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Borges : teoría y práctica
En: Número, nº 27, diciembre 1955
p. 125-157
I
"A lo largo de unos treinta años de vida literaria
Borges ha cultivado con preferencia tres géneros: la poesía,
el ensayo, la narrativa. Aunque los tres son formas de una sola
creación estética, notable por su concentración
y unidad, el análisis particular de cada uno puede ayudar
a ver mejor esa creación, a precisarla luego con una nitidez
que enriquece la posterior visión unitaria. A exponer los
resultados de ese análisis está dedicado este trabajo.
II
LA POESIA
Yo solicito de mi verso que no me
contradiga,
y es mucho.
Que no sea persistencia de hermosura, pero sí
de certeza espiritual.
(JACTANCIA DE QUIETUD, 1925.)
La aventura ultraísta
Nunca ha coincidido totalmente Borges con el concepto general
de literatura aceptado en las letras hispanoamericanas. Cuando
comienzan a aparecer sus poemas suburbanos, de temas deliberadamente
humildes, ensalzadores de la felicidad simple del vivir y transparentes
de una inquietud metafísica, la poesía argentina
no había gastado aún la herencia millonaria de Darío
y sus epígonos, sus pompas verbales, su exotismo de bazar.
Leopoldo Lugones proyectaba su sombra sobre todos y los más
jóvenes sintieron (el mismo Borges lo ha dicho) que el
gran poeta parecía haber agotado la poesía -como
sienten ahora los más jóvenes frente a Neruda.
En Europa, la primera postguerra dejaba a las letras orientadas
hacia todos los vanguardismos posibles. Borges -que iba a regresar
del Viejo Mundo en 1921 con las últimas noticias poéticas
(como Echeverría lo había hecho en 1830)- pudo conocer
y practicar alguno de esos ismos; pudo despejarse de lo adjetivo
de casi todos, antes de que llegaran al Río de la Plata
y comenzaran a hacer estragos. De este período es una declaración
terminante en la que enjuicia a las letras de occidente: "La
literatura europea se desustancia en algaradas inútiles.
No cunde ni esa dicción de la verdad personal en formas
prefijadas que constituye el clasicismo, ni esa vehemencia espiritual
que informa lo barroco. Cunden la dispersión y el ser un
leve asustador del Leyente. En la lírica de Inglaterra
medra la lastimera imagen visiva; en Francia todos aseveran -¡cuitados!-
que hay mayor agudeza de sentir en cualquier Cocteau que en Mauriac;
en Alemania se ha estancado el dolor en palabras grandiosamente
vanas y en simulacros bíblicos. Pero también allí
gesticula el arte de sorpresa, el desmenuzado, y los escribidores
del grupo Sturm hacen de la poesía, empecinado juego
de palabras y de semejanza de sílabas. España, contradiciendo
su historia y codiciosa de afirmarse europea, arbitra que está
muy bien todo ello."
Al llegar a Buenos Aires, Borges se convierte pronto en cabecilla
de un grupo de jóvenes poetas exaltados. Uno de ellos,
en evocación muy posterior de aquellos años ha dicho:
"Todo el mundo sabía algo de Borges y hasta parecía
asignársele como una especie de tácita jefatura
que él no ejercía más que con la temibilidad
de su tan destructora ironía". Y desde una perspectiva
completamente distinta, Macedonio Fernández (escritor de
la generación anterior y a quien Borges descubrió
e impuso como adelantado del grupo) lo calificó en 1941
de "verdadero maestro de aquella hora".
La poética de aquel grupo fue sintetizada un poco más
tarde por el mismo Borges en estos términos: "1º
Reducción de la lírica a su elemento primordial:
La metáfora; 2º Tachadura de las frases medianeras,
los nexos y los adjetivos inútiles; 3º Abolición
de los trebejos ornamentales, el confesionalismo, la circunstanciación,
las prédicas y la nebulosidad rebuscada; 4º Síntesis
de dos o más imágenes en una, que ensanche de ese
modo su facultad de sugerencia."
Cabe reducir a tres términos esenciales esa poética.
En primer lugar, Eliminación del Mensaje (confesionalismo,
prédicas); en segundo lugar, Eliminación de lo Ornamental
(trebejos, circunstanciación y nebulosidad rebuscada);
en último término, Concentración en la Metáfora,
en la que se haría descansar, casi exclusivamente y con
un fanatismo que sirve pare caracterizar el movimiento, toda la
carga poética. La fundación de algunas revistas
sirve pare secularizar a esta poética y estos poetas. En
un texto autobiográfico ha contado Borges: "Arriesgué,
con González Lanuza, con Francisco Piñero, con Norah
Lange, con mi prima Guillermo Juan, la publicación mural
Prisma, cartelón que ni las paredes leyeron, y que fue
una disconformidad hermosa y chambona. Después aventuramos
Proa en que salió a relucir Macedonia Fernández
y que cumplió tres números. El veinticuatro, a instigaciones
de Brandam Caraffa, fundé una segunda revista Proa, esta
vez con Don Ricardo Güiraldes y Pablo Rojas Paz."
La segunda Proa (que también publicó libros,
entre ellos tres de Borges) murió en 1925. Pero ya se había
fundado, el año anterior, el periódico quincenal
Martín Fierro que, bajo la dirección de Evar
Méndez, se convertiría en el órgano de agitación
y combate de la nueva generación y duraría, polémicamente,
hasta 1927. Cuando Borges recoge en volumen sus ensayos críticos
primeros (Inquisiciones, 1925, El tamaño de mi
esperanza, 1926) facilita al movimiento un fundamento teórico,
aún hay imprescindible. En las páginas de estos
libros y con mayor perspectiva que en 1921, puede el joven crítico
determinar la naturaleza del ultraísmo rioplatense al tiempo
que logra precisar lo que lo une y separa del movimiento español
del mismo nombre. Dice en uno de sus ensayos: "El ultraísmo
de Sevilla y Madrid fue una voluntad de renuevo, fue la voluntad
de ceñir el tiempo del arte con un ciclo novel, fue una
lírica escrita como con grandes letras coloradas en las
hojas del calendario cuyos más preclaros emblemas -el avión,
las antenas y la hélice- son decidores de una actualidad
cronológica. El ultraísmo de Buenos Aires fue el
anhelo de recabar un arte absoluto que no dependiese del prestigio
infiel de las voces y que durase en la perennidad del idioma como
una certidumbre de hermosura. Bajo la enérgica claridad
de las lámparas fueron frecuentes, en los cenáculos
españoles, los nombres de Huidobro y de Apollinaire. Nosotros,
mientras tanto sopesábamos líneas de Garcilaso,
andariegos y graves a lo largo de las estrellas del suburbia,
solicitando un límpido arte que fuese tan intemporal como
las estrellas de siempre. Abominábamos de los matices borrosos
del rubenismo y nos enardeció la metáfora por la
precisión que hay en ella, par su algébrica forma
de correlacionar lejanías."
El texto arriba invocado define antes que el ultraísmo
argentino -en que no faltaran discípulos y hasta epígonos
de los españoles- el ultraísmo de un grupo que encontraba
en Borges su maestro. A diferencia del español que se quería
actualísimo y era de raíz romántica, el ultraísmo
de Borges era de estirpe clásica, como lo demuestra la
voluntad de limitaciones de su poética. Aunque desdeñoso
entonces: de algunos principios fundamentales del verso tradicional
-la rima, el ritmo, la regularidad métrica- el verso libre
de Borges no podía ocultar su filiación clásica.
No en balde se sopesan líneas de Garcilaso.
Un poeta ultraísta
En uno de sus poemas declara Borges que pide de su verso que
no lo contradiga y aclara:
Que no sea persistencia de hermosura, pero sí
de certeza espiritual.
Hay aquí algo más que un desentenderse de todo
lo ornamental y aparencial de la poesía, de los prestigios
de la palabra o de su música (que en muchos casos se confunde
con el placer, entre muscular y auditivo, de decir un verso sonoro).
Borges buses un ave más rara y tal vez menos exclusivamente
lírica: la esencia espiritual del verso, lo que yace bajo
la estructura sonora y hasta puede prescindir de ella: una intuición
de certeza espiritual. En su actitud radical y primera esta poesía
empieza por negar los prestigios elementales de la poesía.
Borges se desliga de todo retoricismo ajeno para inventar su
retórica. Se sabe poeta pero no quiere empobrecerse en
la rutina de enhebrar versos. Reduce su experiencia métrica
al alejandrino o crea su verso libre en que resuena el ritmo informe
y largo del verso de los salmos o del verso de Whitman. Por voluntario
constreñimiento, por ensimismamiento en un mundo reducido,
consigue esa cálida austeridad de sus mejores versos, esa
delicada intimidad que caracteriza una parte de su poesía:
la que él ha rescatado en la antología de sus poemas.
La emoción siempre se contiene para realizarse mejor. Como
ejemplo de esta modalidad de su poesía, valgan estos versos
del poema dedicada a un amigo, suicida a los veintitrés
años:
Si te cubriste, por deliberada mano, de muerte
si tu voluntad fue rehusar todas las mañanas del mundo,
es en vano que palabras rechazadas te soliciten,
predestinadas a imposibilidad y derrota.
También es esencial la elección de los elementos
de su poesía. Ya González Lanuza ha apuntado cuáles
son éstos. La palabra es el primero. Palabras las
suyas tan sencillas, comunes, como son cotidianos los objetos
que señalan: baldíos, calles de arrabal, yuyos,
almacenes suburbanos, zaguanes, patios y aljibes. En la metáfora
va a descubrir Borges el contenido poético de estos objetos
de todos los días. Por la metáfora, la palabra humilde
se enriquece y colma de significado.
Suave como el sauzal está la noche,
dice. Y aunque la metáfora puede tener el indudable cuño
ultraísta -como al decir:
El poniente de pie como un Arcángel
tiranizó el sendero-
la intuición que ella expresa tiene esa cualidad de simple
esencialidad espiritual que Borges reclama para su verso.
Más allá de la metáfora, superándola
por su concisión y rapidez, encuentra Borges el adjetivo
metafórico. Puede llegar a decir, por ejemplo:
Soy esa torpe intensidad que es un alma
en que torpe condensa toda la carga de intuición
poética requerida y no abruma con su propio peso o brillo
la sobriedad de la línea.
Casi es uno solo el tema de la poesía ultraísta
de Borges. Lo indica el título de su primer volumen: Fervor
de Buenos Aires (1923). Pero su Buenos Aires no es el cosmos
deshumanizado, hostil, que trató de mostrar Eduardo Mallea
en La ciudad junto al río inmóvil (1937)
o que presentó en crudas, inconexas imágenes Juan
Carlos Onetti en Tierra de nadie (1941). Es la ciudad entrañable,
secreta, que se encuentra en la memoria de la infancia, que cada
día se recobra al recorrer sus calles en horas repetidas
y casi indiscernibles por la cotidianidad, es la ciudad íntima
y casi personal del poeta. La canta en el poema La fundación
mitológica de Buenos Aires; la canta en toda su obra
y se dibuja así. Comienza en el patio de la casona familiar
El patio es el declive
por el cual se derrama el cielo en la casa;
se comunica por amistad con la calle. Esa amistad es el zaguán.
En el largo y bajo frente de la casa están, hacia arriba,
las balaustraditas repartiéndose el cielo;
hacia afuera, está la calle.
Las calles de Buenos Aires
ya son la entraña de mi alma.
No las calles enérgicas
molestadas de prisas y ajetreos,
sino la duce calle de arrabal
enternecida de árboles y ocaso
y aquéllas más afuera
ajenas de piadosos arbolados
donde austeras casitas apenas se aventuran
hostilizadas por inmortales distancias,
a entrometerse en la honda visión
hecha de gran llanura y mayor cielo.
Esas calles de su Buenos Aires las reencuentra en Montevideo
y las elogia así:
Calles con luz de patio.
Las calles de Buenos Aires (o Montevideo) se pierden luego en
los lejos, en el campo:
bien recuerdan las calles
que fueron campo un día.
En un poema titulado Cercanías resume Borges esa
geografía limitada de su verso y concluye
He nombrado los sitios
donde se desparrama la ternura
y el corazón está consigo mismo.
Ese es el espacio. El momento temporal de esta poesía
es casi siempre la tarde.
La soledad repleta como un sueño
se ha remansado alrededor del pueblo.
Las esquilas recogen la tristeza
dispersa de la tarde. La luna nueva
es una vocecita desde el cielo.
Según va anocheciendo
vuelve a ser campo el pueblo.
Pero hay también cantos para la noche y para el alba,
para esos momentos en que la luz transfigura el mundo cotidiano
y ahonda la intuición del Tiempo. Véase, en uno
de sus más evidentes poemas, Calle con almacén
rosado, esa hora del alba que se abre sobre el poeta y la
calle.
Liquidación del ultraísmo
Este período de la estética y la poesía
de Borges no es prolongado. Ya en 1925 (y en tanto que su poesía
tardaría aún unos años en superar la etapa)
puede advertir Borges lo que hay de vivo o perecedero en su intento
ultraísta. Escribe entonces, con súbita lucidez:
"He comprobado que, sin quererlo, hemos incurrido en otra
retórica, tan vinculada como las antiguas al prestigio
verbal. He visto que nuestra poesía, cuyo vuelo juzgábamos
suelto y desenfadado, ha ido trazando una figura geométrica
en el aire del tiempo. Bella y triste sorpresa la de sentir que
nuestro gesto de entonces, tan espontáneo y fácil,
no era sino el comienzo de una liturgia."
Con el paso de los años esa divergencia con el ultraísmo
se iría acentuando hasta llegar un momento en que Borges
repudiaría casi completamente los principios mismos del
movimiento que él contribuyó a crear. Con alguna
injusticia habría de afirmar en 1937 que en su afán
de liquidar a Lugones los ultraístas sólo habían
conseguido reproducirlo: "La obra de los poetas de Martín
Fierro y Proa está prefigurada absolutamente
en algunas páginas del Lunario. Fuimos los herederos
tardíos de un solo perfil de Lugones."
Y en otro texto (colocado en 1941 como prólogo de una
Antología de la poesía argentina de este siglo)
reiteró el concepto al afirmar del múltiple Lugones
(el epíteto es suyo) que su "obra prefigura casi
todo el proceso ulterior, desde las inconexas metáforas
del ultraísmo (que durante quince años se consagró
a reconstruir los borradores de Lunario sentimental) hasta
las límpidas y complejas estrofas de nuestro mejor poeta
contemporáneo: Ezequiel Martínez Estrada."
Haya sido o no el ultraísmo un intento frustrado y anacrónico,
parece indiscutible que lo que constituye la esencia última
de la poesía de Borges poco tiene que ver con las novedades
de muchos de sus compañeros de aventura. Borges coincidió
con ellos en algunas preferencias personales y en muchos recursos
poéticos (particularmente en el culto excesivo de la metáfora
y en el menosprecio, al fin y al cabo suicida, del ritmo) pero
no todos los integrantes del grupo podrían suscribir las
palabras con que Borges creyó definir toda poesía
ultraísta y definió solamente su propia actitud
creadora: "El ultraísmo tiende a la meta principal
de toda poesía, esto es, a la trasmutación de la
realidad palpable del mundo en realidad interior y emocional."
La poesía metafísica
La poesía de Borges -la mejor poesía de Borges-
es absolutamente personal eintimista. No intenta repetir un universo
visible y menos aún proponerlo a la imitación de
sus contemporáneos. Lo que muestra del universo común
a todos -el patio y el zaguán, la calle de arrabal enternecida
de ocasos, la esquina con almacén rosado; o si se quiere
otro orden de imágenes: los cementerios de la ciudad, el
truco, los compadritos orilleros, la larga teoría de militares
unitarios que fueron sus abuelos- no es sino los elementos materiales
mínimos que sirven de metáforas de un mundo invisible
(ese sí esencial) que está construido de tiempo
detenido en una esquina o de tiempo que fluye como un río
o devora como un tigre; de muerte inevitable y universal; de sangre
que viene del pasado, prefigurando gestos del presente, y que
trae lecciones de coraje o revela bruscamente destinos secretos.
En esas imágenes de su cotidianidad (todo lo que es auténticamente
poético en Borges arranca de su propia experiencia vital)
culmina una poesía de Buenos Aires o del mundo que carece
por completo de toda intención folklórica y hunde
sus raíces más allá de la superficie suburbana
y patricia para desnudar una vivencia metafísica de todos
o una emoción de felicidad que es impersonal por compartida
o una angustia que siente un hombre que es cualquier hombre.
Para comprenderlo basta considerar un poema cuyo aparente folklorismo
es mera delusión: El truco, se llama.
Cuarenta naipes han desplazado la vida,
amuletos de cartón pintado
conjuran con placentero exorcismo
la maciza realidad primordial
de goce y sufrimiento carnales
y una creación risueña
va poblando el tiempo usurpado
con los brillantes embelecos
de una mitología criolla y tiránica.
En los lindes de la mesa
el vivir común se detiene.
Adentro hay otro país:
las aventuras del envido y del quiero,
la fuerza del as de espadas
como don Juan Manuel omnipotente,
y el siete de oros tintineando esperanza.
Una lentitud cimarrona
va refrenando las palabras
que por declives patrios resbalan
y como los altibajos del juego
son sempiternamente iguales
los jugadores en fervor presente
copian remotas bazas:
hecho que inmortaliza un poco,
apenas,
a los compañeros muertos que callan.
¿Cómo no descubrir que el tema profundo, no la
apariencia descriptiva de las imágenes, es el Tiempo detenido
por un milagro de la voluntad de los que juegan? ¿Cómo
no comprender que entre el juego de naipes y el de la vida se
establece una relación refleja? ¿Que las rígidas
convenciones del juego, cíclicas al cabo, también
rigen la vida, o viceversa? ¿Que los mismos hombres que
detienen el Tiempo con su simulacro ya no son individualidades
concretas sino símbolos de la especie? ¿Que son
(como lo explicita demasiado el poema) ellos mismos y los compañeros
que fueron, alguien y nadie?
Ni siquiera hay que leer el poema para entender su intención.
En una página en prosa la ha desarrollado Borges: "Los
siete versos del final prefiguran uno de mis antiguos propósitos:
aplicar el principio leibniziano de los indiscernibles a los problemas
de la individualidad y del tiempo. Ese propósito resurge
en otros ejercicios; también en mi Evaristo Carriego
(página 46); también, en la Historia de la
Eternidad (páginas 30-33); también, en una de
las notas de El jardín de senderos que se bifurcan
(página 24). Copio el último texto: "En
el día de hoy, una de las iglesias de Tlön sostiene
platónicamente que tal dolor, que tal matiz verdoso del
amarillo, que tal temperatura, que tal sonido, son la única
realidad. Todos los hombres, en el vertiginoso instante del coito,
son el mismo hombre. Todos los hombres que repiten una línea
de Shakespeare, 'son' William Shakespeare."
Por eso Borges debía desembocar fatalmente en una poesía
cada vez más despojada de elementos locales. Pasada la
etapa ultraísta, Borges abandonó poco a poco el
mundo suburbano bonaerense. No se apagó su fervor de Buenos
Aires (que se encauza en la ficción narrativa) pero renunció
a cantarlo en un verso que fuera todo para todos. También
abjuró de la metáfora y del verso libre. Volvió
a la métrica tradicional, al verso bien escandido, a las
medidas clásicas, a la rima incluso.
A esta etapa pertenecen sus últimos poemas, desde 1936;
esos poemas cabría llamar metafísicos si la palabra
conservara su connotación original y no implicase quién
sabe qué pedantería académica. En algunos,
Borges ve su propia vida (Mi vida entera) o se plantea
la muerte ejemplar de alguien (Poema conjetural, tan cargado
de alusiones contemporáneas a pesar de su lejanía
histórica); en otros sufre una experiencia de carácter
trascendental (Amanecer) o reproduce en verso los grandes
temas del pensamiento filosófico universal (Del infierno
y del cielo). En estas composiciones se encuentra más
puro el Borges esencial, frecuentador de Browne, de Berkeley,
de Schopenhauer, de Nietzsche y su doctrina de los ciclos.
Algunos de estos poemas tienen la distraída apariencia
de ejercicios retóricos. Son mucho más: en ellos
un hombre inquiere el sentido del mundo; repite, enjuiciándolas,
las soluciones veneradas por la filosofía; al confrontarlas,
al definirlas desde su propia perspectiva, actualiza siempre las
preguntas fundamentales y aporta su propia experiencia intuitiva.
Un hombre que conversa
A partir de 1925 la prosa se impone lentamente en la creación
borgiana. Primero como ensayo crítico, luego como narración.
Esto determina una transformación en su actitud literaria.
Empieza a inquirir problemas estéticos ajenos al verso,
encuentra su verdadero pulso en el ritmo de una prosa tensa y
trabajada sin descanso. Versificó entonces en contadas
ocasiones y ya en 1929 (al presentar su Cuaderno San Martín)
debió echar mano a una frase de Edward Fitzgerald para
justificar su escasez o desvío de una forma que, diez años
antes, era única. Dijo en el siglo XIX el traductor de
Omar Khayyam y repite Borges: "As to an occasional copy
of verses, there are few men who have leisure to read, and are
possessed of any music in their souls, who are not capable of
versifying on some ten or twelve occasions during their natural
lives: at a proper conjunction of the stars. There is no harm
in taking advantage of such occasions."
El paso de los años y una mayor concentración en
el arte de la prosa ha movido a Borges a anteponer a la última
edición de sus Poemas (1955) estas palabras -aún
más limitadoras y apologéticas- de Robert Louis
Stevenson: "I do not set up lo be a poet. Only an all-round
literary man: a man who talks, not one who sings... Excuse
this apology; but I don't like to come before people who have
a note of song, and let it be supposed I do not know the difference."
De la ambición ultraísta de incorporar a Buenos
Aires al orbe poético del mundo, de su anhelo de escribir
un verso que fuera todo para todos, ha pasado Borges a la aceptación
(primero) de versificar en una conjunción propicia de las
estrellas y (luego) de definirse como un hombre que conversa,
no uno que canta. Absoluta reducción de un poeta.
III
EL ENSAYO
Una retórica que partiese,
no del arreglamiento de los sucesos literarios actuales a las
formas ya prefijadas de la doctrina clásica, sino de su
directa contemplación y que legislase la greguería,
la novela confesional y la figuración contemporánea
de las formas de siempre, fue ambición de mi pluma.
(Inquisiciones, 1925.)
Perplejidades metafísicas
Aunque Borges siguió versificando, la poesía ya
había pasado a segundo término. El primer plano
lo ocupa, casi desde 1925, la obra crítica, el ensayo.
Pero conviene advertir desde ya que por obra crítica no
se debe entender únicamente el ensayo literario. La especulación
metafísica, tan evidente en su poesía, ocupa buena
parte de sus libros de ensayos. Se presenta por lo general bajo
la forma de examen de alguna doctrina particular o tema básico
de la filosofía o teología -examen al que siempre
aporta Borges su dialéctica y sus intuiciones personales-.
Casi todos los temas centrales están ya en germen en el
primer volumen de Inquisiciones. Dos ensayos los declaran
desde sus títulos: La nadería de la personalidad,
La encrucijada de Berkeley. Allí apunta Borges ("a
la vera de claras discusiones con Macedonio Fernández")
su convicción de que "no hay tal yo de conjunto"
y formula así su intuición: "... entendí
ser nada esa personalidad que solemos tasar con tan incompatible
exorbitancia. Ocurrióseme que nunca justificaría
mi vida un instante pleno, absoluto, contenedor de los demás,
que todos ellos serían etapas provisorias, aniquiladoras
del porvenir, y que fuera de lo episódico, de lo presente,
de lo circunstancial, no éramos nadie."
Allí también niega el Tiempo con una vehemencia
que los años han apaciguado pero no obliterado. El presente
es la sustancia de nuestra vida, de esta vida. "Yo estoy
limitado a este vertiginoso presente (escribe) y es inadmisible
que puedan caber en su ínfima estrechez las pavorosas millaradas
de los demás instantes sueltos." Para este lúcido
poca cosa es la Realidad fuera de ese yo reducido al presente.
"La Realidad (dice) es como esa imagen nuestra
que surge en todos los espejos, simulacro que por nosotros existe,
que con nosotros viene, gesticula y se va, pero en cuya busca
basta ir para dar siempre con él."
Esa imagen del espejo, que acecha en el fondo de toda la creación
borgiana y que es como cifra de su mundo alucinado, volverá
en otros avatares a servir de imagen al mundo.
En textos posteriores -que pueden encontrarse no sólo
en las páginas de sus ensayos, sino también en sus
poemas y en sus ficciones narrativas- razonará y afinará
Borges estas intuiciones básicas que aquí apunta
en la prosa barroca de sus primeros libros. La naturaleza de la
Realidad habrá de asomar en un poema (El truco,
por ejemplo) o en la minuciosa alegoría que se llama Tlön,
Uqbar, Orbis Tertius, el primero de los relatos de El jardín
de senderos que se bifurcan (1941); estará también
en La lotería de Babilonia y en La biblioteca
de Babel, en Las ruinas circulares como en el poema
que se titula La noche cíclica. Pero en sus ensayos,
retomados y nunca concluidos, en suma, es donde se ve puede seguir
más claramente la evolución de los temas metafísicos
que Borges reduce a algunas formas constantes: el examen de la
paradoja de Zenón sobre la carrera entre Aquiles y la tortuga
que permite mostrar la naturaleza ilusoria del Espacio y del Tiempo
(está en Discusión, 1932, y reaparece en
Otras inquisiciones, 1952); la doctrina de los ciclos,
tan vinculada al tema básico: el Tiempo (empieza a publicarse
en Historia de la eternidad, 1936, pasa a un poema de 1940
y se reitera en 1943 bajo la forma de ensayo de La Nación);
la misma negación del tiempo, rastreable, a partir de 1925
en textos de El idioma de los argentinos, 1928 (Sentirse
en muerte se titula) y en sucesivas versiones de la citada
Historia de la eternidad y de Nueva refutación
del Tiempo, 1947.
Bajo cualquiera de estas formas se manifiesta una convicción
última: la irrealidad del mundo aparencial. O si se quiere
una definición más técnica. Es el de Borges
un idealismo solipsista que va más allá de Berkeley
y de Hume y que se apoya en algunos textos escogidos de Schopenhauer
(siempre los mismos) para sostener que fuera del presente el Tiempo
no existe y que este mismo presente contemplado por nuestro yo
es de naturaleza ilusoria. En la base de sus especulaciones metafísicas
hay la intuición de la vanidad del conocimiento intelectual
y la convicción de que es imposible penetrar el diseño
último del mundo (si lo hay).
Porque su metafísica descansa además en la negación
de todo socorro sobrenatural y en la empecinada denuncia de las
fábulas de la teología. En un artículo sobre
Edward Fitzgerald (recogido en Otras inquisiciones) excusa
sus incursiones teológicas con una frase que se le puede
aplicar a él también: "Todo hombre culto
es un teólogo, y pera serlo no es indispensable la fe."
De aquí que la obra de Borges abunde en el examen de heresiarcas
históricos, como el falso Basílides (al que dedica
un ensayo en Discusión), o como John Donne (sobre
su Biathanatos escribe en Otras inquisiciones), o en el
registro apócrifo de herejías por él mismo
inventadas, como en el cuento Los teólogos o en
Tres versiones de Judas, que debe seguramente su impulso
al texto citado de Donne. De aquí que dedique poemas y
ensayos al examen del Infierno y enuncie, a la vera de León
Bloy esta vez, una horrible intuición: "los goces
de este mundo serían los tormentos del infierno, vistos
al revés, en un espejo." De aquí que su
última convicción teológica pueda encontrarse
en aquella frase tan destructora de uno de sus relatos fantásticos,
Tlön, Uqbar, Orbis Tertius: "¿Cómo
no someterse a Tlön, a esa minuciosa y vasta evidencia de
un planeta ordenado? Inútil responder que la realidad también
está ordenada. Quizás lo esté, pero de acuerdo
a leyes divinas -traduzco: a leyes inhumanas- que no acabamos
nunca de percibir."
Tal vez estas especulaciones metafísicas o teológicas
de Borges carezcan de todo valor filosófico. Es probable
que Borges no haya agregado una sola idea nueva, una sola intuición
perdurable, al vasto corpus compilado por occidentales y orientales
desde las meditaciones de los presocráticos o de las pasivas
alucinaciones de Buddha. Pero son fundamentales para comprender
el sentido último de su obra creadora. Aunque él
mismo tienda a juzgarlas (en paradójica humildad) como
una rama de la literatura fantástica o hable de ellas como
del "débil artificio de un argentino extraviado
en la metafísica" y hasta denuncie la subyacente
actitud estética ("estimar las ideas religiosas
o filosóficas por su valor estético y aun por lo
que encierran de singular y maravilloso", aclara o define),
actitud que es indicio según él de un escepticismo
esencial; aunque sea el propio Borges el primero en denunciar
limitaciones y errores, es evidente que sin examinar estas perplejidades
es imposible situar precisamente la obra creadora de este singular
escritor.
Vanidad de la crítica literaria
Ya se ha visto al examinar la poesía de Borges el papel
fundamental que juega en ella su obra crítica. En realidad,
Borges puede ser considerado más que como un crítico
literario puro como un crítico practicante, de acuerdo
con la útil distinción propuesta por T. S. Eliot.
Es decir: como el crítico que estudia aquellos problemas
que debe resolver como creador y desdeña (o falsea) los
que estorban a su propia invención. Esto explicaría
en parte la naturaleza tan agresiva de la crítica de Borges,
así como sus cambios de frente. Lugones y Góngora
podrían ser buenos ejemplos de la parcialidad con que ataca
Borges y de la honradez (excepcional en el ambiente rioplatense)
con que reconoce errores antiguos y adora lo que había
quemado.
Al hacer esta distinción no se quiere disminuir la penetración
y alcance excepcional de la facultad crítica de Borges;
se quiere indicar únicamente que esa facultad no se ejerce
gratuitamente sino que aparece al servicio de la propia creación.
Esa es su verdadera naturaleza.
En muchos textos ha glosado Borges la vanidad de toda crítica
literaria. En algún lugar ha mostrado que suele reducirse
a dos actividades ajenas por completo a la función crítica:
la alabanza, el vituperio. En sucesivos ensayos (desde El tamaño
de mi esperanza hasta Discusión, principalmente)
ha mostrado la relatividad del juicio, cómo siempre el
lector empieza por prejuzgar (id est: por situarse en una
perspectiva condicionada). El examen de una metáfora le
sirve en La fruición literaria (de El idioma
de los argentinos) para denunciar esa relatividad. Se trata
de un texto que dice: "El incendio, con feroces mandíbulas
devora al campo." Borges conjetura sucesivamente que
fue escrita por un poeta argentino ultraísta, por un poeta
chino o siamés, por el testigo presencial de un incendio,
por Esquilo (de quien es realmente). Cada atribución supone
una distinta valoración, la aplicación de diferentes
patrones críticos. Con el mismo tema ha desarrollado Borges
una de sus más ingeniosas sátiras literarias. Se
titula Pierre Menard, autor del Quijote. Borges postula
un literato francés que se propone reescribir el Quijote
con las mismas palabras de Cervantes y sin copiarlo; después
de arduos esfuerzos llega a conseguir algunos párrafos,
textualmente idénticos pero casi opuestos en su significado,
en las alusiones de su contenido. No en balde Pierre Menard es
un escritor contemporáneo y Cervantes un hombre del Seiscientos.
El propósito de Borges se explicita mejor en los irónicos
párrafos finales del cuento (en que hay un eco del ejercicio
cometido sobre el texto de Prometeo encadenado): "Menard
(acaso sin quererlo) ha enriquecido mediante una técnica
nueva el arte detenido y rudimentario de la lectura: la técnica
del anacronismo deliberado y de las atribuciones erróneas.
Esa técnica de aplicación infinita nos insta a recorrer
la Odisea como si fuera posterior a la Eneida y
el libro Le jardin du Centaure de Madame Henri Bachelier
como si fuera de Madame Henri Bachelier. Esa técnica puebla
de aventura los libros más calmosos. ¿Atribuir a
Louis Ferdinand Céline o a James Joyce la Imitación
de Cristo no es una suficiente renovación de esos tenues
avisos espirituales?"
Detrás de tanta cortesía lo que se encuentra es
la convicción de la vanidad y locura de la crítica
literaria. En un texto de 1933 (Elementos de preceptiva,
no recogido en volumen) ha sido Borges menos elaborado, más
explícito. Después de proceder al análisis
de algunos ejemplos llega a dos conclusiones: "Una la
invalidez de la disciplina retórica, siempre que la practicasen
sin vaguedad; otra la imposibilidad final de una estética.
Si no hay palabra en vano, si una milonga de almacén es
un orbe de atracciones y repulsiones ¿cómo dilucidar
ese tide of pomp, that beats upon the high shore of the world:
las 1056 páginas en cuarto menor atribuidas a Shakespeare?
¿Cómo juzgar en serio a quienes las juzgan en masa,
sin otro método que una maravillosa emisión de aterrorizados
elogios, y sin examinar una línea?"
La conclusión práctica a que llega Borges no es
la imposibilidad de toda crítica sino, por el contrario,
la necesidad de que toda crítica se atenga cuidadosamente
a los textos concretos. De aquí que sus ensayos abunden
en examen de versos sueltos, de frases, de párrafos, y
casi nunca emprendan el análisis de una obra entera, de
todo un autor, de una literatura. Hay excepciones, es claro. Borges
ha escrito un estudio sobre Evaristo Carriego y prepara
hace algunos años otro sobre Dante; Borges ha escrito largamente
(y en varias instancias) sobre La literatura gauchesca y
sobre El "Martín Fierro"; Borges ha escrito
(con la ayuda invisible de Delia Ingenieros) un tratado sobre
Antiguas literaturas germánicas. Pero esta clase
de trabajos constituye la excepción en su obra crítica,
compuesta de breves ensayos, dispersos en revistas y recogidos
morosamente en las páginas de un libro. Por otra parte,
basta considerar cualquier página de los volúmenes
arriba invocados para advertir hasta qué punto cada afirmación
crítica está apoyada siempre en la cita textual
y cómo se busca precisar la imagen y se elude toda caracterización
sumaria o vaga.
La nueva retórica
Semejante concepción de los riesgos y ventura de la crítica
ha llevado a Borges al examen de la retórica tradicional
y a la fundamentación de una retórica nueva que
intenta legislar las nuevas formas del arte contemporáneo
(según él mismo apuntó en 1925). Capítulos
de esa retórica se fueron escribiendo entre 1925 y 1936,
y aunque Borges nunca los ordenó en tratados ni consintió
siquiera en recogerlos en un solo volumen, su examen pormenorizado
arroja ancha luz sobre su creación estética. Puede
intentarse ahora una ordenación centrada en tres temas
básicos: el lenguaje, la metáfora, los procedimientos
de la narración.
Repetidas veces escribe Borges sobre el lenguaje. Le preocupa
ante todo la caracterización de un lenguaje rioplatense
que sin necesitar convertirse en idioma nacional y practicar una
mutiladora separación del tronco común del idioma,
se despeje de falsos casticismos, de devociones galicistas y de
supersticiones autóctonas. Esa lengua ideal aparece expresada
en la conferencia que titula El idioma de los argentinos y
cabe en sus penúltimas palabras: "Pero nosotros
quisiéramos un español dócil y venturoso,
que se llevara bien con la apasionada condición de nuestros
ponientes y con la infinitud de dulzura de nuestros barrios y
con el poderío de nuestros veranos y nuestras lluvias y
con nuestra pública fe. Sustancia de las cosas que se esperan,
demostración de cosas no vistas, definió San Pablo
la fe. Recuerdo que nos viene del porvenir, traduciría
yo. La esperanza es amiga nuestra y esa plena entonación
argentina del castellano es una de las confirmaciones de que nos
habla. Escriba cada uno su intimidad y ya la tendremos. Digan
el pecho y la imaginación lo que en ellos hay, que no otra
astucia filológica se precisa."
Palabras en que se encuentra el mismo acento de las que por esos
días escribió Pedro Henríquez Ureña
en sus Seis ensayos en busca de nuestra expresión
(1928) y que Borges habría de glosar en una reseña
bibliográfica olvidada. "No hay secreto de la expresión
sino uno (escribe el maestro dominicano): trabajarla hondamente,
esforzarse en hacerla pura, bajando hasta la raíz de las
cosas que queremos decir; afinar, definir, con ansia de perfección.
El ansia de perfección es la única norma. Contentándonos
con usar el ajeno hallazgo, del extranjero o del compatriota,
nunca comunicaremos la revelación íntima; contentándonos
con la tibia y confusa enunciación de nuestras intuiciones,
las desvirtuaremos ante el oyente y le parecerán cosa vulgar.
Pero cuando se ha alcanzado la ex presión firme de una
intuición artística, va en ella no sólo el
sentido universal, sino la esencia del espíritu que la
poseyó y el sabor de la tierra de que se ha nutrido."
En cuanto al lenguaje como creación propia, como expresión
personal, Borges ha sintetizado en El idioma infinito (de
El tamaño de mi esperanza) su propia conducta. Después
de afirmar que ha procurado atenerse siempre a la gramática
("arte ilusoria que no es sino la autorizada costumbre")
indica algunas trazas, por las que tiende a ensanchar infinitamente
el número de voces posibles. Esas trazas son: 1º La
derivación de adjetivos, verbos y adverbios, de todo nombre
sustantivo; 2º La separabilidad de las llamadas preposiciones
inseparables; 3º La traslación de verbos neutros en
transitivos y lo contrario; 4º El emplear en su rigor etimológico
las palabras.
Bastan tales procedimientos para formular (no para explicar)
las novedades de un lenguaje que ha sido asombro de lectores y
tentación irresistible para tanto joven escritor. Cabría
agregar a lo dicho allí por Borges que se advierte una
notable evolución a lo largo de su obra. Ese lenguaje que
está más vinculado a lo español castizo en
sus orígenes y que abunda, con gozosa complacencia en el
arcaísmo de origen quevedesco, se va depurando a medida
que el escritor se esencializa y alcanza una concisión
sintáctica y una lucidez semántica que son sus caracteres
más salientes hoy.
La metáfora es otro tema básico de sus inquisiciones
críticas. En sucesivos exámenes advierte Borges
que ella no existe en la lírica popular; que en la lírica
culta suele convertirse en todo, es decir: en el elemento de mayor
potencialidad poética; que esta primacía es en cierto
sentido ilusoria ya que requiere pares ello un estado de poesía
muy elaborado ("La poesía de los vocablos entreverados
por ella la condiciona y la hace emocionar o fallar",
escribe hacia 1928); que su verdadera condición es más
bien la de objetos poéticos ("Son, para de alguna
manera decirlo, objetos verbales, puros e independientes como
un cristal o como un anillo de plata", escribe en 1952).
La conclusión a que llega ahora un análisis que
se dilata a lo largo de tres décadas se apoya en esta experiencia:
"Hará treinta años, mi generación
se maravilló de que los poetas desdeñaran las muchas
combinaciones de que esa colección es capaz y maniáticamente
se limitaran a unos pocos grupos famosos: las estrellas y los
ojos, la mujer y la flor, el tiempo y el agua, la vejez y el atardecer,
el sueño y la muerte." La conclusión es
que los poetas (y no su generación) tenían razón.
Todo su afán de retórico de la metáfora
se ha concentrado en estos últimos años en mostrar
que bastan esas aproximaciones pares ordenar todas las metáforas
posibles. Es claro que esta unidad no aniquila la variedad. No
cualquiera advierte la unidad esencial que enlaza secretamente
a ciertas metáforas y el propio Borges se pregunta: "¿Quién,
a priori, sospecharía que 'sillón de hamaca'
(como dicen en los blues a la muerte) y `David durmió
con sus padres' (I Reyes, 2: 10) proceden de una misma
raíz?" Es decir: la identificación del
sueño con la muerte.
Una estética de la narración
Cuando los problemas de la narración empiezan a dominar
la obra creadora de Borges, aparecen sus ensayos sobre los procedimientos
narrativos y descriptivos, su reiterada consideración de
las Sagas, su análisis del valor de invención en
el argumento, su discrepancia de las teorías expuestas
por Ortega y Gusset en Ideas sobre la Novela, 1925, su
ataque al psicologismo. Con todo ello, Borges compone una estética
de la narración que podría articularse así.
"El problema central de la novelística es la causalidad",
dice en un ensayo de 1932. Borges reconoce dos formas de expresión
de esa causalidad. Una de ellas es la realista que encuentra su
mejor expresión en "la morosa novela de caracteres
[que] finge o dispone una concatenación de motivos que
se proponen no diferir de los del mundo real." Mejor
le parece a Borges el procedimiento de las narraciones fantásticas
que descansan en la magia "que es la coronación
o pesadilla de lo causal, no su contradicción".
De aquí que postule: "... una novela (...) debe
ser un juego preciso de vigilancias, ecos y afinidades. Todo episodio,
en un cuidadoso relato, es de proyección ulterior."
Algunos años más tarde, distinguirá mejor
entre novela y cuento y precisará: "La palabra
cuento se justifica, pues cada pormenor existe en función
del argumento general; esa rigurosa evolución puede ser
necesaria y admirable en un texto breve, pero resulta fatigosa
en una novela, género que para no parecer demasiado artificial
o mecánico requiere una discreta adición de rasgos
independientes."
Pero lo que ahora importa es la distinción entre relatos
que tratan de seguir el proceso de causalidad del mundo real y
que desembocan fatalmente en la incoherencia de la novela realista
o psicológica, y los relatos que se atienen al proceso
mágico, "donde profetizan los pormenores, lúcido
y limitado." De aquí su conclusión: "En
la novela, pienso que la única posible honradez está
con el segundo. Quede el primero para la simulación psicológica."
Con no menor nitidez distingue Borges en otro texto los dos tipos
básicos de narración. Figura como prólogo
a La invención de Morel de Adolfo Bioy Casares (1940)
y no ha sido recogido en los volúmenes críticos
de su autor. Contra la opinión de Omega y Gusset que aboga
por la novela psicológica y opina que el placer de as aventuras
es inexistente o pueril, expone Borges los motivos de su disentimiento:
"El primero (cuyo aire de paradoja no quiero destacar
ni atenuar) es el intrínseco rigor de la novela de peripecias.
La novela característica, 'psicológica', propende
a ser informe. Los rusos y los discípulos de los rusos
han demostrado hasta el hastío que nadie es imposible:
suicidas por felicidad, asesinos por benevolencia, personas que
se adoran hasta el punto de separarse para siempre, delatores
por fervor o por humildad... Esa libertad plena acaba por equivaler
al pleno desorden. Por otra parte, la novela `psicológica'
quiere ser también novela "realista": prefiere
que olvidemos su carácter de artificio verbal y hace de
toda vana precisión (o de toda lánguida vaguedad)
un nuevo toque verosímil. Hay páginas, hay capítulos
de Marcel Proust que son inaceptables como invenciones: a los
que, sin saberlo, nos resignamos como a lo insípido y ocioso
de cada día. La novela de aventuras, en cambio, no se propone
como una transcripción de la realidad: es un objeto artificial
que no sufre ninguna parte injustificada. El temor de incurrir
en la mera variedad sucesiva del Asno de Oro, de los siete viajes
de Simbad o del Quijote, le impone un riguroso argumento.
"He alegado un motivo de orden intelectual; hay otros
de carácter empírico. Todos tristemente murmuran
que nuestro siglo no es capaz de tejer tramas interesantes; nadie
se atreve a comprobar que si alguna primacía tiene este
siglo sobre los anteriores, esa primacía es la de las tramas.
Stevenson es más apasionado, más diverso, más
lúcido, quizá más digno de nuestra absoluta
amistad que Chesterton; pero los argumentos que gobierna son inferiores.
De Quincey, en noches de minucioso terror, se hundió en
el corazón de laberintos hechos de laberintos, pero no
amonedó su impresión de unutterable and
self-repeating infinities en fábulas comparables a las
de Kafka. Anota con justicia Ortega y Gasset que la "psicología"
de Balzac no nos satisface; lo mismo cabe anotar de sus argumentos.
A Shakespeare, a Cervantes, les agradaba la antinómica
idea de una muchacha que, sin disminución de su hermosura,
logra pasar por hombre; ese móvil no funciona con nosotros...
Me creo libre de toda superstición de modernidad, de cualquier
ilusión de que ayer difiere íntimamente de hoy o
diferirá de mañana; pero considero que ninguna otra
época posee novelas de tan admirable argumento como The
invisible man, como The turn of the screw, como Der
Prozess, como Le Voyageur sur la terre, como ésta
que ha logrado, en Buenos Aires, Adolfo Bioy Casares."
Posteriormente a este análisis, Borges ha precisado en
otros textos (particularmente en su examen de las Sagas) las excelencias
de una narrativa que se aparta del realismo descriptivo, postula
argumentos originales, revela el carácter de los personajes
por el comportamiento o por la anécdota. Estos procedimientos
que el crítico descubre o señala hacia 1951 en los
narradores escandinavos habían sido puestos en práctica
ya por el narrador.
IV
LA NARRACION
Desvarío laborioso y empobrecedor
el de componer vastos libros; el de explayar en quinientas páginas
una idea cuya perfecta exposición oral cabe en pocos
minutos.
(EL JARDÍN DE SENDEROS QUE SE BIFURCAN, 1941.)
Timideces y audacias de un narrador
Al presentar en 1954 la segunda edición de Historia
universal de la infamia escribe Borges que estas ficciones
"son el irresponsable juego de un tímido que no
se animó a escribir cuentos y que se distrajo en falsear
y tergiversar (sin justificación estética, alguna
vez) ajenas historias." En efecto, las primeras narraciones
de Borges no declararán su condición de tales. Preferirán
disimularse como historias verdaderas, apenas literatizadas por
el estilo, o (en variante todavía más tímida)
como páginas de prosa perdidas en los libros de crítica.
Así, su primer relato: Hombres pelearon, de ambiente
orillero y que prefigura El hombre de la esquina rosada,
1935, se publica junto a Sentirse en muerte (que registra
una intuición metafísica perdurable) y bajo el rótulo
común: Dos esquinas. Su primera narración
fantástica, El acercamiento a Almotásim figura
en Historia de la eternidad, 1936, como nota bibliográfica
del inexistente libro del inexistente Mir Bahadur Ali.
Borges prefirió intercalar en las páginas de Sur
algunos cuentos (Examen de la obra de Herbert Quain, por
ejemplo) que asumían el carácter de nota necrológica
de algún desconocido escritor. El procedimiento es llevado
al absurdo en Pierre Menard, autor del Quijote que fue
fichado eruditamente por algún omnívoro cervantista.
Lo paradójico es que la timidez de Borges no se extendía
sino a la presentación ambigua o equívoca de los
cuentos. Los relatos mismos revelaban una imaginación ilimitada
que se complace en inventar con abundancia y originalidad. Porque
lo primero que sorprende al lector de Borges es la cualidad de
invención inagotable de sus ficciones. Baste considerar
el primer volumen: El jardín de senderos que se bifurcan,
1941. Se reúnen allí ocho narraciones en que se
postula: un universo absolutamente coherente inventado por sabios
y descubierto accidentalmente por el autor gracias a un amigo
(Bioy Casares) y al tomo de una enciclopedia apócrifa;
la reseña bibliográfica de una obra hindú
(apócrifa, también) en que se cuenta el peregrinaje
de un individuo en busca de otro (Dios tal vez) cuyo reflejo maravilloso
reconoce en los seres más miserables o indignos; el propósito
de reescribir el Quijote intentado por un poeta francés
post-simbolista; un hombre que sueña a otro y logra interpolarlo
en la realidad para descubrir, tardíamente, que él
también es imagen de un sueño; una lotería
que sustituye al Estado o se confunde con él y que es cifra
del caos y la arbitrariedad del mundo; una nota necrológica
sobre un escritor inglés (inexistente) en que se resumen
algunos argumentos de sus libros, de naturaleza fantástica
todos; una Biblioteca total que es también cifra del universo,
caótico y lúcido; una trama policial que exige para
su perfección no sólo un chino, un sinólogo
inglés y un tenaz policía, sino (además)
un laberinto que es un libro. La timidez tampoco se manifiesta
en los recursos narrativos.
Los procedimientos de la narración fantástica
Al examinar la literatura fantástica en una conferencia
dictada en Montevideo en 1949, encuentra Borges cuatro grandes
procedimientos que se presentan desde los primeros tiempos y que
permiten al creador destruir no sólo el realismo de la
ficción sino la misma realidad. Ellos son: la obra de arte
dentro de la misma obra, la contaminación de la realidad
por el sueño, el viaje en el tiempo, el doble.
El procedimiento de la obra dentro de la obra está ya
en el Quijote (como apunta Borges) : en la segunda parte
los personajes han leído el Quijote de 1605; está
también en Hamlet: los cómicos representan
ante la corte una tragedia que tiene gran semejanza con la de
Hamlet. Pero es posible rastrearlo antes del Barroco. En
la Eneida (libro I) el héroe troyano contempla en
Cartago unas pinturas en las que se muestra la destrucción
de Troya, de la que acaba de escapar, y se reconoce "mezclado
entre los príncipes aqueos". Y antes, en la Ilíada,
modelo de Virgilio, Helena borda en el canto III un doble
manto de púrpura cuyo tema es el mismo del poema: el combate
de troyanos y aqueos por la posesión de Helena. En estos
ejemplos (y en otros que Borges propone o pueden proponerse complementariamente)
se advierte que la misma obra literaria postula la realidad de
su ficción al introducirse como realidad en el mundo que
sus personajes habitan.
Borges no ha descuidado el empleo de este procedimiento. Pero
no se ha limitado a trasladarlo tal como lo ofrecía la
tradición literaria de occidente: la ha invertido. En vez
de testimoniar la realidad de su cuento por la presencia dentro
de él de la misma obra de arte, ha introducido en sus relatos
más inauditos la realidad contemporánea del lector.
Así, por ejemplo, para evitar toda discusión sobre
la existencia de una enciclopedia que permite acceder a Tlön,
Uqbar, Orbis Tertius, Borges compromete a su amigo Bioy Casares
en el descubrimiento (empieza por atribuirle una frase suya) y
luego transcribe las opiniones, también apócrifas,
de Carlos Matronardi, Ezequiel Martínez Estrada , Pierre
Drieu la Rochelle, Alfonso Reyes, Xul Solar, Enrique Amorim, Néstor
Ibarra. En otra variante de este recurso, utiliza a éstos
y otros amigos como personajes (incidentales, es claro) de sus
ficciones: Pedro Leandro Ipuche y Bernardo Haedo en Funes el
memorioso; Patricio Gannon y yo en La otra muerte.
Una tercera variante le permite decretar que la ficción
ya ha sido escrita por otro (también Cervantes previó
este recurso al inventar a Cide Hamete Benengeli). En vez de crear
el cuento se limita a comentarlo bajo la humilde apariencia de
reseña bibliográfica o la más grave de necrológica.
Ya se ha visto que así compone El acercamiento a Almotásim,
Examen de la obra de Herbert Quain y Pierre Menard, autor
del Quijote. En todos los casos un pedazo irrefutable de la
realidad aparece injertado en la ficción, aparece lastrándola
de realidad.
El procedimiento de introducir imágenes del sueño
que alteran la realidad ha sido explotado por el folklore de todos
los pueblos; Borges cita y traduce así: "si un
hombre atravesara el Paraíso en un sueño, y le dieran
una flor como prueba de que había estado ahí, y
si al despertar encontrara esa flor en su mano... entonces ¿qué?"
En unos de sus cuentos de más minuciosa elaboración,
Las ruinas circulares, Borges juega con el impreciso límite
entre la realidad y el sueño: un asceta o místico
de la India decide soñar un hombre e interpolarlo en la
realidad. Después de muchas vigilias y de algunas horas
dedicadas al sueño, consigue crearlo. Un solo signo podrá
delatar la condición irreal del fantasma: será inmune
al fuego. Más tarde un incendio amenaza la vida del soñador.
Quiere huir, atraviesa el fuego: "con alivio, con humillación,
con terror (escribe Borges), comprendió que él también
era una apariencia, que otro estaba soñándolo."
La flor de Coleridge, combinada con otro recurso -el viaje
en el Tiempo- ha engendrado otras ficciones famosas que el mismo
Borges apunta. Así, por ejemplo, en The Time Machine
de H. G. Wells, el protagonista viaja hacia el porvenir y trae
una flor marchita. Borges comenta: "Más increíble
que una flor celestial o que la flor de un sueño es la
flor futura, la contradictoria flor cuyos átomos ahora
ocupan otros lugares y no se combinaron aún."
Henry James, que conocía el texto de Wells, propone una
versión más fantástica en The Sense of
the Past, novela que no llegó a concluir pero cuyo
argumento total es conocido: un retrato que data del siglo XVIII
representa misteriosamente al protagonista, que fascinado por
la tela logra trasladarse a la fecha en que fue pintada y consigue
que el pintor, tomándolo como modelo, comience la obra.
"James crea así (dice Borges) un incomparable
'regressus ad infiniturn', ya que su héroe, Ralph
Pendrel, se traslada al siglo XVIII porque lo fascina un viejo
retrato, pero ese retrato requiere, para existir, que Pendrel
se haya trasladado al siglo XVIII. La causa es posterior al efecto,
el motivo del viaje es una de las consecuencias del viaje."
Borges ha utilizado también la fantasía temporal.
Por ejemplo, en El milagro secreto el tiempo real queda
suspendido mientras fluye un año mental para el protagonista
(a quien apuntan los fusiles del pelotón de ejecución);
en Funes, la memoria estratifica el tiempo: ni uno sólo
de sus segundos se pierde, todos quedan registrados en la inhumana
vigilia del memorioso; El inmortal (que el autor ha calificado
de Bosquejo de ética para inmortales) está
señalando desde el título una curiosa derrota del
tiempo que es también derrota de la noción de personalidad.
Dejé para el final el más audaz, aunque no (tal
vez) el de más feliz ejecución: La otra muerte
en que la voluntad de un hombre opera un milagro, le permite remontar
la corriente del tiempo y alterar una cobardía pasada,
que padeció durante toda la vida, con un acto de arrojo.
El último procedimiento codificado por Borges, el de los
dobles, abunda en antecedentes ilustres. En su conferencia recuerda
dos: uno de los cuentos de Edgar Allan Poe que se titula William
Wilson; una narración de Henry James, The Jolly
Corner, que presenta la sugestiva variante de referirse a
un doble que habita no otro tiempo real sino un tiempo posible,
que es un fantasma en fin.
Este procedimiento cuenta con la predilección de Gorges.
Hay tres cuentos que lo ensayan, siempre con significativas invenciones.
En Tres versiones de Judas se sustituyen rápidamente
las teorías sobre la traición pasta concluir con
la más fascinante: Dios no se encarnó en Cristo,
el perfecto, sino en Judas, el traidor. En realidad, más
que una blasfemia o una herejía barroca (que tendría
su antecedente, según he apuntado, en el Biathanatos
de John Donne) lo que Borges propone es la identificación
final de Judas y Cristo, de cada hombre con todo hombre. El procedimiento
aparece explícito en El tema del traidor y del héroe
en que el jefe de una conspiración resuelve traicionar
a sus cómplices; éstos se enteran y deciden elimínarlo,
pero de manera que la causa no se debilite. Para ello, lo obligan
a jugar el papel de víctima, de héroe, en un atentado
simulado que servirá para encubrir el suicidio verdadero.
En Los teólogos, deliciosa recreación arqueológica,
insiste en el procedimiento: después de largas y vanas
refutaciones un teólogo logra la completa destrucción
(por el fuego) de un rival famoso. Al morir descubre que para
Dios, para la mirada ilimitada de Dios, ambos son la misma persona.
En cualquiera de los tres ejemplos, Borges ha preferido imaginar
no dos personas idénticas sino dos personas aparentemente
opuestas aunque en realidad complementarias. En algún caso
(el segundo) ni siquiera es necesario que haya dos personas; bastan
distintos enfoques de la misma. Otro cuento, La forma de la
espada, especula con el cambio de enfoque y muestra la despreciable
delación de un hombre contada por él mismo como
si él fuera la víctima y no el delator.
Metáforas de la realidad
Quizá el error más grueso que puede cometer un
lector de Borges es el de suponer que sus ficciones se agotan
después de examinados sus procedimientos. Es decir: que
son únicamente construcciones artificiosas sin ningún
contenido. El mismo Borges se ha encargado de tolerar y pasta
fomentar esa injusticia. Algunas veces ha señalado que
son juegos de la inteligencia y la escritura, artificios, como
si sólo fueran eso. Sin embargo, su autor no puede ignorar
(y pasta lo ha declarado públicamente) que la literatura
fantástica se vale de ficciones no para evadirse de la
realidad, como Green sus fáciles detractores, sino para
expresar una visión más honda de la realidad. Toda
esa literatura está destinada más a ofrecer metáforas
de la realidad, por las que el escritor quiere trascender la superficie
indiferente o casual, que evadirse a un territorio impune.
De aquí que no cualquier ficción irresponsable
pueda valer; de aquí que la literatura fantástica
requiera más lucidez y rigor, más auténtica
exigencia creadora, que la mera copia de la realidad que (ésta
sí) puede permitirse abundar en incoherencias, en arbitrariedades,
en el tedio.
El mismo Borges acerca dos ejemplos: The Invisible Man
de H. G. Wells y Der Prozess de Franz Kafka. Ambas obras
(apunta en su conferencia de 1949) plantean el mismo tema: la
soledad del hombre, su incomunicabilidad última, pero utilizan
distintos procedimientos narrativos. Una es una fantasía
científica, contada en términos de minucioso realismo;
la otra es una pesadilla que conserva su irrealidad, su angustia,
sus leyes arbitrarias, a pesar de estar expuesta con detalles
de la más penosa o trivial materialidad.
Del mismo modo pueden reducirse las ficciones de Borges a constantes
temas humanos. Así, por ejemplo, Pierre Menard, Autor
del Quijote y La busca de Averroes, La biblioteca
de Babel y El milagro secreto, La escritura del
Dios, demuestran, de muy variada manera, la vanidad de todo
esfuerzo creador, la locura de la erudición, de la crítica
literaria, de la filosofía, del arte. El tema dcl traidor
y del héroe, Tres versiones de Judas, Los teólogos,
ejemplifican la imposibilidad de un deslinde total entre el Bien
y el Mal. La biblioteca de Babel, La lotería en Babilonia,
La escritura del Dios, El Aleph, presentan variantes del azar
que rige este mundo caótico, en tanto que El muerto (en
que a un hombre lo dejan triunfar y ser prepotente y creerse alguien
porque ya lo tienen condenado de antemano) ofrece una reducción
del tema a escala del destino individual. Examen de la obra
de Herbert Quain, El jardín de senderos que se bifurcan,
La muerte y la brújula, La casa de Asterión,
proponen una imagen del universo y del destino humano que se confunde,
por su bifurcación, por su simetría, con las de
un hombre encerrado en la pesadilla de un laberinto.
En el centro de estas ficciones hay un mensaje -nihilista- que
no es difícil formular: el mundo coherente que creemos
vivir, gobernado por la razón y fijado por el esfuerzo
creador en perdurables categorías morales a intelectuales
no es real. Es una invención de hombres (artistas y teólogos,
filósofos y visionarios) que se superpone a la realidad
absurda, caótica, del mismo modo que la caprichosa creación
de Tlön (obra de sabios también) se superpone a esta
realidad legislada que todos soñamos. El mundo, el real
no el aparencial, ha sido creado por dioses subalternos y abunda
en incongruencias, en imperfecciones, en sinsentido.
Las ficciones realistas
Es claro que toda una zona de las ficciones de Borges afecta
la apariencia del realismo. Y el mismo autor ha permitido que
uno de sus relatos, Emma Zunz, fuera anunciado en Sur
como "cuento realista". ¿Acaso no rigen
en estos relatos las mismas normas narrativas?, podría
preguntarse el lector. ¿Es distinta la visión del
mundo que ellos revelan? Consideremos el caso de Emma Zunz
Borges cuenta allí la historia (sugerida por Cecilia Ingenieros)
de una joven que para vengar la muerte de su padre resuelve hacerse
violar por un marinero desconocido para poder echar la culpa de
ese acto al hombre de quien desea vengarse y tener así
una excusa por haberlo matado. El cuento es realista en más
de un sentido, como se ve. Pero, ¿en qué consiste
el realismo de Emma Zunz? No indudablemente en su desagradable
peripecia ni en el estilo neutro en que la comunica Borges. Su
realismo consiste en que ningún detalle (por rebuscado
o casual que parezca) viola ninguna de las leyes aceptadas del
mundo real. No hay nada que sea fantástico en su planteo
o en sus términos; todo es de una burocrática realidad,
aún en sus sordideces. Y sin embargo, la realidad profunda
que postula el relato es de la misma esencia de los cuentos fantásticos:
es una realidad pesadillesca, deformada por el estado anormal
en que se encuentra la protagonista, y que se revela, súbitamente,
en el último párrafo del cuento. "La historia
[que cuenta Emma Zunz a la policía] era increíble,
en efecto, pero se impuso a todos, porque sustancialmente era
cierta. Verdadero era el tono de Emma Zunz, verdadero el pudor,
verdadero el odio. Verdadero también era el ultraje que
había padecido; sólo eran falsas las circunstancias,
la hora y uno o dos nombres propios."
Basta este último párrafo (en que el ultraje cometido
por un hombre puede ser pagado, sin alteración de la verdad
sustancial, por otro), basta este párrafo ambiguo y luminoso
para destruir la aparente coherencia del mundo que postula Emma
Zunz, para convertir el relato realista en fantástico.
De la misma estirpe fantástica de los cuentos de El
jardín de senderos que se bifurcan.
Más evidente es el caso de otro cuento que Borges ha vinculado
por su estilo a Emma Zunz. Se titula La espera y
es más reciente. Allí un hombre contrabandista,
(se adivina) se esconde de sus compañeros a los que sin
duda ha delatado; día tras día, noche tras noche,
imagina el momento en que aquellos lo descubren, entran en su
cuarto y lo balean sin previo aviso. Cuando llegan realmente,
el hombre está acostado y los mira; no acaba de convencerse
a intenta un gesto como para devolverlos al sueño al que
sin duda pertenecen, como para despojarlos de realidad por medio
de un conjuro; entonces muere. ¿Será necesario aclarar
que para este hombre que estuvo viviendo durante meses la pesadilla
de la muerte repentina y multiplicada en horas de espera, la muerte
misma no es sino una variante, la última tal vez, de la
pesadilla circular?
Si se compara esta historieta de Borges con una anterior y levemente
similar de Ernest Hemingway (The Killers es el título
original) se puede apreciar mejor la naturaleza no realista del
enfoque borgiano. Hemingway se mantiene deliberadamente en la
superficie del relato y a través de ella permite a la intuición
del lector el acceso a la angustia del hombre acorralado que espera,
en lúcida impotencia, a los matones que han de ultimarlo.
Borges se instala en cambio (sin monologo interior, sin análisis
proustiano) en la conciencia del hombre y verifica allí
que el horror de la muerte real no es peor (ni mejor) que el de
las mil muertes sufridas en la espera; verifica (ya en otro plano
que ahora interesa más) que no hay casi manera de distinguir
la muerte real de esas muertes previas, sus borradores confusos,
que la imaginación proveyera. La realidad sólida,
aparencial, aparece destruida por su mirada y muestra su incoherencia,
su desgarrada faz de pesadilla.
V
LA COSMOVISION
... un misterio y una esperanza:
la eternidad.
(EL IDIOMA DE LOS ARGENTINOS, 1928ZÓ.
El Tiempo y el Mundo
No es posible considerar el nihilismo como la última etapa
de esta obra. El universo que muestran sus ficciones no es, en
verdad, caótico; este escritor que las crea no es, en verdad,
nihilista. La visión caótica y nihilista se refiere
únicamente al mundo de las apariencias. Pero si el lector
es capaz de trascender la corteza de estas ficciones y alcanzar
la grave realidad subyacente se puede descubrir otra perspectiva.
Para ello es posible guiarse por las revelaciones contenidas en
Nueva refutación del Tiempo, 1947, librito en que
resume Borges su más perdurable inquisición metafísica.
Allí escribe: "Berkeley negó que hubiera
un objeto detrás de las impresiones de los sentidos; Hume
que hubiera un sujeto detrás de la percepción de
los cambios. Aquél había negado la materia, éste
negó el espíritu; aquél no había querido
que agregáramos a la sucesión de impresiones la
noción metafísica de materia, éste no quiso
que agregáramos a la sucesión de estados mentales
la noción metafísica de un yo".
Prolongando entonces a estos negadores del espacio y del yo,
Borges niega el tiempo, y afirma: "Fuera de cada percepción
(actual o conjetural) no existe la materia; fuera de cada estado
mental no existe el espíritu; tampoco el tiempo existiría
fuera de cada instante presente." O como escribe Schopenhauer
en palabras que el mismo Borges cita: "Nadie ha vivido
en el pasado, nadie vivirá en el futuro; el presente es
la forma de toda vida, es una posesión que ningún
mal puede arrebatarle."
Esta convicción metafísica, que Borges razona y
comparte, no es sólo producto de una especulación.
El mismo libro permite conocer una experiencia en que Borges vivió
(creyó vivir) la eternidad. Aparece contada en el fragmento
titulado Sentirse en muerte (hacia 1928). Borges recorre,
solitario y feliz, la noche del suburbio porteño. Se detiene
a contemplar una tapia rosada. "Me quedé mirando
esa sencillez (escribe). Pensé, con seguridad, en
voz alta: Esto es lo mismo de hace treinta años... Conjeturé
esa fecha: época reciente en otros países, pero
ya remota en este cambiadizo lado del mundo. Tal vez cantaba un
pájaro y sentí por él un cariño chico,
de tamaño de pájaro; pero lo más seguro es
que en ese ya vertiginoso silencio no hubo más ruido que
el también intemporal de los grillos. El fácil pensamiento
`Estoy en mil ochocientos y tantos' dejó de ser
unas cuantas aproximativas palabras y se profundizó en
realidad. Me sentí muerto, me sentí percibidor abstracto
del mundo: indefinido temor imbuido de ciencia que es la mejor
claridad de la metafísica. No creí, no, haber remontado
las presuntivas aguas de Tiempo: más bien me sospeché
poseedor del sentido reticente ausente de la inconcebible palabra
"eternidad". Sólo después alcancé
a definir esa imaginación. La escribo ahora así:
Esa pura representación de hechos homogéneos -noche
en serenidad, parecita límpida, olor provinciano de la
madreselva, barro fundamental- no e meramente idéntica
a la que hubo en esa esquina hace tantos años es, sin parecidos
ni repeticiones, la misma. El tiempo, si podemos intuir esa identidad,
es una delusión: la indiferencia e inseparabilidad de un
momento de su aparente ayer y otro de su aparente hoy basta para
desintegrarlo."
Un idealismo que lleva sus conclusiones más lejos que
Berkeley y Hume y (tal Vez) Schopenhauer, tal es la cosmovisión
que encierran las ficciones de Borges, la obra entera de este
creador impar. A esta luz, todo cambia. El tema del doble adquiere
nuevo significado. No se trata ya de un doble porque todos los
hombres son el mismo hombre y hay un solo hombre. (En la fantasía
arqueológica que se titula El inmortal se despliega
con abundancia de detalles y felicidad de estilo el tema.) Y los
juegos con el tiempo presentan otro sentido. Incluso algunas de
eras ficciones que muestran a Borges o a sus creaturas, habitados
por revelaciones y éxtasis (por ejemplo, El testigo
en el volumen Dos fantasías memorables, escrito
en colaboración con Bioy Casares; o El Zahir y El
Aleph, en el Volumen homónimo) se revelan como metáforas,
patéticas o burlescas, de aquella intuición fundamental
de la eternidad del presente, de la abolición del Tiempo,
que golpeó a Borges una noche de 1928 en una callne del
suburbio porteño.
VI
EL HOMBRE
Negar la sucesión temporal,
negar el yo, negar el universo astronómico, son desesperaciones
aparentes y consuelos secretos. Nuestro destino (a diferencia
del infierno de Swedenborg y del infierno de la mitología
tibetana) no es espantoso por irreal; es espantoso porque es irreversible
y de hierro. El tiempo es la sustancia de que estoy hecho. El
tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy el río;
es un, tigre que me destroza, pero yo soy el tigre; es un fuego
que me consume, pero yo soy el fuego. El mundo, desgraciadamente,
es real; yo, desgraciadamente, soy Borges.
(NUEVA REFUTACIÓN DEL TIEMPO, 1947.)
Borges el memorioso
¿A qué se debe esa duplicidad de las ficciones
de Borges, ese oscilar entre la concepción francamente
fantástica y la apariencia del realismo? El fundamento
está, ya se ha visto, en la peculiar cosmovisión
del escritor. Pero esa weltanschauung (para usar la palabra
técnica) depende estrechamente de las circunstancias concretas
de este ser Borges. Para los que se sientan repugnados por la
explicación de raíz metafísica arriba expuesta,
se puede intentar una segunda (psicológica) que no sólo
no la desmiente sino que la confirma, El punto de partida lo ofrece
uno de sus cuentos, que Borges ha calificado del mejor.
En Funes el memorioso ha trazado una suerte de autobiografía
espiritual. El cuento presenta a un muchacho de Fray Bentos que
a consecuencia de una caída de caballo queda tullido. El
accidente tiene otra consecuencia. "Al caer, escribe
Borges, perdió el conocimiento; cuando lo recobró,
el presente era casi intolerable de tan rico y tan nítido,
y también las memorias más antiguas y más
triviales." Más adelante detalla el relator (el
mismo Borges): "Nosotros de un vistazo, percibimos tres
copas en una mesa; Funes, todos los vástagos y racimos
y frutos que comprende una parra. Sabía las formas de las
nubes australes del amanecer del treinta de abril de mil ochocientos
ochenta y dos y podía compararlas en el recuerdo con las
vetas de un libro en pasta española que sólo había
mirado una vez y con las líneas de la espuma que un remo
levantó en el Río Negro la víspera de la
acción del Quebracho."
El mundo que contempla Funes (y que estas citas tratan de evocar
en el recuerdo del lector), ese mundo en que nada es olvidado,
en que todo es presente, no es esencialmente distinto al que contempla
cotidianamente su creador. Apenas si está amplificado por
la literatura, por el estilo. Una memoria prodigiosa le permite
también a Borges fijar para siempre las circunstancias
de cada instante; una repetición o monotonía de
su vida diaria le permite rectificar en el detalle la misma acción,
cotidianamente ejecutada. El insomnio que acosaba también
a Funes, le facilita la lenta elaboración de sus ficciones.
Largas interminables noches preceden a cada una de sus obras y
las dejan marcadas para siempre con sus intervalos de pesadilla
o de éxtasis. En sus cuentos abundan esas señales
inequívocas de la lucidez alucinatoria del insomnio, esa
exasperación intuitiva, ese aumento cruel de las percepciones,
unidas (es claro) a las ocasionales distracciones, a los lapsos
de inconsciencia que el mismo insomnio alimenta, esos lapsos en
que las cosas más nítidas suelen confundirse y los
límites borrarse súbitamente.
Todos los cuentos abundan en estas señales. En La forma
de la espada, al confesarse John Vincent Moon suele equivocar
los términos ("Antes o después, dice, orillamos
el ciego paredón de una fábrica o un cuartel"),
y acaba por reconocer que los nueve días que pasó
ocultándose de sus enemigos en la enorme quinta del general
Berkeley (¿o del obispo?, hace conjeturar a su lector Borges),
esos nueve días pesadillescos por el miedo forman uno solo
en el recuerdo.
En La muerte y la brújula el detective Eric Lönnrot
recorre una vieja quinta. "Por antecomedores y galerías
salió a patios iguales y repetidas veces al mismo patio.
Subió por escaleras polvorientas a antecámaras circulares;
infinitamente se multiplicó en espejos opuestos; se cansó
de abrir o entreabrir ventanas que le revelaban, afuera, el mismo
desolado jardín desde varias alturas y varios ángulos;
adentro, muebles con fundas amarillas y arañas embaladas
en tarlatán." Es decir: Eric Lönnrot se sumerge
en una quinta que es un mundo de pesadilla, gobernado por las
trampas de una simetría onírica.
Y no son éstas las únicas señales que muestran
la identidad de los sueños o vigilias del creador con los
de personajes o circunstancias de sus ficciones. A través
de todos los cuentos (sean fantásticos o pretendidamente
realistas) algunos elementos muestran esa identidad de visión.
Se trata de imágenes que no sólo hechizan a los
personajes; hechizan también al autor. Los losanges amarillos
que evoca Emma Zunz (estaban en la quinta de Lanús
que su padre poseía y que les remataron cuando la quiebra)
reaparecen ante el hombre que espera como "los desvaídos
rombos de la pinturería y ferretería" del
barrio en que se ha refugiado. Esos losanges vuelven, coloridos,
y se instalan en la pared de otra pinturería junto a la
que se descubre el cadáver, apuñalado, de Daniel
Simón Azevedo en La muerte y la brújula.
A través de todo este cuento, en los arlequines enmascarados
que se llevan (que fingen llevar) a Gryphius borracho o herido
de muerte; en la ventana del mirador en que Lönnrot enfrenta
la solución del misterio, el tema de los losanges es símbolo
o metáfora de la secreta simetría de la historia
policial. Esos losanges vienen, sin duda, del fondo de la historia
personal de Borges, de su infancia en la quinta de Adrogué,
poblada de corredores pesadillescos que se reflejan en abominables
espejos.
¿Habrá que agregar también otras coincidencias
estilísticas entre los cuentos que sugieren (o documentan)
una intuición compartida honda, recurrentemente por el
autor? El narrador de Hombre de la esquina rosada, al ver
el coraje de Francisco Real, el guapo del otro barrio que viene
a desafiar, se siente anonadado y expresa: "Yo hubiera
querido estar de una vez en el día siguiente, yo me quería
salir de esa noche." Quince años después,
al contar cómo Emma Zunz reacciona ante la noticia de la
muerte de su padre, repite Borges: "Su primera impresión
fue de malestar en el vientre y en las rodillas; luego de ciega
culpa, de irrealidad, de frío, de temor; luego, quiso ya
estar en el día siguiente."
Unidad central de la obra
No es posible (no es tampoco necesario) explicar a Proust sólo
por el asma, a Herrera y Reissig sólo por la taquicardia,
a Borges sólo por e insomnio. Aquí no se esboza
una explicación única. Sólo se pretende confirmar,
con algún detalle estilístico, una intuición
invasora: la de una visible identidad entre el mundo de las ficciones
y el mundo que habita realmente su inventor; la intuición
de que la realidad es para Borges pesadillesca, de que sus ficciones
(fantásticas o realistas) son verdaderas en el sentido
de que copian una realidad alucinada: la de su autor. Con lo que
se vuelve a la weltanschauung ya esbozada.
Esta intuición también puede razonarse. Un cuidadoso
examen de la obra de Borges permite demostrar fácilmente
que, como Funes, él se sintió alguna vez, "solitario
y lúcido espectador de un mundo multiforme, instantáneo
y casi intolerablemente preciso"; que no sólo
habla John Vincent Moon cuando asegura: "Lo que hace un
hombre es como si lo hicieran todos los hombres. Por eso no es
injusto que una desobediencia en un jardín contamine al
género humano; por eso no es injusto que la crucifixión
de un solo judío baste para salvarlo. Acaso Schopenhauer
tiene razón: yo soy los otros, cualquier hombre es todos
los hombres. Shakespeare es de algún modo el miserable
John Vincent Moon"; que las mismas palabras con que Yu
Tsun expresa su perplejidad ante el laberinto inventado por su
antepasado ("Me sentí... percibidor abstracto del
mundo") habían sido usadas antes por su inventor
para comunicar su perplejidad metafísica, en una noche
de suburbio de 1928, ante la súbita intuición de
la eternidad; que uno de los argumentos utilizados por Jaromir
Hladik en su Vindicación de la Eternidad ("no
es infinita la cifra de las posibles experiencias del hombre y
... basta una sola `repetición' para demostrar que el tiempo
es una falacia") ya había sido empleado, antes
de El milagro secreto, por Borges en Nueva refutación
del Tiempo.
¿Para qué continuar? La trama de las intuiciones
de Borges y la trama de sus ficciones son una y la misma cosa.
Debajo de las metáforas narrativas (que suelen llamarse
cuentos) se esconde una concepción idealista de la Realidad,
una metafísica hondamente enraizada en las experiencias
del hombre. Por eso, este hombre Borges (este creador) es también
John Vincent Moon el traidor, es también Eric Lönnrot
el detective, es también Irineo Funes el memorioso.
VII
UNA LITERATURA
Quizá la manera más eficaz de acceder al mundo
literario que cubre el nombre de Jorge Luis Borges sea aceptar,
de una vez por todas, que no se le puede comprender cabalmente
si no se le considera como una literatura dentro de otra. Borges
lo ha dicho de algunos grandes creadores de occidente (de Joyce,
de Goethe, de Quevedo, de Shakespeare, de Dante) y tal vez no
sea excesivo aplicárselo a él mismo. En efecto,
su literatura no es sólo un capítulo o una etapa
o una tendencia dentro de la literatura argentina (e hispanoamericana)
contemporánea. Es toda una literatura, con su pluralidad
de géneros, desde la lírica hasta la fabulación
metafísica; con sus evidentes períodos, desde la
renovación ultraísta del 20 hasta la fantasía
arqueológica de hoy; con sus corrientes opuestas y hasta
excluyentes, desde el versolibrismo del comienzo hasta el neoclasicismo
de los últimos poemas. Una literatura que tiene su propia
retórica y estilística, una metafísica que
le da unidad y convierte una obra en apariencia fragmentaria en
un todo coherente, un estilo inconfundible y hasta sus apócrifos.
Una literatura que a pesar de su variedad revela la unidad del
ser Borges, su creador, su tema secreto."
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