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La literatura hispanoamericana en Breviario.
En: Número, nº 27, diciembre 1955
p. 194-210.
I
"Pocos libros panorámicos sobre la historia de la
literatura hispanoamericana han suscitado el interés -vivísimo,
polémico- de éste el año pasado publicado
por el crítico argentino Enrique Anderson Imbert (*). El
interés no se debe únicamente al tema o a su ejecución
sino al momento en que aparece: momento en que recorre a toda
América, a todo escritor americano, la impaciencia por
hacer balance de la actividad creadora de algunos siglos y por
conquistar (para su patria, para su obra) un público que
se imagina millonario. Interés asimismo alimentado, y hasta
hostilizado, por la manera provocativa, no convencional, en que
ha concebido Anderson Imbert su obra: entrando a fondo en las
caóticas y hojarasqueras letras hispanoamericanas, podando
y rescatando sin timideces, comprometiéndose en el juicio
de los valores del pasado y en la elección de las promesas
del presente. Que como tantos críticos timoratos, no haya
excluido el período actual (aun con las precauciones de
relegarlo al Apéndice), que haya dicho sus preferencias
y hasta sus amistades literarias, es buena prueba de su confianza
en las propias fuerzas.
La obra ha causado escándalo también: desde el
despreciable de los que atacan torvamente porque se sienten excluidos
(sin preguntarse si ellos mismos no son responsables) hasta el
audaz de los que no vacilan en asumir públicamente el yo
para reclamar por trato indebido. Hubo felizmente otras reacciones:
la de los que leyeron toda la obra con atención, balancearon
virtudes y limitaciones y adelantaron sus objeciones en reseñas
mesuradas o cartas particulares que el mismo autor se ha encargado
de publicitar, con ejemplar franqueza.
Estas reacciones son buena prueba de que la obra importa, de
que tiene fundamento, de que Anderson Imbert ha hecho bien en
decir, como crítico y con seriedad crítica, lo que
sabe y lo que piensa. Sus errores no afectan a nada fundamental
-como él mismo ha señalado en abierto balance de
objeciones publicado en La Gaceta del Fondo de Cultura Económica
(Nº 11, julio 15, 1955). "Si alguien hubiera atacado
a fondo la estructura de mi libro, mi concepción de la
literatura, mis preferencias estéticas o mi modo de escribir
acaso, al defenderme, yo hubiera podido mandar a "La Gaceta"
algunas páginas vivas." No ha sido necesario:
apenas ha debido rectificar errores de fecha o atribuciones equivocadas,
pontazgo inevitable que debe estar resignado a pagar quien emprenda
una tarea de éstas.
La doble importancia del libro (como obra en sí misma,
por la repercusión que ha logrado) justifica que se intente
ahora, con un poco de perspectiva el examen de sus propósitos,
de su valor crítico, de sus fallas, de su mérito
definitivo.
II
La tarea de resumir en 380 páginas de texto la Historia
de la Literatura Hispanoamericana -o sea: la historia de cuatro
siglos y medio de creación literaria a lo ancho de (por
lo menos) dieciocho países- requiere ante todo explicitar
propósitos y limitaciones deliberadas. Anderson Imbert
las explana en las cuatro páginas concisas de su prólogo
y en algunos pasajes dispersos a lo largo del libro. Tres directivas
fundamentales subyacen su exposición. En primer lugar,
una Historia no se puede reducir a la yuxtaposición de
monografías aisladas sobre los autores más destacados
ni a la descripción general de períodos sin suficiente
caracterización de los creadores individuales. El intento
está indicado por el autor al afirmar que "en vez
de abstraer por un lado las obras producidas y, por otro, las
circunstancias en que se produjeron", la historia debe
integrarlas "dentro de la existencia concreta de los escritores."
De este modo las personalidades determinarán los centros
de análisis, pero no aparecerán desvinculadas del
proceso histórico y literario general. A lo largo del libro
insiste Anderson Imbert en su interés por las personalidades.
"Esta no es una historia de "ismos" (dice en
la página 200) sino de personalidades creadoras".
De aquí que se resista a escindir un autor en trozos (un
fragmento de novelista, otro de crítico, otro de poeta)
para seguir la evolución literaria por géneros;
de aquí que se oponga al examen de la profusa novelística
hispanoamericana de este siglo siguiendo las clasificaciones temáticas
(o seudotemáticas) de un Luis Alberto Sánchez (no
lo menciona directamente pero alude a ellas en la página
292); de aquí que apunte, con verdad, que tales clasificaciones
llevarían al absurdo de dividir una misma novela "en
diferentes cajones" (página 342).
En segundo lugar, el autor tendrá en cuenta únicamente
a los creadores de obra literaria. "Sólo nos interesa
aquí (dice en la página 8) la realidad que
se ha trasmutado, bien o mal, en literatura. Los hechos de la
filología, la etnología, la sociología, la
economía política entrarán en nuestra historia
en la medida en que antes hayan entrado en la conciencia creadora
de hombres que están contándonos sus experiencias.
Ni siquiera nos ocuparemos de los fenómenos culturales
próximos a la literatura: folklore, oratoria, periodismo,
filosofía ..." La misma fórmula que ofrece
al comienzo del Prólogo: "¿Es posible una
Historia-historia de la Literatura-literatura?" anticipa
claramente este enfoque. De aquí que sea descabellado reprocharle
(como han hecho malos lectores) la ausencia de un historiador
como Vicuña Mackenna o de un erudito como José Toribio
Medina.
En último término, la obra postula la presentación
cronológica de los escritores. En vez de escuelas o corrientes,
en vez de divisiones regionales o nacionales, Anderson Imbert
sigue la sucesión cronológica de personalidades.
La cronología determina dos puntos de referencia: los grandes
momentos que por comodidad expositiva el autor reduce a tres,
indiscutibles (La colonia, Cien años de república,
La época contemporánea); las generaciones. Anderson
Imbert no practica el fetichismo generacional. Por el contrario,
hasta se burla del mismo: "... ya entonces (dice en
la página 364, al referirse al último grupo de escritores)
Ortega y Gasset había impuesto su idea de la 'sensibilidad
vital de cada generación' y los nacidos en 1910 decidieron
a todo costa pertenecer a una generación. El prurito fue
tal que desde entonces no se ha cesado de inventar generaciones:
del 40, del 45, del 50. Más generaciones de las que humanamente
pueden caber en lapso tan corto."
Pero hay generaciones y generaciones. En su obra Anderson Imbert
distingue nítidamente y caracteriza muy bien algunas: por
ejemplo, la romántica argentina que se coagula en torno
de Esteban Echeverría o la generación uruguaya del
900. Otras no aparecen indicadas tan explícitamente como
generación pero el riguroso ordenamiento permite al lector
advertirlas o recomponerlas. En general, la obra respeta el agrupamiento
generacional al mismo tiempo que evita imponerlo como una constante
inflexible. El mismo Prólogo (página 9) se
encarga de advertir sobre la latitud del criterio: "Que
no ordenemos los materiales de nuestra historia en períodos
no quiere decir que desatendamos otros criterios ordenadores:
los de nacionalidad, géneros, escuelas, temas... Lo que
hemos hecho es subordinar estos criterios a la cronología.
En otras palabras, que nuestro todo es sistemático cuando
agrupa los fenómenos literarios fundamentales; y asistemático
en todo lo demás."
Un laudable horror a las simetrías en que suele caer la
crítica o la mera exposición pedagógica,
se trasluce en distintos momentos de la obra. Así, por
ejemplo, cuando se reprocha suavemente a la crítica anterior
su agrupación de Martí, Gutiérrez Nájera,
Casal y Asunción Silva en el primer grupo "modernista".
"La muerte de todos ellos antes de 1896 (comenta en
la página 199) ha influido para que los historiadores
redondearan ese grupo. Pero debemos resistir a la tentación
de embellecer la historia con esquemas geométricos".
Y en otro pasaje, en que debe recurrir a la distribución
por naciones, aclara su exclusivo valor pedagógico: "Este
agrupamiento geográfico no tiene valor crítico.
Es solamente cómodo. Da rápida cuenta de los poetas
menores, los sitúa. El lector sabrá dónde
encontrarlos". El autor hasta llega a denunciar, con
franqueza, sus violaciones de la cronología: "...
conviene (dice con leve humor en la página 275)
que los historiadores mezclemos a veces los capítulos:
así el lector, que ya se estaba acostumbrando a un esquema
convencional, se verá obligado a reparar en la fluidez
del proceso histórico."
El Prólogo indica asimismo un propósito
complementario y algunas limitaciones deliberadas de este Breviario.
Anderson Imbert quiere que su Historia sea leída
como un texto unitario. Se ha rehusado a intercalar notas o a
completar temas en apéndice. "Hemos preferido
(dice) el esfuerzo de una historia lineal, ininterrumpida,
aun a costa de la gracia del estilo". En este aspecto,
y en este aspecto sólo, su Historia está más
cerca de un libro como la Histoire de la littérature française,
de Albert Thibaudet (París, 1936) que de un texto erudito
y copiosamente anotado como Las corrientes literarias en la
América hispánica (México, 1949) de su
maestro y amigo don Pedro Henríquez Ureña.
Las limitaciones surgen naturalmente del procedimiento elegido
y de la extensión misma del Breviario. Anderson Imbert
ha eliminado, prácticamente, a la crítica de su
Historia. (Hay muchos críticos, pero presentados
por su labor creadora; hay otros puramente críticos pero
su número es escaso.) Creo que esta limitación es
demasiado severa. Algunos críticos, no todos, los de labor
sostenida, los que buscan dentro de la obra y fuera de la obra
que tienen entre manos, los que fijan los patrones críticos
de una época, esos no pueden dejar de figurar: son también
creadores de literatura. Los argentinos (y el propio Anderson
Imbert en una nota muy oportuna que reproduce La Gaceta,
Nº 3, febrero 15, 1955) han lamentado la ausencia de Roberto
F. Giusti; en el Uruguay se ha señalado la omisión
de Alberto Zum Felde (que se cita en la bibliografía) y
en Chile podría denunciarse la de Alone. Pero hay
un caso que me parece más ejemplar: la omisión de
Francisco Bauzá. Si se le considera exclusivamente como
historiador está justamente excluido. Pero su labor de
crítico literario aunque escasa (un volumen: Estudios
literarios; 1885) es sumamente importante en la valoración
de la literatura uruguaya y no debe saltearse. Algo semejante
puede argumentarse y se ha argumentado, con respecto a otro uruguayo
: Carlos Roxlo que me parece de menor significación literaria.
Hay limitaciones más tolerables: reducir el examen únicamente
a la obra escrita en castellano y en América podrá
hacer perder algunos nombres de interés (Anderson Imbert
apunta algunos: W. H. Hudson, Jules Supervielle, Ventura de la
Vega) pero tiene coherencia y permite ajustar mejor la visión
de una literatura característicamente hispanoamericana.
Y éste no es uno de los menores méritos del libro,
como se verá. Otra limitación es, paradójicamente,
no de exclusión sino de inclusión. Si se aplicaran
a las letras hispanoamericanas los patrones de máxima excelencia
tal vez bastara mencionar (estudiar) veinte nombres. Anderson
Imbert apunta nueve (el Inca Garcilaso, Sor Juana, Bello, Sarmiento,
Montalvo, Palma, Martí, Darío, Rodó) y alude
a "diez más", sin especificarlos. Por
eso, la Historia debe aceptar e incluir escritores menores, escritores
malogrados, escritores ocasionales. "En general, nos aflige
la improvisación, el desorden, el fragmentarismo, la impureza",
anota el autor. Y luego agrega : "No podemos evitar que
el fárrago se nos meta en esta historia." Su libro
debe tener en cuenta incluso a escritores que no tienen propósitos
literarios, como Bolívar en su magnífica correspondencia
o como algunos Cronistas de Indias. Lo que determina entonces
su inclusión es ese lado, "más íntimo
y personal" en que se revela (se crea) la literatura
a pesar de todo.
III
Una síntesis de esta naturaleza necesita ante todo un
crítico. Que Anderson Imbert se estaba preparando, desde
hace bastante tiempo, para una tarea semejante (y no sólo
para esta tarea de Breviario) lo documentan sus libros
y ensayos y prólogos, desde aquel fragmentario e incisivo
volumen que se tituló La flecha en el aire (Buenos
Aires, 1937) hasta la colección de su primera madurez,
la actual: Estudios sobre escritores de América
(Buenos Aires, 1954). Entre uno y otro libro Anderson Imbert ha
colaborado asiduamente en la mejor prensa literaria, ha publicado
monografías de investigación estilística
(El arte de la prosa en Juan Montalvo, México, 1948)
o de divulgación crítica (Ibsen y su tiempo,
1946), ha escrito eruditos, penetrantes, prólogos a nuevas
ediciones de Jorge Isaacs (María, para la Biblioteca
Americana de Fondo de Cultura Económica, 1951) y de
la poesía de Rubén Darío (para la misma colección,
1952), prepara un trabajo extenso sobre la prosa poética
en la América hispánica, del que ha adelantado en
1953 un capítulo sobre Amistad funesta, novela de
José Martí, ordena materiales para una obra en varios
volúmenes sobre la cultura en América, corrige con
paciencia las páginas de este mismo Breviario para una
futura reedición.
Estos libros, estos estudios, no sólo abonan una vocación
de crítico y un ejercicio ininterrumpido de la disciplina;
documentan también una formación (a la vera de don
Pedro Henríquez Ureña) poco común en las
letras hispánicas. Porque Anderson Imbert sabe ser erudito
y crítico a la vez: sabe recorrer pacientemente los repertorios
bibliográficos y las vastas bibliotecas, leer sin desmayo
los más indigestos autores, repasar con atención
hasta los olvidables; pero sabe rescatar de entre tanta obra indiferente
o malograda, de entre tanto proyecto abortado, la página,
el libro, el autor, que la crítica desdeñó
u omitió. La acumulación de datos y de fichas no
le mata la sensibilidad ni le empaña la visión.
Esta doble cualidad es muy evidente en las páginas de
su Historia. Anderson Imbert organiza sus materiales con fino
sentido crítico. Rehuye las distinciones más habituales
en este tipo de manual. Sabe caracterizar los períodos
generales con economía y agudeza. En cada época
encuentra esos signos que permiten subrayar su individualidad.
Así, por ejemplo, al referirse a la actitud del escritor
en la época colonial apunta: "en las colonias la
literatura era el ejercicio de reducidos núcleos cultos,
apretados en torno de minúsculas instituciones, islas humanas
en medio de masas iletradas, en encogida actitud imitativa, aficionados
incapacitados para un esfuerzo perseverante en el aprendizaje
artístico, desprovistos del aparato legal, comercial y
técnico de la industria del libro, desanimados por las
dificultades materiales".
La concisión de la frase no afecta a la amplitud del pensamiento
que se desarrolla entero. Unas palabras, unos renglones, bastan
para dibujar la situación de la literatura y de sus creadores;
a través del rápido enunciado de causas históricas,
económicas, sociales y hasta psicológicas se define
el estado de las letras coloniales.
La misma capacidad de síntesis enriquecedora se encuentra
en otros pasajes, por ejemplo en éste: "La llamada
'literatura modernista' agrega, a los descubrimientos de la vida
sentimental hechos por los románticos, la conciencia casi
profesional de qué es la literatura y cuál su última
moda, el sentido de las formas de más prestigio, el esfuerzo
aristocrático para sobrepujarse en una alta esfera de cultura,
la industria combinatoria de estilos diversos y la convicción
de que eso era, en sí un arte nuevo, el orgullo de pertenecer
a una generación hispanoamericana que por primera vez puede
especializarse en el arte." O en este otro texto, en
que apunta el tránsito del positivismo a formas seudoespiritualistas,
pero en verdad reaccionarias: "Positivistas eran en nuestra
América los animadores, de valiosos movimientos liberales
y socialistas. Por el contrario muchos de sus adversarios se aprovechaban
de la polémica antipositivista para negar las conquistas
del libre examen y aun la historia liberal y laica de nuestros
países; en nombre de un espiritualismo que apenas rasguñado
descubría bajo el barniz el antiguo color dogmático,
esos sedicentes antipositivistas en realidad estaban preparando
la reacción católica absolutista que, en efecto,
habría de amagar después de 1930."
Otras veces un rasgo fundamental de las letras hispanoamericanas
aparece apuntado en pocas palabras, concisión tanto más
admirable porque sirve para fijar un concepto largamente madurado.
Así por ejemplo, en la página 237 se refiere a los
narradores modernistas desvelados por el cuidado formal y dice:
"Muchas novelas se escribieron para los colegas, no para
el lector común." La observación escapa,
naturalmente, al marco circunstancial en que la inscribe Anderson
Imbert. En otra oportunidad, él mismo se encarga de indicar
esa validez general de un juicio, como cuando apunta, en la página
340: "una característica hispanoamericana es que
nuestros escritores no experimentan nuevas formas, sino que, tarde
y difusamente, aplican los experimentos europeos."
Con la misma atención con que caracteriza períodos
o movimientos o actitudes perdurables, dibuja Anderson Imbert
esas personalidades literarias que constituyen el objetivo principal
de la Historia. Ya los críticos de su obra se han encargado
de elogiar algunos de esos retratos, verdaderos dechados, según
se ha dicho, en los que puso el mayor esmero crítico. Pero
no sólo en ellos (en los Cronistas de Indias o en Lizardi,
en Montalvo o en Isaacs, en Asunción Silva o en Darío)
se revela el crítico. En casi todas las páginas,
en casi todos los retratos, hay algún rasgo que expone
no sólo la visión y el juicio maduros sino la gracia
y puntería del estilo. A veces unas líneas le bastan
para rescatar un autor (Gómez Carrillo en la página
231) o para fijarlo como a Delmira Agustini (página 270)
o a Enrique Banchs (página 272); otras veces una metáfora
(esa con la que define a Heredia como un desarraigado: "Amaba
a su tierra, pero con las raíces en el aire",
página 105) o una ironía bien colocada (ésta:
"Cuando apareció 'La llamarada' (1935) algunos
creyeron que allí se revelaba la zona cañera de
Puerto Rico, los sufrimientos del trabajador, la fuerza aplastante
de la naturaleza, los problemas colectivos, los tipos humanos
insulares... Lo que se reveló fue un escritor de garra")
o, apenas, una palabra que ilumina todo súbitamente (en
la página 277 dice que la prosa de Alfonso Reyes es "atisbona"
y lo dice todo).
La penetración del juicio y la penetración del
estilo hacen de la Historia uno de los libros de más amena
lectura en su género. Porque Anderson Imbert ha sabido
distribuir su materia y aligerar el sistema de referencias, y
dinamizar su prosa para que esa lectura corrida de que habla el
Prólogo pueda realizarse con el mayor placer posible.
Esto es obra no sólo del crítico sino del creador.
La prosa en que está escrita la Historia, tan rápida,
tan (aparentemente) servicial, es la prosa de un escritor de raza
para quien el idioma, su idioma personal, es ambición y
desvelo.
Hay en su primer volumen crítico una irreprimible confesión
veinteañera: "¡Pero nosotros ni siquiera
sabemos redactar una carta! (escribe comparando Nuestra
ignorancia literaria con la sabiduría europea) . Yo
-que soy un Premio Municipal de Literatura- estoy aprendiendo
a escribir con gran trabajo, empeñándome en ejercicios
de Albalat que debieron haberme enseñado cuando pequeño."
(Es un artículo de mayo, 1935.) De lo bien que aprendió
a escribir Anderson Imbert da fe esta Historia en la que
cabe reconocer también a un creador. Y un escritor de sintaxis
típicamente hispanoamericana. Porque ese notable don de
síntesis que manifiesta el estilo de Anderson Imbert ha
sido ensayado junto a Henríquez Ureña y junto a
Alfonso Reyes, junto a Borges. Un escritor español no hubiera
podido manejar la materia verbal con la concisión que ostenta
en cada página el autor, con esa precisión sin sequedad
sino viva, intensa, polémica en el mejor sentido de la
palabra.
IV
Un trabajo de esta naturaleza y de estos límites no puede
ser perfecto y mejor que nadie lo sabe el autor que ha sido el
primero en reconocer insuficiencias y omisiones. Muchos de los
reparos que puede suscitar derivan, sin duda, de la diferencia
entre el punto de vista del que censura y el punto de vista del
censurado (tal es el caso de algún reproche que ha adelantado
Guillermo de Torre). En mi caso, no quisiera dejar de apuntar
algunos que me parecen importantes, aunque tal vez sólo
lo sean desde mi perspectiva. Como por ejemplo, que es insuficiente
la caracterización del ingreso del romanticismo en Chile
que se ofrece en la página 130. La extra-concisión,
y la circunstancia de que ya se ha estudiado (unas treinta páginas
antes) la figura de Bello, vuelven un poco borroso el párrafo.
Habría que matizar mejor qué se debe al empuje inicial
de José Joaquín de Mora (que se omite), qué
se debe a Bello (bien indicado en las páginas 98/100),
qué a los argentinos emigrados y qué a los mismos
chilenos. Algunas palabras sobre Lastarria y sus Recuerdos
Literarios (1878), en lugar de la escueta mención de
nombre y fechas, de este escritor, se hacen también necesarias.
El mismo Bello, que aparece agudamente caracterizado en las páginas
95/100, puede ser objeto de algún retoque. Es exagerado
decir (página 98) que "permaneció siempre
poeta neoclásico". Lo era en su dicción
hasta 1841 aproximadamente y dejó de serlo entonces; pero
si se considera lo que el mismo Anderson Imbert llama (página
106) forma interior de la poesía, ya en 1823 hay atisbos
de un abandono de las líneas neoclásicas, abandono
que se acentúa en los poemas londinenses de 1826. (Sobre
el tema hay un trabajo en esta revista, Nº 23/24, pp. 151/180,
abril-setiembre 1953, aunque se publicó demasiado tarde
para que Anderson Imbert hubiera podido considerarlo siquiera.)
También habría que ajustar un poco más lo
que se dice sobre Jorge Luis Borges en las páginas 322/24.
Anderson Imbert lo estima, reconoce su influencia y su raro valor
moral, caracteriza su arte. Pero no ha decidido todavía
cuál es el Borges que importa más: el poeta o el
prosista. Su perplejidad se enuncia en la página 339: "Ni
siquiera estamos seguros si un Borges, por ejemplo, se destaca
más por sus versos que por sus prosas". Tal vez
lo mejor sería no dividir: ver en Borges uno de los ejemplos
más deslumbrantes de creador unitario cuya visión
del mundo y cuya poderosa personalidad creadora se manifiestan
por igual en el poema o en el cuento, en la reseña bibliográfica
o en el ensayo de intención filosófica. Pero, obligados
a elegir, cómo no elegir al prosista, incomparable en nuestra
lengua.
Debe rectificarse ligeramente, asimismo, lo que dice en la página
325 sobre la influencia de Borges en un grupo de narradores argentinos
de la promoción inmediata (el más notorio: Bioy
Casares): sin negar que éstos frecuentan directamente las
mismas fuentes literarias que aquél (autores ingleses y
alemanes, algunos franceses) se debe reconocer el papel de Borges
como descubridor y guía y hasta intérprete del significado
profundo de esas fuentes. En este sentido su influencia es equiparable
a la de Darío.
Es posible discrepar del análisis de Pablo Neruda que
ocupa parcialmente las páginas 329/31. Muchas de las observaciones
de Anderson Imbert son atinadísimas. Por ejemplo, ésta
que parece enderezada a rectificar la ambición de Amado
Alonso en su libro sobre el poeta (1940): "Es inútil
que el crítico quiera analizar las imágenes de Neruda,
puesto que apenas están esbozadas: más vale que
comprenda de dónde y cómo surgen. Neruda se zambulle
en su mar de sentimientos: sale a respirar junto con nosotros,
que lo miramos desde la orilla, y cada vez que sube trae una imagen-pez".
Pero no puede aceptarse del mismo modo la manera en que despacha
al Neruda de la última etapa, la actual. Los poemas que
componen el Canto general (1950) y Las uvas y el viento
(1954, Anderson Imbert no lo pudo considerar) tienen mucho relleno
poético, pero tienen también mucha poesía:
una poesía en que ensaya Neruda una voz nueva, más
esencial y simple, pero no menos suya. Este rumbo conduce a las
mejores Odas elementales (también de 1954 y por
lo tanto inexistentes para esta Historia). Una relectura
del Canto y un examen de los nuevos títulos le permitirá,
sin duda, al autor rectificar o matizar muchas de las afirmaciones
de la página 331.
Otros reparos son de detalle. Debe corregirse la inclusión
de Jules Supervielle en la página 268, junto a Laforgue,
Apollinaire, Réverdy, Jacob, como continuadores del sinsentido
poético que inauguran Les chants de Maldoror. Cualquiera
de los poetas franceses que menciona Anderson Imbert en la página
314 puede substituir con ventaja a este clásico aquí
extraviado por ceder a la simetría de haber nacido -como
Lautréamont, como Laforgue- en el Uruguay.
Cabría asimismo apuntar necesarios complementos al texto.
Seria útil, por ejemplo, indicar que Rafael Barrett (que
aparece justamente ubicado en el Paraguay; página 247)
había nacido en Algeciras y en 1877; que Giménez
Pastor nació en el Uruguay; que las fechas de nacimiento
de Zorrilla de San Martín (1855), Javier de Viana (1868)
y Carlos Vaz Ferreira (1872) aparecen equivocadas en el texto
y en el índice; que Cuando era muchacho, 1951, de González
Vera es un libro de Memorias (la página 351 no es
explícita ya que lo menciona después de dos libros
de ficción del mismo autor chileno); que en la misma página,
Hijo de ladrón (1951) de Manuel Rojas reclama lectura
directa; que no puede omitirse El terruño, 1916,
al considerar críticamente la obra de Reyles (página
247) ni El reino de este mundo (1949) y Los pasos perdidos
(1953) al referirse a Alejo Carpentier (página 358); que
las fuentes probables de La invención de Morel (1940)
de Bioy Casares habría que buscarlas por el lado de Before
the Dawn (1934) de John Taine [Eric Temple Bell], y no en
Quiroga o Clemente Palma (como insinúa la página
385); que la existencia de El sueño de los héroes
(1954) modifica bastante el juicio que merece Bioy ahora.
Un párrafo aparte merecen las omisiones de la Historia.
En esto la perspectiva nacional del crítico es inevitable.
(Arturo Torres-Ríoseco señaló con acierto
la abundancia comparativa de escritores argentinos en este panorama
redactado por un argentino.) Pero aun a riesgo de parecer chauviniste
hay que apuntar algunas ausencias en las letras uruguayas. La
de Francisco Bauzá como crítico literario ya está
indicada; en la página 108 y después de mencionar,
a los mexicanos José Joaquín Pesado y Manuel Carpio
podría incluirse al neoclásico Francisco Acuña
de Figueroa (1791/1862), interesante sobre todo por su obra de
satírico; en la generación del 900 cabría
incluir al dramaturgo y crítico teatral Samuel Blixen (1867/1909)
y al insufrible poeta y curioso prosista erótico que se
llama Roberto de las Carreras (1875); en la página 270,
y antes de caracterizar a Delmira Agustini y a Juana de Ibarbourou,
corresponde detenerse algo en María Eugenia Vaz Verreira
(1875/1924), anterior a aquellas y en cuya obra desigual pueden
señalarse poemas valiosos; entre los narradores uruguayos
que se mencionan en la página 297 (Montiel, Lasplaces)
debe mencionarse a José Pedro Bellán (1889/1930),
valioso en algunas novelas e interesante asimismo como dramaturgo;
entre los poetas incluidos en la página 329, y en que convendría
destacar mejor a Esther de Cáceres, no puede faltar Fernando
Pereda, de escasísima pero importante producción
lírica.
Estas discrepancias críticas, estas menudencias (sí
se mira el asunto con óptica panorámica como debe
ser la del autor) tienen sin embargo su importancia. Que puedan
ser invocadas como principales defectos de la Historia es buena
prueba de la calidad de la misma.
V
Capítulo aparte merece el Apéndice que va
de 1910 a 1930. Es el punto controvertible y el que ha suscitado
más estéril polémica. Porque el autor es
el primero en señalar su inequívoco carácter
de acto gratuito (página 10). De crónica y no historia
(página 259), de reunión amistosa y no siempre crítica
de valores reconocibles a pesar de la ausencia de perspectiva
(páginas 368/69 y 371). Anderson Imbert se han comprometido
(engagé, dirían los existencialistas sartrianos:
en lo que escribe allí que modifica su postura de crítico
objetivo -el de la Historia- para asumir la de cronista de unos
años que son, también, los años de su historia
personal. Ese cambio de tono se siente sobre todo en las primeras
páginas que intentan definir el espíritu de la hora.
Hasta se puede reconocer una sutil distinción entre el
grupo que mejor comprende el autor (el de los nacidos, como él,
hacia 1910) y el que ya lo inquieta y hasta fastidia con sus preferencias
(el nacido hacia 1920). Lo que dice de los estudiosos del primer
grupo y de su actitud ante la literatura (páginas 364/366)
es no sólo exacto: tiene también valor testimonial.
Pero cuando pasa luego (páginas 366/368) a caracterizar
la promoción inmediata (mi promoción, aclaro) ocurren
desenfoques, poco perceptibles, pero suficientemente graves como
para alterar un estilo tan nítido y preciso como es el
suyo. Cuando dice que a los jóvenes nacidos después
del 20 "les conmovían las ululaciones de Neruda"
está escribiendo como un joven de 1910, porque para los
jóvenes del 20, muchas de esas ululaciones no eran la poesía
hermética que vanamente trató de descifrar Amado
Alonso sino los poemas comprometidos de España en el
corazón (1937).
Pero no debe hacerse caudal de estos desacuerdos. Más
notable y más importante parece ser la actitud valiente
de quien no le saca el cuerpo a la crítica de sus estrictos
contemporáneos y se arremanga para el balance (y la polémica),
Nadie más exigente en esta postura que el propio Anderson
Imbert. En las notas de autocrítica que ha publicado La
Gaceta señala el autor su disconformidad con la tercera
parte, que cubre la época contemporánea, y propone
efectuar cambios cronológicos. La materia de dos capítulos
actuales (el X y el Apéndice) será redistribuida
en cuatro nuevos: el X, de 1910 a 1925; el XI, de 1925 a 1940;
el XII, de 1940 a 1955, y un Apéndice para los nacidos
después de 1925 que "serán ya escritores
maduros cuando aparezca la reedición", apunta.
Con esta división propuesta se movilizará mejor
una materia que por estar tan cerca del crítico y resultar
ahora tan abundante requiere una mejor matización. Al fin
y al cabo, el tiempo opera en la literatura una selección
natural, afina los contornos y elimina lo transitorio. Pero al
trabajar con la literatura recién producida es necesario
aceptar lo inevitable (el fárrago, como dice el autor)
y confiar en la virtud de las menudas precisiones, las categorías
de la moda y los matices de situación.
Creo que puede contribuirse a esta tarea con algunas observaciones
sobre las letras uruguayas de hoy. De los tres géneros
que incluye Anderson Imbert en su Apéndice, el que
resulta mejor caracterizado es el narrativo. Es cierto que podría
sumarse algún otro nombre a los siete que menciona en las
páginas 382/83. En reseña publicada en Marcha
(Montevideo, agosto 12, 1955) Mario Benedetti propone a Eliseo
Salvador Porta (1912) y a Armonía Somers. Más importante
me parece reordenar los que ya están mencionados, de manera
que se caracterice mejor a Carlos Martínez Moreno (el de
visión más penetrante) o a Marinés Silva
de Maggi y se destaque la labor de adelantado del grupo (y mejor
novelista uruguayo) que tiene Juan Carlos Onetti (1909).
Los poetas (páginas 372/73) necesitan algún ajuste.
Hay nombres que están injustamente omitidos, como los de
Liber Falco (1909) y Juan Cunha (1910) . Ellos marcan un rumbo
más auténtico de la poesía actual que los
(por otros conceptos estimables) de Clara Silva y Sara de Ibáñez.
En el grupo inmediato seguramente sobra Dora Isella Russell y
faltan Humberto Megget (1926/1951), Carlos Brandy (1923), Silvia
Herrera y, también, Ida Vitale. En cuanto a los que ya
están (Sarandy Cabrera, Idea Vilariño), necesitan
una caracterización más detenida, en particular
ésta última: la más original de todos.
El teatro uruguayo merece algunas líneas en la página
3. Debe apuntarse que Despouey está descolocado allí:
su obra más importante (Cinamon Rose, Farewell
to the Flesh) ha sido escrita originariamente en inglés.
Junto a Peñasco (1914), Denis (1917), Larreta (1922) y
Jacobo Lagsner (1924), habría que incluir ahora a Héctor
Plaza Noblía y a Mario Benedetti (1920) que está
dedicándose con fortuna a la comedia.
Pero el género que necesita reconsiderarse es la crítica.
Al único nombre uruguayo mencionado en la página
370, habría que agregar el de Carlos Real de Azúa
(1916), de sostenida y profunda obra dispersa en periódicos
literarios, a Arturo Sergio Visca, a Washington Lockhart, a Roberto
Ares Pons, a José Pedro Díaz, a Ángel Rama,
a José Enrique Etcheverry. Ellos certifican la existencia
de una generación de críticos en las actuales letras
uruguayas, aunque su concepto y su ejercicio de la disciplina
no sólo sea diverso sino (a veces) hasta opuesto.
Más que ninguna otra esta generación necesita ser
examinada no sólo en los escasos volúmenes producidos
(las posibilidades editoriales en el Uruguay son raras y onerosas)
sino en sus publicaciones periódicas: en las revistas,
de corta duración o de intermitente publicidad; en los
semanarios, a veces en los periódicos mismos. Que Anderson
Imbert haya podido incluir en su Historia no menos de tres autores
uruguayos que no han publicado ningún volumen (Luis Castelli,
Carlos Martínez Moreno, Mario Arregui) demuestra con qué
atención sigue el curso sinuoso de esta literatura, y lo
releva de toda culpa en la omisión de nombres que nuestra
perspectiva local cree imprescindibles.
VI
La producción de Manuales como este Breviario suele estar
encomendada, por lo general, no a críticos sino a pedagogos.
Muchas veces suele ser el pretexto pare un centón de opiniones
ajenas y de transcripciones, más o menos deshonestas, de
lo que ya han escrito las autoridades o los predecesores en la
faena. De aquí que el error de un Manual se perpetúe
eternamente en su secuela. Ya se ha visto que en este caso la
tarea ha recaído en un auténtico crítico:
en un lector omnívoro que lo revisa todo por sí
mismo y lo valora con sus propias medidas.
Esto no significa que Anderson Imbert ignore las autoridades.
Aunque su Bibliografía sólo cite las obras más
elementales (según declara en página 387), desde
el Prólogo (página 10) reconoce su deuda
a los investigadores que han facilitado la tarea. Estos investigadores
no son secretos informantes, como la imaginación tropical
ha hecho creer a algunos lectores. Son libros y ensayos y prólogos
publicados en todos los países de habla hispánica
(y algunos europeos) durante muchos años, y a veces siglos,
obras que Anderson Imbert se ha tomado el cuidado de leer y de
aprovechar legítimamente. Una lectura atenta de la Historia
permite advertir, por ejemplo, que el autor maneja la tesis de
Irving A. Leonard sobre los libros que llegaban a América
durante la colonia (Los libros del Conquistador, 1949/1953)
y que ya en 1953 (fecha en qué redactó su Historia)
estaba familiarizado con una investigación de Vicente Llorens
Castillo que sólo apareció publicada en libro en
1954: Liberales y románticos, Una emigración
española en Inglaterra (la utiliza en la página
98); que tenía bien presentes las observaciones de Jorge
Luis Borges sobre Ascasubi (en artículo que data de 1931)
o sobre la insistencia, nada gauchesca, de Güiraldes de enfatizar
los trabajos de los troperos en Don Segundo Sombra (véanse
las páginas 126 y 284 de esta Historia); que conocía
las declaraciones de Javier de Viana sobre la prisa con que componía
sus cuentos (están citadas en un trabajo de esta revista,
Nº 6 /8, p. 198, enero-junio 1950) o de José Enrique
Rodó sobre la importancia de los Estados Unidos como ilustración
y no tema central de su Ariel (se mencionan también en
el mismo número de la revista, p. 11); que hasta había
manejado un estudio de Pedro Grases sobre el primer ensayo crítico
de Bello en Chile (está reproducida en Doce estudios
sobre Andrés Bello, 1950 y es de 1947).
Estos y muchos otros ejemplos que seria ocioso enumerar demuestran
hasta qué punto apoya Anderson Imbert las bases críticas
de su Historia no sólo en la lectura directa y original
de los textos (lectura que documentan sus juicios y hasta el mismo
estilo) sino en el examen complementario de la vastísima
información y crítica acumulada por eruditos de
todas las naciones americanas. Por esta circunstancia se aparta
casi completamente su obra de los Manuales más transitados.
Porque no es posible mencionar este Breviario junto a las
Historias (1937/1950) de un Luis Alberto Sánchez,
caprichoso en sus juicios, deshonesto en la mención calificada
de obras que desconoce, incoherente en sus omisiones; tampoco
puede ponérsele al lado del libro de Leguizamón
(Buenos Aires, 1945), pedestre de estilo y de juicio y cuyo único
mérito es la bibliografía que cita (aunque comete
errores garrafales apenas sale de la literatura hispanoamericana,
como alinear a Blake y a las Bronté en la misma generación,
I, 465) ; ni se le puede citar como a los dos intentos de síntesis
de Arturo Torres-Ríoseco (La gran literatura iberoamericana,
1945, New World Literature, 1949), demasiado panorámicos
y arbitrarios en sus escorzos y saltos. La única obra que
puede sostener la comparación, y aún, mejorarla,
es 1a del maestro Henríquez Ureña.
Pero aquí corresponde hacer algunas necesarias distinciones.
Aunque superficialmente semejantes, las dos son obras muy distintas.
Lo que se propuso Henríquez Ureña era un panorama
de los movimientos literarios sutilmente enclavados en los movimientos
culturales e históricos de América. (El libro tiene
su complemento en la Historia de la cultura en la América
hispánica, 1947, del mismo; ambas fueron comentadas
extensamente en esta revista, Nº 2, pp. 145/151, mayo-junio,
1949.) Las personalidades resultaban subordinadas al panorama
general; la crítica literaria se reducía, y aumentaba
en cambio la importancia de la visión cultural que en casi
cien páginas de notas y bibliografía encontraba
su fundamento. De aquí la mención no sólo
de historiadores y filólogos, de eruditos y filósofos,
sino de pintores y músicos y arquitectos y políticos.
El enfoque de Anderson Imbert (ya se ha visto) es más
limitado y más preciso. Por eso se dedica a la literatura
y a su historia, por eso se concentra en las personalidades, por
eso ataca el momento actual y da nombres y se compromete. De aquí
su originalidad. Su libro, que casi no cita fuentes pero las reconoce
y las aprovecha, que esquiva las declaraciones oratorias y la
defensa explicita de la literatura americana, debe ser entendido
principalmente como un acto de fe en esa literatura: intelectual,
porque marca una vocación absoluta de crítico hispanoamericano;
moral porqué no teme la censura y su arrojo la solicita
y asimila.
Por todo esto merece aplauso y estímulo. "
(*) ENRIQUE ANDERSON IMBERT: Historia de la
literatura hispanoamericana. México, Fondo de Cultura
Económica (Breviarios, Nº 89), 1954, 430 pp.
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