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Indice general ordenado alfabéticamente por título del libro o artículo

Mariano Azuela y la novela de la revolución mexicana.
En: Número, nº 20, julio-setiembre 1952
p. 199-210.

"En 1916 se publicó en El Paso, Texas, una novela que se titulaba Los de abajo. Recién en 1925 -al ser impresa por tercera vez por el diario El Universal de México- la obra empieza a ser conocida, a difundir el nombre de su autor (Mariano Azuela) por el ancho campo de la publicidad. Una sola novela, abriéndose paso trabajosamente a través de casi una década, consiguió imponer ese nombre y generar una pequeña mitología literaria. Lectores apresurados descubrieron que Los de abajo era la novela de la Revolución Mexicana: la novela de los caudillos bárbaros, del pueblo en armas, de la lucha ardiente. No faltó crítico que la calificara de poema épico en prosa. Pocos leyeron entonces -pocos leen aun hoy- la otra novela que también existe en Los de abajo: la que denuncia un movimiento, la que testimonia una desilusión. Esa otra novela -casi parece ocioso decirlo- es la que realmente importa a las letras hispanoamericanas.

La muerte de Mariano Azuela, y la perspectiva que facilita sobre su obra (forzosamente concluída), incita a un examen más ajustado y preciso de su tarea como testigo y juez de la Revolución Mexicana, como fundador de la novela (ficción y documento) de esa Revolución.

I

RODRIGUEZ.- (Exaltándose y de pie.) Mire, Lara Rojas, soy maderista ahora, porque el maderismo es la revolución todavía y toda revolución implica siempre y en todas partes, el anhelo de justicia que todo hombre medianamente equilibrado lleva consigo en la mente. Que el maderismo triunfe en la forma aplastante de un gobierno y habré dejado de serlo. Porque el gobierno nunca es ni ha sido sino la injusticia reglasmentada que todo bribón lleva en el alma.
MARIANO AZUELA: Del Llano Hermanos, S. en C. (1938).

El 20 de noviembre de 1910 -y como coronación no programada de los festejos del Centenario de la Independencia con que Porfirio Díaz creyó rubricar la solidez de su dictadura- se estrenó la Revolución Mexicana. Treinta y seis años más tarde ha escrito uno de sus más lucidos comentaristas: Para nosotros la Revolución Mexicana (...) tuvo su origen en el hambre del pueblo; hambre de justicia, hambre de pan, hambre de tierras y hambre de libertad (1). El inspirador del movimiento revolucionario era Francisco I. Madero, terrateniente y político, que habría de merecer el nombre de apóstol pero a quien entonces los porfiristas llamaban sólo El loco. Su locura inflamó a los descontentos y levantó al pueblo. Sin fuerzas disciplinadas, Madero triunfó inmediatamente por la persuasión de la justicia. Pero cometió el error -se ha escrito- de confundir las raíces del mal mexicano; no se dio cuenta de que los más serios problemas no eran de carácter político, sino sociales y económicos, principalmente económicos, y dentro de lo económico, preponderantemente agrarios (2). Pronto fue superado por las fuerzas que había excitado. Dos de sus caudillos (Orozco, Zapata) se alzaron contra él. En 1913, uno de sus generales, Victoriano Huerta, lo destituyó, lo hizo prisionero, lo mandó asesinar. Se cerraba así la primera etapa de la Revolución.

Abatido don Porfirio, asesinado Madero, habría de sucederse una lucha por el poder en que -contra Huerta pero también entre ellos mismos- lucharon Carranza, Obregón, Zapata y Pancho Villa. El asesinato de Zapata, la derrota de las fuerzas de Villa (que se había visto obligado a evolucionar hacia la derecha) permitió inaugurar la pacificación del país. Después de 1917 hubo crímenes y violencias pero la Revolución Mexicana se había impuesto y entraba en una etapa de organización (y también de transformación) en que asentaría muchas conquistas legítimas aunque disimularía mucho atropello.

Sin ese cuadro a la vista no es posible comprender la trayectoria política y novelística de Mariano Azuela. Cuando estalla la Revolución, Azuela (nacido en 1873) ya era un hombre formado. En sus tiempos de estudiante había militado en el antiporfirismo y había escrito tres novelas que, en las huellas del materialismo de un Zola, denunciaban la corrupción de la burguesía mexicana durante la dictadura. La Revolución lo conquistó con el programa y la figura de Madero. Fue maderista y llegó a jefe político de Lagos de Moreno, su ciudad natal. El asesinato de Madero, la lucha por el poder entre los distintos caudillos militares, lo lanzan nuevamente a la acción. Esta vez, Azuela sigue a Villa como médico militar y con Villa está cuando sus tropas son derrotadas y corren a refugiarse en El Paso. Esta segunda experiencia liquida sus relaciones políticas con la Revolución. Ya entonces Azuela ha recorrido bastante mundo para saber qué es un ideal convertido en sangre, qué es un revolucionario cuando alcanza el poder, qué son las masas cuando se imponen. En Los de abajo, su sexta novela, condensa esa experiencia cuidadosamente madurada y apunta una nueva toma de posición. De ahora en adelante, Azuela dividirá su actividad pública entre el ejercicio de la medicina en los barrios pobres y la composición de novelas y biografías noveladas. Como escritor, será el testigo y el crítico de esa Revolución Mexicana que vio formarse, que alentó y que supo juzgar, desde el principio, con independencia. Una larga serie de libros -entre los que se cuenta una poco afortunada incursión en el teatro- va marcando, pasta su muerte, su testimonio y su proceso (3).

La Revolución habría de despertar otros testigos, otros novelistas. De los que ya han alcanzado fama -Martín Luis Guzmán (nacido en 1887), Gregorio López y Fuentes (del 95), Rafael Felipe Muñoz (del 99) y Mauricio Magdaleno (del 906)-, ninguno tuvo la ventaja inicial de Azuela: el estar formado antes de la Revolución. Pertenecientes a una generación inmediata a la de Azuela (que es coetáneo de Reyles y de Rodó, de Lugones y de Payró), estos novelistas fueron envueltos por ella. Ninguno pudo tener bastante perspectiva para enjuiciarla en los términos en que -ya en 1916- lo hizo Azuela. El tiempo les ha permitido rectificar algunas impaciencias o deslumbramientos juveniles, y del conjunto de su producción emergen libros que como El águila y la serpiente (1928) y La sombra del caudillo (1929) de Martín Luis Guzmán o como El indio (1935) de Gregorio López y Fuentes o como La tierra grande (1948) de Mauricio Magdaleno iluminan aspectos profundos de la Revolución y consiguen una madura expresión literaria. Pero lo que ahora interesa destacar en un primer cotejo con Azuela es la nitidez del juicio, la percepción rápida y fuerte, que caracterizan la obra precursora de este último. Los matices podrán (y deberán) ser discutidos luego, pero la objetividad integradora de Azuela ya esta plenamente indicada en Los de abajo. Ese es su mérito, esa, su gran oportunidad. Conviene examinar asimismo algunas de sus más notorias limitaciones.

II

Hermano campesino, acabaste con el hacendado; ahora te falta acabar con el líder!
MARIANO AZUELA: San Gabriel de Valdivias (1938).

En un trabajo reciente, Francisco Monterde indica algunos períodos en la obra de Mariano Azuela (4). Prolongando las indicaciones del crítico mexicano -a quien Azuela dedicó su Teatro, con vieja deuda de gratitud- se podrían apuntar algunas etapas, no necesariamente ininterrumpidas. La primera corresponde al Porfirismo y corre de 1907 (fecha de María Luisa) hasta el estallido de la Revolución, en cuyas vísperas publicó Azuela Mala Yerba (1909). La segunda abarcaría la crónica revolucionaria y podría escindirse en dos: maderista (con dos novelas: Andrés Pérez, maderista, 1911, y Sin amor, 1912) y villista (con dos novelas: Los de abajo, 1916, y Los caciques, 1917). Una tercera etapa de enjuiciamiento del nuevo régimen presenta dos ciclos distintos: el costumbrista (de Las moscas, 1918, a Las tribulaciones de una familia decente, 1919) y el estridentista, en que lo literario pasa a primer plano (de La Malhora, 1923, a La luciérnaga, 1925 aunque publicada recién en 1932). La cuarta y última etapa también presenta subdivisiones: un paréntesis teatral (Teatro, 1938) separa dos grupos de factura semejante pero distinta temática: las biografías noveladas (desde Pedro Moreno, el insurgente, 1935, hasta El padre D. Agustín Rivera, 1942) y las novelas de sátira social y política (desde El camarada Pantoja, 1937, hasta Nueva burguesía, 1941). Quedan fuera de cuadro algunas novelas últimas (como La marchanta, 1944, o La mujer domada, 1946), meramente costumbristas.

Más interesante que esta minuciosa distribución cronológica -que parecería aludir a una vida entera entregada a la concepción literaria, cuando en realidad Azuela fue también (y quizá sobre todo) un médico-; más ajustada a la verdadera línea de esta carrera parece ser la ordenación temática. Sus crónicas de la Revolución abarcan los aspectos básicos de la misma. Al proyectarlas sobre la historia mexicana se pueden alinear como una suerte de Episodios Nacionales, escritos por un testigo, doblado a veces de un historiador; escritos con violencia y con escarnio de panfletista que no busca el efecto poético o la evocación arqueológica sino la conmoción moral, el sobresalto ideológico.

Desde este punto de vista, y olvidando un poco la cronología de la composición, el ciclo de la Revolución Mexicana se abriría con Pedro Moreno, el insurgente, biografía novelada de un caudillo de las guerras de Independencia. En ese caudillo está el germen de la lucha revolucionaria de un siglo más tarde. Azuela lo muestra enmarcado en una sociedad colonial que agoniza; lo muestra proyectándolo sobre una masa (el indio) que es siempre arrastrada, que actúa ignorante de su destino. Pedro Moreno es el patriota verdadero. De él dirá Azuela: No vino en busca de ganancias a río revuelto, sino que brinda generosamente su villa sin que amengüe su firmeza la lección constante de la historia, de que será la canalla de logreros que hoy esconde la cara, la que se presentará en los momentos de la victoria a reclamarlo todo: gloria, poder y dinero. Esta frase da el tono del personaje y el de estas combativas evocaciones históricas con las que Azuela fustiga el presente.

La obra se divide en dos partes de valor desigual. La primera no consigue realizar completamente el cuadro de la sociedad colonial; la caracterización es excesivamente rápida, el estilo nervioso y sin rigor. La segunda parte, con el largo sitio de Santa María de los Lagos, levanta al libro a la categoría de crónica épica, ya que no de poema épico.

Dos biografías y un cuento en forma de monólogo -recogidos los tres en Precursores, 1935- dibujan a grandes rasgos la transición hacia el Porfirismo. El amito y Manuel Lozada son dos bandoleros de la mitad del siglo XIX que Azuela extrae de los documentos que acumularon en su contra sus enemigos. El tratamiento es novelesco y descuida el aspecto puramente histórico. Para Azuela estos hombres son precursores. A través de sus fechorías, a través de sus crímenes, a través de una ideología que se forma borrosamente, trata de descubrir lo mexicano auténtico, lo que iba a fructificar en el gran momento de la Revolución. En este sentido, Lozada es ejemplar. Como los caudillos de 1910, a los que anticipa, supo erigirse en ley y supo encontrar quienes lo secundaran en sus violencias y en sus geniales arrebatos. Es esa condición de Precursor la que suscita el apóstrofe caliente de Azuela, la que desata la cólera y la pasión con que mira esas figuritas ya inmovilizadas por la historia en oscuras páginas. De aquí que la biografía objetiva ceda casi siempre ante el panfleto; de aquí que Azuela empiece escribiendo: El Sino del Señor de Nayarit se va a cumplir. La tensión de su cerebro alcanzó su máximum: ya no le satisface el haber dado la felicidad a los indios de su territorio; sus anhelos de libertador abarcan a todo el país; para seguir, en otro tono, con otra tensión: Pero ¿quién fue el asesino bandolero que no se creyó siempre con una misión superior, cuando la fortuna lo hizo escalar el poder? ¿Quién fue aquél que no se creyó árbitro de la felicidad para repartirla a los hombres? Por estas biografías noveladas circula la misma fuerza de denuncia que el lector habrá encontrado en sus crónicas contemporáneas. Para Azuela la historia es espacio -otro espacio de su México- y no tiempo.

Sus tres primeras novelas -María Luisa, Los fracasados, Mala Yerba- dan el tono y el ambiente del Porfirismo. La vida estudiantil en la Guadalajara del siglo pasado; la corrupción burocrática en un pueblito llamado Álamos (nombre tras el que se adivina Lagos de Moreno); el despotismo de los caciques y la incompetencia de la justicia rural; esos son los temas y los escenarios. Las intrigas son mínimas y derivan de una tradición sentimental no muy depurada. El enfoque es naturalista, la ejecución descuidada. Sirven como testimonio de un período pero muestran un Azuela que no ha encontrado su verdadera vocación de cronista y que se inclina hacia un público popular.

Con Andrés Pérez, maderista se abre el ciclo de novelas de la Revolución. Aunque en algunas de ellas la acción revolucionaria no sea más que un telón de fondo o una circunstancia casi anecdótica de sus personajes, en todas se siente su presencia, la tensión que provoca, la muda de hábitos y de valores que ha promovido. Predomina en estas novelas -con excepción de Los de abajo- un enfoque periodístico, una redacción superficial. Cada una de ellas interesa por plantear un aspecto del vasto cuadro de la Revolución y sus primeras consecuencias, pero como creaciones no merecen mayor análisis. Son crónica, son presa de circunstancias.

En Los de abajo la Revolución alcanza, tempranamente, su cifra. La historia que cuenta Azuela es lineal: Demetrio Macías es perseguido por un deseo común y se lanza a la rebelión; su genio instintivo de caudillo le hace centro de hombres, lo improvisa en estratega y, pronto, en general. Triunfa y a su lado triunfan los de abajo, los que (como él) no saben de reivindicaciones pero sí de anhelar una existencia menos dura y menos miserable; sí de vender caras sus vidas y de gozar de mujeres, del saqueo y de la bebida. Junto a los caudillos improvisados aparecen los curros, esos que uno de los personajes define: son como la humedad, por dondequiera se filtran. Por los curros se ha perdido el fruto de las revoluciones.

Junto a Demetrio Macías aparece Luis Cervantes. Es el intelectual revolucionario que encuentra lindas frases para convertir en caudillo al bandido, para operar la iniciación mitológica. Pero es también el que oficia de celestina de la mujer que lo ama y viene a entregársele, el que se enriquece con la Revolución. Por eso la novela habrá de concluir con una doble imagen: mientras Cervantes recoge los frutos de sus robos y de su repetida humillación, Demetrio es arrastrado por una política que no entiende, es derrotado, es cazado como un animal. A través de esa simple historia entra en la novela todo el pueblo revolucionario: las mujeres tiernas o bravías, los hombres canallas y honrados. Entra la Revolución que para ese pueblo es, sucesivamente, pantano en vez de florida pradera, huracán que arrastra al hombre como miserable hoja seca, y terrible ocasión de ejercer los dos instintos más ciegos de la raza: el robo y la muerte. (Las imágenes, los conceptos, son de Azuela.) Ese vasto y breve fresco revolucionario aparece sintetizado en violentas imágenes. La arquitectura del relato es simple; el lenguaje exacto y sabroso; el estilo (casi siempre) sobrio.

Todo el mérito de la obra radica en su visión desnuda, en su capacidad de síntesis. Azuela no necesita forzar las tintas. No busca el alegato palabrero; busca la imagen que ilumina, la metáfora reveladora. Ya el título mismo alude, pluralmente, a los hombres que iniciaron la Revolución, a Los de abajo; pero apunta también a la situación anecdótica que sirve para abrir y cerrar la novela. Del mismo modo, es una imagen sintetizadora la que utiliza Demetrio para contestar a su mujer que quiere retenerlo, que no acaba de comprender:

-¿Por qué pelean ya, Demetrio?

Demetrio, las cejas muy juntas, toma distraído una piedrecita y la arroja al fondo del cañón. Se mantiene pensativo viendo el desfiladero, y dice:

-Mira esa piedra cómo ya no se para...

Esa capacidad de síntesis, esa fuerza visual, dan el tono de la obra. Azuela rehuye lo folletinesco, lo vulgarmente patético. En sus páginas hay violencia y hay melodrama. Pero no hay un regodeo en las situaciones que los suscitan. De aquí el limpio impacto que su lectura siempre produce, su buena desnudez, su fuerza intacta.

Los de abajo no es, sin embargo, una gran creación literaria. Su mérito mayor consiste en omitir el discurso engolado, en saltearse lo meramente colorista, en decir la situación y no en vestirla de palabras o retórica. Pero eso no alcanza para convertirla en una gran novela, y menos en una épica de la Revolución. En las fronteras entre novela y documento, entre arte y testimonio, Los de abajo sigue siendo una obra importante, un producto típico de esta literatura hispanoamericana que obedece más a las realidades de todos los días que a los preceptos de la buena retórica.

Otras novelas -desde Los caciques hasta El camarada Pantoja, desde Domitilo quiere ser diputado hasta Nueva burguesía- completan el cuadro revolucionario con la denuncia enconada de la sociedad que emergió de la Revolución: el caudillo y sus pistoleros convertidos en la nueva ley; la farsa de la reforma agraria que sólo sirve (según Azuela) para sustituir los viejos terratenientes por otros nuevos; la burocracia invasora e incompetente puesta al servicio de la maquinaria electoral; los partidos de izquierda en los que proliferan los seudo intelectuales; la nueva burguesía que va devorando poco a poco las conquistas de la Revolución. En esta etapa se inscriben las obras más amargas y agrias de Azuela, las obras que entre tanto sarcasmo de detalle arrastran una gran incomprensión general. Porque después de apartarse de las fuerzas revolucionarias, Azuela sólo supo registrar los elementos negativos; sólo quiso levantar -nerviosa, implacablemente- el balance de errores y crímenes. Su actitud fue más reaccionaria que revolucionaria. De aquí que sólo consiguiera expresar el momento del combate y no la hora del recuento y de la reconstrucción.

A esta etapa pertenece una de sus mejores novelas, San Gabriel de Valdivias en la que se enjuician los resultados inmediatos de la reforma agraria. En una comunidad rural se desarrolla una historia de violencias y despojos, de atropellos y crímenes, que culminan con una nueva rebelión. Ahora el enemigo es el líder, el nuevo terrateniente, el ex-revolucionario. A través de una prosa ágil, traza Azuela su proceso con la misma lucidez, con la misma pasión, con que estudió la hora de la Independencia, el momento de los precursores del siglo XIX, el alzamiento de 1910. Pero el enfoque se hace cada vez más pesimista, la escritura parece cada vez más conmovida y asqueada por la denuncia. En Regina Landa (escrita poco después) la exasperación y la violencia verbal llegan al colmo. Azuela desprecia toda posibilidad de crear personajes y decir un conflicto auténtico. Al oponer la pureza de la protagonista a una burocracia corrompida no consigue salvarse del folletín, de la facilidad sentimental. Un público, cada vez más grueso, parece poseerlo. Y los mismos excesos de la denuncia acaban por anular una sátira que, saltando por encima del momento mexicano, parece destinada a rechazar una sofisticación general, una nueva sensibilidad que el escritor ya no comprende.

Una de sus últimas novelas, Nueva burguesía, consigue apuntar más alto. Una casa de vecindad sirve de punto de partida para una sucesión de episodios en los que se estudia la constitución de esa clase que la Revolución arrojó sobre las ciudades. El sarcasmo es crudo y no perdona nada. Una frase permite resumir el enfoque de Azuela: Hormigueaba la multitud haraposa y famélica, acarreada de Los estados de México, Hidalgo, Tlaxcala y Morelos, a falta de concurrentes de la capital. Eran las mismas bestias de cargo al servicio del encomendero español después de la Conquista, las mismas que hoy obedecen al líder, al sargento o al presidente municipal. Entre tanta alma corrompida -o simplemente animal- como la que circula por estas páginas, entre tanto miserable, Azuela desliza alguna figura auténtica, algún alma patética. Su procedimiento simultaneísta no deja de anticipar -en las letras hispánicas, sin duda- el que habría de usar Camilo José Cela en otro libro de odio: La colmena (1951). Lo que falta aquí, o sobra en Cela, es la procacidad, la insistencia en lo sexual, en la exposición de otras lacras más llamativas. A pesar de todo, Azuela consigue superar su fanatismo reaccionario, su visión mezquina del México moderno. La sinceridad de su denuncia, la entereza de su actitud negativa, confirman el dicho (de González de Mendoza) de que le dolía México, como le dolía España al célebre vasco. Ese dolor, esa llaga que no pudo cerrarse, explican aunque no justifican la acritud, la pasión, el encono, con que quedó retratado México en su vasta galería (5).

III

RODRIGUEZ.- (Amargado.) No diga nada, Elena. el maderismo fue un santo anhelo de justicia, y si yo no hubiese sido maderista por ideas, hasta por estética lo habría sido...
MARIANO AZUELA: Del Llano Hermanos, S. en C. (1938 )

No fue, estrictamente hablando, un gran creador. Fue un testigo y un moralista. Llegó a la literatura por el camino de la experiencia política -entendiendo por política no sólo la que se practica en la vida pública-. Quiso decir lo que eran los hombres de su México y cuáles los males a los que estaban expuestos; levantó el inventario de su época y también se proyectó -por los documentos- hacia el pasado para así poder iluminar mejor el presente, ese presente suyo que amó y odió con entereza. Pero no hizo (tal vez ni quiso hacer) faena de literato, de novelista creador. De lo más perdurable de su experiencia extrajo Los de abajo y alguna otra obra que acompañará su nombre en la inmortalidad de manuales, de historias literarias. Fue ante todo y sobre todo el cronista de la Revolución Mexicana.

Por eso mismo, parece oportuno, antes de concluir este examen, el repaso de aquella zona de su obra que se compromete más deliberadamente con las letras, la que pertenece a su período estridentista.

La Malhora es el más acabado ejemplo de esa etapa que coincide -cronológica, estéticamente -con el así llamado movimiento estridentista que capitaneaba hacia 1920 el poeta Manuel Maples Arce. Simultáneo de esa efervescencia de ismos de la vanguardia europea, a la zaga de Dada y del Futurismo, también México tuvo su ultraísmo -tal vez más efímero aunque no menos alborotador que el español o el rioplatense. Aunque Mariano Azuela no integró la plana de estridentistas (pertenecía, por otra parte, a una generación anterior), derivó ocasionalmente hacia ellos en un intento de apuntar su creación hacia la minoría literaria. El experimento demoró poco y el propio Azuela habría de desechar casi toda la obra del período, habría de publicar una versión menos hermética de La luciérnaga, habría de volver a su verdadero ámbito y a su verdadero público. De todos modos ahí está La malhora para documentar su ensayo estridentista en un momento en que la literatura parecía entregada al laboratorio (6).

Esta novela cuenta la destrucción de una prostituta, una brumosa venganza, varios crímenes. La historia, que se desarrolla en los barrios bajos de México, es folletín y lo único que hoy puede interesar es el tratamiento deliberadamente literario. Ya se sabe que hacia 1930 Valéry Larbaud la reputaba como superior a cuanto había escrito su autor (Los de abajo incluídos). La fecha de su elección justifica el error. En 1930 una novelita experimental pudo parecer superior a un testimonio político. Hoy, La malhora tiene el mérito, involuntario, de documentar una actitud y un período literarios. Como creación estilística se propone destruir el fundamento lógico del lenguaje y substituirlo por uno puramente afectivo. Con técnica expresionista, con abuso del monólogo interior, Azuela revela una tragedia suburbana sin misterio; la elaboración formal acentúa (o denuncia) la pobreza del material. Lo que en Joyce o en Virginia Woolf era no sólo estilo sino profunda investigación en almas y en vivencias, en Azuela parecía torpe ejercicio lingüístico. Sus personajes de dos dimensiones no resistían el tratamiento intenso, la inquisición pretendidamente rigurosa. Por otra parte, el abuso del mexicanismo volvía más impracticable una prosa en la que, como restos de una distinta actitud literaria (más auténtica), sobrenadaban períodos folletinescos, frases irredimibles (7).

El fracaso de La malhora es aleccionador. Aliviado después de esta etapa de sus propósitos esteticistas, Azuela pudo volver a lo que era su mundo: la crónica realista, el escorzo satírico, el testimonio y la denuncia. En esa zona de la literatura se encuentra su lugar; allí ha de permanecer como un escritor valioso, como un testigo insustituible.

Una vez más parece necesario referirse a los otros novelistas de la Revolución Mexicana. Azuela se aparta de ellos no sólo por la naturaleza de su testimonio (como se ha visto); se aparta también por la índole literaria del mismo. En los mejores autores -en Martín Luis Guzmán, en López y Fuentes, en Rafael Núñez, en Magdaleno- hay, por encima del contenido testimonial, un esfuerzo consciente de elaboración narrativa. Sus obras son documentos pero son, también, creaciones. Es ejemplar en este sentido un libro como El águila y la serpiente. Allí Guzmán cuenta -con exactitud de nombres propios y de fechas- lo que vio durante la Revolución y, sin embargo, la obra parece novela. Es novela por la recreación a que han sido sometidos los materiales -elaboración narrativa, no imaginativa, aclaro-; es novela por la intensidad y tono de la narración. Y lo que se dice de El águila y la serpiente podría decirse también de las Memorias de Pancho Villa del mismo Guzmán. Historia y novela son aquí inseparables porque los hechos reales están dados con la fuerza y verdad de una creación novelesca y es esto lo que -en última instancia- debe determinar literariamente su naturaleza. Que hayan sucedido o no en la caótica realidad es asunto secundario.

Con la luminosa excepción de Los de abajo, Mariano Azuela no consiguió alcanzar esa felicidad narrativa. De aquí la aparente paradoja con que conviene cerrar este examen. Azuela, el fundador de la novela de la Revolución Mexicana, el más famoso de sus cultores, el que con su nombre parece representar esa tendencia, es (tal vez) el menos dotado novelísticamente. Es el que está más cerca del material primario, del hecho efímero y crudo y no de la materia imperecedera del arte."

1. Jesús Silva Herzog: Un ensayo sobre la Revolución Mexicana, México. Cuadernos Americanos, 1946, p. 21. Puede consultarse, también, del mismo autor: Meditaciones sobre México, Ensayos y notas, México, Cuadernos Americanos, 1948.(Volver)

2. Silva Herzog, ob. cit., p. 30.)(Volver)

3. Cf. Arturo Torres Ríoseco: La novela de la tierra, en Atenea, Año XVI, Tomo LVI, Nº 167, Universidad de Concepción, mayo de 1939. En las páginas 189-190 hay una breve biografía de Azuela, a quien Torres Ríoseco conoció personalmente. Es el estudio más completo que conozco sobre el novelista mexicano.(Volver)

4. Francisco Monterde: La etapa de hermetismo, en la obra del Dr. Mariano Azuela, en Cuadernos Americanos, Año XI, Nº 3, México, mayo-junio 1952, pp. 286-88.(Volver)

5. Cf. J. M. González de Mendoza: Mariano Azuela y lo mexicano, en Cuadernos Americanos, Ano XI, Nº 3, México, mayo-junio 1952, pp. 282-85. Su punto de vista difiere del expuesto en este trabajo.(Volver)

6. Cf. Germán List Arzubide: El nacimiento estridentista, Jalapa, Ediciones de Horizonte. 1927. En este curioso ensayo, redactado por uno de los participantes del movimiento, se exponen sus propósitos y se demuestran (involuntariamente) sus limitaciones.(Volver)

7. Sin propósito de examen estilístico copio algunas: Extraña obsesión, anhelo impreciso, necesidad inconsciente quizás de un toque de luz viva... (pág. 9); El mismo brillo metálico del agua en el asfalto parecía esclerótica de agonizante (pág. 10); En la esquina obscura discutieron ampliamente el caso bueno. Porque sus abismos se miraron y entraron en conjunción (pág. 26). Cito por la primera edición: México, Imprenta y encuadernación de Rosendo Terrazas, 1928, 72 pp. (Volver)

 

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