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             "Notas sobre (hacia) el boom 
              III: nueva y vieja nueva novela. " 
              En Plural, México, nº 
              7,  
              abril 1972, p. 13-15. 
            Enthusiasts boomed the old soldier. 
              E. T. Folliard 
            "La discusión seria del fenómero del boom casi 
              no ha comenzado. Como señalábamos en dos artículos 
              anteriores (véase Plural, núm. 4, enero 1972. 
              pp. 29-32, y núm. 6, marzo 1972, pp. 34-36), la batalla del 
              boom ha producido más furor y estrépito que buena 
              sólida crítica. Aún aquellos que fingen ignorar 
              la polémica publicitaria y pretenden refugiarse en la asepsia 
              de la investigación no dejan de practicar (tal vez involuntariamente) 
              una política de exclusiones e inclusiones. Abundan, por lo 
              tanto, estudios particulares, compilaciones colectivas, monografías 
              y panoramas en que la ausencia de algunos nombres, o la presencia 
              opresiva de otros, deforma irreparablemente la perspectiva. Así, 
              en la Nueva novela latinoamericana, que ha compilado Jorge 
              Lafforgue (Buenos Aires, 1969), están Lezama Lima y Cabrera 
              Infante pero faltan Sarduy y Manuel Puig. O en Actual narrativa 
              latinoamericana, publicada por Casa de las Américas (La 
              Habana, 1970), sólo se dedican estudios particulares a Roa 
              Bastos y a García Márquez. Más patétlco 
              es aún el caso del reciente volumen, La novela hispanoamericana 
              actual, compilado por Ángel Flores y Raúl Silva 
              Cáceres (New York, 1971), en que hay dos estudios sobre Cien 
              años de soledad y dos sobre novelas de Vargas Llosa pero 
              no hay una sóla línea sobre Cabrera Infante, Severo 
              Sarduy o Manuel Puig. El empleo de la palabra actual en compilaciones 
              como estas dos últimas parece francamente abusivo dada Ia 
              ausencia de tres de los más actuales (si no los más 
              actuales) de los nuevos narradores hispanoamericanos. En cuanto 
              al adjetivo latinoamericano en la compilación argentina 
              y en la cubana, es también abusiva ya que la formidable novela 
              brasileña no aparece representada para nada: todos los autores 
              y críticos que colaboran en ellas son irreparablemente hispanoamericanos. 
            El fenómeno de las inclusiones y exclusiones es inevitable, 
              hasta cierto punto. Tratándose de una literatura actual 
              (para usar la palabrita) es casi irremediable. Pero lo malo es que 
              en estas exclusiones de la batalla del boom hay, por lo general, 
              un significado político: política literaria, a veces; 
              polítlca a secas, muchas otras. Por eso, no es de extrañar 
              que en Cuba omitan toda mención a los dos más importantes 
              narradores cubanos en exilio, (Cabrera Infante, Sarduy) sobre todo 
              si se tiene en cuenta que uno de ellos fue de los primeros en denunciar 
              la política burocrática cubana con respecto a las 
              artes, ya en 1961; que también fue el pretexto para una polémica 
              de Heberto Padilla con Lisandro Otero (novelista, poderoso burócrata), 
              ya en 1967; que se ha convertido en una de las figuras capitales 
              de las confesiones (sin comillas) del mismo Padilla en 1971. Pero 
              que fuera de Cuba rija el mismo sistema político de exclusiones, 
              ya no parece tan justificable, sobre todo si se tiene en cuenta 
              que muchos de los que participan en tales exclusiones pretenden 
              ejercer, realmente, la crítica literaria. 
             
            La explicación está en otra parte, y conviene buscarla 
              con algún cuidado. En primer lugar, y valga la hipótesis, 
              el desarrollo de la nueva novela latinoamericana ha sido largo y 
              complejo, tan largo y complejo como el del Modernismo, que sólo 
              ahora estamos empezando a ver en su perspectiva exacta. En segundo 
              lugar, abarca no ya una lengua sino dos que, aunque hermanas, requieren 
              un estudio detenido y por separado si se quiere conocerlas realmente. 
              ¿Cuántos de nuestros críticos hispanoamericanos 
              que hablan de la novela latinoamericana pueden leer directamente 
              a Mario de Andrade o a Guimarães Rosa? ¿Cuántos 
              de nuestros colegas brasileños pueden descodificar el sistema 
              lingüístlco de Severo Sarduy? En tercer lugar, la nueva 
              novela recoge no sólo los experimentos de la vanguardia latinoamericana 
              y los planteamientos ideológicos del ensayo literario de 
              Ias últimas décadas (como se indicó en el artículo 
              anterior), sino que también recoge la enseñanza de 
              dos y hasta tres generaciones de novelistas europeos y norteamericanos 
              que los nuevos novelistas han leído, imitado y trascendido 
              en un proceso de asimilación y metamorfosis que supera el 
              ya realizado a fines de siglo por los poetas y prosistas del Modernismo. 
            Para situar entonces la nueva novela latinoamericana en su contexto 
              literario adecuado se necesita un sistema de referencias tan vasto 
              y un estudio tan bien calibrado de varias literaturas que son explicables 
              (por motivos puramente críticos) las omisiones, ausencias 
              y cegueras que revela la mayoría de los estudios críticos 
              que se han dedicado a la nueva novela. O para decirlo con pocas 
              palabras: muchos de nuestros críticos no están preparados 
              para situar a Guimarães Rosa en el contexto de Ia narrativa 
              brasileña, como no están preparados para leer y descodificar 
              a Lezama Lima, o para seguir a Cabrera Infante por los laberintos 
              de su fabulosa creación verbal. De ahí que el estudio 
              de la nueva narrativa latinoamericana sea, aún, un estudio 
              a fare. Pero un estudio también impostergable. Con 
              el ánimo de adelantar un poco en ese estudio ofrezco ahora 
              algunas reflexiones sobre un aspecto que me parece de urgente elucidación: 
              qué es lo nuevo y lo viejo de Ia nueva novela. 
            La línea divisoria 
            Ante todo, conviene advertir que "nuevo" o "viejo" 
              no son categorías estéticas propiamente dichas. Ambas 
              expresiones son válidas, en tanto se usen en el contexto 
              de actualidad que ellas mismas implican. Decir, por lo tanto, que 
              una novela determinada es más nueva que otra no significa 
              decir que es mejor sino que, desde el punto de vista de la novedad, 
              ella aporta elementos que la otra aún no contiene. Del mismo 
              modo: decir que una novela es vieja no significa que sea desechable 
              sino que se conforma con una tradición, ya suficientemente 
              explorada y trabajada por otras. Por eso, todo lo que sigue debe 
              leerse en el contexto relativo de estas dos expresiones. 
            Se ha discutido más de una vez dónde situar la fecha 
              de origen de la nueva novela. Parece obvio que si se sigue el curso 
              de la historia Iiteraria reciente, la aparición sucesiva 
              en los años cuarenta de La invención de Morel (1940), 
              de Adolfo Bioy Casares, de las Ficciones, (1944), de Borges, 
              El señor presidente (1946), de Asturias, Al filo 
              del agua (1947), de Agustín Yáñez, El 
              reino de este mundo (1949), de Carpentier, Hombres de maíz, 
              (1949), de Asturias, y La vida breve (1950), de Juan Carlos 
              0netti, sirven para marcar una serie de hitos a través de 
              los cuales Ia narrativa hispanoamericana pasa del realismo telúrico 
              de los Rivera, Gallegos, Güiraldes y Cía, y de la crónica 
              realista de los Azuela, Guzmán, Ciro Alegría et alia, 
              a formas narrativas mucho más complejas, vinculadas con el 
              vanguardismo de los años treinta, y a una visión en 
              que las distintas dimensiones de la realidad, incluídas las 
              sobrenaturales y las oníricas, aparecen armoniosamente integradas. 
            Conviene advertir que el proceso es ligeramente posterior en las 
              letras brasileñas. Aunque los experimentos narrativos de 
              Mario de Andrade y de su homónimo Oswald ya habían 
              abierto el camino en los años veinte para una nueva narrativa, 
              la obra que habría de condensar esa revolución literario-lingüística 
              no aparece sino en 1956. Me refiero, como es natural, a Grande 
              Sertão Veredas, de João Guimarães Rosa. 
              Con esta novela, Brasil se pone magníficamente al día 
              e incorpora a la narrativa latinoamericana una obra mayor, si no 
              la mayor. Pero este décalago entre las novelas hispanoamericana 
              y brasileña no afecta la observacion básica: es a 
              partir de los años cuarenta cuando se produce masivamente 
              la renovación de la narrativa hispanoamericana. 
             
            En otro trabajo ("The New Novelists'', Encounter, XXV, 
              núm. 3, Londres, setiembre 1965) he tratado de dramatizar 
              el momento de ruptura entre novela tradicional y la nueva novela, 
              eligiendo como línea divisoria de las aguas aquel concurso 
              de novela latinoamericana organizado en 1941 por Farrar & Reinhart 
              y que ganó Ciro Alegría con El mundo es ancho y 
              ajeno. A este concurso envió Juan Carlos Onetti una obra 
              Tiempo de abrazar, que aunque obtuvo votos en la selección 
              hecha en el Uruguay, no logró calificarse ante el jurado 
              internacional. Esta última obra nunca ha sido publicada pero 
              por algún capítulo aparecido en revistas es posible 
              considerarla un antecedente de los dos libros que poco después 
              publicaría Onetti en Buenos Aires: Tierra de nadie (1941) 
              y Para esta noche (1943). En ellos asoma ya esa visión 
              apocalíptica, de cuño existencialista avant la 
              lettre, que ha caracterizado buena parte de la obra de este 
              notable precursor de la nueva novela. También se ve en ellos 
              la lectura y aprovechamiento de los novelistas norteamericanos de 
              los años treinta: Dos Passos, Hemingway, Faulkner. Que Alegría 
              haya ganado entonces el concurso de Farrar & Reinhart (independientemente 
              del valor de Ias novelas) parece muy explicable. 1941 es una fecha 
              demasiado temprana para que ningún jurado latinoamericano 
              haya podido ver lo que había de viejo y de muerto ya en la 
              novela de Alegría, y todo lo que contenía de nuevo 
              la de Onetti. En cierto sentido, ahí se parten las aguas. 
              Pero es toda Ia década del cuarenta que, con la aparición 
              sucesiva de las novelas arriba citadas, va asestando golpe tras 
              golpe a la novela de la tierra y a Ia novela de la denuncia política 
              del realismo, hasta transformar completamente el panorama literario. 
             
            La década siguiente verá la aparición no sólo 
              de nuevas obras de los escritores ya mencionados arriba (sobre todo, 
              Los pasos perdidos, 1953, de Carpentier, Los adioses, 
              1954, de Onetti, y Ia novela de Guimarães Rosa) sino obras 
              de nuevos escritores que continúan el proceso de renovación 
              de la nueva narrativa: Pedro Páramo (1955), de Juan 
              Rulfo, El sueño de los héroes (1954), de Adolfo 
              Bioy Casares, La región más transparente (1958), 
              de Carlos Fuentes, Los ríos profundos (1959), de José 
              María Arguedas, para citar algunos de los más notables. 
              En estos libros se advierte, sobre todo, una profundización 
              en las esencias míticas de América, el desarrollo 
              de una visión que no está paralizada ni por las convenciones 
              del realismo ni por un telurismo sospechosamente folklórico. 
              Desde el punto de vista técnico, estas novelas no sólo 
              aprovechan la experiencia de los maestros de la generación 
              del 40: también incorporan elementos que la continuada renovación 
              de la narrativa europea y norteamericana les está facilitando. 
              De ahí que la década del cuarenta (aunque no haya 
              producido tanta obra deslumbrante como la anterior a la que le sigue) 
              sea realmente muy significativa desde el punto de vista fermental. 
            Pero es en los sesenta en donde se advierte la aparición 
              masiva de Ias grandes novelas. Después de un experimento 
              sólo exitoso a medias (Los premios, 1961), Julio Cortázar 
              publica Rayuela (1963) y, más tarde, 62, Modelo 
              para armar (1968), dos obras deliberadamente experimentales 
              y estruendosamente nuevas. En 1964 se produce la revelación 
              de Mario Vargas Llosa con La ciudad y los perros, a la que 
              seguirán La casa verde (1966) y Conversación 
              en la catedral (1968): tres novelas en que el realismo no está 
              tanto superado como incorporado en un sistema de referencias estructurales 
              que ahonda la ilusión de profundidad, sin (tal vez) alcanzarla 
              realmente. De 1966 es Paradiso, de José Lezama Lima, 
              un reservista como lo era, en cierto sentido, también, 
              Cortázar. Nacido en 1911 (Cortázar es del 14), Lezama 
              Lima produce la primera gran novela de la década: obra monstruosa 
              que participa a la vez de la condición de poema y ensayo, 
              de autobiografía y enciclopedia, recoge en una sola todas 
              las categorías que Northrop Frye (en su discutida y discutible 
              Anatomy of Criticism, 1957) establece para lo que comunmente 
              Ilamamos novela. Libro de audacia increíble (exalta el homosexualismo 
              masculino en momentos en que la burocracia cubana desataba una campaña 
              contra los homosexuales), barroco hasta la médula, desmesurado 
              a informe, Paradiso señala en las letras hispanoamericanas 
              un momento de total Iibertad poética. En 1967 aparece Cien 
              años de soledad, que permite la revelación de 
              un García Márquez fabulista que el realismo austero 
              de sus primeros libros había impedido manifestarse. El éxito 
              del libro (un boom por si sólo) confunde a muchos. Casi todos 
              ven el arte del narrador, su capacidad de no perder el hilo tenso 
              de su historia a través de varias generaciones de Buendías 
              y de infinitas permutaciones y encuentros eróticos. Casi 
              todos admiran la gracia del estilo y la perfección de una 
              prosa que no desfallece nunca, y sabe repetirse sin cansancio. La 
              mayoría admira el carácter sobre todo narrativo del 
              libro: su capacidad de contar historias y manejar situaciones y 
              personajes tomados de la vasta realidad imaginaria de América 
              Latina. Muchos se alegran de que al fin (al fin) la nueva novela 
              ha publicado un libro legible, un libro que no es sólo para 
              consumo de la élite. Pocos advierten hasta qué punto 
              García Márquez entronca en una tradición literaria 
              que viene de muy lejos: de la fabulosa literatura europea del Renacimiento 
              (Rabelais, Cervantes, los Cronistas de Indias), así como 
              de las más tradicional literatura hispanoamericana: la de 
              los cronistas de aldea, como el delicioso chismógrafo colombiano 
              Juan Rodríguez Freile, que en El carnero, y antes 
              de Ricardo Palma, dejó el epítome de una vida parroquial, 
              atravesada de terremotos carnales y éxtasis de brujería. 
              Pero García Márquez también viene de esa otra 
              rama costumbrista más cercana, la que refleja en su patria 
              Tomás Carrasquilla y que encuentra en el folklorismo de Rivera 
              y Gallegos algunas notas aprovechables. (Hay un desafío de 
              hombres al comienzo de Doña Bárbara que está 
              contado en forma muy similar al desafío del primer José 
              Arcadio Buendía y Prudencio Aguilar.) Y viene asimismo de 
              toda la novela experimental de este siglo, de Borges y de Rulfo, 
              de Carpentier y Fuentes, hasta de ese extraño libro, Los 
              recuerdos del porvenir (1963), de Elena Garro, en que la historia 
              de Francisco Roses y sus dos queridas (Julia, Isabel) está 
              contada con una óptica y un estilo que anticipa milagrosamente 
              mucho de los mejores hallazgos de Cien años de soledad, 
              hasta la letra menuda de algunas metáforas, de sus apariciones 
              sobrenaturales, del tiempo congelado en un instante privilegiado, 
              y las bruscas soluciones de continuidad en eI relato. Libro rico, 
              insondable, Cien años de soledad se incorpora todo. 
            No quiero decir con ésto que García Márquez 
              haya plagiado a nadie. La acusación, difundida por 
              Miguel Ángel Asturias sobre un supuesto plagio de La recherche 
              de I'absolu, de Balzac revela no sólo que Asturias no 
              sabe lo que dice y no ha leído ni las tapas del libro francés 
              sino que tampoco sabe qué cosa sea una influencia literaria. 
              García Márquez, como todo creador o original, absorbe 
              todo, asimila todo y Io transforma. Cuántos más modelos 
              se le acercan más nítida aparece su hazaña. 
              Con Cien años de soledad, la nueva novela latinoamericana 
              parece haber llegado a su culminación. Y así lo han 
              creído muchos. La verdad es otra: Cien años de 
              soledad cierra un ciclo, no lo abre. Con esta novela se Ilega 
              al colmo de una tradición fabulosa que arranca de los Cronistas 
              y atraviesa la ficción de nuestras lenguas. Pero no abre 
              una nueva etapa. Otros son los libros que lo hacen.  
            El increíble precursor 
            Entre las obras publicadas en los años sesenta, una ha pasado 
              casi inadvertida en América Latina, con excepción 
              del Río de la Plata. Me refiero al Museo de Ia novela 
              de la Eterna (1967), de Macedonio Fernández, publicada 
              póstumamente por su hijo. Este libro, el más experimental 
              de los publicados en América Latina hasta la fecha, fue escrito 
              por un caballero porteño que había nacido en 1874, 
              cuatro antes que Horacio Quiroga, veinticinco antes que Borges y 
              Asturias, treinta antes que Carpentier y Neruda, cuarenta antes 
              que Bioy Casares, Julio Cortázar y Octavio Paz para citar 
              algunos nombres significativos. Ya estaba bien muerto en 1952 cuando 
              la nueva novela empieza a producir una segunda generación 
              y hasta una tercera de jóvenes narradores. Én vida 
              sólo había publicado curiosos ensayos filosóficos, 
              pequeños relatos, fragmentos de historias surrealistas, de 
              un humor increíble, y Una novela que comienza (1941), 
              esbozo de sus intenciones narrativas. Pero sólo al aparecer 
              el Museo se pudo advertir que en Macedonio Fernández 
              (ya celebrado por Borges y Marechal en los años treinta como 
              su común maestro y el más original escritor argentino 
              de entonces), en ese viejo maniático que vivía en 
              escuálidas piezas de pensión, con su gato, su mate 
              y su guitarra, estaba el primer renovador de la novela latinoamericana. 
              Porque Museo es la antinovela por excelencia, que Cortázar 
              se hubiera animado a escribir si en vez de ser Cortázar hubiera 
              sido Morelli, su alter ego teórico de Rayuela. Ese 
              Museo de Macedonio es como la novela a la que habría 
              llegado Monsieur Teste si sus aficiones narrativas no hubieran sido 
              tan abstractas. Es la novela de la escritura de una novela. La acción 
              (si cabe usar esta palabra tan estridente) no ocupa sino los últimos 
              capítulos, y es esquemática y reminiscente de ciertas 
              aventuras oníricas de Roberto Arlt (pienso sobre todo en 
              Los siete locos, 1929, y Los lanzallamas, 1931). Pero 
              lo que da una particular distinción a Museo son los 
              56 prólogos y 3 epílogos por medio de los cuales Macedonio 
              Fernández dilata lña entrada en materia narrativa 
              de su novela, cambia el peso de la obra hacia la especulación 
              teórica, y crea la primera novela lúcidamente vuelta 
              sobre su propio discurso narrativo, la primera antinovela de la 
              literatura latinoamericana. 
            De Macedonio Fernández arranca, pues, toda esa corriente 
              de la antinovela que habrá de convertirse en los años 
              sesenta en lo que he Ilamado la novela del lenguaje en un trabajo 
              de 1967. (Véase "Los nuevos novelistas", Mundo 
              Nuevo, núm. 17, París, noviembre 1967.) Ahí 
              está la fuente de todos los experimentos realizados por Borges 
              y Bioy, y también por Biorges, así como el plan maestro 
              de lo que pretendió, y no consiguió, Leopoldo Marechal 
              con Adan Buenosayres (1948) y luego con El banquete de 
              Severo Arcángelo (1965). Ahí está el origen 
              de los experimentos teóricos que intenta Cortázar 
              en Rayuela y Ileva a cabo deslumbrantemente en 62, Modelo 
              para armar. Es cierto que Cortázar también deriva 
              de otras fuentes (francesas, sobre todo) pero lo que se trata de 
              subrayar ahora es precisamente el entronque de su obra con la de 
              uno de sus maestros indiscutibles. 
            EI impacto de Rayuela 
            La aparición de Rayuela en 1963 fue un acontecimiento 
              decisivo. Con característica hipérbole, Carlos Fuentes 
              Ilamó a Cortázar el Bolívar de la novela hispanoamericana: 
              título si bien excesivo, eficaz en su síntesis. Después 
              de Rayuela las estructuras externas e internas de la novela 
              en nuestra lengua ya no serán las mismas. El Iibro de Cortázar 
              no sólo cuestiona la forma de contar una historia, volviendo 
              al lector consciente no sólo del orden de la lectura (véase 
              el "Tablero de dirección") sino también 
              del acto de leer mismo. AI discutir en muchos de los "Capítulos 
              prescindibles" la operación de escritura que la novelq 
              implica, Cortázar convierte al lector en "cómplice", 
              y Io obliga a sobrellevar con él el peso de la creación 
              de la obra. Cada lectura diferente del Iibro es una nueva escritura 
              del mismo. Aquí Cortázar aplica a la novela un principio 
              que había insinuado sagazmente Borges en su relato "Pierre 
              Menard, autor del Quijote", ya en 1939. Pero Ia renovación 
              de Cortázar es también lingüística. Continuando 
              los experimentos de Los premios, Cortázar trata en 
              Rayuela de encontrar un tono para el habla argentina de sus 
              personajes. En esta tarea, depende mucho el narrador de la obra 
              percusora no sólo de Arlt, Biorges, Marechal y Onetti, sino 
              también de una cierta concepción Iingüística 
              que tiene sus orígenes en los experimentos de Girondo en 
              su libro En la másmédula. De Rayuela, 
              pues, arranca la novela del lenguaje. Pero quienes lo siguen habrán 
              de ir mucho más lejos en las direcciones apuntadas por esta 
              obra percusora. 
            Tres libros, publicados en la segunda mitad de la década 
              del sesenta, reflejan de diversa manera el impacto de Rayuela. 
              Son Cambio de piel (1966), de Carlos Fuentes, Conversación 
              en la catedral (1968), de Mario Vargas Llosa, y El obsceno 
              pájaro de la noche (1970), de José Donoso. Los 
              tres son obras de narradores que de alguna manera todavía 
              conservan adherencias importantes de una escritura realista a la 
              que estuvieron dedicados en sus primeros libros. Pero en los tres, 
              el impacto de las nuevas concepciones narrativas que hace circular 
              Cortázar es muy evidente. El caso más claro es Cambio 
              de piel. Aquí la historia de dos parejas que viajan hasta 
              un pueblo mexicano, a visitar unas pirámides, se dobla de 
              una historia simbólica de México y sus sacrificios 
              humanos, y de otra historia no menos simbólica de los sacrificios 
              humanos que constituyen los campos de concentración nazis. 
              Pero el sesgo mítico de la historia es sólo uno de 
              los niveles en que está compuesta esta vasta y algo abrumadora 
              novela. En ella Fuentes explora también el lenguaje y su 
              crisis en el mundo de la cultura pop que cubre como una lámina 
              de brillante plástico las otras culturas que se superponen, 
              piramidalmente y sin integrarse realmente, en el México de 
              hoy. El lenguaje, sobre todo a través de los monólogos 
              de un personaje que se llama el Narrador, es el protagonista de 
              esta otra historia y de este otro cambio de piel de la sagrada serpiente 
              mexicana. 
            En Conversación en la catedral, el diálogo 
              es el instrumento básico de la narración; pero no 
              se trata del diálogo sucesivo y cronológicamente ordenado 
              de las novelas de Ivy Compton Burnett, o de su discípula 
              francesa, Nathalie Sarraute. En Vargas Llosa el diálogo de 
              dos hombres (amo y criado) en el bar que se llama "La Catedral" 
              es, en realidad, un collage acronológico de diálogos. 
              El autor no sólo transcribe el diálogo actual, real, 
              de esos dos personajes, pero por asociación, analogía, 
              reminiscencia, establece un montaje simultáneo de otros diálogos, 
              de otras personas, en otros sitios. Sin abandonar el presente narrativo 
              del diálogo en "La Catedral", Vargas Llosa atraviesa 
              simultáneamente todos los tiempos de su historia y completa 
              (en dos macizos volúmenes) un cuadro hablado del Perú 
              en tiempos del dictador Odría. Aquí el nivel de experimentación 
              con el lenguaje es más limitado que en Cortázar, o 
              en Fuentes, pero la intención experimental es no menos explícita. 
            Con El obsceno pájaro de la noche, José Donoso 
              abandona decisivamente esa superficie de realismo intenso y sobrio 
              que había caracterizado sus dos mejores novelas (Este 
              domingo, 1966, EI lugar sin límites, 1966) para 
              internarse con toda audacia en la exploración de un mundo 
              de pesadilla, de un universo totalmente onírico en que fragmentos 
              brutales de realidad a la Valle Inclán o Beckett aparecen 
              sepultados en una trama de alucinaciones, parodias, mitos y leyendas 
              (falsas o reales) que se vuelven sobre sí mismas hasta impedir 
              toda identificación segura de Novela que no sólo pone 
              en discusión su propia narrativa y niega la existencia misma 
              de sus personajes, El obsceno pájaro de la noche pone 
              en cuestión el lenguaje sobre todo, para poder poner en cuestión 
              al autor. Si Cortázar quería efectuar una operacion 
              de crítica en la conciencia del lector, Donoso intenta efectuar 
              la misma operación (pero en llaga viva) sobre el autor. Es 
              decir: sobre si mismo. Libro enciclopédico (como el de Lezama, 
              al que lo une una cierta cualidad de informe y a ratos delirante); 
              libro confesional, El obsceno pájaro de la noche puede 
              ser también leído como una gigantesca autobiografía 
              no de los hechos de la vida de Donoso, sino de sus pesadillas, de 
              sus angustias de la vigilia, de los sueños de la razón 
              que (como descubrió Goya) engendran monstruos. 
            Hacia la nueva novela 
            Estas tres novelas marcan nítidamente el momento en que 
              un grupo de narradores originariamente adherido al realismo, a pesar 
              de toda su experimentación formal, buscan a través 
              de estructuras narrativas y Iingüísticas más 
              libres alcanzar ese territorio que Paradiso, a su manera, 
              y Rayuela sobre todo, como incitación y ejemplo, habían 
              marcado tan seductoramente. Pero no es en estos intentos logrados 
              de renovación de tres narradores mayores donde se puede encontrar 
              la verdaderamente nueva novela, sino en las obras de quienes, al 
              ir más allá de Lezama Lima y Cortázar, hacen 
              avanzar la narrativa hispanoamericana por el camino de Ia total 
              experimentación del lenguaje. En los libros de escritores 
              ya consagrados como Guimarães Rosa, Guillermo Cabrera Infante 
              y Manuel Puig o en otros aún discutidos como Severo Sarduy 
              y hasta en la obra totalmente revolucionaria de Reinaldo Arenas, 
              es donde se podrá encontrar esa nueva novela. A ella habrá 
              que dedicarle un estudio por separado." 
            
            Nota. Esta es la tercera de una serie de cuatro notas 
              sobre el boom. La cuarta se ocupará de los nuevos novelistas. 
              
             
                
             
              
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