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"Encuentros con Parra"
En Número, nº 1, julio-setiembre 1963
pág. 56-65
"Primero, los desencuentros. Durante un año (setiembre
1950/agosto 1951) compartimos el mismo aire húmedo, el mismo
clima verde, los mismos coletazos del racionamiento, en la pobladísima
Inglaterra. Ambos estábamos becados por el Consejo Británico:
él para estudiar matemáticas superiores en Oxford,
yo para realizar una investigación literaria (sobre Andrés
Bello y el romanticismo) en Cambridge. Hasta teníamos un
amigo en común: John Adams, uruguayo de nacimiento, inglés
de extracción, persona muy inquieta y curiosa por todo lo
hispanoamericano. Este lo había conocido en 1949, cuando
el poeta viajaba hacia Oxford, se habían hecho amigos, habían
llegado a componer (con la entonces señora de Adams) unos
imposibles hermanos Marx para la fiesta del cruce del Ecuador. Cuando
llegué a Londres, conocí a Adams y éste pronto
empezó a hablarme de Parra, o Paara como pronunciaba
él con inconfundible acento. Yo sabía algo del poeta
chileno. Recordaba haber visto unas líneas (muy cáusticas)
de Carlos Poblete en su mediocre Exposición de la Poesía
Chilena (Buenos Aires, 1941); recordaba haber leído allí
y en la excelente Antología de Poesía Chilena,
de Sergio Atria (Santiago, 1946) algunos versos de Parra. El poeta
que reflejaban esos recuerdos, era un joven muy dotado para el verso,
melancólico y sentimental, en que apenas si algún
rasgo de humor venía a cortar la incontenible vena lírica.
La imagen que me ofrecía John Adams a través de su
caótico retrato oral parecía inconciliable: un hombre
lleno de humor y agresividad, capaz de personificar a Harpo Marx,
de lucir toques latinos de Don Juan, y enormemente versado en matemáticas.
Más que la poesía, esta imagen trunca despertó
mi curiosidad. Durante el largo año se habló mucho
de conocer a Parra. Muchos fines de semana se pasaron sin que pudiera
concretarse un encuentro en el dos veces centenario cottage
que tenía John Adams en Shepreth, delicioso pueblito a veinte
minutos de Cambridge. Una vez (Mahoma va hacia la montaña)
hasta organizamos con John una excursión a Oxford para visitar
a Parra. No fue posible localizarlo por razones misteriosas que
(ahora comprendo) tenían más que ver con la capacidad
de desorganización de John que con las artes elusivas de
Parra. Ya me iba de Inglaterra resignado a no conocer a Parra, cuando
descubro en la lista de pasajeros del Andes que él
también viajaba de regreso al Nuevo Mundo.
Pude verlo entonces: pequeño, compacto, con una cabeza de
enorme frente despejada y unas arrugas simiescas, cavadas sin duda
desde la infancia, que le dan una mueca permanente de feroz alegría,
los ojos intensos y algo fijos en los que también baila una
risa, en la boca en cambio una sonrisa triste, casi de dolor y tierna.
Viajaba acompañado de una rubia hermosísima, su segunda
mujer, conocida en Inglaterra pero de origen sueco. Hacían
una linda pareja, reservados, autárquicos, con un aire de
visible luna de miel. En el mismo barco, viajaban otros becarios,
algunos de ellos chilenísimos, como Eduardo y Marisol Pinto.
Pronto estábamos todos componiendo un grupo más o
menos homogéneo de turistas intelectuales. Se hablaba mucho
de literatura, de arte, de política, de América y
Europa, de teatro, de sociología. Todos sabíamos quién
era Parra y queríamos acercarnos, decirle que admirábamos
su obra o sentíamos curiosidad por ella, que su fama había
llegado hasta nosotros. Pero había algo en la pareja que
nos detenía. En los momentos más frívolos atribuíamos
esa paralización a la luna de miel; el motivo, sin embargo,
era insuficiente. En la sonrisa de Parra, en la dolorosa sonrisa
de Parra, desmentida por el patetismo de sus ojos, había
otra explicación que (demasiado superficiales o tontos) no
supimos comprender. A los catorce días de viaje el Andes
llegó a Montevideo y tuve que desembarcar sin haber conocido
a Parra.
*
* *
Después habrían de llegarme noticias de él.
Algunas literarias, otras personales porque a pesar de la incomunicación
hispanoamericana los chismes corren y se saben cosas. Todo no andaba
bien con la deliciosa Inge que había entrevisto en el Andes;
Parra había debido suspender sus clases por un par de años
al haberse quedado totalmente afónico; en uno de sus poemas
(Autorretrato) pude leer entonces:
Mirad aquí, muchachos,
Esta lengua roída por el cáncer;
Soy profesor de Física:
Se me ha destruido haciendo clase.
Después de todo o nada
Hago cuarenta horas semanales.
¿Qué os parece mi lengua?
¿Verdad que da terror mirarla?
Aunque el poeta no crea sólo con la materia de su vida,
esos versos me asaltaron con una verdad que iba más allá
del propósito deliberado de metaforizar la angustia. Sentí
en ellos ese hálito trágico que había creído
entrever también en los ojos de Parra. Algunos meses más
tarde, en diciembre de 1953, estuve en Santiago por una temporada.
Otra vez, el benemérito Andrés Bello y su discutido
Romanticismo me hacían salirme de mi cauce. Pasó mucho
tiempo antes de lograr el contacto con Parra. Un día, creo
que por intermedio de otro Bello (Enrique, descendiente del ilustre
caraqueño) pude conocer personalmente a Parra. Entonces ocupaba
un pequeño apartamento moderno cerca de la Biblioteca Nacional
donde yo trabajaba. Ya había recuperado el habla y seguía
viviendo con Inge. Lo vi un par de veces y me impresionó
por el calor de su trato. No recuerdo de qué hablamos aunque
es seguro que de poesía. No me dejó ir de su casa
sin algunos libros (le encanta regalarlos), entre ellos una hermosa
edición del Vasauro, del gongorino don Pedro de Oña,
que me recomendó con mucho énfasis justificado.
También me regaló un apartado de los Anales de
la Universidad de Chile, en que Enrique Lihn escribía
una Introducción a la poesía de Nicanor Parra
(diez páginas de vaguedades con alguna caracterización
acertada de tanto en tanto) y se recogían trece de sus mejores
poemas. Allí (al fin) pude conocerlo. Porque esa compacta
antología recoge algunas de sus obras maestras: el Autorretrato,
La víbora, La trampa, Los vicios del mundo moderno, el Soliloquio
del individuo. En esos versos duros, agónicos, vitriólicos,
y a la vez tiernos y desamparados, pude reconocer esa cualidad herida
de los ojos de Nicanor Parra, esa mirada que traspasa, esa risa
fúnebre, ese humor juguetón y a la vez ardido. El
poeta hablaba de sí mismo, despotricaba contra las mujeres,
contra la tiranía del teléfono, contra la corrupción
del mundo, contra el yo que nos encierra en su cárcel, pero
lo hacía sin piedad para sí mismo, con dolor, con
la horrible lucidez de unos ojos sin párpado.
Cuando volví a Montevideo, me apresuré a publicar
en Marcha (cuya sección literaria entonces dirigía)
una nota sobre la vida literaria en Chile (Quiénes son
los jóvenes y dónde se les encuentra, abril 23,
1954) que iba ilustrada por un poema de Nicanor Parra (el Soliloquio)
y otro de Gonzalo Rojas. Meses más tarde recibía su
segundo libro de versos, publicado después de un silencio
de más de quince años. Lo había estado preparando
morosamente en el destierro inglés, en la muda soledad de
su regreso a Chile, en su angustia y desesperación. Se iba
a llamar Oxford 1950 porque ese nombre y esa cifra indican
el preciso instante en que el poeta más o menos garcialorquiano
de Cancionero sin nombre (1938) sufre la crisis terrible
de la que emergerá el verdadero Parra. Pero el libro que
llegó a mis manos decía, con increíble acierto:
Poemas y antipoemas. Por este libro, Parra ingresaba a la
gran corriente de poesía de la lengua española.
*
* *
Hay dos encuentros más. Son recientes y sirven para precipitar
completamente la imagen que había sido revelada con tan morosos
plazos. En enero de 1962 fui invitado por la Universidad de Chile,
junto con Carlos Martínez Moreno, a participar en un Seminario
de Literatura Hispanoamericana que tuvo lugar en Santiago, bajo
la dirección de don Arturo Torre Ríoseco. En dicho
Seminario volví a encontrar a Parra. Nos vimos muchas veces
pero quiero hablar ahora de una noche memorable en su casa prefabricada,
de madera, que desde lo alto de La Reina domina la vasta extensión
luminosa de Santiago. Allí pude medir en un solo golpe de
intuición lo que era Parra. O mejor dicho, Nicanor. Porque
esa casa constituye su mundo más íntimo, allí
el poeta se abre por completo. No faltó (como no falta nunca
en Chile) buena comida y mejor bebida pero lo que hizo la noche
fue la presencia de Violeta Parra, hermana del poeta y cantora (no
cantante, aclara Nicanor) de melodías populares. Ella misma
las recoge en su fuente, les canta con una voz que no requiere otra
escuela que su intensa intuición artística y las acompaña
con una guitarra que también canta. Oscura, vestida de negro,
el pelo negro lacio escuetamente alisado, los rasgos indios acentuados,
Violeta Parra no gasta palabras ni cortesías. Vive pendiente
de su guitarra. Cuando la tiene en los brazos se transfigura. Empieza
a cantar y se forma un círculo incantatorio: la voz es pesada
como el sueño, se entra por los resquicios del cuerpo y cuando
queremos acordar la voluntad nos falla. Sólo podemos escuchar,
vivir pendientes de ese hilo de voz que nos manda. La voluntad férrea
de la cantora nos posee.
Había una muchacha de esas que no saben estarse en su sitio
y que se mueren si todos no están pendientes de sus encantos.
Interrumpía para hacer comentarios, se movía en el
asiento, buscaba cosas en la pieza de al lado, hasta que Violeta
la echó con una sola palabra seca, como la que se dirige
a un perro molesto, a un niño estúpido. La dijo y
siguió cantando. No se rompió el hechizo sino que
esa pequeña demostración de vigor sirvió para
que se cerraran aún más las aguas negras de la hipnosis
sobre nuestras cabezas. Los ojos concentrados y hasta doloridos
por el foco de luz que daba sobre la guitarra, el oído puesto
en el alma de esa voz, todos sentíamos que esa Violeta, esa
Viola, era una bruja ejecutando un conjuro, revelando misterios,
abriendo caminos en los subterráneos del alma.
Detrás de ella, con la sonrisa perenne que ya me hacía
acordar la máscara dolorosa de Lon Chaney, o el Conrad Veidt
de El hombre que ríe, Nicanor Parra escuchaba y absorbía
cada nota. Algunas de las cosas que Violeta cantaba eran de él,
de esa Cueca larga que yo había leído en Londres,
1959, traída por la mano de John Adams (otra vez), y que
en el contexto británico de mi apartamento de la calle Ossington,
con bibliotecas victorianas, negra chimenea, y grandes ventanales,
casi no tenía sentido. Ahora, cantadas por Violeta o recitadas
por Nicanor, las poesías de la Cueca larga adquirían
su ritmo, su entonación, su acento.
Esa noche, Nicanor leyó para Martínez, para mi mujer
y para mí, algunos de sus mejores poemas. Esa voz que él
creyó perdida, roída por un cáncer que estaba
mordiendo realmente su alma, se levantó nítida y escueta
para decir el Soliloquio del individuo, La víbora,
el poema a Siegmund Freud. La voz de Nicanor es asordinada
y seca; cuando lee no pone otro énfasis que la intensidad
con que separa nítidamente cada verso y una cierta alegría
sardónica que le desborda por los ojos, principalmente cuando
descubre en la risa incontenible del oyente que el verso ha dado
en el blanco. Cuanto más duro y arbitrario es el verso, cuanto
más cómico y desgarrado, más ferozmente alegre
se pone Nicanor. Pero es la suya la alegría de quien sabe
que está haciendo bromas con la vida y la muerte.
Sólo una cosa es clara:
Que la carne se llena de gusanos,
dice uno de sus Versos de salón. Esa claridad última
inunda su poesía y le da, paradójicamente, una fuerza
increíble de vida. Porque lo que mis ojos pudieron comprobar
esa noche de enero de 1962 fue la plenitud de Parra. El poeta en
su hábitat, conseguido al final de tanta peregrinación,
de tanto dolor, de dos matrimonios deshechos, adquiría al
fin sentido completo. Así como la lectura de los Poemas
y antipoemas me había permitido descifrar los signos
de aquella máscara entrevista en el Andes, ahora la
sesión en su casa de La Reina, me permitía reconocer
la plenitud interior que ya había alcanzado Parra y de la
que el poema contra Freud era un admirable síntoma. Yo conocía
estos versos que habían sido publicados en la revista chilena
Alerce (julio-agosto 1961). Recuerdo con qué gusto
había leído y hecho leer en Montevideo sus irreverentes
estrofas que satirizan la manía del psicoanálisis,
uno de los vicios del mundo moderno que ya había denunciado
Parra:
Vemos un automóvil.
Un automóvil es un símbolo fálico.
Vemos un edificio en construcción.
Un edificio es un símbolo fálico.
Nos invitan a andar en bicicleta.
La bicicleta es un símbolo fálico.
Vamos a rematar el cementerio.
El cementerio es un símbolo fálico.
Vemos un mausoleo.
Un mausoleo es un símbolo fálico.
Vemos un dios clavado en una cruz.
Un crucifijo es un símbolo fálico.
Nos compramos un mapa de la Argentina
Para estudiar el problema de límites.
Toda Argentina es un símbolo fálico.
Nos invitan a China Popular.
Mao Tse-Tung es un símbolo fálico.
Para normalizar la situación
Hay que dormir una noche en Moscú.
El pasaporte es un símbolo fálico.
La plaza Roja es un símbolo fálico.
Las carcajadas de Martínez Moreno deben estar resonando
todavía en La Reina. Porque esta poesía no es sólo
cómica por lo que dice sino que la voz de Nicanor la hace
más cómica, con un sentido increíble del timing,
una sobriedad en el énfasis, una socarronería de la
dicción que derivan simultáneamente de la experiencia
ancestral del indio y de sus dos años en Oxford. El poeta
lee con el papel iluminado por una lámpara y envuelto él
mismo en la penumbra. Al fondo la mesa de trabajo, abarrotada de
libros, papeles, cacharros y objetos de cerámica. Forrando
las paredes de madera, está la madera de las bibliotecas
y la madera de los libros revueltos en una heterogeneidad que demuestra
bien a las claras las dos vocaciones de Parra: alta matemática,
Mecánica Racional, compartiendo el mismo espacio vital con
los poemas de Ezra Pound o la lírica de Lope de Vega. En
las demás habitaciones abiertas, las enormes telas oníricas
de Violeta Parra miran con sus mismos ojos de hechicera. En ese
marco escenográfico encaja perfectamente Nicanor, como no
encajaba en el apartamento funcional cerca de la Biblioteca, como
no encajaba en la sonrisa pálida de equívoca luna
de miel del Andes. Ahora lo veo, lo encuentro, lo reconozco.
*
* *
Acabo de estar con él en Valparaíso y en Santiago.
Otra vez la Universidad de Chile ha servido de enlace; otra vez
una mesa redonda sobre la literatura hispanoamericana, nos ha acercado.
He pasado unos días viviendo en La Reina, en ese cuarto que
dominan las telas superrealistas de Violeta Parra, abrumado por
los monstruos que sueña su pincel, por los colores detonantes,
por la ciega explosión de vida subterránea que emerge
de estos cuadros como emerge de la oscura voz de su guitarra. He
compartido con Parra mesas redondas y cuadradas, conversaciones
a solas, mano a mano, largos viajes con gente amiga. En esos pocos
días, tratamos de aclarar los encuentros y desencuentros.
Se habló mucho de poesía porque la poesía es
el alimento de Parra. Pero se habló con la seriedad, con
el ahínco, con el sentido profesional, con que él
siempre habla de todo. Para él, la poesía es un quehacer,
es una faena, es el resultado de una operación consciente
del poeta sobre sí mismo. Pude saber mucha cosa que algún
día habrá de aparecer en un estudio que me prometo
sobre Parra: circunstancias biográficas menudas que aclaran
la intensidad de algún poema (el Soliloquio, escrito
de un tirón mientras se espera una maldita llamada telefónica),
ideologías que explican el nuevo rumbo de su poesía
(en Siegmund Freud hay una apasionada defensa de China comunista),
rasgos de humor o aforismos que iluminan su conducta creadora ("Me
puse a descargar las palabras para poder escribir poesía,
a descargarlas de los significados ajenos, para poder cargarlas
después de los significados míos"), proyectos
para el futuro inmediato (un Manifiesto que servirá
de base para las publicaciones de un Taller de poesía, tal
vez un viaje al Río de la Plata).
La semana larga que estuve con Parra confirmó la visión
del año pasado y la documentó en mil pequeños
detalles. Lo volví a ver entero y centrado. Descubrí
al mismo tiempo que se encuentra en un momento crucial de su vida
poética. La publicación de los Versos de salón
en 1962 cierra el ciclo de la antipoesía. Ahora, desde el
viaje a China, Nicanor no quiere hacer poesía sólo
para poetas y críticos. Quiere hacer poesía que sea
para todos. El poema a Siegmund Freud es como una despedida
de las complejidades del mundo moderno, es decir del mundo occidental.
En su Manifiesto, Parra busca expresar la poesía usando
el lenguaje más llano, el ritmo más imperceptible,
la dicción menos notable. No es poesía, dijo
Ida Vitale al oírlo recitar y hasta cierto punto su juicio
es válido porque representa la reacción de un poeta
y un crítico dedicado por entero a la poesía. Pero
lo que busca ahora, hondamente, calladamente, empecinadamente, Nicanor
es una poesía que no sea "poesía".
O que no lo parezca. Una poesía que se haya depurado de tal
modo de todo lo que es moda, estilo, manera, que pueda surgir con
una inmediatez, una vibración absolutamente inéditas.
Es decir, una poesía que vuelva al punto mismo en que el
lenguaje de todos los días es ya poesía.
Allí asoma un nuevo Parra, sobre el que no conviene pronunciarse.
El tiempo y sus poemas dirán si la empresa es posible o si
con este nuevo avatar poético, no ha practicado un segundo
suicidio simbólico más definitivo que el primero.
Porque cuando Parra dejó atrás a García Lorca,
se desembarazó del poeta lírico y melancólico
que llevaba fuera, para dar curso en una poesía a contrapelo
y ríspida al poeta verdaderamente lírico y melancólico
que llevaba dentro, creando los polémicos Antipoemas,
muchos de sus mejores críticos lamentaron la muerte del otro.
Ahora, Parra vuelve la espalda a los Antipoemas pero no para
retomar el gran énfasis lírico de sus primeros tiempos,
sino para despojarse aún más, para esencializarse,
en una poesía que oscila sobre el filo mismo de la nada poética.
La empresa es terrible y está siendo jugada con los ojos
bien abiertos, en un esfuerzo último y supremo por descargar
completamente las palabras. Un nuevo Parra está naciendo.
Habrá que esperar la hora de salir a su encuentro."
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