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             Joseph K. en La Habana : A propósito de Persona 
              Non Grata 
              En: Plural, nº 39, octubre 1974 
              p. 77-82 
            "Tan imposible como haber leído (en 1845) el Facundo 
              como si sólo fuese una biografía, o el Retour de 
              l'URSS (1936) como si apenas fuese un libro de viajes, es hoy 
              (1974) leer Persona Non Grata como si no fuera más 
              que un testimonio autobiográfico. Porque este recuento 
              de los tres meses y medio que pasó en Cuba el escritor chileno 
              Jorge Edwards está tan cargado de la más explosiva 
              dinamita que muy pocos lectores (si los hay) se detendrán 
              a examinarlo como lo que, en definitiva, es: una gran narración 
              subjetiva, el recuento de lo que realmente habría escrito 
              Joseph K., o el agrimensor K., si en vez de tener a Franz Kafka 
              de amanuense hubieran puesto directamente sobre el papel sus inexplicables 
              aventuras. En Persona Non Grata Jorge Edwards (el "autor", 
              el "narrador", el "protagonista" llevan el mismo 
              nombre en este texto) ha tratado de encerrar una experiencia básicamente 
              kafkiana, y es esta experiencia la que (como "lector") 
              quisiera comentar aquí. Otras lecturas del libro me están 
              vedadas. Nunca he estado en La Habana, jamás he visto personalmente 
              a Fidel Castro, apenas puedo imaginar el clima de histeria que precedió 
              al proceso de Heberto Padilla. Pero el texto de Jorge Edwards (si 
              imposible de analizar como documento político) es accesible 
              a la lectura literaria. Pertenece a un género de ilustre 
              tradición en las letras europeas, y que en las chilenas ha 
              producido algunas obras tan refinadas como los Recuerdos del 
              pasado, de Vicente Pérez Rosales (1886) y Cuando era 
              muchacho, de José Santos González Vera (1951). 
              Como Saint-Simon en Versalles, Jorge Edwards en La Habana intenta 
              registrar en la trama de su texto la más infinita y laberíntica 
              trama de la "realidad" cubana. Si Saint-Simon termina 
              por resultar prisionero del detalle menudo, de la infinita matización 
              de cada aspecto del delirante ritual cortesano, de la tela de araña 
              que construye sin pausa una sociedad totalmente enajenada a una 
              presencia solar, también Edwards teje y desteje en su largo 
              testimonio la tela (la trama) de una sociedad absolutamente centralizada. 
              Los laberintos del Poder es el tema y la trama de las Memorias 
              de Saint-Simon; los laberintos del Poder (a escala continental 
              e incluso supracontinental) es el tema y la trama de este libro. 
              Pero en vez de leerlo como un documento sobre el Poder "real", 
              intentaré aquí leerlo como un testimonio sobre la 
              experiencia de vivir en el laberinto del Poder. Es la experiencia 
              narrada por el protagonista lo que me interesa ahora.  
            A la sombra de San Ignacio 
            Jorge Edwards (nacido en 1931) pertenece a una rama modesta de 
              la familia Edwards, una de las más poderosas de Chile. Sus 
              parientes lejanos son propietarios de El Mercurio, el equivalente 
              chileno del New York Times, de La Nación, de 
              Buenos Aires, o El Nacional, de Caracas. Uno de sus miembros 
              más ilustres, Joaquín Edwards Bello (descendiente 
              de don Andrés), es escritor y delicioso cronista. (V. pp. 
              32, 43, 151-152.) De niño, Jorge Edwards fue educado en un 
              colegio jesuita. En varios lugares de su libro evoca esa educación 
              que le enseña a desconfiar de la retórica española 
              del siglo XIX y que le dio los primeros ejemplos de una camaradería 
              viril. (V. pp. 143-144.) Como reacción natural, también 
              generó aunque él no lo dice) una profunda rebeldía 
              contra la oligarquía y sus valores. Estudia derecho y se 
              recibe, pero prefiere la servidumbre ritual de la diplomacia: en 
              1957 ingresa como funcionario de carrera. Habrá de llegar 
              a ser Consejero de la Embajada chilena en París durante los 
              años sesenta, será enviado al Perú en 1968, 
              y en diciembre 7, 1970, llegará a Cuba como Encargado de 
              Negocios y representante del primer gobierno socialista chileno 
              ante el gobierno socialista cubano. 
            El discípulo de los jesuitas iba a representar al nuevo 
              Chile socialista ante la nueva Cuba socialista, gobernada (oh, simetría) 
              por otro discípulo de los jesuitas (Véase la página 
              176.) No es difícil comprender qué había llevado 
              al tímido y retraído muchacho que en las canchas de 
              deporte del colegio jesuítico miraba con cierta envidia a 
              los compañeros más atléticos compartir la camaradería 
              de los sacerdotes más jóvenes, a asumir esta posición 
              tan única. Aunque descendiente lateral de una familia oligárquica, 
              Edwards había sido siempre un hombre de izquierda. Su descubrimiento 
              de las sórdidas realidades políticas de nuestra América 
              ocurrió en junio 1954, cuando el gobierno legítimo 
              de Guatemala cayó en manos de militares entrenados y armados 
              por la CIA. En ese día, Jorge Edwards salió a la calle 
              a protestar. (V. p. 374.) También salió a manifestar, 
              en Princeton, abril 1959, cuando Fidel Castro (en una etapa de su 
              jira triunfal por los Estados Unidos, después de la victoria 
              contra Batista) pronunció un discurso y fue ovacionado y 
              cargado en andas por los estudiantes. (V. p. 58) en París, 
              y a pesar de su condición de diplomático, Edwards 
              estuvo muy cerca siempre del grupo de escritores latinoamericanos 
              que seguían ansiosos las alternativas de la lucha antimperialista 
              y mantenían una suerte de vigilia periodística sobre 
              nuestro continente. En 1965 firmó en forma muy poco diplomática 
              una declaración (que se publicó en Le Monde) 
              contra la ocupación de Santo Domingo por los marines norteamericanos. 
              (V. p.364.) En 1966 se negó a colaborar en Mundo Nuevo, 
              que entonces yo dirigía, por adhesión al boycott organizado 
              desde Cuba contra dicha revista. 
            Lo conocí en esta época. Había leído 
              sus cuentos y la única novela que había publicado 
              entonces, El peso de la noche (1964). Me había impresionado 
              más como cuentista, por la sutil observación de detalles 
              significantes, por la habilidad para matizar, por la visión 
              desesperada pero nada melodramática de una sociedad en acelerado 
              proceso de corrupción. Pude leer entonces algunos de sus 
              cuentos inéditos, aun más ceñidos que los que 
              ya conocía. Acepté su decisión de no colaborar 
              en la revista por su solidaridad con una causa que no admitía 
              la crítica. Cuando los mismos funcionarios cubanos que organizaron 
              el boycott contra Mundo Nuevo atacaron masivamente a Pablo 
              Neruda por haber asistido al Congreso del PEN Club, en Nueva York 
              (1966), -olvidando que muchos de ellos eran recién llegados 
              a la causa socialista en tanto que el poeta chileno hacía 
              por lo menos tres décadas que estaba luchando por ella,- 
              me extrañó mucho que Edwards no reaccionara. Pero 
              respeté su derecho al silencio. 
            En 1968, Edwards fue a La Habana por primera vez, como miembro 
              del jurado de cuentos en el Concurso anual de Casa de Las Américas. 
              Allí renovó contacto con un grupo de jóvenes 
              escritores que conocía por encuentros en Europa o sólo 
              por correspondencia (Heberto Padilla, Antón Arrufat), y participó 
              en las discusiones, bastante agrias, sobre el libro de José 
              Norberto Fuentes, Condenados del Condado, que ofrecía 
              una visión nada maniqueísta de la lucha contrarrevolucionaria. 
              Por la persuasión de Edwards y el escritor argentino Rodolfo 
              Walsh, y contra la oposición del jurado cubano, se premió 
              el libro de Fuentes. (V. p. 36.) 
            Ya entonces la política cultural cubana había superado 
              algunas crisis graves. En 1961 la discusión se había 
              centrado en la prohibición del corto documental P. M., 
              producido para TV por el magazine Lunes del periódico 
              Revolución, por considerarse que esa intensa pintura 
              de los barrios bajos de La Habana no reflejaba la realidad revolucionaria. 
              (Hoy, el corto no parece sino una descripción brillante de 
              una atmósfera de música y baile y fiesta que es muy 
              cubana. Escenas similares se pueden encontrar en un film posterior, 
              Memorias del subdesarrollo, (1968) que el régimen 
              cubano no ha exportado con éxito, lo que demostraría 
              que la revolución entonces se sentía más segura.) 
              Una consecuencia de la prohibición de P. M. fue el 
              posterior cierre del magazine Lunes (por falta de papel) 
              y la partida de La Habana de su inspirador, Guillermo Cabrera Infante, 
              que iría a representar al Gobierno como agregado cultural 
              en Bruselas. 
            Hay otros conflictos posteriores: (a) una polémica de José 
              Antonio Portuondo con los jóvenes artistas en que el veterano 
              crítico defiende la doctrina estalinista del realismo socialista; 
              (b) un primer ataque a Heberto Padilla en el Caimán Barbudo 
              por haberse animado a decir que Pasión de Urbino, 
              del dirigente socialista Lisandro Otero, era inferior a Tres 
              Tristes Tigres, del exilado Guillermo Cabrera Infante; (c) un 
              segundo ataque a Padilla por su libro de poemas, Fuera del Juego, 
              que fue denunciado como contrarrevolucionario, en un artículo 
              publicado en el periódico del Ejército, Verde Olivo, 
              con seudónimo (se dice que el autor es el ubicuo Portuondo); 
              (d) un ataque simultáneo contra Antón Arrufat por 
              haber escrito una pieza de teatro sobre el tema (clásico, 
              pero tal vez muy cubano) de la rivalidad de dos hermanos por el 
              Poder. Todos estos conflictos preceden la visita de Edwards a La 
              Habana. De cada uno de ellos él estaba (se supone) bien informado 
              ya que París, en los años sesenta, era el centro de 
              una amplia y compleja red de comunicaciones culturales latinoamericanas. 
              Pero Edwards (como sus amigos Cortázar, Vargas Llosa, Fuentes), 
              prefiere callar, esperar, no pronunciarse. La solidaridad con la 
              Revolución cubana, la defensa de la Isla cercada por el imperialismo 
              norteamericano y amenazada día a día por la siniestra 
              CIA parecía más importante que la discusión 
              abierta sobre los errores o aciertos de la política literaria 
              cubana. Hasta mediados de 1968, Edwards, como tantos otros intelectuales 
              latinoamericanos, y europeos, prefirió callar. La disciplina, 
              aprendida a contrapelo en el colegio de los jesuitas, no le permitía 
              discutir abiertamente un régimen que exigía (como 
              la Iglesia católica) una adhesión total. 
            Los engranajes de un proceso 
            En diciembre 7, 1970, empieza para Edwards una experiencia kafkiana. 
              Precisamente porque el presidente Allende conocía su adhesión 
              a la causa cubana y su colaboración con los organismos culturales 
              más importantes (jurado del Concurso de Casa de las Américas, 
              colaborador frecuente de la Revista de Casa, amigo de brillantes 
              escritores jóvenes de la Cuba revolucionaria), le parecían 
              impecables las credenciales de Edwards para el puesto de primer 
              encargado de negocios chileno ante el Gobierno de Fidel. Lo que 
              Allende no sabía era que precisamente en el momento que Edwards 
              aterrizara en La Habana se iba a desarrollar una comedia de errores 
              que haría parecer juego de niños los esfuerzos de 
              Plauto, Shakespeare y Feydeau en el género. Porque ya en 
              el momento de ser nombrado Edwards se plantea el primer equívoco. 
              Para Allende, él es un amigo de los cubanos que va a asumir 
              por unos pocos meses un puesto más simbólico que real: 
              todos sabían que los verdaderos negocios entre Cuba y Chile 
              estaban en manos de la Embajada cubana en Santiago de Chile. Para 
              el Gobierno cubano, en cambio, Edwards era un intelectual sospechoso 
              de amistad con algunos elementos peligrosos y "antirrevolucionarios". 
              Edwards mismo no sabía que se encontraba en una situación 
              similar a la de Joseph K. en El proceso. Su caso ya había 
              sido juzgado antes de llegar a Cuba y sólo se esperaba el 
              momento oportuno para revelar la sentencia. Entre tanto, él 
              habría de recorrer durante tres meses y medio los laberintos 
              del Poder sin conseguir alcanzar la clave que le permitiera descubrir 
              la salida. 
            Aunque Edwards sabía antes de salir de Chile que el grupito 
              de extrema izquierda chilena que estaba al servicio de Cuba y que 
              controlaba la revista Punto Final, era contrario a su nombramiento 
              en La Habana, creyó en su ingenuidad que las cosas se arreglarían 
              al llegar a la Isla. Lo que le esperaba allí era el vacío. 
              Es decir: nadie lo esperaba en el aeropuerto. Esta ausencia, 
              tan significativa, fue rápidamente enmascarada de confusión 
              burocrática: alguien (quién) se había olvidado 
              de trasmitir al jefe de protocolo la noticia de la llegada del Encargado 
              de Negocios chileno. Pero otros detalles (sutiles y simbólicos 
              como en una pesadilla) habrían de confirmar esa deliberada 
              omisión. Cuando conoce a Fidel en una reunión, éste 
              le dice (subrayadamente) que si hubiera sabido que Edwards estaba 
              presente lo hubiera anunciado. Ese lenguaje directo significaba, 
              traducido a lenguaje político: No nos quisimos dar por enterados 
              de su llegada (V. pp. 64-65). 
            A partir de ese episodio, todos los "errores" de la burocracia 
              cubana adquieren una significación muy clara si se los descodifica 
              como los mensajes implícitos de un sueño. Edwards 
              es alojado en el Hotel Habana Riviera en un piso en que el aire 
              acondicionado apenas funciona. (Otros diplomáticos reciben 
              de inmediato mejores pisos o hasta casas lujosas.) Se le da un auto 
              pero con chofer, lo que limita y fiscaliza sus movimientos (Debray 
              consigue, apenas llegado, un auto sin chofer, según la p. 
              341). Tiene que montar su oficina con una máquina de escribir 
              portátil (la suya propia), una caja fuerte que se abre sola, 
              y una secretaria que sería: (a) espía de la CIA y/o 
              (b) espía de los Servicios de Seguridad. (V., p. 346).) 
            La pesadilla se complica por las advertencias que le llegan de 
              todos los costados de que las habitaciones del Hotel están 
              llenas de micrófonos: en las tomas de luz, en los vastos 
              espejos. (V., especialmente, pp. 112, 150, 185) Al principio, Edwards 
              se resiste a creer que ha caído en un universo policíaco. 
              Pero poco a poco se le va imponiendo la evidencia de una vigilancia 
              total. Un día ve en la TV una dramatización de cómo 
              el servicio de seguridad descubrió las actividades de espionaje 
              de un tal Olive. El programa le interesa menos que la detallada 
              exposición de los métodos oficiales de contraespionaje. 
              (V. p. 225.) Otra vez un funcionario del Gobierno le regala un libro 
              sobre el escándalo del espionaje en la Embajada de México 
              (1970): libro en que se transcriben las conversaciones secretas 
              de los espías, grabadas por la policía. (V. pp. 346-48.) 
              Más tarde, cuando Edwards deje Cuba y esté ya trabajando 
              en la Embajada chilena en París, habrá de enterarse 
              que desde La Habana se mandaron a su patria las cintas grabadas 
              en su departamento y que contienen sus conversaciones privadas con 
              escritores amigos (V. p. 397). 
            El triunfo de James Bond 
            En estos días de Watergate nada puede ya sorprendernos. 
              Por encima de las diferencias ideológicas, el Poder hoy utiliza 
              toda la sofisticación de la tecnología electrónica 
              para espiar al ciudadano. Los únicos países en que 
              no se espía con micrófonos y cámaras ultrarrápidas 
              son los que no tienen acceso a esa costosa tecnología. James 
              Bond ha terminado por conquistar el mundo. Las causas (es superfluo 
              decirlo) son harto conocidas. En el caso de Cuba, la policía 
              de Seguridad precedió al régimen de Castro. Ya existía 
              en la época de Batista. (V. p. 166.) La Revolución 
              la perfeccionó. No corresponde abrir un juicio moral sobre 
              su existencia. A tan pocas millas de los Estados Unidos, bloqueada 
              por un poder que invierte millones en la subversión y el 
              espionaje, víctima favorita de la CIA, y blanco de consorcios 
              internacionales más poderosos que los Gobiernos más 
              poderosos, la Revolución cubana no tenía opción: 
              el Servicio de Seguridad es la consecuencia inevitable de una situación 
              política que nos está destruyendo a todos. Lo asombroso, 
              entonces, no es que haya tal servicio en Cuba sino que Edwards haya 
              tardado casi una década en darse por enterado. Aquí, 
              es claro, espera una ceguera política que es muy común 
              entre los intelectuales. (El libro de Gide sobre su regreso de la 
              URSS es un excelente ejemplo de su penosa curación.) Esa 
              ceguera ha sido llevada a extremos exquisitos por los intelectuales 
              latinoamericanos de los años sesenta. Legítimamente 
              impresionados por la Revolución cubana, dejaron de ejercer 
              su capacidad crítica al examinar los mecanismos de un régimen 
              que, por justificado que esté en su total militarización, 
              absoluta centralización del Poder y del espionaje político, 
              no deja de ser un régimen falible. Que durante una década 
              los intelectuales latinoamericanos hayan dado vuelta a la cara para 
              no ver estos aspectos del régimen (previstos además 
              en la teoría política del socialismo soviético 
              que es ahora el modelo cubano), o que hayan "olvidado" 
              estos aspectos después de haber sido obligados a registrarlos 
              una y otra vez, sólo se puede explicar por la formación 
              maniqueísta de la izquierda latinoamericana. En su esfuerzo 
              por denunciar y vencer a una derecha corrompida y victoriosa en 
              la insolencia de su Poder, la izquierda casi siempre ha abandonado 
              (hay excepciones, es claro) el ejercicio de la crítica y 
              de la lucidez. 
            Pero si es fácil para un político la adhesión 
              total a una causa -una obediencia como la de un cadáver, 
              es la fórmula célebre de San Ignacio de Loyola, ese 
              impecable político-, para un verdadero intelectual es casi 
              imposible. Por su mismo origen burgués que lo llena de culpa, 
              por su idealización de las clases trabajadores y de las clases 
              explotadas, por su fascinación edípica ante los hombres 
              fuertes y providenciales, el intelectual es un secuaz espasmódico 
              de la revolución. Por un tiempo su adhesión es total. 
              Pero cuando la realidad del Poder empieza a asomar detrás 
              de las amables ficciones con que el Poder siempre se viste, el intelectual 
              empieza a disentir: en privado, primero; cada vez más en 
              público, hasta que se convierte en crítico muy vocal 
              y audible. En ese momento, su utilidad como compañero de 
              ruta desaparece. Ya lo habían visto y padecido Platón 
              y Tomás Moro. El poder no tiene otra alternativa que excluirlo, 
              o aplastarlo. Porque como dijo una vez Fidel al discutir el tema 
              en las famosas conversaciones de 1961 en la Biblioteca: "Dentro 
              de la Revolución todo; fuera de la Revolución, nada." 
              La pregunta (que tal vez nadie se animó entonces a hacer) 
              es: "¿Y quién decide qué está dentro 
              o fuera de la revolución?" En Cuba hay una sola 
              respuesta: el Gobierno revolucionario. Pero esa respuesta no puede 
              ser aceptada sin discusión por los intelectuales de izquierda 
              que viven fuera del mundo socialista. 
            La reacción de Fidel a la invasión de Checoslovaquia 
              por el Ejercito Soviético (1968) sirvió para marcar 
              la línea divisoria de las aguas entre el régimen cubano 
              y los intelectuales de París. (V. p. 85) Tanto los europeos 
              como los latinoamericanos protestaron entonces contra esa utilización 
              desnuda del Poder por parte de la URSS; por razones políticas, 
              Fidel la aprobó. Eso ocurría en septiembre de 1968. 
              Edwards había estado en Cuba ocho meses antes; al volver 
              a fines de 1970, el idilio de Cuba con los intelectuales de la izquierda 
              literaria internacional había terminado aunque él 
              aun no lo sabía. Cuba ya no era la Isla en que artistas plásticos 
              de todo el mundo se juntaron para pintar un gran mural colectivo 
              de homenaje a la Revolución. No era el sitio privilegiado 
              de un Congreso literario en que las ideas más audaces y las 
              conductas más heterodoxas eran estimuladas. (Fue entonces 
              que Siqueiros, viejo militante estalinista, fue golpeado por un 
              grupo de surrealistas y troskistas que capitaneaba el chileno Matta.) 
              La luna de miel había terminado. Edwards regresaba a una 
              Isla en que el fracaso de la zafra de los diez millones había 
              exacerbado los ánimos políticos y transformado la 
              disensión de algunos intelectuales en extravagancia intolerable. 
              El régimen tenía que impedir que la disensión 
              continuase. Tenía que realizar un castigo ejemplar. Sólo 
              había que elegir una víctima. El candidato más 
              fuerte era, naturalmente, Heberto Padilla. 
            Una vocación dostoyevskiana 
            Si Edwards es, en este libro al menos, un personaje kafkiano, Heberto 
              Padilla es un personaje totalmente dostoyevskiano: un Raskolnikov, 
              un Stavrogin del trópico. Aunque sus crímenes fueran 
              puramente literarios. En las páginas de este libro, Padilla 
              surge como un megalomaníaco irreprimible. Convencido de que 
              su amistad con grandes escritores europeos lo protegerá contra 
              toda persecución del Régimen, esgrime cartas de Evtuzhenko 
              y Hans Magnus Enzensberger. (V, p. 342.) Aunque Edwards no lo dice, 
              puede conjeturarse que también cuenta con la ayuda de Julio 
              Cortázar que salió a defenderlo en Le Nouvel Observateur 
              cuando la publicación de Fuera de Juego en traducción 
              al francés. También Padilla se vanagloria (y frente 
              a los ubicuos micrófonos) de que tiene protección 
              en altas esferas del régimen, en las que se estaría 
              desarrollando entonces, según él, una lucha encarnizada 
              por el Poder. (V. pp. 370-371.) Pero al mismo tiempo, todas sus 
              bravatas no pueden disimular su angustia por saberse vigilado, su 
              temor de que el Servicio de Seguridad se apodere de su novela, Los 
              héroes pastan en mi jardín, cuyo manuscrito lleva 
              consigo a todas partes. (V. p. 343.) Cuando no lo tiene él, 
              lo custodia su mujer, Belkis. Padilla aconseja a Edwards no fiarse 
              de nadie y (en rasgo digno de Stavrogin) no fiarse siquiera de él. 
              Sabe que si lo detienen, confesará lo que quieran. (V. p. 
              84.) Está más que dispuesto a la futura orgía 
              de la autocrítica; es el condenado que ha fabricado por sí 
              mismo las tenazas con que han de torturarlo. Más disciplinante 
              medieval que luchador revolucionario, Padilla es el protagonista 
              ideal para la gran representación que habrá de orquestar 
              el inquisidor, José Antonio Portuondo, unos meses más 
              tarde, y en que no sólo Padilla, sino todos sus amigos rivalizan 
              en golpearse el pecho y entonar un Mea Culpa colectivo. El único 
              que no se prestará es Norberto Fuentes. (V. pp. 315-316 y 
              395-396.) Lo increíble es que Edwards asiste a los ensayos 
              de esa Opera política, pero aun así se resiste a creer. 
              No se trata sólo de ingenuidad, como él dice; se trata 
              de algo más radical: es la ceguera del intelectual que ha 
              invertido todo su capital ideológico en una causa noble y 
              no puede aceptar que esa causa tenga sus fallas. Es, otra vez, el 
              bendito maniqueísmo con que la Iglesia católica ha 
              marcado desde el 1500 la conciencia latinoamericana, y de la que 
              se aprovechan tanto los tirios como los troyanos. Edwards asiste 
              sin entender a un proceso implacable. El fracaso de la zafra (previsto 
              ya por expertos como René Dumont, inmediatamente acusado 
              como agente de la CIA por el régimen); la exacerbación 
              de la fiscalización policíaca (que otro supuesto agente 
              de la CIA, K. S. Karol, también había anticipado); 
              la burocratización de la literatura cubana por medio de funcionarios 
              que tienen un pasado proyanki que hacerse perdonar (Roberto Fernández 
              Retamar, Lisandro Otero, Edmundo Desnoes, Ambrosio Fornet, son identificados 
              en la página 89): todas estas señales de una realidad 
              que Edwards registra mientras esta en Cuba pero cuya significación 
              se le escapa, habrán de evidenciarse en el Proceso a Heberto 
              Padilla. 
            Que Padilla haya sido la víctima propiciatoria más 
              dócil de la historia de las persecuciones intelectuales no 
              disimula el hecho de que su propia megalomanía fue hábilmente 
              explotada por el orquestador del proceso. En la narración 
              de Edwards, Padilla aparece como un desorbitado, atrayendo con sus 
              gestos, sus voces, sus paradojas, la furia del cielo. Pero Edwards 
              registra sin entender del todo. Por eso cuando se entera, la víspera 
              de su partida, que han puesto preso a Padilla y a Belkis, la noticia 
              lo toma desprevenido. Ya no puede hacer nada. (V. p. 357.)  
            El centro del laberinto 
            Poco antes de partir, y por un lapso de casi tres horas y media 
              Edwards tendrá el privilegio exclusivo de enterarse, por 
              boca de Fidel, que si no fue declarado oficialmente Persona Non 
              Grata por sus actividades "contrarrevolucionarias" en 
              la Isla, fue solamente para evitar el escándalo que el primer 
              encargado de negocios de un país socialista hispanoamericano 
              fuese expulsado de Cuba. Pero la declaración había 
              sido hecha en privado al Gobierno chileno. (V. p. 362.) No es ésta 
              la primera vez que Edwards se enfrentaba a Fidel. El mismo día 
              de su llegada se encontró con Fidel, quien lo recibió 
              amistosamente y le hizo algunas preguntas sobre la situación 
              chilena. (V. p. 68.) Otros encuentros ocurren en ocasión 
              de la visita de cortesía del buque escuela chileno, La 
              Esmeralda, a La Habana. Fidel acude a una fiesta en el barco 
              y rompe el protocolo naval que exige que ningún visitante 
              suba armado, y con escolta militar. El contraste entre el Primer 
              Ministro cubano (siempre vestido de guerrillero) y el pulcrísimo 
              comandante Jobert es demasiado significante. Hay un segundo encuentro 
              entre Fidel y Jobert en un campo de golf, y hasta un tercero cuando 
              el barco parte. En todos ellos (tal vez los pasajes más brillantemente 
              redactados del libro), las figuras de Fidel y Jobert se oponen como 
              estampitas coloreadas de un vitral pop: Fidel es la Revolución 
              triunfante, Jobert la vieja oligarquía burguesa en su expresión 
              más elegante. Mientras Edwards los observa medirse, enfrentarse, 
              jugar a la esgrima verbal, su propio conflicto kafkiano se está 
              desarrollando al margen, ya que Fidel no puede disimular su hostilidad 
              para un Encargado de Negocios que es un escritor y no un minero 
              (se lo dice, entre bromas y veras en la página 373). Es decir: 
              Edwards para él representa precisamente lo que quiere extirpar 
              de Cuba: una conciencia no partidaria. Con Edwards, Fidel usa la 
              burla y hasta el choteo. Llega a tocarle la prematura calva, él 
              que es tan abundantemente piloso. (V. p. 257.) Pero si estos encuentros 
              confirman las sospechas de Edwards sobre su situación de 
              encausado en Cuba, sólo el largo encuentro final le ofrece 
              la clave de la situación. 
            Es uno de los mejores pasajes del libro y por sí solo justificaría 
              su existencia. Durante tres horas y media Fidel hace el proceso 
              de Edwards, o mejor dicho: le comunica la sentencia que ya había 
              sido enviada a Chile. Se asombra de que Edwards no parezca temer 
              las consecuencias de esa denuncia cubana. Edwards - que antes de 
              llegar a Cuba sabía que estaba destinado a ir a París 
              como Ministro consejero del Embajador Pablo Neruda según 
              cuenta en la página 29-, conserva su calma y mide muy cuidadosa, 
              diplomáticamente, sus respuestas. La conversación 
              gira en torno de la asociación de Edwards con el grupo de 
              Padilla, o sea con los "contrarrevolucionarios". Ahora 
              que Padilla está preso y Edwards a punto de irse, caen las 
              máscaras y la realidad desnuda del Poder enfrenta al acusado. 
              En su versión (sólo tenemos naturalmente su versión), 
              Edwards se defiende y parece convencer a Fidel de que no es culpable. 
              Fidel incluso llega a lamentar que no haya tenido antes esta conversación. 
              Pero no explica por qué, antes de pasar sentencia, no escuchó 
              la defensa de Edwards. (V. pp. 361-380.) 
            El centro del Laberinto es inalcanzable en las novelas de Kafka: 
              Joseph K. nunca sabrá por qué fue condenado; el agrimensor 
              K. nunca entrará en El Castillo. En esta narración 
              de Edwards, el Poder abre por un momento el Sancta Sanctorum, deja 
              entrar al penitente, y hasta escucha su defensa a posteriori. Pero 
              de nada sirve esta visita al centro del Poder: la sentencia ya está 
              dictada, el malhechor será expulsado de la Isla que Colón 
              comparó con el Paraíso. Edwards ha recibido oficialmente, 
              al fin, su sentencia retroactiva: Persona Non Grata. Es el 22 de 
              Marzo de 1971. Han pasado sólo tres meses y medio pero todo 
              ha cambiado irrevocablemente para él. Cuba es ahora un lugar 
              prohibido. 
            Epílogo en París 
            Fuera de la Isla, el Poder cambia de centro. La expulsión 
              del Paraíso se convierte paradójicamente en ingreso 
              a los Campos Elíseos, Edwards, atacado de "parisitis", 
              como todo escritor latinoamericano que se respete (la expresión 
              es de él y está en la página 29), encuentra 
              en la Embajada y en Neruda un refugio. Empieza a redactar, impulsado 
              por el poeta, un libro sobre sus experiencias en Cuba, un libro 
              secreto, que escribe en la madrugada, en el sexto piso de una casa 
              donde ha alquilado un departamento para sus citas clandestinas con 
              la Memoria. (V. p. 394.) La redacción del texto le lleva 
              un año: Abril 1971- Abril 1972. Entre tanto, en Francia, 
              en el Club de París, fiscalizado por los norteamericanos, 
              se decide el destino de los empréstitos al Gobierno de Allende; 
              en el tribunal de casación de París se decide el embargo 
              del cobre chileno, y en los Estados Unidos, la CIA y la ITT preparan 
              el trágico desenlace del Golpe militar de 1973. Edwards vive 
              el proceso político de su patria, y el crecimiento de la 
              enfermedad que habrá de llevar a Neruda a la muerte, mientras 
              escribe su apasionado testimonio. El libro es para él no 
              sólo un documento político, sino también una 
              narración literaria y un psicoanálisis. (V. p. 65.) 
              Todo lo que él había registrado pero "olvidado" 
              en Cuba, y aun antes, en la escuela jesuítica; en Princeton 
              cuando la visita de Fidel; en París cuando la euforia de 
              la defensa de la causa cubana; y en sus dos visitas a la Isla, empieza 
              a fluir inconteniblemente y termina por ordenarse. Escribir el libro 
              es descubrir un lenguaje: el lenguaje cifrado de los signos de una 
              realidad cubana que él creyó conocer a través 
              de testimonios ajenos, de una visita eufórica de 1968 y la 
              pesadillesca de 1970-1971, pero que no conoció realmente 
              hasta el momento en que en las madrugadas de un apartamento parisino 
              del mismo barrio de Last Tango in París empezó 
              a convertir en texto lo que había sido antes vida. 
            El epílogo fue escrito de un tirón, en una playa 
              cerca de Barcelona, en octubre de 1973, después de ser golpeado 
              por la noticia de la rebelión militar en Chile y la muerte 
              trágica de Pablo Neruda. Con ese último recuento se 
              cierra un texto que, sin duda, será leído, discutido, 
              analizado, refutado, exaltado y defendido ad infinitum. Ese 
              texto, y no la vida que se ha tratado de captar, esto que nos quedará 
              cuando todo el furor y estrépito hayan cesado." 
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