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"Notas sobre (hacia) el boom
IV: los nuevos novelistas"
En Plural, México, nº
8,
mayo 1972, p. 11-14.
in some deep canyon a night owl started
booming.
William Beebe.
"Nada más dificil que establecer un canon aceptable
de los nuevos novelistas. A las presiones y arbitrariedades políticas
que contaminan toda consideración seria de la nueva literatura
latinoamericana, se une en este aspecto particular el problema del
acceso a las obras mismas y a la crítica fundamental que
permita situarlas en un contexto preciso. ¿Cuántas
novelas esperan aún, en países de bibliografía
pobre o errática (como muchos de América central,
o de los centros menos privilegiados de América del Sur),
al lector con suficiente imaginación para rescatarlas de
la anónima masa que las rodea? ¿Cuántos escritores
conocidos han logrado la crítica que no solo los distinga
sino que los sitúe en una corriente más general y
reconocible?¿Cuántos (incluso) de los más publicitados
(pienso en Carlos Fuentes, en el mismo Cortázar, sin duda
en Carpentier) han sido objeto realmente de una crítica que
vaya más allá de la lectura linear y de la mera incra
glosolalia? Estos, y otros problemas que ya he apuntado en anteriores
artículos de esta serie, explican que el establecimiento
de un canon aceptable de los nuevos novelistas sea aún tarea
imposible. Lo más que se puede lograr a esta altura del problema
es deslindar algunas líneas crítlcas básicas,
ilustrarlas con algunos ejemplos relevantes, apuntar posibles caminos
de lectura.
La novela del lenguaje
Como indiqué en mi anterior nota ("Nueva y vieja nueva
novela", Plural, núm. 6, pp. 13-15), muchos de
los más nuevos y experimentales narradores de la nueva novela
latinoamericana no sólo no son nuevos en sentido estricto
(el caso más notable en este aspecto es el de Macedonio Fernández)
sino que tampoco son experimentales en realidad (García Márquez,
por ejemplo, que es sobre todo un narrador tradicional). Por eso
mismo, el criterio de la novedad debe basarse en un reconocimiento
de cuál es la línea central de desarrollo de la nueva
novela, lo que en inglés se llama la main current.
Desde este punto de vista, y considerada la vasta experimentación
que se ha efectuado en la novela europea y norteamericana, antes
que en la nuestra, a partir de la primera guerra mundial, parece
evidente que es en la línea de la novela del lenguaje donde
se puede encontrar esa corriente central.
No es necesario remontarse más allá de la vanguardia
narrativa, con el Ulysses de Joyce como pieza fundamental,
para reconocer que a partir de ese libro (publicado a comienzos
de 1922) se inicia un nuevo estilo en la novela. El Ulysses
no sólo altera la estructura externa de la narración,
creando una narración sucesiva que a la vez que parodia (paralelísticamente)
la Odisea, de Homero, construye un periplo alegórico
en en infierno de una ciudad (la visita al burdel) y en el misterio
del sexo (el monólogo de Marion Bloom), para encontrar su
identidad perdida de hijo en el reconocimiento del padre y el abrazo
de la madre. No sólo crea el Ulysses esta estructura
narrativa que duplica el modelo en su significación mítica,
sino que crea también una estructura lingüística
en que el mismo modelo aparece transpuesto en el código de
un lenguaje que también efectúa el doble descenso
y logra el doble reconocimiento. La parodia (aquí) no es
del modelo homérico sino de todos los monumentos literarios
de la lengua inglesa.
La hazaña de Joyce habría de ser imitada en muchas
lenguas. Con cierta lentitud, y a través de muchos ensayos
felices (Borges, que realiza una reducción a escala del cuento
de ese doble proceso) y de algunos simplemente monstruosos (el Adán
Buenosayres, de Marechal), el Ulysses se va constituyendo
en el modelo central de la nueva narrativa latinoamericana. Desde
este punto de vista tanto Rayuela de Cortázar, como
Paradiso, de Lezama Lima; Cambio de piel, de Fuentes,
como Tres tristes tigres, de Cabrera Infante, son libros
joyceanos. Lo sean o no en la letra de sus narraciones, lo son en
la cifra de sus códigos secretos. Es decir: todos ellos están
de acuerdo en concebir la novela, a la vez, como una parodia y un
mito, una estructura que tanto en su topoi como en sus signos
privados revela la unidad de un sistema de significaciones.
El lenguaje, pues, pasa a primer plano para definir el sistema
de cada libro. No se trata ya, como se creyó en la época
modernista, de la preeminencia del lenguaje como decoración,
el lenguaje como adorno, el lenguaje como medio para un fin que
le era (al fin y al cabo) ajeno. Aquí la decoración
es inseparable de lo decorado, no hay sino adorno, el medio es el
mensaje. De ahí que las habituales distinciones entre la
superficie y la profundidad de una determinada escritura, la discusión
de los significados como algo ajeno a la estructura verbal misma,
toda la polémica sobre el "compromiso", adquieren
una distinta significación. No hay otra profundidad que la
de la superficie, no hay significados sino significaciones, no hay
otro compromiso que el de la escritura misma.
Lo cual no quiere decir que el libro, inserto en una determinada
circunstancia histórica o utilizado en una determinada coyuntura
política, no sea susceptible de una lectura que pida y encuentre
significados, que postule y reconozca compromisos. Eso es imposible
siempre que al efectuar esta operación se admita que se está
extrapolando la obra para hacerla funcionar dentro de otro sistema,
ajeno (por definición) al sistema literario al que la obra
pertenece. Así, por ejemplo, podemos usar el Diccionario
de la Real Academia Española, en cualquiera de sus beneméritas
ediciones, para emparejar una mesa singularmente desequilibrada.
Eso, no quiere decir que la función del Diccionario sea esa.
La novela del lenguaje establece, pues, una corriente central a
partir de la cual es posible determinar un cierto canon de los nuevos
novelistas. Desde este punto de vista, narradores muy importantes
desde otros puntos de vista (como Carpentier, Sábato, García
Márquez) tienen mucha menos validez que otros (como Lezama
Lima, Cortázar, Cabrera Infante) en que la creación
de un modelo lingüistico, completo y coherente en todas sus
dimensiones, es más evidente. Aceptada esta perspectiva inicial
sólo cumple examinar la nueva novela a partir de ella.
Dos piedras miliares
Si la década del cuarenta es la que inicia, por tantos caminos
distintos, el movimiento de la nueva novela latinoamericana, es
evidente que en la década siguiente aparecen dos de Ios libros
que más han influído sobre el curso posterior de esa
misma novela. Se publican con un año de distancia, hacia
la mitad de los años cincuenta, y constituyen mojones fundamentales
de la nueva narrativa. Me refiero, es claro, a Pedro Páramo,
de Juan Rulfo, de 1955, y Grande Sertão: Veredas,
de João Guimarães Rosa, de 1956. Lo que es la novela
de Rulfo para la nueva narrativa hispanoamericana, lo es (aunque
tal vez más masivamente) la de Guimarães Rosa para
la brasileña. A esta altura de la bibliografía rulfiana
no es necesario abundar sobre este libro, su única y gran
novela. Es evidente que la crítica ha reconocido suficientemente
ya su doble valor como documento de una cierta zona profunda de
la realidad mexicana y como experimento narrativo de gran alcance.
Lo que se ha visto menos, sobre todo al principio, es lo que ha
destacado Octavio Paz en un luminoso comentario: su diseño
mítico, su búsqueda de la raíz central de la
soledad mexicana. Ese periplo exterior del principal relator por
el infierno de Comala en busca de un padre perdido que se convierte,
en otra dimensión de la historia, en la busca que hace el
propio Pedro Páramo de su identidad asaltada, y de la identidad
de México mismo; ahí está la raíz mítica
de ese libro alucinante. Pero ya en Rulfo, como en los mayores novelistas
que lo siguen, la estructura mítica de la búsqueda
y la estructura narrativa en que se cuenta esa búsqueda son
una cosa sola. A nivel de lenguaje (ese diálogo de muertos
que reviven una realidad muerta y embalsamada por la incomunicación
en la vida misma de sus protagonistas), el conflicto central del
libro ya está explicitado. La separación, que solía
efectuar la crítica entonces, entre la forma y el fondo es
imposible. Para leer a Rulfo, para descodificarlo, hay que empezar
por resolver el enigma que plantea su propia estructura lingüística.
El caso de Guimarães Rosa es aún más espléndido.
Porque en tanto que Rulfo comprime, con magistral economía,
el destino de Pedro Páramo en una estructura relativamente
breve aunque complejisima, Guimarães Rosa dilata sobre la
trama de un inmenso monólogo la narración de un destino
tambien alegórico. Si Rulfo usaba el diálogo de muertos,
con sus frenos paralelos, con sus evocaciones incanjeables, con
sus secretas alegorías, para subrayar la final incomunicación
en que están encerrados sus protagonistas, Guimarães
Rosa usa y abusa del monólogo del protagonista ante un oyente
no identificado para dibujar esa misma incomunicacion final. Más
joyceano que faulkneriano (el autor norteamericano es una reconocida
influencia en Rulfo), Guimarães Rosa sitúa el primer
nivel de acceso a su novela en términos aún mucho
más onerosos que los de Rulfo. Porque en el narrador mexicano
todo es transparente al nivel de la lengua, salvo la estructura
interior de esa fábrica verbal que él ofrece. En Guimarães,
por el contrario, la línea narrativa es simple y puede ser
contada en poquísimas palabras, pero el nivel inmediato del
lenguaje es casi inaccesible, incluso para los brasileños
mismos. Porque Guimarães Rosa ha seguido aquí más
al Joyce de Finnegans Wake que al de Ulysses. El protagonista,
Riobaldo, aprovecha las idiosincracias del monólogo oral,
su falta de ilación gramatical, sus idiotismos y barbarismos
sintácticos, para verter en una lengua que es, por otra parte,
fuertemente regional, ese hilo interminable de evocación
de su adolescencia y primera juventud, la búsqueda de su
identidad a través de la búsqueda de un padre y de
un amor que no puede aceptarse porque aparece condenado por las
convenciones.
Un tema muy de Rulfo, es claro, porque es uno de los grandes topoi
de toda literatura. Pero un tema que Guimarães Rosa desarrolla
en una dimensión más explícitamente religiosa
que la de Rulfo. El centro del conflicto moral del protagonista
aparece alegorizado por una tentación diabólica y
con el encuentro de una voz que lo seduce en el desierto. Esa seducción
y la otra tentación que significa el amor que despierta Diadorim,
uno de sus compañeros de armas, habrán de permitir
a Guimarães Rosa la mínima dimensión anecdótica
que la novela requiere. Pero en él, como en Rulfo, no es
la peripecia lo que centra o concentra el interés sino el
diseño mítico que esa peripecia encubre. Otra vez,
la estructura lingüística que dibuja el modelo, esa
búsqueda de un nuevo lenguaje para la novela brasileña,
y la estructura mítica que explicita la otra búsqueda,
no hacen sino conformarse estrechamente la una a la otra como el
haz y el envés de un guante.
A partir de Rulfo, la nueva novela hispanoamericana se abrirá
en abanico: una corriente habrá de seguir la exploración
de esas realidades nacionales, ahondando más en las circunstancias
(línea de Fuentes, de García Márquez, de Vargas
Llosa, en sus primeras novelas); otra línea habrá
de aprovechar no sólo la experiencia de Rulfo sino la anterior
de Asturias y de Borges, para ahondar en el nivel mítico
(Cortázar, el Donoso de El obsceno pájaro de la
noche, el último Fuentes, el García Márquez
de Cien años de soledad, el Vargas Llosa de Conversación
en la Catedral). Pero será una tercera línea,
que hasta cierto punto aprovechó ambas pero para poner el
acento en esa corriente central del lenguaje, la que continúe,
amplíe y hasta cierto punto supere la experimentación
realizada ya en Pedro Páramo. Esa es la línea
a esclarecer ahora.
Una última observación antes de pasar adelante. En
las letras brasileñas no se ha producido, después
de la aparición de Grande Sertão: Veredas,
un movimiento comparable al de la nueva novela hispanoamericana.
No quiere decir esto que no haya nuevos narradores, y algunos muy
distinguidos, como Clarice Lispector, Adonias Filho, Nélida
Piñón y Dalton Trevisan, para citar sólo algunos.
Pero toda la obra realizada por ellos aparece como disminuída
por la audacia y grandeza de la de Guimarães Rosa. Hay libros
fundamentales, como A Paixão segundo G. H. (1964),
de Clarice Lispector, en que se explora con gran rigor estilístico
un caso extremo de paranoia, y en que la misma árida intensidad
del lenguaje convierte la obra en un modelo cabal de la nueva novela.
Hay el caso de la última, aún inédita novela
de Nélida Piñón, A casa da paixão,
en que también, la intensidad y exasperación del lenguaje
permite el acceso a zonas muy secretas del mito. Pero aún
en esos dos ejemplos sobresalientes, la nueva narrativa brasileña
posterior a Guimarães Rosa se manifiesta más tímida,
menos aventurera y descubridora que la hispanoamericana posterior
a Rulfo. De esta nos ocuparemos ahora.
Las mutaciones del pop
Esa corriente central de la novela del lenguaje encuentra su expresión
más experimental en la obra de tres narradores cubanos (Guillermo
Cabrera Infante, Severo Sarduy, Reynaldo Arenas) y un cuarto, argentino
(Manuel Puig). Que Cuba tenga tal preeminencia en la actual narrativa
hispanoamericana puede explicarse no sólo por el boom creado
desde la isla por la política cultural del Gobierno, sobre
todo en los primeros años de la revolución (véase
el primer artículo de esta serie, en Plural, núm.
4, enero 1972, pp. 29-32), sino también porque en la tradición
más viva de las letras cubanas se encuentra la obra de Lezama
Lima que desde su barroca poesía y prosa, o desde sus revistas
(sobre todo Orígenes) situó la búsqueda
de una expresión americana al nivel más experimental
del mito y del lenguaje. Pero hay que tener en cuenta, asimismo,
la influencia de toda una cultura contemporánea de origen
pop, que en Cuba (antes que en otros países de América
Latina y simultáneamente con lnglaterra, Italia y Francia)
había empezado a producir curiosas y originales mutaciones.
La vecindad de los Estados Unidos, la ocupación imperialista
de la isla, que son aspectos que desde un punto de vista político
es muy legítimo lamentar, se convierten paradójicamente
desde el punto de vista culural en elementos de provocación
y estímulo. Que esto suceda no sólo a nivel literario
es evidente por el hecho de que Fidel Castro sea tal vez el único
gobernante latinoamericano que ha sido colonizado no sólo
por la Coca Cola sino también por el inescrutable baseball.
Pero passons.
La existencia de una vitalísima cultura pop que nace
en los Estados Unidos en los cincuenta y se desarrolla vertiginosamente
en ambos lados del Atlántico a partir de los años
sesenta (no sólo los Beetles son pop, también
lo es el archi revolucionario ciudadano suizo Jean Luc Godard),
es una realidad para la cultura cubana mucho antes que para la latinoamericana
general. En América Latina (con excepción tal vez
de México en ciertos niveles de su cultura), lo pop
Ilega de la mano de los ingleses, italianos o franceses. Colonizados
por Europa hasta en nuestras manifestaciones de mayor agresividad
independentista, descubrimos lo pop en la nouvelle vague
o en los cinematografistas italianos de la generación inmediata
a la de Fellini y Antonioni. Serán los Beatles, y no el Elvis
Presley de los años cincuenta, los que nos revelen los misterios
del rock. Aprenderemos a adorar a Samuel Fuller y a jurar por Budd
Boetticher a partir de las retrospectivas de los cine-clubes europeos.
En Cuba no. En Cuba la saturación de la cultura pop
en los años cincuenta es tan grande que apenas estalla la
Revolución dos narradores están más que maduros
para traducir al cubano esa cultura. El primero (no sólo
cronológicamente) es Guillermo Cabrera lnfante.
El día que se pueda estudiar su ya considerable obra narrativa
y crítica sin los terrores que ha instaurado la inquisición
política, se podrá descubrir algo que es ya obvio
para sus mejores lectores de hoy: que Tres tristes tigres
no es sino la tercera versión de un libro que Guillermo Cabrera
lnfante había empezado a escribir en 1950 y tantos, y al
que Ilegó a través de las etapas intermedias de un
libro de cuentos (Así en la paz como en la guerra,
1960), y una colección de críticas de cine (Un
oficio del siglo XX, 1963). En el primer libro, los cuentos
y las viñetas (estas últimas de la Cuba anti-batistiana)
componen una secuencia similar aunque más geométrica
a la de las distintas series anecdóticas de TTT; las
crónicas de cine aparecen atribuidas al seudónimo
G. Caín y contienen su biografía por su amigo, Guillermo
Cabrera Infante, en una manera que recuerda la relación de
Bustrófedon con el texto y los personajes de TTT.
En ambos libros se expresa ya esa cultura pop que, en la
década del sesenta, daría nacimiento a la contracultura
de los hippies. La misma pasión por el cine comercial norteamericano
y la música popular, la misma valoración irónica
y con humor corrosivo de la cultura oficial de este siglo, el lenguaje
de los subtítulos de películas y de tiras cómicas
alternando con la poesía y la prosa de las antologías
y, sobre todo, la misma mezcla deliberadamente bastarda del español
cubano con el inglés hablado: ese Spanglish que los
puristas rechazan con el mismo fervor degaullista con que Etiemble
denunciaba el Franglais pero que en la vida del habla popular
es una de las realidades de este siglo.
Del laboratorio que constituyen estos dos libros sale la visión
y el lenguaje de Tres tristes tigres, libro hondamente vivido
por el autor y sus personajes, y libro en que el lenguaje se sitúa
en el centro afectivo mismo de su concepción y creación.
Ya he indicado en el artículo segundo de esta serie lo que
tiene el libro de traducción: es decir, traslado textual
y de incorporación intertextual. Ahora sólo quiero
subrayar que este concepto de traducción es también
válido para su visión pop. Porque si algo caracteriza
la visión pop del mundo es precisamente el concepto
de traducción. El artista pop traslada a su obra la
materia bruta de hoy día, el lenguaje de la tribu, efectuando
una traducción que permite (como en un palimpsesto) reconocer
debajo del texto dado el subtexto, o el intertexto, de la lengua
original. Libro centrado en ese concepto de traducción, estructurado
libremente en torno a un collage de voces habaneras, Tres tristes
tigres es una obra abierta, en el sentido que Umberto Eco da
a la expresión. Esto la sitúa no sólo en la
tradición del Ulysses sino en la más remota
del Satiricon, uno de los modelos de Cabrera Infante. Como
esta zebra de Petronio, TTT se propone recoger la Iuz de
una sociedad a punto de extinguirse y lo hace por medio de una colección
de fragmentos, una secreta unidad está en las entrelíneas
del texto. Su lectura sigue despistando a los mejores lectores,
como lo prueba una reciente reseña de John Updike en The
New Yorker (enero 29, 1972). Que hasta un colega se puede equivocar
tanto no sólo en cuanto al valor del libro sino, sobre todo,
en cuanto al mismo texto, confunda personajes, no descubra la trama
secreta, etc., etc., es buena prueba de que la estructura Iingüística
que ha creado Cabrera Infante no funciona solamente al nivel literal
de sus juegos de palabras, palíndromos, parodias y otras
amenidades criptográficas.
Del travesti al tantrismo
Otro aspecto central de la cultura pop aparece reflejado
en la obra de Severo Sarduy. Con dos novelas publicadas hasta la
fecha (Gestos, 1962, De donde son los cantantes, 1967)
y una tercera (Cobra) ya concluida, Sarduy ha buscado y logrado
una síntesis de culturas que de alguna manera refleja la
experiencia cubana y su propia experiencia privada. Si en un primer
nivel su obra parece referirse algo obsesivamente a la más
reciente cultura estructuralista (Sarduy vive en Francia, desde
1960; como Cortázar, que es también ciudadano francés);
si su vinculación con Roland Barthes y el grupo de la revista
Tel Quel es muy conocida, las raíces del escritor
Sarduy están en la renovación poética efectuada
por Lezama Lima en su propia obra y en la revista Orígenes.
Sobre esa poética del barroco (que De donde son los cantantes
ilustra con el largo periplo lingüístico de la tercera
parte), Sarduy instaura una inquisición de las fuentes de
la cultura cubana actual que él encuentra en el aporte chino,
el negro y, sobre todo, el hispánico. Ya en Cobra,
sin embargo, la visión se internacionaliza y al hacerlo se
convierte en pop. La mezcla de William Burroughs, el Drusgtore
de Saint Germain des Prés, el travestismo de Place Pigalle
y el budismo tántrico (cortesía de Octavio Paz), que
se logra en dicha deslumbrante novela aparece bajo el el signo del
arte pop. La concepción lingüística, el
rigor del código, la lucidez de los signos, vienen (naturalmente)
del estructuralismo pero la mezcla y yuxtaposición de elementos,
el sincretismo de culturas, el humor, son pop. La parodia
de un estilo que ya es parodia (Lichtenstein transcribiendo a otro
código el lenguaje de los comics, o fumetti; que ya son a
su vez transcripciones de otro código: el primer plano cinematográfico),
la desacralización por el disparate de unas teorías
que los críticos franceses han Ilevado al ridículo
de la solemnidad, el humor surrealista y a la vez popular con que
Sarduy la emprende con los siglos de Louvre y Sorbonne y College
de France, son otros tantos elementos que vinculan su gozosa y desesperada
empresa a la que estáa realizando (por otros caminos) Cabrera
Infante.
Es cierto que la iconografía y el sistema de referencias
de Cabrera Infante es más accesible: la censura pop
del cine constituye una suerte de lingua franca, de koiné
de este siglo, que todos (mal o bien) chapurreamos. El lenguaje
narrativo de Sarduy tiene claves más escondidas. Se explica,
por lo tanto, que su obra siga siendo aún secreta, aunque
creo que Cobra habrá de resultar más explícita.
Aún así, Sarduy está escribiendo para lectores
del futuro y es muy probable que su obra siga siendo soslayada por
quienes todavía creen que la literatura debe seguir Ilamando
al pan pan, y al vino vino, como si esa benemérita expresión
(como el Ienguaje entero) no fuera, inevitablemente, también
metafórica. Los ensayos de Sarduy, por otra parte, recogidos
en parte en Escrito sobre un cuerpo (1969) son casi los únicos
que se han ocupado seriamente en nuestra lengua en explicar el estructuralismo
o la meditación crítica de nuestra literatura. (La
otra excepción decisiva es, ya se sabe, Octavio Paz.) EI
día que los críticos de Sarduy estén tan preparados
como el autor para discutir lus principios en que se basa su obra,
será más fácil reconocer lo que ya es evidente
para algunos: en él se encuentra uno de los puntos de partida
para una novísima narrativa.
Una empresa similar a la de Sarduy, aunque realizada sin el rigor
poético de éste, es la que ha intentado Reynaldo Arenas.
En un par de novelas (Celestino antes del alba, 1966, El
mundo alucinante, 1969) ha evolucionado del monólogo
interior a la Faulkner de la primera obra a una estructura mucho
más compleja y experimental de la segunda. Basada en las
Memorias de Fray Servando Teresa de Mier, esta novela cuenta
no sólo la verdadera vida del revolucionario sacerdote, sus
aventuras y prisiones, sino su vida imaginaria. En la línea
que había inaugurado Marcel Schwob con sus Vies imaginaires
(1896) y que también ilustran Virginia Woolf con su Orlando
(1928) y Borges con sus biografías de Historia universal
de la infamia (1935), Reynaldo Arenas se mueve en las distintas
dimensiones de la vida de Fray Servando, cita sus palabras, inventa
monólogos y aventuras eróticas (que las Memorias
originales habían pudorosamente soslayado), y termina construyendo
una estructura verbal de indudable virtuosismo. El texto de las
Memorias es como una de las capas de una excavación
arqueológica que Arenas va develando para alcanzar (en el
centro del libro y en una escena alegórica alusiva del topos
del descenso del héroe a las regiones infernales) esa última
capa en que el complejo y elusivo Fray Servando termina por revelarse.
Pero no sólo el texto de las Memorias aparece jugado
contra el texto de Arenas. Este mismo se desdobla y ofrece distintas
versiones, muchas veces del mismo episodio, saltando del punto de
vista de una tercera persona a la segunda o primera, para refractar
en el prisma del lenguaje la experiencia alucinante de Fray Servando.
Libro también cómico y paródico (como los de
Cabrera Infante y Sarduy), El
alucinante no ha sido publicado aún en Cuba, a lo
que parece. No tanto, creo, por el carácter explosivo de
su mensaje de libertad individual como por el subrayado de sus escenas
eróticas, que no eluden la franca presentación del
homosexualismo, así como su parodia de algunos de los ídolos
del Establecimiento. (Hay una burla del estilo nominativo de Carpentier
que recuerda la más explicita parodia de Cabrera Infante
en Tres tristes tigres.)
Rescate del folletín
En Cabrera Infante, en Sarduy y en Arenas se ve una forma de la
parodia ocupar, por medio de la experimentación lingüística
y la aplicación de los signos de la cultura pop, el
centro de la nueva narrativa. En otros países se han intentado
experimentos similares. Así, en México, gente como
Gustavo Sainz y José Agustín han tocado también
algunas zonas de lo pop: el mundillo de los adolescentes
de Ciudad de México en el primero (sobre todo en la sorprendente
Gazapo, 1965), con toda la parafernalia de una cultura pop
que ellos manejan algo literalmente; el mundo más provinciano
que refleja Agustín en De perfil (1968) y en sus cuentos,
pero que también rescata por el humor la iconografía
del arte pop. Pero es sobre todo en la Argentina donde, a
la zaga de Manuel Puig han aparecido algunas exploraciones válidas
de esa contracultura hispanoamericana.
La obra de Puig, la obra visible, consiste por ahora de dos novelas
(La traición de Rita Hayworth, 1968, Boquitas pintadas,
1969) y una tercera, aún sin título e inconclusa,
de la que se sabe que sigue la fórmula del relato policial.
Las dos primeras constituyen una parodia, implícita la primera,
explícita la segunda, de los recursos del folletín.
Por folletín, Puig entiende no sólo Ia estructura
serial de las obras literarias del siglo XIX sino sus formas actuales:
la serial radiotelefónica o televisiva, la película
sentimental, los fumetti, y (también y sobre todo)
esa otra literatura serial que está encerrada en las letras
de tango y bolero. Con esa materia prima del pop art de nuestro
siglo compone Puig unas estructuras lingüísticas que
descansan principalmente en el habla de los personajes, presentada
directamente por el autor y casi sin acotaciones. (Hay más
en Boquitas pero están limitadas por un ascetismo
de lenguaje; en La traición sólo la ordenación
de los capítulos y sus títulos títulos informativos
revelan la mano del autor.)
Con esa materia bastarda, paródica ya en los originales
que él parodia, compone Puig unas novelas en que se rescata
para la literatura un género despreciado y se introduce en
la visión del lector especializado toda una dimensión
del mundo hispanomaericano que había estado confinada al
infierno de la subliteratura o que sólo había sido
objeto de parodia irónica por parte de los escritores cultos.
Si se compara, por ejemplo, lo que hacen Borges y Bioy, lo que hace
Marechal o lo que hace Cortázar (sobre todo en Los premios),
con lo que hace Puig se advierte precisamente ese nivel de ironía
que falta por completo en este último. Aunque como escritor
Puig es capaz de juzgar a sus personajes, como parodista él
se sitúa al mismo nivel y metamorfosea su escritura para
seguir la línea de sus originales. El resultado es una parodia
doblemente eficaz porque no desrealiza la materia que trata por
el distanciamiento irónico sino que la capta en su centro
mismo por la simpatía, hasta cierto punto, y con otro estilo,
Puig está Ilevando hasta sus últimas consecuencias
una aproximación a ciertas zonas de la realidad lingüística
argentina que había intentado antes, pero con menos fortuna,
Roberto Arlt en una serie de novelas mal escritas, agrias, feroces.
La integración realizada por Puig es notable. Por primera
vez se siente hablar a una mayoría que sólo había
encontrado expresión limitada en las películas más
comerciales del cine argentino, en ciertas audiciones de radio,
en la quejumbrosa letra del tango. Pero no se crea que esas estructuras
narrativas algo ingenuas que presenta Puig son apenas obra de primitivo.
Para entender hasta qué punto lo que él hace es único,
bastará examinar dos de las imitaciones más recientes
que han suscitado sus novelas. Una, La ciudad de los sueños
(1971), es obra de Juan José Hernández, poeta
fino y cuentista argentino. Allí se sigue la carrera de una
muchacha de provincia que va a la capital, la ciudad de sus sueños,
y que consigue triunfar en un ambiente sofisticado para descubrir
que su triunfo es ilusorio. Tema de novela rosa, transcripción
pesimista de lo que hace victoriosamente cada semana Corín
Tellado, esta novela busca mover los mismos resortes de las de Puig.
Pero le falta esa ferocidad que yace debajo de la frustración
de tanto sueño y que Puig no deja de registrar en sus originales.
Elegante donde debió haber sido simplemente cursi, sentimental
donde debió ser implacable, la novela sólo revela
las virtudes del modelo. Desde otro ángulo, La perinola
(1971), de Mario Sexer, también usa los mismos recursos narrativos
de Puig para mostrar la atmósfera confinada, oprimente, de
una ciudad provinciana. Pero aunque Sexer tiene un sentido bastante
robusto del humor adolescente, le faltan las otras dimensiones de
esa realidad cursi y frustrada. Sus parodias de la cursilería
son frías; no tienen ese temblor que siempre roza la trama
lingüística en las obras de Puig.
Plus ça change
Con los imitadores de Puig llegamos a una etapa verdaderamente
epigonal de la nueva novela. El caso de estos dos escritores no
es único. Ya Cortázar había "liberado"
(en el sentido en que hablaba Fuentes) a más de un escritor
y había suscitado las muy interesantes variaciones de Néstor
Sánchez en Nosotros dos (1966), Siberia Blues (1967),
El amor, los orsinis y la muerte (1969). En estas obras no
sólo la enseñanza lingüística de Cortázar
sino el sistema serial de la nueva novela francesa y de la nouvelle
vague cinematográfica eran empleados para lograr efectos
que casi pulverizan la materia narrativa. Pero Sánchez parece
haberse internado, sobre todo en el último libro, en un territorio
de acceso aún más dificil que el de Sarduy. En cuanto
a Cien años de soledad, ha desatado en Colombia y
fuera de ella una serie de novelas que vuelven al pasado novelesco
de América (como Los cortejos del diablo, 1970, de
Germán Espinosa) o que aplican a la cruda realidad de nuestros
países algo del aliento épico-mítico del libro
de García Márquez. Libros como Sagrado, 1969,
de Tomás Eloy Martínez, por un lado, o como Redoble
por Rancas, 1970, de Manuel Scorsa, por otro. Si el primero
utiliza sólo el enorme repositorio de fábulas y supersticiones
de su nativa Tucumán para dar, en varios planos de realidad,
una visión épica de un famoso curandero el segundo
aprovecha la libertad narrativa que había instaurado García
Márquez para contar otro episodio (también real) de
la lucha por la libertad en el Perú. De los epígonos
de Cien años de soledad, tal vez uno de los más
interesantes sea Ciudad portátil (1962), de Adriano
González León, que utiliza la visión del novelista
colombiano para reconstruir en parte las raíces de un mundo
venezolano actual, dividido por la lucha guerrillera. El mundo urbano
del protagonista (referido sobre todo en un monólogo interior)
contrasta con el mundo alucinante de sus orígenes rurales.
Hasta qué punto García Márquez ha introducido
una nueva nota en las letras hispanoamericanas se puede advertir
por su influencia sobre un narrador ya establecido como Miguel Otero
Silva que en Cuando quiero llorar no lloro, 1971, encuentra
su verdadera vena de narrador oral y se libera de un realismo algo
didáctico al seguir una de las rutas esbozadas por Cien
años de soledad.
Enumerar todos estos libros, que, de alguna manera, reflejan la
influencia de la nueva novela sería cosa de nunca acabar.
Habría que señalar, por ejemplo, Un mundo para
Julius, 1970, de Alfredo Bryce Echenique, que arranca, de su
compatriota Mario Vargas Llosa, y sobre todo de Los cachorros
(1966), para detallar con cierta exasperante morbosidad y abuso
de trivialidades esa alta burguesía hispanoamericana que
ya había definido para siempre José Donoso en sus
primeras novelas. También habría que hablar de
José Trigo (1967), de Fernando del Paso, en que la abrumadora
empresa de crear una suma lingüística total del México
de hoy termina por hundir al libro en la trivialidad, a pesar de
que algunos episodios (la guerra de los cristeros, la lucha sindical
en los ferrocarriles) tienen grandes momentos narrativos. Habría
que hablar de Roa Bastos y de Carlos Droguett, de Martínez
Moreno y de Norberto Fuentes, de René Marqués y de
Salvadore Elizondo. Habría que.
Sólo entonces
Es posible, y casi completamente seguro, que el boom ya ha muerto
y que sus últimos ecos han dejado de sonar. Pero también
es casi seguro que la nueva novela latinoamericana y (sobre todo)
que la nueva literatura latinoamericana no sólo esté
viva sino que goce de muy buena salud. Lo que ahora se necesita
es aprovechar el silencio publicitario para escuchar mejor cada
vez. Encerrarse a leer y releer, volver a mirar lo visto, tomar
distancia, hacer balance. Es decir: ocuparse de lo que importa.
Sólo así el estrépito y el furor del boom habrá
dejado algo más que una sensación de vacío.
Sólo asi se podra rescatar a las letras de todo un continente
de las irresponsables manos de la propaganda, sea ésta comercial,
confesional o (como se quiere ahora) "ideológica".
A empezar, pues."
Nota: Esta es la última de una serie
de cuatro notas sobre el boom.
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