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Objetividad de Horacio Quiroga
En: Número, nº 6-7-8, enero-junio 1950.
p. 209-226
I
No escribas bajo el imperio de la
emoción. Déjala morir y evócala luego. Si
eres capaz entonces de revivirla tal cual fue, has llegado en
arte a la mitad del camino.
H. Q., DECALOGO DEL PERFECTO CUENTISTA.
"NO PARECE HABER HIPÉRBOLE en afirmar
que de la producción narrativa de Horacio Quiroga conserva
casi intacta su vigencia una décima parte.(1)
Ignoro qué valor estadístico puede tener ese hecho.
Sé que, en términos literarios, significa la supervivencia
de una figura de creador, la más rotunda afirmación
de su arte. Ese grupo de cuentos, que una relectura minuciosa
permite distinguir del conjunto, tiene una común esencia:
expresa, por encima de ocasionales divergencias temáticas
o estilísticas, una misma realidad, precisa una actitud
estética. Si se quisiera expresarlo en una fórmula
habría que referirse a la objetividad de esta obra.(2)
Nada más fácil en este terreno que una grosera
confusión de términos. Por eso mismo, conviene ventilar
-y precisar- su exacto significado. La objetividad en materia
estética es la condición esencial de todo arte de
raíz clásica. Significa la superación de
la adolescencia y del subjetivismo; significa haber padecido,
haber luchado y haber trascendido ese padecer, esa lucha, en términos
de arte. La objetividad no se logra por mero esfuerzo de voluntad,
o por insuficiencia pasional; no es don que pueda heredarse. No
es objetivo quien no haya sufrido, quien no se haya vencido a
sí mismo. La objetividad del que no fue probado no es tal,
sino inocencia de la pasión, ignorancia o insensibilidad.
Quiroga alcanzó -estéticamente- la objetividad
después de dura prueba. El exacerbado subjetivismo del
fin de siècle, los modelos de su juventud (Darío,
Lugones, Poe), su mismo temperamento de aguzada sensibilidad,
parecían condenarlo a una viciosa actitud egocéntrica.
No es ésta la ocasión de trazar minuciosamente sus
combates.(3) Baste recordar que de esa compleja
experiencia -que incluye una breve aventura parisina- extrajo
Quiroga Los arrecifes de coral (1901) y muchos relatos
de sus libros posteriores.
Pero el tránsito por el Modernismo no fue sólo
un paso en falso para Quiroga por la inmadurez y la inautenticidad
de sus productos. Lo fue, principalmente, porque conducía
al artista hacia erróneas soluciones. Es claro que esta
misma experiencia actuó providencialmente. Arrojado al
abismo, pudo perderse Quiroga, como tantos de
su generación. De su temple, de su esencial sabiduría,
da fe el que haya sabido cerrar con dura mano un ciclo poético
e iniciar lenta, cautelosamente, su verdadero destino narrativo.
Su doble maduración -humana y literaria- habría
de conducirlo al descubrimiento estético de Misiones, a
la objetividad. (4)
II
... la divina condición que
es primera en las obras de arte, como en las cartas de amor: la
sinceridad, que es la verdad de expresión interna y externa.
H. Q., MISS DOROTHY PHILLIPS, MI ESPOSA.
Algún critico ha señalado la indiferencia
de Horacio Quiroga por la suerte de sus héroes, su respeto
no desmentido por la Naturaleza omnipotente, verdadero y único
protagonista de sus cuentos.(5) Creo que tal
apreciación encierra, pese a reiterados aciertos de detalle,
un error de enfoque. Como artista objetivo que supo llegar a ser,
Quiroga dio la relación hombre-naturaleza en sus exactos
términos. Sin romanticismo, sin innecesaria crudeza, registró
la implacable, ciega fuerza de la naturaleza tropical y la desesperada
derrota del hombre. Ello no implica, de ningún modo, que
no fuera capaz de compasión por ese mismo
hombre que la verdad de su arte le hacía mostrar anonadado,
capaz sólo de fugaces victorias. Piénsese que algunos
de sus más duros cuentos (En la noche, El desierto,
El hijo) tienen contenido autobiográfico. (6)
La angustia que desprenden naturalmente sus narraciones no sería
tan auténtica, su lucidez tan impecable, si el propio Quiroga
no hubiera vivido -así fuera parcial o simbólicamente-
las atroces, las patéticas circunstancias que describe.
Pero si esta realidad autobiográfica no bastara, piénsese
cuánto más eficaz es la compasión que fluye
intolerable, incontenible, de estas narraciones, que el blando
lamento compasivo, capaz de darse solo en palabras. Por su misma
excesiva dureza sacuden al lector más eficazmente estos
cuentos y provocan la buscada, la deseada, catharsis; como
supremo artista que era, lo sabia Quiroga.
Y si se observa bien no es compasión únicamente
lo que se desprende de sus narraciones más hondas: es ternura.
Reléanse a esta luz los cuentos arriba mencionados. Quiroga
se detiene a subrayar -con finos toques- aun las más sutiles
situaciones. Ejemplo: el padre de El desierto, en su delirio
agónico, descubre que sus hijitos se morirán de
hambre: "Y él quedaría allí mismo
muerto, asistiendo a aquel horror sin precedentes". Nada
puede comunicar con mayor precisión, más dolorosamente,
la impotencia que ese cadáver asistiendo a la destrucción
de sus hijos.
Por otra parte, todo el volumen que lleva por título Los
desterrados (1926) responde al signo de la ternura. Los
tipos y el ambiente misionero (de San Ignacio, más precisamente)
aparecen envueltos en la cálida luz que arroja la profunda
mirada de Quiroga. Ahí están Joao Pedro y Tirafogo,
Van Houten o el hombre muerto, o Juan Brown, para probarlo.(7)
En la pintura de estos ex-hombres, de sus extrañas aventuras,
de sus manías o vicios, en la expresión de su alma
cándida y única, ha puesto el artista su amor al
hombre, su mágica comprensión.
Esta ternura alcanza, ya se sabe, a los animales. Quiroga supo,
como pocos, recrear el alma simple y directa, la vanidad superficial
eingenua, la natural ferocidad de los animales. No sólo
en los famosos Cuentos de la selva (1918), o en las más
ambiciosas reconstrucciones a la Kipling (Anaconda, 1921;
El regreso de Anaconda, 1926), sino, principalmente, en
dos de sus cuentos magistrales: La insolación y
El alambre de púa. Con impar intuición hace
vivir Quiroga a los perros del primer cuento y a los caballos
del segundo una experiencia que los sobrepasa ( la muerte, la
destrucción ) pero que los afecta como testigos apasionados
o como puros espectadores. Esta hazaña parecería
imposible sin una comprensión amorosa.
No como un dios intolerante se alza Quiroga sobre sus criaturas
(hombre o animal), sino como compañero lúcido y
severo. Sabe denunciar sus flaquezas. Pero sabe, también,
aplaudir sutilmente su locura, su necesaria rebelión, contra
la Naturaleza, contra la injusticia. Esto puede señalarse
mejor en sus relatos sobre los explotados obrajeros de Misiones.
(Los mensú, La bofetada, Los precursores, por ejemplo.)
No abandona Quiroga su imparcialidad para denunciar, a la vez,
el abuso que se comete contra esos hombres y su misma degradación
que consiente el abuso. La aventura de Cayé y Podeley (Los
mensú) es, en este sentido, ejemplar.
Ni un sólo momento la compasión, el fácil
-e inocuo- alegato social, inclinan la balanza. Quiroga no embellece
a sus héroes; por eso mismo puede concluir la sórdida
y angustiosa aventura con la muerte alucinada de uno, con el inconsciente
ingreso del otro en el círculo vicioso de explotación,
rebeldía y embriaguez del que pretendió escapar.
Esta lucidez preserva intacta la fuerza de su testimonio.(8)
III
Soy -como decía mi personaje-
capaz de romper un corazón por ver lo que tiene adentro.
A trueque de matarme yo mismo sobre los restos de ese corazón.
H. Q., CARTA A EZEQUIEL MARTÍNEZ ESTRADA (8/IX/936).
Es claro que hay relatos de esplendorosa crueldad verbal. Hay
relatos de horror. Quizá el más típico sea
La gallina degollada. Este cuento, que por su difusión,
ha contribuido a forjar la imagen de un Quiroga sádico
del sufrimiento, encierra (como es bien sabido) la historia de
una niña asesinada por sus cuatro hermanos idiotas. Del
examen de sus procedimientos surge, sin embargo, el recato estilístico
en el manejo del horror, un auténtico pudor expresivo.
Las notas de mayor efecto están dadas antes de culminar
la tragedia: en el fatal nacimiento sucesivo de los idiotas, en
su condición cotidiana de bestias, en el lento degüello
de la gallina, ejecutado por la sirvienta ante los ojos estupefactos
de los muchachos. En el momento culminante, cuando los idiotas
se apoderan de la niña, bastan algunas alusiones laterales,
una imagen ambigua, para trasmitir todo el horror. (Dice, por
ejemplo: "Uno de ellos le apretó el cuello, apartando
los bucles como si fueran plumas"...) Dos notas estridentes,
de muy distinta naturaleza, cierran necesariamente el cuento:
el piso inundado de sangre, el ronco suspiro de la madre desmayada.
(A lo largo de la obra quiroguiana puede advertirse
una progresión -verdadero aprendizaje- en el manejo del
horror. Desde las narraciones, tan crudas, de la Revista del
Salto (9) hasta las de su último
volumen (Más Allá, 1935) es lícito
trazar una línea de perfecta ascensión. En un primer
momento, Quiroga debe nombrar para suscitar el horror; abusa de
la descripción que imagina escalofriante y es, por lo general,
neutralizadora. Ejemplo: [El muerto] "Iba tendido
sobre nuestras piernas; y las últimas luces de aquel día
amarillento daban de lleno en su rostro violado con manchas lívidas.
Su cabeza se sacudía de un lado para otro. A cada golpe
en el adoquinado, sus párpados se abrían y nos miraba
con sus ojos vidriosos, duros y empañados. Nuestras ropas
estaban empapadas en sangre; y por las manos de los que lo sostenían,
el cuello, se deslizaba una baba viscosa y fría que a cada
sacudida brotaba de sus labios" (Para noche de insomnio,
1899). Quiroga aprende luego a sugerir con fuertes trazos, como
en el pasaje ya citado de La gallina degollada; como en
ese alarde de sobriedad que es El hombre muerto, en que
el hecho fatal apenas es indicado: "Mas al bajar el alambre
de púa y pasar el cuerpo, su pie izquierdo resbaló
sobre un trozo de corteza desprendida del poste, a tiempo que
el machete se le escapaba de la mano. Mientras caía, el
hombre tuvo la impresión sumamente lejana de no ver el
machete de plano en el suelo".
Ya en plena madurez logra aludir casi imperceptiblemente, en
un sutil juego de sospechas y verdades, de alucinación
y esperanza frustrada, como en El hijo, su mas perfecta
narración de horror -horror, por otra parte, secreto y
casi siempre rescatado por algún rasgo de incontenible
felicidad. Quizá no sea casual, por eso mismo, que este
cuento constituya uno de los más eficaces ejemplos del
manejo de la ternura.)
Todo esto parece indiscutible. ¿Cómo se compadece,
pues, con el enfoque anteriormente esbozado? No se debe desechar,
ante todo, la clave aportada por Quiroga en el título -tan
significativo- de uno de sus mejores volúmenes: Cuentos
de amor de locura y de muerte (1917). Aparecen audazmente
sintetizadas en esta fórmula tres de las dominantes de
su mundo real -tres dominantes que, por lo demás, se daban
(se dieron) muchas veces fundidas en un mismo instante, en un
mismo relato. (No debe extrañar que el amor conduzca a
la muerte, como en El solitario; que la locura se libere
con la muerte, como en El perro rabioso.) A toda la zona
oscura y alucinada de su alma (que se alimentó siempre
en Poe y Dostoievski) pertenece esta creación de morosa
crueldad.
Pero el horror y la dureza -hay que insistir- no respondían
a indiferencia, a lujuria verbal, sino al auténtico horror
que padeció el creador en su propia villa y que hechizó
tantos momentos de su existir. (La muerte brutal de su padrastro;
el involuntario asesinato de uno de sus mejores amigos; el suicidio
de su primera esposa.) Y los cuentos de horror
y crueldad, así considerados, parecen liberaciones -objetivaciones-
de sus pesadillas de sueño y vigilia. Demasiado sincero
para ocultarse el horror del mundo, su minuciosa crueldad, o para
trazar con su arte una vía de escape, prefirió Quiroga
explorar hasta el delirio, hasta la fría desesperación,
esos abismos. (10) (En carta a Martínez
Estrada habría de expresarlo, con su peculiar franqueza,
el 26/VIII/936: "Le aseguro que cualquier contraste, hoy,
me es mucho más llevadero, desde que puedo descargarme
la mitad en Vd. Este es el caso que es el del artista de verdad.
Verso, prosa: a uno y otra va a desembocar el sobrante de nuestra
tolerancia psíquica. Pues vividas o no, las torturas del
artista son siempre una. Relato fiel o amigo real, ambos ejercen
de pararrayo a estas cargas de alta frecuencia que nos desordenan".)
En su madurez supo trascender Quiroga todo lo que había
de morboso en esta tendencia al horror. Esto no significa que
haya podido eliminar sus rastros. Bajo la forma de cruda alucinación,
de locura y obsesión, estará presente hasta el último
momento. Pero la calidad de su visión profunda le permitió
algunas hazañas narrativas en que del más puro humorismo
se pasa, casi sin transición, al horror. Quizá sea
en Los destiladores de naranja donde aparece más
clara la línea que separa uno y otro registro del alma.
Los elementos anecdóticos de la historia (que parte de
un suceso autobiográfico), la acentuación de las
circunstancias cómicas, la feliz pintura de algún
personaje, no permiten sospechar el tremendo -y efectista- episodio
final, cuando el químico, en su delirio alcohólico,
confunde a su hija con una rata y la ultima. No elude aquí
Quiroga los gruesos brochazos melodramáticos y cierra su
cuento en una nota de insuperable y helado horror: "Y
ante el cadáver de su hija, el doctor Else vio otra vez
asomar en la puerta los hocicos de las bestias que volvían
a un asalto final". También en Un peón
se produce el mismo salto del humor juguetón y satírico
al golpe de efecto, duro y absurdo, con que culmina la aventura
-aunque en este cuento sean más delicados, menos violentos,
los contrastes y toda la narración aparezca bañada
en luz más cálida. (11)
Este rescate por el humor, esta fusión de horror y risa,
es otro signo inequívoco de la objetividad del arte de
Quiroga.
IV
Aunque mucho menos de lo que el
lector supone, cuenta el escritor su propia vida en la obra de
sus protagonistas, y es lo cierto que del tono general de una
serie de libros, de una cierta atmósfera fija o imperante
sobre todos los relatos a pesar de su diversidad, pueden deducirse
modalidades de carácter y hábitos de vida que denuncien
en este o aquel personaje la personalidad tenaz del actor.
H. Q., UN RECUERDO.
Y si se pasa de la obra al hombre -como se ha hecho ya, insensiblemente-
toda la documentación hasta ahora conocida no hace sino
justificar el enfoque propuesto. Lo que no puede extrañar
a nadie, ya que la obra de Quiroga está enraizada en su
vida. No es casual que la casi totalidad de sus mejores cuentos
procedan o de su propia experiencia (como actor, como testigo)
o se ambienten en el territorio al que entregó sus mejores
años. Esta vinculación tan estrecha en vez de acentuar
el subjetivismo de la obra (en vez de aislarla dentro del creador),
la asienta poderosamente en la realidad, la objetiva (es decir:
vuelca al creador en la obra).
Las mismas antítesis que denunciaba
el examen de su obra se reproducen si se procede al examen de
su vida. También fue acusado Quiroga de indiferencia o
de crueldad; también es posible restituir su verdadera
y profunda imagen de ternura y lealtad.(12)
Una de las personas que lo conocieron mejor, el ilustre escritor
argentino Ezequiel Martínez Estrada, lo ha expresado así,
en distintas oportunidades: "Su ternura, acentuada en los
últimos tiempos hasta un grado de hiperestesia chopiniana,
no tenía, sin embargo, ningún matiz de flaqueza
o sensiblería de conservatorio" (mascarilla espiritual
de H. Q., en Sech, Nº4, marzo de 1937). Y también:
"La amistad lo retornaba al mundo, a donde regresaba con
el candor de un niño abandonado que recibe una caricia.
La ternura humedecía sus bellos ojos angélicos,
celestes y dóciles, y por entre las fibras textiles de
su barba diabólica, sus labios delicadísimos y finos
borbollaban en anécdotas y recuerdos" (Quiroga
y Lugones, en El Hogar, 24/II/939).
Y él mismo, en su correspondencia, insistía en
la necesidad de cariño, de amistad fiel. Mírense
estas espontáneas declaraciones a Martínez Estrada:
"Sabe Vd. qué importancia tienen para mí
su persona y sus cartas. Voy quedando tan, tan cortito de afectuosas
ilusiones, que cada una de estas que me abandona se lleva verdaderos
pedazos de vida" (29/III/936 ); "Yo soy bastante
fuerte, y el amor a la naturaleza me sostiene más todavía;
pero soy también muy sentimental y tengo más necesidad
de cariño -íntimo- que de comida" (11/IV/936);
"Hay que ver lo que es esto de poder abrir el alma a un
amigo -el AMIGO-, supremo hallazgo de toda una eterna vida. ¡Cómo
voy a estar solo, entonces!" (20,VI/936). O éstas,
a Julio E. Payró: "Como el número de los
amigos se va reduciendo considerablemente conforme se les pasa
por la hilera, los contadísimos que quedan lo son de verdad.
Tal Vd.; y me precio a mi vez de haberlo admirado cuando Vd. era
aun un bambino, o casi" (21/VI/936); "No sabe
cuánto me enternece el contar con amigos Como Vd. Bien
visto, a la vuelta de los años en dos o tres amigos de
su laya finca toda la honesta humanidad" (9/IX/936).
O ésta, a Asdrúbal E. Delgado: "No dejes
de escribirme de vez en cuando, pues si en próspero estado
los pocos amigos a la caída de la vida son indispensables,
en mal estado de salud forman parte de la propia misma vida"
(21/XI/936).
Estos testimonios no ocultan que Quiroga haya tenido su lado
sombrío. Era hombre de carácter fuerte y apasionado,
de sensibilidad casi enfermiza, capaz de súbitas violencias.
Supo golpear, y herir. Pero supo, también, recibir los
golpes. Y, asimilarlos con entereza.
La locura no fue en su obra un tema literario. Durante toda su
vida estuvo obsesionado por ella. Ya desde su iniciación
había sabido reconocer que "la razón es
cosa tan violenta como la locura y cuesta horriblemente perderla";
había descubierto "esa terrible espada de dos filos
que se llama raciocinio..." (Los perseguidos,
1908). Pero concebía la locura no en el sentido inmediato
del chaleco de fuerza, sino en el más sutil y traicionero
de la histeria. Siempre se creyó un fronterizo (como califica
al héroe de El Vampiro). Lo prueban dos testimonios
tan alejados en el tiempo como estos dos que convoco ahora. En
su Diario de viaje a París, anota el 7 de abril
de 1900: "Hay días felices. ¿Qué
he hecho para que hoy por tres veces me haya sentido con ganas
de escribir, y no solo eso, que no es nada; sino que haya escrito?
Porque este es el flaco de los desequilibrados. 1º: No desear
nada; cosa mortal. 2º: Desear enormemente, y, una vez que
se quiere comenzar, sentirse impotente, incapaz de nada. Esto
es terrible". Y en Carta a Martínez Estrada confirma,
36 años más tarde: "Bien sé que ambos,
entre tal vez millones de seudo semejantes, andamos bailando sobre
una maroma de idéntica trama, aunque tejida y pintada acaso
de diferente manera. Somos Vd. y yo, fronterizos de un estado
particular, abismal y luminoso, como el infierno. Tal creo"
(21/V/936) (Hay otros testimonios en su correspondencia. En Carta
a Martínez Estrada, del 30/VI/936, se califica de "neurastenizante";
en otra, del 22/VIII/936, de "histérico"
y comenta: "Los histéricos son la flor de la humanidad
-decía Widacowick. Y nada más cierto. Pero tenemos
que pagar en frutos amargos el esplendor de esa flor".)
Esta convicción nacía del conocimiento de su hipersensibilidad.
El remedio fue -es siempre- el dominio objetivo
de sí mismo. Así como supo aconsejar al joven narrador:
"No escribas bajo el imperio de la emoción...";
así supo enterrar en lo más profundo del corazón
la trágica muerte de su primera esposa. Esto no significó
abolir la realidad del ser querido sino sus imágenes destructoras.
(13) Durante toda su vida, a lo largo de toda
su obra literaria, exploró Quiroga el
amor. Sus cuentos, sus novelas, sus testimonios íntimos,
lo muestran como fue: apasionado de aguda sensibilidad, un poderoso
sensual, un sentimental. Cuatro grandes pasiones registran sus
biógrafos, (14) pero hubo sin duda más:
pasiones súbitas, consumidas velozmente; pasiones incomunicadas.
A la obra trasegó el artista esta suma de erotismo más
o menos trascendido. Pero no supo recrearlo en su plenitud objetiva.
Logró memorables, parciales, aciertos -abundan estos relatos
en sutiles notas, en fuertes intuiciones- sin
alcanzar la redondez cabal de sus cuentos misioneros.
Tampoco fue el horror un recurso mecánico, descubierto
en Poe. El horror estaba instalado en su vida. (15)
Y también la crueldad. La había descubierto y sufrido
en la propia carne antes de aplicarla a sus criaturas. Cuando
la mujer de En La Noche rema enloquecida, hora tras hora,
contra las correderas del Paraná para avanzar algunos centímetros,
Quiroga no contempla impasible el esfuerzo agotador y sobrehumano;
Quiroga rema con ella. Pero su arte para realizarse
necesita esa objetividad que jerarquiza y que, como ha expresado
magistralmente Martínez Estrada, consiste en la eliminación
de lo accesorio. ("Casi todo lo que se entiende por trágico
en su vida y en su obra proviene de que había eliminado
sin piedad lo accesorio y ornamental. Cuando la vida o el arte
se despojan de sus atavíos, hállase la amarga pulpa
de la almendra fundamental.") (16)
Y a su propia vida aplicó ese objetivo. Para el que examine
cuidadosamente su existir, tal como lo registra la crónica,
parece indudable que Quiroga se forjó a sí mismo.
De un ser físicamente débil, ensombrecido por la
histeria, extrajo una figura indestructible, endurecida en su
intimidad con el silencio, por un esfuerzo de voluntad cuyo modelo
habrá que buscar en el mundo de Ibsen. (17)
Pudo sobrevivir. Pero no mató la ternura sino que la preservó
intacta, para su profunda intimidad. Y derramó esa ternura
en sus últimos años, sobre los seres que acompañaron
su pasión: sus hijos, sus amigos.
Con franqueza ejemplar se exponen y comentan allí todos
los episodios de sus últimos años: la arbitraria
destitución como cónsul uruguayo en Misiones; los
penosos trámites de su jubilación; el divorcio de
su hija Egle; las desavenencias conyugales que casi culminaron
en una separación total; el crecimiento implacable de su
enfermedad. Quiroga no acostumbraba comunicar su intimidad y es
necesario que esté bien enfermo para que entere a sus amigos,
por medio de alusiones incidentales al principio, por la escueta
mención de los hechos luego, de sus molestias en las vías
urinarias. Y solo cuando la prostatitis está muy avanzada
decide contar al detalle sus males. Sabía bastante medicina
como para no hacerse ilusiones respecto a la seriedad de su maladie
(como le gustaba escribir a Payró), pero deseaba engañarse
y vivir. Y a través de las cartas puede advertirse el complejo
balanceo entre su sinceridad natural y la serie de excelentes
razones que él mismo encuentra o que otros le acercan,
para no desesperar. La letra endiablada, sin rastros de dandysmo
ni de la esmerada caligrafía juveniles, y hacia el final,
el pulso vacilante, dificultan enormemente la lectura de estas
cartas. (Sus mismos amigos se quejan; Payró le pide que
escriba a máquina.) Pero esas líneas, esos ganchos,
trascienden una profunda agonía. Cuando se leen esas paginas
y cuando se advierte que la ternura -tan escondida pero tan cierta,
que siempre quiso disimular tras una máscara insensible
a hirsuta- aflora incontenible en cada línea, y este hombre
Quiroga se aferra a sus viejos amigos de adolescencia o a los
mas jóvenes e íntimos de ahora; entonces no pudo
importar que en su trágica simplicidad las cartas no parezcan
de un literato, ni que en muchas ocasiones la memoria se enturbie
o construya mal sus frases. El lector sabe que aquí toca
un hombre -como quería Whitman.
Quiroga recibía golpe tras golpe y su alma se iba despojando
de toda especie subjetiva -como supo hacer antes su arte. De su
lápiz fluía, sin ningún aliño la ternura,
la máxima sabiduría del hombre. Y se iba transfigurando.
Martínez Estrada ha evocado el proceso con estas palabras:
"Los últimos meses de su vida lo iban elevando poco
a poco al plano de lo sobrenatural. Era visible su transfiguración
paulatina. Todos sabemos que su marcha a la muerte iba regida
por las mismas fuerzas que lo llevaban a vivir. Su vida y su muerte
marchaban paralelamente, en dirección contraria. Seguía
andando, cuando ya la vida lo había abandonado y por esos
días trazó conmigo sus más audaces proyectos
de vida y de trabajo. Pobreza y tristeza que contemplábamos
con el respeto que inspira el cumplimiento de un voto supremo.
Llegaba a nuestras casas y hablábamos
sin pensar en el mar. Recordaba su casa tan distante, construida
y embellecida con sus manos. Y se volvía a su cama de hospital,
con peso de fantasma. Entraba a su soledad y a su pobreza y nos
dejaba nuestros vidrios de colores. Así se aniquilaban
sus últimas fuerzas y sus últimos sueños."
(18)
Era en ese plano de objetividad que encontraba lo mejor de su
obra el adecuado, el necesario complemento.
V
Yo sostuve (...) la necesidad en
arte de volver a la vida cada vez que transitoriamente aquél
pierde su concepto; toda vez que sobre la finísima urdimbre
de emoción se han edificado aplastantes teorías.
Traée finalmente de probar que así como la vida
no es un juego cuando se tiene conciencia de ella, tampoco lo
es la expresión artística. Y este empeño
en reemplazar con rumoradas mentales la carencia de gravidez emocional,
y esa total deserción de las fuerzas creadoras que en arte
reciben el nombre de imaginación, todo esto fue lo que
combatí por el espacio de veinticinco años.
H. Q.: ANTE EL TRIBUNAL.
¿Cabe desprender una lección del sucinto examen
de esta obra? Es evidente que sí. Más aun: Es lícito
extraer varias. La principal -objetividad de su arte- ha sido
ya suficientemente explicitada. Pero quizá merezcan relevarse
algunas complementarias. Ante todo la que se refiere a su experiencia
narrativa múltiple. Quiroga intentó dos veces la
novela (Historia de un amor turbio, 1908; Pasado amor,
1929) y una, el cuento escénico (Las sacrificadas,
1920). En las tres oportunidades erró. El ámbito
de su arte era el cuento corto. Reflexionando sobre las formas
de la narración, sostuvo en distintas oportunidades (Decálogo
del perfecto cuentista, La retórica del cuento, Ante el
tribunal) una distinción entre novela y cuento que
llego a expresar así: "Luché por que no
se confundieran los elementos emocionales del cuento y la novela;
pues si bien idénticos en uno y otro tipo de relato, diferenciábanse
esencialmente en la acuidad de la emoción creadora que
a modo de corriente eléctrica, manifestábase por
su fuerte tensión en el cuento y por su vasta amplitud
en la novela. Por esto los narradores cuya corriente emocional
adquiría gran tensión, cerraban su circuito en el
cuento, mientras los narradores en quienes predominaba la cantidad,
buscaban en la novela la amplitud suficiente". No
se equivocaba en cuanto a una de las necesidades del cuento (la
intensa concentración), pero al definirlo, en otro lugar,
como "una novela depurada de ripios", ponía
en evidencia, indirectamente, las causas de su fracaso en este
género. (19) Es claro que ahora interesa
explayar su estética del cuento, la que redondeó,
sucesivamente, en estas fórmulas: "El cuento literario
(...) consta de los mismos elementos sucintos que el cuento oral,
y es como éste el relato de una historia bastante interesante
y suficientemente breve para que absorba toda nuestra atención.
Pero no es indispensable (...) que el tema a contar constituya
una historia con principio, medio y fin. Una escena trunca, un
incidente, una simple situación sentimental, moral o espiritual,
poseen elementos de sobra para realizar con ellos un cuento";
"En la extensión sin límites del tema y del
procedimiento en el cuento, dos calidades se han exigido siempre:
en el autor, el poder de trasmitir vivamente y sin demoras sus
impresiones; y en la obra, la soltura, la energía y la
brevedad del relato que la definen". Supo, también,
codificarla sagazmente, aconsejando al novel cuentista: "No
empieces a escribir sin saber desde la primera palabra adónde
vas. En un cuento bien logrado las tres primeras líneas
tienen casi la misma importancia que las tres últimas"
(En otra oportunidad habría de escribir: "Luche
porque el cuento (...) tuviera una solo línea, trazada
por una mano sin temblor desde el principio al fin");
"Toma a los personajes de la mano y llévalos firmemente
hasta el final, sin ver otra cosa que el camino que les trazaste.
No te distraigas viendo tú lo que ellos no pueden o no
les importa ver. No abuses del lector. Un cuento es una novela
depurada de ripios. Ten esto por una verdad absoluta aunque no
lo sea."
De esta lección se desprende inmediatamente
otra: sobre el estilo. En Quiroga se ajustó a las exigencias
de brevedad y concentración ya subrayadas. Y su Decálogo
lo expresa magistralmente: "Si quieres expresar con exactitud
esta circunstancia: desde el río soplaba un viento frío,
no hay en lengua humana más palabras que las apuntadas
para expresarla" (20) "No adjetives
sin necesidad. Inútil será cuantas cosas adhieras
a un sustantivo débil. Si hallas el que es preciso, él,
solo, tendrá un color incomparable. Pero hay que hallarlo."
También merece relevarse su opinión sobre el regionalismo
en arte. Ya se sabe que lo prácticó voluntariamente,
y la mejor parte de su obra que (en esencia no en apariencia)
regionalista. Pero ahí no se liquida el problema, ya que
aporta al regionalismo una perspectiva universal. No buscó
el color local, sino el ambiente; no buscó la peculiaridad
anecdótica sino el hombre. Unas frases de su artículo
sobre la traducción castellana de El ombú,
abordan con entera lucidez el problema: "Cuando un escritor
de ambiente recurre a ella [la jerga] nace de inmediato la sospecha
de que se trata de disimular la pobreza del verdadero sentimiento
regional de dichos relatos, porque la dominante psicología
de un tipo la da su modo de proceder o de pensar, pero no la lengua
que usa. (...) La jerga sostenida desde el principio al fin de
un relato, lo desvanece en su pesada monotonía. No todo
en tales lenguas es característico. Antes bien, en la expresión
de cuatro o cinco giros locales y específicos, en alguna
torsión de la sintaxis, en una forma verbal peregrina,
es donde el escritor de buen gusto encuentra color suficiente
para matizar con ellos, cuando convenga y a tiempo, la lengua
normal en que todo puede expresarse".
Otra lección, directamente vinculada: Quiroga escribió
su obra en la gran tradición narrativa occidental. Sus
maestros fueron, sucesivamente: Poe, Maupassant, Dostoiveksi,
Kipling, Cjehov, Conrad, Wells. No temió las influencias
-ningún escritor fuerte las teme, ni
se distrajo en averiguar la patria de sus modelos. Tomó
de ellos lo que importaba a su arte: la visión estética
y humana, el oficio de artífice y las motivaciones temáticas.
A esa poderosa corriente, sumó un territorio inédito,
no trancribiéndolo en sus minucias turísticas sino
expresándole el alma. (21)
Una última lección, ligada estrechamente al tema
de este NÚMERO: Quiroga supo pasar por la experiencia modernista
viviéndola luego para crear un arte que le permitía
superar el período. Esto sucedió así, no
sólo porque la vida le dejó cerrar su órbita.
(También Reyles superó cronológicamente el
período, sin lograr una forma verdaderamente independiente.)
Fue porque asimiló las enseñanzas estéticas
profundamente y, también profundamente, logró vivir
su vida; supo, en fin, vivirse y realizarse. No es extraño,
pues, que su obra sea hoy, indiscutiblemente, la más actual
de su generación. Y sea, por lo mismo, la más ejemplar."
1. Hay muchas narraciones que
Quiroga no recogió en volumen. Algunas fueron publicadas
bajo seudónimo (Aquilino Delagoa, Fragoso Lima, Dum-dum).
La editorial Claudio García y Cía., de Montevideo,
ha reunido buena parte de ellas en los volúmenes de su
edición de Cuentos de Quiroga (especialmente, los
tomos IX a XII). Una atenta lectura permite concluir que, salvo
contadas páginas, no merecían la reimpresión,
que su autor había actuado atinadamente al olvidarlas.
En este trabajo se ha prescindido de ellas. (Volver)
2. La obra de Quiroga se ordena
fácilmente en cuatro períodos, de limites retocables:
el primero, 1897-1904, comprende su iniciación literaria,
su aprendizaje del Modernismo, una estridencia decadentista, su
oscilación expresiva entre verso y prosa; culmina y concluye
con dos obras: Los arrecifes de coral, 1901; El crimen
del otro, 1904. El segundo, 1904-1911, lo muestra en doble
estudio minucioso: del ámbito misionero, de la técnica
narrativa, al tiempo que recoge muchas de las obras del período
anterior y se cierra con su libro más rico y heterogéneo:
Cuentos de amor, de locura y muerte, 1917. El tercero,
1911-1926, presenta un Quiroga magistral y sereno, dueño
de su plenitud; encuentra su cifra en el libro más equilibrado
y auténtico,Los desterrados, 1926. El último
período, 1926-1937, registra su segundo fracaso como novelista
(Pasado amor, 19299, su progresivo abandono del arte, su
sabio renunciamiento, (La publicación de Más
allá, 1935, con relatos desiguales y en su casi totalidad,
del tercer período, no modifica para nada el cuadro. Un
estudio cronológico de sus cuentos que partiera de la primera
publicación en periódicos, permitiría, sin
duda, una clasificación más fina y sensible. Hay,
por otra parte, una estrecha relación entre estos períodos
y los ciclos de su vida, pero explicitarla conduciría demasiado
lejos. Quede para otra oportunidad.(Volver)
3. En la Introducción
y en las Notas que acompañan mi edición del
Diario de viaje a París de Horacio Quiroga, señalé
sucintamente la naturaleza y el alcance de esta experiencia modernista.
(Véase ob. cit., en la Revista del Instituto Nacional
de Investigaciones y Archivos Literarios, Año I, Nº
1, Montevideo. Diciembre 1949, pp. [47]-185.)(Volver)
4. Este trabajo abarca únicamente
aquella zona de la producción quiroguiana que conserva,
a mi juicio, su vigencia. Es la que se centra, particularmente,
en los cuentos de ambiente misionero. Con más tiempo y
espacio, examinaré en otra oportunidad el conjunto de la
obra.(Volver)
5. Véase Antonio M. Grompone:
El sentido de la vida de Horacio Quiroga, en Ensayos,
Año II, Nº 11, Montevideo, Mayo 1937, pp. [90]-104.(Volver)
6. El primer cuento se apoya en
una experiencia personal que, en el relato, aparece transferida
a una mujer. (Véase, al respecto, J. M. Delgado y A. J.
Brignole, Vida y obra de Horacio Quiroga, 1939, p. 243.)
Los otros dos cuentos derivan de los trances de su viudez: en
uno, se preservan sus curiosas enseñanzas pedagógicas;
en el otro, según ha referido Darío Quiroga, una
anécdota de su propia juventud ha provocado el relato.(Volver)
7. En San Ignacio, durante un
breve viaje realizado en 1949, tuve oportunidad de conocer a los
originales de algunos de estos personajes. Quiroga supo recrearlos
con toda su fuerza esencial: principalmente a Juan Brun, sobre
quien escribió cierta vez a Martínez Estrada: "Si
los hados lo traen a Vd. aquí algún día,
va a conocer lo que es un gran hombre, visible y palpable en su
ser moral". (El original de esta carta, fechada en 2/IX/1936,
se custodia en el Archivo de Horacio Quiroga, así
como el resto de las cartas inéditas citadas en este trabajo.)(Volver)
8. En un argumento cinematográfico
inédito, La jangada florida, que se conserva en
su Archivo, acude Quiroga, como solución al problema
social de los obrajes, al entendimiento entre patrones y obreros.
En realidad, siguió allí un esquema fácil
y previsible, utilizando los recursos de suspenso más característicos
del film de aventuras de la época. Su argumento puede resumirse
así: un ingeniero, inspector del Departamento del Trabajo,
se hace pasar por mensú para investigar de cerca las condiciones
de los mensualeros. Interviene en una revuelta de éstos
con la finalidad de apaciguar los ánimos, administrar justicia
y poder rescatar a la hija del capataz, de la que está
enamorado. Al revelarse la verdadera identidad, después
de angustiosas peripecias, casa con la muchacha y se pone al frente
de un obraje modelo. Este documento esta viciado del concenvionalismo
inherente a todo libreto de cine comercial. Más importante
es la actitud, ya glosada, que documentan sus cuentos o la que
aportan algunas cartas de su Epistolario. Así por
ejemplo, una del 13/VII/936, a Martínez Estrada: "Casi
todo mi pensar actual al respecto [se refiere a la cuestión
social] proviene de un gran desengaño. Yo había
entendido siempre que yo era aquí muy simpático
a los peones por mi trabajar a la par de los tales, siendo un
sahib. No hay tal. Lo averigüé un día que estando
yo con la azada o el pico, me dijo un peón que entraba:
-'Deje ese trabajo para los peones, patrón..." -Hace
pocos días, desde una cuadrilla que cruzaba a cortar yerba,
se me gritó, estando yo en las mismas actividades: "No
necesita personal, patrón" Ambas cosas son una. Yo
robo, pues, el trabajo a los peones. Y no tengo derecho a trabajar:
esos son los únicos capacitados. Son profesionales, usufructuadores
exclusivos de un dogma. Tan bestial son, que en vez de ver en
mí un hermano, se sienten robados. Extienda un poco más
esto, y tendrá el programa total del negocio moral comunista.
Negocio con el dogma Stalin, negocio Blum, negocio Córdova
Iturburu. Han convertido el trabajo manual en casta aristocrática
que quiere apoderarse del gran negocio del Estado. Pero respetar
el trabajo, amarlo sobre todo, minga. El único trabajador
que lo ama, es el aficionado. Y este roba a los otros. Como bien
ve, un solitario y caluroso anarquista no puede escribir por la
cuenta de Stalin y Cía" Tal era su opinión,
por lo menos en los últimos años de su vida. Otra
es, sin embargo, la interpretación que da Luis Franco a
sus relatos mensualeros. Véase Otra faz de Horacio Quiroga,
en Babel, Año X, Nº 49. Sgo. de Chile, primer
trimestre de 1949, pp. 39-41.)(Volver)
9. Uno de estos cuentos (Para
noche de insomnio) fue reproducido en el Apéndice
documental de mi edición del Diario de viaje a Paris
de Horacio Quiroga. (Véase pub. cit., pp. 168-71.) Para
la Revista del Salto, consúltense las páginas
correspondientes en la misma publicación.(Volver)
10. Martínez Estrada ha
escrito al respecto: "La naturaleza compasiva lo proveyó
de aspectos terribles para la defensa de su delicado individuo
interior. A los hombres magníficos sólo se los puede
ver de adentro para afuera. Fue una ternura patética e
infantil, no cruel. Sus cuentos son crueles. Ni su aspecto ni
su crueldad le pertenecían. Lo que se le entraba al alma
no se parecía a lo que exhalaba". (Véase
Discurso de E. M. E., en Nosotros, 2ª. época.
Año II, Nº 12, Bs. Aires, Marzo 1937. p. 326.)(Volver)
11. Aun en cuento tan horrible
como La gallina degollada es posible rastrear algún
signo, levísimo, es cierto, de humor, como éste,
cuando los idiotas acechan a la niña: "La pequeña,
que habiendo logrado calzar el pie, iba a montar a horcajadas
y a caerse del otro lado, seguramente, sintióse cogida
de la pierna". Ese: "...y a caerse del otro lado,
seguramente,..." oficia de fugaz escape humorístico
a la tensión, alivio casi imperceptible y, para muchos
lectores atropellados, inexistente.(Volver)
12. Lo señalaba ya en
su oración fúnebre, el Dr. José Maria Delgado:
"Así pasastes delante de los que no pudieron penetrarte
y sólo te juzgaron por la morfología aguda de tus
huesos, la espesura cimarrona de tus barbas, la riscosidad de
tus ademanes, la lealtad hirsuta de tus expresiones como alguien
desposeído de todo sentimiento nazareno, encastillado en
un yo árido como la peña. Pocos conocían
qué manantial de ternura brotaba de esa piedra cuando la
tocaba la vara mágica de la belleza o del amor".
(Véase A Horacio Quiroga, en Ensayos, Año
II, Nº 11, Montevideo, Mayo 1937, p. 110.)(Volver)
13. Quiroga nunca hablaba de
su primera esposa. Una vez, sin embargo, al pasar por el cementerio
de San Ignacio le dijo a Julio E. Payró (quien ha comunicado
la anécdota) : "Está enterrada allí".
Payró le preguntó si visitaba la tumba. Quiroga
Ie contestó que jamás. Y agregó: "Me
he olvidado completamente de todo eso'". "Parecía
muy duro", advirtió Payró,"pero
despues he llegado a comprender que esa era la única manera
de seguir viviendo para el que queda". (Volver)
14. Véase J. M. Delgado
y A. J. Brignole: Vida y obra de Horacio Quiroga. 1939.
(Volver)
15. Nada más atroz, más
sórdido, que la muerte de Ferrando. Las crónicas
de la época preservan, en su condición de comunicados
periodísticos, el horror del suceso.(Volver)
16. Véase art. citado,
p. 325.(Volver)
17. En la correspondencia con
Martínez Estrada expresa Quiroga su afinidad íntima,
su entusiasmo por Brand. "Es mi hobby", llega
a afirmar (2/IX/936). Y en carta memorable comenta así
la tragedia: "Brand: Pero amigo: Es el único libro
que he releído 5 ó 6 veces. Entre los "tres"
o "cuatro" libros máximos, uno de esos es "Brand".
Diré más: después de Cristo, sacrificado
en aras de su ideal, no se ha hecho nada en ese sentido superior
a Brand. Y oirá Vd. un secreto: yo, con más suerte,
debí haber nacido así. Lo siento en mi profundo
interior. No hacen 3 meses tomé a releer el poema. Y creo
que le he sacado de la biblioteca cada vez que mi deber o lo que
yo creo que es flaqueaba. No se ha escrito jamás nada superior
al 4º acto de Brand, ni se ha hallado nunca nada más
desgarrador en el pobre corazón humano para sentir de pedestal
a un ideal. También yo tuve la revelación de Ink
cuando exigida y rendida por el "todo o nada'", exclamó:
¡Ahora comprendo lo que siempre había sido oscuro
para mi: El que ve el rostro de Jehova debe morir". Si, querido
compañero. Y también tengo siempre en la memoria
una frase de Emerson, correlativa de aquella: "Nada hay que
el hombre no pueda conseguir: pero tiene que pasarlo".
(25/VII/936.) En otras cartas, principalmente una del 2/IX/936,
disente con su amigo el final de la pieza como una concesión
de Ibsen al gran público.(Volver)
18. Véase, en este mismo
volumen, el fragmento de la carta del 29/IV/936, Martínez
Estrada sobre su actitud ante la muerte.(Volver)
19. Con mayor precisión
en los términos, Borges había sostenido: "La
palabra cuento se justifica, pues cada pormenor existe en función
del argumento general; esa rigurosa evolución puede ser
necesaria y admirable en un texto breve, pero resulta fatigosa
en una novela, género que para no parecer demasiado artificial
o mecánico requiere una discreta adición de rasgos
independientes". (Véase Hugh Walpole, en "La
Nación'", Buenos Aires, enero 10 de 1943.)(Volver)
20. Puede vincularse esta
enseñanza con aquella célebre de Juan de Mariena:
-Señor Pérez, salga usted a la pizarra y escriba:
Los cuentos consuetudinarios que acontecen en la rúa.
"El alumno escribe lo que se le dicta.
"'-Vaya usted poniendo eso en lenguaje poético.
"El alumno, después de meditar, escribe: Lo que pasa
en la calle.
"Mairena. -No está mal."
(Véase Antonio Machado, Obras completas, 1940, p.
443.) (Volver)
Es sintomático que habiendo
vivido tantos años en San Ignacio no usara del magnífico
escenario natural de las ruinas jesuíticas para ninguno
de sus cuentos. (Aparecen mencionados, al pasar, en Los desterrados).
También es sintomático que (con excepción
de El salvaje) prescindiera de las cataratas del Uguazú.
De la lectura sucesiva de dos de sus artículos (Cuatro
literatos, en Cuentos, XII; El sentimiento de la
catarata, id., XIII) puede extraerse la razón profunda
de su actitud. (Volver)
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