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"Sexo y poesía en el Novecientos"
En: Número, nº 3-4, mayo 1964
p.
I. Doble cincuentenario
"Este año se cumplieron los cincuenta años
de la primera publicación de Los cálices vacíos,
libro que recoge lo mejor de Delmira Agustini y que certifica
la madurez de su poesía y de su juicio autocrítico.
También se cumplió el cincuentenario de la locura
de Roberto de las Carreras, amigo y coetáneo suyo que ya
en el mismo 1913 comenzó a dar síntomas indisimulables
de una perturbación que lo recluiría en diversos
sanatorios y casas particulares durante un lapso de medio siglo.
Por eso, mientras se festejaba con los acostumbrados homenajes
el cincuentenario del libro, el Uruguay literario fue conmovido
por la noticia de que Roberto de las Carreras, a los noventa años,
había cesado su lucha con el mundo. Su muerte, en la misma
hora en que se hacía balance de la obra de Delmira, tiene
un carácter casi tan espectacular como su vida.
Algo más que la coincidencia de fechas une a estos dos
poetas. Ambos representaron para el Novecientos uruguayos (nuestra
remotísima Belle Epoque) un doble escándalo.
El de Roberto de las Carreras empezó muy pronto, hacia
1894, con esos poemas en que se declaraba hijo ilegítimo,
amenazaba con corromper a todas las mujeres casadas de la alta
burguesía y se burlaba sangrientamente de la sacrosanta
institución matrimonial. Como además de escribir
poemas, Roberto perseguía a doncellas y señoras
por las calles, asediaba sus balcones y lucía un desparpajo
de Don Juan d'annunziano, pronto coaguló en torno
de su nombre una leyenda erótica que habría de perseguirlo
hasta su locura para resucitar en las chismosas necrológicas
de estos días.
A su manera, también Delmira escandalizó a la aldea
(como les gusta decir a los iconoclastas de entonces) y paseó
sus arrebatos de pitonisa en celo, de hembra ardida, por las páginas
de libros que se iban poniendo más y más incandescentes
a medida que la autora (joven pero no niña) libraba poéticamente
sus combates. Con la publicación de Los cálices
vacíos en 1913, las damas de la mejor sociedad empezaron
a evitar a Delmira. Sus vislumbres metafóricos llegaban
demasiado cerca del hueso. De allí que la poesía
de Delmira y el escándalo de su matrimonio (que duró
veintiún días) y de su divorcio (que terminó
en asesinato por mano del marido, en una casa de reuniones clandestinas),
hayan contribuido a fijar para siempre la imagen de esta obsesa
sexual en el aire provinciano del Montevideo de pre guerra.
Roberto y Delmira (así se les sigue llamando) han quedado
amonedados en esa doble imagen: el Don Juan satánico, la
ninfomaníaca del verso. Se ha querido explicar la leyenda
(desmitificarla) por un análisis de la sociedad que produjo
estas dos flores exóticas. Desde los trabajos liminares
de Alberto Zum Felde, que fue amigo de ambos, hasta los sociólogos
de periódico de estos últimos tiempos, se ha intentado
explicar por la presión del medio las estampas de estos
poetas malditos. Pero la explicación que sólo busque
por este lado estará fatalmente condenada a la superficialidad.
Había en los casos de Roberto y Delmira mucho más
que una rebeldía contra las valoraciones sexuales y poéticas
del medio. Aunque el medio influyó decisivamente en la
forma de sus destinos.
II. Un Dandy del 900
Roberto de las Carreras había nacido en 1873. Su madre,
Doña Clara García de Zúñiga, era una
de las mujeres más ricas y extravagantes del Río
de la Plata. Heredera de un señor feudal de Entre Ríos,
Clara se dio todos los lujos que la inmoralidad puede anhelar.
Casa a los 15 años con José Maria Zuviría.
Pero ese acontecimiento resulta apenas el origen de una larga
carrera de adulterios que la llevará (entre otros) a los
brazos de Ernesto de las Carreras, secretario de Leandro Gómez
en Paysandú. Cuando nace Roberto, la madre no interrumpe
su profesión. Por el contrario, continúa acumulando
amantes (en un expediente judicial se jacta de no haber nunca
negado su cuerpo a quien le gustara), ostentándose con
ellos en las veladas del Solís, el principal teatro montevideano,
y dando escándalos públicos a toda hora. Su apoteosis
llega el día en que desde un balcón del Hotel Oriental
(residencia de diplomáticos) comienza a arrojar a la calle
unas libras esterlinas que llevaba en una bandeja. Se dice que
estaba completamente desnuda. Era en 1874, cuando Roberto tenía
apenas un año.
Es comprensible que Ernesto de las Carreras no haya creído
necesario asumir ninguna responsabilidad. Abandonó al niño
a su destino de bastardo y sólo se preocupó (cuando
era más grande) de darle alguna lección de moral,
que Roberto transcribe en una de sus obras más famosas,
Amor libre (1902). Allí cuenta: "Un hombre
enérgico. Decíame, refiriendo el caso de un marido
que, al encontrar a su mujer 'in fraganti', la había arrojado
por el balcón: 'Es el único medio de contener a
la mujer'. El hombre que así hablaba era mi padre. Yo sentí
protestar en mí, desde entonces, el alma de mi madre que
me inspira, de la mujer de pasión y de aventura, de la
desvanecida soñadora que la educación burguesa me
enseñaba a odiar. Al defender al sexo siento que la defiendo.
Mi esfuerzo libertario es un tributo altivo y vengador a sus dolores
de Amorosa!". La lección del padre se hundió
bien hondo en Roberto y provocó los extraños frutos
que anuncian estas palabras. Convertido en bastardo por la voluntad
o desaprensión de sus padres, Roberto decidió asumir
públicamente el título. En vez de ocultarlo y ocultarse,
con una audacia que habría de costarle al cabo la sanidad,
Roberto de las Carreras se proclama (y en verso) hijo natural.
Después que un libro de Poesía (1892) que
publica con seudónimo y que nadie lee, su carrera de escándalo
se inaugura con un largo poema en alejandrinos que titula Al
lector (1894). Está publicado bajo su propio nombre
y, como el primero, tiene una dedicatoria a Carlos Vaz Ferreira,
su gran amigo. El joven que publica este poema ya ha elegido la
estampa d'annunziana que será su marca de fábrica:
rubio, alto, hermoso, pasea su insolente figura decorada por un
bigote en puma, un sombrero requintado, la flor en el ojal, por
las calles de esa Montevideo que terminaba (para la gente bien)
en Ejido. Más allá, era la selva; es decir: la ciudad
que iban construyendo poco a poco los inmigrantes, los gallegos
y napolitanos a los que ignoraba tan minuciosamente la clase patricia.
Su base de operaciones era la Ciudad Vieja, con la Plaza Matriz
como centro, el Café Moka como punto de referencia obligada,
el hotel Oriental y el Club Uruguay como núcleos sociales.
Era un Montevideo pequeño, compacto, asfixiante. En ese
charco, arroja Roberto la primera piedra: Al lector, al
que empieza por calificar de "bestia".
Allí se declara discípulo de Byron y de Musset;
ostenta su narcisismo ("Una poesía que hago en
frente del espejo..."); anuncia su pánico a envejecer
y a la inevitable muerte: comenta el fracaso de su amigo Carlos
Vaz Ferreira al recomendarle un licor para "curar mis
gastados nervios debilitados"; se jacta de gastar la
mitad de su vigor en mujeres; instaura su capricho como única
ley; revela casi involuntariamente un terror morboso a la impotencia
poética ("... y me tiento el brazo; vero al ver
/ Que apenas tengo en él un proyecto de músculo,
/ No me siento capaz ni de hacer un opúsculo".);
pavonea su satanismo ("Y yo soy un malvado, un eterno
burlón, / Que todo satirizo, hasta la religión /
A mí nada me impone y nada me gobierna"); anuncia
su proyecto de escribir "un poema del diablo. / Inmenso,
colosal"; resume una pieza que nunca ha escrito y en
que tiene papel central él mismo; juega con la idea del
suicidio; afirma que Dios es sordo mudo; se burla del patriotismo,
pero al cabo admite que tal vez esté hablando solo; para
terminar reconociendo que "no sé vivir",
que la Naturaleza se ha equivocado pues "yo soy una parte
/ Bien enferma de su obra, un caso patológico".
El poema se cierra con una larga tirada en que se advierte (tras
la burla literaria) el horrible encono de haber sido engendrado:
"Esta vida fatal, fruto del egoísmo y de un olvido
atroces. / Pues nuestros padres nunca han de haber ignorado /
Que nuestro sufrimiento estaba destinado / A ser, por nuestro
mal, el precio de sus goces". Y aunque transfiere la
culpa, resulta evidente que la Naturaleza (esa madrastra indiferente
de Vigny) es para él una metáfora de la madre.
Si bien el arsenal revolucionario que utiliza aquí Roberto
es de segunda mano y tiene casi un siglo de antigüedad, para
la lírica uruguaya de su época anunciaba el decadentismo.
Ya circulaban los poetas malditos en algunas manos (como la de
Samuel Blixen, crítico curioso más que profundo);
Darío habría de dar, dos años más
tarde, en Los raros, un buen manual para la literatura
de ese capitoso fin de siglo europeo; pronto Rodó fundaría
con algunos amigos la Revista Nacional (1895-1897) que
permite difundir algunos nombres; a fines de siglo, en 1899, Horacio
Quiroga fundaría en Salto la primera publicación
totalmente decadente del país, la Revista del Salto.
Pero la soledad de Roberto de las Carreras es más que literaria.
Su genealogía en 1894 no está en Poe ni en Baudelaire
a los que todavía no conoce (como apunta correctamente
Blixen en un artículo coetáneo) sino en la intuición
dolorosa de ciertas esencias románticas que ya están
en Byron y en Musset. Por eso, este muchacho bastardo, hijo del
amor, de un salto se coloca a la vanguardia de la lírica
uruguaya de su tiempo.
Aunque a él le interesaba la poesía sólo
como medio, sus otros poemas tienen más que ver con la
biografía que con la poética. El más sonado
es Mi herencia, que publica en el diario El Día
(diciembre 4, 1894). Allí denuncia ante sus ochocientos
mil compatriotas s su condición de hijo natural que había
sido insinuada en el poema Al lector:
Es mi crimen, lector, no haber nacido
En toda la regla... Y quedo sin herencia!...
En el poema habla con equívoco respeto de su padre:
Teníamos, es cierto, divergencias,
De opiniones. Severo, reservado,
El siempre respetó las conveniencias,
Y era, además, político exaltado.
Firme y recto, me hubiera dedicado
Por su gusto, al comercio o a las ciencias.
Pero ese respeto de 1894, que se convertirá en desafío
en 1902 cuando escribe Amor libre, ya está teñido
de la ironía del poeta par las ocupaciones burguesas:
Mas, yo lleno de sueños y lirismo,
Soy un gran holgazán... Siempre lo fui.
Y si comprendo, con un gran cinismo,
Que los demás trabajen para mí,
Aseguro que nunca concebí
Que ellos pudieran también pensar lo mismo.
Más adelante se declara:
Sin ideal, de condición suicida,
Suelo escribir, esto es, desperezarme.
Hay mucho de pose en estos desplantes pero también hay
mucho de verdad a contrapelo. Si bien el poema continúa
subrayando su lamentable condición de bastardo, su redacción
y hasta publicación en un diario obedecen a la necesidad
de presionar a su familia para que le reconozca su parte en la
herencia paterna. La actitud es doblemente bufonesca ya que se
presenta como destituido pero lo hace con terrible insolencia:
pide alimentos y vestido, y al mismo tiempo se burla de las convenciones
burguesas y proclama:
Pero no creo ni por un momento,
Que ser bastardo sea denigrante.
Al contrario, me encuentro muy contento
Por ello. Me parece interesante.
Original, feliz, hasta elegante!
Te lo digo, lector, como lo siento.
Mi nacimiento es muy decadentista.
Y viene bien a un hombre que no anhela
Nada más que ser nuevo y ser artista,
A un poeta sin reglas, sin escuela...
A más, puedo ser héroe de novela
Romántica... y también naturalista.
Para nacer, según es muy sabido,
Es de necesidad, generalmente,
Que dos personas hayan consentido
En casarse, a lo menos civilmente.
Mas yo, siempre discorde con la gente,
Para nacer de todo he prescindido.
La ley, la religión y la moral
No han tenido; lector, nada que ver
Con mi cuna. Eso ha sido algo informal;
Pero se relaciona, a mi entender,
Con mi estilo. Ese modo de nacer
Es muy mío. Lo encuentro personal.
Antes que Jean Genete, antes que Sartre, Roberto de las Carreras
descubre que su única salida es asumir la imagen que los
otros le han impuesto: lo han hecho bastardo, y empezará
por proclamarlo, convirtiéndose de víctima en victimario.
De aquí nace su poesía, de aquí su desafío,
de aquí sus desplantes y escándalo. Todo lo que
sigue es la natural consecuencia de esta elección: los
encendidos pomas a mujeres casadas a las que quiere rescatar de
la brutalidad, de "Las ferocidades lúbricas"
de sus maridos (Poema sentimental); el horrible poema Desolación
(publicado también en El Día, junio 18, 1895)
en que desnuda su condición de niño desamparado,
sin amor, despreciado por una Naturaleza a la que invoca como
madre, envidioso de la fiesta ajena; esa oda a Mi italiana
que inaugura una serie de descripciones más o menos
ideales y en la que se encuentra ya la experiencia de llegar siempre
demasiado tarde a la fiesta del amor. De aquí nace también
ese viaje a París, que realiza en 1895 y del que queda
una copiosa leyenda erótica, sin duda más falsa
que verdadera.
Cuando vuelve en 1898, Roberto de las Carreras es un bastardo
de 25 años, un poeta maldito que ha leído (por fin)
a Poe y a Baudelaire, que ha ostentado la más ardiente
necrofilia en un poema en forma de cuestionario (En un album
de confesiones, setiembre 15, 1896) y que viene dispuesto
a convertir en realidad su sueño erótico. El poeta
que ha aprendido a manejar el alejandrino, que llegará
a dominar el endecasílabo, que trabajará oralmente
cada línea, se revela sin embargo como torrencial prosista.
Sus mejores composiciones de esta época están en
prosa y son motivadas por sus ensoñadas aventuras. Es la
hora de un anarquismo intelectual que arrastra a muchos niños
bien, como lo hará décadas más tarde el Frente
Popular de 1936 o más recientemente la literatura comprometida
de salón. Roberto se proclamará anarquista, predicará
el amor libre (que entendía como libertad de corromper
a señoras casadas) y sostendrá en los hechos y en
el verso un desarreglo sistemático de los sentidos, aunque
tal vez le fuera desconocida esta expresión de Rimbaud.
Ocurren aquí esos incidentes pintorescos que ha registrado
la chismografía literaria de esta aldea montevideana: su
persecución de una mujer casada que él llama Lisette
d'Armanville y a la que dedica un folleto, Sueño de
Oriente (1900); su precipitado casamiento con una menor que
seduce (o lo seduce, tal vez) y que suscita una absurda carta
abierta a Julio Herrera y Reissig (El Trabajo, octubre
8, 1901) en que Roberto explica que condesciende al matrimonio
para evitar que la muchacha sea recluida en un reformatorio; el
folleto que dedica en 1902 a contar su Waterloo de marido y amante:
Amor libre, interview voluptuosa con Roberto de las Carreras,
donde reconoce que de regreso de un viaje encuentra a su esposa
en brazos de otro hombre (también llamado Roberto) y en
vez de arrojarla por el balcón (como proclamó su
padre ilegítimo) la exalta como verdadera discípula
en la causa del amor libre.
Este folleto es el punto culminante de su carrera de cronista.
Es uno de los libros pornográficos más deliciosos
de la literatura uruguaya. Como había sucedido con su condición
de bastardo, ahora Roberto exalta sus cuernos. Dando un doble
salto mortal en el aire, asume la imagen que otros le han impuesto,
la hace suya, la elige. En vez del papel de marido engañado
prefiere el de iniciador; afirma que al entregarse a otro hombre,
su mujer no hace más que poner en práctica sus enseñanzas.
Y para salvar su hombría detalla con cómicos epítetos
los copiosos sacrificios a que somete a su mujer para que ésta
advierta y reconozca la diferencia entre el maestro y su rival.
El erotismo literario de Roberto de las Cameras llega en este
opúsculo a su punto máximo. Hasta entonces se había
limitado a anunciar sus proyectos de conquistador; ahora historia
sus triunfos y lo hace con un brío que levanta su prosa,
por lo general demasiado caótica y delirante, a una precisión
admirable.
Al convertir una derrota (la máxima para el machismo latino)
en victoria, Roberto de las Carreras pone otra vez en marcha el
mecanismo de conversiones que le permitió superar desde
la adolescencia el estigma de bastardo. Pronto una nueva producción
habría de devolverlo a la notoriedad del escándalo
aldeano. Roberto pertenecía a una época en que se
odiaba lo director y despojado, se acumulaban cosas sobre cosas
por un horror culpas al vacío, se convertía todo
objeto en metáfora de otro. El Art Nouveau, señaló
con acierto una vez Octavio Paz, es la apoteosis de la metáfora
material: sillas en forma de conchas marionas o de nenúfares,
mesas que parecen lirios de madera, camas que proliferan como
selvas. Basta mirar el libro que en 1905 publica Roberto de las
Carreras: Psalmo a Venus Cavallieri.
Es un album en formato mayor y está dedicado a una famosa
belleza de la época -que el poeta no conocía personalmente
y no vendría al Plata hasta 1920-. Impreso en 1905, nada
menos que por Barreiro y Ramos, casa respetable si las hay, sus
hojas son púrpura, el texto está en negro, las iniciales
en dorado. En las páginas impares habla la encendida verba
de Roberto, desafiando a la púgil del sensualismo (así
la llama) al combate venéreo; en las páginas pares,
en tarjetas postales de la época, se luce en distintos
avatares la belleza (aún hoy impresionante) de Lina Cavallieri.
En una de las tarjetas, Lina, el rostro de Lina, de perfil, emerge
de un tulipán y está coronado por otro. El libro
es un disparate poético tan metafórico como los
vestidos que luce la belleza y que la hacen aparecer sucesivamente
como diosa, griega, como jarrón de mayólica, como
viva enredadera. Es un libro pero es también un sueño
de erotismo sangriento y cerebral, un torrente de cursilería,
una explosión de oropeles. La Venus no contestó
al reto. Probablemente ni se enteró de él pero para
Roberto era suficiente el desafío. Este poema en prosa
es su fabricación más perfecta.
Hay otros dos folletos del mismo período en que se revela
idéntica ambición de escándalo: Yo no
soy culpable... (1905), impreso en rojo sobre blanco, delirante
confesión de amor Satánico; y Don Juan (Balmaceda),
algo posterior, sobre un amante inmolado por el hermano de su
amada. Pero ninguno de estos dos poemas en prosa alcanza la temperatura
del Psalmo. Sin embargo, su hora cumbre estaba por llegar.
Es el episodio tantas veces contado de su asedio a una mujer
soltera que solía pasar, envuelta en un traje azul de corte
griego, frente a la ventana del Café Moka que Roberto ocupaba
con sus adláteres boquiabiertos. La vanidad del poeta le
hacer creer que cruza por allí para verlo, pronto la está
cubriendo literalmente de piropos, escribe y publica un largo
poema en prosa (En onda azul... 1905) para celebrar su
belleza, asciende peligrosamente a su balcón y allí
lo deposita con canastas de rosas y se dice que también
una carta de minuciosa pornografía.
El gesto tiene un réplica previsible. Un hermano de la
asediada lo increpa en la calle, Roberto se le insolenta, el hermano
saca un revólver, Roberto lo golpea irónicamente
con una fusta que siempre llevaba en la mano mientras el hermano
(que no entendía de dandysmos) le descerraja dos tiros
en el pecho. Roberto cae con una sonrisa en los labios y una frase:
"Esta noche cenaré con los dioses". Pero
no muere, se sobrevive para poder ostentar en el chaleco "sus
condecoraciones": los dos agujeros por donde penetraron
las balas. También escribe (es claro) otro folleto: Diadema
fúnebre, que luce una previsible mancha de sangre en
la carátula. Todo era metáfora.
Tantas victorias a lo Pirro acabarían por convertir a
Roberto de las Carreras en objeto de irrisión. Además
se le acaba el dinero, y un dandy pobre es un ripio. Recurre a
las amistades políticas (contaba con el apoyo de Arturo
Santa Anna) y se le envía a un oscuro consulado en el Sur
de Brasil, en Paranaguá. Desde allí continúa
escribiendo poemas cada vez más incoherentes y confusos
en que algunos críticos han creído descifrar pensamientos
abismales. Se titulan La visión del Arcángel
(1908), La Venus celeste (1909), Suspiro a una palmera
(1912). Proyecta varios libros imposibles, las crisis de desvarío
son cada vez más frecuentes, en sus cartas se queja del
infierno tropical en que vive, hasta que un día de 1913
se le reempatria definitivamente. A partir de esa fecha sale de
circulación: recorre todavía solitario los barrios
suburbanos que antes soslayara, no quiere hablar con nadie, unas
tías viejas lo recogen hasta que se hace cargo de él
su hijo. Se hunde cada vez más empecinadamente en una locura
que llega a cubrir medio siglo.
En realidad, los cuarenta años de la vida pública
de Roberto de las Carreras (1873-1913) no abarcan sino su vida
imaginaria, la vida que él asume y elige como respuesta
a un nacimiento que su orgullo burgués no podía
aceptar. Son los años de la gran comedia de su vida. Este
exhibicionista delirante, esta necesidad de proclamar a los cuatro
vientos su condición de hijo ilegítimo, de pormenorizar
los copiosos adulterios de su madre ("Ha sido la única
gran señora de este pueblo. Paseaba insolentemente sus
conquistas por la faz de la miserable aldea"), de registrar
fanáticamente el número y circunstancias de sus
hazañas amorosas, tienen una clave fácil. En el
Montevideo del Novecientos la moralidad imponía la frustración
visible, el soterramiento de los instintos, el silencio de toda
irregularidad. Todo se barría debajo de la alfombra, una
alfombra grande y generosa, por cierto. El pecado de escándalo
atemorizaba a quienes con entusiasmo cedían en privado
a otros pecados. En ese medio y en esa hora crepuscular de la
sociedad burguesa, Roberto eligió la exhibición.
Era una forma de aliviar las horribles tensiones interiores, la
lucha del hombre contra sus demonios, su negativa más honda
(sólo por él conocida) de aceptarse como era: hijo
sin padre, con una madre prostituida; amante que siempre llegaba
tarde o no llegaba del todo; marido burlado al fin. Contaba sus
copiosos sacrificios en el altar de Venus tal vez porque era sólo
ocasionalmente potente. De Rousseau se ha llegado a decir que
en las Confesiones se pavonea de los hijos que había puesto
en el asilo para no tener que admitir que era incapaz de engendrarlos.
Por eso, y esta es la última paradoja de la existencia
brillante y absurda de Roberto de las Carreras, los años
más trágicos, los años verdaderamente horribles,
no son esos cincuenta últimos en que vive recluido dentro
de un mundo voluntariamente petrificado, sino esos otros cuarenta
en que circula al aire libre, expuesto a las miradas de todos,
desgarrado por las miradas de todos, gritando más fuerte
que todos para acallar el infierno interior, exhibiendo sin pudor
sus lacras (más imaginarias que reales), alborotando el
ambiente, haciéndose insultar, balear, crucificar hasta
su destierro definitivo en el purgatorio tropical. Esos años
de escándalo y gloria son los años realmente negros,
los años de la gran humillación cotidiana, del castigo
infligido por el más implacable verdugo: su propia conciencia
insomne. La primera liberación llega en 1913, cuando al
fin Roberto se inventa una salida, abre la puerta que da a otro
mundo mágico, y se refugia en la locura como en el definitivo,
acogedor, seno materno. También su madre había acabado
por encontrar ese camino. Ese día de 1913, Roberto encuentra
al fin la puerta, hace girar el picaporte, empuja, penetra en
un mundo perfectamente entero y coherente, un mundo propio e inefable
como el Paraíso dantesco. Allí descansa y calla
-cincuenta años casi- hasta la hora de otra liberación.
En el universo de objetos metafóricos de la "Belle
Epoque" había encontrado por fin su metáfora
última.
III. El pleito de los decadentes
Una mirada crítica salvará tal vez muy poco de
la copiosa y caótica producción en prosa y verso
que lleva la firma de Roberto de las Carreras. Es la suya una
curiosidad de la literatura uruguaya. Aunque tiene algunos méritos.
Como versificador era generalmente insufrible y disimulaba con
un prosaísmo a lo Byron la infelicidad general de sus ritmos.
Pero como prosista (sobre todo en Amor libre y en Psalmo
a Venus Cavalieri) registra aciertos. Salvada la voluntad
de escándalo, y el desafío deliberado de algunos
pormenores, la prosa de Amor libre tiene vida, tiene ritmo,
tiene calor. Es algo más que un documento aunque sea sobre
todo documental. En el Psalmo hay tiradas que se levantan
sobre la utilería "Art Nouveau" para alcanzar
una vibración singular. El Reto en que culmina el
poema está lleno de pasión verbal. Pero la mayor
gloria literaria de Roberto de las Carreras no radica en lo que
ha creado, sino en lo que supo despertar en otro. De la pléyade
de almas dóciles que lo seguían, que copiaban sus
frases, sus corbatas floridas, sus bigotes engomados, su sombrero
requintado, su sobada estampa d'annunziana, hay uno que es un
gran poeta y que recibirá de manos de Roberto la antorcha
del decadentismo. Es Julio Herrera y Reissig, dos años
menor.
El éxito póstumo de Herrera y Reissig (que muere
en 1910, a los 35 años), la diligencia de sus acólitos,
los anacronismos de la historia literaria, han invertido los términos
de un proceso que sin embargo está bien documentado. Aunque
Roberto de las Carreras fue el primero que practicó en
verso y prosa el decadentismo en el Uruguay, otros poetas han
intentado postularse para ese principiado: Alvaro Armando Vasseur
que ha dejado en Los maestros cantores (Madrid, 1936) una
crónica sumamente parcial del conflicto; Herrera y Reissig
que en medio de una polémica se empeña como iniciador
y maestro. La verdad es otra y ha sido restituida por los documentos.
Cuando regresa Roberto de las Carreras de París (hacia
1898), trae consigo no sólo la leyenda de sus aventuras
con famosas cocottes de la "Belle Epoque", sino
un baúl con las últimas novedades literarias del
decadentismo francés. Entre los libros que trae hay un
tomo de poesías de Albert Samain que pronto será
confiscado por Herrera y Reissig. El contacto personal entre los
dos poetas se produce sólo en 1900. Herrera todavía
no acaba de salir del cascarón romántico, cuando
funda La Revista, muy pobretona y ecléctica. Pero
en su primer número (20 de octubre de 1899) ya aparece
una colaboración de Roberto de las Carreras, la descripción
erótica de una mujer que tiene todos los prestigios de
su rara prosa: "Hacía y deshacía sobre su
frente peinados raros; se la rodeaba como las Circasianas con
una diadema de medallitas... Tenía cojines de terciopelo
en que se acostaba desnuda sobre el pecho como una gata rampante...
Espejos a ras de suelo le devolvían cien veces la imagen
de sus caprichosas actitudes, con las que superaba en secreto
a las Odaliscas, a las misteriosas esclavas que adormecían
a los Sultanes en sus mágicos brazos de favoritas... En
el risueño desvarío de su imaginación, mecida
por las fábulas, oscilaba bajo sus pies el puente de los
navíos y se sentía conducida en las literas de las
reinas de Egipto..."
El fragmento la identifica como la misma Lisette a la que dedicará
un año más tarde Sueño de Oriente;
de hecho, el fragmento es un anticipo de esta obra. Cuando se
publique, Herrera y Reissig lo leerá en éxtasis
e irá a conocer a Roberto a su hotel, acompañado
de su primo, Carlos Méndez Reissig. Desnudo dentro de su
bañera, como un príncipe, los recibe Roberto. Este
gesto perfecciona la admiración. Pronto Herrera estará
escribiendo para La Revista (25 de abril de 1900) una entusiástica
reseña bibliográfica sobre Sueño de Oriente,
en que lo exalta en términos que revelan su influencia:
"Es un sibarita, que sienta mal en el rebaño burgués
de nuestros literatos"; " 'Sueño de Oriente'
constituye la nota artística más anticonvencional
posible dada en el pequeño teatro de nuestra literatura";
"El autor -ya que por su idiosincrasia, es lo que daremos
en llamar un tipo; que no se acoquina ante los tragaleones de
la crítica de monasterio; que se ríe compasivamente
de nuestra castidad social; que es filoso y audaz como un estilete;
que tiene como Byron 'doble lengua' para hablar; y que, estamos
seguros, entregaría su alma al diablo a condición
de conseguir su presa- se ha mostrado el 'dandy' y no el hombre,
y cualquiera que mire la fachada del libro -ya profese la estética
de Taine o de Brunetière- y examine luego su lujoso interior
de alcoba turca, convendrá con nosotros que se trata de
un producto híbrido, deplorando, en buena lógica,
que la Pompadour, ornada de 'chrysanthèmes' haga hipócritamente,
la presentación de Afrodita que esconde bajo un peplo de
tul aéreo sus 'crepitantes' carnosidades, como florecidas
tuberosas del trópico, y que, para el artista enamorado,
son voluptuosos modelos de concupiscente geometría que
abarca todo el problema del placer inexhausto y del infernal emporio
de los faunos". La reseña concluye con un brindis:
"Amigos de hipocresía, ¿acompañadme
en el acto de celebrar el sacrificio de un libro el más
inmundo y el más hermoso que se puede ofrecer a Satanás!"
Tal ditirambo explica que al día siguiente de aparecida
La Revista, según cuenta Teodoro Herrera y Reissig
en una conferencia de 1933, el vate tan copiosamente incensado
haya aparecido en casa de Julio y haya concedido el tuteo a su
panegirista. Queda así sellada una amistad decadente. El
resultado inmediato de esta vinculación en que Roberto
asumía las funciones de súcubo y Julio las
de íncubo, fue un interminable disparadero erótico-literario
que adoptó la forma de un manuscrito en que ambos se burlaban
de la "toldería de Tontovideo". Cuando
se llegó a anunciar por la prensa (El Siglo, 7 de
junio de 1901) que ellos terminaban un libro de crítica
literaria, Carlos Reyles que se había enterado que en él
lo criticaban, anunció lapidariamente: "Si esos
dos me llegan a maltratar en lo más mínimo, los
mataré como a perros, sin vacilación."
Tal vez la amenaza de Reyles (hombre de armas llevar y disparar)
los haya disuadido: tal vez para estos artífices del exhibicionismo
bastaba con anunciar por la prensa la aparición de la obra.
Escribirla, ya daba pereza.
El erotismo de Roberto se trasmite sólo parcialmente a
Julio. En este aspecto el maestro no encontraba el mismo eco en
su discípulo. De sexualidad normal, algo moroso, Julio
prefiere seguir de lejos a Roberto. Es cierto que al casarse tan
precipitadamente, es a Julio a quien se dirige Roberto, bautizándolo
de "Pontífice del Libertinaje". Pero toda
la carta que publica El Trabajo en 1901 es un tejido tal
de disparates que no parece correcto tomar al pie de la letra
ese título. Allí Roberto clama: "En nombre
de Afrodita, te debo una explicación. Qué anonadamiento
el de tu espíritu, qué síncope fulminante
de sorpresa, qué bramidos de indignación los tuyos
viéndome con el dogal al cuello, en la picota ignominiosa
de los edictos matrimoniales, como cualquier pobre uruguayo que
va a cumplir ceremoniosamente su misión prolífica
en las cabañas de la sociedad". Este exordio,
con sus alusiones a la reproducción ganadera ("cabaña"
no es aquí un toque bucólico sino una precisión
agropecuaria), continúa con la explicación del dilema
en que se halla: casar con la menor deshonrada o permitir que
la envíen a un reformatorio. "He optado, como anarquista,
por redimir a mi amante de las garras zahareñas de la tiranía
burguesa". La carta se cierra con una tirada más
delirante, si cabe: "Yo, amante de nacimiento, hidrofobia
de los maridos, duende de los hogares, enclaustrador de las cónyuges,
sonámbulo de Lisette, me sujeto a tu dictamen, oh Lucifer
de Lujuria, hermano mío por Byron, Parca fiera del país,
obsesión de pecado, autopsista de una raza de charrúas
disfrazados de europeos. Yo imploro tu absolución suprema,
oh Pontífice del Libertinaje".
Tanto título satánico se correspondía mal
con la naturaleza más poética que erótica
de Julio, que se limitó a tener solo una hija ilegítima
después de todo y a casar burguesamente con una novia de
muchos años. El mismo Roberto, cinco años más
tarde, calificará a su discípulo de "marido
nato" y hasta llegará a pavonearse de ser amante
de la querida de Julio. Pero en 1901, Roberto prefería
divulgar la ficción de un Herrera y Reissig, Lucifer
de la Lujuria, de un Pontífice del Libertinaje,
para aumentar aun más su propia aureola de escándalo.
Al convertir a su compañero en sacerdote de insinuadas
Misas Negras, su estatura de corruptor se alzaba más satírica
aún. La verdad es que la única corrupción
a que sometió Roberto a Julio fue la corrupción
poética. Todos sus desplantes de dandy maldito valían
menos que los libros que trajo en su baúl y que prestó
al íncubo. Allí estaba el verdadero germen fatal.
Por eso resulta más importante el aspecto literario de
la relación que el puramente chismográfico.
Abortado el proyecto de un libro de crítica, Roberto y
Julio llevan a cabo una polémica contra Alvaro Armando
Vasseur que se había atrevido a atacar al primero en una
silueta periodística bastante reconocible. Bajo el seudónimo
de Esfumino, Vasseur había publicado en El Tiempo
(junio 10, 1901) una página en que llamaba a Roberto
de raté, calificaba su sensibilidad de "exagerada
como la de un andrógino de decadencia", lo comparaba
con Gómez Carrillo con el que comparte "la vanidad
cósmica y la maledicencia femenil!, hacía alusión
a su "neurosis mental" y lo abrumaba con otros
insultos. La respuesta de Roberto (en la que parece haber colaborado
Julio) es de inusitada violencia; se junta en ella el insulto
más íntimo ("producto miserable de la inercia
matrimonial, en cuya fisonomía "hébété"
está inscripto el bostezo trivial con que fue engendrado")
con una verdadera felicidad para el epíteto que convierte
la pieza en el más desagradable y brillante crescendo de
injurias. Si Herrera contribuyó a ella, el mérito
de su genial encono pertenece sin duda a Roberto. A pesar de la
publicidad y del desafío con que Roberto acompañó
sus insultos, no hubo duelo. Pero desde entonces se agravó
aun más la guerrilla literaria, el pleito por la hegemonía
del decadentismo.
La amistad de Roberto con Julio conocería altibajos. Todavía
en 1903 al publicarse en el número de junio de Vida
Moderna una serie de poemas de Herrera, aparece uno dedicado
a Roberto (es Luna de miel, de Los maitines de la noche).
Pero ya en 1906 la pareja aparece escindida por una polémica
absurda en que Roberto acusa a Julio del robo de una metáfora.
Su folleto En onda azul ... (1905) contiene una imagen
("Un no se qué de vívido en sus ojos fundiéndose
en el relámpago nevado de su sonrisa") que Roberto
cree ver plagiada en estos versos de La Vida publicados
en La Democracia (abril 15, 1906) por Herrera:
Cuando al azar en que giro
Me insinuó la profetisa
El relámpago luz perla
Que decora su sonrisa.
Aunque Herrera se defiende fechando su poema en 1903 y asegurando
que Roberto ya lo había escuchado entonces, toda la polémica
resulta absurda porque la imagen había sido utilizada antes
por Toribio Vidal Belo en un poema aparecido precisamente en La
Revista (agosto 20, 1899)
Suenan suaves las risas gris perla.
Por otra parte es una imagen que arranca de Quevedo (Retrato
de Lisi):
Relámpago de risa carmesíes,
pasa por, Bécquer y llega hasta Pablo Neruda como lo ha
demostrado Amado Alonso en su libro sobre este último,
aunque sin conocer el pleito de los decadentes uruguayos.
Si la reclamación era absurda, el tono de la polémica
basta para mostrar que Herrera había abandonado del todo
en 1906 su actitud de íncubo y que ahora se atrevía
a tratar a su iniciador como un poeta algo caprichoso y hasta
cargante. La reacción de Roberto es terrible: "Es
como si mi espejo me acusara de imitarlo", escribe. Pero
es también estéril. Aunque Herrera no tuviera razón,
aunque hubiera sido su espejo hacia 1900, la verdad es que ahora
Herrera era ya un poeta, hecho y derecho, estaba en plena madurez
lírica, había superado todo terrorismo y se encaminaba
a la plenitud de sus últimos años. El maestro había
quedado atrás. El pleito de los decadentes ya no tenía
sentido. Aunque históricamente tuviera razón Roberto,
y no Herrera y menos aun Vasseur, la razón estética
la tenía el futuro creador de La torre de las esfinges.
Rota la amistad, confinado Roberto en Paranaguá, Herrera
sigue creando hasta su temprana muerte en 1910. Entonces, Roberto,
cuando se entera de esta muerte, envía a Vasseur (el antiguo
contrincante de 1901) un libro con una dedicatoria en que dice
sencillamente: "Julio ha muerto". A él
mismo sólo le quedaban tres años de peleada lucidez.
Tal vez no supo entonces ni haya llegado a saber nunca que su
título para la gloria literaria no fue la publicación
de sus numerosos folletos, en prosa y verso, en que ventiló
su horrible resentimiento de bastardo, sino esa breve y tempestuosa
amistad con Herrera y Reissig. Boscán involuntario de este
nuevo Garcilaso, Roberto de las Carreras se fue al otro mundo
de la insanía sin saber la naturaleza exacta de su mayor
hazaña poética. Su obra es también metáfora."
NOTA. Una de las principales fuentes vivas para
el conocimiento de Roberto de las Carreras es Alberto Zum Felde,
que fue su secretario, su discípulo (vestía como
él, escribía versos decadentes, adoptó entonces
el seudónimo de Aurelio del Hebrón) y, más
tarde, se convirtió en su memorialista. En Crítica
de la Literatura uruguaya (1921) y en Proceso intelectual
del Uruguay (1930, 1941) y en una reciente entrevista (El
País, Montevideo, setiembre 1º 1963) se ha referido
sabrosamente Zum Felde a Roberto de Las Carreras. En sus recuerdos
está parcialmente basada la crónica chismográfica
y brillante de Angel Rama, Un fogonazo sobre la aldea,
que se publicó en Marcha (Montevideo, agosto 16
1963), aunque Rama olvide mencionar ésta y otras fuentes.
Un delicado tirón de orejas le administra Zum Felde en
la entrevista citada, al declarar: "Lo más significativo
de su anecdotario que recordaba, ya lo conté verbalmente
a amigos, y ya ha pasado a la publicidad de las crónicas
periodísticas". Sobre las relaciones de Roberto
con Herrera y Reissig ha escrito larga y en general acertadamente
Roberto Bula Píriz en su estudio Herrera y Reissig: Vida
y Obra, de la Revista Hispánica Moderna (enero-diciembre
1951). Las ediciones originales de Roberto de las Carreras son
inaccesibles. Hay una antología, Epístolas,
Psalmos y Poemas (Montevideo, Claudio García
y Cía., 1944, con un perfil de Ovidio Fernández
Ríos y un estudio de Samuel Blixen) que todavía
circula por las librerías montevideanas. Se recogen allí
algunos poemas sueltos, además de Yo no soy culpable...
; Don Juan (Balmaceda) y el inefable Psalmo a Venus
Cavalieri, con reproducción de sus ilustraciones originales.
Vale la pena consultarlo.
(La segunda parte de este ensayo, sobre Delmira
Agustini, se publicará en el próximo número).
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