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Indice general ordenado alfabéticamente por título del libro o artículo

Borges : teoría y práctica
En: Número, nº 27, diciembre 1955
p. 125-157

I

"A lo largo de unos treinta años de vida literaria Borges ha cultivado con preferencia tres géneros: la poesía, el ensayo, la narrativa. Aunque los tres son formas de una sola creación estética, notable por su concentración y unidad, el análisis particular de cada uno puede ayudar a ver mejor esa creación, a precisarla luego con una nitidez que enriquece la posterior visión unitaria. A exponer los resultados de ese análisis está dedicado este trabajo.

II

LA POESIA

Yo solicito de mi verso que no me contradiga,
y es mucho.
Que no sea persistencia de hermosura, pero sí
de certeza espiritual.
(JACTANCIA DE QUIETUD, 1925.)

La aventura ultraísta

Nunca ha coincidido totalmente Borges con el concepto general de literatura aceptado en las letras hispanoamericanas. Cuando comienzan a aparecer sus poemas suburbanos, de temas deliberadamente humildes, ensalzadores de la felicidad simple del vivir y transparentes de una inquietud metafísica, la poesía argentina no había gastado aún la herencia millonaria de Darío y sus epígonos, sus pompas verbales, su exotismo de bazar. Leopoldo Lugones proyectaba su sombra sobre todos y los más jóvenes sintieron (el mismo Borges lo ha dicho) que el gran poeta parecía haber agotado la poesía -como sienten ahora los más jóvenes frente a Neruda.

En Europa, la primera postguerra dejaba a las letras orientadas hacia todos los vanguardismos posibles. Borges -que iba a regresar del Viejo Mundo en 1921 con las últimas noticias poéticas (como Echeverría lo había hecho en 1830)- pudo conocer y practicar alguno de esos ismos; pudo despejarse de lo adjetivo de casi todos, antes de que llegaran al Río de la Plata y comenzaran a hacer estragos. De este período es una declaración terminante en la que enjuicia a las letras de occidente: "La literatura europea se desustancia en algaradas inútiles. No cunde ni esa dicción de la verdad personal en formas prefijadas que constituye el clasicismo, ni esa vehemencia espiritual que informa lo barroco. Cunden la dispersión y el ser un leve asustador del Leyente. En la lírica de Inglaterra medra la lastimera imagen visiva; en Francia todos aseveran -¡cuitados!- que hay mayor agudeza de sentir en cualquier Cocteau que en Mauriac; en Alemania se ha estancado el dolor en palabras grandiosamente vanas y en simulacros bíblicos. Pero también allí gesticula el arte de sorpresa, el desmenuzado, y los escribidores del grupo Sturm hacen de la poesía, empecinado juego de palabras y de semejanza de sílabas. España, contradiciendo su historia y codiciosa de afirmarse europea, arbitra que está muy bien todo ello."

Al llegar a Buenos Aires, Borges se convierte pronto en cabecilla de un grupo de jóvenes poetas exaltados. Uno de ellos, en evocación muy posterior de aquellos años ha dicho: "Todo el mundo sabía algo de Borges y hasta parecía asignársele como una especie de tácita jefatura que él no ejercía más que con la temibilidad de su tan destructora ironía". Y desde una perspectiva completamente distinta, Macedonio Fernández (escritor de la generación anterior y a quien Borges descubrió e impuso como adelantado del grupo) lo calificó en 1941 de "verdadero maestro de aquella hora".

La poética de aquel grupo fue sintetizada un poco más tarde por el mismo Borges en estos términos: "1º Reducción de la lírica a su elemento primordial: La metáfora; 2º Tachadura de las frases medianeras, los nexos y los adjetivos inútiles; 3º Abolición de los trebejos ornamentales, el confesionalismo, la circunstanciación, las prédicas y la nebulosidad rebuscada; 4º Síntesis de dos o más imágenes en una, que ensanche de ese modo su facultad de sugerencia."

Cabe reducir a tres términos esenciales esa poética. En primer lugar, Eliminación del Mensaje (confesionalismo, prédicas); en segundo lugar, Eliminación de lo Ornamental (trebejos, circunstanciación y nebulosidad rebuscada); en último término, Concentración en la Metáfora, en la que se haría descansar, casi exclusivamente y con un fanatismo que sirve pare caracterizar el movimiento, toda la carga poética. La fundación de algunas revistas sirve pare secularizar a esta poética y estos poetas. En un texto autobiográfico ha contado Borges: "Arriesgué, con González Lanuza, con Francisco Piñero, con Norah Lange, con mi prima Guillermo Juan, la publicación mural Prisma, cartelón que ni las paredes leyeron, y que fue una disconformidad hermosa y chambona. Después aventuramos Proa en que salió a relucir Macedonia Fernández y que cumplió tres números. El veinticuatro, a instigaciones de Brandam Caraffa, fundé una segunda revista Proa, esta vez con Don Ricardo Güiraldes y Pablo Rojas Paz."

La segunda Proa (que también publicó libros, entre ellos tres de Borges) murió en 1925. Pero ya se había fundado, el año anterior, el periódico quincenal Martín Fierro que, bajo la dirección de Evar Méndez, se convertiría en el órgano de agitación y combate de la nueva generación y duraría, polémicamente, hasta 1927. Cuando Borges recoge en volumen sus ensayos críticos primeros (Inquisiciones, 1925, El tamaño de mi esperanza, 1926) facilita al movimiento un fundamento teórico, aún hay imprescindible. En las páginas de estos libros y con mayor perspectiva que en 1921, puede el joven crítico determinar la naturaleza del ultraísmo rioplatense al tiempo que logra precisar lo que lo une y separa del movimiento español del mismo nombre. Dice en uno de sus ensayos: "El ultraísmo de Sevilla y Madrid fue una voluntad de renuevo, fue la voluntad de ceñir el tiempo del arte con un ciclo novel, fue una lírica escrita como con grandes letras coloradas en las hojas del calendario cuyos más preclaros emblemas -el avión, las antenas y la hélice- son decidores de una actualidad cronológica. El ultraísmo de Buenos Aires fue el anhelo de recabar un arte absoluto que no dependiese del prestigio infiel de las voces y que durase en la perennidad del idioma como una certidumbre de hermosura. Bajo la enérgica claridad de las lámparas fueron frecuentes, en los cenáculos españoles, los nombres de Huidobro y de Apollinaire. Nosotros, mientras tanto sopesábamos líneas de Garcilaso, andariegos y graves a lo largo de las estrellas del suburbia, solicitando un límpido arte que fuese tan intemporal como las estrellas de siempre. Abominábamos de los matices borrosos del rubenismo y nos enardeció la metáfora por la precisión que hay en ella, par su algébrica forma de correlacionar lejanías."

El texto arriba invocado define antes que el ultraísmo argentino -en que no faltaran discípulos y hasta epígonos de los españoles- el ultraísmo de un grupo que encontraba en Borges su maestro. A diferencia del español que se quería actualísimo y era de raíz romántica, el ultraísmo de Borges era de estirpe clásica, como lo demuestra la voluntad de limitaciones de su poética. Aunque desdeñoso entonces: de algunos principios fundamentales del verso tradicional -la rima, el ritmo, la regularidad métrica- el verso libre de Borges no podía ocultar su filiación clásica. No en balde se sopesan líneas de Garcilaso.

Un poeta ultraísta

En uno de sus poemas declara Borges que pide de su verso que no lo contradiga y aclara:

Que no sea persistencia de hermosura, pero sí de certeza espiritual.

Hay aquí algo más que un desentenderse de todo lo ornamental y aparencial de la poesía, de los prestigios de la palabra o de su música (que en muchos casos se confunde con el placer, entre muscular y auditivo, de decir un verso sonoro). Borges buses un ave más rara y tal vez menos exclusivamente lírica: la esencia espiritual del verso, lo que yace bajo la estructura sonora y hasta puede prescindir de ella: una intuición de certeza espiritual. En su actitud radical y primera esta poesía empieza por negar los prestigios elementales de la poesía.

Borges se desliga de todo retoricismo ajeno para inventar su retórica. Se sabe poeta pero no quiere empobrecerse en la rutina de enhebrar versos. Reduce su experiencia métrica al alejandrino o crea su verso libre en que resuena el ritmo informe y largo del verso de los salmos o del verso de Whitman. Por voluntario constreñimiento, por ensimismamiento en un mundo reducido, consigue esa cálida austeridad de sus mejores versos, esa delicada intimidad que caracteriza una parte de su poesía: la que él ha rescatado en la antología de sus poemas. La emoción siempre se contiene para realizarse mejor. Como ejemplo de esta modalidad de su poesía, valgan estos versos del poema dedicada a un amigo, suicida a los veintitrés años:

Si te cubriste, por deliberada mano, de muerte
si tu voluntad fue rehusar todas las mañanas del mundo,
es en vano que palabras rechazadas te soliciten,
predestinadas a imposibilidad y derrota.

También es esencial la elección de los elementos de su poesía. Ya González Lanuza ha apuntado cuáles son éstos. La palabra es el primero. Palabras las suyas tan sencillas, comunes, como son cotidianos los objetos que señalan: baldíos, calles de arrabal, yuyos, almacenes suburbanos, zaguanes, patios y aljibes. En la metáfora va a descubrir Borges el contenido poético de estos objetos de todos los días. Por la metáfora, la palabra humilde se enriquece y colma de significado.

Suave como el sauzal está la noche,

dice. Y aunque la metáfora puede tener el indudable cuño ultraísta -como al decir:

El poniente de pie como un Arcángel
tiranizó el sendero-

la intuición que ella expresa tiene esa cualidad de simple esencialidad espiritual que Borges reclama para su verso.

Más allá de la metáfora, superándola por su concisión y rapidez, encuentra Borges el adjetivo metafórico. Puede llegar a decir, por ejemplo:

Soy esa torpe intensidad que es un alma

en que torpe condensa toda la carga de intuición poética requerida y no abruma con su propio peso o brillo la sobriedad de la línea.

Casi es uno solo el tema de la poesía ultraísta de Borges. Lo indica el título de su primer volumen: Fervor de Buenos Aires (1923). Pero su Buenos Aires no es el cosmos deshumanizado, hostil, que trató de mostrar Eduardo Mallea en La ciudad junto al río inmóvil (1937) o que presentó en crudas, inconexas imágenes Juan Carlos Onetti en Tierra de nadie (1941). Es la ciudad entrañable, secreta, que se encuentra en la memoria de la infancia, que cada día se recobra al recorrer sus calles en horas repetidas y casi indiscernibles por la cotidianidad, es la ciudad íntima y casi personal del poeta. La canta en el poema La fundación mitológica de Buenos Aires; la canta en toda su obra y se dibuja así. Comienza en el patio de la casona familiar

El patio es el declive
por el cual se derrama el cielo en la casa;

se comunica por amistad con la calle. Esa amistad es el zaguán. En el largo y bajo frente de la casa están, hacia arriba,

las balaustraditas repartiéndose el cielo;

hacia afuera, está la calle.

Las calles de Buenos Aires
ya son la entraña de mi alma.
No las calles enérgicas
molestadas de prisas y ajetreos,
sino la duce calle de arrabal
enternecida de árboles y ocaso
y aquéllas más afuera
ajenas de piadosos arbolados
donde austeras casitas apenas se aventuran
hostilizadas por inmortales distancias,
a entrometerse en la honda visión
hecha de gran llanura y mayor cielo.

Esas calles de su Buenos Aires las reencuentra en Montevideo y las elogia así:

Calles con luz de patio.

Las calles de Buenos Aires (o Montevideo) se pierden luego en los lejos, en el campo:

bien recuerdan las calles
que fueron campo un día.

En un poema titulado Cercanías resume Borges esa geografía limitada de su verso y concluye

He nombrado los sitios
donde se desparrama la ternura
y el corazón está consigo mismo.

Ese es el espacio. El momento temporal de esta poesía es casi siempre la tarde.

La soledad repleta como un sueño
se ha remansado alrededor del pueblo.
Las esquilas recogen la tristeza
dispersa de la tarde. La luna nueva
es una vocecita desde el cielo.
Según va anocheciendo
vuelve a ser campo el pueblo.

Pero hay también cantos para la noche y para el alba, para esos momentos en que la luz transfigura el mundo cotidiano y ahonda la intuición del Tiempo. Véase, en uno de sus más evidentes poemas, Calle con almacén rosado, esa hora del alba que se abre sobre el poeta y la calle.

Liquidación del ultraísmo

Este período de la estética y la poesía de Borges no es prolongado. Ya en 1925 (y en tanto que su poesía tardaría aún unos años en superar la etapa) puede advertir Borges lo que hay de vivo o perecedero en su intento ultraísta. Escribe entonces, con súbita lucidez: "He comprobado que, sin quererlo, hemos incurrido en otra retórica, tan vinculada como las antiguas al prestigio verbal. He visto que nuestra poesía, cuyo vuelo juzgábamos suelto y desenfadado, ha ido trazando una figura geométrica en el aire del tiempo. Bella y triste sorpresa la de sentir que nuestro gesto de entonces, tan espontáneo y fácil, no era sino el comienzo de una liturgia."

Con el paso de los años esa divergencia con el ultraísmo se iría acentuando hasta llegar un momento en que Borges repudiaría casi completamente los principios mismos del movimiento que él contribuyó a crear. Con alguna injusticia habría de afirmar en 1937 que en su afán de liquidar a Lugones los ultraístas sólo habían conseguido reproducirlo: "La obra de los poetas de Martín Fierro y Proa está prefigurada absolutamente en algunas páginas del Lunario. Fuimos los herederos tardíos de un solo perfil de Lugones."

Y en otro texto (colocado en 1941 como prólogo de una Antología de la poesía argentina de este siglo) reiteró el concepto al afirmar del múltiple Lugones (el epíteto es suyo) que su "obra prefigura casi todo el proceso ulterior, desde las inconexas metáforas del ultraísmo (que durante quince años se consagró a reconstruir los borradores de Lunario sentimental) hasta las límpidas y complejas estrofas de nuestro mejor poeta contemporáneo: Ezequiel Martínez Estrada."

Haya sido o no el ultraísmo un intento frustrado y anacrónico, parece indiscutible que lo que constituye la esencia última de la poesía de Borges poco tiene que ver con las novedades de muchos de sus compañeros de aventura. Borges coincidió con ellos en algunas preferencias personales y en muchos recursos poéticos (particularmente en el culto excesivo de la metáfora y en el menosprecio, al fin y al cabo suicida, del ritmo) pero no todos los integrantes del grupo podrían suscribir las palabras con que Borges creyó definir toda poesía ultraísta y definió solamente su propia actitud creadora: "El ultraísmo tiende a la meta principal de toda poesía, esto es, a la trasmutación de la realidad palpable del mundo en realidad interior y emocional."

La poesía metafísica

La poesía de Borges -la mejor poesía de Borges- es absolutamente personal eintimista. No intenta repetir un universo visible y menos aún proponerlo a la imitación de sus contemporáneos. Lo que muestra del universo común a todos -el patio y el zaguán, la calle de arrabal enternecida de ocasos, la esquina con almacén rosado; o si se quiere otro orden de imágenes: los cementerios de la ciudad, el truco, los compadritos orilleros, la larga teoría de militares unitarios que fueron sus abuelos- no es sino los elementos materiales mínimos que sirven de metáforas de un mundo invisible (ese sí esencial) que está construido de tiempo detenido en una esquina o de tiempo que fluye como un río o devora como un tigre; de muerte inevitable y universal; de sangre que viene del pasado, prefigurando gestos del presente, y que trae lecciones de coraje o revela bruscamente destinos secretos.

En esas imágenes de su cotidianidad (todo lo que es auténticamente poético en Borges arranca de su propia experiencia vital) culmina una poesía de Buenos Aires o del mundo que carece por completo de toda intención folklórica y hunde sus raíces más allá de la superficie suburbana y patricia para desnudar una vivencia metafísica de todos o una emoción de felicidad que es impersonal por compartida o una angustia que siente un hombre que es cualquier hombre.

Para comprenderlo basta considerar un poema cuyo aparente folklorismo es mera delusión: El truco, se llama.

Cuarenta naipes han desplazado la vida,
amuletos de cartón pintado
conjuran con placentero exorcismo
la maciza realidad primordial
de goce y sufrimiento carnales
y una creación risueña
va poblando el tiempo usurpado
con los brillantes embelecos
de una mitología criolla y tiránica.
En los lindes de la mesa
el vivir común se detiene.
Adentro hay otro país:
las aventuras del envido y del quiero,
la fuerza del as de espadas
como don Juan Manuel omnipotente,
y el siete de oros tintineando esperanza.
Una lentitud cimarrona
va refrenando las palabras
que por declives patrios resbalan
y como los altibajos del juego
son sempiternamente iguales
los jugadores en fervor presente
copian remotas bazas:
hecho que inmortaliza un poco,
apenas,
a los compañeros muertos que callan.

¿Cómo no descubrir que el tema profundo, no la apariencia descriptiva de las imágenes, es el Tiempo detenido por un milagro de la voluntad de los que juegan? ¿Cómo no comprender que entre el juego de naipes y el de la vida se establece una relación refleja? ¿Que las rígidas convenciones del juego, cíclicas al cabo, también rigen la vida, o viceversa? ¿Que los mismos hombres que detienen el Tiempo con su simulacro ya no son individualidades concretas sino símbolos de la especie? ¿Que son (como lo explicita demasiado el poema) ellos mismos y los compañeros que fueron, alguien y nadie?

Ni siquiera hay que leer el poema para entender su intención. En una página en prosa la ha desarrollado Borges: "Los siete versos del final prefiguran uno de mis antiguos propósitos: aplicar el principio leibniziano de los indiscernibles a los problemas de la individualidad y del tiempo. Ese propósito resurge en otros ejercicios; también en mi Evaristo Carriego (página 46); también, en la Historia de la Eternidad (páginas 30-33); también, en una de las notas de El jardín de senderos que se bifurcan (página 24). Copio el último texto: "En el día de hoy, una de las iglesias de Tlön sostiene platónicamente que tal dolor, que tal matiz verdoso del amarillo, que tal temperatura, que tal sonido, son la única realidad. Todos los hombres, en el vertiginoso instante del coito, son el mismo hombre. Todos los hombres que repiten una línea de Shakespeare, 'son' William Shakespeare."

Por eso Borges debía desembocar fatalmente en una poesía cada vez más despojada de elementos locales. Pasada la etapa ultraísta, Borges abandonó poco a poco el mundo suburbano bonaerense. No se apagó su fervor de Buenos Aires (que se encauza en la ficción narrativa) pero renunció a cantarlo en un verso que fuera todo para todos. También abjuró de la metáfora y del verso libre. Volvió a la métrica tradicional, al verso bien escandido, a las medidas clásicas, a la rima incluso.

A esta etapa pertenecen sus últimos poemas, desde 1936; esos poemas cabría llamar metafísicos si la palabra conservara su connotación original y no implicase quién sabe qué pedantería académica. En algunos, Borges ve su propia vida (Mi vida entera) o se plantea la muerte ejemplar de alguien (Poema conjetural, tan cargado de alusiones contemporáneas a pesar de su lejanía histórica); en otros sufre una experiencia de carácter trascendental (Amanecer) o reproduce en verso los grandes temas del pensamiento filosófico universal (Del infierno y del cielo). En estas composiciones se encuentra más puro el Borges esencial, frecuentador de Browne, de Berkeley, de Schopenhauer, de Nietzsche y su doctrina de los ciclos.

Algunos de estos poemas tienen la distraída apariencia de ejercicios retóricos. Son mucho más: en ellos un hombre inquiere el sentido del mundo; repite, enjuiciándolas, las soluciones veneradas por la filosofía; al confrontarlas, al definirlas desde su propia perspectiva, actualiza siempre las preguntas fundamentales y aporta su propia experiencia intuitiva.

Un hombre que conversa

A partir de 1925 la prosa se impone lentamente en la creación borgiana. Primero como ensayo crítico, luego como narración. Esto determina una transformación en su actitud literaria. Empieza a inquirir problemas estéticos ajenos al verso, encuentra su verdadero pulso en el ritmo de una prosa tensa y trabajada sin descanso. Versificó entonces en contadas ocasiones y ya en 1929 (al presentar su Cuaderno San Martín) debió echar mano a una frase de Edward Fitzgerald para justificar su escasez o desvío de una forma que, diez años antes, era única. Dijo en el siglo XIX el traductor de Omar Khayyam y repite Borges: "As to an occasional copy of verses, there are few men who have leisure to read, and are possessed of any music in their souls, who are not capable of versifying on some ten or twelve occasions during their natural lives: at a proper conjunction of the stars. There is no harm in taking advantage of such occasions."

El paso de los años y una mayor concentración en el arte de la prosa ha movido a Borges a anteponer a la última edición de sus Poemas (1955) estas palabras -aún más limitadoras y apologéticas- de Robert Louis Stevenson: "I do not set up lo be a poet. Only an all-round literary man: a man who talks, not one who sings... Excuse this apology; but I don't like to come before people who have a note of song, and let it be supposed I do not know the difference."

De la ambición ultraísta de incorporar a Buenos Aires al orbe poético del mundo, de su anhelo de escribir un verso que fuera todo para todos, ha pasado Borges a la aceptación (primero) de versificar en una conjunción propicia de las estrellas y (luego) de definirse como un hombre que conversa, no uno que canta. Absoluta reducción de un poeta.

III

EL ENSAYO

Una retórica que partiese, no del arreglamiento de los sucesos literarios actuales a las formas ya prefijadas de la doctrina clásica, sino de su directa contemplación y que legislase la greguería, la novela confesional y la figuración contemporánea de las formas de siempre, fue ambición de mi pluma.
(Inquisiciones, 1925.)

Perplejidades metafísicas

Aunque Borges siguió versificando, la poesía ya había pasado a segundo término. El primer plano lo ocupa, casi desde 1925, la obra crítica, el ensayo. Pero conviene advertir desde ya que por obra crítica no se debe entender únicamente el ensayo literario. La especulación metafísica, tan evidente en su poesía, ocupa buena parte de sus libros de ensayos. Se presenta por lo general bajo la forma de examen de alguna doctrina particular o tema básico de la filosofía o teología -examen al que siempre aporta Borges su dialéctica y sus intuiciones personales-.

Casi todos los temas centrales están ya en germen en el primer volumen de Inquisiciones. Dos ensayos los declaran desde sus títulos: La nadería de la personalidad, La encrucijada de Berkeley. Allí apunta Borges ("a la vera de claras discusiones con Macedonio Fernández") su convicción de que "no hay tal yo de conjunto" y formula así su intuición: "... entendí ser nada esa personalidad que solemos tasar con tan incompatible exorbitancia. Ocurrióseme que nunca justificaría mi vida un instante pleno, absoluto, contenedor de los demás, que todos ellos serían etapas provisorias, aniquiladoras del porvenir, y que fuera de lo episódico, de lo presente, de lo circunstancial, no éramos nadie."

Allí también niega el Tiempo con una vehemencia que los años han apaciguado pero no obliterado. El presente es la sustancia de nuestra vida, de esta vida. "Yo estoy limitado a este vertiginoso presente (escribe) y es inadmisible que puedan caber en su ínfima estrechez las pavorosas millaradas de los demás instantes sueltos." Para este lúcido poca cosa es la Realidad fuera de ese yo reducido al presente. "La Realidad (dice) es como esa imagen nuestra que surge en todos los espejos, simulacro que por nosotros existe, que con nosotros viene, gesticula y se va, pero en cuya busca basta ir para dar siempre con él."

Esa imagen del espejo, que acecha en el fondo de toda la creación borgiana y que es como cifra de su mundo alucinado, volverá en otros avatares a servir de imagen al mundo.

En textos posteriores -que pueden encontrarse no sólo en las páginas de sus ensayos, sino también en sus poemas y en sus ficciones narrativas- razonará y afinará Borges estas intuiciones básicas que aquí apunta en la prosa barroca de sus primeros libros. La naturaleza de la Realidad habrá de asomar en un poema (El truco, por ejemplo) o en la minuciosa alegoría que se llama Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, el primero de los relatos de El jardín de senderos que se bifurcan (1941); estará también en La lotería de Babilonia y en La biblioteca de Babel, en Las ruinas circulares como en el poema que se titula La noche cíclica. Pero en sus ensayos, retomados y nunca concluidos, en suma, es donde se ve puede seguir más claramente la evolución de los temas metafísicos que Borges reduce a algunas formas constantes: el examen de la paradoja de Zenón sobre la carrera entre Aquiles y la tortuga que permite mostrar la naturaleza ilusoria del Espacio y del Tiempo (está en Discusión, 1932, y reaparece en Otras inquisiciones, 1952); la doctrina de los ciclos, tan vinculada al tema básico: el Tiempo (empieza a publicarse en Historia de la eternidad, 1936, pasa a un poema de 1940 y se reitera en 1943 bajo la forma de ensayo de La Nación); la misma negación del tiempo, rastreable, a partir de 1925 en textos de El idioma de los argentinos, 1928 (Sentirse en muerte se titula) y en sucesivas versiones de la citada Historia de la eternidad y de Nueva refutación del Tiempo, 1947.

Bajo cualquiera de estas formas se manifiesta una convicción última: la irrealidad del mundo aparencial. O si se quiere una definición más técnica. Es el de Borges un idealismo solipsista que va más allá de Berkeley y de Hume y que se apoya en algunos textos escogidos de Schopenhauer (siempre los mismos) para sostener que fuera del presente el Tiempo no existe y que este mismo presente contemplado por nuestro yo es de naturaleza ilusoria. En la base de sus especulaciones metafísicas hay la intuición de la vanidad del conocimiento intelectual y la convicción de que es imposible penetrar el diseño último del mundo (si lo hay).

Porque su metafísica descansa además en la negación de todo socorro sobrenatural y en la empecinada denuncia de las fábulas de la teología. En un artículo sobre Edward Fitzgerald (recogido en Otras inquisiciones) excusa sus incursiones teológicas con una frase que se le puede aplicar a él también: "Todo hombre culto es un teólogo, y pera serlo no es indispensable la fe." De aquí que la obra de Borges abunde en el examen de heresiarcas históricos, como el falso Basílides (al que dedica un ensayo en Discusión), o como John Donne (sobre su Biathanatos escribe en Otras inquisiciones), o en el registro apócrifo de herejías por él mismo inventadas, como en el cuento Los teólogos o en Tres versiones de Judas, que debe seguramente su impulso al texto citado de Donne. De aquí que dedique poemas y ensayos al examen del Infierno y enuncie, a la vera de León Bloy esta vez, una horrible intuición: "los goces de este mundo serían los tormentos del infierno, vistos al revés, en un espejo." De aquí que su última convicción teológica pueda encontrarse en aquella frase tan destructora de uno de sus relatos fantásticos, Tlön, Uqbar, Orbis Tertius: "¿Cómo no someterse a Tlön, a esa minuciosa y vasta evidencia de un planeta ordenado? Inútil responder que la realidad también está ordenada. Quizás lo esté, pero de acuerdo a leyes divinas -traduzco: a leyes inhumanas- que no acabamos nunca de percibir."

Tal vez estas especulaciones metafísicas o teológicas de Borges carezcan de todo valor filosófico. Es probable que Borges no haya agregado una sola idea nueva, una sola intuición perdurable, al vasto corpus compilado por occidentales y orientales desde las meditaciones de los presocráticos o de las pasivas alucinaciones de Buddha. Pero son fundamentales para comprender el sentido último de su obra creadora. Aunque él mismo tienda a juzgarlas (en paradójica humildad) como una rama de la literatura fantástica o hable de ellas como del "débil artificio de un argentino extraviado en la metafísica" y hasta denuncie la subyacente actitud estética ("estimar las ideas religiosas o filosóficas por su valor estético y aun por lo que encierran de singular y maravilloso", aclara o define), actitud que es indicio según él de un escepticismo esencial; aunque sea el propio Borges el primero en denunciar limitaciones y errores, es evidente que sin examinar estas perplejidades es imposible situar precisamente la obra creadora de este singular escritor.

Vanidad de la crítica literaria

Ya se ha visto al examinar la poesía de Borges el papel fundamental que juega en ella su obra crítica. En realidad, Borges puede ser considerado más que como un crítico literario puro como un crítico practicante, de acuerdo con la útil distinción propuesta por T. S. Eliot. Es decir: como el crítico que estudia aquellos problemas que debe resolver como creador y desdeña (o falsea) los que estorban a su propia invención. Esto explicaría en parte la naturaleza tan agresiva de la crítica de Borges, así como sus cambios de frente. Lugones y Góngora podrían ser buenos ejemplos de la parcialidad con que ataca Borges y de la honradez (excepcional en el ambiente rioplatense) con que reconoce errores antiguos y adora lo que había quemado.

Al hacer esta distinción no se quiere disminuir la penetración y alcance excepcional de la facultad crítica de Borges; se quiere indicar únicamente que esa facultad no se ejerce gratuitamente sino que aparece al servicio de la propia creación. Esa es su verdadera naturaleza.

En muchos textos ha glosado Borges la vanidad de toda crítica literaria. En algún lugar ha mostrado que suele reducirse a dos actividades ajenas por completo a la función crítica: la alabanza, el vituperio. En sucesivos ensayos (desde El tamaño de mi esperanza hasta Discusión, principalmente) ha mostrado la relatividad del juicio, cómo siempre el lector empieza por prejuzgar (id est: por situarse en una perspectiva condicionada). El examen de una metáfora le sirve en La fruición literaria (de El idioma de los argentinos) para denunciar esa relatividad. Se trata de un texto que dice: "El incendio, con feroces mandíbulas devora al campo." Borges conjetura sucesivamente que fue escrita por un poeta argentino ultraísta, por un poeta chino o siamés, por el testigo presencial de un incendio, por Esquilo (de quien es realmente). Cada atribución supone una distinta valoración, la aplicación de diferentes patrones críticos. Con el mismo tema ha desarrollado Borges una de sus más ingeniosas sátiras literarias. Se titula Pierre Menard, autor del Quijote. Borges postula un literato francés que se propone reescribir el Quijote con las mismas palabras de Cervantes y sin copiarlo; después de arduos esfuerzos llega a conseguir algunos párrafos, textualmente idénticos pero casi opuestos en su significado, en las alusiones de su contenido. No en balde Pierre Menard es un escritor contemporáneo y Cervantes un hombre del Seiscientos. El propósito de Borges se explicita mejor en los irónicos párrafos finales del cuento (en que hay un eco del ejercicio cometido sobre el texto de Prometeo encadenado): "Menard (acaso sin quererlo) ha enriquecido mediante una técnica nueva el arte detenido y rudimentario de la lectura: la técnica del anacronismo deliberado y de las atribuciones erróneas. Esa técnica de aplicación infinita nos insta a recorrer la Odisea como si fuera posterior a la Eneida y el libro Le jardin du Centaure de Madame Henri Bachelier como si fuera de Madame Henri Bachelier. Esa técnica puebla de aventura los libros más calmosos. ¿Atribuir a Louis Ferdinand Céline o a James Joyce la Imitación de Cristo no es una suficiente renovación de esos tenues avisos espirituales?"

Detrás de tanta cortesía lo que se encuentra es la convicción de la vanidad y locura de la crítica literaria. En un texto de 1933 (Elementos de preceptiva, no recogido en volumen) ha sido Borges menos elaborado, más explícito. Después de proceder al análisis de algunos ejemplos llega a dos conclusiones: "Una la invalidez de la disciplina retórica, siempre que la practicasen sin vaguedad; otra la imposibilidad final de una estética. Si no hay palabra en vano, si una milonga de almacén es un orbe de atracciones y repulsiones ¿cómo dilucidar ese tide of pomp, that beats upon the high shore of the world: las 1056 páginas en cuarto menor atribuidas a Shakespeare? ¿Cómo juzgar en serio a quienes las juzgan en masa, sin otro método que una maravillosa emisión de aterrorizados elogios, y sin examinar una línea?"

La conclusión práctica a que llega Borges no es la imposibilidad de toda crítica sino, por el contrario, la necesidad de que toda crítica se atenga cuidadosamente a los textos concretos. De aquí que sus ensayos abunden en examen de versos sueltos, de frases, de párrafos, y casi nunca emprendan el análisis de una obra entera, de todo un autor, de una literatura. Hay excepciones, es claro. Borges ha escrito un estudio sobre Evaristo Carriego y prepara hace algunos años otro sobre Dante; Borges ha escrito largamente (y en varias instancias) sobre La literatura gauchesca y sobre El "Martín Fierro"; Borges ha escrito (con la ayuda invisible de Delia Ingenieros) un tratado sobre Antiguas literaturas germánicas. Pero esta clase de trabajos constituye la excepción en su obra crítica, compuesta de breves ensayos, dispersos en revistas y recogidos morosamente en las páginas de un libro. Por otra parte, basta considerar cualquier página de los volúmenes arriba invocados para advertir hasta qué punto cada afirmación crítica está apoyada siempre en la cita textual y cómo se busca precisar la imagen y se elude toda caracterización sumaria o vaga.

La nueva retórica

Semejante concepción de los riesgos y ventura de la crítica ha llevado a Borges al examen de la retórica tradicional y a la fundamentación de una retórica nueva que intenta legislar las nuevas formas del arte contemporáneo (según él mismo apuntó en 1925). Capítulos de esa retórica se fueron escribiendo entre 1925 y 1936, y aunque Borges nunca los ordenó en tratados ni consintió siquiera en recogerlos en un solo volumen, su examen pormenorizado arroja ancha luz sobre su creación estética. Puede intentarse ahora una ordenación centrada en tres temas básicos: el lenguaje, la metáfora, los procedimientos de la narración.

Repetidas veces escribe Borges sobre el lenguaje. Le preocupa ante todo la caracterización de un lenguaje rioplatense que sin necesitar convertirse en idioma nacional y practicar una mutiladora separación del tronco común del idioma, se despeje de falsos casticismos, de devociones galicistas y de supersticiones autóctonas. Esa lengua ideal aparece expresada en la conferencia que titula El idioma de los argentinos y cabe en sus penúltimas palabras: "Pero nosotros quisiéramos un español dócil y venturoso, que se llevara bien con la apasionada condición de nuestros ponientes y con la infinitud de dulzura de nuestros barrios y con el poderío de nuestros veranos y nuestras lluvias y con nuestra pública fe. Sustancia de las cosas que se esperan, demostración de cosas no vistas, definió San Pablo la fe. Recuerdo que nos viene del porvenir, traduciría yo. La esperanza es amiga nuestra y esa plena entonación argentina del castellano es una de las confirmaciones de que nos habla. Escriba cada uno su intimidad y ya la tendremos. Digan el pecho y la imaginación lo que en ellos hay, que no otra astucia filológica se precisa."

Palabras en que se encuentra el mismo acento de las que por esos días escribió Pedro Henríquez Ureña en sus Seis ensayos en busca de nuestra expresión (1928) y que Borges habría de glosar en una reseña bibliográfica olvidada. "No hay secreto de la expresión sino uno (escribe el maestro dominicano): trabajarla hondamente, esforzarse en hacerla pura, bajando hasta la raíz de las cosas que queremos decir; afinar, definir, con ansia de perfección. El ansia de perfección es la única norma. Contentándonos con usar el ajeno hallazgo, del extranjero o del compatriota, nunca comunicaremos la revelación íntima; contentándonos con la tibia y confusa enunciación de nuestras intuiciones, las desvirtuaremos ante el oyente y le parecerán cosa vulgar. Pero cuando se ha alcanzado la ex presión firme de una intuición artística, va en ella no sólo el sentido universal, sino la esencia del espíritu que la poseyó y el sabor de la tierra de que se ha nutrido."

En cuanto al lenguaje como creación propia, como expresión personal, Borges ha sintetizado en El idioma infinito (de El tamaño de mi esperanza) su propia conducta. Después de afirmar que ha procurado atenerse siempre a la gramática ("arte ilusoria que no es sino la autorizada costumbre") indica algunas trazas, por las que tiende a ensanchar infinitamente el número de voces posibles. Esas trazas son: 1º La derivación de adjetivos, verbos y adverbios, de todo nombre sustantivo; 2º La separabilidad de las llamadas preposiciones inseparables; 3º La traslación de verbos neutros en transitivos y lo contrario; 4º El emplear en su rigor etimológico las palabras.

Bastan tales procedimientos para formular (no para explicar) las novedades de un lenguaje que ha sido asombro de lectores y tentación irresistible para tanto joven escritor. Cabría agregar a lo dicho allí por Borges que se advierte una notable evolución a lo largo de su obra. Ese lenguaje que está más vinculado a lo español castizo en sus orígenes y que abunda, con gozosa complacencia en el arcaísmo de origen quevedesco, se va depurando a medida que el escritor se esencializa y alcanza una concisión sintáctica y una lucidez semántica que son sus caracteres más salientes hoy.

La metáfora es otro tema básico de sus inquisiciones críticas. En sucesivos exámenes advierte Borges que ella no existe en la lírica popular; que en la lírica culta suele convertirse en todo, es decir: en el elemento de mayor potencialidad poética; que esta primacía es en cierto sentido ilusoria ya que requiere pares ello un estado de poesía muy elaborado ("La poesía de los vocablos entreverados por ella la condiciona y la hace emocionar o fallar", escribe hacia 1928); que su verdadera condición es más bien la de objetos poéticos ("Son, para de alguna manera decirlo, objetos verbales, puros e independientes como un cristal o como un anillo de plata", escribe en 1952).

La conclusión a que llega ahora un análisis que se dilata a lo largo de tres décadas se apoya en esta experiencia: "Hará treinta años, mi generación se maravilló de que los poetas desdeñaran las muchas combinaciones de que esa colección es capaz y maniáticamente se limitaran a unos pocos grupos famosos: las estrellas y los ojos, la mujer y la flor, el tiempo y el agua, la vejez y el atardecer, el sueño y la muerte." La conclusión es que los poetas (y no su generación) tenían razón.

Todo su afán de retórico de la metáfora se ha concentrado en estos últimos años en mostrar que bastan esas aproximaciones pares ordenar todas las metáforas posibles. Es claro que esta unidad no aniquila la variedad. No cualquiera advierte la unidad esencial que enlaza secretamente a ciertas metáforas y el propio Borges se pregunta: "¿Quién, a priori, sospecharía que 'sillón de hamaca' (como dicen en los blues a la muerte) y `David durmió con sus padres' (I Reyes, 2: 10) proceden de una misma raíz?" Es decir: la identificación del sueño con la muerte.

Una estética de la narración

Cuando los problemas de la narración empiezan a dominar la obra creadora de Borges, aparecen sus ensayos sobre los procedimientos narrativos y descriptivos, su reiterada consideración de las Sagas, su análisis del valor de invención en el argumento, su discrepancia de las teorías expuestas por Ortega y Gusset en Ideas sobre la Novela, 1925, su ataque al psicologismo. Con todo ello, Borges compone una estética de la narración que podría articularse así.

"El problema central de la novelística es la causalidad", dice en un ensayo de 1932. Borges reconoce dos formas de expresión de esa causalidad. Una de ellas es la realista que encuentra su mejor expresión en "la morosa novela de caracteres [que] finge o dispone una concatenación de motivos que se proponen no diferir de los del mundo real." Mejor le parece a Borges el procedimiento de las narraciones fantásticas que descansan en la magia "que es la coronación o pesadilla de lo causal, no su contradicción". De aquí que postule: "... una novela (...) debe ser un juego preciso de vigilancias, ecos y afinidades. Todo episodio, en un cuidadoso relato, es de proyección ulterior."

Algunos años más tarde, distinguirá mejor entre novela y cuento y precisará: "La palabra cuento se justifica, pues cada pormenor existe en función del argumento general; esa rigurosa evolución puede ser necesaria y admirable en un texto breve, pero resulta fatigosa en una novela, género que para no parecer demasiado artificial o mecánico requiere una discreta adición de rasgos independientes."

Pero lo que ahora importa es la distinción entre relatos que tratan de seguir el proceso de causalidad del mundo real y que desembocan fatalmente en la incoherencia de la novela realista o psicológica, y los relatos que se atienen al proceso mágico, "donde profetizan los pormenores, lúcido y limitado." De aquí su conclusión: "En la novela, pienso que la única posible honradez está con el segundo. Quede el primero para la simulación psicológica."

Con no menor nitidez distingue Borges en otro texto los dos tipos básicos de narración. Figura como prólogo a La invención de Morel de Adolfo Bioy Casares (1940) y no ha sido recogido en los volúmenes críticos de su autor. Contra la opinión de Omega y Gusset que aboga por la novela psicológica y opina que el placer de as aventuras es inexistente o pueril, expone Borges los motivos de su disentimiento: "El primero (cuyo aire de paradoja no quiero destacar ni atenuar) es el intrínseco rigor de la novela de peripecias. La novela característica, 'psicológica', propende a ser informe. Los rusos y los discípulos de los rusos han demostrado hasta el hastío que nadie es imposible: suicidas por felicidad, asesinos por benevolencia, personas que se adoran hasta el punto de separarse para siempre, delatores por fervor o por humildad... Esa libertad plena acaba por equivaler al pleno desorden. Por otra parte, la novela `psicológica' quiere ser también novela "realista": prefiere que olvidemos su carácter de artificio verbal y hace de toda vana precisión (o de toda lánguida vaguedad) un nuevo toque verosímil. Hay páginas, hay capítulos de Marcel Proust que son inaceptables como invenciones: a los que, sin saberlo, nos resignamos como a lo insípido y ocioso de cada día. La novela de aventuras, en cambio, no se propone como una transcripción de la realidad: es un objeto artificial que no sufre ninguna parte injustificada. El temor de incurrir en la mera variedad sucesiva del Asno de Oro, de los siete viajes de Simbad o del Quijote, le impone un riguroso argumento.

"He alegado un motivo de orden intelectual; hay otros de carácter empírico. Todos tristemente murmuran que nuestro siglo no es capaz de tejer tramas interesantes; nadie se atreve a comprobar que si alguna primacía tiene este siglo sobre los anteriores, esa primacía es la de las tramas. Stevenson es más apasionado, más diverso, más lúcido, quizá más digno de nuestra absoluta amistad que Chesterton; pero los argumentos que gobierna son inferiores. De Quincey, en noches de minucioso terror, se hundió en el corazón de laberintos hechos de laberintos, pero no amonedó su impresión de unutterable and self-repeating infinities en fábulas comparables a las de Kafka. Anota con justicia Ortega y Gasset que la "psicología" de Balzac no nos satisface; lo mismo cabe anotar de sus argumentos. A Shakespeare, a Cervantes, les agradaba la antinómica idea de una muchacha que, sin disminución de su hermosura, logra pasar por hombre; ese móvil no funciona con nosotros... Me creo libre de toda superstición de modernidad, de cualquier ilusión de que ayer difiere íntimamente de hoy o diferirá de mañana; pero considero que ninguna otra época posee novelas de tan admirable argumento como The invisible man, como The turn of the screw, como Der Prozess, como Le Voyageur sur la terre, como ésta que ha logrado, en Buenos Aires, Adolfo Bioy Casares."

Posteriormente a este análisis, Borges ha precisado en otros textos (particularmente en su examen de las Sagas) las excelencias de una narrativa que se aparta del realismo descriptivo, postula argumentos originales, revela el carácter de los personajes por el comportamiento o por la anécdota. Estos procedimientos que el crítico descubre o señala hacia 1951 en los narradores escandinavos habían sido puestos en práctica ya por el narrador.

IV

LA NARRACION

Desvarío laborioso y empobrecedor el de componer vastos libros; el de explayar en quinientas páginas una idea cuya perfecta exposición oral cabe en pocos
minutos.
(EL JARDÍN DE SENDEROS QUE SE BIFURCAN, 1941.)

Timideces y audacias de un narrador

Al presentar en 1954 la segunda edición de Historia universal de la infamia escribe Borges que estas ficciones "son el irresponsable juego de un tímido que no se animó a escribir cuentos y que se distrajo en falsear y tergiversar (sin justificación estética, alguna vez) ajenas historias." En efecto, las primeras narraciones de Borges no declararán su condición de tales. Preferirán disimularse como historias verdaderas, apenas literatizadas por el estilo, o (en variante todavía más tímida) como páginas de prosa perdidas en los libros de crítica. Así, su primer relato: Hombres pelearon, de ambiente orillero y que prefigura El hombre de la esquina rosada, 1935, se publica junto a Sentirse en muerte (que registra una intuición metafísica perdurable) y bajo el rótulo común: Dos esquinas. Su primera narración fantástica, El acercamiento a Almotásim figura en Historia de la eternidad, 1936, como nota bibliográfica del inexistente libro del inexistente Mir Bahadur Ali.

Borges prefirió intercalar en las páginas de Sur algunos cuentos (Examen de la obra de Herbert Quain, por ejemplo) que asumían el carácter de nota necrológica de algún desconocido escritor. El procedimiento es llevado al absurdo en Pierre Menard, autor del Quijote que fue fichado eruditamente por algún omnívoro cervantista.

Lo paradójico es que la timidez de Borges no se extendía sino a la presentación ambigua o equívoca de los cuentos. Los relatos mismos revelaban una imaginación ilimitada que se complace en inventar con abundancia y originalidad. Porque lo primero que sorprende al lector de Borges es la cualidad de invención inagotable de sus ficciones. Baste considerar el primer volumen: El jardín de senderos que se bifurcan, 1941. Se reúnen allí ocho narraciones en que se postula: un universo absolutamente coherente inventado por sabios y descubierto accidentalmente por el autor gracias a un amigo (Bioy Casares) y al tomo de una enciclopedia apócrifa; la reseña bibliográfica de una obra hindú (apócrifa, también) en que se cuenta el peregrinaje de un individuo en busca de otro (Dios tal vez) cuyo reflejo maravilloso reconoce en los seres más miserables o indignos; el propósito de reescribir el Quijote intentado por un poeta francés post-simbolista; un hombre que sueña a otro y logra interpolarlo en la realidad para descubrir, tardíamente, que él también es imagen de un sueño; una lotería que sustituye al Estado o se confunde con él y que es cifra del caos y la arbitrariedad del mundo; una nota necrológica sobre un escritor inglés (inexistente) en que se resumen algunos argumentos de sus libros, de naturaleza fantástica todos; una Biblioteca total que es también cifra del universo, caótico y lúcido; una trama policial que exige para su perfección no sólo un chino, un sinólogo inglés y un tenaz policía, sino (además) un laberinto que es un libro. La timidez tampoco se manifiesta en los recursos narrativos.

Los procedimientos de la narración fantástica

Al examinar la literatura fantástica en una conferencia dictada en Montevideo en 1949, encuentra Borges cuatro grandes procedimientos que se presentan desde los primeros tiempos y que permiten al creador destruir no sólo el realismo de la ficción sino la misma realidad. Ellos son: la obra de arte dentro de la misma obra, la contaminación de la realidad por el sueño, el viaje en el tiempo, el doble.

El procedimiento de la obra dentro de la obra está ya en el Quijote (como apunta Borges) : en la segunda parte los personajes han leído el Quijote de 1605; está también en Hamlet: los cómicos representan ante la corte una tragedia que tiene gran semejanza con la de Hamlet. Pero es posible rastrearlo antes del Barroco. En la Eneida (libro I) el héroe troyano contempla en Cartago unas pinturas en las que se muestra la destrucción de Troya, de la que acaba de escapar, y se reconoce "mezclado entre los príncipes aqueos". Y antes, en la Ilíada, modelo de Virgilio, Helena borda en el canto III un doble manto de púrpura cuyo tema es el mismo del poema: el combate de troyanos y aqueos por la posesión de Helena. En estos ejemplos (y en otros que Borges propone o pueden proponerse complementariamente) se advierte que la misma obra literaria postula la realidad de su ficción al introducirse como realidad en el mundo que sus personajes habitan.

Borges no ha descuidado el empleo de este procedimiento. Pero no se ha limitado a trasladarlo tal como lo ofrecía la tradición literaria de occidente: la ha invertido. En vez de testimoniar la realidad de su cuento por la presencia dentro de él de la misma obra de arte, ha introducido en sus relatos más inauditos la realidad contemporánea del lector. Así, por ejemplo, para evitar toda discusión sobre la existencia de una enciclopedia que permite acceder a Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, Borges compromete a su amigo Bioy Casares en el descubrimiento (empieza por atribuirle una frase suya) y luego transcribe las opiniones, también apócrifas, de Carlos Matronardi, Ezequiel Martínez Estrada , Pierre Drieu la Rochelle, Alfonso Reyes, Xul Solar, Enrique Amorim, Néstor Ibarra. En otra variante de este recurso, utiliza a éstos y otros amigos como personajes (incidentales, es claro) de sus ficciones: Pedro Leandro Ipuche y Bernardo Haedo en Funes el memorioso; Patricio Gannon y yo en La otra muerte. Una tercera variante le permite decretar que la ficción ya ha sido escrita por otro (también Cervantes previó este recurso al inventar a Cide Hamete Benengeli). En vez de crear el cuento se limita a comentarlo bajo la humilde apariencia de reseña bibliográfica o la más grave de necrológica. Ya se ha visto que así compone El acercamiento a Almotásim, Examen de la obra de Herbert Quain y Pierre Menard, autor del Quijote. En todos los casos un pedazo irrefutable de la realidad aparece injertado en la ficción, aparece lastrándola de realidad.

El procedimiento de introducir imágenes del sueño que alteran la realidad ha sido explotado por el folklore de todos los pueblos; Borges cita y traduce así: "si un hombre atravesara el Paraíso en un sueño, y le dieran una flor como prueba de que había estado ahí, y si al despertar encontrara esa flor en su mano... entonces ¿qué?" En unos de sus cuentos de más minuciosa elaboración, Las ruinas circulares, Borges juega con el impreciso límite entre la realidad y el sueño: un asceta o místico de la India decide soñar un hombre e interpolarlo en la realidad. Después de muchas vigilias y de algunas horas dedicadas al sueño, consigue crearlo. Un solo signo podrá delatar la condición irreal del fantasma: será inmune al fuego. Más tarde un incendio amenaza la vida del soñador. Quiere huir, atraviesa el fuego: "con alivio, con humillación, con terror (escribe Borges), comprendió que él también era una apariencia, que otro estaba soñándolo."

La flor de Coleridge, combinada con otro recurso -el viaje en el Tiempo- ha engendrado otras ficciones famosas que el mismo Borges apunta. Así, por ejemplo, en The Time Machine de H. G. Wells, el protagonista viaja hacia el porvenir y trae una flor marchita. Borges comenta: "Más increíble que una flor celestial o que la flor de un sueño es la flor futura, la contradictoria flor cuyos átomos ahora ocupan otros lugares y no se combinaron aún." Henry James, que conocía el texto de Wells, propone una versión más fantástica en The Sense of the Past, novela que no llegó a concluir pero cuyo argumento total es conocido: un retrato que data del siglo XVIII representa misteriosamente al protagonista, que fascinado por la tela logra trasladarse a la fecha en que fue pintada y consigue que el pintor, tomándolo como modelo, comience la obra. "James crea así (dice Borges) un incomparable 'regressus ad infiniturn', ya que su héroe, Ralph Pendrel, se traslada al siglo XVIII porque lo fascina un viejo retrato, pero ese retrato requiere, para existir, que Pendrel se haya trasladado al siglo XVIII. La causa es posterior al efecto, el motivo del viaje es una de las consecuencias del viaje."

Borges ha utilizado también la fantasía temporal. Por ejemplo, en El milagro secreto el tiempo real queda suspendido mientras fluye un año mental para el protagonista (a quien apuntan los fusiles del pelotón de ejecución); en Funes, la memoria estratifica el tiempo: ni uno sólo de sus segundos se pierde, todos quedan registrados en la inhumana vigilia del memorioso; El inmortal (que el autor ha calificado de Bosquejo de ética para inmortales) está señalando desde el título una curiosa derrota del tiempo que es también derrota de la noción de personalidad. Dejé para el final el más audaz, aunque no (tal vez) el de más feliz ejecución: La otra muerte en que la voluntad de un hombre opera un milagro, le permite remontar la corriente del tiempo y alterar una cobardía pasada, que padeció durante toda la vida, con un acto de arrojo.

El último procedimiento codificado por Borges, el de los dobles, abunda en antecedentes ilustres. En su conferencia recuerda dos: uno de los cuentos de Edgar Allan Poe que se titula William Wilson; una narración de Henry James, The Jolly Corner, que presenta la sugestiva variante de referirse a un doble que habita no otro tiempo real sino un tiempo posible, que es un fantasma en fin.

Este procedimiento cuenta con la predilección de Gorges. Hay tres cuentos que lo ensayan, siempre con significativas invenciones. En Tres versiones de Judas se sustituyen rápidamente las teorías sobre la traición pasta concluir con la más fascinante: Dios no se encarnó en Cristo, el perfecto, sino en Judas, el traidor. En realidad, más que una blasfemia o una herejía barroca (que tendría su antecedente, según he apuntado, en el Biathanatos de John Donne) lo que Borges propone es la identificación final de Judas y Cristo, de cada hombre con todo hombre. El procedimiento aparece explícito en El tema del traidor y del héroe en que el jefe de una conspiración resuelve traicionar a sus cómplices; éstos se enteran y deciden elimínarlo, pero de manera que la causa no se debilite. Para ello, lo obligan a jugar el papel de víctima, de héroe, en un atentado simulado que servirá para encubrir el suicidio verdadero. En Los teólogos, deliciosa recreación arqueológica, insiste en el procedimiento: después de largas y vanas refutaciones un teólogo logra la completa destrucción (por el fuego) de un rival famoso. Al morir descubre que para Dios, para la mirada ilimitada de Dios, ambos son la misma persona. En cualquiera de los tres ejemplos, Borges ha preferido imaginar no dos personas idénticas sino dos personas aparentemente opuestas aunque en realidad complementarias. En algún caso (el segundo) ni siquiera es necesario que haya dos personas; bastan distintos enfoques de la misma. Otro cuento, La forma de la espada, especula con el cambio de enfoque y muestra la despreciable delación de un hombre contada por él mismo como si él fuera la víctima y no el delator.

Metáforas de la realidad

Quizá el error más grueso que puede cometer un lector de Borges es el de suponer que sus ficciones se agotan después de examinados sus procedimientos. Es decir: que son únicamente construcciones artificiosas sin ningún contenido. El mismo Borges se ha encargado de tolerar y pasta fomentar esa injusticia. Algunas veces ha señalado que son juegos de la inteligencia y la escritura, artificios, como si sólo fueran eso. Sin embargo, su autor no puede ignorar (y pasta lo ha declarado públicamente) que la literatura fantástica se vale de ficciones no para evadirse de la realidad, como Green sus fáciles detractores, sino para expresar una visión más honda de la realidad. Toda esa literatura está destinada más a ofrecer metáforas de la realidad, por las que el escritor quiere trascender la superficie indiferente o casual, que evadirse a un territorio impune.

De aquí que no cualquier ficción irresponsable pueda valer; de aquí que la literatura fantástica requiera más lucidez y rigor, más auténtica exigencia creadora, que la mera copia de la realidad que (ésta sí) puede permitirse abundar en incoherencias, en arbitrariedades, en el tedio.

El mismo Borges acerca dos ejemplos: The Invisible Man de H. G. Wells y Der Prozess de Franz Kafka. Ambas obras (apunta en su conferencia de 1949) plantean el mismo tema: la soledad del hombre, su incomunicabilidad última, pero utilizan distintos procedimientos narrativos. Una es una fantasía científica, contada en términos de minucioso realismo; la otra es una pesadilla que conserva su irrealidad, su angustia, sus leyes arbitrarias, a pesar de estar expuesta con detalles de la más penosa o trivial materialidad.

Del mismo modo pueden reducirse las ficciones de Borges a constantes temas humanos. Así, por ejemplo, Pierre Menard, Autor del Quijote y La busca de Averroes, La biblioteca de Babel y El milagro secreto, La escritura del Dios, demuestran, de muy variada manera, la vanidad de todo esfuerzo creador, la locura de la erudición, de la crítica literaria, de la filosofía, del arte. El tema dcl traidor y del héroe, Tres versiones de Judas, Los teólogos, ejemplifican la imposibilidad de un deslinde total entre el Bien y el Mal. La biblioteca de Babel, La lotería en Babilonia, La escritura del Dios, El Aleph, presentan variantes del azar que rige este mundo caótico, en tanto que El muerto (en que a un hombre lo dejan triunfar y ser prepotente y creerse alguien porque ya lo tienen condenado de antemano) ofrece una reducción del tema a escala del destino individual. Examen de la obra de Herbert Quain, El jardín de senderos que se bifurcan, La muerte y la brújula, La casa de Asterión, proponen una imagen del universo y del destino humano que se confunde, por su bifurcación, por su simetría, con las de un hombre encerrado en la pesadilla de un laberinto.

En el centro de estas ficciones hay un mensaje -nihilista- que no es difícil formular: el mundo coherente que creemos vivir, gobernado por la razón y fijado por el esfuerzo creador en perdurables categorías morales a intelectuales no es real. Es una invención de hombres (artistas y teólogos, filósofos y visionarios) que se superpone a la realidad absurda, caótica, del mismo modo que la caprichosa creación de Tlön (obra de sabios también) se superpone a esta realidad legislada que todos soñamos. El mundo, el real no el aparencial, ha sido creado por dioses subalternos y abunda en incongruencias, en imperfecciones, en sinsentido.

Las ficciones realistas

Es claro que toda una zona de las ficciones de Borges afecta la apariencia del realismo. Y el mismo autor ha permitido que uno de sus relatos, Emma Zunz, fuera anunciado en Sur como "cuento realista". ¿Acaso no rigen en estos relatos las mismas normas narrativas?, podría preguntarse el lector. ¿Es distinta la visión del mundo que ellos revelan? Consideremos el caso de Emma Zunz

Borges cuenta allí la historia (sugerida por Cecilia Ingenieros) de una joven que para vengar la muerte de su padre resuelve hacerse violar por un marinero desconocido para poder echar la culpa de ese acto al hombre de quien desea vengarse y tener así una excusa por haberlo matado. El cuento es realista en más de un sentido, como se ve. Pero, ¿en qué consiste el realismo de Emma Zunz? No indudablemente en su desagradable peripecia ni en el estilo neutro en que la comunica Borges. Su realismo consiste en que ningún detalle (por rebuscado o casual que parezca) viola ninguna de las leyes aceptadas del mundo real. No hay nada que sea fantástico en su planteo o en sus términos; todo es de una burocrática realidad, aún en sus sordideces. Y sin embargo, la realidad profunda que postula el relato es de la misma esencia de los cuentos fantásticos: es una realidad pesadillesca, deformada por el estado anormal en que se encuentra la protagonista, y que se revela, súbitamente, en el último párrafo del cuento. "La historia [que cuenta Emma Zunz a la policía] era increíble, en efecto, pero se impuso a todos, porque sustancialmente era cierta. Verdadero era el tono de Emma Zunz, verdadero el pudor, verdadero el odio. Verdadero también era el ultraje que había padecido; sólo eran falsas las circunstancias, la hora y uno o dos nombres propios."

Basta este último párrafo (en que el ultraje cometido por un hombre puede ser pagado, sin alteración de la verdad sustancial, por otro), basta este párrafo ambiguo y luminoso para destruir la aparente coherencia del mundo que postula Emma Zunz, para convertir el relato realista en fantástico. De la misma estirpe fantástica de los cuentos de El jardín de senderos que se bifurcan.

Más evidente es el caso de otro cuento que Borges ha vinculado por su estilo a Emma Zunz. Se titula La espera y es más reciente. Allí un hombre contrabandista, (se adivina) se esconde de sus compañeros a los que sin duda ha delatado; día tras día, noche tras noche, imagina el momento en que aquellos lo descubren, entran en su cuarto y lo balean sin previo aviso. Cuando llegan realmente, el hombre está acostado y los mira; no acaba de convencerse a intenta un gesto como para devolverlos al sueño al que sin duda pertenecen, como para despojarlos de realidad por medio de un conjuro; entonces muere. ¿Será necesario aclarar que para este hombre que estuvo viviendo durante meses la pesadilla de la muerte repentina y multiplicada en horas de espera, la muerte misma no es sino una variante, la última tal vez, de la pesadilla circular?

Si se compara esta historieta de Borges con una anterior y levemente similar de Ernest Hemingway (The Killers es el título original) se puede apreciar mejor la naturaleza no realista del enfoque borgiano. Hemingway se mantiene deliberadamente en la superficie del relato y a través de ella permite a la intuición del lector el acceso a la angustia del hombre acorralado que espera, en lúcida impotencia, a los matones que han de ultimarlo. Borges se instala en cambio (sin monologo interior, sin análisis proustiano) en la conciencia del hombre y verifica allí que el horror de la muerte real no es peor (ni mejor) que el de las mil muertes sufridas en la espera; verifica (ya en otro plano que ahora interesa más) que no hay casi manera de distinguir la muerte real de esas muertes previas, sus borradores confusos, que la imaginación proveyera. La realidad sólida, aparencial, aparece destruida por su mirada y muestra su incoherencia, su desgarrada faz de pesadilla.

V

LA COSMOVISION

... un misterio y una esperanza: la eternidad.
(EL IDIOMA DE LOS ARGENTINOS, 1928ZÓ.

El Tiempo y el Mundo

No es posible considerar el nihilismo como la última etapa de esta obra. El universo que muestran sus ficciones no es, en verdad, caótico; este escritor que las crea no es, en verdad, nihilista. La visión caótica y nihilista se refiere únicamente al mundo de las apariencias. Pero si el lector es capaz de trascender la corteza de estas ficciones y alcanzar la grave realidad subyacente se puede descubrir otra perspectiva. Para ello es posible guiarse por las revelaciones contenidas en Nueva refutación del Tiempo, 1947, librito en que resume Borges su más perdurable inquisición metafísica. Allí escribe: "Berkeley negó que hubiera un objeto detrás de las impresiones de los sentidos; Hume que hubiera un sujeto detrás de la percepción de los cambios. Aquél había negado la materia, éste negó el espíritu; aquél no había querido que agregáramos a la sucesión de impresiones la noción metafísica de materia, éste no quiso que agregáramos a la sucesión de estados mentales la noción metafísica de un yo".

Prolongando entonces a estos negadores del espacio y del yo, Borges niega el tiempo, y afirma: "Fuera de cada percepción (actual o conjetural) no existe la materia; fuera de cada estado mental no existe el espíritu; tampoco el tiempo existiría fuera de cada instante presente." O como escribe Schopenhauer en palabras que el mismo Borges cita: "Nadie ha vivido en el pasado, nadie vivirá en el futuro; el presente es la forma de toda vida, es una posesión que ningún mal puede arrebatarle."

Esta convicción metafísica, que Borges razona y comparte, no es sólo producto de una especulación. El mismo libro permite conocer una experiencia en que Borges vivió (creyó vivir) la eternidad. Aparece contada en el fragmento titulado Sentirse en muerte (hacia 1928). Borges recorre, solitario y feliz, la noche del suburbio porteño. Se detiene a contemplar una tapia rosada. "Me quedé mirando esa sencillez (escribe). Pensé, con seguridad, en voz alta: Esto es lo mismo de hace treinta años... Conjeturé esa fecha: época reciente en otros países, pero ya remota en este cambiadizo lado del mundo. Tal vez cantaba un pájaro y sentí por él un cariño chico, de tamaño de pájaro; pero lo más seguro es que en ese ya vertiginoso silencio no hubo más ruido que el también intemporal de los grillos. El fácil pensamiento `Estoy en mil ochocientos y tantos' dejó de ser unas cuantas aproximativas palabras y se profundizó en realidad. Me sentí muerto, me sentí percibidor abstracto del mundo: indefinido temor imbuido de ciencia que es la mejor claridad de la metafísica. No creí, no, haber remontado las presuntivas aguas de Tiempo: más bien me sospeché poseedor del sentido reticente ausente de la inconcebible palabra "eternidad". Sólo después alcancé a definir esa imaginación. La escribo ahora así: Esa pura representación de hechos homogéneos -noche en serenidad, parecita límpida, olor provinciano de la madreselva, barro fundamental- no e meramente idéntica a la que hubo en esa esquina hace tantos años es, sin parecidos ni repeticiones, la misma. El tiempo, si podemos intuir esa identidad, es una delusión: la indiferencia e inseparabilidad de un momento de su aparente ayer y otro de su aparente hoy basta para desintegrarlo."

Un idealismo que lleva sus conclusiones más lejos que Berkeley y Hume y (tal Vez) Schopenhauer, tal es la cosmovisión que encierran las ficciones de Borges, la obra entera de este creador impar. A esta luz, todo cambia. El tema del doble adquiere nuevo significado. No se trata ya de un doble porque todos los hombres son el mismo hombre y hay un solo hombre. (En la fantasía arqueológica que se titula El inmortal se despliega con abundancia de detalles y felicidad de estilo el tema.) Y los juegos con el tiempo presentan otro sentido. Incluso algunas de eras ficciones que muestran a Borges o a sus creaturas, habitados por revelaciones y éxtasis (por ejemplo, El testigo en el volumen Dos fantasías memorables, escrito en colaboración con Bioy Casares; o El Zahir y El Aleph, en el Volumen homónimo) se revelan como metáforas, patéticas o burlescas, de aquella intuición fundamental de la eternidad del presente, de la abolición del Tiempo, que golpeó a Borges una noche de 1928 en una callne del suburbio porteño.

VI

EL HOMBRE

Negar la sucesión temporal, negar el yo, negar el universo astronómico, son desesperaciones aparentes y consuelos secretos. Nuestro destino (a diferencia del infierno de Swedenborg y del infierno de la mitología tibetana) no es espantoso por irreal; es espantoso porque es irreversible y de hierro. El tiempo es la sustancia de que estoy hecho. El tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy el río; es un, tigre que me destroza, pero yo soy el tigre; es un fuego que me consume, pero yo soy el fuego. El mundo, desgraciadamente, es real; yo, desgraciadamente, soy Borges.
(NUEVA REFUTACIÓN DEL TIEMPO, 1947.)

Borges el memorioso

¿A qué se debe esa duplicidad de las ficciones de Borges, ese oscilar entre la concepción francamente fantástica y la apariencia del realismo? El fundamento está, ya se ha visto, en la peculiar cosmovisión del escritor. Pero esa weltanschauung (para usar la palabra técnica) depende estrechamente de las circunstancias concretas de este ser Borges. Para los que se sientan repugnados por la explicación de raíz metafísica arriba expuesta, se puede intentar una segunda (psicológica) que no sólo no la desmiente sino que la confirma, El punto de partida lo ofrece uno de sus cuentos, que Borges ha calificado del mejor.

En Funes el memorioso ha trazado una suerte de autobiografía espiritual. El cuento presenta a un muchacho de Fray Bentos que a consecuencia de una caída de caballo queda tullido. El accidente tiene otra consecuencia. "Al caer, escribe Borges, perdió el conocimiento; cuando lo recobró, el presente era casi intolerable de tan rico y tan nítido, y también las memorias más antiguas y más triviales." Más adelante detalla el relator (el mismo Borges): "Nosotros de un vistazo, percibimos tres copas en una mesa; Funes, todos los vástagos y racimos y frutos que comprende una parra. Sabía las formas de las nubes australes del amanecer del treinta de abril de mil ochocientos ochenta y dos y podía compararlas en el recuerdo con las vetas de un libro en pasta española que sólo había mirado una vez y con las líneas de la espuma que un remo levantó en el Río Negro la víspera de la acción del Quebracho."

El mundo que contempla Funes (y que estas citas tratan de evocar en el recuerdo del lector), ese mundo en que nada es olvidado, en que todo es presente, no es esencialmente distinto al que contempla cotidianamente su creador. Apenas si está amplificado por la literatura, por el estilo. Una memoria prodigiosa le permite también a Borges fijar para siempre las circunstancias de cada instante; una repetición o monotonía de su vida diaria le permite rectificar en el detalle la misma acción, cotidianamente ejecutada. El insomnio que acosaba también a Funes, le facilita la lenta elaboración de sus ficciones. Largas interminables noches preceden a cada una de sus obras y las dejan marcadas para siempre con sus intervalos de pesadilla o de éxtasis. En sus cuentos abundan esas señales inequívocas de la lucidez alucinatoria del insomnio, esa exasperación intuitiva, ese aumento cruel de las percepciones, unidas (es claro) a las ocasionales distracciones, a los lapsos de inconsciencia que el mismo insomnio alimenta, esos lapsos en que las cosas más nítidas suelen confundirse y los límites borrarse súbitamente.

Todos los cuentos abundan en estas señales. En La forma de la espada, al confesarse John Vincent Moon suele equivocar los términos ("Antes o después, dice, orillamos el ciego paredón de una fábrica o un cuartel"), y acaba por reconocer que los nueve días que pasó ocultándose de sus enemigos en la enorme quinta del general Berkeley (¿o del obispo?, hace conjeturar a su lector Borges), esos nueve días pesadillescos por el miedo forman uno solo en el recuerdo.

En La muerte y la brújula el detective Eric Lönnrot recorre una vieja quinta. "Por antecomedores y galerías salió a patios iguales y repetidas veces al mismo patio. Subió por escaleras polvorientas a antecámaras circulares; infinitamente se multiplicó en espejos opuestos; se cansó de abrir o entreabrir ventanas que le revelaban, afuera, el mismo desolado jardín desde varias alturas y varios ángulos; adentro, muebles con fundas amarillas y arañas embaladas en tarlatán." Es decir: Eric Lönnrot se sumerge en una quinta que es un mundo de pesadilla, gobernado por las trampas de una simetría onírica.

Y no son éstas las únicas señales que muestran la identidad de los sueños o vigilias del creador con los de personajes o circunstancias de sus ficciones. A través de todos los cuentos (sean fantásticos o pretendidamente realistas) algunos elementos muestran esa identidad de visión. Se trata de imágenes que no sólo hechizan a los personajes; hechizan también al autor. Los losanges amarillos que evoca Emma Zunz (estaban en la quinta de Lanús que su padre poseía y que les remataron cuando la quiebra) reaparecen ante el hombre que espera como "los desvaídos rombos de la pinturería y ferretería" del barrio en que se ha refugiado. Esos losanges vuelven, coloridos, y se instalan en la pared de otra pinturería junto a la que se descubre el cadáver, apuñalado, de Daniel Simón Azevedo en La muerte y la brújula. A través de todo este cuento, en los arlequines enmascarados que se llevan (que fingen llevar) a Gryphius borracho o herido de muerte; en la ventana del mirador en que Lönnrot enfrenta la solución del misterio, el tema de los losanges es símbolo o metáfora de la secreta simetría de la historia policial. Esos losanges vienen, sin duda, del fondo de la historia personal de Borges, de su infancia en la quinta de Adrogué, poblada de corredores pesadillescos que se reflejan en abominables espejos.

¿Habrá que agregar también otras coincidencias estilísticas entre los cuentos que sugieren (o documentan) una intuición compartida honda, recurrentemente por el autor? El narrador de Hombre de la esquina rosada, al ver el coraje de Francisco Real, el guapo del otro barrio que viene a desafiar, se siente anonadado y expresa: "Yo hubiera querido estar de una vez en el día siguiente, yo me quería salir de esa noche." Quince años después, al contar cómo Emma Zunz reacciona ante la noticia de la muerte de su padre, repite Borges: "Su primera impresión fue de malestar en el vientre y en las rodillas; luego de ciega culpa, de irrealidad, de frío, de temor; luego, quiso ya estar en el día siguiente."

Unidad central de la obra

No es posible (no es tampoco necesario) explicar a Proust sólo por el asma, a Herrera y Reissig sólo por la taquicardia, a Borges sólo por e insomnio. Aquí no se esboza una explicación única. Sólo se pretende confirmar, con algún detalle estilístico, una intuición invasora: la de una visible identidad entre el mundo de las ficciones y el mundo que habita realmente su inventor; la intuición de que la realidad es para Borges pesadillesca, de que sus ficciones (fantásticas o realistas) son verdaderas en el sentido de que copian una realidad alucinada: la de su autor. Con lo que se vuelve a la weltanschauung ya esbozada.

Esta intuición también puede razonarse. Un cuidadoso examen de la obra de Borges permite demostrar fácilmente que, como Funes, él se sintió alguna vez, "solitario y lúcido espectador de un mundo multiforme, instantáneo y casi intolerablemente preciso"; que no sólo habla John Vincent Moon cuando asegura: "Lo que hace un hombre es como si lo hicieran todos los hombres. Por eso no es injusto que una desobediencia en un jardín contamine al género humano; por eso no es injusto que la crucifixión de un solo judío baste para salvarlo. Acaso Schopenhauer tiene razón: yo soy los otros, cualquier hombre es todos los hombres. Shakespeare es de algún modo el miserable John Vincent Moon"; que las mismas palabras con que Yu Tsun expresa su perplejidad ante el laberinto inventado por su antepasado ("Me sentí... percibidor abstracto del mundo") habían sido usadas antes por su inventor para comunicar su perplejidad metafísica, en una noche de suburbio de 1928, ante la súbita intuición de la eternidad; que uno de los argumentos utilizados por Jaromir Hladik en su Vindicación de la Eternidad ("no es infinita la cifra de las posibles experiencias del hombre y ... basta una sola `repetición' para demostrar que el tiempo es una falacia") ya había sido empleado, antes de El milagro secreto, por Borges en Nueva refutación del Tiempo.

¿Para qué continuar? La trama de las intuiciones de Borges y la trama de sus ficciones son una y la misma cosa. Debajo de las metáforas narrativas (que suelen llamarse cuentos) se esconde una concepción idealista de la Realidad, una metafísica hondamente enraizada en las experiencias del hombre. Por eso, este hombre Borges (este creador) es también John Vincent Moon el traidor, es también Eric Lönnrot el detective, es también Irineo Funes el memorioso.

VII

UNA LITERATURA

Quizá la manera más eficaz de acceder al mundo literario que cubre el nombre de Jorge Luis Borges sea aceptar, de una vez por todas, que no se le puede comprender cabalmente si no se le considera como una literatura dentro de otra. Borges lo ha dicho de algunos grandes creadores de occidente (de Joyce, de Goethe, de Quevedo, de Shakespeare, de Dante) y tal vez no sea excesivo aplicárselo a él mismo. En efecto, su literatura no es sólo un capítulo o una etapa o una tendencia dentro de la literatura argentina (e hispanoamericana) contemporánea. Es toda una literatura, con su pluralidad de géneros, desde la lírica hasta la fabulación metafísica; con sus evidentes períodos, desde la renovación ultraísta del 20 hasta la fantasía arqueológica de hoy; con sus corrientes opuestas y hasta excluyentes, desde el versolibrismo del comienzo hasta el neoclasicismo de los últimos poemas. Una literatura que tiene su propia retórica y estilística, una metafísica que le da unidad y convierte una obra en apariencia fragmentaria en un todo coherente, un estilo inconfundible y hasta sus apócrifos. Una literatura que a pesar de su variedad revela la unidad del ser Borges, su creador, su tema secreto."

 

Responsables

L. Block de Behar
lbehar@multi.com.uy

A. Rodríguez Peixoto
arturi@adinet.com.uy


S. Sánchez Castro
ssanchez@oce.edu.uy

 


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