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Indice general ordenado alfabéticamente por título del libro o artículo

"Madurez de Vargas Llosa"
En Mundo Nuevo, n. 3
setiembre de 1966
p. 62-72

Tu ne dois pas conter le fait mot á mot ou ensemble si comme il fu, ains le to convient deviser par parties, et dire une branche chi et outre lá...
BRUNETTO LATINI

"La Casa Verde (1), segunda novela del joven escritor peruano Mario Vargas Llosa que hace tres años se consagró con La Ciudad y los perros (Barcelona, Seix-Barral, 1963), viene a confirmar todo lo que anunciaba aquel primer intento admirable. La reacción de la crítica y los lectores ante su primera novela revelaba una mezcla igual de admiración por el talento y de sorpresa por la juventud del autor (27 años entonces); pero esa admiración y esa sorpresa estaban amonestadas por la atmósfera de escándalo que envolvió al libro en el país natal del autor, por el insulto que ciertos grupos de derecha le dirigieron entonces, por la quema de ejemplares de la novela en ceremonia pública. Tales excesos tenían como pretexto la violencia con que Vargas Llosa denunciaba la organización paramilitar del Colegio Leoncio Prado, donde se desarrollaba la acción de su novela. Por otra parte, el cuadro social que pintaba el autor también contenía fuertes elementos de denuncia. La simpatía de Vargas Llosa por la revolución cubana y su adhesión a la causa de la justicia social y económica en América Latina suscitaban fuertes críticas en los grupos más conservadores del Perú. La calidad indiscutible de la novela sufrió, sin embargo, por el contexto ardiente en que fue leída. Hasta cierto punto, el libro pudo parecer a muchos lectores superficiales como una obra más de denuncia, de esas que hace tiempo abruman las letras latinoamericanas. La verdad es que este libro era eso, pero era también una de las pocas novelas importantes producidas en América Latina entonces.

Con la publicación de La Casa Verde, Vargas Llosa se sitúa (a los 30 años) en la primera línea de narradores de esta América. Junto a novelistas algo mayores pero de su misma promoción (como el mexicano Carlos Fuentes, el chileno José Donoso, el colombiano Gabriel García Márquez, el cubano Guillermo Cabrera Infante, el uruguayo Carlos Martínez Moreno) representa la vanguardia de un vasto movimiento literario que está produciendo incalculable impacto en todo el mundo. Precedidos por narradores como Borges y Asturias, como Carpentier y Onetti, como Graciliano Ramos y Guimarães Rosa, como Manuel Rojas y Ernesto Sábato; flanqueados muy de cerca por Julio Cortázar y Juan Rulfo, estos narradores más recientes, o más recientemente revelados, han concluido de una vez por todas con el realismo documental, con la novela de la tierra, con la denuncia social de tipo panfletario, con la escisión maniqueísta del mundo en personajes buenos (los explotados, siempre) y personajes malos, con la mediocre prosa de altas intenciones. Conscientes de su condición de escritores, reacios a reducir la literatura a la función de celestina de otras profesiones, pero al mismo tiempo hombres de este siglo y esta hora terrible, los narradores latinoamericanos que se revelan a partir de 1940 y tantos han producido ya varias camadas de brillantes novelas, apasionadas construcciones de ficción en que el rigor de la escritura no disimula la pasión por desenmascarar la realidad más profunda.

Una vocación excluyente

De todos ellos, uno de los más ardientes, de los más irreductiblemente creadores, es Mario Vargas Llosa. Moreno y serio, pero con una sonrisa de grandes dientes blancos que corta de golpe la tristeza severa del rostro, pausado y preciso para hablar, como si pensara cada vez lo que va a decir aunque siempre dice lo que ha pensado largamente, Vargas Llosa es el epítome del escritor completamente dedicado a su vocación. No en vano uno de sus grandes y confesados modelos es Gustave Flaubert, el que demostró (en la teoría y en la práctica) la condición de galeote del escritor atado a su mesa de trabajo. En una entrevista que tuve oportunidad de hacerle antes de que abandonara París hace unos meses (2), ha contado Vargas Llosa precisamente lo que debe sobre todo a su larga estancia en Europa. Vino al Viejo Mundo en 1958, después de haberse licenciado en San Marcos y con una beca para hacer el doctorado de letras en Madrid. Después de haber obtenido el título, se trasladó a París al año siguiente. Trabajando como profesor de español en la famosa Berlitz School y luego participando en las emisiones de la Radiodifusión Francesa, Vargas Llosa se fue quedando aquí, ganándose la vida en un trabajo intelectual oscuro y dedicando casi todo su tiempo a escribir. Así pudo terminar La Ciudad y los perros (que había comenzado en Madrid), escribió morosamente toda La Casa Verde y ya lleva un año de trabajo sobre una tercera novela cuyo protagonista es un guardaespalda de la época del General Odría, "época de una dictadura mediocre, a la peruana", como él mismo dice. Si ahora regresa al Perú, después del éxito internacional de La Ciudad y los perros (una casa norteamericana le pagó ocho mil dólares de anticipo por los derechos de este libro y por la opción a cinco obras más), es porque quiere renovar un poco su contacto con la tierra natal. De su experiencia europea, lo que sobre todo destaca es el sentido de la disciplina aquí adquirido. "He aprendido a trabajar, a escribir de una manera sistemática, concentrada, como trabaja un minero del Oroya, así con horario incluso, y he aprendido a enclaustrarme." Desarrollando un poco estas ideas, Vargas Llosa me señala entonces que "en América Latina la literatura no ha sido tomada en serio. No la ha tomado en serio la sociedad, en primer lugar, y por consecuencia tampoco la ha tomado en serio el escritor. El escritor latinoamericano no asume su vocación de manera exclusiva que es la única manera como se puede asumir, creo yo, la literatura. Como una actividad, además, excluyente. Muchas veces se la toma como un pasatiempo, como una actividad paralela, como un hobby de domingo. Creo que esto explica en parte la pobreza de la literatura hispanoamericana. Hay una especie de pecado capital en los mismos escritores". Apunta que en Europa, las grandes figuras del siglo XIX, por ejemplo, eran gentes que vivieron la literatura como destino, como una vocación en el sentido más profundo, más íntegro de la palabra. "Aunque ellos no contaban con el estímulo del ambiente e incluso trabajaban en un ambiente hostil, eso no les impidió contraerse y vivir la literatura hasta las últimas consecuencias, digamos. En Balzac, en Flaubert, en Rimbaud incluso, se ve esto muy claro. En América Latina son muy poco frecuentes esos casos. Creo que lo que ocurre es que el escritor latinoamericano no se atreve a elegir la literatura como una vocación. Es decir, el muchacho o el joven que quieren escribir no se deciden a hacer lo fundamental, lo básico, lo que me parece a mí decisivo para poder llegar a ser realmente un escritor: pensar que hay que organizar toda la vida en función de la literatura, no que la literatura va a estar organizada en función de la vida. Que todo debe ser subordinado a la vocación. Esa es una cosa que también aprendí en Europa: que lo que yo quiero es ser escritor y que todo lo demás está subordinado y depende de eso."

A una pregunta que le hago sobre si hay ahora más escritores vocacionales en América Latina, me contesta terminantemente que sí. "Te diré más incluso (agrega): en este sentido, uno de mis ejemplos y por eso lo admiro muchísimo y no sólo por su obra espléndida, sino por su conducta frente a su propia vocación, es Julio Cortázar. En cierta forma ha sido un modelo mío. A mí me parece admirable con qué pureza, con qué integridad, vive la literatura, cómo está dispuesto a sacrificar todo a la vocación y no está dispuesto a sacrificar la vocación a nada. Yo creo que esta es la conducta indispensable de un escritor."

El caso Siniavski-Daniel, sobre el que ha escrito Vargas Llosa un brillante artículo reproducido en el número 1 de Mundo Nuevo, le permite hacer algunas precisiones sobre el papel del escritor en las sociedades socialistas. "Yo creo (me dice) que los que están más obligados a protestar por la condena de Siniavski y Daniel son los escritores hispanoamericanos que simpatizan con el socialismo y con la URSS. La justicia social no puede venir acompañada de ninguna forma de inquisición. Pretender asimilar o domesticar la literatura es imposible. La literatura es rebelión, es contracción, es crítica. El escritor es por antonomasia un rebelde. Aún en el momento del triunfo del socialismo el escritor debe seguir siendo un descontento. La literatura es una insurrección permanente. Por eso el socialismo, o suprime de una vez por todas a la literatura, o acepta que se critique de la base a la cúspide todo el edificio social. Censurar a los que condenaron a Siniavski y Daniel no es hacer la menor concesión al capitalismo o al imperialismo. Hay que defender la libertad de creación." Lo que es otra manera de decir, le señalo que la literatura es una vocación a la que se debe sacrificar todo.

La primera salida

Antes de publicar La Ciudad y los perros, Vargas Llosa había estrenado en Piura, Perú, una obra de teatro, La huída (1952), de la que poco se sabe; había escrito una tesis titulada Bases para una men de cuentos, Los Jefes (1958, editado en Barcelona (1959) por Rocas, y reeditado en Buenos Aires (1965) por Jorge Alvarez. Sobre esta última obra, el autor se manifiesta ahora con mucha severidad. "Es un libro malo", me dice. "En fin, yo creo que es bastante malo. Es un libro que no me gusta, que me parece muy convencional y adolescente." Reúne cinco cuentos escritos por él entre los 16 y los 18 años. "Cuando apareció el libro en España, ya no me gustó; no me sentía solidario con él. Y esa segunda edición que ha salido en la Argentina, ha salido a pesar mío, por una especie de enredo tramado por un editor peruano. Yo no la había autorizado pero el editor argentino se vio sorprendido por Manuel Scorza, un editor peruano que se presentó como dueño de los derechos de autor, y cuando yo me enteré, ya estaba el libro en la calle. Ya no había cómo dar marcha atrás y creyendo en la buena fe de Alvarez, acepté el hecho consumado y autoricé la edición."

Cuando le observo que en el cuento que da título al volumen hay como una premonición del tema de La Ciudad y los perros, observa Vargas: "Sí, es posible porque se trata precisamente de estudiantes pero en realidad el cuento está inspirado en un hecho real, en una especie de motín estudiantil en el colegio San Miguel, de Piura, una huelga contra el director, que yo viví de cerca. Pero conscientemente, yo nunca relacioné este cuento con lo que pasa en el Colegio Leoncio Prado en la novela. Probablemente hay cierta semejanza." Le señalo que hay semejanza de clima, y también de tensiones subterráneas entre los personajes. Los muchachos en ambos relatos están motivados por un medio que es similar en ambos casos, pero también están marcados por la manera en que el autor encara el conflicto y presenta a los personajes. Precisamente, al leer La Ciudad y los perros se reconoce (ampliada) la misma capacidad de mostrar las tensiones que suscita la convivencia, esa mirada del autor que busca infatigable en las relaciones que se van tejiendo entre los seres, y que muchas veces van a contrapelo de los vínculos de que ellos mismos son conscientes. En fin, todo ese sistema de relaciones que están por debajo de las más obvias que desarrolla el argumento. Sólo que lo que apenas aparece apuntado en Los jefes está magníficamente orquestado en La Ciudad y los perros. En este sentido se comprende que Vargas Llosa rechace ahora su primer libro de relatos como inferior einsatisfactorio.

Una alegoría del honor

La Ciudad y los perros parece proponerse tan sólo presentar una pintura de la vida en un colegio organizado a la manera militar, aunque no sea realmente militar, en las cercanías de Lima. Ese Colegio Leoncio Prado existe, a él asistió Vargas Llosa, y en unas páginas preliminares de la edición barcelonesa puede verse una fotografía del mismo. En su patio fueron quemados ejemplares del libro al ser publicada precisamente esta edición y como desagravio a una ofensa imaginaria hecha a la institución. La novela, sin embargo, no se propone ser únicamente documental y no quiere contar sólo cosas que ocurrieron realmente allí y entonces. Lejos de Vargas Llosa la intención testimonial que ha malogrado tantos esfuerzos de la novela latinoamericana de este siglo. Su libro se limita a utilizar la realidad peruana para ilustrar con una anécdota tal vez inventada la naturaleza profunda del mundo peruano de hoy. La anécdota en que se basa es lineal: un estudiante roba las respuestas a una prueba de examen; otro estudiante delata el robo para así conseguir un permiso el domingo y poder visitar a su novia, aprovechando unas maniobras, alguien mata al que se supone haber delatado todo; pero el verdadero delator denuncia la maniobra criminal. Sin embargo, las autoridades militares resuelven echar tierra encima. Esas cosas no pueden ocurrir en un Colegio como éste, y dentro de una estructura de tipo castrense.

Así resumida, la novela parece referirse sólo (como tantas novelas norteamericanas de la segunda postguerra) a problemas disciplinarios dentro de una estructura rígida y paramilitar; parece interesarse por describir únicamente un mundo de violentas jerarquías y códigos secretos (también los muchachos copian clandestinamente las reglas del orden castrense, e imitan a sus dominadores); parece buscar la presentación de un mundo impregnado de pasiones, que es capaz de llegar a la violencia pero que al mismo tiempo funciona autónomamente y desvinculado de la realidad circundante. Hay un orden y hay un desorden, pero el orden termina imponiéndose, así sea por medio de la violación de la justicia o el desdén de la verdad. Pero esa apariencia de la novela es sólo apariencia. Aunque ajeno, el mundo exterior rodea realmente a ese Colegio, ese cosmos clausurado, y está constantemente interfiriendo en él: los muchachos salen, tienen relaciones que pertenecen a distintas clases sociales, rivalizan entre sí por alguna muchacha; sus vidas anteriores al Colegio pesan sobre ellos y ocupan (en evocaciones, monólogos silentes, pesadillas) buena parte de la materia cotidiana de sus vidas; los mismos militares están sometidos a idénticas presiones externas. Esa realidad tan ordenada del Colegio (ordenada pero al mismo tiempo amenazada desde dentro y desde fuera) está también a merced de la ciudad que la envuelve y que es el centro de un país gobernado por una minoría blanca. El título definitivo del libro -que en un principio se iba a llamar La morada del héroe, con una entonación más sarcástica, y luego Los impostores, en forma más explícita- indica ahora esa tensión dialéctica entre el medio (la ciudad) y los personajes (perros es el nombre que reciben los cadetes en el Colegio).

Al cabo, el lector descubre que toda la novela se proyecta sobre Lima, sobre el Perú, sobre la América Latina. Las clases se mezclan en la lid amorosa o en la amistad, a veces perversa; los intereses sociales se superponen; las ideologías chocan. Al cabo, el Colegio termina convertido en microcosmos que es cifra de macrocosmos. A pesar de su aspecto realista y de la severidad exterior de su trazado la novela funciona en varios planos simultáneos de tiempo: hay tres evocaciones básicas, a cargo de los tres personajes principales, y que permiten aumentar las dimensiones espaciales y temporales de la acción principal que se desarrolla siempre en el Colegio; el autor ata y desata los ritmos narrativos, ensaya técnicas de las más recientes, tomadas de la escuela del Nouveau Roman (es la primera novela latinoamericana de alguna importancia que lo hace con tanta seguridad) y también ofrece, como lo hace Julio Cortázar en Rayuela, un juego de espejos que se desplazan, multiplicando el efecto laberíntico de este mundo de imágenes. Al cabo, el lector comprende que la anécdota del robo de los papeles, la muerte de un muchacho, el castigo y el perdón son sólo apariencias. Que toda la novela es realmente una alegoría: real y precisa en sus detalles (como lo es Moby Dick, de Melville, o ese otro libro que también deriva de allí, The Naked and the Dead, de Norman Mailer), una alegoría fanática en la exactitud de sus observaciones, pero al mismo tiempo subordinada a valores que no son los del realismo documental.

Porque Vargas Llosa no se queda (como tantos antes de él) en el escrutinio de la realidad social. Sabe bien que el hombre vive en varias dimensiones, no desdeña los aportes de la psicología profunda para desentrañar la madeja de frustraciones, amores reprimidos, vínculos sado-masoquistas, perversiones reales o imaginadas que su vasto tema propone. Conversando con él sobre este aspecto capital de su novela, me dice que todos los personajes, "tanto los cadetes como los oficiales, las víctimas como los victimarios, viven dentro de una alienación total. Es decir: todos son arrastrados por el sistema dentro del cual están inmersos a adoptar determinadas conductas, a realizar determinadas acciones que muchas veces contradicen su propia naturaleza, sus propias inclinaciones, sus propias ambiciones."

La sociedad del Colegio Leoncio Prado es una sociedad cerrada, con un sistema que se impone a todos a través de un código de honor, lo que a su vez genera (como el autor sugiere) contracódigos o anticódigos. Muchas veces, un cierto amor por la simetría arrastra a Vargas Llosa a introducir en la anécdota lateral o complementaria situaciones que han suscitado el comentario adverso de la crítica. Así, por ejemplo, se le ha reprochado que la misma muchacha sea el personaje central en el destino de tres de los cadetes. Cuando le pregunté sobre este aspecto de su obra, Vargas me explica "Bueno, la verdad es que yo dudé mucho; incluso cuando tenía el manuscrito terminado y lo dí a leer a algunos amigos, muchos me hicieron observar que era poco verosímil que Teresa fuera el amor de los tres personajes principales sin que dos de ellos, por lo menos, lo supieran. Pero eso era bastante delicado. Yo quería que en la novela los cuatro personajes centrales reaccionaran siempre frente a un mismo estímulo, Y que reaccionaran de una manera distinta, precisamente según su procedencia social, según sus traumas familiares, según su psicología, según su propio estatuto social. Esas reacciones, yo quería que fueran frente a los mismos estímulos: el descubrimiento del sexo, digamos; el descubrimiento de la violencia como base de las relaciones humanas; frente a la injusticia y frente al amor. Esa es la razón por la que escogí a Teresa, que es un personaje de clase media. Quería que esos tres muchachos se enamorasen de ella: el muchacho que proviene de la alta burguesía, como Alberto; el que proviene de la misma clase que ella, como el Esclavo, y el que proviene justamente de una clase inferior, como el Jaguar. Quería que cada uno viera a Teresa de acuerdo a su propia situación y de una manera distinta. Eso me iba a permitir definirlos mejor."

A la objeción de la crítica, Vargas admite que se trata sin duda de un fallo de su novela. "Fíjate (me dice), yo creo que no hay tema inverosímil. Que todo tema, toda anécdota puede ser verosímil y que eso depende de cómo esté presentada. Es decir, por ejemplo, en La metamorfosis, de Kafka. Gregorio Samsa se convierte en un insecto. Tú lees el libro y tú crees que se convierte en un insecto. Te parece verosímil. Entonces yo creo que lo que ha fallado en mi novela no es el tema de la muchacha sino la realización misma. Es decir: que es defectuosa por razones de escritura o por razones de técnica. Que ha fallado el autor." Le confirmo que si se le ha hecho tantas veces este reproche es porque de alguna manera hay un fallo ahí en la novela. Tal vez él no supo encontrar las articulaciones narrativas que habrían hecho creíble la coincidencia.

Se toca aquí un problema más general de la ficción de Vargas Llosa que habrá ocasión de ver con más detalle un poco más adelante. Es evidente que el joven autor peruano está muy imbuído del mundo y de la técnica de las novelas de caballería, que declara admirar profundamente. Cree con toda sinceridad que Tirant le blanc es superior al Quijote, aunque esta opinión es sin duda muy minoritaria hoy. En La Ciudad y los perros, Vargas Llosa cede a las necesidades de un código del honor no menos riguroso que el de los auténticos caballeros andantes: ese código del que se burló la sabiduría crepuscular de Cervantes. Toda su novela está construida sobre el tema de la falsificación del honor en el mundo contemporáneo. Desde su punto de vista, la reforma social, la revolución, la justicia, constituyen los puntales modernos de una Cruzada en la que Vargas Llosa cree firmemente y a la que dedica su adhesión de hombre y de ciudadano. Fanático del respeto debido a la literatura, Vargas Llosa no es de los que se refugian en una torre de marfil. Por el contrario, su compromiso personal es claro a indiscutible, y suscita por lo mismo la mayor simpatía.

Lo adjetivo en La Ciudad y los perros es tal vez lo que ha asegurado el éxito de la novela: su censura del régimen militar, o paramilitar, del Colegio Leoncio Prado; la antipatía con que presenta los valores en decadencia del mundo burgués; su tratamiento de las relaciones perversas entre adolescentes, que está tan de moda desde Tárless, de Robert Musil; su demostración impresionante de lo fácil que es recaer en el salvajismo, en la violencia más primitiva, como también lo había demostrado a su tiempo, esa espléndida novela de William Golding que se llama Lord of the Flies. También es superficial, aunque esté ejecutado con autoridad, el uso de técnicas que despistan y atraen al lector, como ese largo e intermitente monólogo que parece pertenecer a uno de los muchachos, el más intelectual, y que sin embargo pertenece a otro, más primitivo en apariencia. Aquí, una vez más, Vargas Llosa paga tributo a la mejor tradición de Robbe-Grillet y Cía.

Todo esto es lo superficial en La Ciudad y los perros. Lo profundo es la maniática, contenida intensidad con que el joven escritor concibe ese universo claustrofóbico; la ferocidad con que lo explica y el desgarrado amor con que lo denuncia; el rígido código de honor personal que transparenta su acre censura de otros códigos de honor, más antiguos y desvalorizados. Como visión de Lima (la ciudad) el libro tiene su grandeza. Aquí Vargas Llosa se inscribe en una corriente revisionista que así mismo documenta el valioso ensayo de Sebastián Salazar Bondy, Lima, la horrible (publicado también en 1963). Contra la imagen tradicional, sostenida por la oligarquía criolla, de una Lima de esplendores virreinales, una Lima blanca y sensual, lujosa y elegante, estos nuevos peruanos muestran el envés del tapiz: la Lima de los bajos fondos, de la miseria y de la crápula, de la escuálida apariencia pequeño-burguesa. Sobria, algo desdeñosa como corresponde al verdadero hidalgo melancólico que en el fondo es Vargas Llosa, helada en su intransigencia, la visión que atraviesa a ramalazos esta compleja primer novela parece venir directamente de Quevedo. Pero sin el humor, la ancha comprensión del mundo, el grotesco salvador que impregna hasta las páginas más negras del artista español del Barroco. Este joven narrador peruano ha escrito La Ciudad y los perros con las mandíbulas apretadas, los ojos tiesos, un desgarro interior.

Cuando le pregunto sobre este aspecto de su novela, sobre la visión de Lima y del Perú que la novela implica, Vargas Llosa me declara estar completamente de acuerdo con mis observaciones. "A mí siempre me pareció desde que estuve en el Leoncio Prado, que entrar allí era como entrar al Perú, descubrir al Perú. Por la estratificación tan rígida que tiene la sociedad peruana, un muchacho que ha nacido como yo en la burguesía y que ha vivido dentro de la burguesía, casi no tiene conocimiento, ni siquiera intuición, del resto del Perú. Para mí, Leoncio Prado fue por ejemplo descubrir a los indios, a la gente de la selva, a la gente de la sierra, porque allí afluyen efectivamente gentes de todas las provincias del Perú, de todas las regiones y, por lo menos en mi época, de todas las clases sociales. Entonces, el Colegio era como el espejo de una realidad mucho más vasta, y esta convivencia allí de personajes que venían de medios tan distintos creaba también una multitud de tensiones. En este sentido yo creo, sí, que el Leoncio Prado es una realidad bastante representativa del Perú." Le contesto que por eso, y sólo por eso, la novela tiene un valor alegórico que no depende de la voluntad del autor. Aunque él no haya querido hacer una alegoría, el microcosmos de su novela refleja el macrocosmos del Perú entero. Ese macrocosmos está también reflejado, aún más anchamente, en la segunda novela.

Las fuentes de "La Casa Verde"

Cuando grabé la entrevista con Vargas Llosa que he estado utilizando para esta crónica, todavía no se había publicado La Casa Verde. Le pedí entonces al autor que me contase no sólo de qué trataba la novela sino cómo había llegado a reunir en ella los distintos temas que la componen. Transcribo ahora ese diálogo tal como ha sido recogido par la cinta magnetofónica:

MVL: Está basada en cinco experiencias vividas por mí en épocas muy distintas y también en lugares muy distintos. Es como la síntesis de esas cinco experiencias o cinco momentos de mi vida. También quiere ser, como La Ciudad y los perros, la descripción de un aspecto de la realidad peruana pero a niveles diferentes. A un nivel diríamos objetivo, a un nivel subjetivo, a un nivel mítico incluso, que no aparecía en La Ciudad y los perros. También a un nivel puramente instintivo. La más antigua de las experiencias ocurrió cuando yo llegué a Piura por primera vez.

ERM: ¿Dónde queda Piura?

MVL: Está en el Norte del Perú, rodeada de un enorme desierto, el desierto de Sechura, y este paisaje ha impartido a la ciudad una psicología muy particular. Yo tenía diez años entonces y había en las afueras de la ciudad, al otro lado del río, en pleno desierto, una casa, una especie de cabaña pintada de verde que es un color que no existe prácticamente en Piura. El desierto es amarillo, casi no hay árboles, las casas están pintadas de ocre o de azul o de blanco. El color verde en sí es muy raro. Me imagino ahora que eso en cierta forma ya atraía mi curiosidad y la de mis compañeros de colegio. También porque la casa estaba así alejada como un emisario de la ciudad en el desierto. Y además porque había toda una especie de leyenda maligna en torno de esa casa. Era un prostíbulo. Yo no sé si sabia entonces lo que era un prostíbulo, pero sabía que era un sitio malo.

ERM: ¿Pero funcionaba entonces como tal?

MVL: Sí, sí, y me acuerdo clarito que nosotros íbamos de noche a espiar, íbamos a orillas del río, a través del viejo puente, a verlo de lejos. En la noche, claro, se iluminaba, se oían ruidos y entonces esa cabaña ejercía una especie de poder, así, fascinante sobre nosotros. Me acuerdo cuando leí por primera vez La educación sentimental, de Flaubert (la leí aquí, en París), al llegar al último capítulo cuando los dos amigos se preguntan cuál es el mejor recuerdo de su vida, y dicen que es La Casa de la Turca, en Rouen, o no me acuerdo dónde, que era un prostíbulo con los postigos pintados de verde. Tuve entonces como una especie de temblor, de sacudimiento.

ERM: Me imagino, con lo que tegusta Flaubert.

MVL: Bueno, ésa es la parte más antigua. Yo me estuve en Piura sólo un año. Me fui y regresé cuando tenía 14, al terminar mi colegio justamente. En esa época, bueno, ya iba a burdeles y fui por primera vez a la Casa Verde, y tú sabes que esa cabaña así medio mítica, siguió siendo muy mítica y muy misteriosa y muy poética, incluso conociéndola por dentro. Porque era un prostíbulo absolutamente sui generis, de un solo salón, donde estaban las mujeres y donde había una orquesta, un trío compuesto por un viejo que tocaba el arpa, un hombre muy musculoso que le decían el Bolas, que tocaba los platillos y el tambor, y un muchacho de tipo muy piurano, o sea color aceituna, con el pelo muy negro y con unas maneras muy lánguidas que tocaba la guitarra y que era compositor. Era el creador de esa orquesta. No había cuartos. Las parejas salían al desierto a hacer el amor. Era una cosa muy poética, realmente muy extraña. Tú sabes que esto a mí se me ha quedado. No he podido olvidar nunca ese prostíbulo y esos personajes tan curiosos. Ese recuerdo, que es de hace doce, catorce años casi, siempre había querido trasponerlo a la literatura de alguna manera. Y he escrito infinidad de proyectos de cuentos eincluso de novelas basados en ese tema.

ERM: ¿De modo que allí empezó todo?

MVL: Allí empezó. Esa fue la idea más antigua de La Casa Verde. Después se asoció con otro recuerdo que también proviene de Piura y que se relaciona con un barrio muy curioso, que se llama la Mangachería. Cuando yo leía las novelas de Dumas que hablan de la Corte de los Milagros pensaba en ese barrio, que no sé si existe todavía. Está también del otro lado de la ciudad, en el desierto; está hecho de cabañas, de caña brava y de barro. Los mangaches son vagabundos, mendigos, artistas. Todas las orquestas piuranas, todos los conjuntos musicales, salen siempre de ahí, de ese grupo humano que es una especie de lumpen y es además la única fortaleza que tenia el fascismo en el Perú. Porque el General Sánchez Cerro, que era piurano según la leyenda, aunque no es cierto, era una especie de santo de la Mangachería. El partido profascista que fundó ese general y que hoy día es prácticamente inexistente ha tenido siempre fieles adherentes en ese barrio y sólo en ese barrio. Bueno, yo quería también escribir algo sobre este barrio y en cierta forma esas dos experiencias piuranas se han mezclado en la novela y dan tema a dos de las historias de La Casa Verde.

ERM: Y las otras historias, ¿también ocurren en Piura?

MVL: No, las otras tres ocurren en la selva, en una pequeña factoría a orillas de la confluencia del río Nieva con el Alto Marañón. Es una factoría de caucheros donde hay una misión de religiosas españolas. Poco antes de venir a Europa, hice un viaje a la selva. Había llegado al Perú un arqueólogo mexicano, Juan Comas, y el Instituto Lingüístico de verano organizó para él un viaje a la selva. Yo participé en ese viaje y pude ver las tribus, los aguarunas y los huambisas, que viven todavía en la Edad de Piedra. Sufrí una conmoción. Fue como lo del Colegio Leoncio Prado, porque también aquí había un mundo bárbaro y terrible. Quedé deslumbrado. En ese ambiente se juntan tres historias. La primera es la de las religiosas del convento de Santa María de Nieva. Son casi todas españolas y viven en condiciones increíbles de dureza, las cartas tardan dos meses en llegar, los moscos se las comen vivas. Y esas madres resisten. Están allí para educar a las niñas de los indios. Una vez por año los guardias van por los pueblos y recogen a la fuerza a las niñas. Las madres las reciben, las limpian, les enseñan español, las hacen renunciar a la superstición. Luego de tres o cuatro años ya no las pueden conservar y las entregan a quienes se las pidan para que trabajen de criadas. Las muchachas ya no quieren volver a la selva pero tampoco sirven para mucho. Hay ahí un tema que a mí me fascinó. Los sacrificios y el heroísmo de esas madres para conseguir sólo eso: unas criadas. Hace dos años volví a recorrer la región, con la novela ya escrita, porque quería estar seguro de lo que contaba. Ahora son los indios los que llevan a las niñas y las monjas muchas veces las tienen que rechazar.

ERM: Todo eso parece innecesariamente cruel.

MVL: Es cierto. Pero también es muy cruel la vida de las niñas en la propia tribu. Tampoco allí las respetan, sus madres las desfloran con los dedos y se comen la telita, como en una ceremonia, o los padres mismos las violan. Es un mundo terrible. Allí también encontré la base de la cuarta historia: la de Jum, cacique del pueblo urakusa, que fue castigado y torturado por haber pretendido vender el caucho directamente en Iquitos y sin pasar por los intermediarios que los explotan. Le rompieron la frente de un golpe de linterna, fue el propio Gobernador de Santa María de Nieva el que lo hizo, y después lo azotaron y lo colgaron de dos árboles, como si fuera un enorme pescado. Le cortaron el pelo, que es una ofensa terrible para los indios. Yo hablé con los torturadores cuando estuve hace poco allí y me encontré que eran gentes muy simples y amables que no parecían entender lo que habían hecho. Los soldados cayeron sobre el pueblo, agarraron a Jum, violaron a las indias delante de sus maridos y se llevaron al cacique. Así aprenderían a no rebelarse contra los intermediarios. Lo peor es que ya el propio Jum había aceptado el castigo y había convertido en el ser más sumiso y servil. Los intermediarios eran también unos pobres hombres, al nivel de las larvas.

ERM: ¿Así que no era fácil separar a los malos de los buenos?

MVL. Era imposible. La última historia es una novela de caballería pura.

ERM: De ésas que a tí te gustan tanto más que el Quijote.

MVL: De ésas. Es la historia de Fushía o Tushía, un japonés que alguien vio pasar por el río hace unos veinte o treinta años en una barca. Se instaló en una isla del río Santiago y allí se convirtió en un señor feudal, en un condottiero del Renacimiento. Formó un ejército de indios y se dedicó a asaltar a las tribus que volvían de recoger el caucho y de cazar animales. El japonés vendía el caucho y las pieles a otros patrones río arriba, y de esa manera explotaba no sólo a los indios sino a los intermediarios. Además se llevaba a las niñitas. Fushía tenía un harem.

ERM: Pero yo ya ví esa película. Se llamaba Los siete samurai.

MVL: Yo la oí en la selva. Una niñita de las que se salvaron me contó algo. No se le entendía bien pero parece que el japonés se había paganizado. Bailaba y bebía como los indios. AI fin se murió de viruela negra, una enfermedad casi extinguida.

ERM: Casi tan extinguida en la realidad como el mismo Fushía.

MVL: Antes de morir parece que mandó una carta a las monjas para que hicieran que Dios le perdonara sus pecados. Estaba dispuesto a casarse con una de las niñitas y quería estar bien con Dios.

ERM: Lo que me pregunto es cómo habrás hecho para vincular esas cinco historias.

MVL: Bueno, en realidad, todo esto aparece muy transformado en el libro. Lo que te cuento ahora es la materia bruta. En el libro las cinco historias están vinculadas por el ambiente y porque hay personajes comunes, es decir personajes que pasan de una historia a otra.

ERM: ¿Y ocurren todas al mismo tiempo?

MVL: Ocurren en un plazo de unos cuarenta años. Desde que comienza la novela hasta que termina pasan aproximadamente unos cuarenta años. Pero en la novela las historias no están contadas ordenadamente sino que se van mostrando episodios de cada una y sin respetar la sucesión cronológica. Sólo al final de las 800 páginas hilos en la mano.

La compleja estructura

Las cinco historias que están en la base de La Casa Verde no son contadas por Vargas Llosa en forma sucesiva sino simultáneamente. La narración pasa de una a otra sin respetar la ordenación cronológica: va y viene en el tiempo con la misma comodidad con que salta de un lugar a otro del espacio; considera cada fragmento del tiempo autónomo y lo desarrolla hasta un cierto punto en que lo abandona para continuar examinando otro, y así sucesivamente. Las transiciones entre fragmento y fragmento son bruscas y obedecen a una técnica que el cine ha popularizado: la técnica del montaje. Por oposición o por semejanza entre un fragmento y otro, entre las imágenes de un fragmento y las de otro, entre el significado de un fragmento y el de otro, Vargas Llosa teje y desteje la complejísima trama de su larga novela (430 pp. en la edición barcelonesa). Esta técnica de montaje cinematográfico no es nueva, ya se sabe, y ni siquiera es privativa del cine. Ya estaba, y con qué extraordinarios efectos, en las formas más antiguas de la novela y hasta de la épica. Aunque en las viejas estructuras narrativas se solía respetar más el hilo cronológico, o se advertía al lector cuando el salto hacia el pasado o hacia adelante era demasiado brusco. Lo que ha hecho el cine, sobre todo, es enseñar a leer (es decir: a descifrar) cada fragmento por sí mismo y a permitir al lector (el espectador) que encuentre por sí solo los enlaces entre un fragmento y el siguiente, que así recomponga la verdadera sucesión cronológica.

Porque el mayor problema que plantea al lector esta novela es el hecho de que sus cinco historias se mueven en varios niveles simultáneos del tiempo. Un lapso de unos cuarenta años separa las partes más antiguas de las que podríamos llamar contemporáneas del lector. Para marcar esa diferencia en los tiempos que maneja simultáneamente, Vargas Llosa no facilita (como habría hecho algún narrador clásico) ninguna indicación de fecha. Sólo las edades o la situación de sus personajes permite ubicar, aproximadamente, el relato en una serie cronológica que el lector va creando por sí mismo. En este procedimiento se revela la deuda de Vargas Llosa con el cine más moderno y con las técnicas narrativas del Nouveau Roman. El tiempo es, como el espacio, un solo continuo: una materia fluida que no tiene una dirección inexorable y que se moldea plásticamente a las necesidades de la narración, que va y vuelve, teje y desteje su trama. Lo que siempre permite al lector situarse es el contenido nítido y preciso de cada fragmento. Sus coordenadas de tiempo y espacio están dadas por la situación interior de los personajes.

No se crea, sin embargo, que este libro es caótico. Por el contrario, si un defecto puede achacársele es el de ser demasiado ordenado; hasta diría, fanáticamente ordenado. Pero se trata de un orden sutil, nada visible a primera vista, y que requiere un análisis algo pormenorizado para revelar sus claves. Desde el punto de vista más externo ese orden se impone a la mera consulta del índice. La novela aparece dividida en cuatro partes y un epílogo que corresponden a los cinco cuadernos desiguales que finalmente asumió su forma dactilografiada y que sirvieron de base a la edición barcelonesa. El examen de la primera parte, así sea en forma sintética, puede ayudar a situar mejor este problema de la estructura de La Casa Verde.

Abarca las páginas 9 a 109 del texto impreso y se subdivide, o desglosa, en las siguientes unidades:

(a) Las madres del convento de Santa María de Nieva van con los soldados hasta una población india y se llevan a las niñas para ayudarlas; las ayuda el Sargento;
(b) Las niñas se escapan del convento; una india, ya adolescente y educada, las guía, se llama Bonifacia;
(c) El viejo Aquilino ayuda a huir a Fushía, enfermo de una enfermedad que no se nombra y que tal vez sea lepra; en el viaje, Fushía le cuenta su vida, desde que
llega al Perú huyendo de Campo Grande, Matto Grosso;
(d) Descripción de Piura y sobre todo de La Mangachería, barrio miserable en que se desarrollará parte de la acción de la novela;
(e) El cabo Roberto Delgado se prepara a volver a su pueblo;
(f) Josefino Rojas es invitado a ir al burdel de Piura, La Casa Verde, por un grupo de amigos que se llaman a sí mismos los Inconquistables;
(g) Las madres reprochan a Bonifacia haber dejado escapar a las indiecitas;
(h) Continúa la conversación de Aquilino con Fushía: poco a poco se va revelando la historia del japonés;
(i) Llega Anselmo a Piura; es joven y trae un arpa;
(j) Julio Reátegui y otros intermediarios discuten el problema de la cooperativa que han tratado de crear los indios para vender directamente el caucho en Iquitos; esto perjudica su negocio;
(k) Los Inconquistables en la Mangachería recogen a Lituma que acaba de salir de la cárcel;
(l) Las madres expulsan a Bonifacia;
(m) Fushía cuenta a Aquilino sus relaciones con Lalita;
(n) Anselmo compra en Piura un terreno en un lugar desierto, fuera de la ciudad;
(o) El cabo Delgado se detiene en una población india; lo acompaña el práctico Adrián Nieves;
(p) Lituma se entera que su amante, la Selvática, está en La Casa Verde;
(q) Bonifacia habla con las madres; quiere conocer la historia de la tortura de Jum, el aguaruna;
(r) Sigue la historia de Fushía y de Lalita, contada por el primero a Aquilino;
(s) Anselmo construye La Casa Verde en el terreno desértico; el padre García lo denuncia vigorosamente;
(t) Los aguarunas atacan al cabo Delgado; Adrián Nieves huye;
(u) Los Inconquistables van a buscar a La Selvática.

Estas veintiuna partes están articuladas a su vez en cuatro capítulos y un prólogo, a saber: I (a) prólogo; I (b) a (f) primer capítulo; II (g) a (k) segundo; III, (I) a (p) tercero; IV, (q) a (u) cuarto. Un rápido examen de las partes permite comprobar ciertas líneas narrativas constantes: así, la historia de Bonifacia aparece contada, con algún desorden cronológico es cierto, en las partes (b), (g), (I) y (q): es la historia de una indiecita que las madres del Convento de Santa María de Nieva han criado y que no reniega del todo de sus orígenes; aunque el autor no lo dice claramente en este primer cuaderno de su novela, es evidente que la niña recuerda su pasado indio y que se siente identificada con Jum, aquel caudillo que torturaron los intermediarios. Otro núcleo anecdótico lo constituye la la historia de Fushía, que se relata a partir de su largo epílogo, con la huida del japonés y el racconto de su vida, en las partes (c), (h), (m) y (r). Un tercer núcleo anecdótico está dado por la visita de los inconquistables a La Mangachería y el comienzo de un relato sobre las relaciones de Lituma con La Selvática. Este episodio, que abarca las partes (f), (k), (p) y (u), es uno de los menos claros de este primer cuaderno, aunque irá adquiriendo importancia a medida que se desarrolle la novela y llegará a convertirse en central. El misterio es necesario al principio porque Vargas Llosa ha utilizado ese episodio para dar una profundidad temporal a toda la novela, como se verá luego. Otros episodios aparecen también esbozados en este primer cuaderno: (e), (j), (o) y (t) enlazan dos momentos de la misma historia: el cabo Delgado va a una población india, es atacado por los aguarunas, ese ataque servirá de pretexto a los intermediarios para castigar brutalmente a Jum y eliminar así de raíz todo intento de los indios de vender su caucho directamente en Iquitos. Pero en este primer cuaderno, el episodio sólo aparece esbozado y puede resultar oscuro. Otra historia que empieza a contarse también aquí es la de Anselmo, el arpista, el constructor de La Casa Verde. Aparece en las partes (i), (n) y (s). Esta historia es la única que ya tiene en este primer cuaderno un sentido completo, aunque se ampliará mucho en los restantes.

Como se puede advertir por el resumen, el primer cuaderno arroja un balance complejo: tres historias centrales aparecen suficientemente desarrolladas, aunque no en forma muy clara; otras tres aparecen esbozadas. La lectura de los sucesivos cuadernos aportará elementos complementarios, irá permitiendo ver el enlace entre las distintas articulaciones de la misma historia (tal como lo ha indicado el propio Vargas Llosa en la entrevista), y sobre todo revelará el enlace profundo entre las distintas historias. Se podrá ver, al término del libro, que la historia de Bonifacia y el Sargento que habrá de conquistarla, es la misma historia de La Selvática y Lituma. Quiero decir: que Bonifacia se habrá de convertir en prostituta bajo el nombre de La Selvática, y que el verdadero nombre del Sargento es Lituma. Pero esta revelación sólo se produce al final de la novela. También se descubre, o comprende, al final que hay dos Casas Verdes: una construida por Anselmo en el desierto fuera de Piura (su construcción ocupa la parte (s), como se ha visto) y una segunda Casa Verde, que construye en La Mangachería una hija de Anselmo.

Desplegada a lo largo de cuarenta años y desarrollándose sobre varios escenarios principales (la selva, Santa María de Nieva, Piura, Iquitos, hasta la remota Lima), esta novela tiene una amplitud de tiempo y espacio que justifica la técnica compleja empleada por Vargas Llosa para ir dando a conocer sus múltiples hilos. Al hacer avanzar casi simultáneamente las cinco o seis historias principales, el joven autor peruano ha conseguido mantener vivo el interés por la historia entera, al tiempo que ha logrado una mayor profundización de cada episodio por el efecto de contaminación que produce el uno sobre otro, gracias a la vecindad creada por ese montaje que se suele llamar cinematográfico, pero que Vargas Llosa ha ido a buscar algo más lejos.

Una técnica recobrada

No sólo por su visión caballeresca de un código de honor se vincula la narrativa de Vargas Llosa a las famosas novelas que Cervantes parodió en el Quijote. Hasta en la misma técnica, el autor peruano ha aprovechado ciertos principios que aplica con renovada originalidad en sus novelas, y sobre todo en La Casa Verde. Esa vasta trama de encuentros accidentales, de separaciones inexplicadas; de reconocimientos trágicos, que constituyen por lo general el argumento de las novelas de caballería son también la materia prima sobre la que ahora trabaja Vargas Llosa. Toda su novela se basa sobre algunas identidades ocultas, en un plano puramente superficial, y que cabe relacionar con la simetría deliberada de que sea Teresa el amor de los tres muchachos de La Ciudad y los perros, Vargas Llosa presenta ahora esa doble identidad de Bonifacia y el Sargento. Mostrar en forma paralela las dos historias, hace creer al lector que se trata de cuatro personajes distintos y no de dos parejas que son la misma. Más profundamente corren otras identidades. Así, por ejemplo, casi no hay paternidad en este libro que no plantee algún problema. Es casi seguro que Bonifacia (La Selvática) es hija de aquel Jum torturado por decisión de los comerciantes de caucho. También se descubrirá al final que la Chunga es hija de Anselmo y de Antonia, aquella cieguita que un buen día el arpista rapta para tenerla consigo en el piso alto de La Casa Verde. Otras relaciones son más complejas y se van descubriendo a medida que progresa la historia. La amante de Fushía, esa Lalita que es sin duda uno de los personajes más fuertes y vivos del libro, había sido antes de Julio Reátegui, y después que abandone a Fushía y huya con el práctico Adrián Nieves, tendrá todavía un cuarto marido, ese soldado que llaman el Pesado. Las sucesivas metamorfosis del personaje no están presentadas por Vargas Llosa como distintas etapas en la vida del mismo ser, sino como verdaderos avatares diferentes. Cada una de las Lalitas es una mujer distinta. Esta concepción de los cambios radicales en la naturaleza del personaje deriva, sin duda, de la novela moderna. No otra cosa hace Proust en su vasta Recherche du Temps Perdu sino mostrar a distintas alturas vitales distintos personajes que acaban siendo la misma persona. ¿Cómo identificar al Barón de Charlus en el viril caballero que Marcel entrevé junto a Odette cuando recorre el muchacho el camino de Swann? ¿Cómo creer que esa vieja marica de Sodome et Gomorrhe, o la aún más decrépita ruina de Le Temps retrouvé, pudo haber sido ese hombre de mundo, seductor de mujeres y amigo de Swann? Las metamorfosis que opera el destino sobre los seres humanos es el tema profundo de la novela de Proust. Similares metamorfosis ocurren también en La Casa Verde. Sólo que mientras Proust arma y desarma psicológicamente a sus personajes, explicándolos con fanática minucia, Vargas Llosa se limita a presentarlo, como seres distintos. Lo que nos devuelve a la novela de caballería.

El dividir una larga historia en pequeños fragmentos narrativos que se entrecruzan, se iluminan unos a otros, permiten toda clase de sorpresas y bruscos reconocimientos, pertenece a la esencia misma de la técnica de las novelas de caballería. Un retórico como Brunetto Latini, maestro de Dante, ya la recomendaba en su Livres dou Tresor. Esa técnica es en definitiva la que inspira La Casa Verde. Lo curioso es que la misma técnica (es decir, la misma concepción del destino) está detrás de otra gran novela latinoamericana de este tiempo. Me refiero a Grande Sertão: Veredas, del brasileño João Guimarães Rosa. La historia de Riobaldo que ha sido unos de los más famosos bandidos del desierto mineiro, y que ahora está convertido en pacífico hacendado, aparece narrada a través de un interminable monólogo en que el protagonista va revelando fragmentos de su historia pero reservándose siempre un par de datos: el nombre de su verdadero padre, la identidad del hermosísimo compañero que siempre lo custodia, como Angel tutelar. La crítica brasileña, y sobre todo el profesor Cavalcanti Proenza, han señalado la vinculación profunda de esta novela con las de caballería. Lo mismo podría decirse de Vargas Llosa. Una circunstancia que hace más curiosa la aproximación es el hecho de que, a pesar de haberse publicado originariamente la novela de Guimarães Rosa en 1956, lo más probable es que Vargas Llosa no la haya leído. El portugués en que está escrito es sumamente arduo, aún para los brasileños; es una obra en que el lenguaje oral de la región de Minas Gerais, donde se ambienta la novela, aparece trabajado con una riqueza y exigencia equiparables a la de un James Joyce en el Ulysses. De ahí que esta semejanza entre Vargas Llosa y Guimarães Rosa se deba sobre todo a una coincidencia de los mundos que ambos describen: en un caso, el vasto escenario de los Gerais; en el otro el desierto peruano, la selva, las pequeñas poblaciones de fronteras. Es en una identidad profunda entre el mundo feudal del Brasil de Guimarães Rosa y el mundo feudal del Perú de Vargas Llosa donde hay que encontrar la causa de esta coincidencia.

Una narración apasionante

No conviene, sin embargo, exagerar el análisis crítico. Hay un nivel, muy importante, en que La Casa Verde puede ser leída por el interés indispensable sus episodios, por la rica caracterización de la mayoría de sus personajes. Ese nivel (que funcionaba para los lectores de la novela de caballería) es el nivel en que se colocan sus consumidores naturales. No el nivel de la crítica sino el del mero goce de la lectura. Para ese nivel, Vargas Llosa ha logrado una larga novela que a pesar de todas sus audacias técnicas, o de sus renovaciones de un género que se creía perdido, es sobre todo una novela novelesca. Para el lector corriente, ese common reader que trató de definir Virginia Woolf en sus ensayos críticos, La Casa Verde es sobre todo una narración apasionante. Con mano muy segura, el autor lo lleva de una historia a otra; las va orquestando hábilmente; hace crecer tensiones paralelas; desarrolla grupos que se corresponden, y logra al final una suma de todas las historias en un esforzado crescendo. Como sabía hacer también D. W. Griffith en los comienzos del cine mudo, los varios hilos narrativos se unen al cabo y definen totalmente el universo de Vargas Llosa. Porque él no trata sólo de contar cinco o seis historias, sino que trata principalmente de mostrar que esas historias se responden, o corresponden, como decía Baudelaire, en una tenebrosa y profunda unidad. Así el enfrentamiento del Sargento con el guapo Seminario, que constituye el centro épico de la novela, encuentra su asordinado equivalente en el enfrentamiento final de Lituma (que es el Sargento) con Josefino Rojas; del mismo modo que el destino de Bonifacia, educada por las monjas y luego echada por ellas, recogida por Lalita, seducida por el Sargento, corrompida por Josefino y metamorfoseada al fin en esa prostituta que llaman La Selvática, responde en una gama mucho más compleja a la historia de la cieguita Antonia. Secretas correspondencias, cruces misteriosos de temas, resonancias y ecos, atraviesan toda la novela hasta llegar a una orquestación en que la muerte de Antonia, como consecuencia de un parto. está contada al mismo tiempo que el aborto de Bonifacia. Las identidades son aún más sutiles de lo que podría pensarse. Y no sólo Bonifacia y la Selvática son la misma persona, sino que personas distintas (Bonifacia y Antonia) acaban por solaparse mágicamente.

El epílogo une todas las historias, aclara todos los temas, revela las correspondencias visibles y las secretas. Entonces, el lector corriente, el lector hedonista, puede cerrar el libro con la convicción de que ha participado honda y completamente en una experiencia importante. De la mano de Vargas Llosa ha penetrado en la entraña novelesca del Perú, ha visitado las fuentes, ha examinado las huellas primarias y los orígenes. En su vastedad, en su rigor, en su delicadeza, la novela ha permitido llegar a la matriz misma de un universo complejo. A diferencia de una obra concebida en términos puramente intelectuales, como El mundo es ancho y ajeno, de Ciro Alegría, en que el horrible destino de los indios de la sierra aparece reducido a una oposición entre los malos (los blancos explotadores) y los buenos (los indios sufridos y nobles), Vargas Llosa consigue presentar aquí los distintos niveles de miseria explotación, de crueldad y de barbarie, de belleza y horrible amor, sin que sus personajes sea violentados en dos categorías inexistentes. El Bien y el Mal no están escindidos higiénicamente de dos bandos sino que luchan dentro de cada ser. Por eso mismo, es singular que esta novela que se atreve a mostrar sin discursos la ineficacia social de la caridad cuando no va acompañada de verdadera justicia; que desnuda la explotación a que es sometido el indio; que se atreve a mirar lo que muchos pasan por alto en el sistema feudal del Perú, es también una novela en que no hay villanos puros. Dos de los personajes más responsables del atraso y de la explotación, padre García y Julio Reátegui están presentados en toda su sombra pero también en toda su luz. Así Reátegui no es sólo el explotador sino que también un hombre delicado que se conmueve por la suerte de una indiecita (Bonifacia) y ayuda a que llegue intacta a manos de las madres. En cuanto al padre García, después de atravesar la noche como un fanático de la peor especie, acaba por cerrarla con una imagen de aterida compasión cristiana. Por el camino que indica Vargas Llosa, compleja entraña humana y natural del Perú aparece visible.

Por eso la novela se sitúa en la línea mayor las creaciones narrativas que ahora está produciendo la América Latina. No porque no tenga defectos muy claros que podrían sintetizarse a la historia de Fushía, una de las que más seduce, al autor, resulta contada algo confusamente: personaje nunca acaba por dibujarse con precisión: cierta sentimentalidad que ya era visible La Ciudad y los perros, domina buena parte la historia de Bonifacia y estropea ciertas descripciones eróticas; todo el final muestra a Vargas Llosa, arrastrado por su tema a una entonación emocional tal vez excesiva. Pero no son estos defectos, y otros menores que cabría apuntar, que deciden al cabo la calidad de la novela. Ellos quedan subsumidos en el conjunto que revela una autoridad, una madurez, una maestría casi inexpicables en un narrador tan joven. El libro está ahí y conviene saludarlo desde ya como definitivo."

(1) Mario Vargas Llosa: La Casa Verde (Barcelona, Seix Barral, 1966. 430 pp.)
(2) Para el semanario Ercilla, de Santiago, 6 de julio de 1966.

 

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