bárbara,
en 1929, o el de Ciro Alegría, con El mundo es ancho y
ajeno, en 1941, son demasiado conocidos para necesitar mayor
glosa. Estos últimos años, La ciudad y los perros,
de Mario Vargas Llosa (1963), o Los albañiles, de
Vicente Leñero (1964), han venido a demostrar que el proceso
sigue su marcha. Lo que Luis Alberto Sánchez calificó
con precisión periodística de "intersordera
continental" hace ya muchos años, esa incomunicación
suicida entre las distintas naciones de la América Latina,
resulta aún hoy verdad. A pesar de los esfuerzos de muchos,
de la organización cada día más numerosa de
congresos, simposios y números especiales de revistas, la
América Latina sigue siendo un continente a descubrir.
Ejemplo es en este sentido el caso de João Guimarães
Rosa a quien muchos consideran en el Brasil el mayor novelista vivo
y cuya obra es prácticamente desconocida en el resto de la
América Latina. La traducción al alemán de
su única novela: Grande Sertão: Veredas y el
éxito crítico que ha obtenido, llamaron la atención
del mundo sobre Guimarães Rosa. Una traducción norteamericana
-hecha con esmero por James L. Taylor y Harriet de Onís,
publicada por Alfred A. Knopf con el título de The Devil
to Pay in the Backlands (New York, 1963) ha contribuido a la
cotización internacional de Guimarães Rosa. La editorial
barcelonesa Seix-Barral anuncia para el futuro cercano una versión
española del gran libro.
Sin embargo, en el caso de Grande Sertão: Veredas (que
significa: Gran Desierto: Arroyos) la traducción por sí
sola no basta porque se trata de una obra cuya complejidad, cuyas
raíces étnicas y mitológicas, cuyos supuestos
culturales y estilísticos no son fácilmente perceptibles,
requieren un lector muy atento y una crítica muy alerta para
sus implicaciones. El desinterés con que ha sido recibida
la novela en los Estados Unidos pone en evidencia mejor que nada
este aspecto de la obra, al mismo tiempo que ilustra la naturaleza
de la crítica bibliográfica en dicho país.
Que Guimarães Rosa haya pasado casi inadvertido y que en
cambio un libro agradable pero fácil como Gabriela, cravo
e canela, de Jorge Amado (también publicado por la misma
editorial norteamericana) se convirtiera en un éxito de librería
y de crítica, demuestra, que el traslado y la aclimatación
de los valores culturales depende da algo más que la calidad
intrínseca de los mismos. Por eso, parece tan importante
tratar de considerar la obra y la personalidad de Guimarães
Rosa en su propio habitat.
I. EN EL TALLER DEL NOVELISTA
Nacido en Codisburgo, Minas Gerais, en pleno centro del enorme
país y en una de las tierras de más vieja tradición
histórica, Guimarães Rosa, pertenece a una familia
patricia. Es hombre de este siglo (nació en junio 3, 1908)
y aparece por su educación vinculado a la vida activa de
su Estado natal. Estudia medicina, se recibe y ejerce la profesión
en el interior, participa como médico del ejército
en la guerra civil de 1932. De esa experiencia recoge el caudal
de observaciones, el contacto inmediato con la tierra y los hombres,
la visión de la sangre y la violencia que luego ilustrarán
sus narraciones. En 1934 inicia una carrera diplomática que
lo llevará, por mesuradas etapas, hasta su actual puesto
de Embajador en Itamaraty, Rio de Janeiro, Departamento de Demarcación
de Fronteras. Ha prestado servicios de cónsul en Hamburgo
en las vísperas mismas de la segunda guerra mundial; ha estado
en Baden-Baden en plena contienda; allí pudo recoger sus
testimonios más directos de una forma supercivilizada de
la violencia. A partir de 1942 representa a su patria en la América
Latina (secretario de Embajada en Bogotá, 1942/1944) y en
Europa otra vez (Consejero en París, 1948/1951). Actualmente
se considera radicado en Brasil: quiere concentrarse para llevar
a la completa maduración una obra literaria que ya empieza
a ser reconocida en todo el mundo.
El Anuario del Ministerio de Relaciones Exteriores del Brasil,
de donde tomo algunos de estos datos, no dice una palabra sobre
su carrera de novelista. Pero cuando lo visité en el Palacio
de Itamaraty, hace ya un par de años, en su oficina de Embajador,
no encontré al diplomático de carrera. Ese hombre
alto y corpulento, pero no grueso, de pelo gris cortado muy corto,
de lentes y sonrisa afable, gestos precisos y nítidos, que
se levanta de su escritorio contra un fondo de viejos mapas, de
fotografías amarilladas por el tiempo, tiene del diplomático
sólo la apostura exterior, la exquisita cortesía,
la reserva sobreentendida. Apenas empieza a hablar, surge el narrador.
Guimarães Rosa no pierde el tiempo en vaguedades: habla
de su arte y de su oficio. Escribe mucho, me cuenta, luego deja
descansar lo escrito y vuelve más tarde a revisar, haciendo
muchas correcciones, cortando sin piedad. Ese primer trazo copioso
de su escritura tiene como propósito (me dice) ocupar
el territorio, marcar los límites entre los que se va
a mover el cuento o la novela corta o la narración más
extensa. Mientras lo escucho hablar con precisión y sin prisa
pienso que esa tarea es, también, un servicio de demarcación
de fronteras, como la que está a cargo del Embajador. Al
corregir, al rechazar, al omitir, Guimarães Rosa sufre las
furias y las penas de todo creador apasionado en lo que ha escrito.
Para engañar al subconsciente (confiesa) suele decirse que
ese material rechazado no va a morir a la cesta de papeles. Al contrario,
lo copia cuidadosamente en un cuaderno especial que titula Rejecta,
lo destina a posteriores y tal vez inexistentes obras. De ese modo,
el subconsciente calla y acepta.
Cuando reedita un libro, vuelve sobre cada palabra, cada coma,
cada ritmo. Una de sus colecciones de cuentos, Sagarana,
que publicó por primera vez en 1946 y ya anda por la quinta
edición (de 1958), ha sido retocada infinitamente. A cada
nueva tirada, Guimarães Rosa decidía poner otra vez
todo el libro en el taller. Hasta que un día se dio cuenta
de que si no paraba y decidía que lo escrito, escrito está,
se iba a pasar la vida corrigiendo el mismo libro. Ahora piensa
(con una imperceptible nostalgia flaubertiana) que debía
tomar uno de sus cuentos, uno cualquiera, y seguirlo corrigiendo
hasta el fin de sus días, como modelo y ejemplo.
Pero tiene que seguir escribiendo. Para sus 55 años largos,
Guimarães Rosa ha publicado relativamente poco: los cuentos
ya mencionados de Sagarana, su primer libro; dos tomos de
novelas breves que recogió bajo el título de Corpo
de baile (1956); la narración larga que le ha valido
fama internacional, Grande Sertão: Veredas (de 1956
también); y un tomo de cuentos cortos que se llama Primeiras
Estorias y es de 1962. Esos cuatro títulos lo han hecho
famoso dentro del Brasil y han empezado a difundirse fuera. Hace
dos años era imposible encontrar en Río de la Janeiro
un ejemplar de sus primeros títulos. Un librero, especialista
en literatura brasileña y él mismo editor (Carlos
Ribeiro, de la Livraria São José) me dice que tiene
más de cien ejemplares pedidos de Grande Sertão:
Veredas. El mismo Guimarães Rosa se excusa por no poder
conseguirme uno y me cuenta que para poder enviar la novela a los
editores europeos que se interesaban en leerla, debió saquear
las bibliotecas de los amigos. (Es, por otra parte, lo que yo tuve
que hacer para conseguir la edición original de su gran novela.)
Para documentar sus problemas, se refiere a las traducciones en
curso, a las cartas de Knopf (su amigo personal) y de los editores
alemanes, a las Editions du Seuil, en París, que le escriben
misivas de exquisita cortesía francesa: allí lo saludan
como maestro y señalan con aplauso la condición irracional
de sus cuentos y la naturaleza casi mítica de la imaginación.
Se ha levantado para mostrarme la carpeta en que guarda las cartas
de sus editores extranjeros y ese gesto (que podría revelar
una vanidad superficial, casi infantil) está desmentido por
la presencia de gran señor con que se mueve, por la delicada
ironía que asoma a sus ojos y a esa semi-sonrisa que baila
siempre en sus labios. Es esa ironía que se vuelca impecablemente
sobre sí misma. Pienso en Cervantes y en ese encuentro crepuscular
del autor del Quijote con un admirador que se conmueve al
conocerlo; recuerdo las páginas en que el mismo cuenta (en
el prólogo del Persiles) ese encuentro; evoco la doble
o triple instancia de esa vanidad irónica. También
en la gran novela del autor brasileño se encuentran rastros
de la misma ironía, también en ella se reconoce la
gran tradición (cómica, paródica, pero asimismo
épica) del Quijote. Me muestra la carpeta con las
cartas y sigue hablando de sus libros. Habla con cariño pero
es un cariño atemperado por los buenos modales y por una
convicción, muy honda, de que el verdadero goce de crear
no está jamás en el aplauso recibido sino en la acción
misma de crear. Por eso sigue hablando. Cuando planea un relato
o una novela, me cuenta, empieza siempre por el marco, el paisaje,
que invariablemente es el de su Minas natal. Luego trabaja el argumento
que le permitirá revelar aspectos psicológicos de
sus personajes. Todo eso es, para él, sólo un aspecto,
una parte de la creación, ya que en el centro de sus narraciones
busca siempre expresar algo ético, algo trascendente. Esta
preocupación lo hace calificarse de filósofo, con
sobreentendidos similares a los del viejo Azorín.
Tengo horror a lo efímero, me dice. Siempre pienso en libros.
El volumen de Primeiras Estorias surgió de la invitación
de un periódico de Rio de Janeiro. El autor se comprometió
a escribir una serie de cuentos. Pero antes de entregar el primero,
debió pensar mucho, esbozar unos cuentos, tener por lo menos
tres ya escritos y revisados, para estar seguro (desde el comienzo)
sobre cuál sería la visión general del libro
en que irían a parar esas historias de seres soñadores,
seres débiles, de temibles bandoleros, de mujeres trágicas,
de sucesos extraños como fábulas, mágicos como
la misma leyenda del interior brasileño. Escribiendo y corrigiendo,
descubre a veces un error y en vez de retocarla resuelve aprovecharlo.
Así, por ejemplo, en Grande Sertão: Veredas hay
una piedra preciosa que cambia varias veces de nombre: la primera
vez se habla de un topacio, luego se convierte en zafiro,
casi de inmediato pierde el nombre y es sólo una piedra valiosa,
pero antes de concluir la narración será una amatista.
Releer todo el libro (594 páginas en la edición brasileña)
para uniformar el nombre de la piedra, le pareció tarea estéril.
Prefirió agregar unas líneas cerca del final en que
las mismas dudas y contradicciones sobre el cambio de nombre sirvieran
para acentuar el carácter ambiguo del relato entero. Al fin
y al cabo, esa piedra preciosa que el protagonista se siente tentado
a regalar a la mujer que ama pero que también quisiera regalar
a un compañero al que ama, es símbolo de un corazón
dividido. "Hay que trabajar a favor de las limitaciones",
me dice Guimarães Rosa con una sonrisa en que se refleja
su sentido irónico de la vida.
Es tarde cuando salgo de su oficina un día de julio de 1963.
El Palacio de Itamaraty, sus paredes rosadas o blancas, se perfilan
como un decorado teatral contra el violento azul del cielo carioca,
contra los morros violáceos que cubren como lujoso fondo
el panorama. En las calles hay gente que se dirige presurosa a las
paradas de los omnibuses y trolleybuses: son cientos, marchan en
hileras, hacen cola con paciencia. Hay un calor húmedo de
verano en el pleno invierno del Sur. En la oficina de Demarcación
de Fronteras queda un señor alto, de lentes, impecablemente
vestido con un traje azul piedra que tiene una tenue rayita blanca,
de corbata de moña y aire fresco y reposado. En la oficina
no hace calor, nada se agita, todo está en su sitio. Pero
esa calma, esa serenidad estudiada que infunde Guimarães
Rosa no es sino la máscara urbana de su creación profunda.
En sus libros, en la violencia y el frenesí de sus libros,
se encuentra la misma vitalidad, el mismo calor apasionado, la misma
fuerza oscura de esta muchedumbre que se ordena presurosa hacia
su destino. En la serena dimensión de su arte, Guimarães
Rosa también expresa el mismo espíritu vital de su
pueblo.
II. LOS PUNTOS DE VISTA NARRATIVOS
Grande Sertão: Veredas tiene la forma exterior de
un larguísimo monólogo del protagonista, un jagunco,
es decir: un bandido del desierto brasileño. El hombre ya
es viejo, ha dejado el bandidaje y es un honorable estanciero, pero
evoca interminablemente, ante los ojos y oídos de un inaudible
interlocutor, su vida de aventuras. El monólogo se despliega
sin pausas, aunque hay algún hiato menor provocado por una
frase del interlocutor que no se transcribe pero que es fácil
suponer. El oyente (una figura más imprecisa aún que
los famosos relatores de que se servia Joseph Conrad para multiplicar
los puntos de vista) es, sin embargo, una presencia muy necesaria
en el relato ya que es para él y ante él que el protagonista
hilvana, en desorden sólo aparente, su larga historia. El
monólogo necesita un oyente porque la presencia de ese oyente
determina su naturaleza profunda de confesión pero también
de historia con un secreto. Por otra parte, ese oyente invisible
e inaudible, esa ausencia vaciada con tanta cautela en la materia
misma de la narración, sugiere evidentemente la presencia
del propio Guimarães Rosa, de su peripecia como médico
del interior brasileño, como testigo del sertão y
de la guerra civil de 1932.
El monólogo del protagonista crea un mundo: es el universo
mineiro que está enquistado en el centro del Brasil, tierras
altas y áridas, que lindan con el desierto del Nordeste,
con esa Bahía ya poetizada por narradores y sociólogos.
Es un mundo de tradicional violencia, de pasión ardida, de
fábula que Guimarães Rosa ubica cronológicamente
a fines de siglo pero que sigue conmoviéndose hasta el día
de hoy, como lo documentan trágicamente los periódicos.
Ese mundo es, por otra parte, el mismo de las grandes narraciones
de la literatura latinoamericana: el Facundo, de Sarmiento,
con su vasta perspectiva de la pampa y sus caudillos; el Martín
Fierro, de Hernández, con su denuncia del aniquilamiento
de un tipo humano: el gaucho; la Excursión a los indios
Ranqueles, de Lucio V. Mansilla, con su crónica pintoresca
de la extinción de otra raza; el Ismael y las demás
novelas del ciclo épico con que Acevedo Díaz recrea
las fuentes de la nacionalidad uruguaya; The Purple Land,
del angloargentino Hudson, que evoca con ojos extranjeros e irónicos
la misma tierra uruguaya dividida por las facciones políticas;
Nostromo, de Joseph Conrad, que convierte en barroca alegoría
todo el mundo latinoamericano de revoluciones, exceso tropical y
lealtades divididas; Tirano Banderas, del gallego Valle Inclán,
que traspasa a clave esperpéntica y lingüísticamente
inagotable esa misma visión de Conrad; El águila
y la serpiente, de Martín Luis Guzmán, que resume
en Pancho Villa la esencia de la revolución mexicana; Doña
Bárbara, de Rómulo Gallegos, que convierte en
símbolo accesible el hechizo de la tierra americana.
No es nuevo en las letras brasileñas el mundo que intenta
recrear Guimarães Rosa. Entre sus antecedentes más
notorios se encuentra precisamente Os sertões, de
Euclides da Cunha. Este enorme y algo monstruoso libro de 1902 ya
había descubierto para la literatura un territorio y unos
personajes muy similares a los que Guimarães Rosa explota
en Grande Sertão: Veredas. Por otra parte, Da Cunha
había tenido la ventaja de participar directamente, como
periodista del diario O Estado de São Paulo, en la
campaña que dirigió el Gobierno contra uno de los
más famosos jaguncos, Antonio Conselheiro, que se
había atrincherado en Canudos. En un libro de este título
y en la gran obra sociológica de 1902, Euclides da Cunha
dejó un testimonio notabilísimo de ese mundo y esos
hombres. Las vinculaciones de da Cunha con Guimarães Rosa
son notables: también da Cunha ha estado relacionado con
el Ejército, aunque en calidad de militar; también
da Cunha fue diplomático y estuvo encargado, bajo la dirección
del Barão do Rio Branco, de importantes misiones de demarcación
de fronteras. Pero estas semejanzas accidentales importan menos
que la esencial. Desde muchos puntos de vista, la obra de Guimarães
Rosa prolonga y trasciende la de Euclides da Cunha.
Porque precisamente la gran ventaja del novelista sobre el sociólogo
es la de no haber estado allí y entonces. Su contacto con
el mundo de los jaguncos es indirecto y a la distancia, tanto
espacial como temporal. Conoce el territorio que su gran novela
describe pero lo conoce desde un ángulo distinto al de su
protagonista. Él llega al territorio que cubre su libro como
llega el oyente de la larga confesión del jagunco:
desde fuera y con una perspectiva literaria. Lo curioso es que este
distanciamiento, esta aparente alienación, le permite penetrar
más la entraña del asunto. Le pasa a Guimarães
Rosa algo similar a lo que ocurrió a Sarmiento mientras escribía
el Facundo. Es sabido que su gran biografía se abre
con unos capítulos panorámicos que describen la pampa,
y sus hombres. Cuando los escribe (en el destierro de Chile) Sarmiento
no ha visto la pampa. Se basa en las minuciosas, objetivas, extranjeras
descripciones de los viajeros ingleses; se basa en historial literario
ajeno. Lo que no impide que su descripción esté atravesada
de vida y pasión. "Los sonetos se escriben con palabras
y no con ideas", le dijo cierta vez Mallarmé a Degas.
Palabras es lo que supo encontrar Sarmiento y lo que ha encontrado
tan magistralmente Guimarães Rosa. De ahí la importancia
del punto de vista en esta novela.
Es, simultáneamente, el punto de vista del jagunco que
se confiesa y del oyente invisible que recoge sus palabras: un punto
de vista comprometido en la acción y la pasión, y
otro punto de vista del contemplador, del artífice que trasmite
esa acción y esa pasión. A pesar de sus esfuerzos
de objetividad, Euclides da Cunha estaba demasiado cerca de la materia
que trataba para lograr ese doble enfoque. Es el suyo el libro de
un testigo genial, un sociólogo intuitivo, un periodista
de garra, que capta la realidad documental en lo vivo. Las limitaciones
del método positivista han anulado históricamente
buena parte de su esfuerzo. Pero la obra (una de las mayores de
las letras latinoamericanas) sigue sin embargo viva por la importancia
de su testimonio y por la creación verbal de que también
fue capaz Euclides da Cunha. Aquí se encuentra, por fin,
un nuevo punto de contacto con Guimarães Rosa. Porque si
Os sertões revolucionaron la narrativa brasileña
de comienzos de siglo por su testimonio y por su estilo, Grande
Sertão: Veredas viene a cumplir, más de cincuenta
años después, una función similar.
III. LA CREACIÓN VERBAL
Con una sabiduría y una sensibilidad adiestradas en los
mejores productos de la vanguardia narrativa de los años
veinte -sus deudas con Joyce, con Proust, con Mann, con Faulkner,
son obvias-, el novelista brasileño presenta en su gran novela
el monólogo de Riobaldo, también llamado el Tatarana
(el gusano de fuego, por su puntería al disparar), también
conocido como el Urutú-Branco (la víbora de
cascabel blanca), a través de las casi seiscientas páginas
de su novela, sin una pausa, sin una ruptura, sin un corte. O mejor
dicho: con las únicas pausas, rupturas y cortes que se impone
el propio relator para no anticipar más de lo que quiere,
para no contar lo que desea dejar hasta el final, para esconder
toda una zona del relato hasta el mismo desenlace. En su monólogo,
Riobaldo enlaza tiempos y espacios, telescopa sucesos y personajes,
hace correr la sangre y estallar el deseo, mientras va dando (pieza
a pieza) los elementos de un gigantesco rompecabezas que es su propia
vida y destino. Este hombre ya viejo, que se confiesa ante el inaudible
oyente, no quiere ocultar nada pero quiere, eso sí, poner
retrospectivamente cada cosa en su lugar. Sólo que el lugar
no es el que cronológicamente le correspondería en
una narración linear, sino otro.
El hilo conductor del relato no es la cronología sino la
sucesión de estados afectivos del relator. No hay realmente
otro tiempo que ese presente de casi seiscientas páginas
en que un viejo jagunco se confiesa, explora su pasado en
busca del tiempo perdido, trata de apresar una clave de su vida,
y va reservando para el final el único dato que lo explicaría
todo. La arquitectura del libro no depende de las categorías
exteriores del tiempo o el espacio sino de las categorías
interiores de la vida afectiva. Como muchos relatos célebres
-el monólogo interior de Marion Bloom en Ulysses;
los monólogos de As I lay Dying, de Faulkner; el universo
circular que evoca Pedro Páramo, de Juan Rulfo, el
relato del jagunco va y viene, adelanta un dato (Medeiros
Vaz es padre de Diadorim) o insinúa una solución (la
primera vez que habla de Urutú-Branco no dice que
es uno de los nombres del relator), baraja los tiempos y los espacios,
rectifica el rumbo, desanda lo andado o anticipa una solución,
pero siempre parece dueño absoluto de la continuidad interior,
afectiva, del largo monólogo.
Aquí el tiempo es únicamente el de la conciencia
individual que evoca, a la distancia del recuerdo y la nostalgia,
sin orden cronológico, la vida pasada; el único espacio
es el enorme sertão, el desierto que se dilata en
torno de los personajes pero que es, además, un estado de
ánimo, una sustancia sin materia que se ahonda dentro de
los laberintos interiores. El tema de la novela no es, como en tanto
esfuerzo documental, la miseria de los desposeídos, la injusticia
y la explotación a que es sometida toda una zona de la población
brasileña (aunque esa miseria y esa injusticia están
mostradas sin retoques en el libro) sino que es la posesión
diabólica. El protagonista teme haber hecho un pacto con
el Diablo y cuenta su larga historia para demostrar al oyente (y
demostrarse) que ese pacto es imposible.
Por este enfoque anti-realista y anti-documental, Guimarães
Rosa se aparta decididamente de todo un género que si bien
ha producido algunas obras maestras de la literatura latinoamericana,
también ha producido estragos. Me refiero al realismo documental,
de orientación social o política, que explora las
realidades latinoamericanas con animo de denuncia y reforma. En
la literatura brasileña abundan esos libros que toman el
Nordeste, o el sertão, como pretexto para panfletos
sociales. En el mismo terreno que ahora está cubriendo Grande
Sertão: Veredas, abundan las obras de agitación
y combate. El único que hasta cierto punto escapó
a las trampas del realismo documental fue el novelista bahiano José
Lins do Rego (muerto en 1953). A fuerza de sensibilidad e imaginación,
de verdadera proyección afectiva en un mundo que conoció
desde su infancia, Lins do Rego evitó que sus novelas del
ciclo de la caña de azúcar, o su evocación
del fanatismo religioso en Pedra Bonita, o su recreación
del mundo del bandidaje en Cangaceiros, se convirtiera en
mera crónica social o pintoresca.
El peligro ni siquiera existe en el caso de Guimarães Rosa.
Para él no hay duda de que el paisaje y las condiciones sociales
son apenas los datos a partir de los cuales se debe comprender la
naturaleza humana. Esa es su presa. Lo que Grande Sertão:
Veredas quiere mostrar es cómo un hombre llega a ser
jagunco, cómo llega a ser poseído por fuerzas
que no comprende y que lo arrastran a una vida de crímenes
y deseos perversos. Por eso, el antagonista no es otro personaje
real sino el mismo Diablo. Pero aquí el Diablo no es el clásico
tentador de la pata caprina y el humor irónico a que nos
tiene acostumbrados la literatura europea. El Diablo asume la forma
(las formas) de la realidad cotidiana: es una voz en el desierto,
un susurro de la conciencia en los momentos de mayor peligro, unos
ojos masculinos que tientan súbitamente, una maldad que fascina
y somete. El Diablo lo impregna todo.
Junto al Diablo, esta moralidad de Guimarães Rosa instala
la figura de un ángel, un muchacho amigo del protagonista,
casto y hermoso, que se llama Reinaldo pero al que el protagonista
llama Diadorim. Este personaje tiene una pureza singular,
se resiste a toda violencia, en los pueblos jamás acompaña
a los jaguncos en sus recorridas de bórdeles o en
sus violaciones, evita todo contacto físico. Su poder sobre
el protagonista es enorme. El violento jagunco se siente
atraído, descubre que es posible amar a un hombre, quiere
tocar su piel, se retuerce poseído de deseos que no entiende
y cuya perversión lo aterroriza. A lo largo de toda la novela,
oscila entre la atracción y el rechazo por Diadorim.
Encuentra en algunas mujeres (varias) el refugio contra esa luminosidad,
esa pureza. Sólo cuando estalla la violencia o el combate,
solo cuando se juega la vida varias veces para vengar al padre de
Diadorim, asesinado canallescamente por Hermógenes
(otra variante del Diablo), el protagonista encuentra la forma más
simple de vincularse a ese ángel. También la bondad
exige sacrificios de sangre.
Con un desprecio por las convenciones del realismo documental que
llega hasta la más franca burla, Guimarães Rosa revela
al cabo de su historia el secreto del jagunco: Diadorim
es una mujer, dentro del casto y valiente bandolero se escondía
una doncella, lanzada al sertão con vestido de hombre
para proteger su honor, convertida en asesino para vengar a su padre.
La solución habría encantado a Shakespeare y a Cervantes,
que proliferan en estas bravías si que travestidas vírgenes.
En una fábula realista tal solución resultaría
tan inverosímil que sólo puede ser tolerada si se
comprende que Grande Sertão: Veredas no es una fábula
realista. Es una gran narración épica que trabaja
la materia documental del desierto brasileño con total libertad
y poesía. Lo que Guimarães Rosa quiere revelar es
la entraña mítica, la raíz ética y religiosa,
de ese mundo y esos hombres. El protagonista es el campo de batalla
entre las fuerzas del mal y las fuerzas del bien. El Mal es el Diablo,
encarnado anecdóticamente en ese Hermógenes que asesina
al padre de Diadorim; el Bien es ese muchacho andrógino,
ese o esa Diadorim que tienta con su inaccesible pureza,
que protege con la luminosidad de sus ojos. La gran epopeya se convierte
en gozosa alegoría.
Pero es una alegoría que jamás cae en la abstracción,
que no se desprende nunca de la carne concreta de la poesía.
El autor brasileño ha logrado este milagro porque su obra,
antes de ser una construcción intelectual y ética
es una poderosa organización verbal. No en vano, Guimarães
Rosa ha elegido como forma novelesca el monólogo, la confesión
en voz alta. Ese recurso le permite dar a su narración un
carácter oral; le autoriza a deshacer la sintaxis, a modificar
el vocabulario, a crear y recrear cada articulación del lenguaje
para someter la narración entera (su textura continua) al
imperio del ritmo, esta larguísima novela ha sido escrita
como un poema: en ella cuenta más la invisible estructura
sonora, la distribución de los acentos, la entonación
y el movimiento de la frase, los giros bruscos, las elipsis, los
saltos y los hiatos de una forma continuamente inventiva, que la
sustancia anecdótica del relato, tratada siempre con un sutilísimo
sentido de la parodia. Por eso, el protagonista se resiste tanto
al comienza a narrar las cosas directamente, y cuando lo hace parece
ceder sólo a regañadientes, por trozos más
o menos breves y avaros, a la fluencia narrativa. La arquitectura
entera del libro (la exterior, tan visible, y la interna) está
sometida a las leyes impecables del ritmo.
De ahí, la dificultad casi infernal que presenta el autor
al lector corriente, aún al lector de habla brasileña;
de ahí los desvelos infinitos de sus traductores. He tenido
oportunidad de revisar unas traducciones al español de Virginia
Wey (se trata de unos cuentos de Primeiras Estorias) y he
podido seguir de cerca el proceso de traslado, sus dificultades,
sus pesadillas, la necesidad de recurrir siempre en última
instancia a la consulta directa con Guimarães Rosa. Leyendo
la traducción norteamericana, he podido advertir hasta qué
punto es inevitable un esfuerzo de clarificación, de ordenación,
de simplificación que termina, por desvirtuar, así
sea mínimamente, la prosa tan alusiva, tan trabajada y envolvente
del narrador mineiro. Los críticos brasileños se quejan,
con razón, de que las versiones francesas son cartesianas
y destruyen el edificio rítmico, las ambigüedades de
sonido y de sentido, tan pacientemente construidas por Guimarães
Rosa. (Hay una excelente crónica de Benedito Nunes en el
suplemento literario de O Estado de São Paulo, setiembre
14, 1963, sobre la traducción de Corpo de baile, publicada
en 1960 en Paris por las Editions du Seuil.) Traducir a Guimarães
Rosa es, mutatis mutandis, como traducir a Joyce.
Por la magnitud de su empresa (sólo intentada antes, pero
con menos fortuna, por Mario de Andrade en Macunaíma);
por el nivel de creación verbal y mítica en que se
sitúa Grande Sertão: Veredas; por la sabiduría
de su enfoque humanístico y la ironía sazonada de
su visión narrativa, esta obra de Guimarães Rosa es
una de las creaciones mayores de la literatura latinoamericana de
hoy. Es, también, una síntesis magistral de las esencias
de esa enorme, desmesurada, escindida tierra de Dios y del Diablo
que es su patria."
EMIR RODRÍGUEZ MONEGAL es uno de los críticos
uruguayos de mayor solvencia intelectual. Profesor de Literatura,
ha viajado por Europa y el Continente americano. Vivió algunos
años en Londres. En este momento enseña en la Universidad
de Harvard. Ha publicado varios libros: José Enrique Rodó
en el 900, Las Raíces de Horacio Quiroga, El
Juicio de los Parricidas (sobre la nueva literatura argentina)
y Narradores de esta América. Colabora, también,
en algunas, de las más importantes revistas americanas y
durante varios años asumió la dirección literaria
del semanario uruguayo Marcha.
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