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"Notas sobre (hacia) el boom
III: nueva y vieja nueva novela. "
En Plural, México, nº
7,
abril 1972, p. 13-15.
Enthusiasts boomed the old soldier.
E. T. Folliard
"La discusión seria del fenómero del boom casi
no ha comenzado. Como señalábamos en dos artículos
anteriores (véase Plural, núm. 4, enero 1972.
pp. 29-32, y núm. 6, marzo 1972, pp. 34-36), la batalla del
boom ha producido más furor y estrépito que buena
sólida crítica. Aún aquellos que fingen ignorar
la polémica publicitaria y pretenden refugiarse en la asepsia
de la investigación no dejan de practicar (tal vez involuntariamente)
una política de exclusiones e inclusiones. Abundan, por lo
tanto, estudios particulares, compilaciones colectivas, monografías
y panoramas en que la ausencia de algunos nombres, o la presencia
opresiva de otros, deforma irreparablemente la perspectiva. Así,
en la Nueva novela latinoamericana, que ha compilado Jorge
Lafforgue (Buenos Aires, 1969), están Lezama Lima y Cabrera
Infante pero faltan Sarduy y Manuel Puig. O en Actual narrativa
latinoamericana, publicada por Casa de las Américas (La
Habana, 1970), sólo se dedican estudios particulares a Roa
Bastos y a García Márquez. Más patétlco
es aún el caso del reciente volumen, La novela hispanoamericana
actual, compilado por Ángel Flores y Raúl Silva
Cáceres (New York, 1971), en que hay dos estudios sobre Cien
años de soledad y dos sobre novelas de Vargas Llosa pero
no hay una sóla línea sobre Cabrera Infante, Severo
Sarduy o Manuel Puig. El empleo de la palabra actual en compilaciones
como estas dos últimas parece francamente abusivo dada Ia
ausencia de tres de los más actuales (si no los más
actuales) de los nuevos narradores hispanoamericanos. En cuanto
al adjetivo latinoamericano en la compilación argentina
y en la cubana, es también abusiva ya que la formidable novela
brasileña no aparece representada para nada: todos los autores
y críticos que colaboran en ellas son irreparablemente hispanoamericanos.
El fenómeno de las inclusiones y exclusiones es inevitable,
hasta cierto punto. Tratándose de una literatura actual
(para usar la palabrita) es casi irremediable. Pero lo malo es que
en estas exclusiones de la batalla del boom hay, por lo general,
un significado político: política literaria, a veces;
polítlca a secas, muchas otras. Por eso, no es de extrañar
que en Cuba omitan toda mención a los dos más importantes
narradores cubanos en exilio, (Cabrera Infante, Sarduy) sobre todo
si se tiene en cuenta que uno de ellos fue de los primeros en denunciar
la política burocrática cubana con respecto a las
artes, ya en 1961; que también fue el pretexto para una polémica
de Heberto Padilla con Lisandro Otero (novelista, poderoso burócrata),
ya en 1967; que se ha convertido en una de las figuras capitales
de las confesiones (sin comillas) del mismo Padilla en 1971. Pero
que fuera de Cuba rija el mismo sistema político de exclusiones,
ya no parece tan justificable, sobre todo si se tiene en cuenta
que muchos de los que participan en tales exclusiones pretenden
ejercer, realmente, la crítica literaria.
La explicación está en otra parte, y conviene buscarla
con algún cuidado. En primer lugar, y valga la hipótesis,
el desarrollo de la nueva novela latinoamericana ha sido largo y
complejo, tan largo y complejo como el del Modernismo, que sólo
ahora estamos empezando a ver en su perspectiva exacta. En segundo
lugar, abarca no ya una lengua sino dos que, aunque hermanas, requieren
un estudio detenido y por separado si se quiere conocerlas realmente.
¿Cuántos de nuestros críticos hispanoamericanos
que hablan de la novela latinoamericana pueden leer directamente
a Mario de Andrade o a Guimarães Rosa? ¿Cuántos
de nuestros colegas brasileños pueden descodificar el sistema
lingüístlco de Severo Sarduy? En tercer lugar, la nueva
novela recoge no sólo los experimentos de la vanguardia latinoamericana
y los planteamientos ideológicos del ensayo literario de
Ias últimas décadas (como se indicó en el artículo
anterior), sino que también recoge la enseñanza de
dos y hasta tres generaciones de novelistas europeos y norteamericanos
que los nuevos novelistas han leído, imitado y trascendido
en un proceso de asimilación y metamorfosis que supera el
ya realizado a fines de siglo por los poetas y prosistas del Modernismo.
Para situar entonces la nueva novela latinoamericana en su contexto
literario adecuado se necesita un sistema de referencias tan vasto
y un estudio tan bien calibrado de varias literaturas que son explicables
(por motivos puramente críticos) las omisiones, ausencias
y cegueras que revela la mayoría de los estudios críticos
que se han dedicado a la nueva novela. O para decirlo con pocas
palabras: muchos de nuestros críticos no están preparados
para situar a Guimarães Rosa en el contexto de Ia narrativa
brasileña, como no están preparados para leer y descodificar
a Lezama Lima, o para seguir a Cabrera Infante por los laberintos
de su fabulosa creación verbal. De ahí que el estudio
de la nueva narrativa latinoamericana sea, aún, un estudio
a fare. Pero un estudio también impostergable. Con
el ánimo de adelantar un poco en ese estudio ofrezco ahora
algunas reflexiones sobre un aspecto que me parece de urgente elucidación:
qué es lo nuevo y lo viejo de Ia nueva novela.
La línea divisoria
Ante todo, conviene advertir que "nuevo" o "viejo"
no son categorías estéticas propiamente dichas. Ambas
expresiones son válidas, en tanto se usen en el contexto
de actualidad que ellas mismas implican. Decir, por lo tanto, que
una novela determinada es más nueva que otra no significa
decir que es mejor sino que, desde el punto de vista de la novedad,
ella aporta elementos que la otra aún no contiene. Del mismo
modo: decir que una novela es vieja no significa que sea desechable
sino que se conforma con una tradición, ya suficientemente
explorada y trabajada por otras. Por eso, todo lo que sigue debe
leerse en el contexto relativo de estas dos expresiones.
Se ha discutido más de una vez dónde situar la fecha
de origen de la nueva novela. Parece obvio que si se sigue el curso
de la historia Iiteraria reciente, la aparición sucesiva
en los años cuarenta de La invención de Morel (1940),
de Adolfo Bioy Casares, de las Ficciones, (1944), de Borges,
El señor presidente (1946), de Asturias, Al filo
del agua (1947), de Agustín Yáñez, El
reino de este mundo (1949), de Carpentier, Hombres de maíz,
(1949), de Asturias, y La vida breve (1950), de Juan Carlos
0netti, sirven para marcar una serie de hitos a través de
los cuales Ia narrativa hispanoamericana pasa del realismo telúrico
de los Rivera, Gallegos, Güiraldes y Cía, y de la crónica
realista de los Azuela, Guzmán, Ciro Alegría et alia,
a formas narrativas mucho más complejas, vinculadas con el
vanguardismo de los años treinta, y a una visión en
que las distintas dimensiones de la realidad, incluídas las
sobrenaturales y las oníricas, aparecen armoniosamente integradas.
Conviene advertir que el proceso es ligeramente posterior en las
letras brasileñas. Aunque los experimentos narrativos de
Mario de Andrade y de su homónimo Oswald ya habían
abierto el camino en los años veinte para una nueva narrativa,
la obra que habría de condensar esa revolución literario-lingüística
no aparece sino en 1956. Me refiero, como es natural, a Grande
Sertão Veredas, de João Guimarães Rosa.
Con esta novela, Brasil se pone magníficamente al día
e incorpora a la narrativa latinoamericana una obra mayor, si no
la mayor. Pero este décalago entre las novelas hispanoamericana
y brasileña no afecta la observacion básica: es a
partir de los años cuarenta cuando se produce masivamente
la renovación de la narrativa hispanoamericana.
En otro trabajo ("The New Novelists'', Encounter, XXV,
núm. 3, Londres, setiembre 1965) he tratado de dramatizar
el momento de ruptura entre novela tradicional y la nueva novela,
eligiendo como línea divisoria de las aguas aquel concurso
de novela latinoamericana organizado en 1941 por Farrar & Reinhart
y que ganó Ciro Alegría con El mundo es ancho y
ajeno. A este concurso envió Juan Carlos Onetti una obra
Tiempo de abrazar, que aunque obtuvo votos en la selección
hecha en el Uruguay, no logró calificarse ante el jurado
internacional. Esta última obra nunca ha sido publicada pero
por algún capítulo aparecido en revistas es posible
considerarla un antecedente de los dos libros que poco después
publicaría Onetti en Buenos Aires: Tierra de nadie (1941)
y Para esta noche (1943). En ellos asoma ya esa visión
apocalíptica, de cuño existencialista avant la
lettre, que ha caracterizado buena parte de la obra de este
notable precursor de la nueva novela. También se ve en ellos
la lectura y aprovechamiento de los novelistas norteamericanos de
los años treinta: Dos Passos, Hemingway, Faulkner. Que Alegría
haya ganado entonces el concurso de Farrar & Reinhart (independientemente
del valor de Ias novelas) parece muy explicable. 1941 es una fecha
demasiado temprana para que ningún jurado latinoamericano
haya podido ver lo que había de viejo y de muerto ya en la
novela de Alegría, y todo lo que contenía de nuevo
la de Onetti. En cierto sentido, ahí se parten las aguas.
Pero es toda Ia década del cuarenta que, con la aparición
sucesiva de las novelas arriba citadas, va asestando golpe tras
golpe a la novela de la tierra y a Ia novela de la denuncia política
del realismo, hasta transformar completamente el panorama literario.
La década siguiente verá la aparición no sólo
de nuevas obras de los escritores ya mencionados arriba (sobre todo,
Los pasos perdidos, 1953, de Carpentier, Los adioses,
1954, de Onetti, y Ia novela de Guimarães Rosa) sino obras
de nuevos escritores que continúan el proceso de renovación
de la nueva narrativa: Pedro Páramo (1955), de Juan
Rulfo, El sueño de los héroes (1954), de Adolfo
Bioy Casares, La región más transparente (1958),
de Carlos Fuentes, Los ríos profundos (1959), de José
María Arguedas, para citar algunos de los más notables.
En estos libros se advierte, sobre todo, una profundización
en las esencias míticas de América, el desarrollo
de una visión que no está paralizada ni por las convenciones
del realismo ni por un telurismo sospechosamente folklórico.
Desde el punto de vista técnico, estas novelas no sólo
aprovechan la experiencia de los maestros de la generación
del 40: también incorporan elementos que la continuada renovación
de la narrativa europea y norteamericana les está facilitando.
De ahí que la década del cuarenta (aunque no haya
producido tanta obra deslumbrante como la anterior a la que le sigue)
sea realmente muy significativa desde el punto de vista fermental.
Pero es en los sesenta en donde se advierte la aparición
masiva de Ias grandes novelas. Después de un experimento
sólo exitoso a medias (Los premios, 1961), Julio Cortázar
publica Rayuela (1963) y, más tarde, 62, Modelo
para armar (1968), dos obras deliberadamente experimentales
y estruendosamente nuevas. En 1964 se produce la revelación
de Mario Vargas Llosa con La ciudad y los perros, a la que
seguirán La casa verde (1966) y Conversación
en la catedral (1968): tres novelas en que el realismo no está
tanto superado como incorporado en un sistema de referencias estructurales
que ahonda la ilusión de profundidad, sin (tal vez) alcanzarla
realmente. De 1966 es Paradiso, de José Lezama Lima,
un reservista como lo era, en cierto sentido, también,
Cortázar. Nacido en 1911 (Cortázar es del 14), Lezama
Lima produce la primera gran novela de la década: obra monstruosa
que participa a la vez de la condición de poema y ensayo,
de autobiografía y enciclopedia, recoge en una sola todas
las categorías que Northrop Frye (en su discutida y discutible
Anatomy of Criticism, 1957) establece para lo que comunmente
Ilamamos novela. Libro de audacia increíble (exalta el homosexualismo
masculino en momentos en que la burocracia cubana desataba una campaña
contra los homosexuales), barroco hasta la médula, desmesurado
a informe, Paradiso señala en las letras hispanoamericanas
un momento de total Iibertad poética. En 1967 aparece Cien
años de soledad, que permite la revelación de
un García Márquez fabulista que el realismo austero
de sus primeros libros había impedido manifestarse. El éxito
del libro (un boom por si sólo) confunde a muchos. Casi todos
ven el arte del narrador, su capacidad de no perder el hilo tenso
de su historia a través de varias generaciones de Buendías
y de infinitas permutaciones y encuentros eróticos. Casi
todos admiran la gracia del estilo y la perfección de una
prosa que no desfallece nunca, y sabe repetirse sin cansancio. La
mayoría admira el carácter sobre todo narrativo del
libro: su capacidad de contar historias y manejar situaciones y
personajes tomados de la vasta realidad imaginaria de América
Latina. Muchos se alegran de que al fin (al fin) la nueva novela
ha publicado un libro legible, un libro que no es sólo para
consumo de la élite. Pocos advierten hasta qué punto
García Márquez entronca en una tradición literaria
que viene de muy lejos: de la fabulosa literatura europea del Renacimiento
(Rabelais, Cervantes, los Cronistas de Indias), así como
de las más tradicional literatura hispanoamericana: la de
los cronistas de aldea, como el delicioso chismógrafo colombiano
Juan Rodríguez Freile, que en El carnero, y antes
de Ricardo Palma, dejó el epítome de una vida parroquial,
atravesada de terremotos carnales y éxtasis de brujería.
Pero García Márquez también viene de esa otra
rama costumbrista más cercana, la que refleja en su patria
Tomás Carrasquilla y que encuentra en el folklorismo de Rivera
y Gallegos algunas notas aprovechables. (Hay un desafío de
hombres al comienzo de Doña Bárbara que está
contado en forma muy similar al desafío del primer José
Arcadio Buendía y Prudencio Aguilar.) Y viene asimismo de
toda la novela experimental de este siglo, de Borges y de Rulfo,
de Carpentier y Fuentes, hasta de ese extraño libro, Los
recuerdos del porvenir (1963), de Elena Garro, en que la historia
de Francisco Roses y sus dos queridas (Julia, Isabel) está
contada con una óptica y un estilo que anticipa milagrosamente
mucho de los mejores hallazgos de Cien años de soledad,
hasta la letra menuda de algunas metáforas, de sus apariciones
sobrenaturales, del tiempo congelado en un instante privilegiado,
y las bruscas soluciones de continuidad en eI relato. Libro rico,
insondable, Cien años de soledad se incorpora todo.
No quiero decir con ésto que García Márquez
haya plagiado a nadie. La acusación, difundida por
Miguel Ángel Asturias sobre un supuesto plagio de La recherche
de I'absolu, de Balzac revela no sólo que Asturias no
sabe lo que dice y no ha leído ni las tapas del libro francés
sino que tampoco sabe qué cosa sea una influencia literaria.
García Márquez, como todo creador o original, absorbe
todo, asimila todo y Io transforma. Cuántos más modelos
se le acercan más nítida aparece su hazaña.
Con Cien años de soledad, la nueva novela latinoamericana
parece haber llegado a su culminación. Y así lo han
creído muchos. La verdad es otra: Cien años de
soledad cierra un ciclo, no lo abre. Con esta novela se Ilega
al colmo de una tradición fabulosa que arranca de los Cronistas
y atraviesa la ficción de nuestras lenguas. Pero no abre
una nueva etapa. Otros son los libros que lo hacen.
El increíble precursor
Entre las obras publicadas en los años sesenta, una ha pasado
casi inadvertida en América Latina, con excepción
del Río de la Plata. Me refiero al Museo de Ia novela
de la Eterna (1967), de Macedonio Fernández, publicada
póstumamente por su hijo. Este libro, el más experimental
de los publicados en América Latina hasta la fecha, fue escrito
por un caballero porteño que había nacido en 1874,
cuatro antes que Horacio Quiroga, veinticinco antes que Borges y
Asturias, treinta antes que Carpentier y Neruda, cuarenta antes
que Bioy Casares, Julio Cortázar y Octavio Paz para citar
algunos nombres significativos. Ya estaba bien muerto en 1952 cuando
la nueva novela empieza a producir una segunda generación
y hasta una tercera de jóvenes narradores. Én vida
sólo había publicado curiosos ensayos filosóficos,
pequeños relatos, fragmentos de historias surrealistas, de
un humor increíble, y Una novela que comienza (1941),
esbozo de sus intenciones narrativas. Pero sólo al aparecer
el Museo se pudo advertir que en Macedonio Fernández
(ya celebrado por Borges y Marechal en los años treinta como
su común maestro y el más original escritor argentino
de entonces), en ese viejo maniático que vivía en
escuálidas piezas de pensión, con su gato, su mate
y su guitarra, estaba el primer renovador de la novela latinoamericana.
Porque Museo es la antinovela por excelencia, que Cortázar
se hubiera animado a escribir si en vez de ser Cortázar hubiera
sido Morelli, su alter ego teórico de Rayuela. Ese
Museo de Macedonio es como la novela a la que habría
llegado Monsieur Teste si sus aficiones narrativas no hubieran sido
tan abstractas. Es la novela de la escritura de una novela. La acción
(si cabe usar esta palabra tan estridente) no ocupa sino los últimos
capítulos, y es esquemática y reminiscente de ciertas
aventuras oníricas de Roberto Arlt (pienso sobre todo en
Los siete locos, 1929, y Los lanzallamas, 1931). Pero
lo que da una particular distinción a Museo son los
56 prólogos y 3 epílogos por medio de los cuales Macedonio
Fernández dilata lña entrada en materia narrativa
de su novela, cambia el peso de la obra hacia la especulación
teórica, y crea la primera novela lúcidamente vuelta
sobre su propio discurso narrativo, la primera antinovela de la
literatura latinoamericana.
De Macedonio Fernández arranca, pues, toda esa corriente
de la antinovela que habrá de convertirse en los años
sesenta en lo que he Ilamado la novela del lenguaje en un trabajo
de 1967. (Véase "Los nuevos novelistas", Mundo
Nuevo, núm. 17, París, noviembre 1967.) Ahí
está la fuente de todos los experimentos realizados por Borges
y Bioy, y también por Biorges, así como el plan maestro
de lo que pretendió, y no consiguió, Leopoldo Marechal
con Adan Buenosayres (1948) y luego con El banquete de
Severo Arcángelo (1965). Ahí está el origen
de los experimentos teóricos que intenta Cortázar
en Rayuela y Ileva a cabo deslumbrantemente en 62, Modelo
para armar. Es cierto que Cortázar también deriva
de otras fuentes (francesas, sobre todo) pero lo que se trata de
subrayar ahora es precisamente el entronque de su obra con la de
uno de sus maestros indiscutibles.
EI impacto de Rayuela
La aparición de Rayuela en 1963 fue un acontecimiento
decisivo. Con característica hipérbole, Carlos Fuentes
Ilamó a Cortázar el Bolívar de la novela hispanoamericana:
título si bien excesivo, eficaz en su síntesis. Después
de Rayuela las estructuras externas e internas de la novela
en nuestra lengua ya no serán las mismas. El Iibro de Cortázar
no sólo cuestiona la forma de contar una historia, volviendo
al lector consciente no sólo del orden de la lectura (véase
el "Tablero de dirección") sino también
del acto de leer mismo. AI discutir en muchos de los "Capítulos
prescindibles" la operación de escritura que la novelq
implica, Cortázar convierte al lector en "cómplice",
y Io obliga a sobrellevar con él el peso de la creación
de la obra. Cada lectura diferente del Iibro es una nueva escritura
del mismo. Aquí Cortázar aplica a la novela un principio
que había insinuado sagazmente Borges en su relato "Pierre
Menard, autor del Quijote", ya en 1939. Pero Ia renovación
de Cortázar es también lingüística. Continuando
los experimentos de Los premios, Cortázar trata en
Rayuela de encontrar un tono para el habla argentina de sus
personajes. En esta tarea, depende mucho el narrador de la obra
percusora no sólo de Arlt, Biorges, Marechal y Onetti, sino
también de una cierta concepción Iingüística
que tiene sus orígenes en los experimentos de Girondo en
su libro En la másmédula. De Rayuela,
pues, arranca la novela del lenguaje. Pero quienes lo siguen habrán
de ir mucho más lejos en las direcciones apuntadas por esta
obra percusora.
Tres libros, publicados en la segunda mitad de la década
del sesenta, reflejan de diversa manera el impacto de Rayuela.
Son Cambio de piel (1966), de Carlos Fuentes, Conversación
en la catedral (1968), de Mario Vargas Llosa, y El obsceno
pájaro de la noche (1970), de José Donoso. Los
tres son obras de narradores que de alguna manera todavía
conservan adherencias importantes de una escritura realista a la
que estuvieron dedicados en sus primeros libros. Pero en los tres,
el impacto de las nuevas concepciones narrativas que hace circular
Cortázar es muy evidente. El caso más claro es Cambio
de piel. Aquí la historia de dos parejas que viajan hasta
un pueblo mexicano, a visitar unas pirámides, se dobla de
una historia simbólica de México y sus sacrificios
humanos, y de otra historia no menos simbólica de los sacrificios
humanos que constituyen los campos de concentración nazis.
Pero el sesgo mítico de la historia es sólo uno de
los niveles en que está compuesta esta vasta y algo abrumadora
novela. En ella Fuentes explora también el lenguaje y su
crisis en el mundo de la cultura pop que cubre como una lámina
de brillante plástico las otras culturas que se superponen,
piramidalmente y sin integrarse realmente, en el México de
hoy. El lenguaje, sobre todo a través de los monólogos
de un personaje que se llama el Narrador, es el protagonista de
esta otra historia y de este otro cambio de piel de la sagrada serpiente
mexicana.
En Conversación en la catedral, el diálogo
es el instrumento básico de la narración; pero no
se trata del diálogo sucesivo y cronológicamente ordenado
de las novelas de Ivy Compton Burnett, o de su discípula
francesa, Nathalie Sarraute. En Vargas Llosa el diálogo de
dos hombres (amo y criado) en el bar que se llama "La Catedral"
es, en realidad, un collage acronológico de diálogos.
El autor no sólo transcribe el diálogo actual, real,
de esos dos personajes, pero por asociación, analogía,
reminiscencia, establece un montaje simultáneo de otros diálogos,
de otras personas, en otros sitios. Sin abandonar el presente narrativo
del diálogo en "La Catedral", Vargas Llosa atraviesa
simultáneamente todos los tiempos de su historia y completa
(en dos macizos volúmenes) un cuadro hablado del Perú
en tiempos del dictador Odría. Aquí el nivel de experimentación
con el lenguaje es más limitado que en Cortázar, o
en Fuentes, pero la intención experimental es no menos explícita.
Con El obsceno pájaro de la noche, José Donoso
abandona decisivamente esa superficie de realismo intenso y sobrio
que había caracterizado sus dos mejores novelas (Este
domingo, 1966, EI lugar sin límites, 1966) para
internarse con toda audacia en la exploración de un mundo
de pesadilla, de un universo totalmente onírico en que fragmentos
brutales de realidad a la Valle Inclán o Beckett aparecen
sepultados en una trama de alucinaciones, parodias, mitos y leyendas
(falsas o reales) que se vuelven sobre sí mismas hasta impedir
toda identificación segura de Novela que no sólo pone
en discusión su propia narrativa y niega la existencia misma
de sus personajes, El obsceno pájaro de la noche pone
en cuestión el lenguaje sobre todo, para poder poner en cuestión
al autor. Si Cortázar quería efectuar una operacion
de crítica en la conciencia del lector, Donoso intenta efectuar
la misma operación (pero en llaga viva) sobre el autor. Es
decir: sobre si mismo. Libro enciclopédico (como el de Lezama,
al que lo une una cierta cualidad de informe y a ratos delirante);
libro confesional, El obsceno pájaro de la noche puede
ser también leído como una gigantesca autobiografía
no de los hechos de la vida de Donoso, sino de sus pesadillas, de
sus angustias de la vigilia, de los sueños de la razón
que (como descubrió Goya) engendran monstruos.
Hacia la nueva novela
Estas tres novelas marcan nítidamente el momento en que
un grupo de narradores originariamente adherido al realismo, a pesar
de toda su experimentación formal, buscan a través
de estructuras narrativas y Iingüísticas más
libres alcanzar ese territorio que Paradiso, a su manera,
y Rayuela sobre todo, como incitación y ejemplo, habían
marcado tan seductoramente. Pero no es en estos intentos logrados
de renovación de tres narradores mayores donde se puede encontrar
la verdaderamente nueva novela, sino en las obras de quienes, al
ir más allá de Lezama Lima y Cortázar, hacen
avanzar la narrativa hispanoamericana por el camino de Ia total
experimentación del lenguaje. En los libros de escritores
ya consagrados como Guimarães Rosa, Guillermo Cabrera Infante
y Manuel Puig o en otros aún discutidos como Severo Sarduy
y hasta en la obra totalmente revolucionaria de Reinaldo Arenas,
es donde se podrá encontrar esa nueva novela. A ella habrá
que dedicarle un estudio por separado."
Nota. Esta es la tercera de una serie de cuatro notas
sobre el boom. La cuarta se ocupará de los nuevos novelistas.
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