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Joseph K. en La Habana : A propósito de Persona
Non Grata
En: Plural, nº 39, octubre 1974
p. 77-82
"Tan imposible como haber leído (en 1845) el Facundo
como si sólo fuese una biografía, o el Retour de
l'URSS (1936) como si apenas fuese un libro de viajes, es hoy
(1974) leer Persona Non Grata como si no fuera más
que un testimonio autobiográfico. Porque este recuento
de los tres meses y medio que pasó en Cuba el escritor chileno
Jorge Edwards está tan cargado de la más explosiva
dinamita que muy pocos lectores (si los hay) se detendrán
a examinarlo como lo que, en definitiva, es: una gran narración
subjetiva, el recuento de lo que realmente habría escrito
Joseph K., o el agrimensor K., si en vez de tener a Franz Kafka
de amanuense hubieran puesto directamente sobre el papel sus inexplicables
aventuras. En Persona Non Grata Jorge Edwards (el "autor",
el "narrador", el "protagonista" llevan el mismo
nombre en este texto) ha tratado de encerrar una experiencia básicamente
kafkiana, y es esta experiencia la que (como "lector")
quisiera comentar aquí. Otras lecturas del libro me están
vedadas. Nunca he estado en La Habana, jamás he visto personalmente
a Fidel Castro, apenas puedo imaginar el clima de histeria que precedió
al proceso de Heberto Padilla. Pero el texto de Jorge Edwards (si
imposible de analizar como documento político) es accesible
a la lectura literaria. Pertenece a un género de ilustre
tradición en las letras europeas, y que en las chilenas ha
producido algunas obras tan refinadas como los Recuerdos del
pasado, de Vicente Pérez Rosales (1886) y Cuando era
muchacho, de José Santos González Vera (1951).
Como Saint-Simon en Versalles, Jorge Edwards en La Habana intenta
registrar en la trama de su texto la más infinita y laberíntica
trama de la "realidad" cubana. Si Saint-Simon termina
por resultar prisionero del detalle menudo, de la infinita matización
de cada aspecto del delirante ritual cortesano, de la tela de araña
que construye sin pausa una sociedad totalmente enajenada a una
presencia solar, también Edwards teje y desteje en su largo
testimonio la tela (la trama) de una sociedad absolutamente centralizada.
Los laberintos del Poder es el tema y la trama de las Memorias
de Saint-Simon; los laberintos del Poder (a escala continental
e incluso supracontinental) es el tema y la trama de este libro.
Pero en vez de leerlo como un documento sobre el Poder "real",
intentaré aquí leerlo como un testimonio sobre la
experiencia de vivir en el laberinto del Poder. Es la experiencia
narrada por el protagonista lo que me interesa ahora.
A la sombra de San Ignacio
Jorge Edwards (nacido en 1931) pertenece a una rama modesta de
la familia Edwards, una de las más poderosas de Chile. Sus
parientes lejanos son propietarios de El Mercurio, el equivalente
chileno del New York Times, de La Nación, de
Buenos Aires, o El Nacional, de Caracas. Uno de sus miembros
más ilustres, Joaquín Edwards Bello (descendiente
de don Andrés), es escritor y delicioso cronista. (V. pp.
32, 43, 151-152.) De niño, Jorge Edwards fue educado en un
colegio jesuita. En varios lugares de su libro evoca esa educación
que le enseña a desconfiar de la retórica española
del siglo XIX y que le dio los primeros ejemplos de una camaradería
viril. (V. pp. 143-144.) Como reacción natural, también
generó aunque él no lo dice) una profunda rebeldía
contra la oligarquía y sus valores. Estudia derecho y se
recibe, pero prefiere la servidumbre ritual de la diplomacia: en
1957 ingresa como funcionario de carrera. Habrá de llegar
a ser Consejero de la Embajada chilena en París durante los
años sesenta, será enviado al Perú en 1968,
y en diciembre 7, 1970, llegará a Cuba como Encargado de
Negocios y representante del primer gobierno socialista chileno
ante el gobierno socialista cubano.
El discípulo de los jesuitas iba a representar al nuevo
Chile socialista ante la nueva Cuba socialista, gobernada (oh, simetría)
por otro discípulo de los jesuitas (Véase la página
176.) No es difícil comprender qué había llevado
al tímido y retraído muchacho que en las canchas de
deporte del colegio jesuítico miraba con cierta envidia a
los compañeros más atléticos compartir la camaradería
de los sacerdotes más jóvenes, a asumir esta posición
tan única. Aunque descendiente lateral de una familia oligárquica,
Edwards había sido siempre un hombre de izquierda. Su descubrimiento
de las sórdidas realidades políticas de nuestra América
ocurrió en junio 1954, cuando el gobierno legítimo
de Guatemala cayó en manos de militares entrenados y armados
por la CIA. En ese día, Jorge Edwards salió a la calle
a protestar. (V. p. 374.) También salió a manifestar,
en Princeton, abril 1959, cuando Fidel Castro (en una etapa de su
jira triunfal por los Estados Unidos, después de la victoria
contra Batista) pronunció un discurso y fue ovacionado y
cargado en andas por los estudiantes. (V. p. 58) en París,
y a pesar de su condición de diplomático, Edwards
estuvo muy cerca siempre del grupo de escritores latinoamericanos
que seguían ansiosos las alternativas de la lucha antimperialista
y mantenían una suerte de vigilia periodística sobre
nuestro continente. En 1965 firmó en forma muy poco diplomática
una declaración (que se publicó en Le Monde)
contra la ocupación de Santo Domingo por los marines norteamericanos.
(V. p.364.) En 1966 se negó a colaborar en Mundo Nuevo,
que entonces yo dirigía, por adhesión al boycott organizado
desde Cuba contra dicha revista.
Lo conocí en esta época. Había leído
sus cuentos y la única novela que había publicado
entonces, El peso de la noche (1964). Me había impresionado
más como cuentista, por la sutil observación de detalles
significantes, por la habilidad para matizar, por la visión
desesperada pero nada melodramática de una sociedad en acelerado
proceso de corrupción. Pude leer entonces algunos de sus
cuentos inéditos, aun más ceñidos que los que
ya conocía. Acepté su decisión de no colaborar
en la revista por su solidaridad con una causa que no admitía
la crítica. Cuando los mismos funcionarios cubanos que organizaron
el boycott contra Mundo Nuevo atacaron masivamente a Pablo
Neruda por haber asistido al Congreso del PEN Club, en Nueva York
(1966), -olvidando que muchos de ellos eran recién llegados
a la causa socialista en tanto que el poeta chileno hacía
por lo menos tres décadas que estaba luchando por ella,-
me extrañó mucho que Edwards no reaccionara. Pero
respeté su derecho al silencio.
En 1968, Edwards fue a La Habana por primera vez, como miembro
del jurado de cuentos en el Concurso anual de Casa de Las Américas.
Allí renovó contacto con un grupo de jóvenes
escritores que conocía por encuentros en Europa o sólo
por correspondencia (Heberto Padilla, Antón Arrufat), y participó
en las discusiones, bastante agrias, sobre el libro de José
Norberto Fuentes, Condenados del Condado, que ofrecía
una visión nada maniqueísta de la lucha contrarrevolucionaria.
Por la persuasión de Edwards y el escritor argentino Rodolfo
Walsh, y contra la oposición del jurado cubano, se premió
el libro de Fuentes. (V. p. 36.)
Ya entonces la política cultural cubana había superado
algunas crisis graves. En 1961 la discusión se había
centrado en la prohibición del corto documental P. M.,
producido para TV por el magazine Lunes del periódico
Revolución, por considerarse que esa intensa pintura
de los barrios bajos de La Habana no reflejaba la realidad revolucionaria.
(Hoy, el corto no parece sino una descripción brillante de
una atmósfera de música y baile y fiesta que es muy
cubana. Escenas similares se pueden encontrar en un film posterior,
Memorias del subdesarrollo, (1968) que el régimen
cubano no ha exportado con éxito, lo que demostraría
que la revolución entonces se sentía más segura.)
Una consecuencia de la prohibición de P. M. fue el
posterior cierre del magazine Lunes (por falta de papel)
y la partida de La Habana de su inspirador, Guillermo Cabrera Infante,
que iría a representar al Gobierno como agregado cultural
en Bruselas.
Hay otros conflictos posteriores: (a) una polémica de José
Antonio Portuondo con los jóvenes artistas en que el veterano
crítico defiende la doctrina estalinista del realismo socialista;
(b) un primer ataque a Heberto Padilla en el Caimán Barbudo
por haberse animado a decir que Pasión de Urbino,
del dirigente socialista Lisandro Otero, era inferior a Tres
Tristes Tigres, del exilado Guillermo Cabrera Infante; (c) un
segundo ataque a Padilla por su libro de poemas, Fuera del Juego,
que fue denunciado como contrarrevolucionario, en un artículo
publicado en el periódico del Ejército, Verde Olivo,
con seudónimo (se dice que el autor es el ubicuo Portuondo);
(d) un ataque simultáneo contra Antón Arrufat por
haber escrito una pieza de teatro sobre el tema (clásico,
pero tal vez muy cubano) de la rivalidad de dos hermanos por el
Poder. Todos estos conflictos preceden la visita de Edwards a La
Habana. De cada uno de ellos él estaba (se supone) bien informado
ya que París, en los años sesenta, era el centro de
una amplia y compleja red de comunicaciones culturales latinoamericanas.
Pero Edwards (como sus amigos Cortázar, Vargas Llosa, Fuentes),
prefiere callar, esperar, no pronunciarse. La solidaridad con la
Revolución cubana, la defensa de la Isla cercada por el imperialismo
norteamericano y amenazada día a día por la siniestra
CIA parecía más importante que la discusión
abierta sobre los errores o aciertos de la política literaria
cubana. Hasta mediados de 1968, Edwards, como tantos otros intelectuales
latinoamericanos, y europeos, prefirió callar. La disciplina,
aprendida a contrapelo en el colegio de los jesuitas, no le permitía
discutir abiertamente un régimen que exigía (como
la Iglesia católica) una adhesión total.
Los engranajes de un proceso
En diciembre 7, 1970, empieza para Edwards una experiencia kafkiana.
Precisamente porque el presidente Allende conocía su adhesión
a la causa cubana y su colaboración con los organismos culturales
más importantes (jurado del Concurso de Casa de las Américas,
colaborador frecuente de la Revista de Casa, amigo de brillantes
escritores jóvenes de la Cuba revolucionaria), le parecían
impecables las credenciales de Edwards para el puesto de primer
encargado de negocios chileno ante el Gobierno de Fidel. Lo que
Allende no sabía era que precisamente en el momento que Edwards
aterrizara en La Habana se iba a desarrollar una comedia de errores
que haría parecer juego de niños los esfuerzos de
Plauto, Shakespeare y Feydeau en el género. Porque ya en
el momento de ser nombrado Edwards se plantea el primer equívoco.
Para Allende, él es un amigo de los cubanos que va a asumir
por unos pocos meses un puesto más simbólico que real:
todos sabían que los verdaderos negocios entre Cuba y Chile
estaban en manos de la Embajada cubana en Santiago de Chile. Para
el Gobierno cubano, en cambio, Edwards era un intelectual sospechoso
de amistad con algunos elementos peligrosos y "antirrevolucionarios".
Edwards mismo no sabía que se encontraba en una situación
similar a la de Joseph K. en El proceso. Su caso ya había
sido juzgado antes de llegar a Cuba y sólo se esperaba el
momento oportuno para revelar la sentencia. Entre tanto, él
habría de recorrer durante tres meses y medio los laberintos
del Poder sin conseguir alcanzar la clave que le permitiera descubrir
la salida.
Aunque Edwards sabía antes de salir de Chile que el grupito
de extrema izquierda chilena que estaba al servicio de Cuba y que
controlaba la revista Punto Final, era contrario a su nombramiento
en La Habana, creyó en su ingenuidad que las cosas se arreglarían
al llegar a la Isla. Lo que le esperaba allí era el vacío.
Es decir: nadie lo esperaba en el aeropuerto. Esta ausencia,
tan significativa, fue rápidamente enmascarada de confusión
burocrática: alguien (quién) se había olvidado
de trasmitir al jefe de protocolo la noticia de la llegada del Encargado
de Negocios chileno. Pero otros detalles (sutiles y simbólicos
como en una pesadilla) habrían de confirmar esa deliberada
omisión. Cuando conoce a Fidel en una reunión, éste
le dice (subrayadamente) que si hubiera sabido que Edwards estaba
presente lo hubiera anunciado. Ese lenguaje directo significaba,
traducido a lenguaje político: No nos quisimos dar por enterados
de su llegada (V. pp. 64-65).
A partir de ese episodio, todos los "errores" de la burocracia
cubana adquieren una significación muy clara si se los descodifica
como los mensajes implícitos de un sueño. Edwards
es alojado en el Hotel Habana Riviera en un piso en que el aire
acondicionado apenas funciona. (Otros diplomáticos reciben
de inmediato mejores pisos o hasta casas lujosas.) Se le da un auto
pero con chofer, lo que limita y fiscaliza sus movimientos (Debray
consigue, apenas llegado, un auto sin chofer, según la p.
341). Tiene que montar su oficina con una máquina de escribir
portátil (la suya propia), una caja fuerte que se abre sola,
y una secretaria que sería: (a) espía de la CIA y/o
(b) espía de los Servicios de Seguridad. (V., p. 346).)
La pesadilla se complica por las advertencias que le llegan de
todos los costados de que las habitaciones del Hotel están
llenas de micrófonos: en las tomas de luz, en los vastos
espejos. (V., especialmente, pp. 112, 150, 185) Al principio, Edwards
se resiste a creer que ha caído en un universo policíaco.
Pero poco a poco se le va imponiendo la evidencia de una vigilancia
total. Un día ve en la TV una dramatización de cómo
el servicio de seguridad descubrió las actividades de espionaje
de un tal Olive. El programa le interesa menos que la detallada
exposición de los métodos oficiales de contraespionaje.
(V. p. 225.) Otra vez un funcionario del Gobierno le regala un libro
sobre el escándalo del espionaje en la Embajada de México
(1970): libro en que se transcriben las conversaciones secretas
de los espías, grabadas por la policía. (V. pp. 346-48.)
Más tarde, cuando Edwards deje Cuba y esté ya trabajando
en la Embajada chilena en París, habrá de enterarse
que desde La Habana se mandaron a su patria las cintas grabadas
en su departamento y que contienen sus conversaciones privadas con
escritores amigos (V. p. 397).
El triunfo de James Bond
En estos días de Watergate nada puede ya sorprendernos.
Por encima de las diferencias ideológicas, el Poder hoy utiliza
toda la sofisticación de la tecnología electrónica
para espiar al ciudadano. Los únicos países en que
no se espía con micrófonos y cámaras ultrarrápidas
son los que no tienen acceso a esa costosa tecnología. James
Bond ha terminado por conquistar el mundo. Las causas (es superfluo
decirlo) son harto conocidas. En el caso de Cuba, la policía
de Seguridad precedió al régimen de Castro. Ya existía
en la época de Batista. (V. p. 166.) La Revolución
la perfeccionó. No corresponde abrir un juicio moral sobre
su existencia. A tan pocas millas de los Estados Unidos, bloqueada
por un poder que invierte millones en la subversión y el
espionaje, víctima favorita de la CIA, y blanco de consorcios
internacionales más poderosos que los Gobiernos más
poderosos, la Revolución cubana no tenía opción:
el Servicio de Seguridad es la consecuencia inevitable de una situación
política que nos está destruyendo a todos. Lo asombroso,
entonces, no es que haya tal servicio en Cuba sino que Edwards haya
tardado casi una década en darse por enterado. Aquí,
es claro, espera una ceguera política que es muy común
entre los intelectuales. (El libro de Gide sobre su regreso de la
URSS es un excelente ejemplo de su penosa curación.) Esa
ceguera ha sido llevada a extremos exquisitos por los intelectuales
latinoamericanos de los años sesenta. Legítimamente
impresionados por la Revolución cubana, dejaron de ejercer
su capacidad crítica al examinar los mecanismos de un régimen
que, por justificado que esté en su total militarización,
absoluta centralización del Poder y del espionaje político,
no deja de ser un régimen falible. Que durante una década
los intelectuales latinoamericanos hayan dado vuelta a la cara para
no ver estos aspectos del régimen (previstos además
en la teoría política del socialismo soviético
que es ahora el modelo cubano), o que hayan "olvidado"
estos aspectos después de haber sido obligados a registrarlos
una y otra vez, sólo se puede explicar por la formación
maniqueísta de la izquierda latinoamericana. En su esfuerzo
por denunciar y vencer a una derecha corrompida y victoriosa en
la insolencia de su Poder, la izquierda casi siempre ha abandonado
(hay excepciones, es claro) el ejercicio de la crítica y
de la lucidez.
Pero si es fácil para un político la adhesión
total a una causa -una obediencia como la de un cadáver,
es la fórmula célebre de San Ignacio de Loyola, ese
impecable político-, para un verdadero intelectual es casi
imposible. Por su mismo origen burgués que lo llena de culpa,
por su idealización de las clases trabajadores y de las clases
explotadas, por su fascinación edípica ante los hombres
fuertes y providenciales, el intelectual es un secuaz espasmódico
de la revolución. Por un tiempo su adhesión es total.
Pero cuando la realidad del Poder empieza a asomar detrás
de las amables ficciones con que el Poder siempre se viste, el intelectual
empieza a disentir: en privado, primero; cada vez más en
público, hasta que se convierte en crítico muy vocal
y audible. En ese momento, su utilidad como compañero de
ruta desaparece. Ya lo habían visto y padecido Platón
y Tomás Moro. El poder no tiene otra alternativa que excluirlo,
o aplastarlo. Porque como dijo una vez Fidel al discutir el tema
en las famosas conversaciones de 1961 en la Biblioteca: "Dentro
de la Revolución todo; fuera de la Revolución, nada."
La pregunta (que tal vez nadie se animó entonces a hacer)
es: "¿Y quién decide qué está dentro
o fuera de la revolución?" En Cuba hay una sola
respuesta: el Gobierno revolucionario. Pero esa respuesta no puede
ser aceptada sin discusión por los intelectuales de izquierda
que viven fuera del mundo socialista.
La reacción de Fidel a la invasión de Checoslovaquia
por el Ejercito Soviético (1968) sirvió para marcar
la línea divisoria de las aguas entre el régimen cubano
y los intelectuales de París. (V. p. 85) Tanto los europeos
como los latinoamericanos protestaron entonces contra esa utilización
desnuda del Poder por parte de la URSS; por razones políticas,
Fidel la aprobó. Eso ocurría en septiembre de 1968.
Edwards había estado en Cuba ocho meses antes; al volver
a fines de 1970, el idilio de Cuba con los intelectuales de la izquierda
literaria internacional había terminado aunque él
aun no lo sabía. Cuba ya no era la Isla en que artistas plásticos
de todo el mundo se juntaron para pintar un gran mural colectivo
de homenaje a la Revolución. No era el sitio privilegiado
de un Congreso literario en que las ideas más audaces y las
conductas más heterodoxas eran estimuladas. (Fue entonces
que Siqueiros, viejo militante estalinista, fue golpeado por un
grupo de surrealistas y troskistas que capitaneaba el chileno Matta.)
La luna de miel había terminado. Edwards regresaba a una
Isla en que el fracaso de la zafra de los diez millones había
exacerbado los ánimos políticos y transformado la
disensión de algunos intelectuales en extravagancia intolerable.
El régimen tenía que impedir que la disensión
continuase. Tenía que realizar un castigo ejemplar. Sólo
había que elegir una víctima. El candidato más
fuerte era, naturalmente, Heberto Padilla.
Una vocación dostoyevskiana
Si Edwards es, en este libro al menos, un personaje kafkiano, Heberto
Padilla es un personaje totalmente dostoyevskiano: un Raskolnikov,
un Stavrogin del trópico. Aunque sus crímenes fueran
puramente literarios. En las páginas de este libro, Padilla
surge como un megalomaníaco irreprimible. Convencido de que
su amistad con grandes escritores europeos lo protegerá contra
toda persecución del Régimen, esgrime cartas de Evtuzhenko
y Hans Magnus Enzensberger. (V, p. 342.) Aunque Edwards no lo dice,
puede conjeturarse que también cuenta con la ayuda de Julio
Cortázar que salió a defenderlo en Le Nouvel Observateur
cuando la publicación de Fuera de Juego en traducción
al francés. También Padilla se vanagloria (y frente
a los ubicuos micrófonos) de que tiene protección
en altas esferas del régimen, en las que se estaría
desarrollando entonces, según él, una lucha encarnizada
por el Poder. (V. pp. 370-371.) Pero al mismo tiempo, todas sus
bravatas no pueden disimular su angustia por saberse vigilado, su
temor de que el Servicio de Seguridad se apodere de su novela, Los
héroes pastan en mi jardín, cuyo manuscrito lleva
consigo a todas partes. (V. p. 343.) Cuando no lo tiene él,
lo custodia su mujer, Belkis. Padilla aconseja a Edwards no fiarse
de nadie y (en rasgo digno de Stavrogin) no fiarse siquiera de él.
Sabe que si lo detienen, confesará lo que quieran. (V. p.
84.) Está más que dispuesto a la futura orgía
de la autocrítica; es el condenado que ha fabricado por sí
mismo las tenazas con que han de torturarlo. Más disciplinante
medieval que luchador revolucionario, Padilla es el protagonista
ideal para la gran representación que habrá de orquestar
el inquisidor, José Antonio Portuondo, unos meses más
tarde, y en que no sólo Padilla, sino todos sus amigos rivalizan
en golpearse el pecho y entonar un Mea Culpa colectivo. El único
que no se prestará es Norberto Fuentes. (V. pp. 315-316 y
395-396.) Lo increíble es que Edwards asiste a los ensayos
de esa Opera política, pero aun así se resiste a creer.
No se trata sólo de ingenuidad, como él dice; se trata
de algo más radical: es la ceguera del intelectual que ha
invertido todo su capital ideológico en una causa noble y
no puede aceptar que esa causa tenga sus fallas. Es, otra vez, el
bendito maniqueísmo con que la Iglesia católica ha
marcado desde el 1500 la conciencia latinoamericana, y de la que
se aprovechan tanto los tirios como los troyanos. Edwards asiste
sin entender a un proceso implacable. El fracaso de la zafra (previsto
ya por expertos como René Dumont, inmediatamente acusado
como agente de la CIA por el régimen); la exacerbación
de la fiscalización policíaca (que otro supuesto agente
de la CIA, K. S. Karol, también había anticipado);
la burocratización de la literatura cubana por medio de funcionarios
que tienen un pasado proyanki que hacerse perdonar (Roberto Fernández
Retamar, Lisandro Otero, Edmundo Desnoes, Ambrosio Fornet, son identificados
en la página 89): todas estas señales de una realidad
que Edwards registra mientras esta en Cuba pero cuya significación
se le escapa, habrán de evidenciarse en el Proceso a Heberto
Padilla.
Que Padilla haya sido la víctima propiciatoria más
dócil de la historia de las persecuciones intelectuales no
disimula el hecho de que su propia megalomanía fue hábilmente
explotada por el orquestador del proceso. En la narración
de Edwards, Padilla aparece como un desorbitado, atrayendo con sus
gestos, sus voces, sus paradojas, la furia del cielo. Pero Edwards
registra sin entender del todo. Por eso cuando se entera, la víspera
de su partida, que han puesto preso a Padilla y a Belkis, la noticia
lo toma desprevenido. Ya no puede hacer nada. (V. p. 357.)
El centro del laberinto
Poco antes de partir, y por un lapso de casi tres horas y media
Edwards tendrá el privilegio exclusivo de enterarse, por
boca de Fidel, que si no fue declarado oficialmente Persona Non
Grata por sus actividades "contrarrevolucionarias" en
la Isla, fue solamente para evitar el escándalo que el primer
encargado de negocios de un país socialista hispanoamericano
fuese expulsado de Cuba. Pero la declaración había
sido hecha en privado al Gobierno chileno. (V. p. 362.) No es ésta
la primera vez que Edwards se enfrentaba a Fidel. El mismo día
de su llegada se encontró con Fidel, quien lo recibió
amistosamente y le hizo algunas preguntas sobre la situación
chilena. (V. p. 68.) Otros encuentros ocurren en ocasión
de la visita de cortesía del buque escuela chileno, La
Esmeralda, a La Habana. Fidel acude a una fiesta en el barco
y rompe el protocolo naval que exige que ningún visitante
suba armado, y con escolta militar. El contraste entre el Primer
Ministro cubano (siempre vestido de guerrillero) y el pulcrísimo
comandante Jobert es demasiado significante. Hay un segundo encuentro
entre Fidel y Jobert en un campo de golf, y hasta un tercero cuando
el barco parte. En todos ellos (tal vez los pasajes más brillantemente
redactados del libro), las figuras de Fidel y Jobert se oponen como
estampitas coloreadas de un vitral pop: Fidel es la Revolución
triunfante, Jobert la vieja oligarquía burguesa en su expresión
más elegante. Mientras Edwards los observa medirse, enfrentarse,
jugar a la esgrima verbal, su propio conflicto kafkiano se está
desarrollando al margen, ya que Fidel no puede disimular su hostilidad
para un Encargado de Negocios que es un escritor y no un minero
(se lo dice, entre bromas y veras en la página 373). Es decir:
Edwards para él representa precisamente lo que quiere extirpar
de Cuba: una conciencia no partidaria. Con Edwards, Fidel usa la
burla y hasta el choteo. Llega a tocarle la prematura calva, él
que es tan abundantemente piloso. (V. p. 257.) Pero si estos encuentros
confirman las sospechas de Edwards sobre su situación de
encausado en Cuba, sólo el largo encuentro final le ofrece
la clave de la situación.
Es uno de los mejores pasajes del libro y por sí solo justificaría
su existencia. Durante tres horas y media Fidel hace el proceso
de Edwards, o mejor dicho: le comunica la sentencia que ya había
sido enviada a Chile. Se asombra de que Edwards no parezca temer
las consecuencias de esa denuncia cubana. Edwards - que antes de
llegar a Cuba sabía que estaba destinado a ir a París
como Ministro consejero del Embajador Pablo Neruda según
cuenta en la página 29-, conserva su calma y mide muy cuidadosa,
diplomáticamente, sus respuestas. La conversación
gira en torno de la asociación de Edwards con el grupo de
Padilla, o sea con los "contrarrevolucionarios". Ahora
que Padilla está preso y Edwards a punto de irse, caen las
máscaras y la realidad desnuda del Poder enfrenta al acusado.
En su versión (sólo tenemos naturalmente su versión),
Edwards se defiende y parece convencer a Fidel de que no es culpable.
Fidel incluso llega a lamentar que no haya tenido antes esta conversación.
Pero no explica por qué, antes de pasar sentencia, no escuchó
la defensa de Edwards. (V. pp. 361-380.)
El centro del Laberinto es inalcanzable en las novelas de Kafka:
Joseph K. nunca sabrá por qué fue condenado; el agrimensor
K. nunca entrará en El Castillo. En esta narración
de Edwards, el Poder abre por un momento el Sancta Sanctorum, deja
entrar al penitente, y hasta escucha su defensa a posteriori. Pero
de nada sirve esta visita al centro del Poder: la sentencia ya está
dictada, el malhechor será expulsado de la Isla que Colón
comparó con el Paraíso. Edwards ha recibido oficialmente,
al fin, su sentencia retroactiva: Persona Non Grata. Es el 22 de
Marzo de 1971. Han pasado sólo tres meses y medio pero todo
ha cambiado irrevocablemente para él. Cuba es ahora un lugar
prohibido.
Epílogo en París
Fuera de la Isla, el Poder cambia de centro. La expulsión
del Paraíso se convierte paradójicamente en ingreso
a los Campos Elíseos, Edwards, atacado de "parisitis",
como todo escritor latinoamericano que se respete (la expresión
es de él y está en la página 29), encuentra
en la Embajada y en Neruda un refugio. Empieza a redactar, impulsado
por el poeta, un libro sobre sus experiencias en Cuba, un libro
secreto, que escribe en la madrugada, en el sexto piso de una casa
donde ha alquilado un departamento para sus citas clandestinas con
la Memoria. (V. p. 394.) La redacción del texto le lleva
un año: Abril 1971- Abril 1972. Entre tanto, en Francia,
en el Club de París, fiscalizado por los norteamericanos,
se decide el destino de los empréstitos al Gobierno de Allende;
en el tribunal de casación de París se decide el embargo
del cobre chileno, y en los Estados Unidos, la CIA y la ITT preparan
el trágico desenlace del Golpe militar de 1973. Edwards vive
el proceso político de su patria, y el crecimiento de la
enfermedad que habrá de llevar a Neruda a la muerte, mientras
escribe su apasionado testimonio. El libro es para él no
sólo un documento político, sino también una
narración literaria y un psicoanálisis. (V. p. 65.)
Todo lo que él había registrado pero "olvidado"
en Cuba, y aun antes, en la escuela jesuítica; en Princeton
cuando la visita de Fidel; en París cuando la euforia de
la defensa de la causa cubana; y en sus dos visitas a la Isla, empieza
a fluir inconteniblemente y termina por ordenarse. Escribir el libro
es descubrir un lenguaje: el lenguaje cifrado de los signos de una
realidad cubana que él creyó conocer a través
de testimonios ajenos, de una visita eufórica de 1968 y la
pesadillesca de 1970-1971, pero que no conoció realmente
hasta el momento en que en las madrugadas de un apartamento parisino
del mismo barrio de Last Tango in París empezó
a convertir en texto lo que había sido antes vida.
El epílogo fue escrito de un tirón, en una playa
cerca de Barcelona, en octubre de 1973, después de ser golpeado
por la noticia de la rebelión militar en Chile y la muerte
trágica de Pablo Neruda. Con ese último recuento se
cierra un texto que, sin duda, será leído, discutido,
analizado, refutado, exaltado y defendido ad infinitum. Ese
texto, y no la vida que se ha tratado de captar, esto que nos quedará
cuando todo el furor y estrépito hayan cesado."
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