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Estructura y estilo de Soledad de Eduardo Acevedo
Díaz.
En: Número, nº 26, marzo 1955
p. 73-84.
I
El tema y los personajes
"Soledad (1894) desarrolla dos conflictos simultáneamente:
el del amor-pasión entre la protagonista y Pablo Luna ("crecimiento
inexorable del amor", dice Omar Prego Gadea); el de un
odio, también inexorable, entre Pablo Luna y don Brígido
Montiel, el estanciero y padre de Soledad. Ambas pasiones tienen
origen diverso. Soledad distingue pronto a Luna entre los hombres
que la Rodean y celan. Él pasa, indiferente sólo
en apariencia, provocativo en su silencio y en la esquivez de
su mirada; no la elude pero tampoco la acecha. Hace valer así
su estampa, inusitada en el pago, de varón melancólico
y hermoso. En Soledad nace el deseo por comparación y contraste
entre este hombre y los que la procuran, en particular el prometido
que le ha buscado su padre, el viejo (para ella) Manduca Pintos.
En cuanto a Montiel, se opone a Luna por considerarlo (tal vez
con razón que el autor no fundamenta) como un matrero,
como un ser parásito que carnea sus animales y elude el
trabajo honrado. La circunstancia (no casual) de ser Soledad hija
de don Brígido, contribuye a acentuar el antagonismo entre
ambos hombres, agrava una situación insostenible, provoca
la crisis. Soledad se convierte en el motivo más inmediato
(aunque no el único, como creen apresurados lectores) del
odio entre su padre y su amante.
El primero de los temas de esta novela (el erótico) ha
sido suficientemente glosado por la crítica (1). Insisto
ahora en el segundo, en la oposición Luna-Montiel. Un planteo
psicológico suele ver en el desarrollo de este tema la
prueba del carácter resentido de Pablo Luna. Repaso de
hechos: Atraído por Soledad, Luna se dirige a la estancia
a solicitar trabajo en el momento de la esquila, lo obtiene del
capataz (aunque con la advertencia de que no se deje ver del dueño);
don Brígido lo ve y lo echa con insultos; Pablo se va,
visiblemente agraviado pero sin rebelarse (capítulo IX);
esa misma noche se encuentra con Soledad en una loma; don Brígido
los descubre insulta y pega a Pablo, quien no se defiende; el
incidente no se agrava por la decidida intervención de
Soledad (capítulo X); durante todo el resto de la noche
y el día siguientes Luna masculla y sufre su agravio, hasta
que se dibuja en él la forma de la venganza : el incendio
(capítulo XI).
Uno de sus críticos ha llegado a hablar del carácter
eminentemente exótico de Luna, de su ajenidad al mundo
gauchesco y en particular a la psicología del gaucho cantor
(o gaucho-trova, como lo llama Acevedo Díaz). "La
mayoría de cantores y payadores eran hombres abiertos,
francos, sociables, valerosos. Pablo Luna representa el otro hemisferio
de esta fauna lírica: el tímido, el resentido, el
andrógino, el esquizofrénico." Tal vez
sea cierta la afirmación de que Luna no es un gaucho cantor
típico. Pero parece evidente que el crítico exagera
su atipicidad. Los rasgos de coquetería de Luna le parecen
demasiado femeninos y llega a hablar de homosexualidad (2).
Parece posible una interpretación menos extremista. La
rivalidad de Luna y Montiel tiene una causa más honda que
la mera oposición de caracteres: es de naturaleza social.
Es la lucha entre un, individuo (don Brígido) que tiene
su lugar en la sociedad, que lo cuida y lo defiende, y un ser
asocial (Pablo), deliberadamente vuelto hacia la naturaleza y
la soledad, huraño, incomunicado. Este ser, si se le acosa,
puede llegar a cometer actos antisociales. La cualidad general
o abstracta de ser asocial de Pablo Luna aparece expuesta por
el autor desde el comienzo de la novela. Pablo es (o parece ser)
huérfano; vive solo; a pesar de su gusto por la guitarra,
rehuye la sociabilidad de los peones y se hunde en la naturaleza,
satisfecho de acordar su canto al no aprendido de las aves (como
diría Garcilaso); es un ensimismado, que sólo rompe
su aislamiento (en contadas, bruscas, ocasiones) si algún
ser acosado o en peligro lo necesita, pero que de inmediato vuelve
a desaparecer, a hundirse en el monte hospitalario.
Soledad despierta en él un impulso de sociabilidad; le
hace volver al contacto humano, buscar la manera de ingresar -por
el trabajo, en la esquila- en el orden social. Al ser rechazado
brutalmente por don Brígido, su naturaleza asocial reacciona
también brutalmente. Enfrentado a la sociedad, acaba por
violar todas sus normas: conquista a Soledad, incendia la estancia
provocando así la muerte de don Brígido, mata a
Manduca Pintos, se hunde en la noche de la selva, con la mujer
que ha raptado.
Queda el problema de su coquetería. Repasada la morosa
descripción de Acevedo Díaz (el cuidado en el vestir,
la guedeja de pelo sobre el ojo, "gracioso celaje"
que tal vez servía para ocultar un párpado caído,
la cintura estrecha, como "de mujer", la oreja
"tan chica como el reborde de un caracol rosado")
no se encuentra en ella nada que pueda denunciar un elemento andrógino
y (menos aún) homosexual. Luna se cuida como el macho de
las especies ostenta sus atributos más brillantes, sus
colores más lucientes. Hay en su coquetería rasgos
eminentemente sensuales pero de virilidad y hasta de agresividad
viril. Por otra parte, y según apuntó ya otro crítico,
rasgos equivalentes (rizos blondos, ojos pardos, boca de cereza,
"carita de hembra pelirrubia") ostenta Ismael
Velarde, sobre cuya virilidad nadie puede echar sombras. (El autor
llega a calificarlo de: "gauchito de boca de clavel"
(3).)
No es falta de virilidad lo que moviliza la venganza de Luna;
es su actitud asocial, que Acevedo Díaz ha presentado (sin
declararla) con sumo cuidado desde el comienzo del libro. Pero
ésta es una sola cara de la composición de su novela
(la social); desde otro punto de vista es posible acceder mejor
a su verdadera creación novelesca.
II
La estructura narrativa
El tema (simple, concentrado, breve) no toleraba la dimensión
narrativa mayor: la de sus novelas históricas. Al autor
le bastó la dimensión intermedia de nouvelle,
que soporta la variedad dentro de la única intriga, el
desarrollo pausado de algún episodio (en este caso: el
incendio final), al tiempo que permite una gran rapidez y la exigente
integración de cada uno de sus elementos, en un mecanismo
único, tenso. Acevedo Díaz desarrolló su
tema en forma lineal. El planteo de la relación amorosa
(capítulo V) es precedido por cuatro capítulos destinados
a la presentación, misteriosa, de Luna (I-III) y de don
Brígido Montiel y su hija Soledad (IV). En el mismo capítulo
V se indica la preexistencia de una oposición entre don
Brígido y Luna ("don Brígido le tenía
mucha inquina a Pablo, porque, según él, vivía
de sus ovejas y de sus vaquillonas, sin que nunca hubiese podido
sorprenderlo en una carneada"). La doble situación
progresa, alternativamente, hasta el capítulo X (verdadero
eje narrativo de la obra) en que Soledad se entrega a Luna y don
Brígido lo golpea. El desenlace resuelve simultáneamente
los dos conflictos.
La intriga progresa sin complejidades, sin desarrollos laterales,
sin saltos al pasado. Es cierto que hay racconti pero ellos no
están en función de la intriga (como ocurre en Ismael,
1888) sino que sirven para ilustrar la naturaleza de los personajes.
Así, por ejemplo, en los capítulos II y V se cuentan
hazañas anteriores de Pablo Luna (la identificación
en la noche de una res gorda, la intervención a favor de
un matrero acosado, la salvación de otro que se ahogaba
en las aguas de un arroyo crecido); ellas permiten reconocer su
valentía, documentan su conocimiento del campo, completan
rasgos de su carácter y (por la manera de ser comunicadas
indirectamente al lector) no disminuyen el aura de misterio que
con tanta cautela ha levantado Acevedo Díaz para envolver
a su personaje. Del mismo modo, otros personajes son revelados
por el racconto: Rudecinda, la Bruja, en el capítulo
III; las relaciones de Soledad con Manduca Pintos y con los peones,
en el capítulo VI.
Ni siquiera se atenúa esa estructura lineal al final de
la nouvelle. Al estudiar la famosa escena del incendio, uno de
sus críticos ha hablado de simultaneísmo
y ha escrito que para aliviar la monotonía de una descripción
que abarca seis capítulos (XII-XVII) "Acevedo Díaz
recurre al procedimiento estilístico de irlo enfocando
sucesivamente desde cada uno de los personajes": en los
capítulos XII y XIII el punto de vista asumido es el del
incendiario, Pablo Luna; en el XIV se pasa a Soledad; le corresponde
el XV a don Brígido Montiel; el XVI a Manduca Pintos; la
serie se cierra, en el XVII, con Pablo Luna otra vez. Sin embargo
y contra lo que sugiere la cita, el incendio no se cuenta, entero,
cuatro (o cinco) veces. El autor aprovecha los cuatro puntos de
vista posibles para mostrar las etapas del crecimiento de la inmensa
conflagración. Se trata, en realidad, de un procedimiento
esencialmente sucesivo y el mismo crítico ha dejado deslizar
el adverbio "sucesivamente" en el párrafo
arriba citado. Cada cambio del punto de vista, podría insistirse,
no vuelve la acción hacia atrás sino que la toma
en una etapa más avanzada de su desarrollo.
III
El punto de vista
Cuando Acevedo Díaz cuenta el incendio asumiendo sucesivamente
el punto de vista de cada uno de sus personajes está utilizando
una técnica tan antigua e ilustre como la Ilíada:
no de otro modo expone Homero sus batallas, eligiendo en cada
caso el punto de vista más privilegiado (o el más
oportuno, dramáticamente). No es necesario que ese punto
de vista coincida con el de un personaje determinado (en el capítulo
XVII más que el de Pablo Luna es el del autor el asumido);
tampoco es necesario que sea el de un observador especial, un
testigo que el autor interpola visiblemente en la obra para acentuar
el punto de vista (como ocurre casi siempre en Henry James, estricto
coetáneo de Acevedo Díaz y a quien éste no
conoció). El punto de vista narrativo suele corresponder
al de un ser impersonal y privilegiado, el autor. Como Dios de
sus creaturas, puede mostrarlas en su apariencia externa y en
su esencia.
En Soledad Acevedo Díaz no abusa de su privilegio,
y de aquí la falsa impresión de que asume el punto
de vista de un observador imparcial. Todos los personajes son
vistos desde fuera y por dentro, según las conveniencias
narrativas. Bastaría para probarlo la secuencia (capítulos
V-VII) en que Acevedo Díaz registra detenidamente el impacto
de Luna en Soledad. Sin embargo, frente a uno de sus personajes,
el autor asume (casi siempre) la actitud de observador impersonal:
en la presentación de Pablo Luna se esmera en mostrarlo
desde fuera y, también, desde lejos. Ya ha sido observado
por Prego Gadea este procedimiento, aunque no parece superfluo
caracterizado con mayor precisión. El capítulo I
abunda en expresiones como "según era fama",
"cuando de él se hablaba", "decíase",
"añadíase", "a juzgar por
la pinta", "solía vérsele pasar",
"habíase observado", "se conocía".
Todas ellas tienden a presentar a Luna de fuera, a los ojos de
un observador (o de varios). En realidad, obedecen a la voluntad
de presentar a Luna como lo verían en el pago, con lo que
se obtiene una doble caracterización por contraste y se
preserva (por el momento) el misterio de su psicología.
Incluso cuando el autor debe ahondar más en el personaje
o comunicar una acción que nadie pudo ver (capítulo
III, con la muerte de la Bruja y el combate de Luna con los perros
cimarrones), prefiere mantener el punto de vista externo y ofrecer
las acciones del personaje. La escasa visión interior limita
voluntariamente su alcance por medio de fórmulas dubitativas.
El autor quiere mostrar que Luna es hijo de la Bruja, pero no
quiere decirlo. Explica entonces su dolor y su llanto con expresiones
de clara ambigüedad, como si el misterio se revelase en forma
incompleta.
Hay, sin embargo, excepciones a este procedimiento y éstas
empiezan a abundar a medida que la nouvelle avanza hacia
su culminación y el misterio va iluminándose. Es
ejemplar, en este sentido, todo el capítulo XVII en que
Acevedo Díaz no sólo muestra el incendio de los
campos de Montiel sino que expone el que arde en el interior de
Pablo Luna. (El símil está declarado por el mismo
autor). En esta segunda actitud explicativa, Acevedo Díaz
llega a cometer errores, casi imperdonables: mostrar por dentro
al personaje con un lenguaje absolutamente ajeno a su psicología.
En el capítulo XII escribe: "Pablo no apuró
su cabalgadura. Mantuvo la marcha al trote, largo rato, sin tropiezo,
confiado en el mutismo de los campos y en la obra del misterio."
Mutismo de los campos, obra del misterio; lenguaje abstracto
que resulta completamente inadecuado para expresar lo que realmente
podía sentir el gaucho-trova.
Pero dejando de lado este ejemplo, y considerándolo sólo
como desliz narrativo, ¿cómo explicar el cambio
radical en el punto de vista narrativo de Acevedo Díaz
entre el primer capítulo (visión externa y ajena
de Luna) y el último (visión interior)? Hasta cierto
punto, está determinado por el mismo desarrollo de la intriga.
A medida que Luna es obligado a actuar (primero rondando a Soledad,
más tarde enfrentándose a don Brígido), se
va revelando su naturaleza profunda. Los límites de su
ser social se reconocen; su resentimiento asume proporciones antisociales,
a la vez que se desnuda el deseo despertado por Soledad. Su misterio
se evapora en pare. La iluminación interior de sus actos
es mayor y cuando ocurre la crisis (el castigo recibido por mano
de don Brígido) el autor está obligado a mostrar
a Luna desde dentro.
Sin embargo, no ha abolido por completo el misterio. Hay siempre
una sombra que envuelve el gaucho-trova, un aura que Acevedo Díaz
preserva hasta la última frase ("hundiéndose
por grados en los lugares selváticos como en una noche
eterna de soledad y misterio") y esto no sólo
porque el misterio es inherente al personaje de Luna sino porque
toda la nouvelle descansa en el Misterio y su estructura y su
estilo narrativos están determinados por él.
IV
La Estructura Poética
La semejanza entre el tema erótico de Soledad y
el de Ismael ya ha sido señalada por la crítica.
Hay también en Ismael una pasión (Felisa
e Ismael) contrariada por un antagonismo (Ismael y Almagro); hay
una intensificación del antagonismo por la presión
del motivo erótico. El desarrollo de la pasión amorosa
es muy semejante. También Ismael provoca a Felisa con su
silencio y su esquivez; también es parco de palabras en
la lid amorosa y generoso de gestos que compensan con creces el
laconismo (4); también se enciende entre ellos el deseo
con ímpetu genésico incontenible.
Hay detalles menores que acentúan la semejanza. Ismael
es huérfano y cantor; tiene una belleza viril en la que
no faltan rasgos de delicadeza femenina que sirven para subrayarla;
la sazón erótica de Felisa es dada por comparación
con el fruto del país, incitante, fuerte. Pero hay, es
claro, notorias diferencias. Las anecdóticas son de menor
importancia: Almagro no es el padre sino el primo de Felisa y
la cela para él (en realidad, suma la condición
de Manduca Pintos a la de don Brígido); Ismael no es un
ser asocial; el desenlace es muy distinto.
A estos accidentes se suman diferencias profundas, determinadas
por la índole misma de ambas obras. El antagonismo de Ismael
y Almagro se proyecta contra un marco bélico y nacional:
Ismael es criollo y lucha en las fuerzas de Artigas, Almagro es
español. El autor los enfrenta en la batalla de Las Piedras,
culminación de la novela: En Soledad la anécdota
erótica no es parte de otro orden mayor; sino su mismo
centro.
Donde se advierte mejor esta diferencia de naturaleza es en la
actitud poética de Acevedo Díaz. En Ismael
los personajes están presentados en su doble condición
de individualidades y de arquetipos. Baste la consideración,
sumaria, del capítulo VII. La entrada de Ismael en el monte
donde se ocultan los matreros está presentada, sucesiva
y a veces simultáneamente, desde dos puntos de vista: narrativo
(Ismael huye y se interna en el monte), histórico-sociológico
(un gaucho huye y se interna en un monte). Otro ejemplo notable
(y también válido ahora porque encuentra su equivalente
en Soledad) es el del capítulo XIX en que Ismael
posee a Felisa. Está contado sin regodeos sensuales, pero
con la misma doble visión narrativa y sociológica.
Parece el apareamiento de dos animales, hermosos y simbólicos.
Acevedo Díaz, novelista, no puede refrenar al sociólogo
positivista y se deja decir: "El gaucho vigoroso que domaba
potros, era en aquel instante lo que el clima y la soledad lo
habían hecho: un instinto en carnadura ardiente, una naturaleza
llena de sensualismos irresistibles y arranque grosero."
A la óptica intimista y a la vez objetiva del creador narrativo
se sustituye en pasajes semejantes la visión del sociólogo
que delinea lo típico, habla de la ley de la evolución,
de las fuerzas de la naturaleza y del clima (id. est.: del medio),
la voz de la raza, la presión de la historia, etc.(5).
En Soledad no hay sociología ni hay historia; tampoco
hay arquetipos. En la escena del encuentro de los amantes nada
se explica: todo se presenta. La asociación animal está
viva en el lector por alusiones que desliza el autor y que actualizan
un episodio previo (capítulo VII) en que Soledad asiste
a un espectáculo habitual en su mundo (el padrillo cubriendo
a una yegua) y por primera vez alcanza su significado sensual
general. Acevedo Díaz ha abandonado el método sociológico
que da naturaleza narrativa híbrida a Ismael. Su
concepción de Soledad es estrictamente poética.
La naturaleza misma de ambas obras explica la diferencia de procedimiento.
Ismael es una novela histórica, doblada de un ensayo
sociológico. Soledad es ficción pura (el
autor la subtitula: Tradición del pago). Su misma
condición novelesca está acentuada por la indiferente
localización temporal, por su indeterminación espacial.
Se puede suponer que ocurre en algún lugar cercano a la
frontera con el Brasil (algunas voces, el personaje de Manduca
Pintos) y se la puede ubicar en una pausa de las guerras civiles
(no hay la menor alusión bélica). Pero su misma
indeterminación justificaría proyectarla más
hacia el pasado aún, hasta los orígenes mismos,
en el seno misterioso de la tradición.
Si Acevedo Díaz (tan sensible para lo histórico,
tan minucioso en su determinación espacio-temporal) nada
dice es porque nada quiere decir; porque desea que su tradición
se mueva en un marco indeterminado, rico en sugestión.
Poema en prosa ha dicho uno de sus mejores críticos
(tal vez el mejor de sus sentidores) (6). Toda la novela está
atravesada internamente, por un sistema de alusiones poéticas
que empapan todos sus elementos. Ellas constituyen su estructura
poética, no visible pero sí actuante. Sin ánimo
de agotar el tema pueden indicarse sus líneas más
firmes. El título mismo, con su ambivalencia, está
revelando la intención del autor. Soledad es el nombre
de la protagonista; es también la condición en que
ella se encuentra ("Recién se apercibió
que a su alrededor había como un vacío, y que la
soledad no lo llevaba en el nombre sino dentro de sí misma",
dice en el capítulo VII, cuando medita sobre Luna). Es
asimismo la condición de Luna, solitario por excelencia.
El desarrollo mismo de la intriga no lleva a Luna y a Soledad
a abolir su condición de solitarios y a ingresar en un
orden social, colectivo; los lleva a huir del mundo, a compartir
más íntima y estrechamente esa soledad selvática
en que el autor los hunde al término de la nouvelle.
Pero hay otros elementos que apuntalan la estructura poética
de la obra. Uno de los más notorios es el paralelismo de
temas o motivos, lo que podría calificarse de las grandes
metáforas narrativas. (No me refiero a las metáforas
poéticas que la novela toma de la épica y que son
también posibles en un poema lírico; sino a esa
otra relación que se establece entre dos partes de una
misma narración, explícita o implícitamente,
por la semejanza de motivos o situaciones y que permiten al autor
ahondar el significado de cada una.) La más evidente en
Soledad es la metáfora, ya aludida, del encuentro
nocturno de la protagonista y Luna con el apareamiento anterior
de los animales. La manera de traer a la conciencia del lector
este episodio es sumamente eficaz. En el diálogo desliza
Acevedo Díaz palabras (cariñosas en su rudeza) que
llevan connotaciones animales: °Parejito que a bagual",
dice Luna cuando Soledad tendida en el suelo, le tira al rostro
un puñado de gramilla; Ojizaino, le murmura ella, apartando
de su rostro el bucle que cubre uno de los ojos. Pero no sólo
el diálogo, la narración misma va potencializando
de una animalidad discreta, el juego de los amantes. Cuando se
están mirando y no han empezado todavía las caricias,
rompe el silencio de la noche "el relincho aislado de
los potros en el valle"; cuando Pablo ya la está
acariciando y besando, el autor anota: "Después
la ciñó con sus brazos de la cintura, resollante,
la atrajo hacia sí, impetuoso y la tuvo estrechada largos
momentos hasta hacerla quejarse." La descripción
del apareamiento animal (en el capítulo VII) insiste en
las mismas notas aunque, es claro, da la situación con
una fuerza y concisión que hubiera resultado grosera en
el segundo caso.
Otros ejemplos podrían estudiarse: la relación
casi erótica entre la guitarra y Luna, enfatizada desde
las primeras páginas de la nouvelle, va cediendo paso a
la de Luna con Soledad; en el último párrafo, ambas
aparecen íntimamente ligadas al gaucho-trova ("a
grupas llevaba la guitarra -confidenta amada de sus dolores- y
en brazos una hermosa -último ensueño de su vida").
O, también, el paralelismo (ya relevado) entre el incendio
del campo y el incendio que devora íntimamente al personaje
(capítulo XVII). Pero hay un tema más importante
y que constituye, sin duda, la clave poética de la obra:
la Bruja.
El autor la presenta en un racconto (capítulo III)
: se llamaba Rudecinda, había tenido un hijo (que la abandona,
"acosado por la miseria y por las persecuciones injustas
de la autoridad"), era curandera y Manduca Pintos la expulsa
de su estancia; va a vivir al campo de don Brígido, en
lo espeso del monte; allí disputa una noche una oveja muerta
a los perros cimarrones y es destrozada por ellos. Pablo Luna
llega a tiempo para vengarla, para reconocerla como su madre.
(Aunque el autor lo insinúa no lo dice hasta el fin.) Pero
el entierro de la Bruja y la matanza de los perros cimarrones
no expían el crimen. Sobre toda la novela se cierne la
figura del cadáver de la Bruja, custodiado por un ñacurutú.
A veces la acción pasa cerca de donde aquél se halla;
otras, se desliza en el diálogo (incluso en el encuentro
nocturno de los amantes). A medida que la novela llega a su clímax,
la figura de la Bruja está más presente. Cuando
Pablo traga su afrenta y medita la venganza (capítulo XI)
se cruza en sus sueños "un fantasma sangriento
enseñando anchas heridas a través de sus harapos;
fantasma que huía perseguido por una banda de perros famélicos,
veloces monstruosos de erizados pelos y agudos colmillos."
En el delirio de su resentimiento, Luna habla incoherencias con
la sombra de la Bruja. Toda la venganza está presidida
por su fantasma. En el último capítulo, cuando ya
el incendio está desatado, ha muerto don Brígido
y Manduca Pintos trata de salvarse con Soledad, la fuga se hace
por el Barranco de la Bruja. Allí Manduca abandona a Soledad
(el caballo no puede aguantar el peso de ambos); allí,
en el instante de la huída, oye una voz "más
semejante al roncar de un tigre que a un acento humano"
y cree, desvariando, que es la voz de la Bruja. Es Pablo Luna
que viene a salvar a Soledad y a matar a Manduca. Viene también
a vengar a la Bruja. Ante los restos de la Bruja inmola a Manduca
Pintos.
Porque hay una historia no advertida dentro de esta ficción.
Manduca Pintos era causante de la primera expulsión de
la Bruja, la que la arroja al monte, en compañía
de los perros cimarrones (capítulo III); había sido,
además, maldecido por la Bruja, que se le cruza en el camino,
horrible y arrojándole un puñado de hierbas, para
hundirse de inmediato entre las breñas. Debajo de la trama
visible de Soledad (la pasión de los jóvenes,
al antagonismo de los hombres) se cuenta una historia fantástica
de horror y superstición. Esa historia está presidida
por la Bruja, como momia y como sombra, y agrega a la dimensión
poética de la nouvelle una perspectiva fantástica.
El Misterio aparece entonces como una condición no sólo
inherente a la psicología de Pablo Luna sino a la misma
obra, en cuya concepción circula ese romanticismo vigoroso
del autor que un arte realista cada vez más disciplinado
no ha conseguido abolir.
V
El Estilo del Lenguaje
Disciplina es precisamente la palabra que mejor define la cualidad
estilística última de Soledad. Ya se ha mostrado
la disciplina en la doble estructura de la nouvelle. Cabe
examinar ahora la disciplina de su estilo en el lenguaje. No hay;
como en Ismael, una escisión entre el estilo del
narrador y el estilo del sociólogo. Hay un solo estilo:
narrativo, poético. Pero ese mismo estilo no es coherente.
En la narración pura es (casi siempre) de primer orden.
En la descripción es desigual, capaz de grandes aciertos
y capaz, también, de vulgaridades. Hay una voluntad de
estilo que recorre toda la nouvelle. Esa voluntad se manifiesta
en la sobriedad de la caracterización y en la intensidad
de la presentación. Como el tema mismo, el estilo de exposición
es simple, pero vigoroso. Su intensidad reconoce tensiones y distensiones;
todo se organiza hacia el clímax del incendio.
Hay pasajes justamente famosos: la muerte de la Bruja; el encuentro
nocturno de los amantes; el implacable desarrollo del incendio.
Pero es en este último episodio (que ocupa los capítulos
XII a XVII) en donde se pueden estudiar mejor las características
del estilo de Acevedo Díaz. Dos grandes influencias luchan
en su lenguaje: la grandilocuencia, de raíz oratoria; las
asociaciones vulgares, de origen periodístico. En la descripción
del incendio ambas deslucen pasajes de gran valor. Aparecen donde
no deben, llenan con sus acentos huecos o con su tonalidad incolora
un espacio que debía ocupar la creación verbal.
Baste (a título de ejemplo) el examen del capítulo
XVII. Se abre con la figura de Pablo Luna internándose
en dirección del Barranco de la Bruja, donde encontrará
a Manduca Pintos. Acevedo Díaz dice que "llevaba
en su cabeza una tormenta", y subraya la semejanza entre
el incendio exterior y su conflagración interna. Todo el
análisis psicológico a que se entrega abunda en
clisés verbales ("agolpábanse a su cerebro
impetuosas algunas ideas nobles, fugaces relámpagos de
sus pasiones férvidas tan puras y sencillas cuando eran
de toscamente virginales") en que la cuota de creación,
en que la tensión estilística, se ven sustituidas
por la asociación resabida o por la connotación
indiferente.
En cambio la narración -todo lo que es suceso y acción-
está presentada por Acevedo Díaz con un ardimiento
que no excluye (ocasionalmente) la brusca iluminación poética.
La transición entre lo que es expresión del conflicto
interno de Luna y conflagración externa está marcada
por una frase que participa por igual de la torpeza y la felicidad:
"El alazán volaba por el sendero con el hocico
levantado y el ojo despavorido. Y cuando pasó los cascos
casi encima de las llamas iluminándose hasta en su último
detalle caballo y jinete, el centauro de fuego redobló
sus rugidos. La carrera se convirtió en vértigo."
Los elementos de observación directa (hocico levantado,
ojo despavorido) se mezclan con los de la fantasía literaria
(el centauro de fuego, los rugidos, el vértigo)
para determinar esa nueva textura lingüística que
define mejor que nada la naturaleza de esta tradición,
fronteriza entre el realismo y la literatura fantástica.
Todo el resto del capítulo desarrolla, sintéticamente,
la apoteosis del incendio y el asesinato de Manduca Pintos. La
descripción de este último acto da también,
la medida de este estilo: Pablo apuñalea a Manduca en el
cuello. "Bañado por un chorro caliente que brotó
como de un surtidor recio y espumante, Pablo se puso el acero
en la boca, y a dos manos sacudió y derrumbó al
ganadero en el horno espantoso de las breñas. El cuerpo
macizo de Pintos cayó de cabeza en la cuenca hecha ascuas
y en ellas se sepultó casi por entero, apartando las llamas
un instante como al soplo de un fuelle; pero éstas pronto
cerraron círculo, se agrandaron y confundieron en una sus
lenguas, acogiendo al nuevo combustible con una salve de lúgubres
crepitaciones."
Con la última acción (la fuga de Pablo con Soledad
en brazos) la narración realista y su contenido de símbolo
poético aparecen expresadas visiblemente por el autor.
Es como la llave puesta al final de libro, la llave que permite
leer a Soledad como lo que es: una ficción poética,
no una historia. "Detrás dejaba un horizonte rojo
y montes de pavesas; por delante se abría el desierto vestido
a esa hora de luto y se alzaban como mudos gigantes las moles
de los cerros. Y cuando ya lejos de la dense humareda pudo ostentarse
diáfano el cielo, alumbraron sus pálidas estrellas
al jinete que a grupas llevaba la guitarra -confidenta amada de
sus dolores- y en brazos una hermosa -último ensueño
de su vida-, adusto, altanero, hundiéndose por grados en
los lugares selváticos como en una noche eterna de soledad
y misterio."
La realidad (Pablo Luna que se hunde con la mujer y la guitarra
en el monte) resulta transfigurada por la visión poética.
Adusto, altanero, solitario, con la confidenta de sus dolores,
con el último ensueño de su vida, un jinete se hunde
bajo la luz de las pálidas estrellas en la noche eterna,
hecha de soledad y de misterio. Es posible que el lenguaje falle
(hay, sin duda, demasiada palabra prestigiosa, demasiada voz manoseada)
pero no falla la visión narrativa: no falla, y esto es
lo que importa, la comunicación de un ser y un destino
que el autor quiso arrancar de los moldes reales y fijarlo, para
siempre, en la creación poética."
EMIR RODRÍGUEZ MONEGAL.
1. Cf. Omar Prego Gadea : El arte narrativo
de Acevedo Díaz en "Soledad", in Marcha,
Montevideo, octubre 22, 1954, Año XVI, Nº 742, pp.
14/16. Es excelente en este artículo el examen de las relaciones
entre Soledad y Pablo Luna. Otros aspectos del mismo (el supuesto
simultaneísmo, el punto de vista narrativo, el use de los
racconti) son más discutibles y serán discutidos
aquí.
2. Cf. Daniel D. Vidart: in El Día, suplemento dominical,
Montevideo.
3. Cf. Omar Prego Gadea, Loc. cit.
4. Véase el acertado análisis de este rasgo del
gaucho en Félix Schwartzmann: El sentimiento de lo humano
en América, Ensayo de Antropología Filosófica,
Santiago de Chile, Universidad de Chile, 1950, tomo 1, p. 286.
El pensador chileno parte de un análisis del juego amoroso
en Soledad, pero lo que dice se aplica asimismo a Ismael.
5. Cf. Emir Rodríguez Monegal: Acevedo Díaz novelista,
La Composición de "Ismael", in Marcha,
Montevideo, diciembre 31, 1953, Año XV, Nº 703, suplemento.
El tema está desarrollado con detalle.
6. Cf. Francisco Espínola : Prólogo a Soledad
y El combate de la tapera, Montevideo, Colección
de Clásicos Uruguayos, Vol. 15, 1954. n. XIII.
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