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Indice general ordenado alfabéticamente por título del libro o artículo

"Notas sobre (hacia) el boom IV: los nuevos novelistas"
En Plural, México, nº 8,
mayo 1972, p. 11-14.

in some deep canyon a night owl started booming.
William Beebe.


"Nada más dificil que establecer un canon aceptable de los nuevos novelistas. A las presiones y arbitrariedades políticas que contaminan toda consideración seria de la nueva literatura latinoamericana, se une en este aspecto particular el problema del acceso a las obras mismas y a la crítica fundamental que permita situarlas en un contexto preciso. ¿Cuántas novelas esperan aún, en países de bibliografía pobre o errática (como muchos de América central, o de los centros menos privilegiados de América del Sur), al lector con suficiente imaginación para rescatarlas de la anónima masa que las rodea? ¿Cuántos escritores conocidos han logrado la crítica que no solo los distinga sino que los sitúe en una corriente más general y reconocible?¿Cuántos (incluso) de los más publicitados (pienso en Carlos Fuentes, en el mismo Cortázar, sin duda en Carpentier) han sido objeto realmente de una crítica que vaya más allá de la lectura linear y de la mera incra glosolalia? Estos, y otros problemas que ya he apuntado en anteriores artículos de esta serie, explican que el establecimiento de un canon aceptable de los nuevos novelistas sea aún tarea imposible. Lo más que se puede lograr a esta altura del problema es deslindar algunas líneas crítlcas básicas, ilustrarlas con algunos ejemplos relevantes, apuntar posibles caminos de lectura.

La novela del lenguaje

Como indiqué en mi anterior nota ("Nueva y vieja nueva novela", Plural, núm. 6, pp. 13-15), muchos de los más nuevos y experimentales narradores de la nueva novela latinoamericana no sólo no son nuevos en sentido estricto (el caso más notable en este aspecto es el de Macedonio Fernández) sino que tampoco son experimentales en realidad (García Márquez, por ejemplo, que es sobre todo un narrador tradicional). Por eso mismo, el criterio de la novedad debe basarse en un reconocimiento de cuál es la línea central de desarrollo de la nueva novela, lo que en inglés se llama la main current. Desde este punto de vista, y considerada la vasta experimentación que se ha efectuado en la novela europea y norteamericana, antes que en la nuestra, a partir de la primera guerra mundial, parece evidente que es en la línea de la novela del lenguaje donde se puede encontrar esa corriente central.

No es necesario remontarse más allá de la vanguardia narrativa, con el Ulysses de Joyce como pieza fundamental, para reconocer que a partir de ese libro (publicado a comienzos de 1922) se inicia un nuevo estilo en la novela. El Ulysses no sólo altera la estructura externa de la narración, creando una narración sucesiva que a la vez que parodia (paralelísticamente) la Odisea, de Homero, construye un periplo alegórico en en infierno de una ciudad (la visita al burdel) y en el misterio del sexo (el monólogo de Marion Bloom), para encontrar su identidad perdida de hijo en el reconocimiento del padre y el abrazo de la madre. No sólo crea el Ulysses esta estructura narrativa que duplica el modelo en su significación mítica, sino que crea también una estructura lingüística en que el mismo modelo aparece transpuesto en el código de un lenguaje que también efectúa el doble descenso y logra el doble reconocimiento. La parodia (aquí) no es del modelo homérico sino de todos los monumentos literarios de la lengua inglesa.

La hazaña de Joyce habría de ser imitada en muchas lenguas. Con cierta lentitud, y a través de muchos ensayos felices (Borges, que realiza una reducción a escala del cuento de ese doble proceso) y de algunos simplemente monstruosos (el Adán Buenosayres, de Marechal), el Ulysses se va constituyendo en el modelo central de la nueva narrativa latinoamericana. Desde este punto de vista tanto Rayuela de Cortázar, como Paradiso, de Lezama Lima; Cambio de piel, de Fuentes, como Tres tristes tigres, de Cabrera Infante, son libros joyceanos. Lo sean o no en la letra de sus narraciones, lo son en la cifra de sus códigos secretos. Es decir: todos ellos están de acuerdo en concebir la novela, a la vez, como una parodia y un mito, una estructura que tanto en su topoi como en sus signos privados revela la unidad de un sistema de significaciones.

El lenguaje, pues, pasa a primer plano para definir el sistema de cada libro. No se trata ya, como se creyó en la época modernista, de la preeminencia del lenguaje como decoración, el lenguaje como adorno, el lenguaje como medio para un fin que le era (al fin y al cabo) ajeno. Aquí la decoración es inseparable de lo decorado, no hay sino adorno, el medio es el mensaje. De ahí que las habituales distinciones entre la superficie y la profundidad de una determinada escritura, la discusión de los significados como algo ajeno a la estructura verbal misma, toda la polémica sobre el "compromiso", adquieren una distinta significación. No hay otra profundidad que la de la superficie, no hay significados sino significaciones, no hay otro compromiso que el de la escritura misma.

Lo cual no quiere decir que el libro, inserto en una determinada circunstancia histórica o utilizado en una determinada coyuntura política, no sea susceptible de una lectura que pida y encuentre significados, que postule y reconozca compromisos. Eso es imposible siempre que al efectuar esta operación se admita que se está extrapolando la obra para hacerla funcionar dentro de otro sistema, ajeno (por definición) al sistema literario al que la obra pertenece. Así, por ejemplo, podemos usar el Diccionario de la Real Academia Española, en cualquiera de sus beneméritas ediciones, para emparejar una mesa singularmente desequilibrada. Eso, no quiere decir que la función del Diccionario sea esa.

La novela del lenguaje establece, pues, una corriente central a partir de la cual es posible determinar un cierto canon de los nuevos novelistas. Desde este punto de vista, narradores muy importantes desde otros puntos de vista (como Carpentier, Sábato, García Márquez) tienen mucha menos validez que otros (como Lezama Lima, Cortázar, Cabrera Infante) en que la creación de un modelo lingüistico, completo y coherente en todas sus dimensiones, es más evidente. Aceptada esta perspectiva inicial sólo cumple examinar la nueva novela a partir de ella.

Dos piedras miliares

Si la década del cuarenta es la que inicia, por tantos caminos distintos, el movimiento de la nueva novela latinoamericana, es evidente que en la década siguiente aparecen dos de Ios libros que más han influído sobre el curso posterior de esa misma novela. Se publican con un año de distancia, hacia la mitad de los años cincuenta, y constituyen mojones fundamentales de la nueva narrativa. Me refiero, es claro, a Pedro Páramo, de Juan Rulfo, de 1955, y Grande Sertão: Veredas, de João Guimarães Rosa, de 1956. Lo que es la novela de Rulfo para la nueva narrativa hispanoamericana, lo es (aunque tal vez más masivamente) la de Guimarães Rosa para la brasileña. A esta altura de la bibliografía rulfiana no es necesario abundar sobre este libro, su única y gran novela. Es evidente que la crítica ha reconocido suficientemente ya su doble valor como documento de una cierta zona profunda de la realidad mexicana y como experimento narrativo de gran alcance. Lo que se ha visto menos, sobre todo al principio, es lo que ha destacado Octavio Paz en un luminoso comentario: su diseño mítico, su búsqueda de la raíz central de la soledad mexicana. Ese periplo exterior del principal relator por el infierno de Comala en busca de un padre perdido que se convierte, en otra dimensión de la historia, en la busca que hace el propio Pedro Páramo de su identidad asaltada, y de la identidad de México mismo; ahí está la raíz mítica de ese libro alucinante. Pero ya en Rulfo, como en los mayores novelistas que lo siguen, la estructura mítica de la búsqueda y la estructura narrativa en que se cuenta esa búsqueda son una cosa sola. A nivel de lenguaje (ese diálogo de muertos que reviven una realidad muerta y embalsamada por la incomunicación en la vida misma de sus protagonistas), el conflicto central del libro ya está explicitado. La separación, que solía efectuar la crítica entonces, entre la forma y el fondo es imposible. Para leer a Rulfo, para descodificarlo, hay que empezar por resolver el enigma que plantea su propia estructura lingüística.

El caso de Guimarães Rosa es aún más espléndido. Porque en tanto que Rulfo comprime, con magistral economía, el destino de Pedro Páramo en una estructura relativamente breve aunque complejisima, Guimarães Rosa dilata sobre la trama de un inmenso monólogo la narración de un destino tambien alegórico. Si Rulfo usaba el diálogo de muertos, con sus frenos paralelos, con sus evocaciones incanjeables, con sus secretas alegorías, para subrayar la final incomunicación en que están encerrados sus protagonistas, Guimarães Rosa usa y abusa del monólogo del protagonista ante un oyente no identificado para dibujar esa misma incomunicacion final. Más joyceano que faulkneriano (el autor norteamericano es una reconocida influencia en Rulfo), Guimarães Rosa sitúa el primer nivel de acceso a su novela en términos aún mucho más onerosos que los de Rulfo. Porque en el narrador mexicano todo es transparente al nivel de la lengua, salvo la estructura interior de esa fábrica verbal que él ofrece. En Guimarães, por el contrario, la línea narrativa es simple y puede ser contada en poquísimas palabras, pero el nivel inmediato del lenguaje es casi inaccesible, incluso para los brasileños mismos. Porque Guimarães Rosa ha seguido aquí más al Joyce de Finnegans Wake que al de Ulysses. El protagonista, Riobaldo, aprovecha las idiosincracias del monólogo oral, su falta de ilación gramatical, sus idiotismos y barbarismos sintácticos, para verter en una lengua que es, por otra parte, fuertemente regional, ese hilo interminable de evocación de su adolescencia y primera juventud, la búsqueda de su identidad a través de la búsqueda de un padre y de un amor que no puede aceptarse porque aparece condenado por las convenciones.

Un tema muy de Rulfo, es claro, porque es uno de los grandes topoi de toda literatura. Pero un tema que Guimarães Rosa desarrolla en una dimensión más explícitamente religiosa que la de Rulfo. El centro del conflicto moral del protagonista aparece alegorizado por una tentación diabólica y con el encuentro de una voz que lo seduce en el desierto. Esa seducción y la otra tentación que significa el amor que despierta Diadorim, uno de sus compañeros de armas, habrán de permitir a Guimarães Rosa la mínima dimensión anecdótica que la novela requiere. Pero en él, como en Rulfo, no es la peripecia lo que centra o concentra el interés sino el diseño mítico que esa peripecia encubre. Otra vez, la estructura lingüística que dibuja el modelo, esa búsqueda de un nuevo lenguaje para la novela brasileña, y la estructura mítica que explicita la otra búsqueda, no hacen sino conformarse estrechamente la una a la otra como el haz y el envés de un guante.

A partir de Rulfo, la nueva novela hispanoamericana se abrirá en abanico: una corriente habrá de seguir la exploración de esas realidades nacionales, ahondando más en las circunstancias (línea de Fuentes, de García Márquez, de Vargas Llosa, en sus primeras novelas); otra línea habrá de aprovechar no sólo la experiencia de Rulfo sino la anterior de Asturias y de Borges, para ahondar en el nivel mítico (Cortázar, el Donoso de El obsceno pájaro de la noche, el último Fuentes, el García Márquez de Cien años de soledad, el Vargas Llosa de Conversación en la Catedral). Pero será una tercera línea, que hasta cierto punto aprovechó ambas pero para poner el acento en esa corriente central del lenguaje, la que continúe, amplíe y hasta cierto punto supere la experimentación realizada ya en Pedro Páramo. Esa es la línea a esclarecer ahora.

Una última observación antes de pasar adelante. En las letras brasileñas no se ha producido, después de la aparición de Grande Sertão: Veredas, un movimiento comparable al de la nueva novela hispanoamericana. No quiere decir esto que no haya nuevos narradores, y algunos muy distinguidos, como Clarice Lispector, Adonias Filho, Nélida Piñón y Dalton Trevisan, para citar sólo algunos. Pero toda la obra realizada por ellos aparece como disminuída por la audacia y grandeza de la de Guimarães Rosa. Hay libros fundamentales, como A Paixão segundo G. H. (1964), de Clarice Lispector, en que se explora con gran rigor estilístico un caso extremo de paranoia, y en que la misma árida intensidad del lenguaje convierte la obra en un modelo cabal de la nueva novela. Hay el caso de la última, aún inédita novela de Nélida Piñón, A casa da paixão, en que también, la intensidad y exasperación del lenguaje permite el acceso a zonas muy secretas del mito. Pero aún en esos dos ejemplos sobresalientes, la nueva narrativa brasileña posterior a Guimarães Rosa se manifiesta más tímida, menos aventurera y descubridora que la hispanoamericana posterior a Rulfo. De esta nos ocuparemos ahora.

Las mutaciones del pop

Esa corriente central de la novela del lenguaje encuentra su expresión más experimental en la obra de tres narradores cubanos (Guillermo Cabrera Infante, Severo Sarduy, Reynaldo Arenas) y un cuarto, argentino (Manuel Puig). Que Cuba tenga tal preeminencia en la actual narrativa hispanoamericana puede explicarse no sólo por el boom creado desde la isla por la política cultural del Gobierno, sobre todo en los primeros años de la revolución (véase el primer artículo de esta serie, en Plural, núm. 4, enero 1972, pp. 29-32), sino también porque en la tradición más viva de las letras cubanas se encuentra la obra de Lezama Lima que desde su barroca poesía y prosa, o desde sus revistas (sobre todo Orígenes) situó la búsqueda de una expresión americana al nivel más experimental del mito y del lenguaje. Pero hay que tener en cuenta, asimismo, la influencia de toda una cultura contemporánea de origen pop, que en Cuba (antes que en otros países de América Latina y simultáneamente con lnglaterra, Italia y Francia) había empezado a producir curiosas y originales mutaciones. La vecindad de los Estados Unidos, la ocupación imperialista de la isla, que son aspectos que desde un punto de vista político es muy legítimo lamentar, se convierten paradójicamente desde el punto de vista culural en elementos de provocación y estímulo. Que esto suceda no sólo a nivel literario es evidente por el hecho de que Fidel Castro sea tal vez el único gobernante latinoamericano que ha sido colonizado no sólo por la Coca Cola sino también por el inescrutable baseball. Pero passons.

La existencia de una vitalísima cultura pop que nace en los Estados Unidos en los cincuenta y se desarrolla vertiginosamente en ambos lados del Atlántico a partir de los años sesenta (no sólo los Beetles son pop, también lo es el archi revolucionario ciudadano suizo Jean Luc Godard), es una realidad para la cultura cubana mucho antes que para la latinoamericana general. En América Latina (con excepción tal vez de México en ciertos niveles de su cultura), lo pop Ilega de la mano de los ingleses, italianos o franceses. Colonizados por Europa hasta en nuestras manifestaciones de mayor agresividad independentista, descubrimos lo pop en la nouvelle vague o en los cinematografistas italianos de la generación inmediata a la de Fellini y Antonioni. Serán los Beatles, y no el Elvis Presley de los años cincuenta, los que nos revelen los misterios del rock. Aprenderemos a adorar a Samuel Fuller y a jurar por Budd Boetticher a partir de las retrospectivas de los cine-clubes europeos. En Cuba no. En Cuba la saturación de la cultura pop en los años cincuenta es tan grande que apenas estalla la Revolución dos narradores están más que maduros para traducir al cubano esa cultura. El primero (no sólo cronológicamente) es Guillermo Cabrera lnfante.

El día que se pueda estudiar su ya considerable obra narrativa y crítica sin los terrores que ha instaurado la inquisición política, se podrá descubrir algo que es ya obvio para sus mejores lectores de hoy: que Tres tristes tigres no es sino la tercera versión de un libro que Guillermo Cabrera lnfante había empezado a escribir en 1950 y tantos, y al que Ilegó a través de las etapas intermedias de un libro de cuentos (Así en la paz como en la guerra, 1960), y una colección de críticas de cine (Un oficio del siglo XX, 1963). En el primer libro, los cuentos y las viñetas (estas últimas de la Cuba anti-batistiana) componen una secuencia similar aunque más geométrica a la de las distintas series anecdóticas de TTT; las crónicas de cine aparecen atribuidas al seudónimo G. Caín y contienen su biografía por su amigo, Guillermo Cabrera Infante, en una manera que recuerda la relación de Bustrófedon con el texto y los personajes de TTT. En ambos libros se expresa ya esa cultura pop que, en la década del sesenta, daría nacimiento a la contracultura de los hippies. La misma pasión por el cine comercial norteamericano y la música popular, la misma valoración irónica y con humor corrosivo de la cultura oficial de este siglo, el lenguaje de los subtítulos de películas y de tiras cómicas alternando con la poesía y la prosa de las antologías y, sobre todo, la misma mezcla deliberadamente bastarda del español cubano con el inglés hablado: ese Spanglish que los puristas rechazan con el mismo fervor degaullista con que Etiemble denunciaba el Franglais pero que en la vida del habla popular es una de las realidades de este siglo.

Del laboratorio que constituyen estos dos libros sale la visión y el lenguaje de Tres tristes tigres, libro hondamente vivido por el autor y sus personajes, y libro en que el lenguaje se sitúa en el centro afectivo mismo de su concepción y creación. Ya he indicado en el artículo segundo de esta serie lo que tiene el libro de traducción: es decir, traslado textual y de incorporación intertextual. Ahora sólo quiero subrayar que este concepto de traducción es también válido para su visión pop. Porque si algo caracteriza la visión pop del mundo es precisamente el concepto de traducción. El artista pop traslada a su obra la materia bruta de hoy día, el lenguaje de la tribu, efectuando una traducción que permite (como en un palimpsesto) reconocer debajo del texto dado el subtexto, o el intertexto, de la lengua original. Libro centrado en ese concepto de traducción, estructurado libremente en torno a un collage de voces habaneras, Tres tristes tigres es una obra abierta, en el sentido que Umberto Eco da a la expresión. Esto la sitúa no sólo en la tradición del Ulysses sino en la más remota del Satiricon, uno de los modelos de Cabrera Infante. Como esta zebra de Petronio, TTT se propone recoger la Iuz de una sociedad a punto de extinguirse y lo hace por medio de una colección de fragmentos, una secreta unidad está en las entrelíneas del texto. Su lectura sigue despistando a los mejores lectores, como lo prueba una reciente reseña de John Updike en The New Yorker (enero 29, 1972). Que hasta un colega se puede equivocar tanto no sólo en cuanto al valor del libro sino, sobre todo, en cuanto al mismo texto, confunda personajes, no descubra la trama secreta, etc., etc., es buena prueba de que la estructura Iingüística que ha creado Cabrera Infante no funciona solamente al nivel literal de sus juegos de palabras, palíndromos, parodias y otras amenidades criptográficas.

Del travesti al tantrismo

Otro aspecto central de la cultura pop aparece reflejado en la obra de Severo Sarduy. Con dos novelas publicadas hasta la fecha (Gestos, 1962, De donde son los cantantes, 1967) y una tercera (Cobra) ya concluida, Sarduy ha buscado y logrado una síntesis de culturas que de alguna manera refleja la experiencia cubana y su propia experiencia privada. Si en un primer nivel su obra parece referirse algo obsesivamente a la más reciente cultura estructuralista (Sarduy vive en Francia, desde 1960; como Cortázar, que es también ciudadano francés); si su vinculación con Roland Barthes y el grupo de la revista Tel Quel es muy conocida, las raíces del escritor Sarduy están en la renovación poética efectuada por Lezama Lima en su propia obra y en la revista Orígenes. Sobre esa poética del barroco (que De donde son los cantantes ilustra con el largo periplo lingüístico de la tercera parte), Sarduy instaura una inquisición de las fuentes de la cultura cubana actual que él encuentra en el aporte chino, el negro y, sobre todo, el hispánico. Ya en Cobra, sin embargo, la visión se internacionaliza y al hacerlo se convierte en pop. La mezcla de William Burroughs, el Drusgtore de Saint Germain des Prés, el travestismo de Place Pigalle y el budismo tántrico (cortesía de Octavio Paz), que se logra en dicha deslumbrante novela aparece bajo el el signo del arte pop. La concepción lingüística, el rigor del código, la lucidez de los signos, vienen (naturalmente) del estructuralismo pero la mezcla y yuxtaposición de elementos, el sincretismo de culturas, el humor, son pop. La parodia de un estilo que ya es parodia (Lichtenstein transcribiendo a otro código el lenguaje de los comics, o fumetti; que ya son a su vez transcripciones de otro código: el primer plano cinematográfico), la desacralización por el disparate de unas teorías que los críticos franceses han Ilevado al ridículo de la solemnidad, el humor surrealista y a la vez popular con que Sarduy la emprende con los siglos de Louvre y Sorbonne y College de France, son otros tantos elementos que vinculan su gozosa y desesperada empresa a la que estáa realizando (por otros caminos) Cabrera Infante.

Es cierto que la iconografía y el sistema de referencias de Cabrera Infante es más accesible: la censura pop del cine constituye una suerte de lingua franca, de koiné de este siglo, que todos (mal o bien) chapurreamos. El lenguaje narrativo de Sarduy tiene claves más escondidas. Se explica, por lo tanto, que su obra siga siendo aún secreta, aunque creo que Cobra habrá de resultar más explícita. Aún así, Sarduy está escribiendo para lectores del futuro y es muy probable que su obra siga siendo soslayada por quienes todavía creen que la literatura debe seguir Ilamando al pan pan, y al vino vino, como si esa benemérita expresión (como el Ienguaje entero) no fuera, inevitablemente, también metafórica. Los ensayos de Sarduy, por otra parte, recogidos en parte en Escrito sobre un cuerpo (1969) son casi los únicos que se han ocupado seriamente en nuestra lengua en explicar el estructuralismo o la meditación crítica de nuestra literatura. (La otra excepción decisiva es, ya se sabe, Octavio Paz.) EI día que los críticos de Sarduy estén tan preparados como el autor para discutir lus principios en que se basa su obra, será más fácil reconocer lo que ya es evidente para algunos: en él se encuentra uno de los puntos de partida para una novísima narrativa.

Una empresa similar a la de Sarduy, aunque realizada sin el rigor poético de éste, es la que ha intentado Reynaldo Arenas. En un par de novelas (Celestino antes del alba, 1966, El mundo alucinante, 1969) ha evolucionado del monólogo interior a la Faulkner de la primera obra a una estructura mucho más compleja y experimental de la segunda. Basada en las Memorias de Fray Servando Teresa de Mier, esta novela cuenta no sólo la verdadera vida del revolucionario sacerdote, sus aventuras y prisiones, sino su vida imaginaria. En la línea que había inaugurado Marcel Schwob con sus Vies imaginaires (1896) y que también ilustran Virginia Woolf con su Orlando (1928) y Borges con sus biografías de Historia universal de la infamia (1935), Reynaldo Arenas se mueve en las distintas dimensiones de la vida de Fray Servando, cita sus palabras, inventa monólogos y aventuras eróticas (que las Memorias originales habían pudorosamente soslayado), y termina construyendo una estructura verbal de indudable virtuosismo. El texto de las Memorias es como una de las capas de una excavación arqueológica que Arenas va develando para alcanzar (en el centro del libro y en una escena alegórica alusiva del topos del descenso del héroe a las regiones infernales) esa última capa en que el complejo y elusivo Fray Servando termina por revelarse. Pero no sólo el texto de las Memorias aparece jugado contra el texto de Arenas. Este mismo se desdobla y ofrece distintas versiones, muchas veces del mismo episodio, saltando del punto de vista de una tercera persona a la segunda o primera, para refractar en el prisma del lenguaje la experiencia alucinante de Fray Servando. Libro también cómico y paródico (como los de Cabrera Infante y Sarduy), El

alucinante no ha sido publicado aún en Cuba, a lo que parece. No tanto, creo, por el carácter explosivo de su mensaje de libertad individual como por el subrayado de sus escenas eróticas, que no eluden la franca presentación del homosexualismo, así como su parodia de algunos de los ídolos del Establecimiento. (Hay una burla del estilo nominativo de Carpentier que recuerda la más explicita parodia de Cabrera Infante en Tres tristes tigres.)

Rescate del folletín

En Cabrera Infante, en Sarduy y en Arenas se ve una forma de la parodia ocupar, por medio de la experimentación lingüística y la aplicación de los signos de la cultura pop, el centro de la nueva narrativa. En otros países se han intentado experimentos similares. Así, en México, gente como Gustavo Sainz y José Agustín han tocado también algunas zonas de lo pop: el mundillo de los adolescentes de Ciudad de México en el primero (sobre todo en la sorprendente Gazapo, 1965), con toda la parafernalia de una cultura pop que ellos manejan algo literalmente; el mundo más provinciano que refleja Agustín en De perfil (1968) y en sus cuentos, pero que también rescata por el humor la iconografía del arte pop. Pero es sobre todo en la Argentina donde, a la zaga de Manuel Puig han aparecido algunas exploraciones válidas de esa contracultura hispanoamericana.

La obra de Puig, la obra visible, consiste por ahora de dos novelas (La traición de Rita Hayworth, 1968, Boquitas pintadas, 1969) y una tercera, aún sin título e inconclusa, de la que se sabe que sigue la fórmula del relato policial. Las dos primeras constituyen una parodia, implícita la primera, explícita la segunda, de los recursos del folletín. Por folletín, Puig entiende no sólo Ia estructura serial de las obras literarias del siglo XIX sino sus formas actuales: la serial radiotelefónica o televisiva, la película sentimental, los fumetti, y (también y sobre todo) esa otra literatura serial que está encerrada en las letras de tango y bolero. Con esa materia prima del pop art de nuestro siglo compone Puig unas estructuras lingüísticas que descansan principalmente en el habla de los personajes, presentada directamente por el autor y casi sin acotaciones. (Hay más en Boquitas pero están limitadas por un ascetismo de lenguaje; en La traición sólo la ordenación de los capítulos y sus títulos títulos informativos revelan la mano del autor.)

Con esa materia bastarda, paródica ya en los originales que él parodia, compone Puig unas novelas en que se rescata para la literatura un género despreciado y se introduce en la visión del lector especializado toda una dimensión del mundo hispanomaericano que había estado confinada al infierno de la subliteratura o que sólo había sido objeto de parodia irónica por parte de los escritores cultos. Si se compara, por ejemplo, lo que hacen Borges y Bioy, lo que hace Marechal o lo que hace Cortázar (sobre todo en Los premios), con lo que hace Puig se advierte precisamente ese nivel de ironía que falta por completo en este último. Aunque como escritor Puig es capaz de juzgar a sus personajes, como parodista él se sitúa al mismo nivel y metamorfosea su escritura para seguir la línea de sus originales. El resultado es una parodia doblemente eficaz porque no desrealiza la materia que trata por el distanciamiento irónico sino que la capta en su centro mismo por la simpatía, hasta cierto punto, y con otro estilo, Puig está Ilevando hasta sus últimas consecuencias una aproximación a ciertas zonas de la realidad lingüística argentina que había intentado antes, pero con menos fortuna, Roberto Arlt en una serie de novelas mal escritas, agrias, feroces. La integración realizada por Puig es notable. Por primera vez se siente hablar a una mayoría que sólo había encontrado expresión limitada en las películas más comerciales del cine argentino, en ciertas audiciones de radio, en la quejumbrosa letra del tango. Pero no se crea que esas estructuras narrativas algo ingenuas que presenta Puig son apenas obra de primitivo.

Para entender hasta qué punto lo que él hace es único, bastará examinar dos de las imitaciones más recientes que han suscitado sus novelas. Una, La ciudad de los sueños (1971), es obra de Juan José Hernández, poeta fino y cuentista argentino. Allí se sigue la carrera de una muchacha de provincia que va a la capital, la ciudad de sus sueños, y que consigue triunfar en un ambiente sofisticado para descubrir que su triunfo es ilusorio. Tema de novela rosa, transcripción pesimista de lo que hace victoriosamente cada semana Corín Tellado, esta novela busca mover los mismos resortes de las de Puig. Pero le falta esa ferocidad que yace debajo de la frustración de tanto sueño y que Puig no deja de registrar en sus originales. Elegante donde debió haber sido simplemente cursi, sentimental donde debió ser implacable, la novela sólo revela las virtudes del modelo. Desde otro ángulo, La perinola (1971), de Mario Sexer, también usa los mismos recursos narrativos de Puig para mostrar la atmósfera confinada, oprimente, de una ciudad provinciana. Pero aunque Sexer tiene un sentido bastante robusto del humor adolescente, le faltan las otras dimensiones de esa realidad cursi y frustrada. Sus parodias de la cursilería son frías; no tienen ese temblor que siempre roza la trama lingüística en las obras de Puig.

Plus ça change

Con los imitadores de Puig llegamos a una etapa verdaderamente epigonal de la nueva novela. El caso de estos dos escritores no es único. Ya Cortázar había "liberado" (en el sentido en que hablaba Fuentes) a más de un escritor y había suscitado las muy interesantes variaciones de Néstor Sánchez en Nosotros dos (1966), Siberia Blues (1967), El amor, los orsinis y la muerte (1969). En estas obras no sólo la enseñanza lingüística de Cortázar sino el sistema serial de la nueva novela francesa y de la nouvelle vague cinematográfica eran empleados para lograr efectos que casi pulverizan la materia narrativa. Pero Sánchez parece haberse internado, sobre todo en el último libro, en un territorio de acceso aún más dificil que el de Sarduy. En cuanto a Cien años de soledad, ha desatado en Colombia y fuera de ella una serie de novelas que vuelven al pasado novelesco de América (como Los cortejos del diablo, 1970, de Germán Espinosa) o que aplican a la cruda realidad de nuestros países algo del aliento épico-mítico del libro de García Márquez. Libros como Sagrado, 1969, de Tomás Eloy Martínez, por un lado, o como Redoble por Rancas, 1970, de Manuel Scorsa, por otro. Si el primero utiliza sólo el enorme repositorio de fábulas y supersticiones de su nativa Tucumán para dar, en varios planos de realidad, una visión épica de un famoso curandero el segundo aprovecha la libertad narrativa que había instaurado García Márquez para contar otro episodio (también real) de la lucha por la libertad en el Perú. De los epígonos de Cien años de soledad, tal vez uno de los más interesantes sea Ciudad portátil (1962), de Adriano González León, que utiliza la visión del novelista colombiano para reconstruir en parte las raíces de un mundo venezolano actual, dividido por la lucha guerrillera. El mundo urbano del protagonista (referido sobre todo en un monólogo interior) contrasta con el mundo alucinante de sus orígenes rurales. Hasta qué punto García Márquez ha introducido una nueva nota en las letras hispanoamericanas se puede advertir por su influencia sobre un narrador ya establecido como Miguel Otero Silva que en Cuando quiero llorar no lloro, 1971, encuentra su verdadera vena de narrador oral y se libera de un realismo algo didáctico al seguir una de las rutas esbozadas por Cien años de soledad.

Enumerar todos estos libros, que, de alguna manera, reflejan la influencia de la nueva novela sería cosa de nunca acabar. Habría que señalar, por ejemplo, Un mundo para Julius, 1970, de Alfredo Bryce Echenique, que arranca, de su compatriota Mario Vargas Llosa, y sobre todo de Los cachorros (1966), para detallar con cierta exasperante morbosidad y abuso de trivialidades esa alta burguesía hispanoamericana que ya había definido para siempre José Donoso en sus primeras novelas. También habría que hablar de José Trigo (1967), de Fernando del Paso, en que la abrumadora empresa de crear una suma lingüística total del México de hoy termina por hundir al libro en la trivialidad, a pesar de que algunos episodios (la guerra de los cristeros, la lucha sindical en los ferrocarriles) tienen grandes momentos narrativos. Habría que hablar de Roa Bastos y de Carlos Droguett, de Martínez Moreno y de Norberto Fuentes, de René Marqués y de Salvadore Elizondo. Habría que.

Sólo entonces

Es posible, y casi completamente seguro, que el boom ya ha muerto y que sus últimos ecos han dejado de sonar. Pero también es casi seguro que la nueva novela latinoamericana y (sobre todo) que la nueva literatura latinoamericana no sólo esté viva sino que goce de muy buena salud. Lo que ahora se necesita es aprovechar el silencio publicitario para escuchar mejor cada vez. Encerrarse a leer y releer, volver a mirar lo visto, tomar distancia, hacer balance. Es decir: ocuparse de lo que importa. Sólo así el estrépito y el furor del boom habrá dejado algo más que una sensación de vacío. Sólo asi se podra rescatar a las letras de todo un continente de las irresponsables manos de la propaganda, sea ésta comercial, confesional o (como se quiere ahora) "ideológica". A empezar, pues."

Nota: Esta es la última de una serie de cuatro notas sobre el boom.

 

 

 

Responsables

L. Block de Behar
lbehar@multi.com.uy

A. Rodríguez Peixoto
arturi@adinet.com.uy


S. Sánchez Castro
ssanchez@oce.edu.uy

 


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