|
"Madurez de Vargas Llosa"
En Mundo Nuevo, n. 3
setiembre de 1966
p. 62-72
Tu ne dois pas conter le fait mot
á mot ou ensemble si comme il fu, ains le to convient deviser
par parties, et dire une branche chi et outre lá...
BRUNETTO LATINI
"La Casa Verde (1), segunda novela del joven escritor
peruano Mario Vargas Llosa que hace tres años se consagró
con La Ciudad y los perros (Barcelona, Seix-Barral, 1963),
viene a confirmar todo lo que anunciaba aquel primer intento admirable.
La reacción de la crítica y los lectores ante su primera
novela revelaba una mezcla igual de admiración por el talento
y de sorpresa por la juventud del autor (27 años entonces);
pero esa admiración y esa sorpresa estaban amonestadas por
la atmósfera de escándalo que envolvió al libro
en el país natal del autor, por el insulto que ciertos grupos
de derecha le dirigieron entonces, por la quema de ejemplares de
la novela en ceremonia pública. Tales excesos tenían
como pretexto la violencia con que Vargas Llosa denunciaba la organización
paramilitar del Colegio Leoncio Prado, donde se desarrollaba la
acción de su novela. Por otra parte, el cuadro social que
pintaba el autor también contenía fuertes elementos
de denuncia. La simpatía de Vargas Llosa por la revolución
cubana y su adhesión a la causa de la justicia social y económica
en América Latina suscitaban fuertes críticas en los
grupos más conservadores del Perú. La calidad indiscutible
de la novela sufrió, sin embargo, por el contexto ardiente
en que fue leída. Hasta cierto punto, el libro pudo parecer
a muchos lectores superficiales como una obra más de denuncia,
de esas que hace tiempo abruman las letras latinoamericanas. La
verdad es que este libro era eso, pero era también una de
las pocas novelas importantes producidas en América Latina
entonces.
Con la publicación de La Casa Verde, Vargas Llosa
se sitúa (a los 30 años) en la primera línea
de narradores de esta América. Junto a novelistas algo mayores
pero de su misma promoción (como el mexicano Carlos Fuentes,
el chileno José Donoso, el colombiano Gabriel García
Márquez, el cubano Guillermo Cabrera Infante, el uruguayo
Carlos Martínez Moreno) representa la vanguardia de un vasto
movimiento literario que está produciendo incalculable impacto
en todo el mundo. Precedidos por narradores como Borges y Asturias,
como Carpentier y Onetti, como Graciliano Ramos y Guimarães
Rosa, como Manuel Rojas y Ernesto Sábato; flanqueados muy
de cerca por Julio Cortázar y Juan Rulfo, estos narradores
más recientes, o más recientemente revelados, han
concluido de una vez por todas con el realismo documental, con la
novela de la tierra, con la denuncia social de tipo panfletario,
con la escisión maniqueísta del mundo en personajes
buenos (los explotados, siempre) y personajes malos, con la mediocre
prosa de altas intenciones. Conscientes de su condición de
escritores, reacios a reducir la literatura a la función
de celestina de otras profesiones, pero al mismo tiempo hombres
de este siglo y esta hora terrible, los narradores latinoamericanos
que se revelan a partir de 1940 y tantos han producido ya varias
camadas de brillantes novelas, apasionadas construcciones de ficción
en que el rigor de la escritura no disimula la pasión por
desenmascarar la realidad más profunda.
Una vocación excluyente
De todos ellos, uno de los más ardientes, de los más
irreductiblemente creadores, es Mario Vargas Llosa. Moreno y serio,
pero con una sonrisa de grandes dientes blancos que corta de golpe
la tristeza severa del rostro, pausado y preciso para hablar, como
si pensara cada vez lo que va a decir aunque siempre dice lo que
ha pensado largamente, Vargas Llosa es el epítome del escritor
completamente dedicado a su vocación. No en vano uno de sus
grandes y confesados modelos es Gustave Flaubert, el que demostró
(en la teoría y en la práctica) la condición
de galeote del escritor atado a su mesa de trabajo. En una entrevista
que tuve oportunidad de hacerle antes de que abandonara París
hace unos meses (2), ha contado Vargas Llosa precisamente lo que
debe sobre todo a su larga estancia en Europa. Vino al Viejo Mundo
en 1958, después de haberse licenciado en San Marcos y con
una beca para hacer el doctorado de letras en Madrid. Después
de haber obtenido el título, se trasladó a París
al año siguiente. Trabajando como profesor de español
en la famosa Berlitz School y luego participando en las emisiones
de la Radiodifusión Francesa, Vargas Llosa se fue quedando
aquí, ganándose la vida en un trabajo intelectual
oscuro y dedicando casi todo su tiempo a escribir. Así pudo
terminar La Ciudad y los perros (que había comenzado
en Madrid), escribió morosamente toda La Casa Verde y
ya lleva un año de trabajo sobre una tercera novela cuyo
protagonista es un guardaespalda de la época del General
Odría, "época de una dictadura mediocre, a la
peruana", como él mismo dice. Si ahora regresa al Perú,
después del éxito internacional de La Ciudad y
los perros (una casa norteamericana le pagó ocho mil
dólares de anticipo por los derechos de este libro y por
la opción a cinco obras más), es porque quiere renovar
un poco su contacto con la tierra natal. De su experiencia europea,
lo que sobre todo destaca es el sentido de la disciplina aquí
adquirido. "He aprendido a trabajar, a escribir de una manera
sistemática, concentrada, como trabaja un minero del Oroya,
así con horario incluso, y he aprendido a enclaustrarme."
Desarrollando un poco estas ideas, Vargas Llosa me señala
entonces que "en América Latina la literatura no ha
sido tomada en serio. No la ha tomado en serio la sociedad, en primer
lugar, y por consecuencia tampoco la ha tomado en serio el escritor.
El escritor latinoamericano no asume su vocación de manera
exclusiva que es la única manera como se puede asumir, creo
yo, la literatura. Como una actividad, además, excluyente.
Muchas veces se la toma como un pasatiempo, como una actividad paralela,
como un hobby de domingo. Creo que esto explica en parte la pobreza
de la literatura hispanoamericana. Hay una especie de pecado capital
en los mismos escritores". Apunta que en Europa, las grandes
figuras del siglo XIX, por ejemplo, eran gentes que vivieron la
literatura como destino, como una vocación en el sentido
más profundo, más íntegro de la palabra. "Aunque
ellos no contaban con el estímulo del ambiente e incluso
trabajaban en un ambiente hostil, eso no les impidió contraerse
y vivir la literatura hasta las últimas consecuencias, digamos.
En Balzac, en Flaubert, en Rimbaud incluso, se ve esto muy claro.
En América Latina son muy poco frecuentes esos casos. Creo
que lo que ocurre es que el escritor latinoamericano no se atreve
a elegir la literatura como una vocación. Es decir, el muchacho
o el joven que quieren escribir no se deciden a hacer lo fundamental,
lo básico, lo que me parece a mí decisivo para poder
llegar a ser realmente un escritor: pensar que hay que organizar
toda la vida en función de la literatura, no que la literatura
va a estar organizada en función de la vida. Que todo debe
ser subordinado a la vocación. Esa es una cosa que también
aprendí en Europa: que lo que yo quiero es ser escritor y
que todo lo demás está subordinado y depende de eso."
A una pregunta que le hago sobre si hay ahora más escritores
vocacionales en América Latina, me contesta terminantemente
que sí. "Te diré más incluso (agrega):
en este sentido, uno de mis ejemplos y por eso lo admiro muchísimo
y no sólo por su obra espléndida, sino por su conducta
frente a su propia vocación, es Julio Cortázar. En
cierta forma ha sido un modelo mío. A mí me parece
admirable con qué pureza, con qué integridad, vive
la literatura, cómo está dispuesto a sacrificar todo
a la vocación y no está dispuesto a sacrificar la
vocación a nada. Yo creo que esta es la conducta indispensable
de un escritor."
El caso Siniavski-Daniel, sobre el que ha escrito Vargas Llosa
un brillante artículo reproducido en el número 1 de
Mundo Nuevo, le permite hacer algunas precisiones sobre el
papel del escritor en las sociedades socialistas. "Yo creo
(me dice) que los que están más obligados a
protestar por la condena de Siniavski y Daniel son los escritores
hispanoamericanos que simpatizan con el socialismo y con la URSS.
La justicia social no puede venir acompañada de ninguna forma
de inquisición. Pretender asimilar o domesticar la literatura
es imposible. La literatura es rebelión, es contracción,
es crítica. El escritor es por antonomasia un rebelde. Aún
en el momento del triunfo del socialismo el escritor debe seguir
siendo un descontento. La literatura es una insurrección
permanente. Por eso el socialismo, o suprime de una vez por todas
a la literatura, o acepta que se critique de la base a la cúspide
todo el edificio social. Censurar a los que condenaron a Siniavski
y Daniel no es hacer la menor concesión al capitalismo o
al imperialismo. Hay que defender la libertad de creación."
Lo que es otra manera de decir, le señalo que la literatura
es una vocación a la que se debe sacrificar todo.
La primera salida
Antes de publicar La Ciudad y los perros, Vargas Llosa había
estrenado en Piura, Perú, una obra de teatro, La huída
(1952), de la que poco se sabe; había escrito una tesis
titulada Bases para una men de cuentos, Los Jefes (1958,
editado en Barcelona (1959) por Rocas, y reeditado en Buenos Aires
(1965) por Jorge Alvarez. Sobre esta última obra, el autor
se manifiesta ahora con mucha severidad. "Es un libro malo",
me dice. "En fin, yo creo que es bastante malo. Es un libro
que no me gusta, que me parece muy convencional y adolescente."
Reúne cinco cuentos escritos por él entre los
16 y los 18 años. "Cuando apareció el libro
en España, ya no me gustó; no me sentía solidario
con él. Y esa segunda edición que ha salido en la
Argentina, ha salido a pesar mío, por una especie de enredo
tramado por un editor peruano. Yo no la había autorizado
pero el editor argentino se vio sorprendido por Manuel Scorza, un
editor peruano que se presentó como dueño de los derechos
de autor, y cuando yo me enteré, ya estaba el libro en la
calle. Ya no había cómo dar marcha atrás y
creyendo en la buena fe de Alvarez, acepté el hecho consumado
y autoricé la edición."
Cuando le observo que en el cuento que da título al volumen
hay como una premonición del tema de La Ciudad y los perros,
observa Vargas: "Sí, es posible porque se trata precisamente
de estudiantes pero en realidad el cuento está inspirado
en un hecho real, en una especie de motín estudiantil en
el colegio San Miguel, de Piura, una huelga contra el director,
que yo viví de cerca. Pero conscientemente, yo nunca relacioné
este cuento con lo que pasa en el Colegio Leoncio Prado en la novela.
Probablemente hay cierta semejanza." Le señalo que
hay semejanza de clima, y también de tensiones subterráneas
entre los personajes. Los muchachos en ambos relatos están
motivados por un medio que es similar en ambos casos, pero también
están marcados por la manera en que el autor encara el conflicto
y presenta a los personajes. Precisamente, al leer La Ciudad
y los perros se reconoce (ampliada) la misma capacidad de mostrar
las tensiones que suscita la convivencia, esa mirada del autor que
busca infatigable en las relaciones que se van tejiendo entre los
seres, y que muchas veces van a contrapelo de los vínculos
de que ellos mismos son conscientes. En fin, todo ese sistema de
relaciones que están por debajo de las más obvias
que desarrolla el argumento. Sólo que lo que apenas aparece
apuntado en Los jefes está magníficamente orquestado
en La Ciudad y los perros. En este sentido se comprende que
Vargas Llosa rechace ahora su primer libro de relatos como inferior
einsatisfactorio.
Una alegoría del honor
La Ciudad y los perros parece proponerse tan sólo
presentar una pintura de la vida en un colegio organizado a la manera
militar, aunque no sea realmente militar, en las cercanías
de Lima. Ese Colegio Leoncio Prado existe, a él asistió
Vargas Llosa, y en unas páginas preliminares de la edición
barcelonesa puede verse una fotografía del mismo. En su patio
fueron quemados ejemplares del libro al ser publicada precisamente
esta edición y como desagravio a una ofensa imaginaria hecha
a la institución. La novela, sin embargo, no se propone ser
únicamente documental y no quiere contar sólo cosas
que ocurrieron realmente allí y entonces. Lejos de Vargas
Llosa la intención testimonial que ha malogrado tantos esfuerzos
de la novela latinoamericana de este siglo. Su libro se limita a
utilizar la realidad peruana para ilustrar con una anécdota
tal vez inventada la naturaleza profunda del mundo peruano de hoy.
La anécdota en que se basa es lineal: un estudiante roba
las respuestas a una prueba de examen; otro estudiante delata el
robo para así conseguir un permiso el domingo y poder visitar
a su novia, aprovechando unas maniobras, alguien mata al que se
supone haber delatado todo; pero el verdadero delator denuncia la
maniobra criminal. Sin embargo, las autoridades militares resuelven
echar tierra encima. Esas cosas no pueden ocurrir en un Colegio
como éste, y dentro de una estructura de tipo castrense.
Así resumida, la novela parece referirse sólo (como
tantas novelas norteamericanas de la segunda postguerra) a problemas
disciplinarios dentro de una estructura rígida y paramilitar;
parece interesarse por describir únicamente un mundo de violentas
jerarquías y códigos secretos (también los
muchachos copian clandestinamente las reglas del orden castrense,
e imitan a sus dominadores); parece buscar la presentación
de un mundo impregnado de pasiones, que es capaz de llegar a la
violencia pero que al mismo tiempo funciona autónomamente
y desvinculado de la realidad circundante. Hay un orden y hay un
desorden, pero el orden termina imponiéndose, así
sea por medio de la violación de la justicia o el desdén
de la verdad. Pero esa apariencia de la novela es sólo apariencia.
Aunque ajeno, el mundo exterior rodea realmente a ese Colegio, ese
cosmos clausurado, y está constantemente interfiriendo en
él: los muchachos salen, tienen relaciones que pertenecen
a distintas clases sociales, rivalizan entre sí por alguna
muchacha; sus vidas anteriores al Colegio pesan sobre ellos y ocupan
(en evocaciones, monólogos silentes, pesadillas) buena parte
de la materia cotidiana de sus vidas; los mismos militares están
sometidos a idénticas presiones externas. Esa realidad tan
ordenada del Colegio (ordenada pero al mismo tiempo amenazada desde
dentro y desde fuera) está también a merced de la
ciudad que la envuelve y que es el centro de un país gobernado
por una minoría blanca. El título definitivo del libro
-que en un principio se iba a llamar La morada del héroe,
con una entonación más sarcástica, y luego
Los impostores, en forma más explícita- indica
ahora esa tensión dialéctica entre el medio (la ciudad)
y los personajes (perros es el nombre que reciben los cadetes en
el Colegio).
Al cabo, el lector descubre que toda la novela se proyecta sobre
Lima, sobre el Perú, sobre la América Latina. Las
clases se mezclan en la lid amorosa o en la amistad, a veces perversa;
los intereses sociales se superponen; las ideologías chocan.
Al cabo, el Colegio termina convertido en microcosmos que es cifra
de macrocosmos. A pesar de su aspecto realista y de la severidad
exterior de su trazado la novela funciona en varios planos simultáneos
de tiempo: hay tres evocaciones básicas, a cargo de los tres
personajes principales, y que permiten aumentar las dimensiones
espaciales y temporales de la acción principal que se desarrolla
siempre en el Colegio; el autor ata y desata los ritmos narrativos,
ensaya técnicas de las más recientes, tomadas de la
escuela del Nouveau Roman (es la primera novela latinoamericana
de alguna importancia que lo hace con tanta seguridad) y también
ofrece, como lo hace Julio Cortázar en Rayuela, un
juego de espejos que se desplazan, multiplicando el efecto laberíntico
de este mundo de imágenes. Al cabo, el lector comprende que
la anécdota del robo de los papeles, la muerte de un muchacho,
el castigo y el perdón son sólo apariencias. Que toda
la novela es realmente una alegoría: real y precisa en sus
detalles (como lo es Moby Dick, de Melville, o ese otro libro
que también deriva de allí, The Naked and the Dead,
de Norman Mailer), una alegoría fanática en la exactitud
de sus observaciones, pero al mismo tiempo subordinada a valores
que no son los del realismo documental.
Porque Vargas Llosa no se queda (como tantos antes de él)
en el escrutinio de la realidad social. Sabe bien que el hombre
vive en varias dimensiones, no desdeña los aportes de la
psicología profunda para desentrañar la madeja de
frustraciones, amores reprimidos, vínculos sado-masoquistas,
perversiones reales o imaginadas que su vasto tema propone. Conversando
con él sobre este aspecto capital de su novela, me dice que
todos los personajes, "tanto los cadetes como los oficiales,
las víctimas como los victimarios, viven dentro de una alienación
total. Es decir: todos son arrastrados por el sistema dentro del
cual están inmersos a adoptar determinadas conductas, a realizar
determinadas acciones que muchas veces contradicen su propia naturaleza,
sus propias inclinaciones, sus propias ambiciones."
La sociedad del Colegio Leoncio Prado es una sociedad cerrada,
con un sistema que se impone a todos a través de un código
de honor, lo que a su vez genera (como el autor sugiere) contracódigos
o anticódigos. Muchas veces, un cierto amor por la simetría
arrastra a Vargas Llosa a introducir en la anécdota lateral
o complementaria situaciones que han suscitado el comentario adverso
de la crítica. Así, por ejemplo, se le ha reprochado
que la misma muchacha sea el personaje central en el destino de
tres de los cadetes. Cuando le pregunté sobre este aspecto
de su obra, Vargas me explica "Bueno, la verdad es que yo
dudé mucho; incluso cuando tenía el manuscrito terminado
y lo dí a leer a algunos amigos, muchos me hicieron observar
que era poco verosímil que Teresa fuera el amor de los tres
personajes principales sin que dos de ellos, por lo menos, lo supieran.
Pero eso era bastante delicado. Yo quería que en la novela
los cuatro personajes centrales reaccionaran siempre frente a un
mismo estímulo, Y que reaccionaran de una manera distinta,
precisamente según su procedencia social, según sus
traumas familiares, según su psicología, según
su propio estatuto social. Esas reacciones, yo quería que
fueran frente a los mismos estímulos: el descubrimiento del
sexo, digamos; el descubrimiento de la violencia como base de las
relaciones humanas; frente a la injusticia y frente al amor. Esa
es la razón por la que escogí a Teresa, que es un
personaje de clase media. Quería que esos tres muchachos
se enamorasen de ella: el muchacho que proviene de la alta burguesía,
como Alberto; el que proviene de la misma clase que ella, como el
Esclavo, y el que proviene justamente de una clase inferior, como
el Jaguar. Quería que cada uno viera a Teresa de acuerdo
a su propia situación y de una manera distinta. Eso me iba
a permitir definirlos mejor."
A la objeción de la crítica, Vargas admite que se
trata sin duda de un fallo de su novela. "Fíjate
(me dice), yo creo que no hay tema inverosímil. Que
todo tema, toda anécdota puede ser verosímil y que
eso depende de cómo esté presentada. Es decir, por
ejemplo, en La metamorfosis, de Kafka. Gregorio Samsa se
convierte en un insecto. Tú lees el libro y tú crees
que se convierte en un insecto. Te parece verosímil. Entonces
yo creo que lo que ha fallado en mi novela no es el tema de la muchacha
sino la realización misma. Es decir: que es defectuosa por
razones de escritura o por razones de técnica. Que ha fallado
el autor." Le confirmo que si se le ha hecho tantas veces
este reproche es porque de alguna manera hay un fallo ahí
en la novela. Tal vez él no supo encontrar las articulaciones
narrativas que habrían hecho creíble la coincidencia.
Se toca aquí un problema más general de la ficción
de Vargas Llosa que habrá ocasión de ver con más
detalle un poco más adelante. Es evidente que el joven autor
peruano está muy imbuído del mundo y de la técnica
de las novelas de caballería, que declara admirar profundamente.
Cree con toda sinceridad que Tirant le blanc es superior
al Quijote, aunque esta opinión es sin duda muy minoritaria
hoy. En La Ciudad y los perros, Vargas Llosa cede a las necesidades
de un código del honor no menos riguroso que el de los auténticos
caballeros andantes: ese código del que se burló la
sabiduría crepuscular de Cervantes. Toda su novela está
construida sobre el tema de la falsificación del honor en
el mundo contemporáneo. Desde su punto de vista, la reforma
social, la revolución, la justicia, constituyen los puntales
modernos de una Cruzada en la que Vargas Llosa cree firmemente y
a la que dedica su adhesión de hombre y de ciudadano. Fanático
del respeto debido a la literatura, Vargas Llosa no es de los que
se refugian en una torre de marfil. Por el contrario, su compromiso
personal es claro a indiscutible, y suscita por lo mismo la mayor
simpatía.
Lo adjetivo en La Ciudad y los perros es tal vez lo que
ha asegurado el éxito de la novela: su censura del régimen
militar, o paramilitar, del Colegio Leoncio Prado; la antipatía
con que presenta los valores en decadencia del mundo burgués;
su tratamiento de las relaciones perversas entre adolescentes, que
está tan de moda desde Tárless, de Robert Musil;
su demostración impresionante de lo fácil que es recaer
en el salvajismo, en la violencia más primitiva, como también
lo había demostrado a su tiempo, esa espléndida novela
de William Golding que se llama Lord of the Flies. También
es superficial, aunque esté ejecutado con autoridad, el uso
de técnicas que despistan y atraen al lector, como ese largo
e intermitente monólogo que parece pertenecer a uno de los
muchachos, el más intelectual, y que sin embargo pertenece
a otro, más primitivo en apariencia. Aquí, una vez
más, Vargas Llosa paga tributo a la mejor tradición
de Robbe-Grillet y Cía.
Todo esto es lo superficial en La Ciudad y los perros. Lo
profundo es la maniática, contenida intensidad con que el
joven escritor concibe ese universo claustrofóbico; la ferocidad
con que lo explica y el desgarrado amor con que lo denuncia; el
rígido código de honor personal que transparenta su
acre censura de otros códigos de honor, más antiguos
y desvalorizados. Como visión de Lima (la ciudad) el libro
tiene su grandeza. Aquí Vargas Llosa se inscribe en una corriente
revisionista que así mismo documenta el valioso ensayo de
Sebastián Salazar Bondy, Lima, la horrible (publicado
también en 1963). Contra la imagen tradicional, sostenida
por la oligarquía criolla, de una Lima de esplendores virreinales,
una Lima blanca y sensual, lujosa y elegante, estos nuevos peruanos
muestran el envés del tapiz: la Lima de los bajos fondos,
de la miseria y de la crápula, de la escuálida apariencia
pequeño-burguesa. Sobria, algo desdeñosa como corresponde
al verdadero hidalgo melancólico que en el fondo es Vargas
Llosa, helada en su intransigencia, la visión que atraviesa
a ramalazos esta compleja primer novela parece venir directamente
de Quevedo. Pero sin el humor, la ancha comprensión del mundo,
el grotesco salvador que impregna hasta las páginas más
negras del artista español del Barroco. Este joven narrador
peruano ha escrito La Ciudad y los perros con las mandíbulas
apretadas, los ojos tiesos, un desgarro interior.
Cuando le pregunto sobre este aspecto de su novela, sobre la visión
de Lima y del Perú que la novela implica, Vargas Llosa me
declara estar completamente de acuerdo con mis observaciones. "A
mí siempre me pareció desde que estuve en el Leoncio
Prado, que entrar allí era como entrar al Perú, descubrir
al Perú. Por la estratificación tan rígida
que tiene la sociedad peruana, un muchacho que ha nacido como yo
en la burguesía y que ha vivido dentro de la burguesía,
casi no tiene conocimiento, ni siquiera intuición, del resto
del Perú. Para mí, Leoncio Prado fue por ejemplo descubrir
a los indios, a la gente de la selva, a la gente de la sierra, porque
allí afluyen efectivamente gentes de todas las provincias
del Perú, de todas las regiones y, por lo menos en mi época,
de todas las clases sociales. Entonces, el Colegio era como el espejo
de una realidad mucho más vasta, y esta convivencia allí
de personajes que venían de medios tan distintos creaba también
una multitud de tensiones. En este sentido yo creo, sí, que
el Leoncio Prado es una realidad bastante representativa del Perú."
Le contesto que por eso, y sólo por eso, la novela tiene
un valor alegórico que no depende de la voluntad del autor.
Aunque él no haya querido hacer una alegoría, el microcosmos
de su novela refleja el macrocosmos del Perú entero. Ese
macrocosmos está también reflejado, aún más
anchamente, en la segunda novela.
Las fuentes de "La Casa Verde"
Cuando grabé la entrevista con Vargas Llosa que he estado
utilizando para esta crónica, todavía no se había
publicado La Casa Verde. Le pedí entonces al autor
que me contase no sólo de qué trataba la novela sino
cómo había llegado a reunir en ella los distintos
temas que la componen. Transcribo ahora ese diálogo tal como
ha sido recogido par la cinta magnetofónica:
MVL: Está basada en cinco experiencias
vividas por mí en épocas muy distintas y también
en lugares muy distintos. Es como la síntesis de esas cinco
experiencias o cinco momentos de mi vida. También quiere
ser, como La Ciudad y los perros, la descripción de
un aspecto de la realidad peruana pero a niveles diferentes. A un
nivel diríamos objetivo, a un nivel subjetivo, a un nivel
mítico incluso, que no aparecía en La Ciudad y
los perros. También a un nivel puramente instintivo.
La más antigua de las experiencias ocurrió cuando
yo llegué a Piura por primera vez.
ERM: ¿Dónde queda Piura?
MVL: Está en el Norte del Perú, rodeada de un enorme
desierto, el desierto de Sechura, y este paisaje ha impartido a
la ciudad una psicología muy particular. Yo tenía
diez años entonces y había en las afueras de la ciudad,
al otro lado del río, en pleno desierto, una casa, una especie
de cabaña pintada de verde que es un color que no existe
prácticamente en Piura. El desierto es amarillo, casi no
hay árboles, las casas están pintadas de ocre o de
azul o de blanco. El color verde en sí es muy raro. Me imagino
ahora que eso en cierta forma ya atraía mi curiosidad y la
de mis compañeros de colegio. También porque la casa
estaba así alejada como un emisario de la ciudad en el desierto.
Y además porque había toda una especie de leyenda
maligna en torno de esa casa. Era un prostíbulo. Yo no sé
si sabia entonces lo que era un prostíbulo, pero sabía
que era un sitio malo.
ERM: ¿Pero funcionaba entonces
como tal?
MVL: Sí, sí, y me acuerdo
clarito que nosotros íbamos de noche a espiar, íbamos
a orillas del río, a través del viejo puente, a verlo
de lejos. En la noche, claro, se iluminaba, se oían ruidos
y entonces esa cabaña ejercía una especie de poder,
así, fascinante sobre nosotros. Me acuerdo cuando leí
por primera vez La educación sentimental, de Flaubert
(la leí aquí, en París), al llegar al último
capítulo cuando los dos amigos se preguntan cuál es
el mejor recuerdo de su vida, y dicen que es La Casa de la Turca,
en Rouen, o no me acuerdo dónde, que era un prostíbulo
con los postigos pintados de verde. Tuve entonces como una especie
de temblor, de sacudimiento.
ERM: Me imagino, con lo que tegusta Flaubert.
MVL: Bueno, ésa es la parte más
antigua. Yo me estuve en Piura sólo un año. Me fui
y regresé cuando tenía 14, al terminar mi colegio
justamente. En esa época, bueno, ya iba a burdeles y fui
por primera vez a la Casa Verde, y tú sabes que esa cabaña
así medio mítica, siguió siendo muy mítica
y muy misteriosa y muy poética, incluso conociéndola
por dentro. Porque era un prostíbulo absolutamente sui generis,
de un solo salón, donde estaban las mujeres y donde había
una orquesta, un trío compuesto por un viejo que tocaba el
arpa, un hombre muy musculoso que le decían el Bolas, que
tocaba los platillos y el tambor, y un muchacho de tipo muy piurano,
o sea color aceituna, con el pelo muy negro y con unas maneras muy
lánguidas que tocaba la guitarra y que era compositor. Era
el creador de esa orquesta. No había cuartos. Las parejas
salían al desierto a hacer el amor. Era una cosa muy poética,
realmente muy extraña. Tú sabes que esto a mí
se me ha quedado. No he podido olvidar nunca ese prostíbulo
y esos personajes tan curiosos. Ese recuerdo, que es de hace doce,
catorce años casi, siempre había querido trasponerlo
a la literatura de alguna manera. Y he escrito infinidad de proyectos
de cuentos eincluso de novelas basados en ese tema.
ERM: ¿De modo que allí
empezó todo?
MVL: Allí empezó. Esa fue
la idea más antigua de La Casa Verde. Después
se asoció con otro recuerdo que también proviene de
Piura y que se relaciona con un barrio muy curioso, que se llama
la Mangachería. Cuando yo leía las novelas de Dumas
que hablan de la Corte de los Milagros pensaba en ese barrio, que
no sé si existe todavía. Está también
del otro lado de la ciudad, en el desierto; está hecho de
cabañas, de caña brava y de barro. Los mangaches son
vagabundos, mendigos, artistas. Todas las orquestas piuranas, todos
los conjuntos musicales, salen siempre de ahí, de ese grupo
humano que es una especie de lumpen y es además la única
fortaleza que tenia el fascismo en el Perú. Porque el General
Sánchez Cerro, que era piurano según la leyenda, aunque
no es cierto, era una especie de santo de la Mangachería.
El partido profascista que fundó ese general y que hoy día
es prácticamente inexistente ha tenido siempre fieles adherentes
en ese barrio y sólo en ese barrio. Bueno, yo quería
también escribir algo sobre este barrio y en cierta forma
esas dos experiencias piuranas se han mezclado en la novela y dan
tema a dos de las historias de La Casa Verde.
ERM: Y las otras historias, ¿también
ocurren en Piura?
MVL: No, las otras tres ocurren en la
selva, en una pequeña factoría a orillas de la confluencia
del río Nieva con el Alto Marañón. Es una factoría
de caucheros donde hay una misión de religiosas españolas.
Poco antes de venir a Europa, hice un viaje a la selva. Había
llegado al Perú un arqueólogo mexicano, Juan Comas,
y el Instituto Lingüístico de verano organizó
para él un viaje a la selva. Yo participé en ese viaje
y pude ver las tribus, los aguarunas y los huambisas,
que viven todavía en la Edad de Piedra. Sufrí una
conmoción. Fue como lo del Colegio Leoncio Prado, porque
también aquí había un mundo bárbaro
y terrible. Quedé deslumbrado. En ese ambiente se juntan
tres historias. La primera es la de las religiosas del convento
de Santa María de Nieva. Son casi todas españolas
y viven en condiciones increíbles de dureza, las cartas tardan
dos meses en llegar, los moscos se las comen vivas. Y esas madres
resisten. Están allí para educar a las niñas
de los indios. Una vez por año los guardias van por los pueblos
y recogen a la fuerza a las niñas. Las madres las reciben,
las limpian, les enseñan español, las hacen renunciar
a la superstición. Luego de tres o cuatro años ya
no las pueden conservar y las entregan a quienes se las pidan para
que trabajen de criadas. Las muchachas ya no quieren volver a la
selva pero tampoco sirven para mucho. Hay ahí un tema que
a mí me fascinó. Los sacrificios y el heroísmo
de esas madres para conseguir sólo eso: unas criadas. Hace
dos años volví a recorrer la región, con la
novela ya escrita, porque quería estar seguro de lo que contaba.
Ahora son los indios los que llevan a las niñas y las monjas
muchas veces las tienen que rechazar.
ERM: Todo eso parece innecesariamente
cruel.
MVL: Es cierto. Pero también es
muy cruel la vida de las niñas en la propia tribu. Tampoco
allí las respetan, sus madres las desfloran con los dedos
y se comen la telita, como en una ceremonia, o los padres mismos
las violan. Es un mundo terrible. Allí también encontré
la base de la cuarta historia: la de Jum, cacique del pueblo urakusa,
que fue castigado y torturado por haber pretendido vender el caucho
directamente en Iquitos y sin pasar por los intermediarios que los
explotan. Le rompieron la frente de un golpe de linterna, fue el
propio Gobernador de Santa María de Nieva el que lo hizo,
y después lo azotaron y lo colgaron de dos árboles,
como si fuera un enorme pescado. Le cortaron el pelo, que es una
ofensa terrible para los indios. Yo hablé con los torturadores
cuando estuve hace poco allí y me encontré que eran
gentes muy simples y amables que no parecían entender lo
que habían hecho. Los soldados cayeron sobre el pueblo, agarraron
a Jum, violaron a las indias delante de sus maridos y se llevaron
al cacique. Así aprenderían a no rebelarse contra
los intermediarios. Lo peor es que ya el propio Jum había
aceptado el castigo y había convertido en el ser más
sumiso y servil. Los intermediarios eran también unos pobres
hombres, al nivel de las larvas.
ERM: ¿Así que no era fácil
separar a los malos de los buenos?
MVL. Era imposible. La última
historia es una novela de caballería pura.
ERM: De ésas que a tí te
gustan tanto más que el Quijote.
MVL: De ésas. Es la historia de
Fushía o Tushía, un japonés que alguien vio
pasar por el río hace unos veinte o treinta años en
una barca. Se instaló en una isla del río Santiago
y allí se convirtió en un señor feudal, en
un condottiero del Renacimiento. Formó un ejército
de indios y se dedicó a asaltar a las tribus que volvían
de recoger el caucho y de cazar animales. El japonés vendía
el caucho y las pieles a otros patrones río arriba, y de
esa manera explotaba no sólo a los indios sino a los intermediarios.
Además se llevaba a las niñitas. Fushía tenía
un harem.
ERM: Pero yo ya ví esa película.
Se llamaba Los siete samurai.
MVL: Yo la oí en la selva. Una
niñita de las que se salvaron me contó algo. No se
le entendía bien pero parece que el japonés se había
paganizado. Bailaba y bebía como los indios. AI fin se murió
de viruela negra, una enfermedad casi extinguida.
ERM: Casi tan extinguida en la realidad
como el mismo Fushía.
MVL: Antes de morir parece que mandó
una carta a las monjas para que hicieran que Dios le perdonara sus
pecados. Estaba dispuesto a casarse con una de las niñitas
y quería estar bien con Dios.
ERM: Lo que me pregunto es cómo
habrás hecho para vincular esas cinco historias.
MVL: Bueno, en realidad, todo esto aparece
muy transformado en el libro. Lo que te cuento ahora es la materia
bruta. En el libro las cinco historias están vinculadas por
el ambiente y porque hay personajes comunes, es decir personajes
que pasan de una historia a otra.
ERM: ¿Y ocurren todas al mismo
tiempo?
MVL: Ocurren en un plazo de unos cuarenta
años. Desde que comienza la novela hasta que termina pasan
aproximadamente unos cuarenta años. Pero en la novela las
historias no están contadas ordenadamente sino que se van
mostrando episodios de cada una y sin respetar la sucesión
cronológica. Sólo al final de las 800 páginas
hilos en la mano.
La compleja estructura
Las cinco historias que están en la base de La Casa Verde
no son contadas por Vargas Llosa en forma sucesiva sino simultáneamente.
La narración pasa de una a otra sin respetar la ordenación
cronológica: va y viene en el tiempo con la misma comodidad
con que salta de un lugar a otro del espacio; considera cada fragmento
del tiempo autónomo y lo desarrolla hasta un cierto punto
en que lo abandona para continuar examinando otro, y así
sucesivamente. Las transiciones entre fragmento y fragmento son
bruscas y obedecen a una técnica que el cine ha popularizado:
la técnica del montaje. Por oposición o por semejanza
entre un fragmento y otro, entre las imágenes de un fragmento
y las de otro, entre el significado de un fragmento y el de otro,
Vargas Llosa teje y desteje la complejísima trama de su larga
novela (430 pp. en la edición barcelonesa). Esta técnica
de montaje cinematográfico no es nueva, ya se sabe, y ni
siquiera es privativa del cine. Ya estaba, y con qué extraordinarios
efectos, en las formas más antiguas de la novela y hasta
de la épica. Aunque en las viejas estructuras narrativas
se solía respetar más el hilo cronológico,
o se advertía al lector cuando el salto hacia el pasado o
hacia adelante era demasiado brusco. Lo que ha hecho el cine, sobre
todo, es enseñar a leer (es decir: a descifrar) cada
fragmento por sí mismo y a permitir al lector (el espectador)
que encuentre por sí solo los enlaces entre un fragmento
y el siguiente, que así recomponga la verdadera sucesión
cronológica.
Porque el mayor problema que plantea al lector esta novela es el
hecho de que sus cinco historias se mueven en varios niveles simultáneos
del tiempo. Un lapso de unos cuarenta años separa las partes
más antiguas de las que podríamos llamar contemporáneas
del lector. Para marcar esa diferencia en los tiempos que maneja
simultáneamente, Vargas Llosa no facilita (como habría
hecho algún narrador clásico) ninguna indicación
de fecha. Sólo las edades o la situación de sus personajes
permite ubicar, aproximadamente, el relato en una serie cronológica
que el lector va creando por sí mismo. En este procedimiento
se revela la deuda de Vargas Llosa con el cine más moderno
y con las técnicas narrativas del Nouveau Roman. El
tiempo es, como el espacio, un solo continuo: una materia fluida
que no tiene una dirección inexorable y que se moldea plásticamente
a las necesidades de la narración, que va y vuelve, teje
y desteje su trama. Lo que siempre permite al lector situarse es
el contenido nítido y preciso de cada fragmento. Sus coordenadas
de tiempo y espacio están dadas por la situación interior
de los personajes.
No se crea, sin embargo, que este libro es caótico. Por
el contrario, si un defecto puede achacársele es el de ser
demasiado ordenado; hasta diría, fanáticamente ordenado.
Pero se trata de un orden sutil, nada visible a primera vista, y
que requiere un análisis algo pormenorizado para revelar
sus claves. Desde el punto de vista más externo ese orden
se impone a la mera consulta del índice. La novela aparece
dividida en cuatro partes y un epílogo que corresponden a
los cinco cuadernos desiguales que finalmente asumió su forma
dactilografiada y que sirvieron de base a la edición barcelonesa.
El examen de la primera parte, así sea en forma sintética,
puede ayudar a situar mejor este problema de la estructura de La
Casa Verde.
Abarca las páginas 9 a 109 del texto impreso y se subdivide,
o desglosa, en las siguientes unidades:
(a) Las madres del convento de Santa María de Nieva van
con los soldados hasta una población india y se llevan a
las niñas para ayudarlas; las ayuda el Sargento;
(b) Las niñas se escapan del convento; una india, ya adolescente
y educada, las guía, se llama Bonifacia;
(c) El viejo Aquilino ayuda a huir a Fushía, enfermo de una
enfermedad que no se nombra y que tal vez sea lepra; en el viaje,
Fushía le cuenta su vida, desde que
llega al Perú huyendo de Campo Grande, Matto Grosso;
(d) Descripción de Piura y sobre todo de La Mangachería,
barrio miserable en que se desarrollará parte de la acción
de la novela;
(e) El cabo Roberto Delgado se prepara a volver a su pueblo;
(f) Josefino Rojas es invitado a ir al burdel de Piura, La Casa
Verde, por un grupo de amigos que se llaman a sí mismos
los Inconquistables;
(g) Las madres reprochan a Bonifacia haber dejado escapar a las
indiecitas;
(h) Continúa la conversación de Aquilino con Fushía:
poco a poco se va revelando la historia del japonés;
(i) Llega Anselmo a Piura; es joven y trae un arpa;
(j) Julio Reátegui y otros intermediarios discuten el problema
de la cooperativa que han tratado de crear los indios para vender
directamente el caucho en Iquitos; esto perjudica su negocio;
(k) Los Inconquistables en la Mangachería recogen a Lituma
que acaba de salir de la cárcel;
(l) Las madres expulsan a Bonifacia;
(m) Fushía cuenta a Aquilino sus relaciones con Lalita;
(n) Anselmo compra en Piura un terreno en un lugar desierto, fuera
de la ciudad;
(o) El cabo Delgado se detiene en una población india; lo
acompaña el práctico Adrián Nieves;
(p) Lituma se entera que su amante, la Selvática, está
en La Casa Verde;
(q) Bonifacia habla con las madres; quiere conocer la historia de
la tortura de Jum, el aguaruna;
(r) Sigue la historia de Fushía y de Lalita, contada por
el primero a Aquilino;
(s) Anselmo construye La Casa Verde en el terreno desértico;
el padre García lo denuncia vigorosamente;
(t) Los aguarunas atacan al cabo Delgado; Adrián Nieves huye;
(u) Los Inconquistables van a buscar a La Selvática.
Estas veintiuna partes están articuladas a su vez en cuatro
capítulos y un prólogo, a saber: I (a) prólogo;
I (b) a (f) primer capítulo; II (g) a (k) segundo; III, (I)
a (p) tercero; IV, (q) a (u) cuarto. Un rápido examen de
las partes permite comprobar ciertas líneas narrativas constantes:
así, la historia de Bonifacia aparece contada, con algún
desorden cronológico es cierto, en las partes (b), (g), (I)
y (q): es la historia de una indiecita que las madres del Convento
de Santa María de Nieva han criado y que no reniega del todo
de sus orígenes; aunque el autor no lo dice claramente en
este primer cuaderno de su novela, es evidente que la niña
recuerda su pasado indio y que se siente identificada con Jum, aquel
caudillo que torturaron los intermediarios. Otro núcleo anecdótico
lo constituye la la historia de Fushía, que se relata a partir
de su largo epílogo, con la huida del japonés y el
racconto de su vida, en las partes (c), (h), (m) y (r). Un tercer
núcleo anecdótico está dado por la visita de
los inconquistables a La Mangachería y el comienzo de un
relato sobre las relaciones de Lituma con La Selvática. Este
episodio, que abarca las partes (f), (k), (p) y (u), es uno de los
menos claros de este primer cuaderno, aunque irá adquiriendo
importancia a medida que se desarrolle la novela y llegará
a convertirse en central. El misterio es necesario al principio
porque Vargas Llosa ha utilizado ese episodio para dar una profundidad
temporal a toda la novela, como se verá luego. Otros episodios
aparecen también esbozados en este primer cuaderno: (e),
(j), (o) y (t) enlazan dos momentos de la misma historia: el cabo
Delgado va a una población india, es atacado por los aguarunas,
ese ataque servirá de pretexto a los intermediarios para
castigar brutalmente a Jum y eliminar así de raíz
todo intento de los indios de vender su caucho directamente en Iquitos.
Pero en este primer cuaderno, el episodio sólo aparece esbozado
y puede resultar oscuro. Otra historia que empieza a contarse también
aquí es la de Anselmo, el arpista, el constructor de La
Casa Verde. Aparece en las partes (i), (n) y (s). Esta historia
es la única que ya tiene en este primer cuaderno un sentido
completo, aunque se ampliará mucho en los restantes.
Como se puede advertir por el resumen, el primer cuaderno arroja
un balance complejo: tres historias centrales aparecen suficientemente
desarrolladas, aunque no en forma muy clara; otras tres aparecen
esbozadas. La lectura de los sucesivos cuadernos aportará
elementos complementarios, irá permitiendo ver el enlace
entre las distintas articulaciones de la misma historia (tal como
lo ha indicado el propio Vargas Llosa en la entrevista), y sobre
todo revelará el enlace profundo entre las distintas historias.
Se podrá ver, al término del libro, que la historia
de Bonifacia y el Sargento que habrá de conquistarla, es
la misma historia de La Selvática y Lituma. Quiero decir:
que Bonifacia se habrá de convertir en prostituta bajo el
nombre de La Selvática, y que el verdadero nombre del Sargento
es Lituma. Pero esta revelación sólo se produce al
final de la novela. También se descubre, o comprende, al
final que hay dos Casas Verdes: una construida por Anselmo
en el desierto fuera de Piura (su construcción ocupa la parte
(s), como se ha visto) y una segunda Casa Verde, que construye
en La Mangachería una hija de Anselmo.
Desplegada a lo largo de cuarenta años y desarrollándose
sobre varios escenarios principales (la selva, Santa María
de Nieva, Piura, Iquitos, hasta la remota Lima), esta novela tiene
una amplitud de tiempo y espacio que justifica la técnica
compleja empleada por Vargas Llosa para ir dando a conocer sus múltiples
hilos. Al hacer avanzar casi simultáneamente las cinco o
seis historias principales, el joven autor peruano ha conseguido
mantener vivo el interés por la historia entera, al tiempo
que ha logrado una mayor profundización de cada episodio
por el efecto de contaminación que produce el uno sobre otro,
gracias a la vecindad creada por ese montaje que se suele llamar
cinematográfico, pero que Vargas Llosa ha ido a buscar algo
más lejos.
Una técnica recobrada
No sólo por su visión caballeresca de un código
de honor se vincula la narrativa de Vargas Llosa a las famosas novelas
que Cervantes parodió en el Quijote. Hasta en la misma
técnica, el autor peruano ha aprovechado ciertos principios
que aplica con renovada originalidad en sus novelas, y sobre todo
en La Casa Verde. Esa vasta trama de encuentros accidentales,
de separaciones inexplicadas; de reconocimientos trágicos,
que constituyen por lo general el argumento de las novelas de caballería
son también la materia prima sobre la que ahora trabaja Vargas
Llosa. Toda su novela se basa sobre algunas identidades ocultas,
en un plano puramente superficial, y que cabe relacionar con la
simetría deliberada de que sea Teresa el amor de los tres
muchachos de La Ciudad y los perros, Vargas Llosa presenta
ahora esa doble identidad de Bonifacia y el Sargento. Mostrar en
forma paralela las dos historias, hace creer al lector que se trata
de cuatro personajes distintos y no de dos parejas que son la misma.
Más profundamente corren otras identidades. Así, por
ejemplo, casi no hay paternidad en este libro que no plantee algún
problema. Es casi seguro que Bonifacia (La Selvática) es
hija de aquel Jum torturado por decisión de los comerciantes
de caucho. También se descubrirá al final que la Chunga
es hija de Anselmo y de Antonia, aquella cieguita que un buen día
el arpista rapta para tenerla consigo en el piso alto de La Casa
Verde. Otras relaciones son más complejas y se van descubriendo
a medida que progresa la historia. La amante de Fushía, esa
Lalita que es sin duda uno de los personajes más fuertes
y vivos del libro, había sido antes de Julio Reátegui,
y después que abandone a Fushía y huya con el práctico
Adrián Nieves, tendrá todavía un cuarto marido,
ese soldado que llaman el Pesado. Las sucesivas metamorfosis del
personaje no están presentadas por Vargas Llosa como distintas
etapas en la vida del mismo ser, sino como verdaderos avatares diferentes.
Cada una de las Lalitas es una mujer distinta. Esta concepción
de los cambios radicales en la naturaleza del personaje deriva,
sin duda, de la novela moderna. No otra cosa hace Proust en su vasta
Recherche du Temps Perdu sino mostrar a distintas alturas
vitales distintos personajes que acaban siendo la misma persona.
¿Cómo identificar al Barón de Charlus en el
viril caballero que Marcel entrevé junto a Odette cuando
recorre el muchacho el camino de Swann? ¿Cómo creer
que esa vieja marica de Sodome et Gomorrhe, o la aún
más decrépita ruina de Le Temps retrouvé,
pudo haber sido ese hombre de mundo, seductor de mujeres y amigo
de Swann? Las metamorfosis que opera el destino sobre los seres
humanos es el tema profundo de la novela de Proust. Similares metamorfosis
ocurren también en La Casa Verde. Sólo que
mientras Proust arma y desarma psicológicamente a sus personajes,
explicándolos con fanática minucia, Vargas Llosa se
limita a presentarlo, como seres distintos. Lo que nos devuelve
a la novela de caballería.
El dividir una larga historia en pequeños fragmentos narrativos
que se entrecruzan, se iluminan unos a otros, permiten toda clase
de sorpresas y bruscos reconocimientos, pertenece a la esencia misma
de la técnica de las novelas de caballería. Un retórico
como Brunetto Latini, maestro de Dante, ya la recomendaba en su
Livres dou Tresor. Esa técnica es en definitiva la
que inspira La Casa Verde. Lo curioso es que la misma técnica
(es decir, la misma concepción del destino) está detrás
de otra gran novela latinoamericana de este tiempo. Me refiero a
Grande Sertão: Veredas, del brasileño João
Guimarães Rosa. La historia de Riobaldo que ha sido
unos de los más famosos bandidos del desierto mineiro, y
que ahora está convertido en pacífico hacendado, aparece
narrada a través de un interminable monólogo en que
el protagonista va revelando fragmentos de su historia pero reservándose
siempre un par de datos: el nombre de su verdadero padre, la identidad
del hermosísimo compañero que siempre lo custodia,
como Angel tutelar. La crítica brasileña, y sobre
todo el profesor Cavalcanti Proenza, han señalado la vinculación
profunda de esta novela con las de caballería. Lo mismo podría
decirse de Vargas Llosa. Una circunstancia que hace más curiosa
la aproximación es el hecho de que, a pesar de haberse publicado
originariamente la novela de Guimarães Rosa en 1956,
lo más probable es que Vargas Llosa no la haya leído.
El portugués en que está escrito es sumamente arduo,
aún para los brasileños; es una obra en que el lenguaje
oral de la región de Minas Gerais, donde se ambienta la novela,
aparece trabajado con una riqueza y exigencia equiparables a la
de un James Joyce en el Ulysses. De ahí que esta semejanza
entre Vargas Llosa y Guimarães Rosa se deba sobre
todo a una coincidencia de los mundos que ambos describen: en un
caso, el vasto escenario de los Gerais; en el otro el desierto peruano,
la selva, las pequeñas poblaciones de fronteras. Es en una
identidad profunda entre el mundo feudal del Brasil de Guimarães
Rosa y el mundo feudal del Perú de Vargas Llosa donde hay
que encontrar la causa de esta coincidencia.
Una narración apasionante
No conviene, sin embargo, exagerar el análisis crítico.
Hay un nivel, muy importante, en que La Casa Verde puede
ser leída por el interés indispensable sus episodios,
por la rica caracterización de la mayoría de sus personajes.
Ese nivel (que funcionaba para los lectores de la novela de caballería)
es el nivel en que se colocan sus consumidores naturales. No el
nivel de la crítica sino el del mero goce de la lectura.
Para ese nivel, Vargas Llosa ha logrado una larga novela que a pesar
de todas sus audacias técnicas, o de sus renovaciones de
un género que se creía perdido, es sobre todo una
novela novelesca. Para el lector corriente, ese common reader
que trató de definir Virginia Woolf en sus ensayos críticos,
La Casa Verde es sobre todo una narración apasionante.
Con mano muy segura, el autor lo lleva de una historia a otra; las
va orquestando hábilmente; hace crecer tensiones paralelas;
desarrolla grupos que se corresponden, y logra al final una suma
de todas las historias en un esforzado crescendo. Como sabía
hacer también D. W. Griffith en los comienzos del cine mudo,
los varios hilos narrativos se unen al cabo y definen totalmente
el universo de Vargas Llosa. Porque él no trata sólo
de contar cinco o seis historias, sino que trata principalmente
de mostrar que esas historias se responden, o corresponden, como
decía Baudelaire, en una tenebrosa y profunda unidad. Así
el enfrentamiento del Sargento con el guapo Seminario, que constituye
el centro épico de la novela, encuentra su asordinado equivalente
en el enfrentamiento final de Lituma (que es el Sargento) con Josefino
Rojas; del mismo modo que el destino de Bonifacia, educada por las
monjas y luego echada por ellas, recogida por Lalita, seducida por
el Sargento, corrompida por Josefino y metamorfoseada al fin en
esa prostituta que llaman La Selvática, responde en una gama
mucho más compleja a la historia de la cieguita Antonia.
Secretas correspondencias, cruces misteriosos de temas, resonancias
y ecos, atraviesan toda la novela hasta llegar a una orquestación
en que la muerte de Antonia, como consecuencia de un parto. está
contada al mismo tiempo que el aborto de Bonifacia. Las identidades
son aún más sutiles de lo que podría pensarse.
Y no sólo Bonifacia y la Selvática son la misma persona,
sino que personas distintas (Bonifacia y Antonia) acaban por solaparse
mágicamente.
El epílogo une todas las historias, aclara todos los temas,
revela las correspondencias visibles y las secretas. Entonces, el
lector corriente, el lector hedonista, puede cerrar el libro con
la convicción de que ha participado honda y completamente
en una experiencia importante. De la mano de Vargas Llosa ha penetrado
en la entraña novelesca del Perú, ha visitado las
fuentes, ha examinado las huellas primarias y los orígenes.
En su vastedad, en su rigor, en su delicadeza, la novela ha permitido
llegar a la matriz misma de un universo complejo. A diferencia de
una obra concebida en términos puramente intelectuales, como
El mundo es ancho y ajeno, de Ciro Alegría, en que
el horrible destino de los indios de la sierra aparece reducido
a una oposición entre los malos (los blancos explotadores)
y los buenos (los indios sufridos y nobles), Vargas Llosa consigue
presentar aquí los distintos niveles de miseria explotación,
de crueldad y de barbarie, de belleza y horrible amor, sin que sus
personajes sea violentados en dos categorías inexistentes.
El Bien y el Mal no están escindidos higiénicamente
de dos bandos sino que luchan dentro de cada ser. Por eso mismo,
es singular que esta novela que se atreve a mostrar sin discursos
la ineficacia social de la caridad cuando no va acompañada
de verdadera justicia; que desnuda la explotación a que es
sometido el indio; que se atreve a mirar lo que muchos pasan por
alto en el sistema feudal del Perú, es también una
novela en que no hay villanos puros. Dos de los personajes más
responsables del atraso y de la explotación, padre García
y Julio Reátegui están presentados en toda su sombra
pero también en toda su luz. Así Reátegui no
es sólo el explotador sino que también un hombre delicado
que se conmueve por la suerte de una indiecita (Bonifacia) y ayuda
a que llegue intacta a manos de las madres. En cuanto al padre García,
después de atravesar la noche como un fanático de
la peor especie, acaba por cerrarla con una imagen de aterida compasión
cristiana. Por el camino que indica Vargas Llosa, compleja entraña
humana y natural del Perú aparece visible.
Por eso la novela se sitúa en la línea mayor las
creaciones narrativas que ahora está produciendo la América
Latina. No porque no tenga defectos muy claros que podrían
sintetizarse a la historia de Fushía, una de las que más
seduce, al autor, resulta contada algo confusamente: personaje nunca
acaba por dibujarse con precisión: cierta sentimentalidad
que ya era visible La Ciudad y los perros, domina buena parte
la historia de Bonifacia y estropea ciertas descripciones eróticas;
todo el final muestra a Vargas Llosa, arrastrado por su tema a una
entonación emocional tal vez excesiva. Pero no son estos
defectos, y otros menores que cabría apuntar, que deciden
al cabo la calidad de la novela. Ellos quedan subsumidos en el conjunto
que revela una autoridad, una madurez, una maestría casi
inexpicables en un narrador tan joven. El libro está ahí
y conviene saludarlo desde ya como definitivo."
(1) Mario Vargas Llosa: La Casa Verde (Barcelona,
Seix Barral, 1966. 430 pp.)
(2) Para el semanario Ercilla, de Santiago, 6 de julio de
1966.
|