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Indice general ordenado alfabéticamente por título del libro o artículo

"Pedro Henríquez Ureña y la cultura hispano-americana"
En: Número, 1a. época, nº 2, mayo-junio 1949
p. 145-151.

"Quizá algún día sea lugar común afirmar que una de las más vivas utopías de esta América hispánica en el siglo XX consistió en proclamar la originalidad de su cultura. Quizá algún día se señale todo lo que esa actitud contiene de error, de limitaciones, de ilusión tenazmente alimentada. Este no es el momento de hacerlo. Hoy parece ineludible para todo el que piense desde nuestra América -como la nombró para siempre Martí- afirmar su realidad cultural. Esto no significa, es claro, sostener que la cultura hispanoamericana es un hecho acabado; ni significa, tampoco, defender ciegamente una autonomía que no existe ni puede existir. Significa, eso sí, advertir que es posible postular ya la unidad de una cultura que en siglo y medio de existencia independiente ha logrado expresiones propias de indudable jerarquía.

En muchas ocasiones han sido señaladas aquellas circunstancias históricas en las que apoya la América hispánica su unidad cultural. Una de las exposiciones más lúcidas de estos últimos años es la del sociólogo Roger Caillois quien ha indicado estas cinco:

A) En América (dice), cualesquiera que sean las diferencias entre las civilizaciones originarias o las actuales condiciones de existencia, materiales y espirituales, no hay duda que, HISTÓRICAMENTE, el hemisferio recibió de golpe los cuatro elementos que forman la tradición europea (1); los heredó, además, como mezcla homogénea, en tanto que esa mezcla no fue nunca tan igual y fundida en Europa, porque a veces determinado elemento, más acentuado en un país, faltaba en otro.

B) Las colonias americanas (...) se hicieron independientes, y su liberación, es decir, la toma de conciencia y la autonomía de estos países fue verdaderamente un fenómeno americano continental, en el pleno sentido de la palabra, en tanto que en Europa las naciones llegaron al estado nacional al cabo de muchos siglos.

C) Un tercer carácter parece igualmente determinar para América una vida supernacional que no existe en Europa (...): la fiesta en que se conmemora el descubrimiento de América. Esta solemnidad, verdadera fiesta americana, me hace lamentar vivamente que en Europa no exista una fiesta europea.

D) Esta solidaridad se encuentra reforzada por el estado lingüístico: en Europa, los idiomas coinciden más o menos con las naciones. El idioma es, por tanto, un principio de nacionalidad. En América hay muchos menos idiomas que Estados. El idioma, pues, no es un elemento de incomprensión o de separación.

E) América fue poblada por emigrados (...). Los emigrados, por definición, son -en el sentido propio del término- aventureros que lo dejaron todo tras sí, hasta su patria, de modo que en América la idea de nación se encuentra por completo desprendida de todo carácter tradicional y hereditario.

Es claro que los términos de esta interpretación pueden discutirse -y de hecho han sido debatidos (2). Pero cualquier rectificación o ajuste de su enfoque, cualquier cambio de acento en la conclusión, no afecta la verdad esencial de su contenido. Y hasta aquellos que (como Germán Arciniegas) consideran la cultura en términos no exclusivamente intelectuales y prefieren proyectar hacia el futuro la esperanza de una cultura americana integral, no dejan de subrayar -y en los términos más entusiásticos a veces- la realidad cada día creciente de esa cultura.(3)

Uno de los que más lucharon para convertir en vivencias colectivas estos problemas, fue don Pedro Henríquez Ureña (1884-1946). En casi medio siglo de ininterrumpida labor, este ilustre dominicano dedicó sus mejores esfuerzos de humanista a examinarlos, a difundirlos y -si era necesario- a crearlos. Toda su obra está orientada en ese sentido. Lo declara sutilmente el título de uno de sus mejores libros: Seis ensayos en busca de nuestra expresión (1928). Lo certifican esas dos luminosas síntesis que cosechan el fruto de los últimos años de su vida: Las corrientes literarias en la América hispánica (1945) y la Historia de la cultura en la América hispánica (1947). Y esa Biblioteca Americana, cuyo desarrollo orgánico proyectara antes de su muerte y que se publica en memoria suya: ambicioso, generoso intento de abarcar todo lo que América ha producido intelectualmente desde sus orígenes precolombinos hasta la obra de nuestros mayores.(4)

La imagen de P. H. U. que estos trabajos comunican parece bastante distinta a la que sus otras publicaciones proponían. Antes de 1945 se presenta como un extraordinario erudito, igualmente versado en La versificación irregular en la poesía castellana como en los antecedentes daneses de Hamlet; en Las letras coloniales en Santo Domingo como en el sentimiento de las flores en la poesía de Rioja. Sus obras testimonian una erudición que Ezequiel Martínez Estrada caracterizó con estas claras palabras: Sabía muchas cosas de meditar y de contar, todas nobles y verídicas, recolectadas en los lugares más altos y casi inaccesibles de la sabiduría, pero sobre todo las sabía bien; (5) una erudición, minuciosa y delicada, que al desplegarse en la bibliografía relevada por Julio Caillet-Bois abarca un panorama continental.(6) Pero una erudición que revelaba (que parecía revelar) una mentalidad preocupada por el detalle menudo, por la investigación filológica o histórica más especializada.

Es claro que si se estudian bien cualquiera de sus trabajos de menuda erudición -y no hay texto de P. H. U. que no exija ser leído con devota atención- se advierte pronto que el escrupuloso conocimiento del detalle va acompañado del también escrupuloso conocimiento del conjunto en que se inscribe, significativamente, ese detalle, de tal modo que podría afirmarse (explotando una metáfora tradicional) que la mentalidad de P. H. U. estaba capacitada para describir el árbol sin dejar por eso de captar todo el bosque.

Toda esta labor -ahora resulta claro- era preparatoria. Preparatoria no en particular de estas síntesis finales -como la labor que realiza un investigador al acumular sin pausa fichas para un trabajo determinado-; sino, principalmente, preparatoria del enfoque lúcido y totalizador de América que logró P. H. U. Un enfoque que no pierde la nitidez aunque el panorama abarcado sea inmenso y se dilate sobre un continente que se desplaza a lo largo de cinco siglos. Es la calidad inusual de este enfoque lo que debe subrayarse ante todo. Porque P. H. U. veía claro y veía bien.

Esta minuciosidad, esta agudeza para la percepción de cada elemento, comparable a la de los pintores flamencos de interiores, puede despistar al lector especializado, haciéndole creer que P. H. U. intenta competir con la enciclopedia y que sus obras, en las que hay tanto menudo y sabroso detalle, tanta pista para el estudioso, pretenderá vanamente agotar sus temas. Y desde ese punto de vista un sociólogo le reprochará no haber ahondado más (por ejemplo) en el complejo problema de la mezcla de razas en el Brasil; mientras que un musicólogo le censurará (por ejemplo) no haber discernido con suficiente claridad la naturaleza del aporte negro a la música americana; y algún uruguayo le reprochará (por ejemplo) su injusticia al no conceder a Eduardo Acevedo Díaz más espacio en su reseña de la novela realista. Pero hay que reconocer que todos estos reparos -aunque justos en sí- están desenfocados. Porque P. H. U. era un hombre demasiado consciente de lo que es una especialidad y demasiado especialista a su vez en filología y lingüística para no saber a lo que se exponía con síntesis tan radicales. Pero prefirió incurrir en omisiones ocasionales para no perder la visión de conjunto; para poder, en fin, acentuar la unidad de la cultura americana, la unidad de nuestra literatura, para convertir ambas obras en lo que son sin disputa: un instrumento indispensable de trabajo.

Uno de los aportes más felices de estos dos libros consiste en iluminar vivamente las conexiones entre las corrientes literarias y las obras a lo largo de cinco siglos de historia cultural hispanoamericana. De su estudio se desprende, confirmada hasta en las menudas circunstancias, esa identidad cronológica sorprendente de la que hablaba ya el crítico. Y al vincular libros y personalidades que se consideran generalmente por separado, se gana una mejor perspectiva y se afina la valoración de cada individualidad. Así, por ejemplo, resulta más evidente la importancia continental de Tabaré, al ser inscripto en un ciclo de literatura de culto al indígena, en el que sobresalen, pero sin igualarlo, Cumandá de Juan León Mera, Enriquillo de Manuel de Jesús Galván y las Fantasías indígenas de José Joaquín Pérez. Así, también, resulta mejor iluminado todo el modernismo si se deslindan, como P. H. U. propone, las sucesivas generaciones con las que enriquece su fisonomía -desde la de González Prada y Zorrilla de San Martín, que marca la transición con el romanticismo, hasta la de Herrera y Reissig y Amado Nervo, con la que se señala el pasaje a formas más nuevas-. No en balde P. H. U. insistía siempre en la necesidad de establecer tablas de valores hispanoamericanos. Esas tablas, finamente trazadas por él, sustentan la estructura de sus obras.

También nos hace percibir P. H. U., orgánicamente, todo el proceso de la cultura hispanoamericana; todo el proceso de su evolución literaria. Desde el primer instante en que su descubrimiento deslumbra y genera mitos en la Europa del Renacimiento (Moro, Campanella, Montaigne, Shakespeare, Lope de Vega, acusan el hechizo) hasta aquel en que pronuncia con Andrés Bello su (prematura) declaración de independencia intelectual, o aquel otro en que logra con el fecundo movimiento modernista una auténtica expresión literaria.

Ya en 1926, en una célebre conferencia, había indicado P. H. U. las principales etapas de esa busca y conquista de la expresión propia. Allí había señalado las distintas fórmulas por las que el hombre hispanoamericano creyó lograr su originalidad: exaltación de la naturaleza (La literatura descriptiva habrá de ser, pensamos durante largo tiempo, la voz del Nuevo Mundo); del indígena (¡Ir hacia el indio! Programa que nace y renace en cada generación, bajo muchedumbre de formas, en todas las artes); del criollo (El movimiento criollista ha existido en toda la América española con intermitencias, y ha aspirado a recoger las manifestaciones de la vida popular, urbana y campestre, con natural preferencia por el campo); para concluir definiendo implícitamente su propia posición: Existe otro americanismo, que evita al indígena, y evita el criollismo de la era colonial, lugar de cita muchos antes y después de Ricardo Palma: su precepto único es ceñirse siempre al Nuevo Mundo en los temas, así en la poesía como en la novela y el drama, así en la critica como en la historia.(7)

Al ir madurando el tema, al ahondar hasta el menor aspecto el conocimiento de la literatura hispanoamericana, la tesis de P. H. U. se ha visto reforzada ampliamente. A los seis grandes escritores americanos que en 1926 señalaba como esenciales -Bello, Sarmiento, Montalvo, Darío, Rodó-, ha podido sumar un González Parda o un Hostos, un Varona o un José Hernández. Y ha podido escindir en dos las generaciones románticas, en dos las modernistas. (8) Ha logrado, en fin, la presentación de algunos escritores en términos sobrios y a la vez ajustados, que no omiten nada esencial, como sucede en el caso de Sarmiento, en el de Martí, en el del mismo Rodó.

Por eso hoy sigue pareciendo tan vivo el mensaje con que concluía su citada conferencia: ... no hay secreto de la expresión sino uno: trabajarla hondamente, esforzarse en hacerla pura, bajando hasta la raíz de las cosas que queremos decir; afinar, definir, con ansia de perfección. El ansia de perfección es la única norma. Contentándonos con usar el ajeno hallazgo, del extranjero o del compatriota, , nunca comunicaremos la revelación íntima; contentándonos con la tibia y confusa enunciación de nuestras intuiciones, las desvirtuaremos ante el oyente y le parecerán cosa vulgar. Pero cuando se ha alcanzado la expresión firme de una intuición artística, va en ella no sólo el sentido universal, de que se ha nutrido.(9)

El examen de P. H. U. se detiene en la cuarta década de este siglo. (10) Pero quien arroje una mirada sobre el panorama actual de la literatura hispanoamericana no dejará de advertir cómo esa busca de la expresión propia continúa tenazmente; cómo esa busca alimenta, secreta o visiblemente, la obra de un Germán Arciniegas, de un Borges, de un Pablo Neruda, de un Martínez Estrada, de un Alfonso Reyes; toda labor, en fin, de ese humanista impar que fue don Pedro Henríquez Ureña."

(1) Estos cuatro elementos a que elude Caillois son: A) La civilización griega. B) La civilización romana. C) La civilización cristiana. D) La noción del honor, que es herencia de los bárbaros. Los tres primeros habían sido señalados ya por Paul Valéry. El cuarto lo agrega Caillois. (Volver)

(2) La exposición de Caillois, y el debate subsiguiente, aparecen registrados en las páginas 83-103 del Nº 86 de la revista Sur: ¿Tienen las Américas una historia común? (Buenos Aires, noviembre de 1941). P. H. U., que intervino en la discusión, apoyó a Caillois señalando como otra circunstancia capital cómo ciertos fenómenos sociales y políticos ocurren en la América latina con una identidad cronológica sorprendente. Esta posición afirmativa fue atemperada por Germán Arciniegas y totalmente negada por Carlos Cossio quien aportó como testimonio las palabras de Edmundo O'Gorman: "... no hay más unión fundamental en América que la que se deriva de una cultura común con Europa y que dimana de unos cuantos principios esenciales". No debe olvidarse que este debate fue realizado hace unos ocho años: el 13 de octubre de 1941, para ser precisos. Desde entonces la realidad de una cultura hispanoamericana parece haberse acentuado por un mejor conocimiento recíproco, por una conciencia más vigilante de sus problemas. (Volver)

(3) Una vez que los problemas, que las cosas de América, ha dicho Arciniegas, se van conociendo, son algo tan impresionante, todo es de naturaleza tan avasalladora, de una calidad tan extraordinariamente rica, que fatalmente el hombre tiene que inclinarse ante esa realidad portentosa. Y de ahí nace la cultura, sin que el hombre se lo proponga. (V. ob. tit., pág. 102.)(Volver)

(4) En el año académico de 1940-41, P. H. U. dictó, en inglés y en la cátedra Charles Eliot Norton de la Universidad de Harvard, una serie de ocho conferencias sobre literatura hispanoamericana. Después de dos años y medio de elaboración las publicó, en inglés también, bajo el título de Literary Currents in Hispanic América (Harvard University Press. Cambridge, Mass., 1945). Este libro tuvo poca circulación en nuestras tierras. Ahora ha sido cuidadosamente vertido al castellano por Joaquín Diez-Canedo y publicado en México por Fondo de Cultura Económica. La misma editorial dio a conocer en 1947 la Historia de la cultura en la América hispánica, síntesis y ampliación de la obra precedente. La Biblioteca Americana, cuyo plan y catálogo presentara en un folleto Camila Henríquez Ureña, ha publicado hasta la fecha diez títulos, todos bajo el sello editorial del F. C. E. y homogénea en la pureza de sus textos, en la erudición de sus notas críticas, en la sobriedad de su presentación material.(Volver)

(5) V. Homenaje a Pedro Henríquez Ureña, en el Nº 141 de Sur (Buenos Aires, julio de 1946).(Volver)

(6) Esta bibliografía puede verse en la Revista de Filología Hispánica, Buenos Aires, 1946, año VIII, págs. 196-210, y, ampliada, en Letras, Buenos Aires, 1946, año I, Nº 4, págs. 79-102. (Una observación: ninguna de ambas publicaciones registra donde corresponde el volumen Seis ensayos en busca de nuestra expresión, Buenos Aires, Editorial Babel, s.a. (1928), aunque lo mencionan ocasionalmente.)(Volver)

(7) V. El descontento y la promesa, en Seis ensayos, etc. págs. 11-3b.(Volver)

(8) En una nota aparecida en la revista Realidad, Enrique Anderson Imbert releva sagazmente un cambio de posición de P. H. U. frente al romanticismo americano. En 1926 (época de Seis ensayos) sólo acepta algunos valores: Sarmiento, Martín Fierro. En 1945 (con las Literary Currents) prefiere la primera generación modernista a los románticos. En 1943 (en carta personal a E. A. I.) establece una mejor valoración de la segunda generación romántica frente a los modernistas. (V. Realidad. Buenos Aires, noviembre-diciembre de 1948, Nº 12, págs. 354-56.)(Volver)

(9) V. Seis ensayos, pág. 41. (No debe olvidarse, por otra parte, que las conferencias que dieron origen a Las corrientes literarias fueron anunciadas bajo el título En busca de nuestra expresión.) (Volver)

(10) En la Introducción, P. H. U. declara que los nombres de poetas y escritores citados los escogí como ejemplos de esas corrientes, pero no son, en rigor, los únicos que una corriente podrían representarlas. Ello explicará muchas omisiones, especialmente en nuestro siglo (...) Debo advertir que ninguna omisión responde a un propósito crítico. Sin embargo, no es posible dejar de señalar que, en muchos casos -aun los de mera enumeración-, los nombres escogidos no parecen siempre ejemplares. Y son esas menciones (u omisiones) las que, inevitablemente, condicionarán en muchos casos el juicio personal sobre esta obra. (Volver)

 

Responsables

L. Block de Behar
lbehar@multi.com.uy

A. Rodríguez Peixoto
arturi@adinet.com.uy


S. Sánchez Castro
ssanchez@oce.edu.uy

 


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